Una de zombis aptos para todo público La nueva película del insípido director de Quantum of Solace juega la carta de la viralidad. Un día como cualquier otro, la gente empieza a comer gente. El problema es que Guerra mundial Z evita mostrar, a toda costa, cómo lo hacen. Has recorrido, muchacho, un largo camino. Desde que George Romero te resucitó, a fines de los ’60 y en los albañales del cine, hasta ahora, en que te has vuelto –quién te viera y quién te ve...– una de las estrellas de la cultura contemporánea. No sé qué tienes, querido zombi, pero te has hecho irresistible. Has sabido asumir todas las formas posibles, como si fueras un recipiente vacío (tan vacío como tu rostro), en el que volcamos lo que queremos. Fíjate si no: has combatido al ejército (en Día de los muertos), a los poderosos (en Tierra de los muertos), a los fachos y discriminadores (en La reencarnación de los muertos). Pululan películas en las que se te ve muy serio (las Resident Evil), tomándote el pelo a ti mismo (Zombieland, Shaun of the Dead) o enamorado, incluso (Mi novio es un zombi). Una de las series más exitosas del cable te tiene por protagonista. ¡Si hasta te has puesto a correr y pegar saltos de langosta, cuando antes te movías a la velocidad del caracol de Monsters University! Sólo te falta ser gay: sabemos que lo lograrás. Ese largo y sinuoso camino te ha llevado hasta Guerra mundial Z, superproducción de 200 millones de dólares donde el que intenta controlar tu tendencia a la reproducción, tan frenética como la de los conejos, es el mismísimo Brad Pitt. A juzgar por las pistas que se lanzan al final, estamos en presencia de una saga que se inicia. Así que te tendremos entre nosotros mucho tiempo más. Basada en una novela y dirigida por el alemán Marc Forster, Guerra mundial Z juega la carta de la viralidad. Un día como cualquier otro, en medio de las grandes ciudades, gente empieza a comer gente. Al presidente de los Estados Unidos y todo su gabinete, sin ir más lejos (pero no es algo que se vea, lo cual hubiera estado bueno; sólo se dice en una línea de diálogo). El subsecretario general de la ONU llama a su hombre de confianza, que estuvo en varios de los más duros frentes de batalla, de Kosovo para acá. ¿Combatiendo? No está claro, parecería que no, un poco porque se elude decirlo explícitamente y otro poco porque se trata de Brad Pitt. Y Brad Pitt no es Stallone o Bruce Willis. Desde que se retiró de la fuerza por hartazgo, Gerry Lane se dedica a preparar los huevos fritos del desayuno a su esposa e hijas. Pero ya se sabe que cuando el deber llama... La tarea de Mr. Pitt, si decide aceptarla, consiste en viajar al origen. No, no a la Edad de Piedra sino al lugar donde por primera vez apareció uno con ganas de comerse al prójimo. Corea del Sur: hacia allí viaja Gerry Lane, pero sin éxito. Siguiente escala: Jerusalén. Ahí vive el científico que inventó la fórmula mágica para frenar a los zombis, consistente en la construcción de un muro. ¿Un muro en Israel? ¿Eso no ocurrió acaso en la realidad? ¿Y no se levantó ese muro para evitar el ingreso de los palestinos? ¿Asocia Guerra mundial Z a los palestinos con zombis, y a los zombis con cucarachas? (Los que están afuera hacen una torre humana para pasar del otro lado, moviéndose con la huidiza velocidad de esos asquerosos insectos.) Es lo que suele suceder con las películas obsesionadas con no decir o mostrar todo aquello que pueda irritar o conmocionar: terminan sugiriendo algo mucho más repulsivo que un muerto-vivo masticando un pedazo de brazo. Que es lo que Guerra mundial Z evita mostrar, a toda costa. No sea cuestión de ofender a la familia-tipo occidental, target de este film evitativo y, de ser cierta la hipótesis palestina, reaccionario y racista hasta la náusea. La evitación genera una no querida desdramatización (ningún film mainstream quiere desdramatizar jamás). Se busca dar emoción humana, con papá Pitt lejos de los suyos, refugiados en un portaaviones de la Marina, y suspenso, con un brote zombi en medio de un avión en vuelo. Pero todo es tan aséptico como todos los films de Forster, desde Monster’s Ball hasta Quantum of Solace, incluyendo Más extraño que la ficción y Descubriendo el país de Nunca Jamás. Paradójicamente, la única escena que sí tiene dramatismo sucede en un lugar aséptico por definición. Se trata de la secuencia culminante, que tiene lugar en un laboratorio de la OMS en Glasgow, Escocia (Pitt viaja tanto que parece estar postulándose para ser el próximo James Bond), con el héroe animándosele al “sector B”. En el sector B hay dos cosas: la vacuna que permitiría detener la pandemia y un montón de científicos zombificados y hambrientos. Esa escena está bien narrada, con el tiempo, la progresión y el suspenso necesarios. Además, hace un bonito aporte a la iconografía genérica: el del científico que, al ver al suculento funcionario de la ONU del otro lado del vidrio, no puede resistir el deseo y se pone a morder el aire, castañeteando los dientes. Esa sola escena lleva a subirle un puntito a un film que de otro modo no hubiera merecido un 6.
La primera contraofensiva fue japonesa Cine argentino con diálogos en japonés, la ganadora del premio al mejor film nacional en el último Festival de Mar del Plata es una extraña –y no siempre lograda– cruza entre western gauchesco y película de samuráis, que sueñan con volver al poder. ¿Fue el gaucho matrero algo parecido a un samurái? ¿Un guerrero solitario y proscripto, atado a inquebrantables códigos de honor? Esa pregunta se habrá hecho, en su momento, Leonardo Favio, cuya primera opción de intérprete para Juan Moreira fue un inimaginable Toshiro Mifune. La misma cuestión subyace en Samurai, opus 2 de Gaspar Scheuer (1971), cuya El desierto negro participó, un lustro atrás, de la Competencia Internacional del Bafici. En la gacetilla de prensa, Scheuer comenta dos cosas: que vivió buena parte de su infancia en el campo y que le interesan los cruces entre historia y ficción. Ambos asuntos eran perceptibles en su primera película, suerte de western gauchesco, y vuelven a serlo en Samurái, que transcurre en el interior argentino a fines del siglo XIX. La curiosidad es que en este caso el protagonista, Takeo, es un muchacho japonés, que atraviesa los campos de San Luis con su quimono y su katana. Y obliga al uso de subtítulos, en las escenas en las que aparece en familia. Cine argentino con diálogos en japonés: Samurái, ganadora del premio a Mejor película argentina en el último Festival de Mar del Plata, no es una película típica. Coautor del guión, Scheuer se basa en el mismo episodio que inspiró El último samurái (2003): la rebelión que en 1877 el guerrero Saigo Takasuma llevó adelante contra el emperador. Rebelión en la que samuráis armados con las espadas de la tradición pelearon contra un ejército que ya había incorporado las armas de fuego. Aquí, esa referencia histórica se detalla en los característicos carteles del comienzo, que dan contexto a un dato no tan real, aunque no necesariamente imposible: la migración de una familia japonesa, encabezada por el abuelo –ex samurái derrotado– a la remotísima Argentina. Al abuelo lo anima una leyenda, según la cual Saigo habría buscado refugio más allá de las pampas, tal vez con la secreta intención de preparar una contraofensiva restauradora. Muerto el anciano, su nieto Takeo (Nicolás Nakayama) decide cumplir su sueño, yendo en busca del esquivo líder. Como en un western, Samurái sigue el periplo del protagonista, organizando el relato como escalonamiento de episodios. De éstos, el más consistente en términos dramáticos es el del conocimiento y amistad de Takeo y un tal Higinio Santos, a quien el gauchaje apoda Poncho Negro (Alejandro Awada). Suerte de residuo histórico, a Higinio lo reclutó el ejército mitrista para combatir en la guerra del Paraguay, volviendo del frente como un Cándido López al cuadrado: no con un brazo menos, sino con dos. Su lógico antimilitarismo se verá reactualizado por la presencia de un coronel aristocrático, europeizante y genocida, encarnación del proyecto liberal de los ’80. Ese militar-terrateniente prenuncia la ética que, un siglo exacto más tarde, llevaría a sus descendientes no sólo a exterminar al enemigo, sino a robarle sus pertenencias. La otra notoria extrapolación histórica es ese “Saigo vuelve” que en algún momento alguien enuncia. ¿Tiene acaso esa cita alguna relación con la contraofensiva que el viejo samurái podría estar preparando? Daría la impresión de que esas asociaciones no tienen mayor relevancia que la ocurrencia más o menos lúdica. La sensación es que Samurái en su totalidad tiene algo de pista falsa, de promesa no del todo cumplida. Como si el guiso no hubiera salido tan sabroso como lo que sus ingredientes hacían paladear. Los datos históricos, si bien presentes, parecen circular en un universo paralelo, que no termina de encarnar, al tiempo que los elementos dramáticos no son explotados a fondo. La condición de manco de Higinio en un mundo completamente manual, por ejemplo (un mundo de riendas, de armas, de azadas), hace de él un tipo sufriente, y Alejandro Awada sabe transmitir esa condición. Sin embargo, su Poncho Negro no llega a convertirse en un trágico o un cómico, dos posibilidades que estaban, con perdón por la expresión, al alcance de la mano. Algo semejante, pero más acusado, sucede con los personajes de Agustina Muñoz y Norma Argentina, que pasan sin dejar mayor huella. Es como si Samurái fuera una idea que se materializa más en términos paisajísticos y fotográficos (dos vicios que lastraban mucho más notoriamente la previa El desierto negro) que dramáticos, narrativos o sensoriales.
Una película irresponsablemente feliz Tiene un gran elenco, mucha desvergüenza, espíritu ganador, la visible intención de inaugurar una nueva franquicia, tanto respeto por la verosimilitud como el de un gato por un ratón y le importa tres pitos lo que debería ser la regla básica del cine de estafadores. Una que le dice al espectador: “Te voy a engañar y lo sabés, pero vamos a hacer de cuenta que estás en condiciones de descubrir el engaño”. Desde el primer truco, cuando un ilusionista callejero hace aparecer el dibujo de una carta sobre el frente de un edificio –“como por arte de magia”, se diría– para hacer que la cosa cierre Nada es lo que parece se vale de las trampas más descabelladas. En términos lógicos nada cierra, y la desfachatez de la película consiste en hacerlo evidente. Por eso mismo, por el modo en que exhibe y ejerce su carácter tramposo, Nada es lo que parece logra ser una película irresponsablemente feliz. Lo cual permite predecir (en Argentina se estrena un día antes que en Estados Unidos) una respuesta igualmente gozosa por parte del público masivo, que suele amar el caradurismo. Un tipo con tanta plata como Robert Downey Jr. en Iron Man decide reunir a cuatro de los mejores ilusionistas del mundo, poniendo de nombre al supergrupo “Los cuatro jinetes” (son como los superhéroes del show de magia) y presentándolos en esos casinos de Las Vegas donde todo es más grande, más ostentoso y más feo que la vida misma. En su primer espectáculo y mediante un dispositivo que es como los shows de David Copperfield, pero a volumen 11 (de hecho, los títulos de crédito incluyen un agradecimiento al mago bronceado), los tipos logran teletransportar a un espectador a las cajas de seguridad de un banco parisiense, de donde el hombre volverá con tres millones de euros, en billetes que llueven sobre el público como lluvia dorada. Ahí la cosa recién empieza, claro, ya que los tres muchachos (Jesse Eisenberg, el gran Woody Harrelson y David Franco, hermano de James) y la chica (la pelirroja Isla Fisher) no sólo no confiesan el truco a la policía, sino que avisan que van a dar un golpe aun mayor. Con Mark Ruffalo y la gélida francesita Mélanie Laurent (la Shosanna de Bastardos sin gloria) como investigadores de buddy movie (primero se odian, pero está claro que van a amarse), con Michael Caine como el hiperrecontramillonario al que los magníficos van a hacerle un violento ooolee, con Morgan Freeman como desbaratador de mitos mágicos, el espectador a quien no le importe mirarla de afuera, sin otra cosa para hacer que mirar y aceptar, la puede llegar a pasar bomba. Siempre desdeñoso de todo lo que sea buen gusto, moderación y fineza, Louis Leterrier (cuya foja incluye la segunda Hulk, las dos primeras El transportador y, faltaba más, el cambalache digital de Furia de titanes) usa todo lo que tiene a mano con tal de consumar la manipulación, haciendo del coolismo alla rat pack de los cuatro protagonistas un efecto especial equivalente a las explosiones, persecuciones, choques automovilísticos y ases de todos los palos que, por supuesto, no faltan debajo de ninguna de las infinitas mangas de esta camisa chillona, brillosa y abierta hasta la altura del esternón cinematográfico.
El cine como un electrodoméstico Tal vez, más que una película, Locamente enamoradas sea un mal de época. Hilde van Mieghem, realizadora y coguionista de este film belga hablado en flamenco, parece pensar que la modernidad cinematográfica pasa por un deber ser innovativo. Y que innovar consiste en usar, como si fueran apps de computación, todos los trucos digitales posibles. De modo que el espectador se encuentra con unos personajes a los que les pasan cosas, pero como las cosas que les pasan les pasan en medio, por debajo o por detrás de una suerte de expo digital non stop, cuesta mucho decodificar qué cosas son las que les pasan. Una vez que más o menos se logra hacerlo, se termina por colegir que tal vez la Sra. Van Mieghem haya recurrido a esas fruslerías para disimular que en realidad en Smoorverliefd no hay personajes ni cosas que pasen, sino estereotipos de personajes, vehículos de ideas. Ideas que no son nuevas, precisamente. Lo que se disfraza de invención modernísima es, en realidad, un catálogo exhaustivo de las más remanidas vejeces sobre el amor, la pasión, el erotismo femenino y otras generalidades. Los muñequitos (o muñequitas) locamente enamorados/as son, básicamente, cuatro. Judith Miller, actriz cuarentona, separada, lo suficientemente moderna como para poner a su ex marido al tanto no sólo de sus penurias amorosas, sino de sus más recientes hallazgos sexuales. En busca de pareja, Judith prueba uno, prueba dos, prueba tres (un poetastro autoconsagrado, un torpe que en la primera cita tira al piso todo lo que hay sobre la mesa, y así), hasta que encuentra al que cree su ideal. Un importante director de cine, apuesto, caballero, rendidor en la cama y con sentido del humor. A su hermana Bárbara lo que la aqueja es que no puede tener hijos. Hasta que descubre, gracias a los servicios de un profesor de Historia, que lo que no había podido tener eran orgasmos. Y se convierte en una mujer liberada, sexualizada, propensa a divulgar sus descubrimientos con gestos, contorsiones, suspiros y exclamaciones de teenager en celo. Aunque tenga más de treinta. Hija de un matrimonio previo, la veinteañera Michelle prefirió irse a vivir con la mamá postiza, y con ella se quedó después de la separación. Ahora está a punto de descubrirse también como mujer, liberándose de paso de la infantilizadora sombra del padre. Y después está Eva, quinceañera y narradora en off, que descubre... el primer amor. Con lo cual su historia es la más convencional de estas cuatro convencionales historias de amor. Todo esto está narrado con fotos móviles, como de photoshop, signos, letras y tachaduras que se imprimen sobre la imagen, fantasías tan sutiles como que Michelle aparezca a ojos de su padre como era a los diez años, escenas como de teatro (de ópera, eventualmente), otras enmarcadas como cuadros, rebobinados, flash forwards... Lo último en tecnología cinematográfica, señora, para contarle el mismo cuento de siempre con brillantez de electrodoméstico de alta gama.
Todo está en manos de Alan Las sagas se cansan y esta nueva incursión de los amigos en problemas demuestra que lo que alguna vez fue altamente efectivo y divertido es ahora un simple dispositivo que pocas veces funciona y que descansa todo su peso en el carisma de Zach Galifianakis. “¿Viste? Me compré una jirafa”, le sonríe Alan a un chico que va en el auto de al lado. Chocho de la vida con el bicho de cuello de metro y medio, el no muy sensato Alan no tuvo en cuenta que no hay ingeniero vial en el mundo que para calcular la altura de un puente tome como referencia una jirafa subida a un trailer. Por lo cual... Bueno, en fin. Así empieza la tercera parte de ¿Qué pasó ayer?, y el comienzo es lo mejor de la tercera parte de ¿Qué pasó ayer? En rigor, lo único verdaderamente bueno. Buenísimo, en realidad. No por una cuestión de cantidad o calidad de gags, sino por algo más de fondo. En ese comienzo, la película dirigida una vez más por Todd Phillips hace algo que las anteriores no hacían, y que ésta tampoco hará, tras haber enterrado al papá de Alan: desarrollar un personaje. El personaje obviamente más interesante de la saga, el de Zach Galifianakis, que ahora toma volumen. El problema es que una vez que eso sucede, la saga vuelve al terreno de la peripecia. Lo cual no está mal de por sí: fue sobre esa base que las anteriores propulsaban lo que podría llamarse “teoría del caos” de Todd Phillips. Cosa que ésta no logra, porque está demasiado cansada para hacerlo. Las sagas se cansan y ¿Qué pasó ayer? lo está. En la tercera parte, el barbado Alan adquiere un matiz bastante más siniestro del que hasta ahora tenía. Alan adquiere aquí un matiz bastante más siniestro del que hasta ahora tenía. Se sabía que el tipo era capaz de llevar un diente en el bolsillo, dejar que la panza le asome por debajo de la camisa o colgarse un mono al hombro. Estaba claro que se daba el lujo de comportarse como un chico egocéntrico. Lo suficiente para permitirse todo lo que los “normales” no suelen permitirse, funcionando como cable suelto y tiro al aire. Lo que no se le había visto hacer era ponerse a escuchar “My Life”, de Billy Joel, despreocupadamente enterrado en sus auriculares, sin importarle un pito lo que le pasó a la jirafa ni a los que andaban por la autopista en el momento de la catástrofe que él provocó. Ni dar la espalda a la muerte de su padre, de puro egoísta (la escena es genial, puramente visual, un verdadero tratado sobre la disociación sonora y la relación entre el primer plano y el fondo de la imagen), desear la muerte de su no menos siniestra madre en el funeral de su padre (el gran Jeffrey Tambor) o decirle a un chico que su padre no es el que él creía. En la tercera parte de ¿Qué pasó ayer?, Alan Garner pasa de friquito divertido a fricón preocupante. Pero ¿Qué pasó ayer? es, por definición, una película de protagonismo triple, y aquí queda más a la vista la chatura de los otros dos, que en medio de la locura desatada de las anteriores importaba menos (para no hablar del cuarto, el inconcebible Justin Bartha, a quien por algo todas las tramas dejan afuera). Aquí no hay exceso alcohólico, resaca descomunal y un mundo que funciona de manera disfuncional, sino lugares comunes extraídos sobre todo del cine de acción (el hampón encarnado por un John Goodman que tampoco se destaca, un asunto de drogas, la rivalidad con un capo rival), que hacen que lo que antes era puro desajuste (un tigre en el baño, el casamiento borracho con una prostituta, la perversidad polimorfa de Chow) se vuelva una previsible tramadispositivo, destinada a insertar en ella a los tres protagonistas. De los cuales sólo uno es cómico, sólo uno tiene interés, sólo uno es un verdadero personaje. Como Messi mal acompañado, Alan no está en condiciones de desatar la locura por sí solo, quedando reducido a la jugada individual del one liner salvador. O a un slapstick tan torpe que en una escena hasta se nota que las cosas no se le caen encima, sino que se las tira (otros síntomas de negligencia de la película son la notoria digitalización de la jirafa y un parabrisas que, tras haber sido atravesado y astillado, reaparece impecablemente entero). Además de Alan, las otras cartas marcadas de las que Phillips y su coguionista echan mano son el asiático Chow (Justin Keon), que no aporta nada que no se haya visto antes (incluido el micropene que luce en un desnudo final), y Melissa McCarthy, la gorda guaranga de Damas en guerra, en un típico papelito, con perdón por la expresión, de relleno.
Reino del lugar común y el cliché Coproducida, coescrita y dirigida por Gustavo Cova (realizador de Alguien te está mirando y Gaturro, entre otras), el policial Rouge amargo es el reino del lugar común, el cliché, la pura convención. Todo parece “de stock”, desde el guión (del que además de Cova participaron cuatro plumas más, entre ellas la del coproductor Horacio Maldonado) hasta el último objeto del decorado. Para no hablar de la puesta en escena, de cada situación, personaje y diálogo trillado. Es la clase de película en la que lo tosco (la puesta de cámara, la chatura de la iluminación, la música elemental, la errada edición) convive con lo feo (todos y cada uno de los decorados, trátese de un hotel alojamiento, una casa chorizo palermitana o una comisaría) y lo incómodo (los actores, básicamente). Si a algo recuerda Rouge amargo es a los policiales argentinos que en los años ’80 se identificaban como “productos industriales”, antes de que la industria del cine local profesionalizara su estándar medio. Bastaría comparar la película de Cova con, por ejemplo, Sin retorno (M. Cohan, 2010), hecha con un presupuesto apenas mayor, para que el abismo de las diferencias salte a la vista. Un hombre recién salido de prisión (Luciano Cáceres) se aloja, solo, en la habitación de un albergue transitorio, justo al lado de otra donde un asesino a sueldo ejecuta a un ministro, encamado con una puta (Emme). ¿Qué es lo que la chica guardó en su cartera? ¿Era ella parte del asunto? ¿Qué hacía el ex preso allí, justo en ese momento? ¿Quiénes y por qué se llevaron puesto al ministro, uno de esos que denuncian la corrupción mientras la ejercen con ganas? Esas son algunas de las preguntas que, a juzgar por su expresión cansada, a Rubén Stella, en el papel del policía a cargo, parecen interesarle tanto como al espectador. Rouge amargo es de esas películas en las que todo da más o menos lo mismo, porque no hay una lógica que no sea la del arbitrio de un guión que parece escrito por una máquina. Que el protagonista sea héroe, antihéroe o más o menos, que la chica esté o no metida en la conspiracioncita, que el asesino a sueldo acierte o no cuando apunta. Donde seguro no se acierta es con las posiciones de cámara, los cortes, la duración de los planos: todo ello parece presidido por la idea de que un policial tiene que tener ritmo y que el ritmo se logra con muchos cortes. No importa que la acción y posición de los personajes los justifiquen o no. Con música heavy en las peleas o tiroteos y el consabido “enamoramiento” y escenas de cama (todo ello absolutamente de cartón, desde ya) entre Luciano Cáceres y Emme (que, por supuesto, aporta algún que otro desnudo), la caricatura de asesino a sueldo está a cargo de César Vianco, que había hecho exactamente el mismo papel en más de un episodio de Los simuladores, hace más de diez años. Las putas parecen disfrazadas de putas, las travas (Rita, mejor amiga y mamá postiza de la protagonista) de travas, a los malos se los adivina desde la primera escena y no falta el clásico periodista de investigación joven que busca la verdad con tesón y honestidad, papel a cargo de Nicolás Pauls.
Las caras sutiles del sometimiento En su ópera prima, la directora integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas –la wichí y la blanca– que asomaba ya en alguno de los films de Lucrecia Martel. Seggiaro lo hace con extrema lucidez política. ¿Habrá algo en Salta que hace que a los nativos se les aguce el sentido cinematográfico? Todo empezó con Lucrecia Martel. Pero también están Rodrigo Moscoso, autor de la muy buena (e inédita) Modelo 73 (2001); Martín Mainoli, director de uno de los mejores cortos de las más recientes Historias breves (2012), y ahora Daniela Seggiaro, que tras estudiar cine en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA debuta a los treinta y pico con Nosilatiaj, la belleza. A diferencia de sus coterranéos, en su ópera prima Seggiaro integra la ficción con el documental etnográfico, dándole el primer plano a un choque de culturas que asomaba ya en alguno de los films de Martel. Colisión que recientemente el porteño Ulises Rosell inspeccionó desde el documental liso y llano, en la notable El etnógrafo. Choque entre la cultura blanca y la wichí, claro, etnia originaria que aún sobrevive, en duras condiciones, tanto en esa zona como en el bosque chaqueño. Participante del Festival de Berlín el año pasado, ganadora del Premio de la Crítica en el Festival de Río y exhibida de Guadalajara al Bafici y de Toulouse a Vancouver, Nosilatiaj, la belleza se exhibe desde hoy, en forma exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. “Tendrás un pelo hermoso, como las ramas; no tienen que cortarlo nunca”, recuerda Yola (Rosmeri Segundo) que le dijo la abuela, siendo chica. De allí que cuando sus patrones lo hacen, con la mejor de las intenciones, para ella el corte resulte tan traumático como si fuera el de su propio yo. ¿Por qué Yola no frena al peluquero? Como a todo representante de un pueblo sometido frente a los descendientes de los sometedores, a Yola le cuesta levantar la voz, hacerse oír. Lleva esa marca con tanta fuerza como la voz de sus mayores y el recuerdo del matorral, el río, el pajonal. El hecho de que trabaje como mucama en casa de la señora Sara (la actriz porteña Ximena Banús) reproduce, actualiza esa relación de sometimiento. Y eso que sus patrones, de clase media, la tratan “como si fuera de la familia”, como suele decirse. Lo cual no quiere decir que dejen de ser los patrones, claro. Notable lucidez política, la de Seggiaro, que parece tener bien claro que por más que el sometedor no se comporte como tal, la relación entre sometedor y sometido nuca deja de ser histórica, política, económica y simbólica. Abundan los gestos de paridad entre Yolanda y sus patrones. “Ella es igual que yo: no sabe bien qué le gusta, pero sí lo que no le gusta”, comenta la señora Sara a una vendedora de boutique, un día que la acompaña a comprarse ropa. Es que se acerca la fiesta de 15 de Antonella, la hija mayor de Sara y su marido (Víctor Hugo Carrizo, notable secundario y todo un clásico del Nuevo Cine Argentino), y la señora quiere que Yola esté linda. De allí el corte de pelo, en una visita a la peluquería que hacen todas las mujeres de la familia, como lo haría un grupo de amigas. Pero allí, en medio de la mayor confraternidad, aparece el hiato, el corte, la diferencia. Por más que se quiera hacer caso omiso de él, el poder sigue rigiendo las relaciones entre culturas que alguna vez fueron la del conquistador y el conquistado. Descendiente de inmigrantes europeos, Seggiaro no pretende ponerse fuera de esa relación. Pero se permite observarla, parándose sobre ambos campos. Encuadrada en planos generalmente fijos, precisos y equilibrados –gentileza del notable fotógrafo Willi Behnisch–, la acción tiene lugar en casa de los patrones blancos, llena de hijos pequeños que andan alborotando por ahí: otro detalle que recuerda a La ciénaga. Pero el relato abre una segunda instancia narrativa, que corresponde a la interioridad de Yola. Con voz baja, pequeña y quebradiza, la muchacha recuerda en off hechos dispersos de su infancia, su familia, su lugar. Recuerdos que se esparcen de modo impresionista, reduciéndose en ocasiones a meros lugares. Hablar de reducción es cosa de crítico blanco: esos lugares naturales tienen la mayor importancia para Yola. No sólo para ella, parecería. Los medios anuncian la inminencia de un terremoto, y la señora Sara siente esa inminencia en el propio cuerpo, poniéndose ahora al borde de un desvanecimiento que ahora hace pensar en La mujer sin cabeza. “Es la tierra que se está moviendo”, comenta el peluquero, involuntariamente ecológico. En la televisión, el noticiero da cuenta de una procesión religiosa que “pide al cielo por el cese de las actividades sísmicas”: en Salta, parecería, la religión toma el lugar de la política. En sus recuerdos e impresiones, el interior de Yola se expresa en soliloquios en wichí, con subtítulos al castellano. Subtítulos para espectadores blancos. Allí los espectadores blancos somos, por una vez, extranjeros. Hijos de conquistadores, sometidos al idioma del otro. La forma cinematográfica, el habla, toman posición política, revirtiendo la Historia.
Mujeres al borde de un ataque de nervios Con evidente sensibilidad femenina, la realizadora de Amorosa Soledad y Cerro Bayo narra el incómodo encuentro de dos amigas. ¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas? ¿Será prejuicioso preguntarse si esta película la podría haber filmado un hombre? Uno sabe que hubo y hay cineastas varones dueños de una intensa afinidad con el universo femenino, desde el neoyorquino George Cukor hasta el manchego Pedro Almodóvar. Uno de ellos, Ingmar Bergman, llegó a asomarse al interior más profundo de sus personajes femeninos, haciéndolo aflorar en el más mínimo gesto o pliegue del rostro. Pero una cosa es la afinidad o comunión y otra la sensibilidad. Tiende a pensar el cronista que se requiere de una sensibilidad femenina para dar un paso más y ya no sólo atisbar en la superficie del rostro, sino directamente leer en él lo más escondido o reprimido. Como quien observa entre aguas. ¿Será por eso que tantas escenas de Pensé que iba a haber fiesta tienen lugar junto a una piscina o dentro de ella? En la nueva película de Victoria Galardi –-realizadora y guionista de Amorosa Soledad y Cerro Bayo– es como si los cuerpos de las actrices circularan en algo que pudo haber sido una comedia, mientras sus cabezas están en una de Bergman. Por eso pensé que iba a haber fiesta: porque es su pensar lo que les impide participar plenamente de ella. Ya la escena inicial plantea el conflicto, la coexistencia entre un exterior límpido, perfecto, cristalino, y un interior que no lo es tanto. Tan bonita e impecable como Elena Anaya (protagonista de La piel que habito, de Almodóvar) puede serlo, la española Ana llega en su auto de alta gama a un barrio privado que parece como de Amas de casa desesperadas. Hace una maniobra cadenciosa, estaciona y a la puerta de una de las espléndidas casas del barrio la atiende su amiga Lucía (Valeria Bertuccelli). No se ven desde hace tiempo y, sin embargo, no se saludan con la clase de abrazo pleno que dos amigas de toda la vida suelen darse en una situación como ésa. A Ana se la percibe dubitativa, ligeramente ansiosa, extrañamente insegura para una situación tan neutra y banal. Lucía parece cumplir con un dejo de molestia el ritual del beso y el intercambio de frases de rigor. Como si eso interrumpiera algo en lo que venía pensando y en el fondo le interesa más. ¿Por qué estuvieron distanciadas, qué las une ahora, cuál es la razón de esa rara incomodidad, hasta qué punto es sincero el afecto entre ambas? Algunas preguntas tienen respuestas concretas, otras no tanto. Ana y Lucía entran en el patrón de “chicas ricas con tristeza”. Ana es actriz y no le falta trabajo, aunque su condición de española limite sus papeles (interesante autoironía sobre la inclusión de Elena Anaya en la película, coproducción con la compañía de Fernando Trueba). Aunque es una belleza, sus relaciones amorosas no han sido muy satisfactorias. Lucía vive en una de esas casas como de aviso publicitario, con parque, piscina y jardinero. Está separada de Ricky (Fernán Mirás), tiene una hija preadolescente y nueva pareja (Esteban Bigliardi). Como se va unos días a Colonia con Eduardo, necesita que Ana le cuide la casa y la hija. La película transcurre en el hiato que va de la Navidad a Año Nuevo. Tal vez esa semanita le venga bien a Ana para tomar algo de distancia y pensar. El problema es que Ricky pasa a buscar a Abi, y algo pasa entre ellos. Sin embargo, nadie parece nunca del todo a gusto en Pensé que iba a haber fiesta. Ana la pasa bien en sus salidas con Ricky, pero no puede olvidar que él es el ex de su amiga. Lucía da la impresión de estar tan molesta cuando le explica a su amiga el funcionamiento de la casa –con la impersonalidad con que se trata a una mucama nueva– como cuando vuelve de Colonia, antes de lo previsto y tras haber tenido algún problema con Eduardo. Pero el problema parece más producto de su angustia que de algo concreto. Hasta el jardinero de Esteban Lamothe, que es lo más parecido a un descanso cómico que presenta el film, parece disimular algún enojo. Que no se sabe bien si es con Ana, Lucía, su socio, el trabajo en sí o, vaya a saber, tal vez la vida misma. El hiato no es sólo temporal en el film de Galardi. Más importante es el que se abre –se entorna, más bien– entre lo material y visible y lo intangible. Es ejemplar el modo elíptico en que el film va dejando asomar sus cartas, desde las más concretas (nombres, parentescos, relaciones entre los personajes) hasta las menos. Más ejemplar aún, por lo valiente, es la forma en que el film se cierra, dando la espalda a la pretensión de que toda película abroche sus temas con la falta de dudas propia del mainstream hollywoodense. Aquí, si algo persiste es la duda, la ambigüedad, el malestar incierto. Con la habitual asistencia del notable director de fotografía Julián Ledesma, Pensé que iba a haber fiesta hace pensar en la incipiente pero excesivamente autocentrada Amorosa Soledad y la algo tipificada Cerro Bayo como borradores para un film, ahora sí, definitivamente consumado.
Cómo revertir todos los clichés de Hollywood Con un par de chicas Disney, el director de Gummo hizo una de las películas más lúcidas y osadas que se hayan visto en mucho tiempo. Generará un enorme desconcierto. Como en un aviso de cerveza en versión soft-core, una banda de adolescentes baila y se sacude en una playa. Todos son hermosos, sexies y bronceados. Ellas con minibikinis que muestran más de lo que ocultan, ellos con sus abdominales six-pack. El baile colectivo parece representar o anunciar una orgía: los pechos de las chicas, al aire, rebotan en ralenti; ellos echan chorros de cerveza sobre sus bocas abiertas. La música tecno bombea fuerte, y la fotografía, de tonos fuertes y saturados, colabora con la sensación de exceso. Durante un par de minutos, la imagen parece la de una Arcadia sexual. Arcadia soñada por un teenager. Teenager estadounidense: la rubiez de la mayoría de las chicas y el aspecto de marines de la mayoría de los chicos son inconfundibles. A esa altura, el exceso empieza a verse como sobreactuación, la representación como falsedad, los cuerpos como modelos publicitarios, el sueño como simulacro de sueño. El posible “cómo me gustaría estar ahí” da paso al “huyamos de aquí”. La entrevista publicada ayer en este diario confirma que esa sensación contradictoria y polar, ese roce entre sueño y pesadilla, ese paso casi farockiano, del consumo de imágenes a la reflexión sobre ellas, es exactamente lo que el realizador y guionista Harmony Korine buscó transmitir al espectador con la secuencia introductoria de Spring Breakers, que aquí se presenta con el subtítulo Viviendo al límite. Como Korine (Bolinas, California, 1973) no es un predicador sino un artista cinematográfico, que trabaja con imágenes, con apariencias y ficciones, la escena se presenta sin indicaciones o denotaciones, dejando al espectador desnudo frente a ella. Desnudo y desarmado, como pocas veces: Spring Breakers es una de las películas más cinemáticamente puras e inteligentes, más lúcidas y osadas que se hayan visto en mucho tiempo. Generará un enorme desconcierto. Las protagonistas son cuatro chicas de high school, con las hormonas por los aires. En medio de una clase, una de ellas dibuja un pene gigante, se lo muestra a su compañera de banco y comienza a hacer la mímica de una fellatio. Inmediatamente después hace un ruego de perra en celo. Se avecina el spring break, las vacaciones de primavera que son un clásico en los Estados Unidos, y el viaje en grupo, la convivencia en Florida, el sol y las ganas de todos anuncian mucha, pero mucha acción. La chica de la fellatio no es cualquier chica: aunque el teñido rubio no facilite reconocerla, se trata de Vanessa Hudgens, ayer nomás la Gabriella de High School Musical. O sea: la representación misma de la más blanca y asexuada virginidad adolescente. A su lado, Selena Gómez, otra chica Disney, que trajina escenarios de todo el mundo (incluida la Argentina, donde estuvo poco tiempo atrás), durante todo el año. Es verdad que la Faith de Selena es el personaje más modosito de las cuatro. Haciendo honor a su nombre, es católica practicante, va al viaje con ciertos recelos y cuando la cosa se ponga pesada reculará. Pero antes de eso, bien que se prendió en fumatas e histeriqueos, en bajar rayas de merca (Korine no se anda con vueltas, la película es bien de choque) y comparar colas con sus amigas. En otras palabras, en Spring Breakers Korine corrompe públicamente a dos de los más acabados modelos contemporáneos del deber ser adolescente. O los sincera, vaya a saber. Pero Spring Breakers no es una apología del “reviente”. Ni deja de serlo. No es eso lo que interesa al ex guionista de Kids y revulsivo realizador de Gummo y Julien Donkey Boy, entre otras. Lo que le interesa es más de fondo. Revertir todo cliché, tirarse de cabeza al mar del simulacro que es la sociedad estadounidense, mostrar el otro lado de la representación no desde una presunta “verdad” sino desde una representación mayor aún. Por eso la extraordinaria fotografía del francés Benoît Debie (DF de Irreversible y Enter the Void) irrealiza cada imagen mediante filtros de color, colores flúo, artificio absoluto. Por eso el no menos extraordinario montajista Douglas Crise juega con el videoclip, la multiplicación de planos, la edición ultrafragmentada, y sin embargo no hay un solo segundo de Spring Breakers en el que eso no sea funcional al relato, en el que no se entienda qué está pasando. Tan funcional como la notable banda de sonido de Cliff Martínez, que pasa del dance al tecno, del tecno al acid rock y del acid rock al ambient, y nunca predomina sobre la narración visual. Por eso el increíble Alien de James Franco reúne en sí todos y cada uno de las tics del gangsta rapper –la bravuconería, el culto del dinero y las posesiones, el machismo, la prelación sexual, los supersport, la artillería pesada– pero es... blanco. O sea, una imitación, un simulacro, un tuneo humano (la escena en la que toca al piano un hit de Britney Spears es uno de los momentos más altos de la sátira contemporánea). Por eso las chicas parecen cuatro blancas palomitas, que cayeron en las garras del gato más malo del barrio, y terminan... Eso hay que verlo: desde Scarface no se veía nada parecido, ahora desde el punto de vista opuesto y haciendo estrellar la voluntad de hipérbole contra el verosímil realista, hasta que estalle en pedazos.
Barras y estrellas para combatir al terrorismo Desde que los Estados Unidos sienten su poder amenazado (con la caída de las Torres como derrumbe emblemático), la usina ideológica llamada Hollywood trabaja más a destajo y con menos sutileza. En las pantallas las banderas flamean, los discursos patrióticos pululan, los llamados a servir a la nación se hacen risibles de tan burdos. Hubo que soportarlo en la mismísima “película del 2012” (Argo, la misma que la derecha ilustrada de la crítica consideró lo más) y hasta en la entrega de los Oscar, con una Michelle Obama tamaño Dios. Ahora uno va a ver un simple y corriente thriller de entretenimiento y se encuentra con el presidente de la nación largando un speech que parece escrito por algún Aldo Rico de allá. Eso, al final, una vez que la Tierra de los Valientes se salvó de irse al tacho para siempre, empujada por unos asquerosos terroristas norcoreanos. Antes de eso había, como se dijo, un thriller que no sería nada del otro mundo, pero tampoco daba vergüenza. Hasta que empieza a darla. Olympus Has Fallen es el título original. Olimpo cayó. El Olimpo es la Casa Blanca, obviously. El lugar donde habitan los dioses. Esos que se empeñan en salvar el mundo y no los dejan. ¿Quiénes no los dejan? Los terroristas, claro. Norcoreanos, en este caso. En algún momento, seguramente para evitar más bolonquis de los que ya tienen, se aclara que el gobierno del loco de Kim Jong-un no está detrás de esto. Con aclaraciones y todo, sigue asombrando la celeridad con que Hollywood profetiza, desde el formato de entretenimiento aparentemente más inofensivo, las fantasías que mañana mismo se apresta a cumplir. Pero bueno, por mucho que convenga estar alertas para que a uno no le metan el mensaje por el ojo, cinematográficamente hablando ése no es el problema de fondo de Ataque a la Casa Blanca. El problema es que aun en los momentos en los que mejor funciona (la primera mitad), la película dirigida por Antoine Fuqua no supera la condición de thriller eficiente. El afroamericano Fuqua lo había hecho mucho mejor en Día de entrenamiento y Tirador y mucho peor en Asesinos sustitutos y Lágrimas del sol. Su buen pulso y sentido narrativo permiten mantener la tensión, durante el planteamiento y nudo de Ataque a la Casa Blanca. La secuencia del ataque está magníficamente concebida y ejecutada, con varios núcleos de atención que revelan de a poco, prolija e implacablemente, el objetivo y la escala del operativo. Hay una toma a sangre y fuego, un secuestro del más alto nivel y la demanda de que el comité de emergencia –presidido por... ¡el jefe de prensa de la presidencia!– devele los códigos nucleares top secret. De no hacerlo, los rehenes irán cayendo de a uno, incluyendo al presidente y la vicepresidenta. Y ojo que los captores no son gente de no cumplir lo que promete, como empiezan a demostrar en vivo y en directo. El héroe, un ex comando y ex guardaespaldas presidencial que parece un John McClane sin sentido del humor, es el típico hijo pródigo, que para redimirse de una culpa relativa terminará abatiendo él solo al completo ejército rival, a la vez que rescata al hijo del presi. Musculoso sin pinta de patovica, al escocés Gerard Butler lo respalda un súper elenco, encabezado por el inevitable Morgan Freeman e incluyendo al siempre perfecto Aaron Eckhart, como Mr. President. Es de celebrar el regreso de la fibrosa Angela Bassett, que hace de ministra de Defensa. Cuando todos empiezan a competir para ver quién es más leal, patriota y corajudo, la cosa empieza a ponerse molesta. Hasta que se pone lisa y llanamente ridícula, entre lágrimas épicas, bravatas e inflamados recordatorios de que we are the ones and onlys, for ever and ever. Igualito que en Argo.