Thriller con venganza por mano propia La coproducción, con importante participación argentina, coescrita y dirigida por el cineasta argentino radicado en Francia, tiene como protagonista a Marie-Josée Croze, actriz que aquí parece la versión femenina de algún héroe de Jean-Pierre Melville. Hay una escena conmocionante en Otros silencios. Tiene lugar a unos diez minutos del comienzo y lo que sucede debe mantenerse en el más estricto secreto, ya que la conmoción que produce se basa en el efecto-sorpresa. Pero también en el verosímil que la película había construido hasta ese momento, presentando, en clave de drama intimista, a los miembros de una familia y los estrechos lazos afectivos entre ellos. En esos diez minutos (o más o menos; el crítico no los midió con cronómetro), esa afectividad se transmite al espectador, derivando, del compromiso compartido, el shock que la escena produce. Se trata de un compromiso no sólo afectivo sino de representación, planteada hasta allí en términos estrictamente realistas, con una puesta en escena tan cuidada como delicada. Pero a partir de esa escena se genera un quiebre, no sólo emocional y dramático, sino también de verosímil, derivando el film de allí en más al thriller narco-policial y la historia de venganza por mano propia. Es ese hiato y ese nuevo “contrato” dramático lo que Otros silencios no resuelve con acierto, disolviendo lo bueno que en aquel comienzo había sabido construir. Coproducción con importante participación argentina, Otros silencios fue coescrita y dirigida por Santiago Amigorena, argentino radicado en Francia desde hace casi cuarenta años, con participación en guiones de films ajenos y una serie de libros autobiográficos que ya lleva varios lustros de edición. De Amigorena se había presentado en Mar del Plata unos años atrás su ópera prima como realizador, Unos días en septiembre, que ya se jugaba a la hibridación de códigos y géneros, con resultados más ostentosamente fallidos que en este caso. La primera parte de Otros silencios transcurre en Canadá y está hablada en inglés. La protagonista es Marie-Josée Croze, actriz canadiense caracterizada por una sobriedad que pudo apreciarse tanto en Las invasiones bárbaras y La escafandra y la mariposa como en la más reciente La quise tanto, donde vivía una historia de amour fou con Daniel Auteuil. Aunque seguramente se la recordará más como la terrible asesina de Munich, ejecutada con un par de letales disparos en su más completa desnudez. Croze hace aquí de Marie, mujer-policía que tras superar el duelo y la depresión parte, arma en mano, hacia el más lejano sur. Más precisamente hacia la calle Suárez, en la Boca. Allí encuentra que al objeto de su búsqueda se lo acaban de llevar rumbo a la frontera argentino-boliviana, donde, por lo visto, un poderoso narcotraficante lo anda buscando, para algún ajuste de cuentas tal vez. Y Marie va tras él, en cochambrosos ómnibus locales, de los que circulan una sola vez por día. Con fotografía de Lucio Bonelli (uno de los más talentosos DF argentinos, desde Balnearios hasta La araña vampiro, pasando por Liverpool, Fase 7 y Todos tenemos un plan), Otros silencios no cede a la tarjeta postal de colores boquenses o rosadas montañas jujeñas. Aunque tampoco se priva de aprovechar esos paisajes con cierto grado de pintoresquismo primero, gran espectáculo después. Más endurecida que dura, hermética y con los dientes apretados por la misión que se propone cumplir a toda costa, Marie –capaz de dejar a un pesadito de medio pelo a los gritos por el piso, con las rodillas baleadas– parece la versión femenina de algún héroe de Jean-Pierre Melville (el Delon de El samurai, por qué no) o, tal vez, una réplica de la protagonista de Terminator 3. En términos de thriller, a partir del momento en que inicia el periplo, Otros silencios se limita a seguir la línea de puntos de la persecución, quedando a medio camino entre una parquedad de western, una tensión ausente, un desfile de personajes dramáticamente subdesarrollados (los de Ailín Salas y Martina Juncadella, sobre todo) y serios problemas de verosimilitud, que incluyen un infrecuente dominio del inglés por parte de muchos paisanos y la presencia de Ignacio Rogers como el sicario más emo del mundo.
Los riesgos de esconder un cadáver Una de las cuestiones que atraviesan el cine argentino reciente es el tema del género (del género cinematográfico, se entiende), con películas que lo abordan de modo clásico (Dos más dos, Masterplan) y otras que prefieren hibridarlo, cruzarlo, enrarecerlo (La araña vampiro, Los salvajes). Para su debut como realizador en el largometraje, Martín Salinas (que cuenta con amplia experiencia como guionista, en producciones mexicanas de primera línea) eligió ceñirse al modelo de la comedia negra, en la que –como en El tercer tiro, de Hitchcock– un grupo de personajes no muy presentables, aunque tampoco del todo antipáticos, intentan esconder un cadáver. Dos cadáveres, en este caso. Además de su experiencia previa como guionista, Salinas es autor del que posiblemente sea el mejor corto de la última edición de Historias breves, estrenada meses atrás. Se llamaba Bajo el cielo azul, transcurría –como Ni un hombre más– en medio de la selva misionera y narraba, con notable poder de síntesis y justísimas elipsis narrativas, una historia que empezaba siendo ingenua y terminaba siendo sórdida. Todo en unos 10 minutos. Que ya en la primera escena de Ni un hombre más, Valeria Bertuccelli (sin dudas, la comediante más dotada del cine argentino actual) muestre algunos titubeos, es un signo preocupante, que no hará más que confirmarse. La escena está bien presentada, entre otras cosas porque el guión de Ni un hombre más (que cuenta con asesoría de media docena de expertos) está mejor armado que la película en sí. Pareja como cualquier otra, Bertuccelli y Juan Minujín están en un auto, reciben un dinero, cruzan un par de diálogos algo indescifrables, de pronto se oyen unos golpes en el baúl y comienzan a dudar de si ir a ver qué pasa o no. Quien haya visto Buenos muchachos o alguna de Tarantino sabrá qué pasa. Con Bertuccelli varada en una hostería con ciertas pretensiones, Martín Piroyansky como chef y encargado, Luis Ziembrowski como policía que habla en guaraní, Emme como muñeca brava, un grupo de hermanitas de la caridad y el clásico botín-que-todos-se-disputan, el problema básico de Ni un hombre más es de timing. No necesariamente de velocidad: tal vez por su componente mortuorio, las comedias negras no requieren tanta rapidez como sus parientes cercanas. Pero sí requieren timing. Eso que hace que no haya un segundo de notas falsas en los diálogos, que los cadáveres aparezcan cuando tienen que aparecer (ni antes ni después), que las acciones se encabalguen antes de que el espectador tenga tiempo de pestañear. No es una química sencilla y, de Carlos Schlieper y Manuel Romero para acá, en el cine argentino no abundan los casos en los que ese reloj cómico funcione a tiempo. Esos segundos de ralentamiento permanente restan eficacia a Ni un hombre más. Sumado a que, a pesar de la abundante asesoría de guión, los personajes no llegan a estar del todo redondeados. O ser más o menos atractivos. O absolutamente repulsivos, que hubiera sido otra posibilidad.
Ensoñación para una profecía Basado en la novela homónima de Don DeLillo, el nuevo film del director de Crash especula y hasta teoriza acerca del carácter alucinadamente virtual, imaginario, del mundo contemporáneo. Y lo hace a través de un geniecito de Wall Street que vive arriba de su auto. “Tenías ojos celestes, nunca me lo dijiste”, le dice la esposa al protagonista, cuando le avisa que se quiere separar. Es, obviamente, un chiste diagonal que David Cronenberg le tira al espectador, teniendo en cuenta que el tipo no se saca los anteojos negros en toda la película. Pero es al mismo tiempo una clave de la clase de registro que el realizador de M. Butterfly suele trabajar, del que Cosmópolis representa un nuevo ejemplo consumado. Clave también, bajo el manto de una banalidad apenas simulada, de aquello de lo que el cine de Cronenberg habla. Está claro que en el marco de la realidad cotidiana no existe una sola mujer que no sepa de qué color son los ojos del marido. Pero Cosmópolis no transcurre en la realidad cotidiana, aunque lo aparente. Sobran ejemplos que demuestran que el viaje de Eric Packer tiene más de sueño que de realidad material, tal como la perciben los sentidos. De eso habla, especula y hasta teoriza Cosmópolis, basada en la novela homónima de Don DeLillo: del carácter alucinadamente virtual, imaginario, del mundo contemporáneo. Eric Packer no vive en la realidad, sino en la realidad de su auto. Su limusina, especialmente diseñada para cumplir todas las funciones posibles. Del acarreo a la sexualidad, pasando por el lounge, la sala de conferencias (sus asesores se reúnen con él allí), la deposición (el vehículo incluye un vertedero como de avión), el consultorio médico (Packer se hace un chequeo diario) y desde ya la conexión con el mundo (virtual) a través de todos los gadgets y pantallas líquidas posibles, que le permiten apostar al segundo a favor o en contra del yuan. Packer es un geniecito de Wall Street, uno de esos entrepreneurs semizombificados que son (o parecerían ser) dueños del mundo. “¿El presidente de qué?”, le pregunta a su jefe de seguridad, cuando éste le avisa que va a ser difícil cruzar toda Manhattan como él pretende, porque el presidente de la Nación está en la ciudad y la ciudad es un quilombo. Otro chiste indirecto, otro comentario sibilino. Habituado a tratar con presidentes de compañías, la pregunta de Packer tiene su lógica. Pero también puede entenderse, traduciéndola al porteño, como “¿De qué presidente me hablás?”. Los Packer del mundo están por encima del presidente de la Nación: el momento elegido para estrenar Cosmópolis en la Argentina la convierte, casi y como sin querer, en el más amargo comentario sobre la reelección de Obama. Genialidad de DeLillo, que Cronenberg hace suya, en Cosmópolis el poder presidencial y el empresarial circulan literalmente en paralelo, a través de Manhattan. Con la diferencia de que la limo de Packer está insonorizada, y cuando quiere puede apretar un botón y oscurecer las ventanillas, consumando el fuera del mundo absoluto en el que vive. Pero como el Facundo de Borges (el de Borges, no el de Sarmiento), Packer va en coche al muere. Y lo sabe. Es más: parecería desearlo. A partir de determinado momento ya no quedan dudas. Tal vez por saberse un condenado, quizá porque intuye que todo eso sólido es de cuarzo líquido, el hedonista absoluto termina comportándose como trágico. Trágico absurdo: Packer expone su vida... por un corte de pelo. Para eso viaja hasta su Itaca de la otra punta de Manhattan este Ulises de farsa: para cortarse el pelo con el peluquero que se lo cortaba de chico. Publicada antes de las sucesivas convulsiones del “cibercapitalismo” al que DeLillo supo darle nombre, Cosmópolis se interpretó como profecía. Si el autor la escribió antes de los sacudones del 2008 y 2011, Cronenberg la filmó al mismo tiempo que los “indignados” de Wall Street. Y reconvirtió velozmente esa realidad callejera en realidad de sueño, con activistas tirando ratas muertas sobre la gente, desfilando con roedores gigantes de cartón piedra o encajándole a Packer tremendo pastelazo de slapstick en la cara, como el anarco lúcido y ridículo que interpreta Mathieu Amalric. Como todos los films de Cronenberg, Cosmópolis se percibe como ensoñación. Ver el momento en que Packer aborda, de un salto, el taxi en el que justo viaja su esposa. Y la relación entre ambos: al comienzo no se entiende si son compañeros de oficina, competidores de finanzas o amantes ocasionales. Ver la visita del médico, exploración prostática incluida. Esas mutaciones físicas, como la matriz de Geneviève Bujold en Pacto de amor: aquí, la “próstata asimétrica” (¿?) del protagonista. Esas armas inauditas, que recuerdan a las de Videodrome. Esos rostros-máscara, como el del hombre cuya cicatriz parece heredar la de Ed Harris en Una historia violenta. Ensoñación que es también una mascarada, poblada de esfinges. Esfinge mayor, el rostro lívido, mandibular y hermético de Robert Pattinson hace juego con el James Spader de Crash, el Jude Law de ExistenZ, el Ralph Fiennes de Spider y el Viggo Mortensen de Promesas del Este, confirmando a Cronenberg como intuitivo genial de las matemáticas del casting.
De eso no se habla Como si fuera un Apocalypse Now! en versión documental, Sibila narra el largo y accidentado viaje de la narradora hacia el personaje que la desvela, presente recién en el último tramo. “Tú lo que quieres es que yo pida perdón, que me arrepienta, ¿no?”, reacciona Sybila Arredondo, con una suerte de furia helada, ante su sobrina Teresa, cuando ésta le pregunta si sabe qué la llevó a filmar esta película. Teresa Arredondo tenía siete años y vivía en Chile, cuando sus padres se enteraron de que la tía Sybila había sido capturada en Perú, como miembro de Sendero Luminoso. Quince años más tarde, la tía salió de prisión y una Teresa ya veinteañera empezó a sentir necesidad de llenar ese agujero familiar, producido por el silenciamiento del tema por parte de sus padres. El resultado de esa búsqueda es Sibila, ganadora de la competencia de Derechos Humanos en la última edición del Bafici y presentada, a partir de ese momento, en una enorme cantidad de festivales internacionales. Buscar el esqueleto en el armario familiar parecería ser ya una corriente en curso del documentalismo latinoamericano, según hacen pensar películas como Familia tipo (2009), donde la argentina Cecilia Priego descubría la vida paralela que su padre llevó desde antes de su nacimiento, y Cuchillo de palo (2010), donde la realizadora paraguaya Renate Costa rastreaba la historia de un tío homosexual, condenado al olvido por el resto de la familia. Que en todos los casos hayan sido cineastas mujeres las que emprendieron la investigación es un detalle del que convendría tomar nota. Como si se tratara de un Apocalypse Now! en versión documental, Sibila narra el largo y accidentado viaje de la narradora hacia el personaje que la desvela. Personaje casi más grande que la vida misma que, como allí, se hace presente recién en el último tramo de película. “¿Por qué en casa no se hablaba de Sybila?”, pregunta Teresa Arredondo a su madre. Visiblemente incómoda, la señora esboza alguna razón, excusa o justificación, hasta terminar reconociendo que fue el hecho de que la tía fuera militante de Sendero lo que llevó a clausurar su nombre en casa. “Dicen que esta canción hizo que Sybila se enamorara instantáneamente de Arguedas”, recuerda Teresa, mientras en off se oye una canción en quechua. A mediados de los ’60, Sybila (un misterio, la doble grafía del nombre) viajó a Perú, donde conoció al escritor José María Arguedas, toda una eminencia de la literatura latinoamericana. Arguedas terminaría suicidándose en Huancayo, dos años después de casarse con ella. Durante casi una hora de metraje, Sybila es un fantasma. Una figura condenada por algunos e inextricable para otros, que –como Kurtz– deja ver su sombra en fotos, recortes de diarios, cartas enviadas desde prisión (la hija conserva una, escrita en... papel higiénico), cartas que le envío su madre poeta –la figura que menos parece haberla cuestionado– y, sobre todo, la evocación de sus hijos y de los representantes de ambas ramas familiares de la realizadora, la paterna y la materna. Tía por parte de padre, es lógico que esa rama de la familia comprenda o intente comprender más que la otra a la ex militante senderista, incluso en términos políticos. “¿Qué es un crimen, así, despojado de contexto?”, pregunta, desafiante, el padre de la realizadora, inaugurando una línea de argumentación que la propia Sybila desarrolla en la parte final. Al interior de la rama materna, las cosas se vivieron de manera bien distinta. El abuelo de Teresa, dueño de una importante papelera, dice haber vivido aterrado en los años ’70 y ’80, ante los “tributos revolucionarios” que los militantes de Sendero venían a percibir pistola en mano. “¡Já, terroristas!”, se ríe frente al televisor una Sybila de largo cabello blanco en su casa de Francia, en el último tramo del film. Allí, en Francia, buscó refugio tras ser liberada en 2002. El que menciona la palabra “terrorismo”, en un DVD aportado por la realizadora, es Alan García, en un noticiero de los ’90. “¿Cómo le llamarías entonces a lo que sucedió?”, pregunta no sin cierta timidez Teresa Arredondo, intimidada tal vez por la rotunda figura que tiene frente a sí. “¿De qué víctimas me hablas?”, reacciona Sybila, ya algo tensa. “Víctimas son los que sobrevivieron”, afirma. “Víctimas son los pobres, los que no tienen para comer, los que viven, aún hoy, en condiciones miserables.” Los juicios sumarios a los que Sendero sometió a presuntos soplones en la zona de Ayacucho, las condenas express, las sangrientas ejecuciones ejemplarizadoras –de las que existen abundantes pruebas testimoniales– no son parte del discurso de Sybila. Teresa Arredondo opta por no perforar ese agujero negro del relato de la tía.
Demagogia a la moda Estrenada aquí cuatro años atrás, Caramel, debut como realizadora y coguionista de la también actriz Nadine Labaki, era una película claramente de fórmula, que la directora libanesa (dueña de una belleza espectacular, lo cual no viene al caso pero salta a la vista) salvaba tanto por su fluidez y ligereza narrativas como por el sincero interés que parecían despertar sus personajes. Todo eso desaparece en ¿Y ahora dónde vamos?, que el año pasado estuvo en la sección Un Certain Regard de Cannes, ganó el Premio del Público en Toronto y fue seleccionada por su país para competir por el Oscar, aunque no llegó a hacerlo. Aquí todo es no sólo calculado sino grueso, obvio, escandalosamente previsible. Caramel pintaba el pequeño microcosmos femenino de una peluquería de Beirut, y ese carácter menor, casi doméstico, la ayudaba. No sucede lo mismo en ¿Y ahora dónde vamos?, jugada a la más elemental alegoría política y de género. En tanto fábula, se justifica que no haya mayores precisiones de tiempo y espacio. La acción transcurre en una aldea alejada, en un tiempo en el que, pasando los límites de la aldea, cristianos y musulmanes se masacran sin piedad. Si eso no sucede aún en el poblado, donde vecinos de ambas confesiones conviven sin problemas –tanto como el cura y el imán–, es básicamente por obra de las mujeres, a las que pequeñas argucias permiten mantener el lugar en una suerte de fuera-del-mundo. Tanto cristianas como musulmanas, las damas del pueblo sabotean la radio del pueblo y destruyen la emisora de TV, de tal manera que las noticias no lleguen hasta allí (discutible política del avestruz, por otra parte). Hasta que un día el viento quiebra la cruz de la iglesia, unas cabras “profanan” la mezquita y se arma, finalmente, la de San Quintín. Planteada como comedia dramática política-musical, ¿Y ahora dónde vamos? fija su registro en la escena inicial. Las mujeres, todas de luto por sus hijos muertos o desaparecidos, entonan un lamento, hasta que de a poquito comienzan a bambolearse a su ritmo. Hasta ahí, todo bien: es éticamente sano y estéticamente productivo ir en contra de lo que, se supone, el sentido común impone. Pero hasta allí llegan los méritos del opus 2 de Labaki: de ahí en más, todo está puesto en función del mensaje. Mensaje bien subrayado y bien à la page, según el cual los hombres sólo sirven para asesinarse entre sí, y las únicas que pueden impedirlo son las bravas, generosas y altruistas señoras, capaces de hacer convivir amores y servicios comunitarios. Entre comidas y canciones, a las damas (la propia Labaki y alguna otra actriz profesional comparten cartel con un montón de amateurs) se les ocurre primero importar a unas bailarinas ucranianas con poca ropa para distraer a las bestias de sus novios y maridos, y más tarde probarán suerte con unas buenas tortas de hashish, cuestión de dejarlos fuera de juego. En el medio no hay nada: ni personajes, ni historia ni ilación. Nada que se salga de la demagogia, la simplonería, la búsqueda de consenso a cualquier precio.
En campaña para levantarla en pala La comedia dirigida por Jay Roach apunta sobre el rastrerismo de la clase política estadounidense y la idiotez de cierto americano medio, pero se va desinflando por el camino, hasta cerrar con uno de los finales más concesivos de que se tenga memoria. “Acordate de decir que tus pilares son América, Jesús y la libertad”, le apunta su asesor al candidato a congresista Cam Brady, antes de uno de sus discursos de campaña. “Sí, ya sé”, contesta Brady. “No tengo la más puta idea de lo que quiere decir, pero funciona.” Nada más oportuno que una película sobre dos candidatos que se arrancan las tripas justo en este momento, en que dos candidatos hacen algo parecido. Y nada más alentador y revulsivo que uno de los candidatos de Locos por los votos sea un hijo de puta absoluto. Y el otro, un nabo de colección. Todo lo cual convierte a este duelo de titanes (Will Ferrell vs. Zach Galifianakis) no sólo en una película valiosa por tratarse de quienes se trata, sino mucho más jugada políticamente que, por ejemplo, El dictador, de Sacha Baron-Cohen, cuyo villano respondía a todas las ideas preformateadas que de un dictador musulmán puede tener un espectador occidental medio. Pero como no todo es perfecto, Locos por los votos, que empieza siendo sucia y jodida, se va desinflando por el camino, hasta cerrar con uno de los finales más ridículamente concesivos de que se tenga memoria. Final que ni siquiera está sobrerridiculizado, de modo de volverse autoparódico. Congresista republicano durante cuatro períodos por el Estado de Carolina del Norte, Brady (Will Ferrell, que alguna vez hizo una famosa imitación de Bush) tiene a los votantes tan en el bolsillo que puede convencerlos de que el chanchísimo mensaje sexual que dejó por error en el contestador de una familia cristiana-integrista (suponiendo que se trataba del teléfono de una de sus amantes) es apenas un ligero desliz, y seguir en carrera como si nada. Pero hay dos tipos a los que Brady, por corrupto e inescrupuloso que sea, no les ofrece las garantías que necesitan. Son los hermanos Motch (referencia a unos hermanos Koch, industriales de ultraderecha), dos recontramillonarios, con un proyecto digno del zar de la moda que el propio Ferrell encarnaba en Zoolander. No conformes con levantarla a paladas explotando trabajadores esclavos de la lejana China, quieren venderle directamente Carolina del Norte al gigante asiático, para que pueda trabajarse allí a “tasas chinas” (tasas en el sentido de sueldos, claro). Para eso necesitan un pelele total: hora de que Zach Galifianakis haga su aparición. Producida, entre otros, por los propios Ferrell y Galifianakis (además de Adam McKay, “cumpa” de Ferrell de toda la vida), los blancos sobre los que apunta Locos por los votos son los correctos: el rastrerismo de la política estadounidense, el capitalismo ya loco de tan salvaje, el modo en que el capital maneja a la política, la idiotez de cierto americano medio (representado por Marty y su familia) y lo profundamente desagradable de todo ello. Durante su primera mitad, Locos por los votos es tan gruesa y chocante como debe ser. Y muuuy graciosa. La increíble “compañía turística” que maneja Marty, la pelea a brazo partido para ver qué candidato llega primero a besar a un bebé, la mucama china a la que el papá sureño de Marty (el gran Brian Cox) obliga a hablar como negra, la campaña de Brady dirigida a demostrar que su rival sería “un agente islámico encubierto”, un chiste genial sobre el perrito de El artista o la reconversión express a la que el asesor de imagen contratado por los Motch (John Lithgow y Dan Aykroyd siempre suman) somete al pobre Marty, su casa y su familia, dan lugar a gags a la altura de la trayectoria (como cómico y motor creativo) de Ferrell. Pero entre que a Jay Roach (director de las series Austin Powers y La familia de mi novia) parece darle todo lo mismo y que los guionistas parecen conformarse con gags cada vez más espaciados, en lugar de seguir con el acelerador a fondo en la línea en la que venían, la cosa se va desarmando. Hasta llegar a un final que es directamente una traición a mano armada a la película, al espectador y a sí mismos. Con lo cual todos los participantes terminan comportándose igual que esos políticos que, se suponía, habían venido a destripar.
El escritor que encontró una buena historia “¿Le pediste un autógrafo?”, carga el sheriff al alguacil, en referencia a Ellison Oswalt, escritor de novelas de crímenes no muy amado por la policía. Es que las novelas de Oswalt se basan en casos reales y a la policía no le cae simpático que el tipo ande reabriendo causas cerradas. Justamente por esa persecuta Oswalt acaba de mudarse, junto con su esposa e hijos, a un tranquilo paraje rural, alejado de todo, aprovechando de paso para ver si puede escribir un nuevo libro que lo rescate del receso que lo preocupa. Ahí es donde una cosa se choca con la otra, porque normalmente Ellison trabaja, por razones de practicidad, cerca del lugar del crimen. “Supongo que esta vez no nos habremos mudado a la casa de al lado, ¿no?”, pregunta Tracy, su esposa. “Por supuesto que no”, la tranquiliza Ellison. Es verdad: no se mudaron a la casa de al lado, sino a la propia casa donde tiempo atrás todos los miembros de una familia se colgaron (o los colgaron) de un árbol. El árbol que puede verse desde la ventana del estudio de Ellison. Historia de una obsesión que es también una de crimen y castigo, Ellison (Ethan Hawke, con barbita candado) descubre, en el ático de la casa, unas películas en Super 8 filmadas a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años y etiquetadas con nombres de típicas películas caseras. “Hora de dormir”, “Parrillada”, “Corte de césped” y así. Al ponerlas en el proyector descubre que esos títulos tan domésticos resultan ligeramente irónicos. La hora de dormir consiste en el degüello de una familia durante el sueño; la parrillada, en la incineración de otra dentro de un auto y en el corte de césped la máquina no se usa precisamente para el pasto. En todos los casos, las víctimas son familias enteras. Bah, no enteras en verdad: en todos los casos uno de los hijos desapareció. Boccato di cardinale para un escritor, obsesivo como todos sus colegas. Rompecabezas mórbido que Ellison armará pausadamente, descubriendo una línea que une todos esos crímenes. Línea que lleva, claro, hasta los Oswalt. Allí la ambición ciega al escritor, que no duda en poner a quienes ama como posibles protagonistas de una nueva home movie. Realizador de la sobrevalorada El exorcismo de Emily Rose y la inane remake de El día que paralizaron la Tierra, Scott Derrickson dirige Sinister con el mismo tempo pausado, fluida puesta en escena e imágenes despejadas de las anteriores. Ese cuidado y elegancia dan a Sinister, tanto como aquéllas, un aire de qualité. Como si se tratara de películas que están “por encima” de la cosa berreta con que suele asociarse el género. Claro que a la hora del susto a Derrickson no le tiemblan la mano ni el oído, elevando decibeles como el mejor, en el momento en que aparece el espantajo. Trátese de un asesino, un asesinato o una figura demoníaca. Todo se mantiene dentro de un tono absolutamente realista, drama familiar incluido, hasta que al guionista (que no es Derrickson) se le ocurre meter un personaje sobrenatural, y listo. Se trataría de un tal Bughull, dios pagano de la zona de la Mesopotamia arábiga, especializado en devorar almas de niños. Allí, todo el aire de seriedad que la película venía tratando de mantener (con un alguacil cholulo como muy buen comic relief, debe aclararse) se va al reverendo... Bughull.
Zombies en un país demasiado conocido Las peripecias de un chico que ve fantasmas por todas partes sirve para que el mismo estudio que produjo Coraline entregue una certera visión de ciertas manías estadounidenses, de ayer y de hoy. Atención: los más pequeños deben abstenerse. Pálido dueño de una expresión alarmada, Norman Babcock tiene los pelos parados, como si un susto lo hubiera dejado así para siempre. En algún punto fue así: como cierto famoso antecesor, Norman ve gente muerta. Algo que un poco lo aterra y otro poco lo fascina, como lo testimonia su habitación de preadolescente, llena de veladores que reproducen cabezas de zombies con el cerebro a la vista, afiches de películas de horror y mucha memorabilia por el estilo. Esa fijación, sumada a que Norman dice hablar diariamente con su abuela muerta, o cuenta que acaba de ser atacado por un árbol en un bosque fantasma, hace de él un chico raro, un freakito, un solitario al que los matones del cole patotean, de quien los padres se avergüenzan y a quien la comunidad margina. Círculo vicioso: es de esa incomprensión social, de esa crasa intolerancia que Norman huye a diario, por vía de la imaginación. Imaginación o don, vaya a saber. Norman es habitante de la más famosa Salem, el pueblo de Blithe Hollow, Massachussetts, que tiene su historia. A fines del siglo XVII allí fue quemada una bruja. O la mujer a quienes los pobladores consideraron bruja. Como es común en Estados Unidos, Blithe Hollow hace de esa historia negra un show y una atracción turística: a poco de cumplirse 300 años de la quema de Agatha (sí, la bruja se llama igual que la de La pequeña Lulú) y mientras se organizan una serie de actos conmemorativos, cierto tío loco pone en manos de Norman un legado pesado: proteger la ciudad de la maldición de la bruja, cuyo espíritu no murió en la hoguera. Al mismo tiempo y como impulsados por una tormenta que no parece de este mundo, media docena de verdosos muertos salen de sus tumbas, viniendo hacia Norman entre bamboleos, lenguas pastosas y mandíbulas partidas. Hay una secreta relación entre esos zombies y Agatha. Relación que Norman terminará develando, torciendo así para siempre la historia oficial que Blithe Hollow se vendió a sí misma. La fábula del chico marginado que termina convertido en héroe de la comunidad no es precisamente nueva, no sólo en el cine de animación (Babe 2, Chicken Little, Happy Feet), sino en el cine a secas, pudiendo hallarse su matriz en clásicos como La diligencia. Que el mejor amigo de Norman sea el obeso Neil reproduce una asociación de segregados muy propia del cine de la época, rastreable incluso en Frankenweenie, la nueva de Tim Burton, que se estrena la semana próxima. De raíz fordiana es también la idea de una comunidad construida sobre un secreto culpable. Ver Un tiro en la noche, pero también sus sucedáneas La niebla, de John Carpenter, Cementerio de animales y Texasville, de Peter Bogdanovich. Más allá de esa media docena de zombies tan graciosos (por pavotes) como los que llenan películas y series recientes, lo más interesante de ParaNorman, lo más agudo y acuciante es la visión que la película echa sobre los Estados Unidos. Sobre los Estados Unidos puritanos de ayer, capaces de mandar a la hoguera a una inocente (aunque eso es tan viejo como La letra escarlata) y, sobre todo, los de hoy. Basta que aparezcan los zombies para que la comunidad entera se comporte como turba asesina (si se quiere seguir vinculando presente y pasado cinematográfico, los linchadores de Conciencias muertas, 1943, anticipan a estos otros). La profesora de teatro del cole, convertida en Pasionaria del exterminio, llama a no dejar vivo a un solo zombie (aunque en verdad es difícil dejar del todo vivo a un zombie). Bastaría reemplazar muertos vivos por comunistas de la Guerra Fría o árabes de hoy, para tener una radiografía de cómo funciona la América puritana cuando pierde los estribos. Pero la visión crítica de ParaNorman, producida por los estudios Laika (responsables de la magnífica Coraline), no se detiene en el bosque. También ve los árboles. Prestar atención al muy representativo núcleo familiar: los padres de Norman (cuadradón él, semiausente ella), su hermana (la típica descerebrada que sólo piensa en eso) y el hermano de Neil, un anabolizado que, cuando tiene dos libros pesados en la mano, no sabe usarlos como otra cosa que como pesas para entrenar. Y que, dicho sea de paso, guarda una divertidísima (y bastante lógica) sorpresa final. La escena en la que el grupo protagónico va a parar a una biblioteca, y salvo Norman no saben qué hacer en esa terra incognita, es propia de un país que alguna vez tuvo un presidente que confesó haber leído sólo historietas en su vida. Un par de aclaraciones finales. Lamentablemente, ParaNorman se estrena en Argentina sólo en copias dobladas. Por otra parte, los papás deberán tener en cuenta que más de una escena puede asustar a los más pequeños. De hecho, la película sale calificada como Sólo Apta para Mayores de 13 años.
Suma de torpezas y pasos en falso Opera prima de Marcela Balza, Las mujeres llegan tarde es una de esas películas en las que por una suma de torpezas, decisiones erróneas y pasos en falso, todo suena forzado, fuera de lugar, inverosímil. No se trata precisamente de que no se haya contado con los recursos necesarios, dicho esto en sentido técnico y humano. El elenco es tan grande, tan lleno de nombres que actores como Guillermo Pfening, Mike Amigorena y Martina Gusmán aparecen en una única escena. Lo mismo para los rubros técnicos, cubiertos por profesionales de primera. El tema es que la película que los contiene no sabe usarlos, sacarles el jugo, canalizarlos. Un electricista de a bordo llamado Miguel (Rafael Spregelburd) baja a tierra en el puerto de Buenos Aires, en un casino clandestino conoce a una mujer llamada Gabriela (Andrea Pietra, la presencia más convincente de la película) y más tarde la reencuentra en un piringundín, donde trabaja como copera o algo más. De pronto llueven dólares. No sólo porque el número sugerido por Gabriela sale ganador, sino porque de inmediato la mujer abre la caja fuerte del boliche, llena un bolso con fajos de a 100, se lo entrega al electricista y le indica dónde van a encontrarse una semana más tarde. Ella toma todas las decisiones, él se dirige como un autómata hasta un hotelito de Cañuelas, postergando el casamiento que lo trajo a tierra. El hotel está en bancarrota. Y ahí viene el forastero, cargado de Franklins. Bastará que la hija de la dueña revuelva un poco entre sus cosas para que ella y su madre terminen convertidas en variante bonaerense de Las diabólicas. Así como trastabilla para definir tiempos y espacios, Las mujeres... tampoco llega a establecer un tono, pasando del letargo provinciano al cine negro (y de allí, in extremis, a la tragedia griega), definiendo confusamente a sus personajes y quedando atrapada en convenciones de telenovela. Como cuando a Gabriela, caída en el hotel, le basta pispear un poco para descubrir secretos tremendos. Y si no, viene Marilú Marini (la dueña) y le confiesa todo, casi sin que la otra pregunte. De pronto aparece Mike Amigorena, con camisa blanca y chalequito gris, y resulta ser un cura. Cuando la película está terminando se adivina la presencia de Martina Gusmán, haciendo un papelito que podría haber hecho cualquier desconocida. En el hotel hay un monito, no se sabe bien por qué, y una tía reblandecida que dice que los gnomos la hacían perder plata.
Cuando la utopía es una perdición “Tengo que entregar esta cédula”, le explica Eloy a la señora, junto al féretro que ocupa el centro de la sala. “Pero el señor...”, titubea la mujer, señalando el cadáver con la cabeza. “Sí, entiendo”, insiste Eloy, muy serio. “Pero esta cédula está dirigida al señor y tengo que dejársela, porque si no me sancionan.” En un momento Eloy parece reconocer lo absurdo de la situación y se va, mochila al hombro. Antes de llegar a la puerta se arrepiente, vuelve sobre sus pasos, dobla la cédula en cuatro y la deja sobre el cadáver, a la altura del pecho. Luego huye, ante las miradas extrañadas de los deudos. Un poco por lógica burocrática y otro poco por pura obsesividad, Eloy parecería querer convertirse en el campeón mundial de la notificación. Trabaja a destajo, se impone cifras de entrega que cumple implacablemente, no tiene días ni horarios, pasa noches en vela. Hasta que le surge un competidor y decide intensificar todo ello. Como si quisiera reventar de notificaciones. Hijo de Tomás Eloy Martínez, además de llamarse igual que el protagonista, Blas Eloy Martínez trabajó casi diez años como notificador judicial, confesando haberse sentido tan atrapado en esa máquina que no pudo dejarla, sino huir de ella. Después hizo de todo: se licenció en Ciencias Políticas, fue consultor de la OEA, trabajó en Página/12, estudió cine en la FUC, se desempeñó como productor, guionista y director de cortos y programas televisivos y hasta dirigió, antes de éste, un largometraje (La oficina, 2005) que no llegó a estrenarse. Llena no sólo de sus experiencias personales sino sobre todo de las vivencias más viscerales, El notificador es una película exasperante, desesperante, agobiante. También, por suerte, graciosa y hasta divertida, en el sentido más soterrado, triste y retorcido del término. Pálido, reconcentrado, frecuentemente transpirado, como todo mártir Eloy (Ignacio Toselli) es un solitario. Como todo mártir y como todo cruzado. Llega al juzgado a primera hora, intercambia un saludo al paso con quien se le cruce y, sin mediar palabra, recoge el pilón de notificaciones que una compañera deposita mecánicamente sobre un mostrador. Unas cien por día, promedio. Notificaciones de desalojos, de sucesiones, de demandas o denuncias. Y parte a cumplir con su misión, armado de su mochila. No importa si se trata de la evicción de una familia paupérrima, la firma de una mujer a la que el desalojo le hizo perder la cabeza (una descompuesta Edda Díaz) o el muerto aquél, que vaya a saber qué deuda de ultratumba deberá pagar. Cuando Eloy llega a su casa, su mujer (Guadalupe Docampo) está dormida. No hace nada para despertarla. Antes bien, enfurecerla. Como el día en que la deja encerrada sin querer y después descubre que las llaves quedaron en su amada mochila, cuando la gitana a la que fue a entregar una denuncia lo amenazó con una maldición, a menos que le entregara todo. Entre gris y amarronada, El notificador está amenazada por los cuatro costados. Amenazada de autoindulgencia y/o autopunición, por los componentes autobiográficos que la sustentan (aunque Martínez aclaró, en una entrevista publicada en este diario, que él y el otro Eloy no se parecen tanto). Amenazada de esa forma ruin del costumbrismo que es el miserabilismo, celebración y delectación del pobre tipo, desde un lugar de superioridad. Por momentos algunos de esos fantasmas amagan tomar cuerpo. Pero Martínez, autor del guión junto a su esposa Cecilia Priego (realizadora del excelente documental Familia tipo), logra atravesar esos ripios, apelando a lo que podría llamarse “empatía crítica” con el protagonista. Tal vez el haber sido y ya no ser le permita a Martínez advertir la bomba que el héroe lleva dentro, señalarla y ayudarlo a desactivarla. Aunque es verdad que el desenlace, casi mágico, no es uno de los puntos fuertes de la película. Sí lo es el elenco, homogéneo y dirigido sabiendo a dónde: a una suerte de tragedia en sordina, de comedia apagada, de deterioro en crescendo, de Kafka realista. Lo de Ignacio Toselli –que ya se destacaba, contra viento y marea, en esa reina de la sordidez que fue Buena Vida Delivery– es un tour de force al que no se le siente el esfuerzo. Sí, la angustia, la corrosión, la creciente desesperación, la suma de pasos errados, intentando alcanzar una utopía que es su perdición.