Un anómalo folletín de época. Raúl Ruiz decidió filmar este novelón decimonónico barato sin ironías ni parodia, dando por cierta cada vuelta de campana del azar. De ese modo pone al espectador frente a un efecto de máxima extrañeza y disociación entre la lógica y el tono del film. Obra anómala dentro de una obra anómala, Misterios de Lisboa cierra con clásica elegancia la filmografía de un cineasta de ruptura. A lo largo de 117 cortos, medios, largos, films de ficción, documentales y trabajos para televisión desarrollados a lo largo de cuatro décadas en dos continentes, el chileno radicado en Francia Raúl (o Raoul) Ruiz desestructuró el relato cinematográfico, lo enrevesó, bifurcó y multiplicó, lo desdramatizó y llenó de símbolos y alegorías, lo vació deliberadamente de una lógica racional para sumirlo en una lógica onírica, bombardeó el clasicismo a base de barroquismo formal y manierismo, subvirtió el naturalismo a puro artificio, postuló el cine no como una busca de verdad sino como puro juego intelectual, teorizó encarnizadamente en contra de los principios aristotélicos. Como una gigantesca broma final, toda esa anarquía de combate, todos esos gestos de ruptura, iniciados con un primer corto a los 22 años, vienen a culminar, cuarenta y siete años más tarde, con un film de época basado en una novela-río decimonónica, que a simple vista parecería una de esas películas académicas de ropajes, hermosas vistas y decorados. Sólo a simple vista: el de Ruiz siempre fue un cine en el que las apariencias engañan. En primer lugar, Los misterios de Lisboa, de Camilo Castelo Branco, no es una novela sino un novelón. Un folletín por entregas. Esto es: literatura pulp, bastarda, en la que las costuras del relato no se disimulan sino que quedan bien a la vista. Lo contrario de la qualité a la que suele aspirar el cine de época. Y eso es justamente lo que le interesó a Ruiz cuando su productor de (casi) toda la vida, Paulo Branco, le propuso filmarla (ver entrevista). Ruiz quería filmar un folletín y le pusieron un folletín en las manos. Folletín que, como el propio realizador explica, abusa del recurso de las paternidades sorpresivas. Abusa, por lo tanto, de la inverosimilitud. Ahora bien, y esto es lo más disruptivo, Ruiz decidió filmar este novelón de huérfanos que no son tales, identidades cambiantes, personajes asombrosamente ubicuos, vueltas de campana del azar y vidas que parecen contener demasiadas vidas en una sola con la máxima seriedad, sin ironías ni parodia. Dando todo por cierto, naturalizándolo. Lo cual pone al escéptico espectador contemporáneo ante un efecto de máxima extrañeza, en estado de disociación permanente entre lo que le indica la lógica y lo que el tono de la película señala. Una versión atenuada, casi imperceptible, de los ataques a la razón practicados por Ruiz a lo largo de su carrera. Otra decisión estética mayúscula es el lugar donde se planta la cámara, a gran distancia de la acción. Algo semejante a los films de la fase media de Hou Hsiao Hsien. Planos cortos hay, pero son escasos. La consecuencia dramática de esta planificación es obvia: distanciamiento. En este plano, Ruiz va en contra de la novela, donde registra “páginas en las que se llora hasta tres veces”. A Ruiz no le importa cuánto se llore, no le importa demasiado el costado sentimental, aunque no deje de empatizar íntimamente con algunos personajes, a los que sí les dedica primeros planos: el protagonista, cuando es chico y cree llamarse Joâo, y su madre, en todo momento. Con el padre Dinis, que bien podría considerarse un segundo protagonista y hasta podría discutirse si no es el primero, tiene otra clase de empatía. Dinis y su historia de niño huérfano adoptado, hijo también de un padre al que no conoce, con un pasado de joven licencioso (ambos, él y su padre adoptivo), de artista del disfraz y de soldado de Napoleón, además de su permanente disponibilidad a la intermediación y negociación, representan el costado aventurero-descabellado de la novela, el costado Conde de Montecristo, que magnetiza al realizador y le permite desmelenarse a gusto. Pero siempre con ese mismo tono calmo, contenido, autocontrolado de toda la película. Tono que es a su vez el del cura, reforzando la identificación mutua entre el relato y él. Con total autoconciencia, Ruiz se permite introducir una referencia a Dinis como encarnación de la omnisciencia de la novela decimonónica: “Sé casi todo”, dice en un momento. “Hay en la vida acasos y coincidencias tan extravagantes que a ningún novelista se le ocurriría inventarlos”, se permite comentar a su vez el relato off, ahora sí con la ironía más desfachatada. Nada de la contención clásica tiene, por cierto, la arborescente proliferación narrativa, típica de Ruiz, con tramas y subtramas saltando como resortes desde cualquier rincón de la narración. Incluyendo un clásico del realizador: el racconto dentro del racconto. El efecto (buscado) es una suerte de mareo narrativo, en el que en más de un momento el espectador se pierde, no sabe bien en qué relato o tiempo narrativo estaba. Allí tiene la opción de recapitular mentalmente para retomar el hilo o simplemente dejarse llevar. Como en los sueños: no por nada uno de los ídolos de Ruiz fue Buñuel, otro hispanohablante anómalo.
La historia grande y también la pequeña. En la segunda mitad del siglo XIX, Paraguay era el único país sudamericano que, en contra de la política de libre comercio, impulsaba el desarrollo autónomo y el proteccionismo. En ese contexto, hacia fines de 1864 se desató una guerra civil en Uruguay. El Imperio del Brasil invadió ese país en apoyo del Partido Colorado, mientras que el mariscal Solano López, presidente del Paraguay, acudía en defensa del Partido Blanco. Bastó que el gobierno guaraní se apoderara de un buque mercante brasileño para que la guerra quedara declarada. Poco más tarde, Solano López solicitó permiso a Mitre para atravesar territorio argentino rumbo al Uruguay, tal como había hecho el ejército brasileño, pero el futuro fundador del diario La Nación previsiblemente se lo negó. Solano López ocupó Corrientes y Mitre le declaró la guerra, dando inicio a la Guerra de la Triple Alianza, que duró cinco años, fue la más grande y desigual de la historia sudamericana, y terminó con el exterminio casi total de la población paraguaya. Escrito y dirigido por Federico Sosa, el documental Contra Paraguay reconstruye la historia de esa guerra, y en la misma medida que la reconstruye se plantea qué implica reconstruir la Historia. “Se le enrostra a Gaspar Rodríguez de Francia haber sido un dictador, como si en su época en Sudamérica no hubieran sido todas dictaduras”, afirma, provocativo, el historiador León Pomer, el mayor especialista argentino en el tema (es autor del clásico La Guerra del Paraguay: Estado, política y negocios, Editorial Colihue, 1968 y reediciones), para concluir que el Directorio de la Revolución de Mayo no era otra cosa que eso. Tanto Pomer como un grupo de historiadores treintañeros se remontan hasta el doctor Francia, hallando en él la semilla del independentismo y la política antilatifundista de Solano López, a la que obviamente contraponen, bien en la línea del revisionismo histórico, con la línea Rivadavia-Mitre y sucesores. Varias razones hacen de Contra Paraguay un buen documental. Una es que se trata de un registro histórico que –a diferencia de, por poner un ejemplo bien a mano, Palestinos Go Home!, estrenada un par de semanas atrás– no considera que la verdad histórica es un hecho uniforme e inamovible, sino que la pone en cuestión. Tanto en términos teóricos, a cargo de este grupo de historiadores sub-40 no identificados, como prácticos, al dar la palabra a un respetable historiador liberal tampoco identificado (los zócalos con data personal no serán lo más original del mundo, pero resultan útiles). La segunda razón por la cual Contra Paraguay es bueno es que contiene toda la información necesaria. El medio millón de muertos del lado paraguayo, el 75 % de la población total que eso representaba (hubiera faltado agregar el 90 % de la población adulta masculina), el hecho de que el “ejército” paraguayo no fuera tal en verdad, ni en términos de pertrechos ni de grados ni de entrenamiento (Solano López era el único general y sus soldados combatían en patas), los 15.000 muertos en 4 horas en la batalla de Tuyutí, el hecho de que esos soldados no se rendían al enemigo, el año y pico que le llevó al ejército brasileño atrapar finalmente al general, tras la derrota de sus hombres. Es bueno porque cubre la historia grande y la pequeña. Como cuando deja entrar al director de un museo que recoge personalmente hasta los más pequeños restos de armamento oxidado, o en la referencia al escuadrón de niños que para impresionar al enemigo fueron a pelear con barbas postizas. En términos formales, Contra Paraguay es bueno porque no se atiene a formas rígidas. Incorpora lo que necesita para narrar su historia: testimonios orales de especialistas, sobremesas de vino y asado, un recorrido en tiempo presente por los sitios del pasado. Como nexo entre esos materiales diversos se apela a la presencia de un actor-protagonista, que se mantiene un poco extrañamente mudo. Desde ya que se aconseja ver Contra Paraguay en tándem con la notable Cándido López, los campos de batalla (2005), que a partir de los fabulosos cuadros del pintor manco viaja también en busca de la misma historia.
Encantos y flojeras del drama romántico. Aunque por momentos se deje llevar por los lugares comunes y nunca se anime a patear el tablero, la película tiene sus virtudes. Sobre todo por su convincente pareja de actores protagonistas, que va más allá de los programas de chimentos. Tras el éxito de Abzurdah, sus pilares básicos –compañía productora, realizadora, guionistas, estrella– se reúnen para un proyecto más comercial. Lo que no quiere decir que sus elementos más sensibles –los de la segunda parte de la ecuación, digamos– hayan vendido el alma al diablo. Más que un melodrama, género que remonta su venerable tradición hasta el siglo XVII y en cine reconoce obras maestras por doquier, El hilo rojo es equiparable a una novela romántica, género utilitario, con legiones de lectoras fieles de este lado del mundo y permanente volumen de producción. La diferencia entre ambos reside en el nivel de riesgo estético y subversión potencial del melodrama, que suele arrastrar a sus protagonistas al extremo, mientras que los “novelones” explotan, por el contrario, la ilusión vicaria de las lectoras. Melodrama era, de hecho, Abzurdah, cuya enfermiza heroína adolescente no podía evitar esclavizarse, humillarse ante el macho que la despreciaba, llegando al límite de la autoflagelación y el intento de suicidio. Drama burgués, El hilo rojo no patea el tablero: juega un juego de convenciones mutuamente aceptadas. No por ello la oposición que plantea entre amor a largo plazo y pasión de mecha corta es descartable o necesariamente conservadora. Le puede pasar a cualquiera. De hecho, le pasa a cualquiera. La capacidad de interpelación de El hilo rojo es universal. Siempre y cuando se esté dispuesto a aceptar la convención más tramposa del género: la de que los ricos pondrán en peligro su estabilidad económica por amor. El choque de planetas Suárez–Vicuña debe ser el más promocionado desde el de Susana y Monzón en La Mary. Abril Saguier (nombre como para que quede claro que la chica no nació en Villa Soldati) es azafata. O, como aclara ella, “auxiliar de a bordo”. Como corresponde a un ciudadano chileno, Manuel es enólogo. Ella tiene 23, él algunos más. Se conocen en el check in de Ezeiza, los dos escuchando en las play lists de sus celus el mismo tema de Amy Winehouse (¿una referencia al oficio de él? No.) Se miran, se sonríen, está claro que se gustan, arriba del avión se vuelven a ver y, de modo insólito, en la zona reservada para las azafatas o auxiliares de a bordo se trenzan en tremendo chape, lo cual a la chica podría costarle el puesto. Arreglan para verse en Barajas pero un accidente que no se entiende muy bien (se entenderá sólo cuando se reencuentren y lo expliquen) les impide hacerlo. Cartel sobre fondo negro: “Siete años después”. La pucha, qué salto, piensa uno. Siete años después los dos están casados y con hijos. Ella (Eugenia “La China” Suárez) con un actor español muy bueno, Hugo Silva, que hace de músico y productor de rock. El, Benjamín Vicuña, con Guillermina Valdés, que hace de fotógrafa (la escena en la que les saca una foto a marido e hija en el viñedo, los tres vestidos de blanco y con unos sombreritos remonos, parece una publicidad del vino Bordolino de los años 70). Por una de esas casualidades de biógrafo (lo cual no tiene nada de malo; si no fuera por estas casualidades no existirían los melodramas, las comedias y varios géneros más), Abril y Manu se reencontrarán en la paradisíaca Cartagena de Indias, que provee su fondo de tarjeta postal, un hotel 5 estrellas, un paseo turístico y un chaparrón entre tropical y genérico para que finalmente ambos consumen lo que la platea está esperando. El choque de planetas Suárez-Vicuña debe ser el más promocionado desde el de Susana y Monzón en La Mary, otro drama romántico bastante despreciado en su momento. Aquél era un melodrama, claro, con todos esos gritos, esos fantasmas y esa sangre, y éste no, como ya se dijo. Pero como La Mary y disculpando una fotografía destinada a que se vea todo con la mayor claridad posible, El hilo rojo va más allá de su guión, gracias a tres elementos: las buenas actuaciones en general, la de Eugenia Suárez en particular, y la utilización dramática de los primeros planos. En su debut en un protagónico cinematográfico, Suárez había sorprendido en Abzurdah, con un nivel de entrega infrecuente a un papel sumamente tortuoso, que por otra parte se prestaba al peligro contrario: el de la sobreactuación, el camelo, la actuación para la tribuna. Todo ello limpiamente sorteado por la autenticidad de esta actriz de origen televisivo, cuyos antecedentes hasta ese momento eran de mera rubia linda. En El hilo rojo Suárez ratifica, en los momentos en que la cosa se pone densa, su grado de compromiso. El resto del tiempo es pura presencia, que la tiene y mucha, realzada por los justísimos primeros planos de la realizadora Daniela Goggi. Que serán de manual, destinados a intensificar los momentos eróticos o dramáticos, pero cumplen elocuentemente su función. ¿Académicos? No, lo académico carece de pasión y estos planos la transmiten. Lo que sí es sumamente acomodaticio es el final, diseñado para todos los gustos: cerrado para la espectadora que prefiera que Abril vuelva con su marido, abierto para la que quiera verla próximamente en brazos de su amante, y hasta fatal para las más pesimistas.
Romance con demasiadas desatenciones La comedia romántica es un género delicado. Requiere de gracia, de que entre el chico y la chica pase algo semejante al enamoramiento, la electricidad o como quiera llamárselo. Requiere también de cierta dosis de locura y de al menos un par de secundarios interesantes que puedan tomar el relevo de los protagonistas entre escena y escena. Caída del cielo tiene dos actores muy capaces tratando de remontar una serie de situaciones muy forzadas, una falta de gracia ilevantable, un contexto que hace muy poco por generar alguna química entre ellos, una subtrama que sólo ayudar a tirar las cosas más abajo, un absurdo tímido y, encima, el viejo fantasma de la misoginia metiendo la cola y embarrando la cancha. Después de una serie de imágenes veloces en las que no se entiende nada (recién más tarde, retrospectivamente, se comprenderá de qué se trata, lo que no quiere decir que esas imágenes vengan a cuento), Alejandro (Peto Menahem) agarra un frasquito, echa unas gotas en un vaso y sale a tomárselo en el patio. Por su expresión da la sensación de que lo que está tomando no es nada bueno. De pronto le cae un pesado bulto al lado. Es su vecina Julia (Muriel Santa Ana, a quien hace tiempo no se veía), quien a pesar de haberse caído o tirado desde la terraza no parece haberse hecho mayor daño. De hecho, en un rato estará charlando lo más tranquila. ¿Terraza baja? Será. Julia no sólo cayó en el patio del pobre Alejandro, sino que perdió la llave de su departamento, no quiere llamar a un cerrajero porque tiene miedo de que se quede con una copia y le robe, se le quedó la billetera en el departamento y lo manda a Alejandro a la farmacia. Un plomo. Por más que su apellido (Santángelo) y el título de la película anticipen que su función será salvífica. Como el género impone sus condiciones de hierro, por más poca onda que haya entre ellos tendrán que besarse y todo eso. Alejandro es sonidista y baterista y está trabajando en una obra de teatro en la que una chica hace de Evita, un compañero de elenco del manco Paz y otro, de uno que no se sabe quién es. Todos actúan gesticulando en silencio, por decisión del director, que es un chanta (Héctor Díaz). Julia es de Pergamino, no tiene trabajo, es loca por las telenovelas y mientras las mira, teje. Como una chica de barrio de los años 50. Hay una escena potencialmente buena, pero injustificada. Durante el clásico momento de la separación, Alejandro escucha el repiqueteo de la muleta de Julia, que vive en el piso de arriba, y se pone a tocar la batería. Allí se establece un diálogo percusivo entre muleta y batería, una bonita idea de reencuentro entre ambos. Pero forzada, además de inconclusa, porque, ¿por qué hace sonar ella la muleta incluso estando sentada? De esta clase de desatenciones, en todos los sentidos del término, está hecha Caída del cielo.
El fútbol sin una pizca de costumbrismo. Abundan las rarezas en este film plagado de escuditos de San Lorenzo, que evita los lugares comunes del deporte retratado en la pantalla y construye una historia creíble y personajes dotados de profundidad, apoyándose en una gran labor de Carlos Portaluppi. Es escasísima la cantidad de películas de ficción argentinas que se han dedicado a la libido futbolística, en relación con el monto que ésta consume de la vida diaria nacional. Allá lejos y hace tiempo, en la época de oro de la redonda, estuvieron Pelota de trapo y El hincha. Después, nada, salvo algún apunte colateral, como el recitado de la formación completa del Racing de comienzos de los 60 que hace Guillermo Francella en El secreto de sus ojos. Hasta la llegada de este Hugo Pelosi, para quien San Lorenzo lo es todo. Ex jugador con un paso brevísimo por la primera del club, Hugo maneja un taxi, donde se dejan ver escuditos y banderines azulgranas. Sus amigos son hinchas de San Lorenzo, cuando llega a casa ve programas dedicados a San Lorenzo y cuando conoce a un chico que más o menos la mueve se ofrece a hacerlo probar en la novena de San Lorenzo. El chico tiene una mamá y no un papá a la vista, por lo cual pronto se instalará entre los tres el fantasma de la familia informal. Pero Hugo tiene fantasmas más pesados (literalmente, si se quiere), que tiran para abajo. En cierto modo era de agradecer que no hubiera películas sobre fútbol, porque el fútbol es una de esas cuestiones que, como todo lo vinculado con lo barrial y popular, en Argentina suele abordarse desde el costumbrismo, con sus componentes de tipología, estereotipia y caricatura. Egresados de la Enerc, un primer mérito de los debutantes Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez es no haber caído ni un poquito en ello. Seguramente avisados de los peligros que enfrentaban, Gebauer y Suárez abordan el barrio con sequedad casi documental (Gebauer tiene un documental a punto de estrenar) y delinean sus personajes como tales, evitando cualquier generalización tipológica. Hugo (Carlos Portaluppi) es un taxista callado y solitario, que parece revolver algún estofado interno que se desconoce, hasta que empieza a echar olor. La única relación sexual que tiene parecería ser con una puta, pero no tiene nada de sórdida ni frustrante. Silvia (Ana Katz) es una mina de barrio que se gana la vida “cocinando para afuera”, pero no por eso se come las eses o se maquilla feo. Julián, su hijo (Valentín Greco) juega bien al fútbol y no es muy aplicado en el estudio, pero no es ningún guachín. Son tres personajes singulares, que además nunca terminan de mostrarse del todo, por lo cual el espectador deberá poner atención en conocerlos plano a plano, escena a escena. Ganadora de dos premios en la última edición del Festival de Mar del Plata, Hijos nuestros –título de muy pertinente doble sentido– gira básicamente alrededor de Hugo, y Hugo es un solitario, en buena medida un adicto, en última instancia alguien que carga con una frustración que terminará jugándole en contra. Lo de adicto no es exagerado, y una noche en la que se superponen una final por penales con Gremio de Porto Alegre por la Libertadores con una salida al cine lo demostrará. A partir de allí crece enormemente la figura de Silvia: un caso de película dirigida por hombres que le da pleno desarrollo al personaje femenino. Algo que lamentablemente sigue siendo mosca blanca, en el cine argentino y en el cine en general. Además de documentalista, cosa rara, Fernández Gebauer es actor. Seguramente por eso, por contar con dos actores excelentes en los protagónicos (con tres, perdón, el debutante Valentín Greco está inmejorable) y porque Portaluppi y Katz se conocen (Katz había convocado a Portaluppi para Una novia errante) las actuaciones de Hijos nuestros son tan notables. Ambos transmiten la sensación de tener construido un personaje que excede al espectador, por lo cual el margen de sorpresa es amplio. Portaluppi, específicamente, parece cobrarse el hecho de que el cine no le haya dado hasta aquí un protagónico, con una actuación excepcional. Excepcionalmente interior. En cuanto a Katz y de forma muy curiosa, el estilo de sus películas, en el que un malestar de fondo resquebraja la banalidad cotidiana, da la impresión de impregnar el de ésta. También es amplio el margen de sorpresa estética que depara Hijos nuestros. Si bien en términos generales se trata de una ópera prima sorprendentemente precisa y concisa –elipsis, economía expositiva, renuncia a toda clase de chirimbolo estilístico–, en dos momentos puntuales Gebauer y Suárez se permiten, con gran libertad y autoconfianza, saltar la cerca y “vencer la tentación sucumbiendo de lleno en sus brazos”, como diría Serrat. El segundo de esos momentos, una misa de consagración azulgrana presidida por el padre Daniel Hendler, en la que se celebra la gloria de “ser cuervo de pendejo” y de “matar a una gallina y un bostero”, quedará sin duda como una de las escenas más disolutas del cine argentino en toda su historia.
Ocho obras disímiles y diversas. Lo que une a estos cortos es que fueron producidos por quienes terminaron sus carreras en escuelas de cine. Los pocos puntos en común pasan por el alto nivel técnico y la preminencia de la violencia en varias de las historias. ¿Qué sentido tiene calificar con una sola y misma nota a ocho obras distintas, cuya única relación es haber sido producidas en el curso de un año por un cierto universo (el de los graduados en escuelas de cine) y seleccionadas por un comité ad hoc? En este caso tiene en verdad más sentido que el del mero promedio, que querría decir muy poco (un corto de de 8 puntos + uno de 6 + uno de 2 = 5 puntos de promedio), ya que el nivel de las nuevas Historias breves es más parejo que en otras ocasiones. 6/7 sería la calificación exacta, si esa calificación estuviera contemplada en el sistema. Cosecha entre aceptable y buena, en resumen. Como se trata de entregas regulares –en general anuales, a veces bianuales– las Historias breves, que selecciona un comité nombrado por el Incaa e integrado por los directores de cine Bebe Kamin y Eduardo Calcagno, y la directora de fotografía Paola Rizzi, pueden tomarse como muestra de la producción de los graduados en escuelas de cine, e intentar algunas aproximaciones más o menos generales. La primera y más obvia es una ya sabida, tanto gracias a ediciones previas como por lo que películas recientes hechas por graduados de escuelas de cine dejan ver: el nivel técnico es de primera. Punto resuelto y a otra cosa. Es llamativa, en lo temático, la preeminencia de la violencia. De los ocho cortos, cinco hablan de ella, de uno u otro modo. Tres de ellos, de modo directo. Los tres transcurren en el campo. En el primero (El plan, dirigido por Víctor Postiglione, que curiosamente estrena esta semana su primer largo, Tiempo muerto), los dos hijos de un matrimonio planifican cómo poner coto a los sádicos castigos de su padre (Guillermo Pfenning) sobre su madre. Cimarrón, de Chiara Ghio (una de las cuatro realizadoras mujeres de la selección), presenta al encargado de un campo reaccionando fusil en mano a la prepotencia del patrón. En Las liebres, de Martín Rodríguez Redondo, un padre intenta inculcar en su pequeño hijo la asociación entre masculinidad y maltrato animal. En la ciudad, la violencia es institucional, más indirecta, parecería desprenderse de los restantes cortos que abordan el tema. El inconveniente, de Adriana Yurkovich (correalizadora del documental El ambulante, realizadora en solitario del magnífico Bronces en Isla Verde), refiere, sin hacerlo explícito, a los cortes de energía de diciembre de 2014. Los padece, en los días previos y posteriores a Navidad, una mujer mayor que vive sola, impedida de movilizarse. Como todos sus vecinos parecen haber partido para las fiestas, la falta de agua se volverá dramática. En Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia, de Dolores Montaño, tres policías esperan, en el interior de un camión hidrante, que la superioridad les dé orden de rociar a los “zurdos” de una manifestación, pero se encontrarán con una falla en el sistema. Por fuera de la temática de la violencia, ubicado en medio de la selva misionera, La canoa de Ulises, de Diego Fió, plantea el clásico conflicto entre tradición y modernidad, encarnado entre un adulto que habla guaraní (el corto está subtitulado) y un adolescente rapero. Con una mujer-robot como eje de su ficción, Una mujer en el bosque, de César Sodero, se desmarca claramente del resto. Breve relato de iniciación femenina, Las nadadoras de Villa Rosa se destaca por el uso extensivo de la elipsis practicado por su realizadora, Josefina Recio, con una pileta de natación por escenario. Más específicamente, La canoa de Ulises aprovecha la belleza selvática y en un par de planos queda al borde del fotografismo, pero resuelve bien el conflicto central. El plan oscila entre cierto forzamiento (nadie mete la cabeza en la sopa por propia voluntad) y cierta previsibilidad. Cimarrón es seca como el par de disparos que la abren y la cierran. Una mujer en el bosque cruza con éxito ciencia ficción de duelo con chalets de troncos, de estilo barilochense, y se beneficia de las justísimas actuaciones de Elisa Carricajo y el notable Marcelo Subiotto. Las nadadoras de Villa Rosa está narrada con rigor y seguridad, aunque el exceso de signos y elipsis le hace correr el riesgo de la confusión. Riesgo que también afronta Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia, en este caso por alguna escasez de datos. El inconveniente fuerza la situación, no dando con el verosímil adecuado para narrarla. Las liebres es, en cambio, sencilla, justa y clara. ¿Alguna conclusión general? Ninguna: más allá de los puntos en común señalados más arriba, no pueden extraerse conclusiones generales de lo disímil y diverso.
Historia del pionero que nunca existió La ópera prima de los realizadores rosarinos Carolina Rimini y Gustavo Galuppo imagina vida y obra de un supuesto investigador especializado en el campo de la electricidad, y se va convirtiendo, paulatinamente, en una comedia fuera de quicio. Una de las formas de la parodia, el falso documental se mimetiza con alguna variante del ancho campo del registro de lo real, lo vampiriza y practica algún corrimiento, para lograr efectos de comicidad o extrañamiento. Con guión de Alan Pauls y dirección de Carlos Sorín, emitida por televisión en 1986 y luego desaparecida, La era del ñandú imaginaba la existencia de un científico que en los años 50 y 60 había logrado sintetizar una droga extraída de aquel ave pampeana, que permitiría prolongar la vida. Otros ejemplos del género –que cuenta con un especialista, Christopher Guest, autor de un puñado de falsos documentales a lo largo de casi treinta años– son la legendaria This is Spinal Tap, falso rockumental (1984), la rusa Los primeros en la luna, que trabajaba con material de archivo real y falso para imaginar una llegada soviética al satélite (2005) y, por supuesto, Zelig, tal vez el primero y seguramente el más popular y más famoso (1983). Al reducido lote se suma ahora este Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad, ópera prima de los realizadores rosarinos Carolina Rimini y Gustavo Galuppo, que imaginan vida y obra de un investigador pionero, el francés Christian Villeneuve, especializado en el campo de la electricidad. Entre el cientificismo positivista y el desaforado romanticismo, lo que habría motivado a Villeneuve a seguir, ponerse a la par o eventualmente anticiparse a Luigi Galvani, Thomas Alva Edison, Nikola Tesla, Jules Marey y hasta los hermanos Lumière habría sido la ilusión de prolongar la vida del alma y revivir a los muertos, tal como más tarde una escritora británica llamada Mary Shelley, un médico de ficción de nombre Frankenstein y un autor de ficciones argentino apellidado Bioy Casares soñaron o hicieron soñar. A lo largo de una hora y media, Rimini y Galuppo reconstruyen la movida vida de Villeneuve con una verdadera catarata de material de archivo. Lo cual no es difícil, porque buena parte de él, y esa es parte de la gracia, no guarda la menor relación con el hilo narrativo. Si todo falso documental mima las formas de alguna variante del documental, en el caso de Pequeño diccionario... la variante elegida es la del documental de montaje en base a imágenes de archivo, llevadas por el relato en off, que va contando el cuentito. Claro que en este caso, y ese es el truco, desde un primer momento hay inserts que desentonan: ¿qué hace allí un Boris Karloff joven y de bigotes, intercalado de modo casi subliminal entre las primeras imágenes, por ejemplo? Karloff es, de hecho, todo un leit motiv a lo largo de Pequeño diccionario..., y se entiende que así sea, teniendo en cuenta que este caballero inglés encarnó al más famoso monstruo de Frankenstein de la historia del cine y ese monstruo, reanimado por la electricidad, tiene todo que ver aquí. A medida que el héroe fracasa en todos sus emprendimientos, Pequeño diccionario... se va convirtiendo más decididamente en una comedia, como la mayoría de los falsos documentales mencionados en el primer párrafo. Junto con él, que se sume en la locura, la narración tiende a perder la cordura, dejando ingresar inserts cada vez más derivativos, anacrónicos o fuera de lugar. Una mención al general Custer –para quien Villeneuve habría trabajado, así como para otros famosos de la segunda mitad del siglo XIX– da paso a la siguiente asociación: Erroll Flynn fue Custer en Murieron con las botas puestas; en Camino de Santa Fe actuó junto a Ronald Reagan, que hizo de Custer; Reagan fue electo presidente de los Estados Unidos en 1981... etc. Un edificio, la imagen de un musical de Hollywood, una mujer que baila desnuda, un precario dibujo animado, un equipo de radiotransmisión, definiciones de diccionario que no vienen a cuento se intercalan como imágenes intrusas en medio del chorro de material de archivo. Cuando tras varios minutos de imágenes tomadas del siglo XX se sobreimprime el año correspondiente al tiempo narrativo –1870, pongamos– el espectador puede sentir lo mismo que al ser despertado bruscamente de un sueño. El efecto está entre la comicidad, el extrañamiento y la virosis (no por nada abundan las referencias a virus de computación). Todo esto ocurre en verdad en la segunda parte, cuando el efecto cómico se acentúa. La primera se hace más farragosa y explicativa, llena de nombres, datos, fechas y episodios. Una mayor concisión no le hubiera venido mal a Pequeño diccionario...: 90 minutos parecen demasiados para un género que, como el falso documental, es leve por naturaleza.
Una protofeminista suelta en el Chaco. Los realizadores utilizan las herramientas más tradicionales del género documental como modo de reconstruir la vida y presentar y ponderar la obra de Grete Stern, una alemana consagrada como un nombre mayor de la fotografía en la Argentina. Grete, la mirada oblicua es algo así como la versión documental de un biopic, género ficcional de invención hollywoodense, dedicado a reconstruir la biografía de una celebridad, con especial acento en sus mayores logros. En este caso, la celebridad es, si se quiere, de nicho: fuera de los ámbitos de la cultura pocos connacionales habrán oído hablar de Grete Stern, uno de los grandes nombres de la fotografía en la Argentina. El documental de Matilde Michanie y Pablo Zubizarreta se atiene a la más lineal cronología, recorriendo vida y obra de esta nativa de Wuppertal, desde la fecha de su nacimiento (1904) hasta la de su muerte (1999, a la lozana edad de 95 años). Michanie y Zubizarreta utilizan las herramientas tradicionales del género como modo de reconstruir la vida y presentar y ponderar la obra. Básicamente, testimonios de especialistas y fotos, tanto las de la propia autora como de ella, obtenidas por terceros. Se agregan, en la última parte, filmaciones actuales en el Delta del Paraná, sitio en el que Stern vivió y al que amó, y en provincias del norte, que recorrió extensamente durante más de un lustro, produciendo un grueso cuerpo de obra, dedicado a las culturas aborígenes de la zona. En los 40, para una revista “para señoritas”, Stern creó asombrosos fotomontajes surrealistas. De la Bauhaus al Chaco, pasando por el retratismo, la fotografía publicitaria, el fotomontaje y el surrealismo, el registro de Stern parece no tener límites. Es la autora de una de las más famosas fotos de Borges, así como de retratos de Alfredo Palacios, una veinteañera María Elena Walsh asomada a una ventana o de Antonio Berni, irreconocible de tan joven. Todo eso desde mediados de los años 30, cuando junto con su por entonces marido Horacio Coppola, otro prócer del rubro, supo exponer en la sede de la revista Sur bajo el ala de Victoria Ocampo, tres años después de desembarcada en Buenos Aires, escapando de un nazismo en ciernes. Stern era de familia judía y burguesa, y se había formado en Berlín junto a Walter Peterhans, maestro de quien por un tiempo fue única discípula, y que le inculcó la idea del “montaje intelectual” de la composición fotográfica. En los años 40 la convoca Editorial Atlántida para ilustrar una columna de la revista “para señoritas” Idilio, en la que un par de psicoanalistas interpretaban sueños por correo. En ese contexto aparentemente tan poco propicio para audacias visuales e intelectuales, Stern hace fotomontajes de mujeres sin boca, mujeres enjauladas, mujeres a punto de ser devoradas por hombres, mujeres atacadas por hombresmonstruos. Deseos y, sobre todo, terrores femeninos. De allí que la historiadora del arte Valeria González la califique de protofeminista. Es asombroso que de ese surrealismo de cuerpos mutilados, almanaques gigantes e imágenes multiplicadas en espejos se pueda pasar a fotografías desnudas de chozas de caña, familias en medio de la seca y mujeres tejiendo telares. Es sin embargo ese el paso que dio Grete Stern cuando a fines de los años 50 puso rumbo al Chaco, para documentar la vida de los tobas y wichís de la zona. Los fotógrafos Sara Facio y Marcos Zimmerman y el historiador de la fotografía Luis Priamo son otros de quienes –dentro de la concepción del documental más como instrumento que como film autónomo que subyace a la película– prestan testimonio a cámara, en ocasiones haciendo valioso análisis de la técnica y el estilo de la autora.
Todo un acto de fe cinéfila De Barton Fink a ¡Salve, César!, el Hollywood de los Coen se ha vuelto definitivamente más amable. Ya no son tiempos de cine social, gangsters y luchadores, como allí, sino de westerns, musicales acuáticos, comedias de salón y superproducciones bíblicas. “El único tipo sano”: así definen los hermanos Coen a Eddie Mannix, protagonista de ¡Salve, César! (ver aparte). Y así es. Mannix es el primer tipo sano de una filmografía que abunda en psicópatas, descerebrados, corruptos, malos bichos y, en el mejor de los casos, sobrevivientes a como dé lugar. Pero buena gente no. Es tan sano Eddie Mannix, que en la escena inicial va a confesarse a las cuatro de la mañana porque ese día se permitió fumar dos cigarrillos. Conociendo a los Coen podría pensarse que se están burlando de este padre de familia creyente, practicante, pío y culposo. Y sin embargo no. Eddie Mannix es el héroe de ¡Salve, César! El que desface entuertos y no pide nada a cambio. El ejecutivo ejemplar del estudio. El que se pone de pie cuando habla por teléfono con su jefe. El que es capaz de trabajar día y noche, recorriendo toda Los Angeles para subsanar las macanas que se mandan los demás. ¿Un buen cristiano? Mmmhhh, tal vez. ¡Salve, César! (desgraciada traducción, en lugar del tradicional “¡Ave, César!”) representa la segunda ocasión en que los autores de Simplemente sangre, Fargo y Sin lugar para los débiles toman a Hollywood por protagonista. La anterior fue Barton Fink, que transcurría en el Hollywood de comienzos de los 40. Ahora el almanaque se corre diez años más adelante. Ya no son tiempos de cine social, de gangsters y luchadores, como allí, sino de westerns musicales, musicales tout court, musicales acuáticos, comedias de salón y superproducciones bíblicas. Los estudios Capitol –entidad de ficción creada por los Coen ad hoc–, se hallan en plena producción de películas de esos géneros y en todas ellas deberá intervenir Eddie Mannix (esa especie de Russell Crowe medido que es Josh Brolin). Mannix es lo que se llamaba un fixer, rol poco conocido que consistía en arreglar problemas. Estos pueden consistir en inventarle un padre falso al hijo de la diva acuática del estudio (Scarlett Johansson), injertar al joven cantante cowboy en la comedia sofisticada (y lograr que, por una vez en su vida, actúe), frenar a las dos hermanas mellizas, ambas periodistas de chimentos, que compiten entre sí (Tilda Swinton en ambos papeles) y, sobre todo, pagar el rescate que un grupo de guionistas comunistas pide por Baird Whitlock, máxima estrella del estudio (George Clooney), a quien secuestraron con sus ropas de centurión romano. De Barton Fink a ¡Salve, César!, el Hollywood de los Coen se ha vuelto definitivamente más amable. Ya no hay jefes de estudio groseros y dictatoriales. Ya no hay jefes de estudio, en verdad. No en cuadro, al menos. A Schenck, dueño de la Capitol, sólo se lo oye por teléfono, y no se escuchan gritos del otro lado de la línea. Las películas de la Capitol no son ridículas, como las de luchadores de Barton Fink, sino moderadamente entretenidas, aunque algo infantiles. El cowboy Hobie Doyle hace unas lindas acrobacias sobre su caballo, las coreografías acuáticas de las películas de DeeAnna Moran llaman al asombro, y el número musical con Channing Tatum es una maravilla de timing y coordinación. Todo ello, claro, espléndidamente iluminado y, sobre todo, colorizado, por el gran Roger Deakins, director de fotografía habitual de los Coen, que logra replicar al detalle los tonos del Technicolor (¡ir a verla al cine, por favor!). Tal vez el mayor reconocimiento que los Coen hacen del talento circulante en Hollywood es la brevísima escena en que, asombrosamente, Hobie Doyle finalmente actúa, aunque hasta entonces fuera un tronco hecho y derecho. Escena que lleva a evocar aquello que dijo John Ford cuando vio a John Wayne en Río Rojo, western posterior en más de una década a La diligencia: “Ah, pero entonces el hijo de puta sabia actuar”. No es que los Coen hayan perdido sentido del absurdo, y para probarlo está el grupo de guionistas comunistas secuestradores (¡que incluye a Herbert Marcuse!) o la genial escena del submarino ruso, llena por otra parte de un misterio nocturno y surreal. Pero el mundo, que hasta ahora era horrorosamente absurdo (Barton Fink, Fargo), despatarradamente absurdo (Educando a Arizona, El gran Lebowski, Quémese después de leer), horrorosamente despiadado (Simplemente sangre, De paseo a la muerte, Sin piedad para los débiles) o metafísicamente absurdo (Un hombre serio), aquí se ha vuelto práctico, a la medida del héroe. Necesitado de sus consejos ante la película bíblica que el estudio está filmando, Eddie Mannix se reúne con cuatro autoridades religiosas, pero en cuanto se enfrascan en un debate sobre la Santísima Trinidad les aclara que él de eso no entiende nada. Cuando una vez liberado Baird Whitlock vuelve maravillado con El capital, Mannix le da un par de cachetazos y lo manda a que trabaje otra vez de estrella. Junto con el pragmatismo y aunque parezcan inconciliables (y más inconciliables aún con el cine previo de los Coen), el otro valor en el que ¡Salve, César! parece creer es el de la fe. Fe religiosa en Mannix (la película empieza y casi termina en un confesionario), fe marxista en el grupo de guionistas secuestradores, fe cinéfila tal vez en los Coen, que aquí parecen amar un cine que Hollywood ya no hace.
Una guerrera que sabe cómo poner el cuerpo En 2008, J. J. Abrams produjo y Matt Reeves dirigió una muy buena película de monstruos llamada Cloverfield, que recurría con suma eficacia al hoy sí que viejo truco del terror-filmado-como-falso-documental, y que presentaba a una especie de Godzilla destrozando media Manhattan. Con Abrams y Reeves como dos de varios coproductores (otro es Drew Goddard, guionista y realizador del film de culto The Cabin in the Woods), hete aquí Avenida Cloverfield 10... que a pesar del título no tiene nada que ver con Cloverfield. Salvo que ciertas criaturas... Resulta muy complicado hablar sin “spoilear” de este film coescrito entre otros por Damian Chazelle, realizador de Whiplash, y dirigido por el debutante Dan Trachtenberg. La película está muy fuertemente apoyada sobre ciertas cartas que se juegan tapadas, por lo cual el crítico se las ve en figurillas para no revelar más de lo debido. Se verá cómo se hace. En la magnífica secuencia inicial (narrada sin una palabra, sólo con música), tras una discusión telefónica una chica junta sus cosas a las apuradas en un departamento, mientras éste vibra como en medio de un terremoto de baja intensidad. Sube a su auto, maneja en medio de la noche y... y ocurre algo que no va contarse aquí. La chica se llama Michelle, la interpreta Mary Elizabeth Winstead (chica del título en Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños, lanzada aquí en devedé), que cuando se despierta se encuentra lastimada y encerrada en una habitación hermética, atendida por un gordo de barba y camisa escocesa llamado Howard (el imbatible John Goodman). Hay otro huésped en la casa, al que Howard también tiene bajo llave, un joven slacker de nombre Emmett (John Gallagher Jr.), que no parece cuestionarse demasiado la situación. Algo que no sucede con Michelle, que desde que se descubre prisionera está pensando en cómo huir de allí. La casa es un bunker, largamente equipado por el paranoico o previsor Howard para sobrevivir al apocalipsis para el que el tipo se viene preparando desde hace tiempo. Apocalipsis que según él habría tenido lugar en el lapso en el que la chica estuvo inconsciente. ¿Es Howard un tipo paternal o un psicópata que quiere reemplazar a su hija muerta, o tal vez asesinada, con la quizás secuestrada Michelle? La obligada convivencia de a tres daba para replicar el funcionamiento de una familia muy disfuncional; el guión, exclusivamente concentrado en lo fáctico, se desentiende de ello. La innovación que practicaba La cabaña de la muerte (The Cabin in the Woods) era la de del metarrelato: un segundo plano narrativo que producía y resignificaba lo que el primero contaba. Avenida Cloverfield 10 opera sobre la posibilidad de la convergencia de relatos, que el temblor de la secuencia inicial y algún otro signo esparcido por allí habilitan. La hipótesis sobre la que la película trabaja es: ¿qué pasaría si en lugar de tener que optar por la opción 1 (Howard está loco y el suyo es el delirio de un alienado) o la 2 (Howard está sano y su relato es verdadero), se tratara de sumar 1 + 2 (Howard está loco, pero lo que dice es cierto)? En cualquier caso, la Michelle de Winstead es lo más parecido a la teniente Ripley de Sigourney Weaver que se haya visto en bastante tiempo, y no sólo por andar en musculosa y muy sucia y transpirada. Más que eso, por su estado de alerta permanente, su habilidad a la hora de manejar herramientas y su falta de vacilaciones cuando de poner el cuerpo se trata, con riesgo propio y para el contrario. Una guerrera, en una palabra, a la que le basta enterarse de que en la zona de Houston se organiza la resistencia humana para enfilar hacia allí, en medio de una noche cerrada, dejando abierta y con letras luminosas una secuela que seguramente volverá a tener la palabra Cloverfield en el título, y a ella por heroína ya oficializada.