Fábula de la baronesa que desafinaba Inspirado en una historia real, el film pone el foco en Marguerite Dumont, mujer de alta sociedad empeñada en cantar aun cuando carece del más mínimo talento para hacerlo. Lo que podría haber sido una sátira despiadada, al cabo, se queda en el decorado. “Conocida y ridiculizada por su falta de ritmo, de altura y de tono, su pronunciación aberrante y su incapacidad general de cantar correctamente.” Eso dice Wikipedia sobre Florence Foster Jenkins, soprano estadounidense a quien el año próximo encarnará la omnipresente Meryl Streep, en una película dirigida por Stephen Frears. En la señora Jenkins se inspira Marguerite, coproducción franco-belga-checa dirigida por Xavier Giannoli, que en la última edición del Festival de Venecia fue parte de la competencia internacional.Bastaría leer la descripción de Wikipedia para imaginar una película que Marguerite no es en lo más mínimo. Una sátira despiadada, con la protagonista como superheroína del ridículo. Xavier Giannoli ya había dado pruebas, en El cantante (2006), de su capacidad de empatía con seres que en otras manos serían patéticos. En aquel caso el ex cantante decadente era interpretado por un Depardieu que forjaba ya, una década atrás, el despampanante kilaje que más tarde luciría en Mammuth y Welcome to Nueva York. En esta ocasión se trata de la baronesa Marguerite Dumont (Margaret Dumont era el nombre de la actriz que, en las películas de los hermanos Marx, encarnaba a la voluminosa ricachona a la que Groucho intentaba empaquetar). En los años 20 del siglo pasado, la baronesa desafina en palacio, de modo inimaginable, frente a públicos de copetudos y connaisseurs.Dos cosas diferencian a la señora Dumont de una desafinada común y corriente. Una es su asombrosa capacidad de hacerlo en cada nota, sin excepción, y de forma espectacular. La otra es su inconsciencia, que produce un hiato abismal entre su canto –que suena a tiza nueva rayando un pizarrón– y el modo épico en que ella lo procesa. Tras haber asesinado a Mozart y los tímpanos de la audiencia por igual, Marguerite saluda como si acabara de consumar un rito sublime. Consciente de la cualidad excepcional de su heroína, Giannoli hace de ella un interrogante imposible de develar. Una suerte de Esfinge de Tebas, de secreto indiscernible. ¿Cómo puede ser que desafine así y no lo registre? Coautor del guión, Giannoli hace lo mejor que se podía hacer frente a esta pregunta: no responderla, dejarla en estado de flotación. Como una Giulietta Masina a la que le inflaron los mofletes, el rostro de Catherine Frot tiene la cualidad lunar ideal para sostener esa incógnita.Rociada de detalles de época investigados con minucia (el poeta concreto que idolatra a Marguerite por su capacidad de espantar el gusto burgués, las intervenciones de vanguardia de la época, los decorados déco), el problema es que tanto esos detalles como los personajes que rodean a la heroína se agotan, justamente, en lo decorativo. El aristocrático marido aprovechado, el joven crítico cazafortunas, el poeta snob, el mayordomo negro, enamorado secreto y ángel guardián de la señora, el tenor en decadencia, la soprano joven: la mayor parte de ellos tiene color potencial, pero el carácter de jeroglífico de la heroína no puede dejar de obturar su sentido. Tanto como obtura, adecuadamente, el propio.
Cuando lo que prima son las sensaciones Puesta al lado de ciertos films de Gustavo Fontán (La orilla que se abisma, El rostro) y de Sergio Mazza (El amarillo), La huella en la niebla parecería hablar de un género “cine del Paraná”, que hace propio lo que es propio del río. La mansedumbre que da paso a crecientes imprevistas, la horizontalidad de río de llanura, el modo en que corrientes invisibles inciden sobre su régimen y temperaturas, la neblina y los reflejos del sol que afectan la percepción. Como esos films de Fontán, en la ópera prima de Emiliano Grieco lo sensorial se impone por sobre lo narrativo. Se asiste aquí a un relato que, como los terrones de barro que el protagonista desgrana a manguerazos, parecería deshacerse en la discontinuidad, desmaterializándose plano a plano.Hay un protagonista, un crimen, circunstancias propias del drama. Pero a la larga priman ciertas sensaciones. Herido a la altura del abdomen tras un incidente brumoso, un joven llamado Elías vuelve remando a la isla donde vive, descubriendo que a su casa se le llevó la inundación. El padre le da refugio, alguien le consigue conchabo en un buque, comienza a levantar un nuevo rancho, su ex le recuerda su pasado de alcohólico, la nueva pareja de ésta lo echa violentamente. Elías no puede ver a su hijo, se compra una petaca de whisky y las cosas tienden a desmoronarse. Como el barro reseco y humedecido. El relato es igual de seco, parco como los sonidos del río. Pero el silencio aquí se oye: conviene, en la escena inicial, parar el oído en medio de la noche, oír el sonido de la corriente, el roce de los remos y el bote. En las siguientes, escuchar el rumor de fondo, que es electrónico pero parece acuático.El silencio se oye, la oscuridad deja ver, entre sombras. Las casas son sumamente provisorias en la zona: se come a la intemperie, se vive casi más en el bote que en tierra. El film es en colores, pero toda la secuencia inicial es negra, y la que le sigue, blanca. La primera, por la noche sin luna. La otra, por la espesa niebla diurna. En una de las primeras escenas, una mano agónica asoma desde el borde inferior del cuadro, interrumpiendo la calma del bote detenido y el plano fijo. A la mañana siguiente, la niebla es tan espesa y blanca que parece un sueño. Grieco organiza el relato de modo impresionista, fragmentando el tiempo y el espacio: planos recortados y grandes elipsis.Hay dos problemas con la herida del protagonista. Uno es de orden práctico. ¿Hay alguien sobre la Tierra que en ese caso no se aplique aunque más no sea un poco de alcohol o agua oxigenada? ¿Que no se ponga una venda o una gasa? ¿Alguien a quien, de ser así, la herida no se le infecte? En ambos casos, la respuesta es la misma y lleva por nombre Elías. La otra traba es de carácter simbólico. Esa herida del costado izquierdo, sumada a ciertas imágenes religiosas muy “puestas” sobre el relato, hablan de un intento de asimilar al protagonista al sujeto por excelencia de la iconografía cristiana. Lo cual, vista la cadena de sentido que hilvana el relato, no parecería venir a cuento. Más vale quedarse, entonces, con la apelación sensorial de La huella en la niebla, que cuenta con el infalible Germán de Silva en el papel de padre, y una adecuadísima Emme (Emme Vitale, según los créditos), en el de la ex.
Volver a contar la historia de un mafioso ¿Tiene sentido volver a contar lo que ya se contó, tal como se contó, dejando de lado toda relectura y abrazando la mimesis? Pacto criminal narra la parábola de un mafioso, entre los años 70 y 90, describiendo el mismo arco dramático que Buenos muchachos, Casino y el corpus entero de películas de mafia. ¿Que estos mafiosos no son los italoamericanos sino sus mayores competidores, los hijos de irlandeses? Eso no sólo no es nuevo (los protagonistas de Tiro de gracia, contemporánea de Buenos muchachos, ya lo eran, y los de Pandillas de Nueva York también) sino que no cambia nada el origen, mientras se comporten y sean narrados de la misma manera. Lo mismo corre para el ligero cambio de localización (Boston en lugar Nueva York) o para la particularidad de que aquí el mafioso sea hermano de un senador. Dos parientes directos a ambos lados de la legalidad, y dos amigos ídem, tampoco representan ninguna novedad: desde Héroes olvidados (The Roaring Twenties, 1939) la Warner viene contando esa historia.Con un título original que parece haber dejado vacante alguna película de terror archivada (Black Mass, misa negra), Pacto criminal narra el ascenso y caída (arco dramático y moral de todas las películas de gangsters) de un mob boss real, James “Whitey” Bulger, desde el momento en que se alza contra los Angiulo –que dominan el comercio ilegal de la capital de Massachussetts– hasta aquél en que desaparece sin dejar rastros, cuando el FBI cierra el círculo sobre él. Como todo mafioso del cine, Whitey Bulger posa como el más macho, está lleno de ambición, no manda a matar sino que mata él mismo, y siempre de la forma más despiadada. Aunque no operística, como muchos de sus antecesores: Bulger es, como la película que lo contiene, un hampón medio. Basada en una investigación periodística, la variante a la que apuesta Pacto criminal es la de la sociedad que Bulger establece con su ex amigo de infancia y actual agente del FBI, John Connolly. Un poco por trabajo y otro poco tal vez por animosidad étnica, a ambos les interesa aniquilar a los italianos. Para ello Bulger se convertirá en informante de Connolly, mientras asciende en la jerarquía mafiosa. Como indican el canon o el cliché, habrá buena cantidad de sangrientos ajustes de cuentas y un oscilar permanente entre la lealtad y la traición, entre el enfrentamiento y la colaboración con las fuerzas de seguridad. Ese canon se cruza con el del género “policial de investigación” (Scorsese ya lo había hecho en Los infiltrados), con Connolly como el agente poco preocupado por la legalidad, enfrentado a sus superiores. Family men, a Bulger y Connolly se los ve cuidando de esposas, hijos o mamás. Sugerencia tampoco novedosa de que el mafioso no representa la excepción sino la norma social llevada al extremo.En el nutrido reparto, que incluye en el papel de Connolly al australiano Joel Edgerton (a quien puede verse actualmente en cartel en El regalo, que dirigió) y al muy de moda Benedict Cumberbatch como el senador Bulger, se destaca Kevin Bacon como jefe del FBI. Con pocas escenas, el hombre con apellido de panceta impone una autoridad de nalgas bien apoyadas sobre el sillón de su oficina. Producto del departamento de maquillaje, el semicalvo, pelirrojo, blanquecino y de ojos escandalosamente celestes Whitey Bulger es otra caricatura de Johnny Depp (parece el Sombrerero Loco sin peluca), con la desventaja de no asumirse como tal. Mientras que las que compone para Tim Burton o el Jack Sparrow de Piratas del Caribe, son parte de shows deliberadamente excesivos, como guiños cómplices hacia el espectador, Bulger no guiña. Es una máscara que intenta pasar por composición, impostando solemnidad donde hay sólo exceso de make up.
Un desfile de estereotipos femeninos A la hora de la ficción, la idea de “hablar de lo que pasa” lleva al estereotipo: “lo que pasa” es siempre lo que “todos” saben o creen que pasa. Lo que pasa, según Audrey Dana, es que las mujeres no necesariamente saben lo que quieren, como el título local tergiversa, sino que “están como el clima”, como el off dictamina de entrada. “Inestables, caóticas, imprevisibles”. Lo que no es imprevisible es que esta película identifique a cada personaje con un “tipo” femenino. La despiadada mujer de empresa que se hace odiar, la insatisfecha con el inútil en casa, la inexperta acomplejada, la hormonal, la joven madre de cuatro hijos que tiene un metejón con una rubia... Si algo no es esta película sobreescrita, sobredirigida y salvajemente sobreactuada es inestable, caótica, etcétera.Vanessa Paradis, con su amplio espacio interdental y su anorexia, hace de la mandamás de corporación que descubre que no tiene ni una sola amiga. Laetitia Casta, de abogada torpe e inexperta, flechada por el príncipe azul de turno, abogado de la otra parte (legal y sexual). Sylvie Testud, actriz medida aunque algo dependiente de su look infantil, hace de una fóbica que anda a los saltos por cualquier pavada, y a la que el guión le destina una enfermedad grave. Isabelle Adjani... caretear siempre careteó y lo sigue haciendo, aquí a la enésima potencia, como jefa de una firma de lingerie que descubre que ya no tiene 15 ni 20. A la hora de botoxearse el rostro, la ex Adela H parece haber elegido a un científico loco. Habría que hacerle juicio (a ambos) por ofensa y perjurio de la memoria cinéfila.Como manifiesta el título original (“Bajo sus polleras”), la directora y coguionista parece tan obsesionada como un/a adolescente con el sexo y las hormonas. Hasta el punto de iniciar con una menstruación que el diseño de títulos convierte en mancha roja que estalla de cuadrito en cuadrito. Actuada por muchas de ellas (las menos conocidas son las que más zafan) como una versión francesa de la tira argentina Teatro como en el teatro (en tiempos presuntamente de Sex and the City, que ya tiene una década de vejez), de acuerdo con lo que la señora Dana piensa, lo que ellas quieren parece ser gritar mucho, hacer caras, tener tics, tropezar y caerse.
Bambi perdida en las fronteras narco En este thriller algo infatuado del director de Incendios y La sospecha, una agente novata del FBI descubre que su vocación de servicio se topa con personajes tan ambiguos como su superior inmediato o un colombiano obviamente peligroso.En el momento mismo en que aparece en escena, tomado primero de espaldas y recién después de frente –con la clase de mirada ladeada que la imagen estándar otorga al que oculta algo o mucho–, cualquiera se da cuenta de que ese señor que dice representar al Departamento de Estado no juega con cartas de curso legal. Más todavía si lo encarna Josh Brolin, que siempre parece estar guardándose uno o más ases. Qué y cuánto oculta, cuándo, cómo y por qué va a querer trampear a esa Bambi con chaleco antibalas que es Kate Macer (que más que agente del FBI parece agente de tránsito, por su nivel de ingenuidad) es lo que queda por develar en el siguiente par de horas de este thriller de narcos y antinarcos, de uno y otro lado de la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez. Thriller que por sus aires de seriedad parecería encaminado a destapar connivencias bastante más graves, de mucho más alto nivel, que las un poco de entrecasa que finalmente trama.Dirigida por el canadiense Denis Villeneuve –quien tras ese festival del golpe bajo políticamente correcto llamado Incendios (2010) saltó a Hollywood con la dupla de Prisioneros y El hombre duplicado, ambas de 2013–, Sicario arranca con un primer acto de denso clima amenazante. Un comando del FBI, conducido por la agente Macer (Emily Blunt, obligada a la expresión de asombro de una alumna de jardín) se topa, en el desierto de Arizona, con un hallazgo tan macabro que les revuelve el estómago a todos. Suena un poco forzado que eso les ocurra a miembros de una brigada especial, pero el carácter truculento le permite cumplir su función persuasiva sobre el espectador. La cosa se torna más persecutoria a partir del momento en que sus superiores ponen a Macer en manos de Brolin, que la interroga como si fuera ella la culpable.Cierra ese primer acto el operativo que tiene a narcos mexicanos por objetivo, y que podría llevar del otro lado de una frontera tan real como simbólica. Participan de él un tipo que no se sabe a qué intereses responde (Benicio del Toro, suavemente siniestro) y un montón de comandos a los que uno no quisiera tener de amigos, mucho menos de enemigos. Quienes lo conducen advierten reiteradamente que las posibilidades de que el ficcional cartel de Sonora intente asesinarlos son tantas como las de que Boca Juniors salga campeón este año. Por las dudas que no haya quedado claro, en Ciudad Juárez los reciben cuatro cuerpos desmembrados, colgados de un puente.Toda esa primera mitad, que se remata con un tiroteo muy bien construido, está vista a través de los ojos de la inexperta Macer. Punto de vista que permite al espectador hallar un alter ego que lo represente. Aunque, claro, el espectador difícilmente comparta su curiosa tendencia a creerles todo a sus superiores. A partir del momento en que consuman su objetivo, el protagonismo se va desplazando de Macer a Medellín, seudónimo con el que en los bajos fondos fronterizos conocen al personaje de Del Toro. Medellín tiende a ejercer sobre la trama el efecto de una aspiradora, chupándose la identificación que, mal que mal, el personaje de la agente permitía generar. Y todo para consumar una venganza demasiado chiquita, en relación con la densidad dramática a la que este thriller algo infatuado aspira.
Un thriller hecho de gestos muy sutiles Con sólo tres personajes y soberbias actuaciones de Jason Bateman, Rebecca Hall y el mismo Edgerton, la película consigue transmitir una forma de terror en la que no hay lugar para los excesos comunes, provocado por la aparición de un pasado que se prefiere ocultar. Posible cruce entre Cabo de miedo e Historia de la violencia, El regalo demuestra que no hace falta que un relato sea original para que sea bueno. Ya lo exageró adecuadamente Borges con aquello de que las historias se reducen a media docena, y el resto son variaciones. Lo que importa es saber ya no cómo contarlo, sino cómo volver a contarlo, y el debutante Joel Edgerton –actor de origen neocelandés y autor del guión– demuestra poder hacerlo. Además se reservó para sí el papel del monstruo del caso. Que no será el protagonista de El regalo pero sí –como Robert De Niro en la película de Scorsese– el catalizador. El revulsivo de aquello que a la pareja protagónica le sobra o le falta. Le sobra un pasado más que oscuro a él, como a Viggo Mortensen en la de David Cronenberg. Le falta un hijo a ella. El monstruo como espejo de la normalidad: tema de Cronenberg y del cine de terror en su conjunto.En busca de un cambio de aire, Simon (Jason Bateman, conocido por la serie Arrested Development y La joven vida de Juno, entre otras) y su esposa Robyn (la increíblemente versátil Rebecca Hall, de Vicky Cristina Barcelona y Atracción peligrosa, de Ben Affleck) se mudan de Chicago a un barrio residencial de la periferia. El se halla en pleno ascenso, en la corporación de seguridad virtual para la que trabaja. Ella, diseñadora de interiores, por el momento no ejerce. Un colorido móvil de plástico, que sobresale de una de las cajas de mudanza, explica por qué. En medio de esa situación aparece Gordon (Edgerton), veterano de guerra y, según asegura, ex compañero de primaria de Simon, a quien recordarlo le cuesta un Perú. O tal vez no quiera, porque “Gordo”, tal como le decían en el colegio, le trae recuerdos que preferiría mantener ocultos.¿Retorno de lo reprimido? Todo el cine de terror gira en torno a ello y El regalo –thriller de terror naturalista– no es la excepción. Seguridad virtual, un empleo en las fuerzas de seguridad, inseguridad absoluta: Edgerton hace resonar bien los ecos del guión. Como Cabo de miedo, El regalo hubiera sido apenas un nuevo avatar de esas fábulas tan yanquis que inculcan temor a los extraños... si Gordo aquí, Max Cady allá, fueran extraños. Son, en verdad, lo contrario: lo familiar negado, el doble no deseado. En lo que Edgerton difiere de Scorsese es en el estilo: no hay exceso operístico aquí sino funcionalidad expresiva. Neoclasicismo, si se quiere. Gordo no es, como Cady, un ángel exterminador, sino una figura más terrenal: el tipo perturbado, con una deuda por cobrar.Si hay algo infrecuente en un thriller es prestar atención, dejar hablar a la interioridad de los personajes. El regalo es esa rareza. Sin dejar de ser una amenaza, Gordo funciona, sobre todo al comienzo, un poco como el hijo que a Simon y Robyn les falta. Tanto las referencias a la escuela primaria como su carácter algo infantil son funcionales a esa condición. Lo de Bateman y Hall es notable. Generan expresividad con miradas, gestos apenas perceptibles, antes que con el físico, área a la que los thrillers suelen limitar su zona de influencia. Nerviosismo en él, angustia en ella, ahogados, mal disimulados. En un thriller del montón ni Bateman ni Hall tendrían posibilidad de lucirse. Si no se tratara de un thriller, sino de un drama intimista (que es lo que es, en realidad), a esta altura se estaría especulando con sendas nominaciones al Oscar. Igual, para qué. A los académicos les impresionan más los grandes gestos que los sutiles mapas emocionales, como los que los rostros de Rebecca Hall y Jason Bateman trazan, en este film aparentemente menor y consistentemente perturbador.
Contra el glifosato y la sojización Hay documentales cuyo valor no reside en la forma sino en la información que suministran. Sobre todo, cuando esa información no es transmitida por otros medios. Durante más de hora y media, La jugada del peón da cuenta del impacto que el cultivo y consumo de semillas transgénicas, así como la utilización de agroquímicos de probado efecto tóxico, producen sobre el ambiente y los seres vivos, en el mundo entero y más concretamente en Argentina. Las cifras locales son pavorosas, con cientos de millones de litros de agroquímicos rociando el 60 por ciento de la superficie cultivada, triplicación de cánceres de niños a lo largo de una década y cuadruplicación de malformaciones en recién nacidos. Todo ello en las zonas más copiosamente fumigadas, tal como Pablo Piovano, fotógrafo de Página/12, testimonió a fines del año pasado en su impresionante producción El costo humano de los agroquímicos, y este documental dirigido por Juan Pablo Lepore viene a ratificar ahora.Hasta tal punto La jugada del peón se despreocupa por la forma cinematográfica, que su cuerpo narrativo consiste básicamente en fragmentos de noticieros y producciones especiales de televisión, recopilados y, eventualmente, “comentados” por el montaje. Como cuando un audiovisual industrial, que explica en qué consiste el glifosato (el herbicida más difundido y deletéreo) se yuxtapone, en una misma serie de imágenes, con la escena de Frankenstein (1931) en la que el científico da vida al monstruo. De modo no siempre ordenado, La jugada del peón introduce al espectador en un léxico con el que conviene familiarizarse. Un léxico en el que palabras como monocultivo, sojización, desertificación, semillas transgénicas, agrotóxicos, glifosato, Round Up (el glifosato de Monsanto, el más usado en el mundo entero) llevan la voz cantante.En términos de imágenes, entre las más impactantes de La jugada del peón se cuentan sin duda los testimonios en primera persona, brindados por vecinos de Monte Maíz (localidad de Córdoba regada con glifosato hasta el hartazgo), enfermos de cáncer o gente con hijos nacidos con malformaciones (en localidades de Entre Ríos, Chaco y Misiones, Piovano fotografió un año atrás casos semejantes, hasta el límite que la razón o el estómago pueden soportar). Esos testimonios han sido transplantados de noticieros de televisión, vale aclarar.El documental de Juan Pablo Lepore recuerda también que Argentina es, en su condición de importante productor de granos, uno de los más afectados por el uso de agrotóxicos. Que gracias al rechazo de la ciudadanía, en la mayoría de países europeos Monsanto (corporación que en los años 60 patentó el “agente naranja”, que produjo en Vietnam millones de cánceres) debió echar atrás su proyecto de producir semillas transgénicas. Que en nuestro país los dirigentes que se oponen se cuentan con los dedos de media mano. Que sectores de la población y de la comunidad científica sí lo han hecho. Entre ellos los vecinos de Malvinas Argentinas, localidad cordobesa donde la multinacional, una de las mayores del mundo, debió parar la instalación de la mayor planta de secado de semillas transgénicas del mundo entero. No todo está perdido, recuerda La jugada del peón.
En clave íntima Es curioso que Salgán & Salgán: Un tango padre-hijo comience durante los festejos del Bicentenario, ya que Horacio Salgán está a menos de un año de ser, él mismo, centenario. El 25 de mayo de 2010, el pianista más grande que haya dado el tango se despidió de los escenarios. Tal como el título hace explícito, Salgán & Salgán: Un tango padre-hijo (en los créditos, la expresión comercial de la conjunción se remplaza por la clave de sol) no es un documental sobre Horacio Salgán, sino sobre la relación con su hijo César. Tras dar algunas vueltas, éste decidió lo más difícil: dedicarse a tocar al piano los arreglos del padre, sentarse en su taburete, sucederlo tras el retiro al frente del legendario Quinteto Real. Sobre ese pase del testigo y todo aquello que acarrea trata el documental de la estadounidense Caroline Neal, radicada en la Argentina desde hace tres lustros.“Es muy fuerte entre nosotros la relación padre-hijo”, dice César Salgán, que empezó como bajista de un grupo de covers, pero además es un reconocido piloto de autos de carrera. “Lo que falta es definir cuál es el hijo”, remata, a la manera de un stand-up comedian. Pero la vida de César no parece haber sido una comedia. A los 5 años se enteró, por televisión, de que ese hombrecito de bigote anchoíta, sentado al piano, era su padre. Tras dieciocho años sin verse, los Salgán se reencontraron en las peores circunstancias. Guillermo, hermano mayor de César, que también era músico, le dejó un domingo un mensaje en el contestador, pidiéndole que lo llame a casa de su padre. César no lo hizo, recibiendo horas más tarde otro llamado, que le avisaba que Guillermo había muerto en un accidente automovilístico. César fue, ahora sí, a casa del padre al que no veía desde hacía casi dos décadas, para ponerlo al tanto de la novedad. Desde ese momento no dejaron de verse.“¿Por qué no le apoyás la mano en el hombro?”, solicita Caroline Neal. César, parado detrás de su padre, niega con la cabeza. Ella le vuelve a pedir, él se vuelve a negar. “Deberían estudiarnos en un frasquito, como bichos raros”, reconoce el hijo en referencia a la relación con su padre, a quien durante la filmación aloja en su pequeño departamento, tras una internación. “No me siento cómodo cuando me siento al piano”, admitirá más adelante, así como durante su primer concierto al frente del Quinteto Real asegura que en el taburete no debería estar él sino su padre. Ser hijo de un genio no es fácil para nadie y César Salgán no es la excepción a la regla. Para no hablar de que siendo hermano de alguien que murió en un terrible accidente de autos, sea, además de músico, piloto profesional.Pero Salgán & Salgán es una película y no psicodrama. Como película, lo mejor que tiene es el no pretender abarcar sus temas, que son de peso (la relación padre-hijo, y genio y persona normal, el retiro de un grande, la crisis de identidad, la longevidad, la transmisión entre generaciones) en toda su vastedad. Por el contrario, Neal, que contó con ayuda del poeta y música Alberto Muñoz en el guión, trabaja sólo sobre lo que surge ante cámaras, lo manifiesto. No se sabe cuándo ni por qué padre e hijo dejaron de verse, no hay referencia a “las otras familias” de Salgán (tuvo cinco esposas y cinco hijos), se diría que el fuera de campo está obturado. La intervención más evidente es en las ocasiones en que Neal suministra, en off y en un castellano definitivamente yanqui, información básica que no surge de las escenas.Una única secuencia sobra: una en la que César y dos compañeros del Quinteto Real hacen turismo, recién llegados a Roma. No viene a cuento, está de más, debió haber quedado fuera del corte final. Salgán & Salgán incluye, en cambio, una escena de una enorme potencia cinematográfica, seguramente por la obligada distancia de la cámara y el off sonoro. En ella y tras un ensayo, el padre le hace algunos comentarios técnicos al hijo en la vereda del estudio, acompañado de gestos. Una vez terminado se despide y se va, desapareciendo, ahora sí, por el fuera de cuadro.
Un espejo delante y detrás de cámara Nadie se imagina detrás de este film sencillo, pequeño y pausado, el sobredimensionamiento de una realización siquiera media: Victoria es de esos documentales donde la identificación entre película y personaje se extiende al modo de producción. La mujer, dueña del aspecto más común del mundo y armada de una carpetita, toma el tren, después un colectivo y finalmente llega a un estudio de grabación instalado en una casa, en un barrio de extramuros, tan típico como ése en el que ella vive. En el estudio escucha la sesión previa, en la que su voz luce una despojada sencillez, intensidad medida, una austeridad renuente a todo exceso melodramático. La cámara la filma como ella es o se muestra. Identificación entre película y personaje que, puede suponerse, se extiende también al modo de producción. Nadie se imagina, detrás de este film sencillo, pequeño y pausado, los apuros, histerias y sobreequipamiento de una producción siquiera media: Victoria es de esos documentales en los que si el director no hace todo, poco menos. Hasta es posible que para llegar al rodaje tome el mismo tren, el mismo colectivo que Victoria Morán, semidesconocida cantora nacional y una de las mejores del rubro, sin duda. Tan poco conocida masivamente, tan silenciosamente dedicada a lo suyo, como Juan Villegas, director de Sábado (2001) y Los suicidas (2005), codirector de Ocio (2010), que con éste consuma su primer documental.“Mi sueño es tener un restorán donde se canten tangos, terminar de cocinar y subir al escenario”, dice Victoria Morán, nacida en 1977 y revelada 19 años más tarde, cuando ganó el primer premio del primer concurso de tangos al que se presentó. Ama de casa, profesora de canto y cantante, en Victoria se la ve repartirse –siempre a un ritmo que no sabe de vértigos ni estridencias– entre las tres esferas de su vida. Victoria hace las compras, saluda al par de cuzquitos cuando llega a casa, se ocupa de la comida junto a la señora que la ayuda, va al estudio a grabar su segundo disco y entre una cosa y otra registra un par de letras en Sadaic, participa de alguna “jam” casera o concierta fechas para una próxima presentación.“Lo que estás diciendo es que ella se fue, que el día de mañana se encontrarán en el cielo”, indica a un alumno, en una de sus clases. “¿Tiene sentido decir eso gritando?” Pregunta que hubiera sido oportunísima en tiempos de Grandes valores del tango. Morán no interpreta “una que sepamos todos”. Como su mentora, Nelly Omar –a quien admiró desde que oyó por primera vez, a los catorce años– no canta aquello que vende sino lo que quiere cantar: los tangos “En el cielo” o “Tu pálida voz”, la canción “Adiós, felicidad”, algún valsecito criollo, un par de temas propios, el sublime “Manoblanca”. Canta sentido, sin espectacularidades de ocasión, echando mano del repertorio de los 30 y 40, al que le saca el jugo más allá de lo trajinado. El acompañamiento de Morán no es complicado: un piano, una guitarra española, y eso es todo. Documental de observación, Victoria la sigue en su actividad cotidiana, generalmente en planos medios, lo más sostenidos que sea posible. Ningún off, ninguna declaración a cámara, ninguna búsqueda de efecto.El enfoque observacional, seco y clásico, recuerda a las secuencias más documentalistas de Réimon, de Rodrigo Moreno. Ésas en que la cámara sigue a la protagonista, desde la vereda de enfrente, cuando va de su casa al trabajo. “Tenés que abrir más la boca cuando cantás”, cuenta Morán que le señaló Nelly Omar cuando la conoció, un año antes de morir. “No puedo, desde chica tengo un problema que me dificulta articular la mandíbula”, le explicó su discípula. “A veces una se cansa”, le confiesa a un colega que sabe lo que cuesta autoproducirse. Se la puede escuchar en YouTube, donde tiene página propia. Victoria no se estrena en ningún complejo, ningún shopping, sino en el Malba y el Centro Cultural San Martín. La produce el propio Villegas, con ex estudiantes de la FUC en los rubros técnicos. Cine en espejo, entre el delante y el detrás de cámara.
Onirismo al estilo de Pomelo Hay varias clases de onirismos cinematográficos. Uno construye realidades como sueños. Buñuel, Cronenberg, David Lynch. Otro ve los sueños a la luz de un freudismo básico, hecho de símbolos y alegorías llanas. Hitchcock y Dalí en Cuéntame tu vida, Bergman en Cuando huye el día. Está el onirismo maniqueo, en el que el mundo de los sueños es aquello que lo real no sabe ser: Eliseo Subiela, de El lado oscuro del corazón en adelante. La cuarta forma de onirismo, post-psicodélica, imagina los sueños como un trip de Pomelo, el personaje de Capusotto. Cabalgata de imágenes, cuanto más “locas”, mejor. Como si la parte (las imágenes) fuera más importante que el todo (el relato, el sueño mismo). Terry Gilliam a lo largo de toda su carrera, y también Michel Gondry, tal como anunciaba Soñando despierto (2006) y ahora La espuma de los días (de 2013) lleva a su máxima potencia. Más que onirismo, lo de Boris Vian en La espuma de los días, su novela más célebre (1947), podría considerarse, robándole la etiqueta a Alberto Laiseca, una forma de realismo delirante. Lector y autor de policiales negros, Vian escribe ese cruce de comedia hot (por el estilo de jazz que le gustaba escuchar) con folletín (por la enfermedad terminal que aqueja a la amada) con prosa seca y brutal. Da por sentado un mundo en el que los soles son dos y no uno, los ratoncitos hogareños preciados como mascotas, y nenúfares crecen en el pecho como cánceres. Gondry acumula tantas extravagancias, en planos que duran los de un clip (escuela en la que se formó), que las imágenes no se entienden. Y nada que no sean las imágenes importa. De hecho, en una escena obreros de una fábrica quedan partidos al medio por una explosión, y la escena pesa tanto como otra en la que Nicolás, valet del protagonista, para retirar la mesa pasa un escobillón y tira todo al piso.Escrita junto a Eric Bossi, que es uno de los productores, la versión-Gondry de La espuma de los días se parece más a Amelie que al opus máximum de Boris Vian. Más que por el hecho de que el papel de Chloé lo haga Audrey Tautou (siempre con su sonrisa de desarrollo detenido), por la concepción general, en la que lo que importa es la sorpresa, la rareza, una forma de humor que más de uno traducirá como vergüenza ajena. Que es lo que produce cada aparición del actor disfrazado de ratoncito, el juego de escalas entre la casa de Colin (Romain Duris y sus mandíbulas sobredimensionadas) y la del roedor, los platos de comida vivos, como en un comercial de aceite, los juegos de palabras con títulos de libros de Jean-Sol Partre (la novela era contemporánea a Sartre, la película guiña con más de medio siglo de retraso sobre su condición de ídolo pop) o que cada vez que dos personas se dan la mano, sus muñecas giren como trompos hiperrápidos.Que en su última parte la protagonista contraiga una grave enfermedad y su novio caiga de la incalculable riqueza a la indigencia tiene dos consecuencias estéticas. Una es la progresiva decoloración, que Gondry asocia de modo elemental con lo fúnebre y depresivo. La otra, una cierta ralentización de la atolondrada ebullición de invenciones, acompañada de planos que duran algo más que milisegundos. Lo cual permite descansar un poco la vista. Algo que se agradece, teniendo en cuenta que las espumas de Gondry son de larguísima duración. Dos horas once, para ser precisos.