El cine masivo también puede ser inteligente Con pulso notable y un elenco acorde, el realizador de Lost continúa la reactualización de la saga iniciada con El futuro comienza. Y demuestra que se puede hacer una película de acción que tenga emoción, seso, acción, pensamiento y sentido del espectáculo. Antes que nada, un mea culpa. Por distracción, miopía o un mal día, este crítico no supo en su momento ver la previa Star Trek, el futuro comienza (2009). Con ella, ese nombre clave del cine y la televisión contemporáneos que es J. J. Abrams (creador de Lost) relanzó la saga, que venía en estado letárgico. Una revisión permite, ahora sí, verla: una película magnífica, en la que las mejores tradiciones del relato de aventuras –creación, desarrollo e interés de los personajes, red de interrelaciones, multiplicación de subtramas, acciones y emociones con causas y consecuencias– se combinaban con una utilización fluida y funcional de lo tecno (dentro y fuera de la trama), para dar por resultado lo que a esta altura se extraña como pocas cosas: una película de gran espectáculo que piense, sienta y tenga sentido. Producto del mismo equipo creativo y otra vez con el mismo cast, lo menos que puede decirse de Hacia la oscuridad: Star Trek (inexplicable inversión del original Star Trek Into Darkness) es que replica, una a una, todas las virtudes de la anterior, confirmando a Mr. Abrams como uno de los pocos creadores capaces de poner al día todas las virtudes de “las buenas de antes”: acción, seso, emoción y sentido del espectáculo. Presentados que fueron los personajes en El futuro comienza (sí, ya se sabe que vienen de la serie, pero Abrams y sus coguionistas de confianza se tomaron la libertad de refrescarlos), Hacia la oscuridad hace proliferar, desde el minuto cero, una serie de secuencias culminantes, del modo en que sólo el creador de Lost parece poder hacerlo: con el suficiente savoir faire como para que en lugar de volverse agotador, ese frenesí sirva para multiplicar intensidades. En menos de media hora se presencia el escape de Kirk (Chris Pine) y el Dr. “Bones” (Kart Urban) de unas bestias gigantes, en un planeta selvático, la introducción de Spock (Zachary Quinto) en un volcán en erupción, que amenaza con hacer saltar el planeta en pedazos, y el intento de apagado mediante un “supercubo de hielo” (¡admirable disparate de clase B!). Pero también se asiste a la presentación de un conflicto ético que atravesará la película entera, generando ecos a su paso. Mientras el díscolo Kirk –recuérdese que aquí es un jovencito, a diferencia del maduro William Shatner– desobedece lo que indica el reglamento, exponiendo su vida y la de sus compañeros para salvar la de Spock, éste reconoce que en una situación inversa hubiera dejado librados a su suerte a Kirk o a quien fuera. Oposición clásica entre el muy humano imperio de los sentimientos de uno y la muy vulcánica preponderancia de la razón y la lógica por parte del otro. Clásica y engañosa: en la anterior pudo verse hasta qué punto Spock es capaz de dejarse llevar por sus emociones; aquí se tendrá una nueva confirmación de ello. No hay que olvidar que este Spock hasta puede amar a una mujer. Y qué mujer: en la piel de Uhura, la escultural Zoe Saldaña queda bastante más a la vista que en la de la digitalizada pitufa azul de Avatar. El terreno emocional está preparado. Pero faltan dos elementos clave: la cálida y trágica reaparición del Comandante Pike, padre sustituto del huérfano Kirk (Bruce Greenwood, secundario infalible), y la presentación de la astrofísica Carol, llamada a ser un personaje importante en la vida del donjuanesco capitán de la nave (la rubia Alice Eve). En términos de trama van a desplegarse dos, que sabrán de oportunísimas, precisas vueltas de tuerca. Por un lado, la aparición de un villano con antecedentes, el hiperinteligente Khan (recuérdese Viaje a las estrellas: La ira de Khan, 1982). Con ojitos entrecerrados, mirada de hielo y un arltiano mechón oscuro lloviéndole sobre el ojo, el británico Benedict Cumberbatch le da una temible dimensión. El otro eje argumental lo constituye el encargo que a los tripulantes de la Enterprise hace la Flota Estelar, presidida por el Comandante Marcus (aplaudible reaparición de Peter Weller, a quien los años y las arrugas dan una densidad dramática que en tiempos de Festín desnudo no tenía). Completado con el seleccionado mutiétnico que integran el ingeniero escocés Scotty, que pronuncia como recién salido de Trainspotting (el cómico Simon Pegg), el piloto asiático Sulu (James Cho) y el tripulante ruso Chekov (Anton Yelchin habla como en una de Guerra Fría), el pasaje entero de la Enterprise se dirige hacia el temido planeta de los Klingon, sin saber que les tendieron tremenda cama espacial. Los personajes femeninos tienen un rol activo, los peligros del patrioterismo y el militarismo quedan expuestos, las máximas autoridades resultan no del todo confiables y los toques de humor no escasean: Hacia la oscuridad es una película plenamente contemporánea, no por demagogia, sino por convicción. Estallan planetas, pululan teletransportaciones, Kirk y un compañero salen propulsados como cohetes humanos, abundan clásicos y bellos “ballets espaciales”, se hacen experimentos de hibernación secular y revitalización sanguínea, se pelea con fasers o a trompadas, pero siempre en pos de “descubrir nuevas civilizaciones” y no de conquistarlas. El espíritu de Gene Roddenberry es honrado, el superespectáculo reina sin deshumanizaciones, la ciencia ficción ofrece sus asombros y no hace falta ser un trekkie para disfrutar de todo esto: si algo prueba Hacia la oscuridad es que el cine masivo sigue estando en condiciones de ser popular, inteligente, excitante.
Franceses sueltos en tierra mendocina El título sensiblero y la línea argumental podrían haber dado por resultado uno de esos forzados pastiches de postal turística. Y, sin embargo, el film funciona y ofrece varios buenos momentos, sobre todo por las características de sus personajes. Casi al mismo tiempo, dos cineastas europeos se vieron atraídos por las rutas argentinas hasta el fin. En El muerto y ser feliz, el madrileño Javier Rebollo viajó de Buenos Aires a Salta, con José Sacristán como asesino a sueldo en estado terminal. La película se presentó en la última edición de San Sebastián, abrió el Festival de Mar del Plata en noviembre pasado y tiene pendiente su estreno local. Para su debut en el largometraje, el francés Edouard Deluc eligió un recorrido más acotado, lejos de las ambiciones de absurdo no del todo logradas de Rebollo, redondeando una road movie pequeña, modesta y crecientemente cálida. El título original es Mariage à Mendoza, a la que a algún genio del marketing se le ocurrió ponerle, para su distribución internacional, el nombre de una de las grandes torturas infligidas por el pop francés a los oídos del mundo, suponiendo tal vez que esos oídos temblarían de gozo al escucharlo. Voyage Voyage (¡ay!) es la clase de película que Hollywood manufactura, empaqueta y vende, y en otras manos puede recobrar algo del orden de lo humano. Los hermanos Marcus y Antoine llegan a Buenos Aires para partir en unos días rumbo a Mendoza, donde asistirán al casamiento de un primo con rubia argentina. Marcus y Antoine, claro, no podrían ser más distintos. Antoine (Nicolas Duvauchelle, que a los treinta y pico actuó ya en películas de Jacques Rivette, Alain Resnais, Claire Denis y André Téchiné) es el “normal” de los dos, con profesión muy de clase media (es profesor de tecnología) y familia ídem. Con su metro noventa y pico, una desprolijidad a toda prueba, aire ido y anteojos culo de botella, Marcus (Philippe Rebbot, que colaboró en el guión) es, claro, el frikón, el piñón suelto, el loquito de la familia. Sucede que a Antoine su querida esposa acaba de dejarlo en la calle, por lo cual desembarca en Ezeiza en estado lamentable, mientras que Marcus resulta estar más loco de lo que se creía. Pero eso se sabrá bastante más adelante. La parte argentina está representada por Gonzalo (Gustavo Kamenetzky), conserje de hotelito con una desgracia siempre a mano para contar, que de modo algo caprichoso se sumará al viaje de los franceses, y Gabriela (Paloma Contreras), hija de la nueva pareja de la ex esposa de Gonzalo, que harta de su madre biológica y padre postizo, tras un incidente de éstos con el trío se sumará al vetusto Fairlane de los amigos, en tren de aventura. Aventura que incluye un alto componente de coqueteo a dos puntas. Coproducida por la compañía del realizador Diego Lerman, fotografiada con savoir faire y planificada y editada con fluidez y coherencia, Voyage Voyage hace una finta elegante a los peores clichés de esta clase de emprendimientos: las postales turísticas, la mirada eurocéntrica, la forzada convivencia entre actores de uno y otro lado. En lugar de ello desarrolla, sin perder el medio tono, la imprevisibilidad del viaje. Si Gonzalo funciona como puente entre Antoine y Marcus, es porque tiene algo de ambos. Parece el tipo más medio-pelo del mundo, una especie de taxista de a pie, pero a medida que el viaje avance se irá revelando como peligroso tiro al aire. Deluc sabe mantener un tono que contiene tanto la herida “normalidad” de Antoine como la torrentosa imprevisibilidad de Marcus, capaz de levantar polvo a primera hora de la mañana, envuelto en una bata raída y con el cepillo de dientes en la mano derecha, para correr a los que le robaron el Fairlane. Versión francesa del Cosmo Kramer de Michael Richards, el desarticulado y siempre ansioso Philippe Rebbot es una de esas presencias magnéticas a las que es imposible no seguir, de plano en plano. En minishort o sin él, Paloma Contreras está lo suficientemente sexy como para justificar que Marcus se desmaye literalmente al verla. Algo menos justificada parece la presencia del nouveau chansoniste Benjamín Biolay, apareciendo unos minutitos nomás, casi en tiempo de descuento, como primo casamentero.
Alegoría con zombies a bordo Si su costado alegórico es obvio y simplote, lo que hace interesante el retorno de Pedro Almodóvar a la comedia es todo lo que el film quiso ser y no pudo. En la aeronave Chavela Blanca, de las aerolíneas Península, todos parecen sonámbulos, muertos o a punto de estarlo. Es rarísimo lo que ocurrió con Los amantes pasajeros. Asfixiado por el encierro, la gravedad y el ombliguismo de películas como La buena educación, Los abrazos rotos y La piel que habito (2004 a 2011), el año pasado Pedro Almodóvar se propuso tomarse un recreo y volver a la comedia liviana, frívola inclusive, recuperando de paso la lozanía –la propia y la del país en su conjunto– de aquellas primeras películas suyas, iconos de La Movida. Películas llenas de sexo, desparpajo y ganas de joder: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Laberinto de pasiones y Entre tinieblas (1980 a 1983). Por un conjunto de razones que se detallan más abajo, el más español y universal de los cineastas de su país no logró nada de lo que se propuso. Por mucho que termine con el happy end que el género impone, Los amantes pasajeros es una ¿comedia? ¿sexual? desvaída, tristona, mortuoria. Apocalíptica. Eso la hace interesante, intensa, llena de una carga de verdad casi insoportable. Primera contradicción: para salir del encierro, Almodóvar eligió el encierro. Encierro dentro de un avión, donde, con excepción de su prólogo, epílogo y una única (y muy torpe) secuencia en el afuera, Los amantes pasajeros transcurre casi íntegramente del lado de adentro del fuselaje. Segunda contradicción: por una grave avería en el tren de aterrizaje, los pasajeros de la nave que debería dirigirse a México (Chavela Blanca, se llama la nave, para más datos) se enfrentan a la incertidumbre, la angustia, la más alta probabilidad de accidente y muerte. Basta leer sus declaraciones (ver entrevista) para darse cuenta de hasta qué punto este cineasta de la autoconciencia total tiene claro el alto octanaje metafórico de todo esto. El avión representa a la España de hoy mismo (la aerolínea se llama Península) hasta el punto de que, advertidos del peligro, “los que mandan” (pilotos y comandantes de vuelo) deciden dos cosas: ocultárselo a los pasajeros (¿alguien dijo Rajoy, caso Bárcenas, escándalos financieros que se tapan en el silencio?) y, de una, suministrar un anestésico que dejará groggys por todo el viaje a quienes viajan en clase turista. Como si hubieran quedado fritos de tanta tele. Pero este avión de Península tiene a sus privilegiados, los que vuelan en business (muy pocos, llamativamente). A ellos, en lugar de anestesia, se les brindan tragos mescalínicos, que los pondrán de lo más cachondos. Entre esos privilegiados se cuentan un empresario que intenta huir de la Justicia (la estafa que produjo hace que el avión no pueda aterrizar de emergencia en La Mancha, tierra natal de Almodóvar), un sicario de los narcos mexicanos y una ex estrella del destape, actual prostituta de lujo y dominatrix (Cecilia Roth, con peluca azafranada), que si abre la boca no hunde al avión, sino a la entera dirigencia del país. “Incluido el Nº 1”, aclara. “¿Qué número 1, el presidente?”, pregunta la ingenua que encarna Lola Dueñas. “Nooo, chica”, responden todos a coro. “El Nº 1 Nº 1.” Ajá. ¿Qué pensará de Los amantes pasajeros la familia real, envuelta por estos días en tantos escándalos como el resto de la clase dirigente española? ¿Reside entonces en su carácter alegórico el valor de Los amantes pasajeros? Si fuera así, no valdría nada. La más pobre de las formas narrativas, la alegoría, pide al espectador (o lector) que se comporte como decodificador, practicando el más mecánico paralelaje entre significante y significado: a significante A corresponde significado 1, al B el 2 y así. En ese terreno, el nuevo Almodóvar es tan obvio y simplote como toda alegoría. Aunque no deje de tener alto poderío armamentístico. No cualquier película se anima a decir, de modo prácticamente literal, que la más alta autoridad del país se acuesta con prostitutas, más precisamente con dominatrices. Y que, tal como sugiere Norma Boss (Roth), es un retorcidito de aquéllos. Lo que hace interesante a Los amantes pasajeros no es eso, sino todo lo que la película quiso ser y no pudo. Su falla, y lo que ella deja ver. Ya la propia secuencia de créditos, que lleva la rechinante marca pop del autor de Mujeres al borde..., luce algo descolorida, como si la copia que mandaron fuera para sudacas. Esta vez no es así. No son los títulos, sino todo, lo que está como descolorido, lavado, tan anestesiado como el pasaje de la clase turista. Empezando por los tres azafatos, unas “locas” de aquéllas, que deberían representar la libertad (pan)sexual y sin embargo lucen un poco como muertos vivos. De hecho, uno de ellos, el que hace el gran Javier Cámara, es un melanco de temer (“no se preocupen, que no suelta más de una catarsis por vuelo”, tranquiliza uno de sus compañeros al pasaje) y tiene el corazón destrozado, porque descubrió que su novio –uno de los pilotos– no le es fiel. Otro, que lleva a bordo su altarcito portátil (Carlos Areces, protagonista de Balada triste de trompeta), es una “loca” timidísima. Lo cual es como ser un militar pacifista. La propia orgía que se arma es casi cadavérica, y Lola Dueñas hace de una vidente que a partir de determinado momento empieza a sentir un fuerte, insoportable olor a muerte. Animada desde el vamos por un deseo tan melancólico como incumplible (el de recuperar el espíritu joven, por parte de un cineasta que ya tiene 64 años), asombrosamente chata y lineal en términos de puesta en escena –tratándose, como se trata, de uno de los más barrocos y exquisitos en actividad–, Los amantes pasajeros es la película de zombies de Almodóvar. Todos parecen sonámbulos, muertos o a punto de estarlo. Por más que se pongan a bailar, con gracia y pasitos mecanizados, un hit de la música disco, ese género tan enterrado como La Movida.
Una de ladrones, pero de guante blanco Comedia sin más pretensiones que hacer pasar un buen rato al espectador, funciona porque tiene una puesta fluida y congruente, notable elenco y excelencia en los rubros técnicos. La película es coproducida por Patagonik y cuenta con distribución de Disney. “Para pasar el rato está bien”, comentaban unas señoras a la salida de la función. Comentario clásico, inmemorial casi, que suele tomarse como indicio de descerebre por parte de quien lo emite y sin embargo en algunos casos describe la película con la más absoluta exactitud. Si hubiera que categorizar Vino para robar, habría que hablar de comedia pasatista, insustancial incluso, sin que eso deba entenderse como desmerecedor. Hay películas que son insustanciales queriendo ser importantes, otras que son malas e insustanciales y están las que no aspiran a otra cosa que a la insustancialidad, más o menos lúdica, de una hora y media en la que es posible dejar el cerebro al costado de la butaca, pasarla moderadamente bien y retirarlo a la salida, como quien devuelve al acomodador los anteojitos 3D. Es el caso de Vino para robar, una de ladrones en la línea de Cómo robar un millón de dólares, donde Peter O’Toole y Audrey Hepburn lo hacían como quien asiste a un desfile de modas. Aquí sus lugares los toman Daniel Hendler y Valeria Bertuccelli, con dirección de Ariel Winograd, coproducción de Patagonik y distribución de Disney: aspiraciones de masividad y exportación, con las que la película debería cumplir. “Tu nombre en clave es Bond, Juan Bond”, le dice Martín Piroyansky a Daniel Hendler. OK, entendido. Siempre y cuando a una de Bond se le extirpen archivillano, chiches tecno y trama de espías, y se le deje a... Bond. Si a algún Bond se parece aquí un hiperhierático Daniel Hendler es al de Pierce Brosnan. Y si a alguna película de Pierce Brosnan se parece Vino para robar no es tanto una de Bond como la remake de El affaire de Thomas Crowne. Que era más cool, frívola y elegante que la de Steve McQueen. Cool y elegante es Sebastián, el ladrón de guante blanco de Hendler, aquí en modo más deadpan que nunca. Deadpan es el nombre que dan los anglosajones al humor con cara de poker, y Hendler es seguramente el comediante más cara-de-poker del Río de la Plata. “Nunca estuviste tan deadpan”, podría decírsele a Hendler. Parafraseando de paso a Javier Daulte, que también practica el deadpan en sus obras. En el papel de Natalia (¿o Mariana?), Valeria Bertuccelli está tan Bertuccelli como siempre. Con ese aire como de cierto hastío que suele envolverla. Como si actuar le diera fiaca (lo mismo que parecería sucederle a Vicentico cuando canta). Hastío sacudido por el súbito despertar del punchline, lanzado como latigazo, pero sin perder el aire ligeramente desdeñoso. Juntos por primera vez, Hendler y Bertuccelli hacen una buena pareja cómica, aunque también un poquito fría y maquinal. Como la película toda. Vino para robar es un objetito. Un artificio con las vueltas de tuerca que el género impone (el género de ladrones, queremos decir), una puesta fluida y congruente, con muchos primeros planos, muy buen elenco (excelentes secundarios: caricaturesco Piroyansky, woodyalleniano Alan Sabbagh, un Pablo Rago que aumenta en volumen y presencia, y solidísimos Juan Leyrado y Mario Alarcón), rubros técnicos impecables (sobre todo, el veterano Ricardo De Angelis en la fotografía), música por momentos más intensa que la película misma (Darío Eskenazi + Lucio Godoy) y la belleza del paisaje mendocino al fondo, gratificando el ojo del espectador pasatista y sumando aportes de la Secretaría de Turismo provincial. ¿La trama? Eh, sí: ladrón y ladrona se juntan, se asocian, se recelan, se trampean y tal vez terminen amándose (¡comedia!), de Buenos Aires a Mendoza, con una máscara de oro y una botella de malbec que perteneció a Napoleón III por McGuffins. Que es como les llamaba Hitchcock a las excusas argumentales que permiten sostener la trama. ¿Gracia, timing, interés? Nada de eso falta, nada de eso sobra. ¿Que ésta parece una de esas críticas convencionales, que enumeran rasgos y rubros? Y, sí, mucho más que eso no hay para hacer cuando la insustancialidad es el fin y el medio. Insustancialidad que funciona, se dijo y deberá repetirse. Funciona más que en Cara de queso y Mi primera boda, insustancialidades previas de Winograd, dicho sea de paso.
Bromas pesadas Una gorda despreciable, que vive de usurpar identidades ajenas, impide a un padre de familia toda-corrección salir de una vez del apretón económico en que se encuentra, arrastrándolo hasta el fondo de una pequeña pesadilla. Esa es la síntesis de Ladrona de identidades, una de las películas más profundamente desagradables que haya habido ocasión de ver últimamente. Desagradable por el modo en que lleva al extremo, sin el menor escrúpulo, varias de las más nefastas lacras ideológicas de medio pelo (la asociación entre el sobrepeso y lo canallesco, la idea de que lo distinto es peligroso, la paranoia de perderlo todo en manos de quien no es como uno, el recurso express a la justicia por mano propia), poniéndolos en escena con una distancia crítica igual a cero. La película empieza con un sentido inverso, que no hace más que prolongar la anterior de Seth Gordon, realizador de ésta. Cómo asesinar a su jefe canalizaba, con su fábula de venganza, uno de los odios más justificados del homo contemporaneus: el que se experimenta ante superiores injustos, arbitrarios, maltratadores y corruptos. Ladrona de identidades empieza como apéndice de aquélla, con el presidente de una compañía financiera (Jon Favreau, que de tan hinchado parece a punto de reventar) haciendo ostentación de su poder y privilegios, en momentos en que la compañía tiembla y los empleados no reciben un maldito aumento desde hace siglos. Hartos del canallesco jefe, varios de ellos se rebelan y deciden renunciar en masa, poniendo financiera propia. Aunque su corrección y modales hagan pensar que sería incapaz de ello, Sandy Patterson (Jason Bateman, protagonista de la legendaria serie Arrested Development) se pliega a la rebelión, haciéndole un rotundo corte de mangas a la rata de Favreau. Bravo. No tan bravo. Una sombra nefasta se cierne sobre él y su familia de chica linda (Amanda Peet) y niños cariñosos. Mediante un sencillo pero efectivo subterfugio, una estafadora de 200 kilos (Melissa McCarthy, la que en Damas en guerra se hacía encima) ha logrado “levantar” sus datos personales. Aprovechando que el tipo tiene nombre unisex (Sandy), imprimió a su nombre todas las tarjetas de crédito habidas y por haber, pateándose 2000 dólares en una borrachera masiva, 4000 en un local de deportes acuáticos y así. La policía viene tras él, él zafa, comprende que la policía jamás va a atrapar a su Némesis y entonces opta por aquello que todo ciudadano estadounidense normal haría en su lugar: agarrar la 45 e ir en busca de la maldita gorda. Que, claro, cuando se enfrenten no hará otra cosa que redoblar la apuesta, confirmándose como la clase de psicópata de la que todo espectador quisiera librarse. Como sea. ¿Pero no es ésta una comedia? Se supone que sí. ¿Graciosa? Si un tipo impecable pegándole un guitarrazo por la cabeza a una gorda arreglada como Charlotte Caniggia lo es, entonces ésta es graciosísima, sí.
Otro ladrillo en la pared El director de Une affaire d’amour vuelve a cultivar el realismo intimista, ahora con la historia de un ex convicto que, en una Francia en crisis, intenta rehacer su vida, para lo cual antes tiene que saldar algunas cuentas pendientes con su madre. Con cuatro largometrajes en su haber, lo de Stéphane Brizé (Rennes, 1966) es, notoriamente, cine de cámara, vertiente que el arrollador avance de los “tanques” cinematográficos amenaza con extinguir de acá a poco tiempo. La película previa de este cineasta bretón, que en Buenos Aires se conoció como Une affaire d’amour, narraba una love story dolida, al borde mismo del melodrama, entre un albañil casado y la maestra de su hijo. Marcada por un realismo al que el realizador evidentemente es afecto, Une affaire d’amour (Mademoiselle Chambon, en el original) destilaba la clase de verdad –humana, social, cinematográfica– que el cine parece cada vez menos en condiciones de captar. Algunas horas de primavera renueva la apuesta por lo que podría llamarse “realismo intimista” o “realismo de cámara”, focalizando sobre el clásico conflicto del condenado que intenta rehacer su vida tras salir de prisión. Uno de los contados actores franceses con el physique du rol adecuado, después de haber derribado paredes a mazazos en el film anterior, Vincent Lindon (conocido sobre todo por Vendredi soir, de Claire Denis) es ahora un camionero al que un desliz fronterizo llevó a la cárcel. Un año y medio después, a Alain Evrard le devuelven hasta el encendedor que tenía encima cuando lo metieron en prisión. Pero lo que tiene que recuperar es más que eso. En lo suyo nadie quiere contratarlo, las opciones de empleo no abundan en una Francia en crisis y mientras tanto no le queda más remedio que vivir en lo de su madre. Que no se la hace fácil. Hay un espeso mar de fondo entre ambos, producto de una relación que no parece haber sido nunca amable. Atada a sus manías, a la señora Evrard no le hace ninguna gracia tener que compartir su casa con un extraño. Y trata a su hijo como tal. Alain, a su vez, no le perdona que en un año y medio haya ido a visitarlo sólo un par de miserables veces. Cuando mamá se ponga demasiado rezongona, este hombrón puro músculo, encapsulado en un silencio como de olla a presión, estallará. Por más que la señora tenga un melanoma y el pronóstico médico no sea particularmente esperanzador. Algunas horas de primavera confirma la preferencia de Brizé por personajes amurallados, tal como Une affaire d’amour y la previa –aquí inédita– Je ne suis pas là pour être aimé dejaban ver. No sólo los personajes masculinos: aquí, madre e hijo se parecen mucho. A Alain se lo ve tan poco afecto a las palabras como el albañil y el escribano de las películas previas. No habla ni siquiera cuando se afloja. Lo que lo afloja vuelve a ser, como en el film anterior, una mujer a la que conoce casualmente. Lo de Emanuelle Seigner roza el asombro: próxima a los 50, morocha aquí, Mme. Polanski parece clavada en los 30. Sin haber tenido que pasar, por cierto, por ningún quirófano. No al menos desde que debutó en cine, hace unos treinta años. De tono tan parco y reconcentrado como los propios personajes, Algunas horas... no es la clase de cuento de hadas en los que el amor convierte al ogro en príncipe. Por muy a gusto que se sienta con la chica a la que conoció en un bowling, por muy ideal que ella parezca (es linda, sexy y macanuda), a Alain no se le hace fácil derribar la muralla que construyó pacientemente. Brizé sabe dirigir actores, y sabe elegirlos. Veterana de mil batallas del cine y el teatro franceses, recordada por su papel de madre impecablemente católica de La vida es un río tranquilo, Hélène Vincent luce inmejorable para el papel de Mme. Evrard. Pequeña, seca, enjuta, tratando con frialdad hasta a la belleza de su boxer blanca y negra, es perfectamente concebible que la señora Evrard tome una decisión como la que bastante tiempo atrás tomó. Tan concebible como que la haya tenido todo este tiempo guardada bajo siete llaves. A lo definitivo, a lo que no tiene remedio, Algunas horas de primavera contrapone, tal como el título indica, lo pasajero y circunstancial, lo que no necesariamente tiene que ser para siempre.
El arte de romper todo a pisotones Con cualquier otro director, esta aventura futurista no hubiera pasado de ser un mero remedo de Transformers, con criaturas aún más grandes. Pero para el director de Hellboy el gigantismo es la excusa para ocuparse de lo que siempre amó: los monstruos. En manos de un director-amanuense, de esos que llenan la plantilla de Hollywood, Titanes del Pacífico hubiera sido otro de los superespectáculos vacuos que esa fábrica produce todas las semanas. Pero suceden tres cosas: 1) Titanes del Pacífico es una de monstruos; 2) la Warner se la encargó al mexicano Guillermo del Toro y 3) para Del Toro no hay nada más importante que una de monstruos. 1 + 2 + 3 = una película hecha por una persona, con cariño, conocimiento y dedicación, y no por una de esas máquinas de faenar imágenes a las que se les da el nombre de “director”. Titanes del Pacífico es, más específicamente, una de monstruos japoneses. Monstruos que como se sabe, son grandes y pisan fuerte. Estos, más todavía: los de Titanes del Pacífico son de un tamaño tal, que a su lado Godzilla volvería a ser una lagartija. Los de Titanes del Pacífico son seres de otro planeta, que en lugar de entrar a éste por el cielo, como la mayoría de sus pares, prefirieron hacerlo a través de una falla que resulta haber en el fondo del Pacífico. Se llaman kaijus (bonito detalle, que tengan nombre japonés) y, decididamente, no vinieron en son de paz. La gente forma parte de la dieta de esta especie de maxirrinocerontes con bocazas de Alien. Pero además no hay demasiado lugar en las calles de ninguna ciudad del planeta para darles cabida. Por lo cual en su avance producen el efecto de un ejército de topadoras sobre un campamento: rompen todo. Rascacielos, puentes, diques, represas. Todo. “Para enfrentar a estos monstruos tuvimos que crear una raza de monstruos”, se informa. Los monstruos que la humanidad creó o creará (la acción transcurre en el 2020) son unos robots del mismo tamaño que los kaijus, accionados desde adentro por una pareja de soldados especialmente entrenados, cuyos cerebros se interconectan para poder funcionar como unidad. Los robots se llaman jaegers, que en alemán quiere decir “cazadores”. ¿Robots agarrándose a trompadas contra monstruos con piel de cemento, rompiendo todo en el camino? ¿Alguien dijo Transformers? Sí, básicamente es lo mismo, aunque para darle un plus los creadores de Titanes del Pacífico se ocuparon de que kaijus y jaegers midan el doble o el triple de cualquier transformer. Lo cual obliga al tour de force de hacer entrar en una pantalla de cine lo que no está hecho para entrar en una pantalla de cine. Del Toro y sus diseñadores de producción se las arreglan para hacerlo posible, y que encima se entienda lo que pasa. ¿Pero es divertido ver a bestias de capa darse durante dos horas diez contra bestias de cemento? No necesariamente. Más allá de algún detalle realmente festejable, como cuando uno agarra unos contenedores fabriles para dárselos al otro por la cabeza, y el otro se la devuelve con un acorazado de la marina, a modo de barra de hierro. ¿Qué es entonces lo que tiene de muy bueno Titanes del Pacífico? No es una pregunta fácil de responder. La acción es elemental, pero intensa: si no se frena a tiempo el avance de los kaijus, es el acabose. Personajes y subtramas son de manual: el rubiecito fachero que perdió al hermano, la japonesita que le hace de interés amoroso, el rival narciso y antipático, el comandante severísimo que esconde un punto débil, y así. Eso es lo que aporta el guionista, Travis Beacham. Lo interesante, lo divertido y colorido, lo de carne y hueso, lo clase B es lo que pone Del Toro, que metió mano en el guión. El dúo de científicos-freaks, la peligrosa idea de hacer conexión sináptica con el cerebro de un kaiju, la gran idea del mercado negro hongkonés de órganos de kaijus y, sobre todo, que el líder del mercado negro sea alguien mucho más inmenso que cualquier kaiju o jaeger: el gran e infalible Ron Perlman, actor deltoriano por excelencia, acompañado aquí encima por Santiago Segura (que hace apenas un cameo, en verdad). A propósito: no irse en medio de los títulos finales, que regalan a Perlman el mejor gag de una película a la que, eso sí, no le sobra humor. Pero sí un coherentísimo diseño de producción impuesto por Del Toro, que para dar cabida a seres de lata crea un mundo de grandes depósitos fabriles, metal roído, óxido y herrumbre. Un futuro posindustrial, en el que la gente se reduce a su mínima expresión, frente a semejantes desafíos a la escala humana.
Con la vida siempre en la cuerda floja Incentivada por la escritora Hebe Uhart y la historiadora Beatriz Seibel, Rutkus, hija y nieta de gente de circo, recorre junto a la sensible cámara de Habegger la melancólica historia de un mundo nómade y ya casi definitivamente extinguido. “Es una vida a la que intento regresar, aunque ya no existe”, dice en un momento Diana Rutkus, coguionista, codirectora y protagonista de Cirquera. Esa vida es la del circo, que marcó no sólo la suya sino la de todo su árbol familiar y en buena medida también la de varias generaciones de niños, muchos de los cuales hoy somos adultos. “Cómo que no existe”, dirá alguno, argumentando que circos todavía hay. Sí hay, pero son otros. No sólo por la prohibición de presentar animales amaestrados –el otro día salió en Página la noticia de un león que, abandonado por un circo ambulante en una localidad perdida de Santiago del Estero, se devoró a varios terneros de las inmediaciones– sino porque lo que hay ahora son grandes circos internacionales, que en lugar de la pobreza feliz de aquellos de antes son enormes y lucrativas empresas globales, que presentan shows llenos de ostentación y grandeur. Pero no logran evitar accidentes, dicho sea de paso: el otro día también se conoció la noticia de una equilibrista del Cirque du Soleil, que perdió la vida al caerse desde las alturas. Diana Rutkus es hija y nieta de gente de circo. Melancólica, por lo visto (su expresión no lo desmiente), durante diez años se la pasó investigando fotos familiares, postales, afiches de giras, programas. La escritora Hebe Uhart la incentivó, en un taller de literatura, a convertir aquello en eso. Lo cual no llama la atención, teniendo en cuenta que de los propios recuerdos, en particular los de la infancia, está hecha la obra de Uhart. Rutkus le hizo caso y la historiadora Beatriz Seibel recomendó reconvertir a su vez literatura en historia, sugiriendo ampliar la investigación fuera de los límites de la propia familia. El resultado fue la muestra Familias de circo, que a un centenar de fotos le sumó álbumes con afiches originales, videos y memorabilia varia, todo ello de 1925 en adelante. Faltaba la película y acá está. En ella Rutkus vuelve a ajustar el foco –ahora junto al documentalista Andrés Habegger, con quien la coescribió y codirigió–, volviendo al origen de todo: papá y mamá Rutkus. “Mi hija dice que tengo 75”, dice mamá, cuya memoria no está diez puntos. El resto sí. Tanto que mamá, de amplia sonrisa, puede permitirse posar y saludar ceremoniosamente, como cuando terminaba algún número de riesgo. Y la memoria alcanza para recordar aquellos tiempos de trapecio y equilibrio sobre una cuerda. Sobre todo, ayudada por las fotos que guarda en casa. Hubo un tiempo en que la casa era rodante, y Diana tiene bellos recuerdos de ese tiempo. Tanto como su hermano actor, junto a quien se emocionan al revisar los álbumes de fotos y recuerdos. “Mirá que linda estaba acá”, se comentan, viendo a la madre posar con el traje de lentejuelas. “Nací nómade”, dice Diana Rutkus en el off, y las fotos la muestran a los cinco, o menos, en alguna gira, disfrutando entre los carromatos, junto a otros hijos de cirqueros. Papá Rutkus es más serio. “Trabajé con perros, gansos, culebras, leones”, enumera. Era domador. Y baterista, además. Ahora le hace asados a la hija, cuando va a visitarlos. Tienen casa “fija” desde hace décadas, pero todavía extrañan la rodante. Teñida de la sensación de ese mundo que fue y ya no está, Cirquera es una película tan melancólica como la protagonista. En el que posiblemente sea su mejor trabajo cinematográfico a la fecha, Andrés Habegger (realizador de (H) Historias cotidianas e Imagen final, entre otras) deja que los planos se sucedan, sencillos, íntimos y sin apuro, entre charlas, recordaciones y algunos encuadres como los que muestran la vieja casa rodante de los abuelos. Con ella los padres de Diana Rutkus no saben bien qué hacer. Por ahora está quieta, ahí, al fondo de un patio. Por ahora o para siempre. Por esos planos pasa el tiempo. O, mejor dicho, el tiempo ya pasó. El tiempo de perros que bailan y payasos que se dan cachetazos, el tiempo de aserrín y carpas con parches, de leones viejos que todavía rugen, de gente nómade y solitaria, de niños de circo que cuando crecen se ponen a revisar las viejas fotos, intentando regresar a una vida que ya no existe.
Con lo justo y necesario para salvar el día Escrita y dirigida por el mismo equipo de la primera parte, la segunda Mi villano favorito es el triunfo de lo secundario, lo incidental, lo aleatorio, por sobre lo axial y principal, lo que ocupa el centro del relato. La historia importa poco, el rol del protagonista aparece desdibujado y ablandado, quienes lo rodean están muy “puestos”. Incluidos los Minions, esa especie de grageas vivientes gigantes y amarillas que en la primera parte se ganaban el corazón del público por la misma razón que el Coyote, los Gremlins o Hannibal Lecter: cada cual en su estilo, todos representan el ello, la potencia irresponsable del puro deseo. El problema es que los productores se percataron de tal cosa (los Minions tienen película propia en preproducción), corriéndolos hacia el centro del relato y dándoles más “letra”. Con lo cual la condición de comic relief de los Minions (es raro, pero es así: Mi villano favorito 2 es una película cómica con comic reliefs) queda “oficializada”. Y eso los vuelve funcionales y previsibles. En la primera parte, Gru tenía dos virtudes importantes: 1) era un misántropo que odiaba a todo el mundo y 2) era un científico loco, una especie de Coyote humano, capaz de inventar los dispositivos más disparatados y embarcarse en los planes más megalómanos. Robar la Luna, por ejemplo. Ahora, Gru es... un padre ejemplar de tres niños adoptivos. ¡Buh, Gru! El grandote amargo tiene todavía un problema por resolver: la falta de novia. Pero ahí está la agente Lucy (voz de Kristen Wiig, en las pocas copias subtituladas que se estrenan), típica torpe atropellada y noviable, para hacerse cargo de ese temita. Tan buenizado está el villano en esta segunda parte que es a él a quien una Liga de Antivillanos convoca para descubrir quién es el tipo capaz de convertir a inofensivos conejitos en bestias sedientas de sangre. El villano se esconde en un centro recreativo tanto o más horrible que el Parque de la Costa, con lo cual el ambiente en que transcurre la película se torna involuntariamente pesadillesco. En ese parque plástico, chirriante y lleno de atracciones acuáticas, hay un divertido peluquero con peluca, que considera al calvo Gru un “discapacitado capilar”. Y está, sobre todo, El Macho, musculoso bigotudo mexicano, de mucho pelo en pecho, notable bailarín de salsa (¿salsa mexicana? Ma’sí...) y con un hijo galancito, que revoleando el jopito conquista instantáneamente a la hija mayor de Gru (la gran Miranda Cosgrove, en copias subtituladas). Todo eso (el peluquero, El Macho, su hijo) está muy bien. Mucho mejor está el increíble gallo-perro guardián de El Macho (que no es de riña, sino uno común y corriente), de apariciones tan veloces e inesperadas como las de Droopy. Sumado a alguna monería efectiva de los Minions, a algún personaje ocasional como la rubia desgarbada y adolescentona con la que le consiguen una cita a un Gru con peluca y a la genialidad de la versión Village People de los Minions, toda esa acumulación salva el día, por más que la cosa no vaya a ninguna parte.
¿Farsante o auténtico milagrero? Huérfano de catorce años, vecino de pueblo chico, ¿es Miguel Angel un vivillo, un farsante, un muchacho deseoso de atención o quizá de poder, un títere en manos de titiriteros políticos, un chico con ganas de soltar las plumas en compañía de su grupo de amiguetes, un chivo expiatorio de la volubilidad popular o un verdadero milagrero? Basado en un suceso ocurrido en el Chile de Pinochet, el realizador Esteban Larraín (con antecedentes como documentalista y sin parentesco con sus colegas Ricardo y Pablo Larraín) parece no saber qué pensar frente a este enigma. Es difícil comprender cuando no se hace el esfuerzo, y La pasión de Michelangelo se contenta con simplemente describir una situación que se presta a las más variadas interpretaciones, generando interrogantes que jamás responderá. Se supone que el hecho sucedió a mediados de los años ’80. Hasta la Curia santiaguina llegan rumores de que en las afueras de un pueblito semidesértico llamado Peñablanca, un muchacho estaría comunicándose con la Virgen, produciendo milagros. El arzobispo encomienda al padre Tagle, jesuita en pleno estado de crisis de fe (Patricio Contreras), que se traslade a Peñablanca, para investigar qué está sucediendo. El padre Lucero, cura del lugar, no sólo ampara al muchacho (Sebastián Ayala), dándole casa y comida, sino que parecería ser el primer convertido al culto de Miguel Angel. Tanto como los vecinos de la zona, que suben cotidianamente a un montecito de las inmediaciones, donde el chico “reproduce” lo que la Virgen le dice (con el padre Lucero acercándole un micrófono), entra en éxtasis, habla eventualmente en un latín que ignora y padece estigmas que le producen visibles hemorragias. A medida que crece la fama de Miguel Angel y el embotado padre Tagle no produce ningún informe, la superioridad se preocupa y la dictadura hace llegar al lugar a un funcionario, que oculta su identidad. “Hay que tener fe en el gobierno”, ordenará poco más tarde la Virgen, por boca de Miguel Angel. Progresivamente el muchacho comienza a desbarrancar: se envuelve en capas, se comporta como una suerte de pequeño Liberace y distorsiona cada vez más los mandatos divinos, al punto de indicar a los creyentes que coman tierra. En el colmo del travestismo Miguel Angel se disfraza de virgen, peluca rubia incluida, y es el acabose. El padre Tagle contempla todo eso con un desconcierto que parecería también el del realizador. Larraín se limita a transcribir estos episodios con tal grado de abstención de todo punto de vista, que en la escena final se presencia lo que tiene toda la traza de ser un milagro por parte del muchacho, luego de que éste confesara en público que era todo una farsa. Con lo cual la de Miguel Angel termina siendo una fábula que no guarda en su centro un secreto, sino una simple yuxtaposición de sentidos intercambiables.