De cómo un muñeco se vuelve titiritero La ópera prima de Triviño fusiona características reconocibles de lo que alguna vez dio en llamarse Nuevo Cine Argentino con ciertos elementos del policial negro, que asoman a partir de un hecho de violencia que parte la película en dos. Parte de la Competencia Internacional en la última edición del Festival de Mar del Plata, De martes a martes, ópera prima de Gustavo Triviño (Buenos Aires, 1977), fusiona características reconocibles de lo que alguna vez dio en llamarse Nuevo Cine Argentino con ciertos elementos de género (de policial negro, específicamente), que asoman en su segunda mitad, a partir del hecho de violencia que parte la película en dos. Lo que es muy propio del NCA es la internalización del conflicto, encarnado en un personaje que, como los de Extraño, El custodio, El otro, Gigante (film uruguayo-argentino, en verdad) o los de la obra entera de Lisandro Alonso, se enclaustra herméticamente en su silencio. Se abroquela, como modo de defenderse de un mundo al que percibe como hostil. Con una salvedad, que marca una diferencia de fondo con todos sus congéneres: Juan Benítez no es del todo un solitario, tiene una familia que se presenta como altamente contenedora. Presenciar un acto de violación hará que esta mole inmóvil se ponga en movimiento, guiado por un interés que tal vez sea altruista, quizá producto del más puro egoísmo. “Tenés que confiar más en la gente, gordito”, susurra al oído de Juan, provocador, el encargado de la fábrica textil en la que aquél trabaja (Daniel Valenzuela, uno de los secundarios más icónicos del NCA). Juan (el debutante Pablo Pinto, apropiadísimo) tiene dos grandes razones para ser tomado de punto: tiene un cuerpo de toro, torneado a fuerza de pesas y fierros, y se le puede decir cualquier cosa, que no reacciona. El encargado lo “busca” tanto que se tiene la sensación de que en cualquier momento el hombre va a explotar, tipo Hulk, y partirle la cara. Pero seguir cultivando sus bíceps es lo que Juan hace todos los días en un gimnasio. Hasta que se le ocurre la idea de poner el suyo propio. Con su mujer lograron ahorrar casi diez mil pesos. Pero instalar un gimnasio vale más de treinta veces más que eso. En esa disyuntiva Juan presencia un acto aberrante cometido por el alto gerente de una multinacional, venido de un mundo de grandes chalets, Audis y seguridad privada, que está en las antípodas del protagonista (Alejandro Awada, otra elección inmejorable). Como un personaje de Brian De Palma, Juan observa ese hecho horrible sin mover un dedo, entre paralizado y voyeur. ¿Por qué no reacciona? ¿Puede ser acaso que ese tipo repulsivo sea su doble, que hace lo que él no se atreve? Al fin y al cabo Juan no sólo conoce a la chica, sino que ésta visiblemente le tira onda, sin que aquél pase del hola y adiós. Autor del guión, Triviño tiene la delicadeza de dejar esa clase de preguntas picando, sin siquiera formularlas. Así como las motivaciones del testigo para funcionar de allí en más como detective aficionado nunca terminan de estar claras, abriéndose a interpretaciones totalmente contrapuestas. Lo claro es que ese Juan es otro: ahora no sólo habla, sino que maneja al victimario como el titiritero al títere. ¿Venganza social, además de personal? Sin duda: esa línea sí está marcada con claridad. Por la certeza de sus fines y de los medios para alcanzarlos, De martes a martes es de esas películas que no parecen óperas primas. El film de Triviño se caracteriza por una infrecuente homogeneidad y precisión, en todos los terrenos. Marcado por una suerte de desolación hierática, el tono es tan inalterable como las rutinas y los gestos del protagonista. El notable Julián Apezteguía (Carancho, Los Marziano, Los salvajes) baña la imagen de una luz brumosa y tonos lavados. La cámara parece siempre ubicada en el lugar más adecuado, los encuadres son precisos, la duración de los planos se acopla al tempo de Benítez, el montaje deja fluir la acción, el elenco es de una total homogeneidad. Pero lo más importante es que la moral de la historia es de tal ambigüedad que el espectador puede encontrarse del lado de un héroe que con tal de ponerse el negocito propio es capaz de usar su poder circunstancial con la misma falta de escrúpulos que el desagradable villano.
De cómo filmar lo pasajero La mínima trama que va dibujando Baker en Starlet no le impide construir una película apasionante, cimentada por actuaciones deslumbrantes no sólo de sus dos protagonistas, sino también de algunos personajes satélite... y hasta del chihuahua dormilón del título. Las películas de John Cassavetes no carecían de trama, pero la trama era lo que menos importaba. No importaba demasiado que en Faces Gena Rowlands fuera una call girl que durante una noche interminable de encierro, borracheras y cornadas de machos alfa conociera a un tipo casado que le movía el piso. O que Maridos “tratara” sobre tres amigos que deciden dejar todo e irse unos días a Londres. O que en The Killing of a Chinese Bookie Ben Gazzara hiciera de dueño de night club, y dueño de una deuda ilevantable con la mafia. Lo que importaba era el viaje. El viaje al que se invitaba al espectador, que durante dos horas o más compartía una serie de momentos discontinuos junto a unos desconocidos, a los que terminaba conociendo más por aquello que sus rostros dejaban ver o intuir que por sus acciones, no muy distintas de las de cualquier tipo o tipa del montón. Al cine de Cassavetes honra y remite Starlet, opus 3 del también neoyorquino Sean Baker, cuya previa The Prince of Broadway (2008) ya había llamado la atención en festivales (Starlet fue parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata, dicho sea de paso). Como las películas del hombre de la risa loca, Starlet tiene una trama. Pequeña, pero trama al fin. Incluyendo sorpresita final que no cambia mucho las cosas. Lo que importa en ella es la posibilidad de compartir poco más de hora y media con dos protagonistas que hacen más o menos lo que cualquiera. Pero que, como en las de Cassavetes, no son cualquiera. Todo lo contrario: terminan siendo singulares, únicas, irrepetibles. Jane (Dree Hemingway, hija de Mariel y nieta de Ernest) es rubia, lánguida, ingenua como una bambi. “Soy Sagitario, por eso me gusta ayudar a la gente; vos seguro que sos Piscis, por lo tranquila”, le larga Jane a Sadie (la debutante Besedka Johnson, fabuloso hallazgo de casting), nonagenaria toda arrugadita, a la que conoció por casualidad. Sadie no le contesta: es de hablar poco, sobre todo cuando la gente dice boludeces. Y Jane es de decir boludeces. Es verdad, por lo que puede verse, lo que dice de ayudar a la gente. Desde que conoce a Sadie no deja de invitarla a pasear, a tomar el desayuno, a hacer las compras. Pero ojo, que lo hace en buena medida por culpa: esta bambi no es tan bambi, y hay unos pesitos que tal vez constituyan todas las reservas de Sadie y que Jane, tras encontrar por casualidad, jamás termina de devolverle. Eso sería lo más parecido a una trama que ofrece Starlet. Eso y la convivencia de Jane con Melissa, compañera de trabajo que le alquila una habitación en la casa que ocupa con su novio. ¿De qué trabajan Jane y Melissa, que no parecen trabajar de nada? No corresponde decirlo porque la película se guarda el dato durante casi una hora. Pero que tanto Jane como Melissa no se saquen jamás el minishort, y que en un momento Jane, tomando un helado frente a unos desconocidos, imite el gesto de una fellatio para provocarlos, son datos más o menos indicativos de que las chicas no trabajan en un banco. Hay en Starlet una clara intención de contrapuntear inocencia y mercantilización del sexo. Pero lo interesante es justamente que no se trata de un contrapunto sino de una coexistencia pacífica entre ambas cosas. Por lo menos en el caso de Jane, tal como lo lleva al extremo una escena memorable en medio de un rodaje casero, que demuestra que para la chica su trabajo es uno como cualquier otro. No se trata tampoco de una visión idealizada por parte del realizador y coguionista, y allí está Melissa, ser esencialmente rastrero, para corroborarlo. De lo que se trata es de capturar a los personajes en su singularidad. Lo de personaje incluye a Starlet, chihuahua que, aventura Sadie en un momento, tal vez sea el único macho en la vida de Lady Jane. Starlet no es un perro cualquiera, como no son “gente cualquiera” Jane, Sadie, Melissa o su novio (a quien en un momento se le ocurre montar un club de strip en el living de su casa, para que la chica practique baile de caño). Starlet se pasa casi toda la película durmiendo. Cuando se despierta es para robarle a su dueña unos “choricitos” de billetes, haciéndose el distraído cuando ella lo reprende. Singularidad y circunstancia. También como Cassavetes, Baker no filma lo fijo sino lo pasajero. No lo estable sino lo cambiante, no la cristalización sino la transición, no la consolidación sino la fuga. Todo esto encarna antes que nadie en Jane, que parece no tener otra cosa en la vida que no sea Starlet. No se trata tanto de una falta, una ausencia o carencia (la película hace eso a un lado) sino de una suerte de ser–devenir, que no es sino que está, o va yendo. Desde ya que la forma de filmar este universo en estado de fuga y transición no podría ser otra que la que inventó Cassavetes: largos planos-secuencia con una inestable cámara en mano. Cámara que suele ir en panorámica de un rostro a otro, no tanto en busca de una verdad oculta como de una visible, que la expresión transparenta o sugiere.
El encanto de la buena y vieja receta Wyngard y el guionista Simon Barrett conforman un dúo de intensa producción, que en 2011 filmó tres películas. Eso no significa que salgan como chorizos: así lo demuestra Cacería macabra, que hace un digno uso de las herramientas usuales del género. Cacería macabra representa una de las tendencias del cine de terror contemporáneo, el return to basics. En este caso, grupo asediado por tres o cuatro enmascarados, que no piensan parar hasta exterminarlos con lo que tengan a mano. Por qué razón, no se sabe. No hasta cierto punto, al menos. Esa es una de las mayores diferencias entre ésta y Los extraños (2008), aquella donde un matrimonio (ella era Liv Tyler) debía enfrentar una situación semejante, pero mucho más inexplicada. Aquí termina por saberse quiénes y, más o menos, por qué, aun en su loca desproporción. Y basta ya: decir más sería decir demasiado. Salvo que la película se impone –allí está lo básico– restringirse a lo puramente fáctico. Cacería macabra (You’re Next, en el original) es obra de los compinches Adam Wyngard, en la dirección, y Simon Barrett, en guión y producción. Wyngard viene dirigiendo desde hace un lustro películas superindependientes, de esas hechas con dos pesos. Desde que se juntó con Barrett hizo dos cosas: centrarse más resueltamente en el género de terror, practicando una variante que podría calificarse de “terror naturalista y cotidiano”, y producir a cuatro manos. Cacería macabra es, de hecho, una de las ¡tres! que el dúo presentó en 2011. ¿Por qué demoró dos años en estrenarse, después de haber tenido muy buena repercusión en festivales del género? No se sabe. Sí puede informarse con certeza que éste es el primer largo del dúo que se estrena en Argentina. Previamente se conocieron los cortos que aportaron para Las crónicas del miedo y Las crónicas del miedo 2, estrenada la primera a comienzos de año y en cartel la segunda. Mejor que ésos es otro corto, que filmaron para la muy buena película de género en episodios The ABCs of Death, que pudo verse en el último Bafici. Wyngard y Barrett son, en verdad, parte de un grupo mayor de compinches, que integran el cineasta de género Ti West (tiene una muy buena, The House of the Devil, vista también en un Bafici) y el ultraindie Joe Swanberg. Que también aportaron cortos para ambas Las crónicas del miedo y actúan en Cacería macabra. Como también lo hace –asesinado sobre un sillón– Larry Fessenden, realizador de The Last Winter y suerte de hermano mayor de todos los demás. Después de todas estas vueltas más vale ir a la película, no sea que el sufrido lector termine con la cabeza en peor estado que la de varios personajes de Cacería macabra. Filmada en scope e impecablemente fotografiada, encuadrada y montada, Cacería mortal muestra un acabado mucho más “profesional” que todas las nombradas en el párrafo anterior. Aunque todavía subsiste la tendencia al deliberado temblequeo de cámara. Mala costumbre de cierto cine contemporáneo, que supone que para transmitir inestabilidad la cámara tiene que temblar sí o sí. Como versiones adultas de los adolescentes de Martes 13 o cualquier otro slasher film, los miembros de una familia se reúnen a celebrar los 35 años de casados de papá y mamá (mamá es Barbara Crampton, la rubia de Reanimator), en su mansión ubicada, como es obvio, en un paraje alejado. Aunque uno de los hijos (tres varones y una mujer, que llegan con sus respectivas parejas) le avisa a su chica que la familia es algo especial, parecen de lo más normales. Tal vez eso es justamente lo que tienen de especial. Mamá no terminó de servir las entradas que dos de los hermanos ya se están pasando un talonario completo de facturas atrasadas. Se clavan cuchillos, se diría en sentido figurado, si no fuera porque eso es lo que va a ocurrir realmente. No se los clavan ellos, sino unos misteriosos atacantes con caretas de animales, que se comportan como tales. Tampoco se trata de cuchillos, sino de flechas arrojadas por una ballesta, machetazos, mazazos y hachazos. Wyngard y Barrett dosifican bien los primeros indicios, la sorpresa, el gore y el humor. En cuestión de minutos el living está sembrado de media docena de cadáveres, uno de los hermanos anda por la casa con una flecha clavada como si nada y los artículos de cocina pueden volverse tan letales como en aquella legendaria escena de Gremlins. A Wyngard y Barrett parece no importarles demasiado si los atacantes metaforizan o no el siniestro familiar. Aunque no ahorran sátira familiar, prefieren concentrarse en la mecánica física del ataque y defensa, el ingenio o la voluntad de sobrevivencia, la exuberancia de alguna muerte, algún que otro buen gag truculento y, sobre todo, el surgimiento y consolidación de una guerrera que nadie esperaba. Si no se le pide más de lo que da, la cosa funciona. No vaya a esperarse, eso sí, algún segundo grado, alguna resonancia, una gran imaginación o un desarrollo algo más a fondo de la perversidad latente. En todos estos terrenos, y sostenida en una trama semejante, es muy superior la argentina La memoria del muerto, que tras pasar casi inadvertida por la cartelera unos meses atrás, en días más sale en DVD.
Un policial que se va desinflando Irreprochablemente filmada, actuada, fotografiada y editada, con un exigente desafío para Darín, la coproducción argentino-española funciona mejor en su planteo y desarrollo que en su nudo y resolución, que se parece a un conejo sacado de la galera. ¿Pueden desaparecer dos chicos, en cuestión de segundos, en el interior del edificio en el que viven con sus padres? ¿Desvanecerse en el aire, sin que nadie sea capaz de verlo o evitarlo? En una película de fantasmas podrían. Pero Séptimo no es eso, sino un thriller dramático, que se atiene al verosímil de lo real. Coproducción hispanoargentina destinada a seguir sacando provecho a la imbatible ecuación Darín + policial, que tanto rédito viene dando de ambos lados del Atlántico, podría decirse que Séptimo es más argentina que española, teniendo en cuenta que transcurre enteramente en Buenos Aires, el elenco es casi por completo argentino y el autor de la idea y coguionista, el debutante Alejo Flah, también. Sin embargo, el hincapié puesto en la solidez del guión, la prolijidad narrativa y el pulimento técnico son más característicos del cine español que del argentino. El resultado es un producto solvente e impecable en todos sus rubros, que cumple con las expectativas del espectador de género y está llamado a tener una repercusión por lo menos equiparable a la de Tesis sobre un homicidio, su precedente inmediato. Una película irreprochablemente filmada, actuada, fotografiada y editada. Pero limitada, para quien busque algo más que la mera eficacia de género. “Terminala con el jueguito ése de dejarlos bajar por la escalera”, advierte Delia (Belén Rueda, protagonista de El orfanato y única española del elenco) antes de dejar a sus hijos en manos del papá, Sebastián (Ricardo Darín). Separados desde hace tiempo, Sebastián acaba de pedir a Delia un tiempo más para pensar si le pone la firma al documento que la autoriza a llevárselos a Madrid, donde piensa volver a radicarse. Es gente de buena posición (él, abogado y dueño de un BMW; ella, hija de un letrado que le dio a Sebastián el aventón profesional), así que está justificada la idea de volverse allá, sin temer crisis ni desocupación. A Sebastián no le hace gracia no poder ver a los chicos todas las semanas, Delia le recuerda que para él un pasaje de avión no es gran cosa. Como era de prever, Sebastián le hace pito catalán al consejo-regaño de su ex. En cuanto ella se va, se mete en el señorial ascensor de hierro, para jugar con los chicos a quién llega primero a planta baja. Ellos salen zumbando... y Sebastián ya no volverá a verlos. Sostenida sobre una premisa espacio-temporal casi tan rigurosa y minimalista como Enlace mortal (Phone Booth, la de la cabina telefónica) o Enterrado, Séptimo transcurre casi enteramente en el bello edificio neoclásico en el que viven los protagonistas. Con los chicos necesariamente fuera de escena y la mamá en buena medida también (se fue a trabajar temprano, reaparecerá hacia la mitad de la proyección), Séptimo es, junto con El aura, la película en la que el protagónico de Darín resulta más absorbente. Y exigente. Desorientado, desesperado, transpirado, subiendo y bajando escaleras a la carrera, todo ello es saludable en términos de rendimiento: últimamente el actor de Carancho parecía demasiado confiado en su irrefutable infalibilidad actoral. Con el celular casi por coprotagonista (sus colegas del estudio no dejan de llamarlo, apurándolo por una audiencia clave; pulsa él los teléfonos de su ex y de la policía; a partir de determinado momento estará pendiente de una comunicación por parte de los secuestradores), Sebastián acude al encargado del edificio (Luis Ziembrowski), a los vecinos y, sobre todo, a un comisario del cuarto piso (Osvaldo Santoro), quien a partir de determinado momento se hace cargo de la investigación. Con el notable argentino Lucio Bonelli (Tiempo de valientes, Liverpool, Vaquero) en la fotografía y el no menos notable español Roque Baños (habitual colaborador de Alex de la Iglesia, entre otros) en la música, con actuaciones de primera de Ziembrowski, Santoro y Jorge D’Elía (como jefe de Darín) y con encuadres y puesta en escena tan clásicos como el propio edificio (es la segunda película del navarro Patxi Amezcua), Séptimo funciona mejor en su planteo y desarrollo que en su nudo y resolución. Hasta más allá de la mitad del metraje cualquiera puede ponerse en lugar del protagonista, asumiendo un lugar más activo que el que la mayoría de las películas asignan al espectador. “¿Qué sentiría yo, qué haría yo en una situación así?”, son preguntas que sostienen el interés de Séptimo. El problema es que esas preguntas dejan lugar al mero “¿quién lo hizo?” del whodunit, y ahí el interés se va haciendo más limitado. Para dar lugar a una resolución arbitraria, un conejo de la galera que tanto como éste pudo haber sido cualquier otro. Las puertas que este film de encierro no llega a abrir son las de una densidad y complejidad humanas que le den sentido a la tortuosidad. Así como está presentado, el siniestro familiar de Séptimo termina teniendo el volumen de una noticia policial.
Cómo construir una familia a medida Durante cerca de media hora, ¿Quiénes *&$%! son los Miller? despliega las virtudes propias de la Nueva Comedia Estadounidense. Es negra, sucia y anti establishment. Parecería no importarle nada. Pasado ese lapso se empieza a quedar corta de ideas. Se pone episódica, empieza a confiar más en la escena aislada que en el conjunto. Al final, como tantas películas de Hollywood que osan ir contra la moral dominante, se traiciona escandalosamente a sí misma, borra con el codo derecho lo que escribió con la mano izquierda, se autocastra en público. Como si toda la conclusión se la hubieran entregado a unos guionistas enemigos de los del principio. Tal vez por eso en los créditos figuran cuatro: ¿serán dos contra dos? La idea está buena. Para levantar una deuda impagable, un narcotraficante de traje y corbata (Ed Helms, el dentista de ¿Qué pasó ayer?) le hace a un pequeño dealer de marihuana (Jason Sudeikis) una de esas ofertas que no se pueden rechazar. Deberá ir hasta México y contactar a unos buenos muchachos de allá, para que le entreguen un “pequeño pedido”. El tipo, que no es tonto, no quiere saber nada: le hace tan poca gracia transar con los miembros de un cartel como pasar un cargamento de yerba por la frontera. Hasta que se le prende la lamparita. Como es vecino de una bailarina de caño (Jennifer Aniston) y de un chico cuya mamá se fue hace varias semanas (Will Poulter, el chico malo de la última y mejor Las crónicas de Narnia) y acaba de toparse con una chica punk que vive en la calle (Emma Roberts, de la muy buena serie American Horror Story), tal vez los cuatro, a bordo de una casa rodante y “disfrazados” de “gente normal”, puedan pasar por familia tipo yanqui, de vacaciones en México. Allá van, en un viaje que, claro, será al infierno. Llena de referencias al cine y la cultura pop, incorrecta políticamente (en la frontera, la policía yanqui les dispara a unos wetbacks por la espalda) y más aún sexualmente (un matrimonio que es la representación más absoluta de la familia tipo sureña se muestra propenso a las fantasías más zarpadas), ¿Quiénes *&$%! son los Miller? alcanza su pico de revulsividad moral en una escena en la que, para zafar de la cárcel, un adulto convence a un menor de practicarle una fellatio a un policía corrupto. Guau, mucho. Sí, tanto que de ahí en más la película patea la pelota al costado, recurriendo primero a tropos más acordes con el gusto medio (narcos, persecución, tiros) y después a postular que el amor es más fuerte y que hasta los más marginales pueden terminar ya no representando, sino convirtiéndose en representantes modélicos del sistema en el que hasta entonces se habían hecho encima.
Autobiografía, ficción y realidad Los protagonistas sufrieron con su hijo en la vida real una experiencia similar a la que se cuenta en el film: a un niño de un año y medio le detectan un tumor cerebral y debe ser operado. La película no incurre en golpes bajos, pero tampoco afianza su personalidad. “¿Saben cuál es la diferencia entre Dios y un cirujano?”, les pregunta una doctora a los protagonistas. “Dios no cree ser cirujano”, es la respuesta. En manos de un cirujano, más precisamente un neurocirujano, se ponen los papás de Adán, a quien al año y medio de edad los médicos acaban de detectarle un tumor cerebral. Una experiencia semejante a esa tuvieron años atrás la actriz, directora y guionista Valérie Donzelli y su marido por entonces, el actor Jérémie Elkaïm. Aunque estén separados, se reunieron para escribir el guión y protagonizar La guerre est declarée, que en Argentina se estrena con el título Declaración de vida. A quienes reculan ante toda película que contenga una enfermedad grave habrá que hacerles saber que aquí lo que empieza mal termina bien. No se está incurriendo en ninguna infidencia grave al hacerlo: la propia película anticipa tempranamente ese desenlace. Por otra parte, si de algo huye visiblemente el film de Donzelli es de refregarse mórbidamente en el dolor: ésa es una de sus virtudes. Declaración de vida es, de hecho, un film en fuga. En fuga de todo posible cliché genérico y en forma de fuga, también. Es evidente que Donzelli y Elkaïm comprendieron rápidamente de qué clase de cosas debían cuidarse: de todo desborde melodramático, golpe bajo, chantaje emocional o tentación lacrimógena. Para resguardarse de ello recurrieron a lo contrario: la energía vital, la vitalidad narrativa, el pop liso y llano. Todo esto queda claro en cuanto la película empieza. Un flashback muestra cómo se conocieron los protagonistas: en una disco y por medio de un flechazo. Se miran, se gustan, se acercan, se besan y se van en medio del dance. Arrobada por el hombre que acaba de conocer, ella deja sin rubores a su acompañante. En la pantalla, un breve cuadro animado expresa el estallido del arrebato amoroso. De allí en más se impondrá una energía lúdica y juvenil, que al realismo impuesto por el propio argumento y la condición autobiográfica opone el irrealismo de alguna carrera loca o reacción a contramano, algún ralenti, el relato-off en el que no se sabe bien quién narra, la breve escena musical en la que los protagonistas, en lugar de hablarse, se cantan. Lo cual a esta altura ya fue tan usado en el cine francés, que en lugar de rasgo de libertad pasa a ser un nuevo cliché, una esclavitud de otro signo, una reiteración. Si se lo usa en una única escena, como en este caso, un gesto inconsecuente. Es que ese carácter de fuga de Declaración de vida, ese permitirse probar libertades narrativas y formales, no siempre parece bajo control por parte de sus creadores. Así lo prueba también que el relato-off no sea llevado por una voz que no se sabe a quién pertenece, sino por tres distintas. Lo cual no hace más que triplicar el arbitrio. A consecuencia de ello, Declaración de vida resulta una película simpática, comunicativa, en permanente estado de búsqueda y con actores capaces de transmitir (que ambos protagonistas hayan pasado por esta situación, y que sobre el final aparezca su propio hijo, debe colaborar con ello). Pero no llega a lograr del todo aquello a lo que Donzelli aspiraba, según declaraciones: crear, a partir de la autobiografía, una obra autónoma, con una fuerte personalidad propia. A diferencia de Un milagro para Lorenzo, donde una situación semejante daba lugar a una épica galopante, o del episodio médico de Caro diario, donde el genial Moretti reconvertía algo que en verdad le sucedió en una cruza de Kafka con Harpo Marx, Donzelli (¡cuya ópera prima estaba basada en una novela de Chester Himes, el más noir de los novelistas hard boiled!) queda navegando entre el intimismo realista de medio tono, el corte de manga al realismo, alla Arnaud Desplechin (el de Reyes y reina y El primer día del resto de nuestras vidas), cierto ludismo inconducente (los protagonistas se llaman Romeo y Julieta, una escena subraya de modo caprichoso los colores rojo y azul) y la grandilocuencia de ponerle al chico el nombre de... Adán. Merece destacarse que la película está casi enteramente filmada con una cámara de fotos, y no se nota para nada.
¡Guarda! Se viene otra saga para adolescentes “Una nueva saga comienza”, diría el locutor de FM Horizonte. Con Ciudad de huesos se inicia la trasposición al cine de Cazadores de sombras, una de esas sagas de culto adolescente, y preadolescente, pertenecientes al género “fantasy”, uno de los grandes booms editoriales de la actualidad (en la última Feria del Libro, las representantes del género fueron uno de los hits de ventas). Seis novelas componen Cazadores de sombras, así que habrá que hamacarse: al lado de Ciudad de huesos, uno hasta puede llegar a piantar un lagrimón por aquellos tiempos idos de Harry Potter y la serie Crepúsculo, que no volverán. Por lo que puede verse, la señora Cassandra Clare, autora de la novela, procede como quien hace las compras en el súper, manoteando de las góndolas todo lo que encuentra y metiéndolo en un carrito que de tan cargado se chanflea y se frena. Como en Harry Potter, en paralelo con el mundo de todos los días (de los “mundanos”, aquí, en lugar de los maggots) circula uno secreto, que sólo quienes tienen poderes pueden ver. Una que los tiene, aunque no lo sabía, es la protagonista, Clary (Lily Collins, que como el 90 por ciento del elenco es inglesa e hizo de Cenicienta en Espejito, espejito). Sus poderes le vienen de la mamá (la bella Lena Headey, uno de los escasos nombres con antecedentes del cast) y el papá. Que habría que ver si es el que ella piensa o, como en El Imperio contraataca, uno insospechado. Un rubio gélido (Jamie Campbell Bower) introduce a Clary en un mundo en el que ángeles y demonios pelean a muerte. Lo hacen, como en El señor de los anillos, disputando un talismán invalorable, la Copa de la Muerte. Cosa curiosa: está bien claro quiénes son demonios, porque en determinado momento empiezan a mutar, saliéndoles tentáculos y otros apéndices, como si fueran material de desecho de El enigma de otro mundo. Pero a los del lado del bien no les salen alas, aunque sí sacan espadas, por lo cual no está muy claro si los ángeles son ellos u otros a los que estos guerreros defienden. Igual, ángeles y demonios parecerían no bastar, por lo cual esta Cassandra poco visionaria les suma vampiros y hombres-lobo. Onda Crepúsculo. ¿Cómo sacar todo esto a flote? Sencillo: aceptando que se trata del trash más desaforado, tomándoselo con mucho humor y gusto por el mal gusto. ¡Pues no! Ciudad de huesos no tiene ni pizca de humor, ni autoironía, ni sensibilidad clase B, ni berretada asumida, ni nada. Con antecedentes como La Pantera Rosa 2 y la remake del Karate Kid, no es de extrañar que lo del amanuense holandés Harald Zwart sea un despliegue de chatura, falta de imaginación, punto de vista, sentido visual y hasta lisa y llana onda. Si a esto se le suman unos actores igualmente carentes de carisma, gracia o fotogenia, quiere decir que estamos en el horno, amigos. Y esto recién comienza.
Mezcla de genio y Mesías insoportable Suerte de creador renacentista, rebelde antisistema, romántico incurable, trepador de temer, duro negociador, vendedor astuto, showman y megalómano peligroso, el Jobs de Jobs no es un santo, sino un inventor visionario, lleno de claroscuros. La primera escena de Jobs hace temer lo peor. En varios sentidos. Una de las preguntas básicas del espectador ante el biopic de un personaje conocido (“¿Estará parecido el actor?”) está resuelta para el traste. Al eludirse de modo ostensible mostrar el rostro del actor, no una sino dos o tres veces, se genera una expectativa de película de monstruos: ¿qué pasa con ese rostro que no lo muestran? Lo curioso es que no pasa nada que sea necesario ocultar o disimular, porque Ashton Kutcher está razonablemente parecido a Steve Jobs. Pero ése está lejos de ser el principal problema de esa escena. El principal es el sentido que se le da, el punto de vista sobre el personaje. Un sobreimpreso informa que es el año 2001. Ante un auditorio expectante, Jobs anuncia un invento que no sólo revolucionará la vida cotidiana, sino que además “tocará el corazón humano”. Y lo que presenta es un simple aparatito: el primer modelo de iPod. Aparatito que, como sabemos, permite grabar y almacenar un montón de música. Nada más que eso. Sin embargo, y eso es lo preocupante, el auditorio responde como si el hombre acabara de anunciar la cura definitiva contra el cáncer. La música rompe en un sinfonismo grandilocuente y emocional, saludándolo como al descubridor de la vida eterna. Ante semejantes bombos y platillos, el espectador se prepara para presenciar, de allí en más, la más ramplona glorificación del personaje. Sin embargo y por suerte, no es eso lo que sucede en las restantes dos horas. Con guión escrito por el debutante Matt Whiteley y dirección de Joshua Michael Stern (cuya interesante Swing Vote fue aquí directo a DVD), Jobs no es la vida de un santo, sino la de un inventor visionario, lleno de claroscuros. El Jobs de Jobs es un personaje (o mito) típicamente (norte)americano. Suerte de creador renacentista, loner, entrepreneur, rebelde antisistema, romántico incurable, “trepa” de temer, duro negociador, vendedor astuto, showman, genio del marketing y megalómano. Un verdadero hijo de puta, además. Capaz de pegarle a su mujer embarazada o pisar la cabeza de cada uno de sus amigos, con tal de llegar hasta ese destino manifiesto de la tecnología del futuro, al que se considera dirigido. Lo interesante de Jobs es que ese conglomerado salvajemente contradictorio no se experimenta como previamente armado en el guión, sino que se va desplegando, haciendo y deshaciéndose a ojos del espectador, nunca seguro de saber del todo who the fuck es Steve Jobs. Lo contrario del biopic tradicional, que siempre cree tener el conocimiento total del biografiado, presentándolo mediante una esquemática alternancia de luminosas virtudes públicas y aberrantes vicios privados. Yendo de unos años ’70 de campus, ácido y summer of love –en tiempos en que el inventor de Apple era un estudiante veinteañero– hasta la tecnoactualidad comunicacional, Jobs es también la biografía de tres o cuatro décadas tan cambiantes como su protagonista. De barba y pelo largo, el joven Steve pasa de viajar a la India en busca de alguna iluminación a tenerla, mientras trabaja como técnico en Atari: diseña su primer salto adelante, que también puede ser visto como una pelotudez. Se trata del clásico jueguito del ping pong electrónico, que su jefe recibe boquiabierto. “Este tipo es un genio”, nos dice esa escena. Pero también: “Este tipo sabe que es un genio... y ése es su problema”. El problema con sus compañeros, que no lo soportan. De allí en más, Jobs no dejará de comportarse de acuerdo con ese patrón, creando Apple en el garaje de la casa de sus padres adoptivos (variante computacional del rock de garage) junto a un grupo de amigos. Amigos a los que llegado el momento les bajará el pulgar, sin que le tiemble la mano. Se irá de Apple porque parecería que a este visionario toda empresa le queda chica, por gigantesca que sea, y volverá más tarde como salvador, organizando un golpe de Estado contra el tipo que lo trae. De allí en más, camino expedito para la plena invención. En el camino, claro, el sueño o la sanata de poner la computación poco menos que en manos del pueblo, la realidad de que Apple siempre fue demasiado cara y sofisticada aun para la clase media, y el carácter irrevocablemente quimérico de un tipo cuyo modo de caminar, medio encorvado hacia delante, hace pensar como posible borderline. Pero Ashton Kutcher, que está absolutamente brillante, no compone a Mr. Jobs como freak, sino como una mezcla de genio individualista, Mesías insoportable, maquinador visceral, motivador nato y Moisés de jeans y zapatillas, capaz de llevar a quienes se animen a seguirlo a la Tierra Prometida del futuro. O sea: el presente. Más bien uno de todos los presentes, que nunca es uno sino muchos. Un presente que nos tiene pegados a la Mac, el iPhone, el iPod, los iTunes y todas las autopistas informáticas cuyo peaje nuestro bolsillo nos permita atravesar.
Un Robert Redford demasiado prolijito El creador del festival de Sundance asume el protagonismo y la dirección de una película que hace foco en un grupo real que se hacía llamar The Weathermen, y con deudas del pasado que vuelven a hacerse presentes. El resultado no es del todo convincente. De las películas que a lo largo y ancho del mundo vienen revisando la violencia política de los ’70 y sus secuelas (desde Los rubios e Infancia clandestina hasta la japonesa United Red Army, pasando por el notable film noir de los ‘70 The Big Fix, Running on Empty, de Sydney Lumet, Die innere Sicherheit, de Cristian Petzold, Buongiorno notte, de Marco Bellocchio, y Après mai, de Olivier Assayas), Causas y consecuencias es, sin duda, la menos política. Como varias de las mencionadas, la nueva película de Robert Redford, que se basa en una novela, construye su ficción a partir de la existencia de un grupo político real, The Weather Underground, que pasó del pacifismo a los atentados terroristas (sobre ese grupo se filmó un documental que lleva su nombre y vale la pena ver). Que los ex militantes estén encarnados aquí por un seleccionado de prestigiosos circa-setentones (el propio Redford, Julie Christie, Susan Sarandon, Nick Nolte y siguen las firmas) llevó a un juguetón crítico estadounidense a calificar a The Company you Keep (título original) como “la versión seria de Los indestructibles”. O de Jinetes del espacio, si se prefiere. El disparador de Causas y consecuencias (título que podría aplicarse a cualquier película, desde una de Bergman a una de Jim Carrey) es la decisión de dejarse atrapar que adopta el personaje de Sarandon. La mueve la intención de blanquear de una vez su pasado, tras haber vivido “tabicada”, junto a su familia, más de cuarenta años. El típico periodista joven, ambicioso y meterete (el siempre hiperexcitado Shia LaBeouf) se pone a tirar del hilo que lleva desde Albany, al norte del estado de Nueva York, hasta Ohio, Michigan, donde en 1970 los Weathermen (“Meteorólogos”, nombre con que se conocía a los miembros del grupo) asaltaron un banco en busca de fondos para la organización y en medio del tiroteo posterior, le quitaron la vida a un agente de policía. Con el FBI también en el asunto, éste pronto se convierte en tema nacional, haciendo salir de sus escondites a los ex Weathermen, ninguno de los cuales quiere saber nada con sus compañeros. Pero uno de ellos, el prestigioso abogado que interpreta Redford, necesita dar con la más irreductible de sus ex cumpas, hija de ricos y exitosa dealer ilegal desde hace tiempo (Julie Christie). Sólo ella puede librarlo de la acusación de haber participado del asalto y tiroteo. Hay una segunda razón, de orden absolutamente íntimo, que mueve al abogado, y que parece escapada de un culebrón familiar, injertada aquí no se sabe muy bien cómo ni para qué. Más allá de ese desajuste, que ocasiona no pocos tropezones en la última parte de la película, más allá incluso de la sorprendente despolitización del tema, tal vez el mayor problema de este nuevo Redford es el que suelen tener todos los Redfords, siempre tan prolijos y correctos: una falta de tono muscular, de convicción narrativa, de justificación dramática, o todo eso junto. No puede dejar de saludarse, eso sí, la reaparición de ese actorazo que es Sam Elliott, siempre con su querible bigotón de cowboy, sus ojitos pícaros, su vozarrón de bajo y su pinta de San Bernardo (el perro, no el santo).
Camaradas descastados Aunque se extrañan las delicadezas formales de otros films y por momentos hay más guión que frescura, el director inglés logra una corriente de simpatía con sus actores no profesionales. Ganadora de un exagerado Premio del Jurado en Cannes 2012, La parte de los ángeles es lo que podría considerarse “un típico Ken Loach”. O un típico Ken Loach & Paul Laverty, si se prefiere, teniendo en cuenta que se trata de la undécima colaboración al hilo entre el realizador de Tierra y libertad y su guionista estable desde La canción de Carla (1996). Como en Riff Raff o Como caídos del cielo (previas, en verdad, a la etapa Laverty), el protagonista es parte de un grupo que en este caso no está formado por trabajadores, sino por pequeños infractores de la ley. Estos desfavorecidos antihéroes tratan de ponerle el pecho a la adversidad, oscilan entre la desesperanza y la búsqueda de salida, su franqueza, ingenuidad y sentido del humor mueven a cinchar por ellos. Interpretados como en otras ocasiones por actores no profesionales, esta vez sobra guión y falta algo de frescura en sus andanzas. Por más que uno pueda reírse con sus bromas chuscas, simpatizar con la condición de desaventajados o desear que les vaya mejor de lo que les fue hasta ahora. Algo debe saber Mr. Laverty, que antes de escribir guiones ejerció la abogacía, de la relación entre la ley y quienes la infringen. En este caso se trata de infractores muy menores. “Por qué no se deja de joder y se dedica a perseguir violadores, asesinos en serie y pervertidos”, le sugiere Mo, que lleva un mechón bordó, al policía que la atrapa por robarse un guacamayo de madera. A Rhino lo detuvieron por hacer pis sobre monumentos públicos, a Albert por caerse borracho sobre una vía y a Robbie por darle un navajazo al miembro de una bandita con la que se cruzó. A todos los condenan a prestar trabajos comunitarios. No le pondrán toda la onda al asunto. A Rhino no le gusta el color con que tiene que pintar una pared, a Albert le da fiaca pasar la espátula, Mo en cuanto puede se roba algo y Robbie está más preocupado por el embarazo de su mujer que por recoger hojas secas en el cementerio. Como lo que más valora Loach es la camaradería entre descastados, la convivencia entre estos pares será casi ejemplar. Y el encargado de su custodia (John Henshaw, uno de los pocos profesionales del elenco) termina resultando algo más parecido a un padre sustituto o un ángel de la guarda que un servidor de la ley. Será durante una visita a una destilería, en un paseo de fin de semana conducido por el buenazo del custodio, que Robbie (Paul Brannigan, que lo interpreta, estuvo en prisión por un hecho semejante al que aquí se le imputa) descubre un don que desconocía. Aunque difícilmente haya probado un whisky en su vida, el muchacho es capaz de reconocer cada tipo de malta con una breve degustación. Eso llama la atención de un catador (Roger Allam, otro de los profesionales del cast), que le hará un encargo sumamente valioso. La astronómica cifra en juego tienta a cierto “operativo” conjunto de nuestros héroes, devenidos un cochambroso gang con kilts. A propósito, La parte de los ángeles es una de esas películas de Loach que requieren de subtitulado... al inglés, dado el cerrado acento escocés que se impone en cada diálogo. Es también una de las películas en las que la palabra fuck y sus derivados más se usan, desde que el cine afroamericano dejó de existir. El peso del guión se siente sobre todo en la condición de padre primerizo que se le asigna a Robbie, en pareja con una chica que suena como demasiado clase media para un chico de la calle. También en las acechanzas que ponen a Robbie en la permanente condición de víctima potencial, tanto de la ley como de su suegro, un pesado de temer que tampoco “pega” demasiado con el aspecto angelical de la hija. Se extraña la falta de aquellos largos planos-secuencia, que en películas como Riff Raff, Caídos del cielo y, sobre todo, Tierra y libertad, daban a cada escena de grupo una carga de “vivo”, de verdad robada al paso, que renovaba el sentido de la palabra “realismo” y las llenaba de libertad. Hay, esta vez, más cálculo que verdad.