No hay mejor fuga que escapar hacia adelante Sumamente valorada, a este crítico Looper le parece un híbrido derivativo, pensado y armado de a pedazos no del todo congruentes. Escrita y dirigida por el igualmente estimado –igualmente sobrevalorado, según quien escribe– Rian Johnson (Maryland, 1973), esta historia de viajes en el tiempo es (o quiere ser, o le sale ser) trágica, autoparódica, negra, pop, clásica, melodramática-familiar, lúdica, solemne, caricaturesca, realista, despiadada, sensiblera, de culto y para todo público. Sería estimable si fuera todo eso junto y a la vez, y no sucesivo y desmembrado. Aunque hay quienes sostienen lo contrario. Así que el crítico se reserva el margen de autosospecha de rigor. Tal vez cuando la vio estaba en un mal día, cruzado, malhumorado y enroscado. O el día era bueno y la película no. Como saben disc-jockeys y hermeneutas del tecno, un loop es un bucle. Por eso a los protagonistas de esta película se los llama loopers. Fríos asesinos profesionales, a mediados del siglo XXI matan por contrato, viajando hacia atrás en el tiempo y volviendo luego al futuro. El sistema funciona: nada más difícil que atrapar a quien, cuando la policía se pone a investigar, ya está treinta años adelante. Aunque no funciona tanto para los propios loopers, cuya vida útil es más breve que la de una top model: llegado un punto, otro looper los asesina. Cuestión de borrar información comprometedora. Hasta puede suceder que el que venga a matar a un looper sea él mismo en el futuro, paradoja ficcional-temporal propia del subgénero “viajes en el tiempo”. Que le pregunten si no a Terminator por John Connor. Sí, claro, Terminator es uno de los fantasmas que la película de Rian Johnson no puede (o no sabe, o no quiere) ahuyentar. Así como también Niños del hombre (en ambos casos, por la idea de asesinar y/o salvar a un salvador y/o asesino del futuro) y, tal vez, Un mundo perfecto, por la relación padre-hijo entre un niño desvalido y un asesino protector. O lo contrario. Una película llamada Brick convirtió a Rian Johnson, a mediados de la década pasada, en wonder boy instantáneo. El crítico no vio esa pero sí la siguiente, The Brothers Bloom, editada aquí en DVD con el título Los estafadores. Le pareció un híbrido pop sub-wesandersoniano, mezcla de La vuelta al mundo en 80 días, de Michael Anderson, con La vuelta al día en 80 mundos, de Cortázar. El cruce de dandysmo y melancolía reaparece aquí. Ver, por un lado, el gesto pop de convertir al Joe de Joseph Gordon Levitt en un viñeta de comic, con prótesis nasal digna de Nicole Kidman en Las horas, jopo engominado y semisonrisa cool y ladeada. Pronto se comprende que, por razones argumentales, el muchacho está practicando una imitación de Bruce Willis, que durante la primera mitad de la película se mantiene ausente. Como castigo por un grave descuido, el despiadado jefe de los loopers (Jeff Daniels, en plan mafioso) encarga al protagonista una misión final. Allí, Joe joven y Joe viejo se verán las caras, comenzando una doble persecución que insume el resto de la película. Truéquese a la Linda Hamilton de Terminator por una Emily Blunt de reflejos rubios, a John Connor por un chico llamado Cid y a Schwarzenegger por Bruce Willis y se obtendrá lo que falta.
Un robocop suelto en un nido de narcos La cuestionable ideología que representa el (anti)héroe, que al comienzo y al final aclara que el único orden posible es el que impone la policía, queda salvada al mostrárselo como robot humano, una máquina sin razón, moral o sentimiento. El cine de acción parece haber descubierto el valor de los edificios como espacio dramático. En Attack the Block, lanzada meses atrás en DVD con el título Ataque extraterrestre, el monoblock donde vivían los protagonistas, pandilla adolescente marginalizada, era invadido por unos monstruos peludos, caídos desde algún rincón del espacio. En The Raid: Redemption, editada el mes pasado como La redada, la policía indonesa tomaba a sangre, fuego y patada limpia el edificio-cuartel general de un temible mafioso. Ahora sucede algo semejante en Dredd 3D. Como la anterior, la película casi entera –basada en la historieta británica Judge Dredd, que a mediados de los ’90 inspiró la muy poco inspirada película homónima, protagonizada por Stallone– transcurre en una torre cerrada, donde maquinales policías del futuro y narcos despiadados libran su guerra a muerte. Con la diferencia de que ésta tiene 200 pisos, un centro de control inteligente y a partir de determinado momento queda literalmente clausurada, cuando los anfitriones bajan las cortinas metálicas y la convierten en cárcel hermética, de la cual no parece haber escapatoria. Como saben quienes hayan leído la historieta, en el futuro de Dredd a los policías se los llama “jueces”. Condensación de una sociedad que no guarda mucho respeto por la división de poderes, los tipos, motoqueros de casco y armadura, reúnen la potestad de juzgar, sentenciar y castigar, incluyendo la condena a muerte y ejecución express. Recurriendo a un tropo característico del policial, su superior le pide al experimentado juez Dredd (el neocelandés Kart Urban, de cuyo rostro el casco deja sólo a la vista la punta de la nariz y la boca) que salga de patrulla con la novata Cassandra Anderson (Olivia Thirlby, conocida por La doble vida de Juno y la serie de HBO Bored to Death). La chica no tiene ninguna experiencia ni otra condición a la vista. Lo único que parece tener es mucho miedo. Sin embargo, cuenta con una dote que no cualquiera: puede leer la mente de quien sea, como si fuera transparente. Investigando un triple crimen, la blindada pareja irá a parar, como hormigas en un nido de arañas, al rascacielos en el que reina Ma-Ma (la bella Lena Headey, transfigurada y con terrible costurón en la mejilla derecha). Líder de una banda de narcotraficantes, a la hora de matar a alguien Ma-Ma manda despellejarlo primero y tirarlo después desde el piso 200. No sólo eso. Antes de tirarlo, le da una pipa llena de la droga que comercializa, llamada Slo-Mo (abreviatura de slow motion). El efecto de la droga es el que su nombre indica: el que la toma experimenta todo como si fuera mil veces más lento. Caídas al vacío incluidas, claro. Con Dredd y Anderson adentro del edificio, Ma-Ma baja las cortinas y promete un premio para quien se los entregue. Sobre guión de Alex Garland (autor de la novela La playa y del guión de Exterminio), el esquema dramático de Dredd 3D se reduce a eso: la batalla –hecha de tiros y crueldad, pero también de materia gris– del par de hormigas contra el ejército de arañas. Una concisión dramática que se corresponde con la parquedad del héroe, robocop que después de tirar a alguien por el balcón dice “yeah”. También resulta pertinente el diseño visual: a diferencia de la corriente mayoritaria, aquí el 3D del título sirve para algo. Para trabajar los diferentes planos del encuadre, por ejemplo, con variedad de superficies traslúcidas, reflejos y objetos en primer plano. Para darle volumen al scope, con estallidos de cristales y lluvia en copos. Todo ello en ralenti, claro, que para eso sirve el Slo-Mo. De “irrealismo sucio” podría calificarse el planteo visual de Anthony Dod Mantle (brazo derecho de Danny Boyle, desde Exterminio en adelante), consistente en saturar colores (con predominancia de verdes apagados, rojos bermellón y el dorado de los disparos), para luego pasar sobre ellos un barniz turbio, expresión de ese futuro de metal herrumbrado. La película del muy ecléctico Pete Travis (dirigió el drama político irlandés Omagh, el thriller político Puntos de vista y el drama políticamente correcto Endgame) combina la ultradigitalización con un gore que es más visual que visceral. La pátina digital hace que primeros planos de una mejilla estallando en ralenti, una cabeza aplastándose contra el piso o los frecuentes baldazos de sangre parezcan más de videoarte que verdadera violencia física. La cuestionable ideología que representa el (anti)héroe (que al comienzo y al final aclara, en off, que el único orden posible es el que impone la policía) queda salvada al mostrárselo como robot humano, una máquina sin razón, moral o sentimiento.
Los trabajos y los días de un viejo pescador En su anterior documental, Vida en Falcon (2005), Jorge Gaggero, realizador de Cama adentro, filmaba a dos marginales que eran, a la vez, dos personajes (dicho esto tanto en sentido dramático como coloquial). En los antípodas del enfoque sociológico tradicional, Gaggero celebraba implícitamente la libertad de unos tipos que de algún modo habían elegido vivir en la calle, haciendo de un auto destartalado su casa. Siete años más tarde, el realizador, autor de uno de los cortos destacados de las primeras Historias breves (Ojos de fuego, el del pibe pirómano de villa), vuelve a filmar a otro sujeto que vive al margen de la civilización. La diferencia es que mientras Orlando y Luis eran dos personajones, rodeados de seres igualmente exuberantes, Juan de Dios Manuel Montenegro es un ermitaño hosco, hermético, de escaso relieve. O tal vez es que esta vez Gaggero no pudo hallarlo o dárselo. Viejo pescador de algún rincón del Litoral, Montenegro sostiene que tiene “muchas amistades, pero amigos no”. A esta altura del partido no parece que los vaya a tener. Sin abusar del esfuerzo (“de laburo sé todo; que lo quiera hacer es otra cosa”), Montenegro vive en una tapera casi tan caótica como la de los protagonistas de Bonanza, en compañía de unos perros y saliendo todos los días en un bote prestado, a tirar la red en las inmediaciones. “Con esto tengo para toda la semana”, celebra como para sí mismo el día que saca un pez de buen porte. El que le presta el bote es un vecino, César, que tiene unos chanchos y cría abejas. Montenegro suele prepararle la cena, en compensación por el préstamo, pero un día tienen una disputa y César no aparece más. “¡Viejo puto!”, grita Montenegro en medio de la noche. Un problema circulatorio lleva al viejo hasta un hospital de las inmediaciones, pero mucho no va a aguantar el encierro. “Es que soy andariego”, dice el hombre, que cuando se baña y afeita queda irreconocible. Si Vida en Falcon era uno de esos documentales marcados por la confiada intimidad que los filmados establecen con quien los filma, el solitario pescador impone aquí una distancia que obliga a Gaggero a adoptar las formas del documental de observación. Presentada el año pasado en el DocBsAs, Montenegro observa sin forzar nada. Ni el acercamiento al protagonista, ni la información que no surja de la propia situación (aunque en un par de ocasiones el realizador hace una o dos preguntas, desde detrás de cámara) ni las condiciones lumínicas. En las noches, cuando lo único con lo que se cuenta es, con suerte, la luz de una vela, las formas apenas se entrevén. Está bien que sea así: así son las noches. Siguiendo tal vez la misma lógica, como Montenegro no desparrama entusiasmo, energía o vitalidad, la película tampoco lo hace.
Terror, mito y aventura El opus 2 del director de Los paranoicos logra generar un malestar casi imperceptible pero certero. El malestar que da el no saber del todo qué es lo que a lo largo del recorrido les sucede al protagonista y, con él, también al espectador. En el primer plano de La araña vampiro, el protagonista despierta. Pero no parece hacerlo del todo. En el último plano, simétrico al primero, su expresión deja traslucir que ha vuelto a despertar, pero ahora de modo más hondo, más pleno, más duradero seguramente. Entre un plano y otro, algo sucedió. Jerónimo ha navegado entre la realidad y el sueño, sin saber del todo dónde termina una y empieza otro. Y con él el espectador, que tampoco sabrá a ciencia cierta hasta qué punto se halla frente a un film realista o uno fantástico, un drama disfuncional o una comedia alleniana, un relato de iniciación o uno de aventuras, un western del criollo oeste o una de terror con monstruo y todo. Sin el menor énfasis o subrayado, sin “inflar” el sentido o la tensión mediante golpes de efecto, La araña vampiro –opus 2 de Gabriel Medina y ganadora de dos premios en la última edición del Bafici– logra generar un malestar casi imperceptible, pero certero. El malestar que da el no saber del todo, el andar medio a tientas, que es lo que a lo largo del recorrido les sucede a Jerónimo y el espectador. Lidiar con la neurosis, vencer el miedo, salir al mundo, crecer, parecen ser los temas de Medina, a la luz de su nueva película y de la anterior, Los paranoicos (2008). Por suerte no los plantea confundiendo cine y psicoanálisis, ficción y autoayuda, sino echando mano de herramientas específicamente cinematográficas. Tradicionalmente cinematográficas, se diría, teniendo en cuenta el carácter sistemático con que este treintañero, graduado de la FUC, recurre al cine de género. Pero lo hace de un modo que no tiene nada de tradicional. En Los paranoicos, la comedia romántica aparecía virada al negro, trabajando el tema del Otro desde un lugar pesadillesco. Ahora se trata de cruzar géneros, hibridarlos y confundirlos. Pero no con el gesto veleidoso del que quiere recibirse de moderno, sino de modo estrictamente funcional. Un veinteañero (Martín Piroyansky, ganador del Premio al Mejor Actor en el Bafici por este papel) y su padre Antonio (Alejandro Awada) llegan a una cabaña para pasar unos días. Antonio quiere acortar distancias con Jerónimo que, además de consumir psicofármacos, parece visiblemente ansioso, temeroso, seguramente sin una razón concreta. Enseguida la tendrá: una araña, demasiado grande y peluda como para no tenerle miedo, lo pica en su cama. La picadura, anuncia un vecino de la zona, es mortal. Un primer mérito del guión, escrito por Medina junto a Nicolás Gueilburt (que ya había colaborado con él en Los paranoicos), es su manejo de las elipsis, que dan mucho lugar al espectador para llenar los agujeros de información. No se sabe a qué se dedican Jerónimo ni su padre, ni por qué motivo el muchacho no las tiene todas consigo, ni por qué no viajaron hasta allí con la mamá, ni cuánto tiempo piensan quedarse, ni dónde están exactamente. El paisaje de piedra y sierra, la sequedad, la vegetación achaparrada hacen pensar en Córdoba o San Luis. No importa, como no importa nada de todo lo otro que “falta”. Como en un western de Budd Boetticher (representante de la sequedad por excelencia en el género), lo único que importa es lo esencial. Y lo esencial es el viaje que Jerónimo deberá hacer. Viaje literal, en busca de una araña igual a la que lo picó, única cura según la gente del lugar. Viaje metafórico, en el que deberá enfrentar sus peores miedos, recurriendo a los métodos más extremos: la araña deberá picarlo en el ojo para curarlo. Y el ojo es, en cine, el órgano más vital y más frágil. “Subir a la montaña, buscar un guía/Bajar de la montaña, volver a la ciudad”, dice la cita de Jack Kerouac que abre la película. El guía, el baqueano, es Jorge Sesán, el rubio de Pizza, birra, faso, enorme acierto de casting de Medina & Cía. Huraño hasta la mudez más tozuda, de físico tan rotundo como para cargar al herido (o cagarlo a trompadas, según el caso), lo suficientemente agresivo como para que su sola presencia sea temible y, encima, alcohólico que también deberá atravesar su propio vía crucis cuando la botella se le termine, Ruiz es, seguramente, el personaje más de western de La araña vampiro. Puede ser que Medina se ciña tanto a lo mínimo que en algunas zonas (el personaje de Ailín Salas, parte del viaje hacia el nido de arañas) el relato adelgace demasiado. Pero es tan bueno e inusual el final de La araña vampiro, tan infrecuentemente primario para el urbanizado canon del cine argentino, tan lanzado al terror, el mito y la aventura (la caverna, las arañas, esa que monta de a poco el cuerpo exánime del héroe, todo remeda una versión seria de Indiana Jones), tan redondo el remate, en sentido visual y filosófico (para conservar la vida habrá que ceder algo esencial), que esos reparos quedan definitivamente atrás.
Los adultos siempre tienen razón “¿Por qué te pensás que podemos darnos el lujo de alquilar esta casa?”, le dice la madre a su hija adolescente, no bien la chica se baja del auto y descubre que se trata casi de una mansión, con enormes ventanales con vista a un bosque del tamaño de un parque nacional. Claro, el truco está en que detrás de esos árboles hay otra casa –vieja, sucia, venida a menos– en donde hace unos años se perpetró un crimen horrible. Y nadie, salvo Sarah (Elizabeth Shue) y su hija Elissa (Jennifer Lawrence), aceptaba mudarse al vecindario. El vivo de la inmobiliaria había asegurado, por supuesto, que ese lote estaba vacío. Pero el primer sobresalto para Sarah llega cuando a las tres de la madrugada descubre una luz en la ventana de enfrente... Pensada para un público adolescente, siempre adepto al cine de terror, pero en este caso capaz también de seguir a su protagonista, Jennifer Lawrence, que venía del éxito de Los juegos del hambre, La casa de al lado es rutina pura. Hay demasiadas fórmulas y poca coherencia en un guión que avanza por un lado para desviarse inmediatamente para otro, sin demasiado rumbo ni concierto. El muchacho tímido, introvertido que habita esa casa de al lado parece haber tomado como modelo a Anthony Perkins en Psicosis, sólo que es un teenager y en vez de tener escondida en el altillo a su madre guarda en el sótano a la que se supone es su hermana. Y aunque los vecinos de la zona este detalle no lo saben, tienen todo tipo de prejuicios respecto del muchacho: los adultos le temen o lo ignoran, mientras sus hijos, aquellos que deberían ser sus amigos o compañeros, lo desprecian y se burlan de él. La dulce Elissa, tan rebelde ella, decide sin embargo hacer lo contrario: interesarse por esa figura huidiza, visitarlo incluso, y hasta enamorarse, por qué no. Un poco de peligro siempre hace interesante una relación. El problema con la película dirigida sin entusiasmo alguno por Mark Tonderai es que confirma todos y cada uno de los prejuicios de padres y vecinos, con lo cual hace de La casa de al lado un ejemplo inmejorable de cine reaccionario. El mejor cine de terror siempre fue aquel capaz de subvertir el orden establecido, de socavar los cimientos de la razón y del sentido común. Y House at the End of the Street no hace sino enarbolarlos, como si fuera un mérito. En todo caso, los únicos que tiene la película son sus dos actrices principales, Elizabeth Shue, que alguna vez supo ser nominada al Oscar (por Adiós a Las Vegas, 1995), y sobre todo Jennifer Lawrence. La chica de Lazos de sangre (que también le valió una candidatura al Oscar, en el 2010) demuestra que a fuerza de personalidad y carisma es capaz de sostener una película insostenible, pero si no elige mejor los proyectos en los que se embarca va a terminar quemando su carrera más rápido que un fósforo.
Una ensoñación que se vuelve carne La nueva película de los realizadores de Pequeña Miss Sunshine es una atípica comedia romántica sobre un escritor solitario que descubre que la única convivencia posible entre un creador y su creatura puede darse en el terreno de lo imaginario. Desde fines de los años ’90, la fascinación contemporánea por lo metalingüístico trajo por resultado una serie de películas cuyo tema era la creación. No ya la creación en términos religiosos o metafísicos, como en tiempos de El Golem o la propia Frankenstein, sino estrictamente artísticos y literarios. Además de constituirse en toda una especialidad del guionista Charlie Kaufman –de ¿Quieres ser John Malkovich? a Todas las vidas, mi vida, pasando por El ladrón de orquídeas–, la tendencia dio lugar a un film como Más extraño que la ficción y hasta a una variante argentina, Juntos para siempre, ópera prima de Pablo Solarz. Pero fue el cine de terror el que unos años antes había anticipado esa veta, con películas como Misery, Almuerzo desnudo y En la boca del miedo, donde la creación desembocaba, de modo fatal, en el delirio persecutorio. Por más que se presente bajo el ropaje de la comedia romántica indie, Ruby, la chica de mis sueños parece hecha de una materia muy semejante, con un escritor solitario que descubre que la única convivencia posible entre un creador y su creatura puede darse en el terreno de lo imaginario. “¿Ni siquiera en sueños te acostás con una mina?”, le pregunta sorprendido su hermano a Calvin Weir-Fields (Paul Dano, el pastor mesiánico de Petróleo sangriento), cuando éste le cuenta sobre la chica con la que soñó la noche anterior. Novelista tal vez algo estereotípico, casi pisando los 30 años y después de una muy mala experiencia matrimonial, la única compañía de Calvin parecería ser su perrito Scotty. Al que en verdad tampoco le saca mucho el jugo. “¿Ni cuando sacás a pasear a Scotty te levantás a una mina?”, insiste el monotemático hermano Harry (Chris Messina). Diez años atrás, con su primera novela, Calvin saltó del anonimato a la consagración instantánea. Después de eso escribió algunos cuentos, y después... nada. En el presente de la película, su rutina diaria consiste en sentarse frente a la máquina de escribir (por algún motivo no usa compu), mirar la página en blanco del derecho y del revés, revolverse un buen rato en la silla, levantarse, dar vueltas por la casa y terminar llevando a Scotty a la plaza. “Se llama Ruby Sparks”, inventa Calvin a su psicoanalista (Elliott Gould, un placer verlo), en referencia a la chica aquella de sus sueños. Para superar el bloqueo, el terapeuta le recomienda que escriba sobre ella. Obediente, con Ruby como protagonista, Calvin entra en un rush creativo digno de Calamaro, allá cuando paría El salmón. Con la particularidad de que una mañana una voz femenina le pregunta, desde la cocina, qué quiere para el desayuno. Es, claro, Ruby (Zoe Kazan), que por la familiaridad con la que se comporta da la impresión de vivir con él desde hace vaya a saber cuánto tiempo. Fábula sobre el ombliguismo de los escritores, escrita por la propia Kazan (nieta del célebre Elia y joven estrella del firmamento indie desde que protagonizó The Exploding Girl, lanzada aquí en DVD), lo que vuelve interesante a Ruby, la chica de mis sueños es el modo en que pasa de los más clásicos pasos de comedia (el terror inicial de Calvin ante la “materialización” de Ruby, sus intentos para verificar que la chica no es un sueño, una broma pesada o un delirio psicótico, el maratón de películas de zombis al que asisten en una de las primeras salidas) al drama de ribetes siniestros, con el protagonista “reescribiendo” a la chica, como quien reprograma a un robot. Pero es también allí donde la fábula se vuelve un poco obvia y hasta didáctica, con una escena en la que el creador maneja a la creatura como el titiritero al títere, usando el teclado y el Word como piolines. Tampoco es que lo que la película dirigida por el matrimonio de Jonathan Dayton y Valerie Faris (realizadores de Pequeña Miss Sunshine) tiene para decir sobre el tema sea particularmente nuevo. Pero los momentos más jugados a la comedia funcionan, y cuando la cosa se pone más oscura toma al espectador por sorpresa. En el medio hay, en verdad, bastante relleno, con una love story espolvoreada con algo de sacarina y toda una subtrama en la que Annette Bening y el siempre pésimo Antonio Banderas tienen un aparte más o menos satírico sobre el neohippismo californiano, con toques de New Age. Un aparte que tal vez debió haber quedado aparte.
Acción clase B en busca del ascenso Unos chicos que cultivan marihuana en su mansión extrañamente terminan siendo un canto al american way of life. Desde el comienzo de su carrera, cuando pasó de una peliculita de terror (La mano, 1981) a una avanzada de la corrección política como Salvador (1986), la obra de Oliver Stone se dividió entre el trash más desvergonzado y el progresismo yanqui al palo. Guiado por esa esquizogenia –perdón por el neologismo–, este veterano de Vietnam alternó entre chorreantes hamburguesas cinematográficas (The Doors, El cielo y la tierra, Asesinos por naturaleza, Alejandro Magno, Las torres gemelas) y denuncias bien pensantes (Wall Street, Nacido el 4 de julio), logrando a veces aunar con más fluidez lo político y lo comercial (Pelotón, JFK, Nixon) y alcanzando su cota máxima de progresía en la serie de documentales políticos latinoamericanistas que van de Comandante a Al sur de la frontera, pasando obviamente por Looking for Fidel. En el curso de este año, esa disociación quedó más a la vista que nunca: a comienzos de temporada, Stone estrenó su tercer documental sobre Fidel (Fidel in Winter) y ahora hace lo propio con Salvajes, su película más pulp desde Camino sin retorno (U Turn, 1997). Salvajes tiene problemas de verosimilitud: ¿cómo creer que tres chicos se enfrenten a un cartel? Chon, ex marine testosterónico (Taylor Kitsch, el hombre del apellido), el ecoamigable Ben (Aaron Jonson) y la bomba rubia Ofelia (Blake Lively, más que rubia, dorada, de la cabeza a los pies) son jóvenes, bellos, deportivos, sexies y emprendedores. Como si se tratara de una versión con sangre, sudor y tiros de Jules et Jim, Ofelia curte indistintamente con Chon y Ben, y no problem para ellos. Y ellos son dueños de una espectacular casa sobre las soleadas playas de Laguna Beach, que incluye un vivero gigantesco dedicado al monocultivo de cannabis. Se diría que es algo así como una empresa familiar, pero Chon y Ben –Ofelia no importa demasiado, como ninguna mujer en ninguna película de Stone– aspiran a más. Como la yerba, que traen directamente desde Afganistán, es de calidad ABC1, los muchachos aspiran a dominar el mercado de Baja California. Iniciativa que, como puede suponerse, no es del agrado de cierto cartel mexicano dominado por una señora llamada Elena (Salma Hayek, con peluca como de Cleopatra), que no tardará en encargarle a Lado, su matón de confianza (Benicio del Toro) que convenza a los beach boys dealers de que más vale se dediquen al surf. Pero sucede que los chicos cuentan con protección. O eso creen. Para Dennis (John Travolta como el agente de la DEA más corrupto del mundo), las dobles, triples y hasta cuádruples traiciones son como el pan cotidiano. O el faso cotidiano, más apropiadamente. La utilización de una sierra eléctrica, al comienzo de la película y no precisamente para talar árboles, hace pensar en algo así como un autohomenaje o ajuste de cuentas con Scarface, de la cual el señor Stone fue el guionista. Pero no hay ni un miligramo del carisma de Tony Montana en estos californian boys, ni en los miembros del cartel –Salma Hayek se confirma como la peor actriz latina desde que Penélope Cruz dejó el trono, de la mano de Almodóvar– ni en el agente de la DEA –pocas veces Travolta estuvo menos carismático– ni en los matones de sierra eléctrica, ni en nadie. Salvajes tiene serios problemas de verosimilitud: es imposible creer que tres chicos bronceados puedan hacerle partido al ejército de desalmados con el que se enfrentan; menos aún que el tráfico de marihuana movilice semejante guerra. Y es una de acción clase B en busca del ascenso, con más de dos horas de duración y una indudable tensión, sostenida a fuerza de cortes. Cortes de montaje y de los otros, gracias a los machetes, sierras y otras herramientas de las que los muchachos del cartel hacen uso. A la larga, la película termina resultando algo así como un canto a la libre empresa, la iniciativa individual y el american way of life, representados por estos Mark Zuckerbergs de la maconia. ¿Qué pensará Fidel de todo eso?
Ese secreto de narrar desde adentro El director de Bonanza cuenta la historia de John Palmer, antropólogo estadounidense que terminó radicándose en la localidad salteña de Lapacho Mocho, integrado a la comunidad wichí. Y lo hace con la misma cercanía y una asombrosa fluidez narrativa. “Creo que lo que me atrajo es el modo de ser de ellos, tan inverso al nuestro”, dice John Palmer, antropólogo inglés que a mediados de los ’70 bajó hasta América del Sur, para estudiar de cerca a los miembros de la comunidad wichí y completar así su tesis de graduación en Oxford. Unos años más tarde, Palmer dejó para siempre su país y sus estudios, se casó con una mujer wichí llamada Tojweya y se integró a la comunidad salteña de Lapacho Mocho, siendo al día de hoy un vecino más, especializado en la defensa de los derechos avasallados de ese pueblo originario. Viendo El etnógrafo da la impresión de que las razones que movieron al realizador Ulises Rosell a interesarse por todo ello –el viajero transculturalizado, la cultura prehispánica que aún sobrevive en el noroeste argentino, los intentos corporativos de apropiación de tierras, las irreconciliables diferencias entre la ley tribal y la occidental– son lo mismo que en su momento sedujo a Palmer: que ese mundo tan próximo sea inverso al nuestro. Tal como sucedió con el forastero, la cámara de Rosell no se limita a observar, sino que se integra –en este caso tal vez no para siempre, pero sí durante esa eternidad que es una película– a aquello con lo que convive. Desarrollada con apoyo del DocBsAs y exhibida en el muy reconocido Festival de Documentales de Marsella (así como en el último Bafici, donde se la vio en una única función especial), El etnógrafo se parece y no se parece a Bonanza, que a comienzos de la década pasada puso a Rosell en un lugar singular dentro del documentalismo argentino. Allí, Rosell –que había sido parte de las míticas Historias breves de 1995, con el corto Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala, codirector más tarde de El descanso, director de Sofacama– registraba la cotidianidad de un padre e hijo absolutamente inefables, que vivían en una suerte de estado semisalvaje, al costado de una transitadísima autopista. En El etnógrafo puede rastrearse la misma curiosidad por lo raro y distinto, por lo que está al costado de la civilización (de la civilización occidental, para decirlo con mayor precisión), pero ahora menos en busca de lo peculiar y excéntrico que de un escenario tras el que subyace una tragedia: la del arrinconamiento y posible extinción de una cultura originaria. Curiosamente, el subtítulo de Bonanza era En vías de extinción. Como sucedía en Bonanza, El etnógrafo no empieza con la primera toma, sino mucho antes. Es la larga convivencia previa la que permite –como suele suceder en los documentales del inmenso Eduardo Coutinho– que cuando la cámara se enciende no lo haga desde fuera, sino ya un pasito adentro del territorio que ha resuelto filmar. También como Bonanza, El etnógrafo es un modelo acabado de documental antitelevisivo, antiperiodístico, antimanipulador. Rosell no anda detrás de un tema, mucho menos de una tesis, conclusión o mensaje a transmitir, sino, de un modo infinitamente más honesto y genuino, de algo que simplemente atrajo su atención. En primer lugar, un personaje que, como en Bonanza, decidió abandonar lo que suele llamarse civilización, para integrarse a lo que suele llamarse salvajismo. Pero, claro, el educadísimo, respetuosísimo y calmo gentleman que es John Palmer resulta ser la antípoda exacta del despelotado, exuberante, fabulador y autocrático “Bonanza” Muchinsci, una suerte de Facundo paraurbano. La forma es el hombre y la de El etnógrafo se hace a la medida de la personalidad de Palmer. De la de Palmer y la de la entera comunidad de Lapacho Mocho. Como su protagonista, El etnógrafo persigue sus objetivos con paciencia, casi sin que se note. Aunque parezca “no tener forma” –como en buena medida sucedía con Bonanza–, El etnógrafo sigue líneas narrativas bien definidas. No líneas, en realidad –los wichís no conciben el tiempo de modo lineal– sino circunvoluciones, si se prefiere. Un ritornello es el propio Palmer y su matrimonio con Tojweya, con quien tiene cinco hijos. Otro, la situación en la comunidad, en momentos en que una empresa de capitales chinos empieza a desmalezar la zona, sin permiso, en busca de petróleo. Finalmente, el choque entre la tradición wichí y la ley del hombre blanco. Choque concretado en la condena a prisión de Qa’tu, miembro de la comunidad que mantuvo relaciones con una de las hijas de su esposa, menor de edad. Relación consentida por Tojweya y no condenada por las tradiciones comunitarias. Expresión fáctica de multiculturalismo, los miembros de la familia de John Palmer hablan indistintamente tres idiomas: castellano, wichí e inglés. Idiomas que perfectamente pueden mezclar en el curso de la misma frase. Cuando dialogan, tanto ellos como los restantes miembros de la comunidad hacen muchos silencios. Como si, al hablar, cavilaran. Bella, contemplativa, de asombrosa fluidez (gentileza del montajista, Andrés Tambornino), El etnógrafo “habla” como sus personajes: con muchos planos “intermedios”, que en medio del decurso se detienen a observar, a cavilar sobre lo que ven. Lo hace, como los Palmer, en varios idiomas.
Los psicópatas ya no son lo que eran El film más reciente del director español –cocreador y codirector de la exitosa serie [REC]– tiene pretensiones de thriller, pero sus herramientas no son suficientes. Fundamentalmente porque el protagonista no logra ser un psycho, sino apenas un tipo jodido. “Los psicópatas del cine no vienen bien este año”, se quejaba el maestro Rodrigo Tarruella, en una nota publicada hace justo treinta años. En esa crítica de jueves publicada en el diario Convicción (recopilada en el libro que el Bafici le dedicó al inolvidable Tarruella hace unos años), el amigo y mentor lamentaba la falta de humor de cierta olvidable psychomovie francesa. Parece que este año tampoco vienen bien, Rodrigo. Al menos si uno se guía por el que el lucense Luis Tosar compone en Mientras duermes. Actor de indudable presencia –tal como pudo verificarse en Los lunes al sol, Te doy mis ojos o el muy buen drama carcelario Celda 211 (inédito por aquí)–, sentido del humor o liviandad nunca le sobraron a Tosar. Pero el principal problema del film más reciente del catalán Jaume Balagueró (cocreador y codirector de la exitosísima serie [REC]) es que el psycho de Tosar no es un psycho, sino apenas un tipo jodido. Como cualquiera de esos con los que uno se cruza todos los días. Y con eso solo es difícil hacer un thriller, que es lo que Mientras duermes aspira a ser. César (Tosar) es portero de un edificio céntrico. Motivo por el cual se filtra, en la película, un costumbrismo que recuerda al de la serie Aquí no hay quien viva, donde Daniel Hendler cumplía el mismo rol (el de portero, no el de psicópata). Hay una vecina solterona que llama “chicos” a sus perros, está la señora de la limpieza y su hijo, aparece también, como vecino turro, Carlos Lasarte, trabadísimo actor argentino al que Balagueró usa en todas sus películas. Y está la vecinita linda, Clara (Marta Etura, que también aparecía en Celda 211), que vuelve loco al solitario César. Será necesario aceptar que el reprimido encargado espere todas las noches, debajo de su cama, que Clara (pura musculosa y bombachita) vaya a acostarse, la duerma con formol sin que ella se dé cuenta (¡!) y pase la noche a su lado. Noche blanca o no tanto, eso más tarde se verá. Lo que no puede dejar de mencionarse es el record de César, consistente en dormir una noche no sólo a Clara, sino además a su novio (Alberto San Juan), sin que ninguno de ambos se entere de nada. Pero no hay mayor placer en este hombre de apariencia común (el lugar común del psycho de aspecto común) que joder al prójimo, para que el prójimo se sienta tan desdichado como él. Por lo cual César tiene preparada un arma secreta, para convertir a la hormonal muchachita en una amargada de por vida. Neutra, carente de intención, agotada en detalles domésticos (lo más picante es una jodidísima vecinita teenager, que se pasa la película amenazando a César con denunciarlo), Mientras duermes tiende al sopor narrativo, convirtiendo a su título en incompleta apelación al espectador.
Luces y sombras de la memoria familiar Durante once años, el director filmó a su familia judía en todas las situaciones posibles, reservándose el rol de puente entre uno y otro lado de la pantalla. Lo que resultó fue un cuadro único, irrepetible y a la vez universal, una suerte de “aleph cinematográfico”. Quizá porque toda familia es una caja de Pandora, o por la provechosísima tensión entre lo que quema en carne propia y la necesidad de poner distancia, Papirosen viene a confirmar que el documental familiar es, tal vez, un género infalible. Sobre todo cuando el que filma es, como aquí, parte del asunto. Para verificarlo bastaría trazar una línea que, partiendo de Extreme Private Eros (Kazuo Hara, 1974), pasara por El de-sencanto (J. Chavarri, 1976), Embracing (1992) y Tarachime (2006, ambas de Naomi Kawase), La TV y yo (A. Di Tella, 2002), Tarnation (J. Caouette, 2003), Irène (A. Cavalier, 2009) y Photographic Memory (R. McElwee, 2011). Como varias de ellas y confirmando a la familia como origen mismo de lo siniestro, Papirosen genera asombro, incomodidad, fascinación, emoción y rechazo, poniendo al espectador en el lugar de cómplice, testigo, convidado de piedra y hasta depositario de la memoria familiar de los Solnicki. Puente entre uno y otro lado de la pantalla, el realizador se ha reservado para sí un lugar tan naïf como perverso, en tanto funciona como incluido-excluido. Once años le llevó a Gastón Solnicki concretar su documental, consagrado Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici y exhibido en los festivales más selectivos. Sospechando seguramente la importancia que la tradición judía reserva para el primogénito varón, Solnicki (Buenos Aires, 1978) prendió por primera vez la cámara el día que nació Mateo, hijo de su hermana mayor, Yanina. A partir de ese momento, y sin tener claro todavía a dónde quería llegar, Solnicki (cuyo documental previo, Süden, se repone en el Centro Cultural San Martín, exhibiéndose a dúo con éste) no paró de filmar a su familia en todas las situaciones posibles, sumando al material propio el abundante metraje de home movies que los miembros del clan imprimieron desde la última posguerra, cuando llegaron a Buenos Aires, provenientes de Polonia. En el curso del proceso, la historia de su familia más inmediata se vinculó –por vía de la abuela nonagenaria, sobreviviente de la Shoá– no sólo con las generaciones previas, sino con la del pueblo judío en general, desde el exterminio nazi en adelante e incluyendo la diáspora. En Miami, Víctor Solnicki (padre del realizador) se reencuentra con un tío radicado allí, así como más tarde parecerá buscar, en Praga, su propia infancia, materializada en unos viejos soldaditos de plomo. Si Víctor tiende a asumir un rol protagónico, se debe tanto a su carácter de sobreviviente como a su presencia e histrionismo (es la clase de persona de quien, según suele decirse, la cámara “se enamora”), su historia trágica (debió huir de Lodz junto a su madre, huyendo del antisemitismo soviético, y más tarde el padre se suicidó, escena que Víctor reconstruye con un detalle francamente despiadado) y, finalmente, su vinculación con Mateo. No por nada Papirosen empieza y termina con un viaje de abuelo y nieto, y no por nada el abuelo le canta al nieto una canción que a él le cantaba, a su vez, su padre. La línea paterna: ése es el eje que atraviesa Papirosen. De hecho, el momento en que el pequeño Mateo acusa a su padre de “mentiroso”, a pesar de la amenaza de castigo, denota un rasgo de carácter que no es difícil vincular con el durísimo Víctor, que por cargar sobre sí con todo el peso de la familia sufre de dolores de espaldas. Pero Papirosen es todo lo contrario de un film lineal. Gracias al admirable trabajo de montaje, hecho por el realizador junto a la editora Andrea Kleinman, la dinámica familiar se despliega en todas direcciones y en sus más mínimos detalles. Mamá Mirta, que es psicóloga, le ordena a Gastón que ayude con los bolsos, como si en vez del director de la película fuera un chepibe. Papá Víctor trata de “pelotuda” a la sufrida Yanina (que se separa del marido en el curso de la película) porque no acomoda un bolso como presuntamente debería. Harto de sentirse perseguido (la línea campo de concentración-hogar de los Solnicki daría para una investigación particular), el hermano del medio, Alan, anuncia que se va a distanciar de la familia. Yanina cree que fue un error no haberse casado con un tipo que fuera como su padre. La abuela Pola opina que Yanina se merece que el marido la haya dejado. En un memorable juego de culpogenias cruzadas, mamá Pola acusa a Víctor de querer verla muerta, y el hijo le retruca si lo que está buscando es que se clave en el pecho un cuchillo. Pero si hay un detalle tan terrible como inadvertido es que Lara, hermana menor de Mateo, aparece apenas de refilón y sólo en un par de escenas. Basta relacionarla con la desdichada Yanina para experimentar una suerte de temblor de género. Familia judía, familia universal, familia irrepetible. Todo eso puede decirse también de la propia película, “aleph cinematográfico” que no tiene centro ni periferia y cuya superficie parecería infinita.