Una familia arrastrada por la ola Si el cine consistiera en experimentar, de la manera más “realista” posible el drama vivido en la pantalla, Lo imposible sería una película perfecta, o poco menos. De producción española, pero “aspecto” internacional (filmada en Asia, está protagonizada por un elenco enteramente angloparlante), el segundo largo del catalán Juan Antonio Bayona (realizador de El orfanato) es la primera película en abordar de lleno el tema del tsunami de 2004 (Más allá de la vida, de Clint Eastwood, lo tocaba parcialmente). Bueno, en realidad no “el tema” sino la experiencia de una familia española, que debió sobrellevar el fenómeno estando de vacaciones en Tailandia. Esa es justamente la limitación de Lo imposible, la de limitarse a la experiencia. Como el propio tsunami, Lo imposible arrolla durante un tiempo limitado, y luego desaparece para siempre. O hasta el próximo tsunami. Hay otro desfase notorio en Lo imposible, aunque de consecuencias dramáticas considerablemente menores. Movida por la ambición de llegar al mercado internacional (apuntando, a la vez, a colocar a Bayona en un lugar semejante al de los mexicanos González Iñárritu, Cuarón o Del Toro), la muy hispana familia original, morochitos ellos, pasa a ser sustituida por una británica, con los rubiones Ewan McGregor y Naomi Watts a la cabeza. Gerente de una gran corporación él; médica que abandonó la profesión para dedicarse a la familia, ella. La película se inicia con Henry y María llegando con sus tres hijos a un typical resort de Khao Lak, de esos con palmeras y cabañas de caña. La fotografía de Oscar Faura realza la condición de soleado paraíso tropical, con el azulísimo Indico al fondo. Imagen engañosa, como pronto se verá. De ese azul perfecto vendrá la Gran Ola, precedida de una vibración y un rugido grave. Parados en medio del parque, Henry, María y los tres chicos la ven venir paralizados. Elocuente expresión de la sensación de “más grande que la vida” que un fenómeno como éste tiene. De allí en más, la familia queda dividida en dos grupos, arrastrados cada uno hacia vaya a saber qué remotos rincones de la isla. Golpeada contra piedras, troncos y toda clase de objetos que la corriente empuja en contra, María será quien peor la pase. Uno de sus hijos le pierde el rastro, hasta volver a dar con ella. Mientras tanto, Henry pone a los otros dos chicos a recaudo, intentando lo que parece imposible: reencontrar a la otra mitad de la familia. Si es que están vivos. Filmada con vividez, reconstruida con detalle, narrada con precisión y credibilidad, Lo imposible mantiene, a pesar de la escasez de movimientos dramáticos (toda la cuestión se reduce a sobrevivir y reencontrarse) una pareja intensidad durante las dos horas de proyección. No puede dejar de agradecerse, por lo demás, la renuncia a efectismos, golpes bajos y sobredimensionamientos dramáticos y emocionales. Dejando de lado que son rubios, lindos y ricos, es posible identificarse con esta familia sin apellido (el verdadero quedó eliminado, para que “no se note” que eran españoles). Todo bien, pero la película termina y todo se termina. A diferencia de un tsunami, Lo imposible no deja muchos sedimentos tras su paso.
Los mismos clichés de siempre Casi un año después de su lanzamiento en EE. UU. y Europa, se estrena aquí esta película de metaterror, algo así como “la Scream 2.0”, en tanto convierte el género (su producción, demanda y consumo, más precisamente) en tema y objeto de estudio. La produjo y coescribió el cada vez más encumbrado Joss Whedon (productor y realizador de las series Buffy, la cazavampiros y Angel, realizador de Los vengadores), junto a su hombre de confianza, Drew Goddard, que cuenta con sus propios avales. Vinculado tanto con Whedon como con J. J. Abrams –el otro gran motor del cine y la TV fantásticos actuales–, Goddard fue coguionista de Buffy y Angel, coproductor y coguionista de Alias y Lost y guionista de Cloverfield. Desde temprano queda claro que hay un doble relato. Por un lado, el que corresponde a la película de terror más cliché del mundo, con un grupo mixto de universitarios organizando un fin de semana largo en una cabaña junto a un lago, con la ecuación sexo, porro y rock and roll en mente. Los protagonistas son los habituales: el superatleta (Chris Hemsworth, Thor en persona), la promiscua, la tímida heroína, el candidato de ésta y el que viene envuelto en una nube de faso (Fran Kranz, único personaje divertido o, quizás, único personaje liso y llano del quinteto). Ya se sabe que va a aparecer algún redneck poco amigable (el dueño de una estación de servicio, que le dice “puta” a una de las chicas y se la pasa escupiendo tabaco) y que una vez instalados en la cabaña, van a empezar a brotar entidades algo más sobrenaturales y peligrosas. Hasta acá, rutina pura. Rutina que la segunda lectura convertirá en versión snuff de Gran Hermano. Lo que podría llamarse “relato 2” se desarrolla en un centro de monitoreo, donde un par de empleados de camisa y corbata oscilan entre el hastío y el humor de oficina. Por sola presencia, los cincuentones Sitterson (Richard Jenkins, ganador del Oscar al Mejor Secundario por El visitante) y Hadley (Bradley Whitford, conocido sobre todo por la serie The West Wing) tienen la calidad de personajes que a los muchachos de la cabaña les falta. Cuando éstos –que a esa altura están siendo exterminados de a uno, como corresponde– aparezcan en los monitores del centro de control, terminará de quedar claro que un relato contiene o produce al otro. Esa es la primera vuelta de campana de La cabaña del terror. La segunda remite a la literatura de Lovecraft, con monstruos ancestrales que gobiernan el mundo como dioses terribles. Hay subtextos potencialmente inquietantes en La cabaña del terror: el de una sociedad cuyos dioses exigen el sacrificio de los jóvenes, el de la naturalización de la muerte como parte del entretenimiento, el de la coexistencia entre la más crasa banalidad cotidiana y el mal latente. Otros darían para desarrollos teóricos, con las criaturas ancestrales funcionando como manifestación de lo inconsciente reprimido en el relato. En lugar de comprometerse con el desarrollo de esos temas, el tándem Goddard-Whedon parece contentarse con un catálogo de memorabilia para fans: los zombies como repetidos monstruos de la época, el terror japonés con sus chicas en minifalda, las películas “de cuchilleros” de los ’80, La noche de los muertos vivos y Diabólico como films liminares. La otra debilidad importante es que mientras Scream aguzaba la crítica al género por vía de la parodia, La cabaña del terror se limita a reproducir los clichés de género, quedando el “relato 1” atrapado en ellos. Al final, Goddard-Whedon patean el tablero con un “dale que va” de monstruos de todas clases, tamaños y pelajes –pero sobre todo anfibios o acuáticos–, que caen pesadamente desde los bordes del encuadre. Dinámica muy semejante a la de Los vengadores, que durante dos horas parecía una interminable discusión de consorcio de superhéroes, para derivar, en la última media, en el “Rompan todo” que divierte tanto como un especial de 100% lucha, con todo el elenco en el ring.
Un trivial regreso a Barcelona Secuela de la muy exitosa (en su país) 3 metros sobre el piso (2010), Tengo ganas de ti es, como su predecesora, un producto pura y exclusivamente local, que por algún motivo se estrena hoy en Argentina. Todo es absolutamente de plástico en ella. Desde la novela en que se basa (a la que los medios de su país califican de nimia) hasta el último rincón de sus acciones-cliché, pasando por unos actores que parecen salidos de la versión local de Gran Hermano y con una fotografía como de aviso de nuevo vino fino para bebedores jóvenes. Como si se tratara de un portfolio que se presenta en público ante algún productor de Hollywood, la película dirigida por Fernando González Molina (director de la serie Los hombres de Paco, emitida aquí por la Televisión Pública) presenta a un patovica guapetón llamado Hache (Mario Casas, que actuaba en aquella misma serie), regresando a Barcelona tras una larga estancia en Londres. El muchacho, cuya mirada tristona delata la condición de loser romántico, buscó el camino del exilio tras haber sido “pateado” por la bella Babi (María Valverde, chica de moda en el cine español actual). Acosado por recuerdos o flashbacks de la morocha que amó, ¿será posible que Hache termine reencontrándose con ella? Mmmhhh. Mientras tanto, el muchacho lustra look de biker como de avenida Alvear, se sube a su Kawa, se reencuentra con su grupo de amigos descerebrados, practica boxeo en un gimnasio, prueba suerte como asistente de dirección en la tele (en un show musical, of course) y conoce a una fotógrafa y taekwondista que se integra sin problemas al grupo, canta temas como de Menudo y espera el momento de echarle los galgos al galán. Material estrictamente juvenil, se diría, si uno pensara que lo que atrae a los jóvenes son los chicos y chicas con pinta de modelos, los ambientes chic, la fotografía pulida, la música dance y la desterritorialización absoluta: la Barcelona de Tengo ganas de ti podría estar ubicada en cualquier parte. En ninguna parte, más bien. Desde ya que no se encontrará ni medio desocupado o desalojado en sus calles, y para qué hablar de discusiones sobre la autonomía: esto no es España ni Cataluña, recuérdese.
Sed de mal en tiempos de la Ley Seca El clásico enfrentamiento entre locales buenos y forasteros malos, reescrito sin mayores revisiones por un rocker australiano de alto nivel intelectual, da pie a un film que recuerda a los choques con la ley de los hermanos Frank y Jesse James. “El condado más húmedo del mundo”, rebautizó el escritor Sherwood Anderson a Franklin, Virginia, en los años ’20 del siglo pasado. La referencia no iba dirigida a que allí lloviera tanto como en la primavera porteña 2012, sino a que en tiempos de Ley Seca ése fue el paraíso nacional de los moonshiners. En la época se llamaba moonshiners a los destiladores de licor casero, que supieron hacer su agosto a costa justamente de esa ley, ante la cual las grandes compañías productoras retrocedieron, dejándoles el terreno expedito. The Wettest County in the World es el título de una novela histórica escrita por Matt Bondurant, cuyos abuelos fueron de los más notorios moonshiners de Franklin County, EE.UU. The Wettest County in the World iba a llamarse también la película basada en aquella novela. Por lo visto, a los hermanos Weinstein les habrá parecido demasiado largo o poco comercial. Presentada en Cannes en mayo pasado, la película lleva finalmente el título de Lawless. Los ilegales, en castellano. Más que el elenco, que no cuenta con superestrellas, el nombre que más puede llamar la atención (al lector de Página, al menos) es el del guionista de Los ilegales. Sí, este Nick Cave es el mismo de The Bad Seeds y Grinderman. En verdad no se trata de su primer guión, sino del segundo. A mediados de la década pasada, el songwriter de voz cavernosa escribió, en su Australia natal, el de una suerte de western local, dirigido por su compatriota John Hillcoat. Se llamó The Proposition y tuvo la suficiente repercusión internacional para permitir a Hillcoat filmar la ambiciosa La carretera, basada en la novela homónima de Cormac McCarthy. En Argentina, The Proposition se editó en DVD con el título Propuesta de muerte. Los protagonistas de Los ilegales son los hermanos Bondurant. Sobre todo el menor de ellos, Jack (Shia LaBoeuf, hiperexcitado protagonista de Transformers), que tiene a su cargo la narración en off. Tal vez queriendo convertir el apellido en leyenda, Matt Bondurant, autor de la novela, describe a sus antepasados no sólo como los más importantes moonshiners de Lincoln County, sino como personajes poco menos que míticos. Sobre todo el mayor, Forrest (Tom Hardy, villano enmascarado de la última Batman), a quien haberse salvado de la Parca en un par de ocasiones bravas rodea de un aura de inmortalidad. “Eramos los últimos sobrevivientes”, refrendará Jack más tarde, cuando las fuerzas de la ley tiendan su último cerco sobre los moonshiners. Si el viaje al corazón de las tinieblas de The Proposition le daba el aire de traslación no oficial de Apocalypse Now!, el enfrentamiento de una familia de outlaws sureños con la ley y el Estado recuerda al de los hermanos Jesse y Frank James. Como ellos, los Bondurant también son simples campesinos, a quienes el poder pone del otro lado de la ley. En el caso de los James fue el intento de incautar sus tierras, tras la derrota sureña en la Guerra Civil. En el de los Bondurant y sus vecinos, la Ley Seca, impuesta por el puritanismo oficial. La diferencia entre Forrest, Jack y Howard (el hermano del medio) con el resto de los moonshiners es que cuando la ley aprieta y los demás van al pie, ellos entran en guerra, como verdaderos héroes. Para que haya héroes, el binarismo estadounidense requiere de villanos. Villanos que, por oposición a la seca rusticidad campesina, deberán ser perversos, sofisticados, corruptos y urbanos. Ya es corrupta la policía local, que a cambio de unas botellas deja pasar camiones cargados de licor, y más corrupto el nuevo procurador general enviado desde Washington, que quiere aumentar el diezmo. El brazo armado del procurador es el nuevo alguacil, Charlie Rakes, interpretado por el también australiano Guy Pearce, protagonista de The Proposition. El personaje más colorido de una película a la que no le sobra exuberancia, Rakes es una suerte de metrosexual sádico y despiadado, gay en el closet según parece (“Ah, mirá, sos lindo”, le dice a Jack cuando lo conoce). Rakes usa guantes de cuero, se queja de la falta de higiene de los lugareños, se afeita las cejas, usa una colonia apestosa. Y es capaz de partir literalmente en dos a un pobre tullido. El clásico enfrentamiento americano, entre locales buenos y forasteros malos, reescrito, sin mayores revisiones, por un rocker australiano de alto nivel intelectual. Más allá del aire de cosa conocida, la otra gran debilidad de Los ilegales (más allá de que en sus términos la película funcione) es la falta de altura mítica de unos personajes a los que el off presenta como tales. O de un personaje, el de Forrest, a quien en ausencia de esa dimensión el ascendente Tom Hardy compone con tremendos aires de importancia, que tal vez se le hayan quedado pegados del Batman del siempre sobrevalorado Christopher Nolan. Ah, sí, por allí aparece Gary Oldman, en la piel de un mafioso venido de Chicago, cuya función tal vez sea la de refrendar el carácter de “detrás del telón” de los films de gangsters, que Los ilegales se arroga. No puede dejar de hacerse mención al exquisito folk, country y blues compuesto por Cave junto a su “socio” Warren Ellis, que incluye en más de un caso la voz de Emmylou Harris.
A la manera de Tarantino El realizador neocelandés vuelve a asociarse con Pitt en este policial con hampones de segunda sobre el que planea la sombra del director de Pulp Fiction, ése capaz de posponer un momento de acción en beneficio de las conversaciones entre killers. La sociedad Brad Pitt/Andrew Dominik vuelve a funcionar. El realizador neocelandés, que a los 45 años cuenta con sólo tres largos en su haber (incluyendo éste), había macerado, en su anterior El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), un post western más que crepuscular, con Pitt luciéndose como un James triste, solitario y final. Un clima semejante tiene ahora, aunque con menos pompa y más liviandad, Mátalos suavemente, donde Brad –rodeado de un coro de ases– hace de asesino más dado a la preparación que a la ejecución de sus encargos. Basada en una novela policial de los ’70, sobre el opus 3 de Dominik (que hizo su presentación en sociedad en el 2000, con Chopper, retrato de un asesino) planea, sin duda, la sombra de Quentin Tarantino. Pero no el Tarantino más transitado (el del pop, el cinismo y la sangre), sino el otro, el más interesante: ése capaz de posponer indefinidamente el momento de “ir a los bifes”, en beneficio de maratónicas conversaciones entre killers impensablemente verborrágicos, que generan un estado de hipnótica suspensión temporal. Fiscal de la nación y autor de una veintena de policiales, hasta ahora el cine había adaptado a George V. Higgins en una única ocasión. En 1973, el británico Peter Yates, realizador de Bullit, convocó a un Robert Mitchum más cansado que nunca para dar vida al gastado hampón de Los amigos de Eddie Coyle. Había allí una visión crepuscular del género y del hampa, que habrá tocado una cuerda sensible en el realizador de El asesinato de Jesse James... Luego de verla en televisión, Dominik se puso a leer todo lo que encontró del oscuro Higgins. A la hora de trasponerlo terminó eligiendo Cogan’s Trade, trasladando la acción de Boston a Nueva Orleáns y de los años ’70 al 2008, justo cuando el capitalismo financiero sufre el primero de sus colapsos recientes. Momento que es también el de la campaña presidencial que pondría fin a la era Bush, inaugurando la de Obama. Contra ese fondo de quebranto económico y caída política, Dominik recorta su historia de hampones de segunda, echando mano del no muy sutil recurso de los informativos de radio y noticieros de televisión en off. La acción en sí se reduce a un simple mecanismo de dominó. Un gangster de segunda contrata a un par de chorritos de cuarta para robarle a un ladrón. Pero el robo pone nerviosos a los dueños del dinero, que contactan a un killer, que a su vez contacta a otro... Un doble fuera de campo dispara dos interesantes sugerencias. Por un lado, lo que se ve son los peones del hampa. Nunca los reyes, que, como en la realidad, manejan los hilos desde el fuera de escena. La segunda sugerencia es la del juego infinito, con esa serie de contactos que termina perdiéndose allí donde el encuadre no llega. Mátalos suavemente es una de esas películas de género en las que el género (el policial, en este caso) provee la mera armazón, el esqueleto donde encajar las piezas. Piezas que son tanto los personajes como los actores que los interpretan, y aquello a lo que los personajes se dedican. Que es básicamente a hablar. Lo cual es paradójico, tratándose de tipos que, si no fuera porque no paran de hablar, serían parcos hasta el hermetismo. Organizada sobre la base de largas escenas de diálogo, la (a)puesta de Dominik descansa sobre actores capaces de hacer música con palabras. Una música pausada, cadenciosa, pastosa. Equivalente verbal de los arreglos de vientos de Gerry Mulligan, con solos, dúos y tuttis. Todos los ejecutantes están inmejorables. No sólo los de nombre (Pitt como el hit man Cogan; Ray Liotta como el dueño de garito al que le roban; James Gandolfini como desagradable killer alcohólico y putañero; Richard Jenkins como trajeado representante de la alta esfera mafiosa), sino los hasta aquí desconocidos, por más que tengan una larga foja de servicios. Básicamente, los dos chorritos junkies (uno más que el otro) que ponen el mecanismo en funcionamiento, ambos excelentes: Scout McNairy y Ben Mendelsohn. Un desperdicio gigante, eso sí, subutilizar a Sam Shepard en un papelito de un par de minutos. Como en Tarantino, los mejores momentos son aquellos en los que alguien cuenta algo que parecería no venir a cuento y sin embargo “chupa” toda la atención, por la capacidad de seducción (oral y visual) con que se lo narra. Toda la historia del garitero de Liotta robándose a sí mismo y la de cierta quemazón de un auto que se complica, por ejemplo. Si los diálogos son jazzeros, los éxtasis mortuorios son tan operísticos como los de El Padrino. Ver sobre todo cierta ejecución de auto a auto, en ralentis de una lentitud y grandeur que sólo el digital permite. La otra deuda para con el director de Jackie Brown es la exquisita banda de sonido, capaz de cruzar a Johnny Cash con Nico y a The Velvet Underground con Cliff Edwards y Petula Clark.
Muchos nombres famosos Desde hace unos años cunden los films en episodios sobre ciudades, que están entre el turismo (cultural, en el mejor de los casos), el encargo y el “fenómeno” cinematográfico, capaz de llamar la atención con los principales festivales internacionales como vidriera. Todo empezó con París je t’aime (2006), siguió con New York, I Love You (2009) y promete continuar con Berlín, Río de Janeiro y Shanghai (Jerusalén quedó en suspenso, seguramente por temor a los misilazos). Como ellas, 7 días en La Habana reúne nombres consagrados, tanto delante como detrás de cámara. En este caso, sobre todo detrás: algunos de los directores a cargo de los siete episodios son el palestino Elia Suleiman, el francés Laurent Cantet, el vasco Julio Medem y, faltaba más, dos argentinos: Pablo Trapero y Gaspar Noé. Decir que el resultado es desparejo es no decir nada: no hay film en episodios que no lo sea. Decir que la mitad más uno funciona y el resto no es decir algo más. Calma, argentinos, que las de Trapero y Noé están entre las que sí. Siguiendo el orden de presentación, 7 días en La Habana comienza, significativamente, con el episodio filmado por un estadounidense. Aunque es cierto que Benicio del Toro (de él se trata) es puertorriqueño. Habiéndose ganado tal vez el derecho a participar del proyecto tras haber hecho de Fidel en el Che, de Steven Soderbergh, el debut como realizador de Del Toro no está mal, con un joven actor estadounidense (Josh Hutcherson) mareado por el ron y el son, pisando el palito del viejo mito urbano que dice que si una chica muy alta y atractiva te sonríe, más vale andar con pies de plomo. Con guión de sus colaboradores de confianza (Mitre, Fadel y Mauregui), Trapero juega en el límite entre el documental y la ficción, filmando a un Emir Kusturica que hace de sí mismo. Invitado al Festival de Cine de La Habana, el bosnio toma, vomita y huye de ceremonias oficiales, para terminar tocando, de madrugada y en un perdido rincón ribereño, con su chofer y otros exquisitos jazzmen latinos. También hace de sí mismo en su episodio Elia Suleiman que, por más que ahora tenga barba blanca y anteojos, vuelve a componer el mismo personaje de Intervención divina o El tiempo que resta: un tipo perdido entre los laberínticos pasillos del hotel, mientras espera una entrevista con Fidel que se presenta igualmente laberíntica. Mientras la espera se alarga, observa, impasible y desconcertado, la extrañeza tropical que lo rodea. A propósito, uno de los méritos de esta coproducción franco-española-cubana es el de no incurrir en complacencia alguna. Por más que los vecinos sean tan alegres y hospitalarios como indica el lugar común, aunque no falten las mulatas corpulentas, los discursos oficiales son épicos y la vida cotidiana, espartana: autos-cascajo, motos sobrecargadas de pasajeros, cortes de agua y luz, jineteras ansiosas de cups (el peso convertible a dólares) y comerciantes que tratan de hacer su agosto a costa del prójimo. Además, desfilan a través de los episodios balseros que huyen, denuncias y persecución policial a travestis, represión a la homosexualidad, machismo y religiosidad primitiva. El cuarto episodio bueno es el de Gaspar Noé, que vehiculiza dos de sus obsesiones (el sexo y la violencia) con una pertinencia, poder de síntesis y falta de golpes bajos de las que la reciente Enter the Void carecía por completo. Su cuarto de hora de 7 días en La Habana es totalmente mudo, y lo que muestra es altamente provocativo. Al descubrir a su hija adolescente en la cama con una amiga, la madre la deriva a un chamán, que le practica un ritual afro de exorcismo. ¿Religiosidad afro, cincuenta y pico de años después de una revolución atea y marxista? El último episodio, dirigido por Laurent Cantet, dice lo mismo, mostrando el sincretismo religioso que hace que una mujer quiera levantar un monumento a la Virgen María... el día de Oxum, dios africano. Pero lo dice desde un naturalismo craso y sobreactuado, indigno del autor (¿ex autor?) de Recursos humanos, El empleo del tiempo y Entre los muros. En la misma línea, pero más, se inscribe el episodio de Juan Carlos Tabío. Pero a diferencia de Cantet y tratándose del correalizador de Fresa y chocolate y realizador de Guantanamera y Lista de espera, eso no debería sorprender. Otro que hace rato les dijo adiós a sus mejores tiempos es el vasco Julio Medem, que cuenta aquí un melodramita que podría haber firmado cualquiera. Un par de acotaciones finales: varios de los episodios más flojos fueron escritos por el novelista cubano Leonardo Padura y desde ya que la banda de sonido es para disfrutar de punta a punta.
Si Melody hizo de la clásica oposición entre romanticismo adolescente y represión del mundo adulto un paradigma tan naïf como perdurable, el nuevo opus del director de Chicos ricos va en esa misma dirección pero con una loable impronta provinciana. En los años ’70, en sintonía con el espíritu de rebeldía de la época, Melody hizo de la clásica oposición entre romanticismo adolescente y represión del mundo adulto un paradigma tan naïf como perdurable. Tanto, que de allí en más se hizo difícil leer hasta las obras de autores con marca registrada (ver si no el caso de Wes Anderson y su reciente y memorable Moonrise Kingdom) si no es en referencia a ella. Algo semejante sucede con Dulce de leche, nuevo opus del prolífico y mudable Mariano Galperin, capaz de pasar del nadismo cool de 1000 boomerangs (1994) a la provocación de Chicos ricos (2000) o El delantal de Lili (2004), de allí al sobrio minimalismo de Futuro perfecto (2008) y, ahora, a lo que podría denominarse neomelodysmo litoraleño tardío. A pesar de lo que lo abstruso de la definición podría hacer sospechar, Dulce de leche es un film loable, por razones que enseguida se verán. Para que una fábula sobre amores adolescentes funcione es necesario creer en ella. Para creer en ella hay que ponerse en el lugar de los enamorados. Eso es lo que hace Galperin en Dulce de leche. Ubicada en algún paraje indeterminado del litoral argentino (¿o será la zona pampeana?), hasta tal punto se identifica el film con los protagonistas que el propio paisaje, la meteorología, el entorno, parecen producidos por sus estados de ánimo. Como la tradición romántica indica, por otra parte. Un gran espacio abierto, el pleno sol de la media tarde, campo, árboles y un río expresan, en el plano de apertura, la amistad de Luis (excelente Camilo Cuello Vitale) y Pedro (Marcos Rauch). Amistad que parecería tener todo el futuro por delante. Más tarde habrá un encuentro en un campo de girasoles, el amor en medio de una tormenta, paseos en moto con viento en contra, fugas amorosas a casas okupadas, el escape final en un destartalado Renault Gordini. ¿Todo eso, entre Luis y Pedro? No, Dulce de leche no apuesta a la provocación sino al naïf absoluto: la historia de amor es entre Luis y Ana. Ana es Ailín Salas, la mejor elección posible para un amor a primera vista. Y eso es lo que sienten, claro, Luis y Pedro cuando la conocen: la primera amistad se termina cuando llega el primer amor. Dos grandes momentos de Dulce de leche, ambos con la magnética Salas como musa. Su primera aparición es a través de los ojos de Luis, que la ve justo cuando le están sacando una foto: corte y brusco primer plano de Ailín, iluminada por la luz del flash. Todo un flash para Luis. El otro momento es casi porno, con Ana hundiendo su dedo índice en un tarro de dulce de leche y dándoselo de chupar a Luis. Que esa sea la escena más gráfica de Dulce de leche en términos sexuales confirma la alianza de Galperin con sus protagonistas. Que hacen el amor, sí, pero a escondidas: la cámara respeta su pudor. Por el mismo motivo, todos los clichés románticos mencionados más arriba (los girasoles, el abrazo a la carrera, el amor en la tormenta) no son clichés, sino románticos. ¿Cómo se vive si no el primer amor? ¿Que ya no se vive así, a esta altura del siglo XXI? Depende dónde. Tal vez no en la ciudad, pero Dulce de leche transcurre en el campo. En el mismo sentido debe leerse la “subversión” de intoxicar a la directora de la escuela (Vivi Tellas) con unos honguitos que la hacen decir huevadas: desde una mirada adulta, la escena puede parecer una pavada. Pero no es una mirada adulta la que la ve. De la luminosidad (una luminosidad que es no sólo visual y emocional sino musical, gracias a los servicios de Fabián Picciano) se pasa al enrarecimiento, cuando la guerra entre libertad adolescente y mundo adulto queda declarada. ¿Una guerra maniquea, demodé quizás? También en ese punto convendría ir más allá del porteñocentrismo, y pensar si es tan inconcebible que en un pueblo chico se denuncie a un par de alumnos porque están llevando una vida semimarital, o que se los expulse si intoxican con hongos a la directora. O que sus padres (Luis Ziembrowski y Paula Ituriza de un lado, Florencia Raggi y Martín Pavlovsky del otro) quieran separarlos para siempre. Algo más inconcebible es la posibilidad de la fuga. Pero Dulce de leche no aspira al realismo sino a la fábula, el cuento de hadas adolescente. Como Melody.
Modosa y típica Al ver Las ventajas de ser invisible no es fácil entender por qué el libro en que se basa es de culto desde hace más de diez años. Tal vez el autor de esa novela, Stephen Chbosky, escribe mejor de lo que dirige. En pantalla, The Perks of Being a Wallflower (título original) peca de una modosidad que es un poco la del protagonista, un chico tan tímido que ni cuando tiene la respuesta correcta levanta la mano en clase, para que los compañeros no le tomen bronca. Al hacer desaparecer todas las marcas personales, Las ventajas... reitera todos los tics y clichés de los relatos de iniciación: el protagonista sensible, que aspira a escritor; los pesaditos del cole que se la agarran con él; la chica linda que aunque tiene novio le echa el ojo, de tan sensible que lo ve; el profe de Literatura (siempre es de Literatura) que lo toma como su favorito; los primeros besos y los primeros ácidos. Como es una historia de iniciación contemporánea, a todo eso se le encaja una historia de abuso familiar que parece arrancada de otro relato. ¿Será mejor la novela? A quien quiera averiguarlo no le faltará ocasión: acaba de editarse en la Argentina. No es que le falte drama al protagonista, Charlie (Logan Lerman, rotundamente inexpresivo), quien en cuanto la película empieza informa que el mejor amigo se suicidó y que él acaba de salir de una internación psiquiátrica. Del amigo y del suicidio no se sabrá más nada. El motivo de la internación es la carta que el casi impronunciable Chbosky (con antecedentes como productor de cine y televisión y guionista de la falsísima Rent, los bohemios) se guarda para el final. El problema es que antes de que llegue la revelación, pasada la hora y media de película, no hay ninguna clase de suspensión, ni en el protagonista ni en el relato. El Charlie de Logan (o de Chbosky) no es un pibe traumatizado, sino ese wallflower del que habla el título: el que juega a ser invisible, no sea cuestión de que los demás se enteren de su existencia. El truco es, claro, que van a venir en su rescate los chicos piolas del cole (sobre todo un chico gay, tan refinado y malicioso como un Rupert Everett en chiquito) y la chica linda: Emma Watson, la Hermione de Harry Potter. Así cualquiera es un wallflower. La modosidad no se manifiesta sólo en el respeto por el canon de la película de high school, sino sobre todo en el tono de la película, que también es como que quisiera pasar inadvertida, como Charlie. En el caso de este crítico, lo logró. Típico es también el recurso de colocar estratégicamente en el elenco a actores adultos de cierto nombre, para que funcionen como gancho. Dylan McDermott hace del padre de Charlie, Paul Rudd del profe bueno, Melanie Linskey (una de las Criaturas celestiales de Peter Jackson, la memorable vecina metida de Two and a Half Men) de la tía compinche (pero ya se verá) y a Joan Cusack es como que la llamaron de apuro cuando la película se estaba terminando, para que viniera e hiciera de psiquiatra comprensiva. Ah, a Chbosky le da por usar unos filtros flou totalmente demodées, tal vez para representar que la historia transcurre en el pasado (se supone que se trata de un recuerdo autobiográfico).
Columbo en el monte paraguayo El film de Incalcaterra y Quattrini es un diario de viaje, un thriller, una de aventuras, un film político, un cuento de Kafka en Paraguay, un drama de familia disfuncional, una comedia de equivocaciones y una versión del Quijote, entre muchas otras cosas. El documental contemporáneo se expande y diversifica hasta tal punto que obliga a una permanente red de redefiniciones. Hasta hace poco, la categoría “documentales en primera persona” permitía definir más o menos claramente de qué se hablaba. Pero en algunos de ellos la primera persona del narrador se limita al off, mientras que en otros el realizador interviene de cuerpo presente. Podría darse entonces el nombre de “documentales de cuerpo presente” a los de Michael Moore, Andrés Di Tella, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, en cierta medida M, de Nicolás Prividera, y la recién estrenada El rascacielos latino. A ellas se les suma ahora El Impenetrable, de Daniele Incalcaterra y Fausta Quatrini, que el sábado pasado ganó el Premio del Público en la última edición del Festival de Mar del Plata. Premio rarísimo si los hay: casi no hay antecedentes de que un documental (género que la mayor parte del público sigue suponiendo aburrido, escolar, meramente informativo) gane esa clase de tributo. Pero claro: como casi todos los documentales que importan, El Impenetrable es mucho más que un documental. El film del romano Daniele Incalcaterra y la suiza Fausta Quattrini (radicados medio año en Buenos Aires y el otro medio en París) es un diario de viaje, un thriller, una de aventuras, un film político, un cuento de Kafka en Paraguay, un drama de familia disfuncional, una comedia de equivocaciones y una versión del Quijote, entre muchas otras cosas que seguramente será y al crítico se le escapan. Si el título es el mejor posible (no cualquier título puede leerse al mismo tiempo de modo literal y metafórico, con semejante poder de síntesis), lo primero que se oye en El Impenetrable es para una antología de la destilación de bilis cinematográfica. “Hace veinte años mi padre envenenó mi vida por última vez”, dice Incalcaterra en off, mientras conduce su camioneta rumbo a la frontera argentino-paraguaya. El último veneno inoculado por il signore Incalcaterra mide 5000 hectáreas y está ubicado en pleno Chaco paraguayo. El monte al que llaman Impenetrable, y que tal vez lo sea no sólo por su abigarrada, espinosa flora. Funcionario de la Embajada de Italia en Paraguay, en los ’80 Incalcaterra padre resultó beneficiado, como tantos, por su buena relación con el dictador Stroessner, comprando por dos pesos un terreno que hoy vale millones de dólares. Cuando les legó el terreno a los hijos, Daniele le quitó el saludo: no quería ni oír hablar de ese negocito. Ahora lo pensó mejor y decidió tomar posesión, junto a su hermano, para devolvérselo a los propietarios originales: los indios guaraníes de la tribu de los ñandevas. Piensa ponerle de nombre Reserva Arcadia y dárselo a quienes aún resisten, en puñados, la completa deforestación de una reserva natural cuyo valor se estima en 600 mil millones de dólares. Para poder tomar posesión de su franja de tierra, Daniele Incalcaterra deberá vérselas primero con el llamado Rey del Ganado (ex Rey de la Soja), además de afrontar la corrupción y desidia oficiales, los propietarios armados, los laberintos burocráticos, los rumores de ejecuciones sumarias. La ley de la selva, en suma. Cultivando un personaje que tiene algo de Columbo, Incalcaterra irá sorteando esa maraña Impenetrable con gesto de buen chico y ayuda de ambientalistas y militantes de ONG, hasta lograr una reunión con el mismísimo presidente de la nación. Con el presidente Lugo, claro, que tal vez haya sido destituido justamente por prestarle oídos a gente como Incalcaterra. Cine directo en estado puro, El Impenetrable –producida por la compañía francesa Les Films d’Ici, la más consecuente sostenedora del documental de creación en el mundo entero– es un film en presente, en el que daría la sensación (la sensación es lo que importa en cine, esa verdad que la película construye, en paralelo con la “verdad verdadera”) de que todo lo que sucede tiene lugar ante los ojos del espectador. Un señor muy amable, pero que calza sobaquera; un cuidador que invita a derribar una tranquera, por cuenta y riesgo de los forasteros; las maratónicas consultas a funcionarios; los encuentros con propietarios, abogados, jueces y agrimensores; las propias dificultades del terreno: un árbol caído que impide el paso, caminos enlodados o un GPS que desorienta. El tereré que convida un ornitólogo que lo sabe todo sobre la fauna local, la clase magistral sobre apropiación de la tierra que da un ambientalista peruano. Fotografiado en parte por Cobi Migliora, DF de confianza de Lisandro Alonso, como todo gran documental El Impenetrable se interesa tanto por el gran cuadro de situación como por el detalle aparentemente insignificante. La línea del relato y sus digresiones, el dato duro y la nota al pie, la elocuencia y duración del plano antes que la bajada de línea en off.
Final mormón para la saga de vampiros La primera parte del episodio que concluye la serie escrita por Stephenie Meyer había abierto algunas esperanzas, pero todo quedó en eso. Aunque el público adolescente delirará, el cierre de Crepúsculo exhibe las mismas debilidades que caracterizaron la saga. Haciendo fluir finalmente algo de sangre, sexo y tragedia, un año atrás Amanecer parte 1 permitió abrigar esperanzas de que la saga Crepúsculo repusiera aunque más no fuera en parte, en sus últimas entregas, todo aquello de lo que hasta entonces había sido drenada. Que Amanecer parte 2 volviera a quedar en manos de Bill Condon, realizador de Dioses y monstruos y aparente responsable de que esta saga más cataléptica que vampírica cobrara súbita vida, no hacía más que reforzar la módica ilusión. Pero en ilusión quedó. A pesar de que algún revolcón se den Bella y Edward (ahora pueden: están casados) y más de una cabeza ruede por el polvo (¡pero sin derramar una maldita gota de sangre!), Crepúsculo se cierra haciendo honor al proyecto demencial de su autora, Stephenie Meyer. Como se sabe, la señora es mormona (la misma fe que profesa el homofóbico y antiabortista Mitt Romney), una de las creencias religiosas más férreamente puritanas de Occidente. De allí que Mrs. Meyer se propuso contar una saga de vampiros sin sangre: lo más parecido que puede haber a un western sin tiros o una porno sin tetas. Concluida la saga, debe reconocerse que la señora logró convertir su inaudito proyecto en objeto de culto, juntó millones y millones de fans y se llenó de plata. Dada su división en subpartes bien diferenciadas, La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 puede desagregarse de la siguiente manera: La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (1) Qué lindo es ser vampiro; La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (2) Taxonomía vampirológica: un curso veloz; La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (3) Enfrentamiento final: preparación, anticipación y dilación; La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (4) X-Men 6: Los vampiros también eran mutantes; La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (5) Enfrentamiento final sin enfrentamiento final; La saga Crepúsculo: Amanecer parte 2 (6) Happy End for Everybody. Si la descripción de su estructura deja al lector en estado levemente catatónico, que sirva de premio consuelo saber que algo semejante ocurrirá al espectador. Salvo que se trate de alguno de los miles de millones cautivos de la saga (sobre todo si son muchachas de entre 11 y 16 años). Ellos sí disfrutarán como locos/as de cada una de las seis partes de esta segunda parte de la cuarta parte, de más está decirlo. Lo mejor está seguramente en la primera parte, cuando Bella, convertida al chupasangrismo en su debut sexual (“si lo hacés te volvés vampira”, sería el mensaje), descubre sus superpoderes. En tiempos de superhéroes, los colmilludos no podían ser menos y es así como en esos primeros tramos Bella prueba su superolfato, su supervelocidad, su superpotencia sexual (los vampiros no duermen ni se cansan) y, finalmente, su carácter de “escudo”. Lo cual conduce ya a la segunda parte, que es la del curso veloz sobre las distintas clases de vampiros. El vampiro-escudo es uno, y Bella resulta ser una de ellos. Después están los vampiros buenos (el clan Cullen, del cual Edward es miembro) y los malos (los Vulturi, italianos cuyo linaje se remonta al Renacimiento, aristócratas despiadados a quienes todos los demás temen). La culpa de que los Vulturi finalmente se les vengan encima a los Cullen la tiene Renesmee, disparatado nombre que Bella le puso a su hija. Niña mestiza, hija de vampiro con mortal, Renesmee carga con la sospecha de que se trate de una “niña inmortal”. Sí, se sabe que todos los vampiros lo son, pero parece que algunos son más inmortales que otros. Y terriblemente quilomberos: en la Edad Media, algunos de estos niños terminaron destruyendo sus propios poblados. Desde entonces, los Vulturi (entre quienes asoma una ya veinteañera Dakota Fanning, en su debut y despedida de la saga) se dedican a la caza, persecución y decapitación de niños inmortales y sus madres. Por lo cual tiemblan Bella y la pequeña Renesmee. Pero mientras tiemblan reúnen un ejército de vampiros, venidos de todas partes del mundo. Amazónicos, rusos, árabes e irlandeses, son como los corredores de Los autos locos, pero serios (todo es terriblemente serio aquí). A ellos se les suma Jacob, el hombre-lobo enamorado de Bella (que tiene cierto interés depositado en Renesmee que no se revelará, pero que constituye tal vez el único aspecto divertido de la película) y detrás de Jacob vienen los demás lobo-hombres, alineándose en el equipo de Bella y los suyos, para enfrentar a los Vulturi, estilo Corazón valiente. Que, de más está decirlo, como son los malos los decuplican en número. Ese enfrentamiento, preanunciado hasta el hartazgo durante media película, termina con una especie de chiste, que es también un llamamiento final a la paz en el mundo. ¿Así termina una historia de vampiros? Sí, ésta sí. Fotografiada en ese tono gris-azulado que le es propio, con escenas románticas musicalizadas estilo FM Aspen y esparciendo el minishow de efectos especiales de rigor, durante casi todo su metraje Amanecer parte 2 es poco más que un desabrido desfile de chicas y chicos como salidos de ShowMatch: ellas, maquilladísimas, teñidísimas y cirujeadísimas (las narices; recuérdese que no tienen tetas); ellos, tan inflados de anabólicos que hasta a Schwarzenegger se le desinflará un bíceps al verlos. Lo que no hay es baile del caño, algo que para los mormones será algo así como Obama para Mitt Romney.