Bandidos ¿El festival que depende de la Secretaría de Cultura de la Ciudad se abre con una película populista? Ehhhh, pare la moto, compañero. Una cosa es lo que parece ser, otra lo que es. Bandido venía con un fuerte boca en boca, referido a la actuación de Osvaldo Laport. Confirmado: el ex galán de telenovela está excelente en la piel de Roberto Benítez, conocido por el nombre artístico de Bandido. Benítez es un ex ídolo de la canción, que está más hecho pelota que el Diego en los últimos tiempos. Pero no porque esté gordo como un barril o no pueda hablar. A los 50 y pico, Bandido atraviesa una de esas depresiones que no te permiten levantar los ojos del piso. Aunque no lo verbaliza, es obvio que se siente terminado. Se supone que un cantante melódico, al estilo 70’s/80’s (aunque eso no está muy claro y los números no darían, pero no importa), Benítez es consciente de ser un dinosaurio. Los raleados contratos en clubcitos de provincia parecen confirmarlo. Todavía tiene sus fans (hasta Camilo Sesto o Johnny Tedesco los/las tenían, un fan no se le niega a nadie), pero firma autógrafos como un autómata, sabiendo que eso no quiere decir nada. El hecho es que la voz (o el ánimo) no le da para cantar ni el tema más elemental, y su representante cuenta los ingresos en billetes de a cien. Roberto (el nombre es el mismo que el de Sandro, claro) tiene una buena casa en un barrio privado, producto de aquellos tiempos. Una tarde cuando vuelve a casa, con el ánimo por el piso, encuentra en la cama a su hija Vicky que acaba de romper con su pareja y busca refugio en lo de papá. Papá se lo da, chocho de la vida: Vicky es de los pocos afectos auténticos que le quedan. ¿Suena sensiblero? El opus 2 del cordobés Luciano Juncos (la primera fue La laguna, en 2013) apela, en efecto, a los buenos sentimientos, cuando su ópera prima optaba por un aire de misterio tal vez místico. ¿O es que Bandido especula con los buenos sentimientos? Esto queda a cargo de cada uno. A mí me parece que sí, por la forma en que una pieza encaja perfectamente con la otra, en una especie de perfecto Mecano sentimental. Cuestión que además de encontrar a la nena en casa, Roberto reencuentra también a su viejo amigo y compañero de correrías el Pancho, que aparece como un enviado del cielo (o del guion) en su peor momento. A Roberto acaban de afanarle el auto a punta de pistola unos pibes chorros, le dan una mano unos vecinos solidarios (“el pueblo es lo mejor que tenemos”, generalizó uno) y ahí pinta Rubén, ex acordeonista y violinista de los tiempos en que Bandido lideraba un grupo de ¿cuarteto cordobés? ¿No era cantante melódico? Bué, ponele. Cuestión que el barrio en el que lo acogen en la mala viene librando una de esas batallas entre la gente noble y las empresas malas, que tanto “garpan” en términos de gusto del público. En este caso se trata de una torre de telefonía móvil que una corporación anónima le quiere encajar al barrio humilde. Aunque no sea tan conocido (en este sentido la película de Juncos cumple una bienvenida función didáctica), está comprobado que estas torres emiten radiaciones perjudiciales para la salud, por lo cual deben ser instalada lejos de los centros poblados. Para combatir a la corpo, la gente buena del rioba no hace una marcha sino que una organiza una fiesta popular, uno de cuyos números podría ser… ¿Bandido? Pero claro, hombre, faltaba más. De esa forma tenemos todas las bazas cubiertas: Bandido se reencuentra con su pueblo (y por ende consigo mismo) y con su viejo compañero de banda, se hace amigo del pibe que le afanó el auto (¡!), y al mismo tiempo el pueblo se manifiesta contra la corpo. Hasta acá tendríamos una dosis de populismo básico, que también permite cubrir un par de bazas simultáneas: vuelve a la película “querible” y teniendo en cuenta que fue la apertura del Bafici convierte al festival de la Ciudad en evento no macrista, sino populista. ¡Bingo, my man! Hay un problema, o hilacha a la vista, o acto fallido, o arrugue de barrera: en su alocución popular, el Pancho, que es el referente del rioba, “denuncia” a “esas grandes empresas que por ái hacen cosas buenas, pero a la vez nos envenenan”. ¿Cosas buenas? ¿Cuáles serían las cosas buenas que hacen esas grandes empresas? ¿Envenenar a la población? ¿O envenenan por un pequeño “exceso”, como los milicos del proceso, pero en el fondo tienen buenas intenciones? ¿Será una de esas empresas la multinacional Dupont, que al año 2009 produjo 200 cánceres en las afueras de -justamente- la ciudad de Córdoba (link)? ¿Qué pensarán los activistas anticontaminación del barrio cordobés de Ituzaingó ante este speach del macanudo Rubén, representación misma del “alma popular”? ¿Estarán de acuerdo los padres de cientos de chicos nacidos con malformaciones en las provincias del Chaco, Santiago del Estero y Misiones, con la idea de que las empresas que envenenan a la población “por ái hacen cosas buenas”? Ay, no ái. Así se abrió el Bafici 2021: con una película que sobreimprime la fórmula “veterano ídolo popular back again” (que supo de un exponente mucho menos calculado, El cantante, protagonizada por Gérard Depardieu) con el populismo demagógico de más (im)puro cuño, al estilo El dedo en la llaga o Luna de Avellaneda. Ya se sabe que hasta los festivales más elitistas tratan de empezar con películas “para todo público”, sobre todo si son protagonizadas por actores populares, cuestión de tener buena cobertura en todos los medios. Los medios populares, ¿viste? Clarín, por ejemplo, el diario de mayor tirada y una empresa que por ái hace cosas buenas.
"La audición": la disciplina como enfermedad. Una profesora de violín se obsesiona con uno de sus alumnos, en cuyo éxito o fracaso parece proyectar traumas de su pasado familiar. “Tu madre siempre vio su enfermedad como una falta de disciplina”, le dice el padre a Anna, al mismo tiempo que trata al nieto con una severidad que roza el sadismo. En la familia de Anna la disciplina es una enfermedad que se transmite de generación en generación. Abstraída en las inseguridades en las que se formó, Anna “se olvida” de dar afecto a su marido e hijo. Hasta que aparece alguien en quien canalizar la obsesión largamente amasada. Presentada en los festivales de San Sebastián y Toronto, La audición es lo que tiempo atrás se hubiera llamado “drama psicológico”, término que más tarde adquirió cierta connotación despectiva. Tratándose de disciplina y siendo la película de origen alemán, lo que habría que ver es si el opus 2 de la realizadora Ina Weisse trata sobre un caso personal, o cabe hacerlo extensivo a una cultura entera. “¿Te parece que en una semana va a estar en condiciones?”, le pregunta el jefe de una comisión examinadora a Anna (Nina Hoss), profesora de violín en un instituto de música. El aspirante no se muestra del todo seguro, pero Anna sí. A partir de ese momento pasa a ser una suerte de tutora de Alexander (Ilja Monti), cuyo éxito o fracaso en la presentación escolar Anna vive con una intensidad que no es equivalente a la del muchacho. “El sonido tiene que salir de adentro”, le reprocha Anna. “Tenés que oír las notas antes de tocarlas”. Y a él el violín parecería ejecutársele con independencia de sus deseos, como si la relación entre instrumentista e instrumento se hubiera invertido. Al mismo tiempo el lugar de autoridad de Anna empieza a resquebrajarse. Un colega (que es también su amante, papel a cargo de Jens Albinus, todo un icono de las películas del Dogma danés) la invita a tocar en un quinteto de cuerdas, y tocar la retrotrae al corazón mismo de su trauma. A partir de ese punto la examinada pasa a ser ella. Al menos así es como lo vive. En tiempos de reacción antipsicologista, la sola palabra “trauma” puede sonar a poco menos que un sacrilegio. Salvo que se trate de un trauma físico, en cuyo caso no hay problema. Habría que preguntarles a los cientos de miles de personas que en su infancia fueron víctimas de violencia familiar, a ver qué nombre le pondrían a lo que les sucede. La obsesión de la profesora por su alumno favorito recuerda a la de la protagonista de La maestra de jardín (Nadav Lapid, 2014), con la diferencia de que lo que allí estaba al borde del abuso infantil aquí responde más a una ilusión proyectiva, con Anna deseando que Alexander triunfe donde ella perdió. La audición no es una sesión de terapia: no son las palabras sino las miradas las que construyen sentido. La mirada ladeada de Philippe, marido de Anna (el francés Simon Abkarian), que la observa en silencio, como en un round de estudio. La mirada de reproche del hijo, Jonas (Serafin Mishiev), que se encuentra compitiendo de pronto con un rival inesperado (él también estudia violín, en el mismo instituto donde Anna da clase). El cruce de miradas entre Anna, Philippe y Jonas, durante una cena en la que la cuerda se tensa. Se tensa, pero no se rompe. Esto no es Whiplash, donde el profesor le revolea un platillo por la cabeza al baterista que equivoca un compás. Siendo un chico, es bastante lógico que sea Jonas el que en un momento dado “pasa al acto”. Pero el de los adultos es un mundo de emociones férreamente acorazadas. En este sentido la elección de Nina Hoss, actriz fetiche del realizador Christian Petzold, es ideal: la protagonista de Barbara y Ave fénix es capaz de “narrar” en dos planos, el de lo aparente y el de lo reprimido. Sobre todo cuando la cámara se aproxima a su rostro y comunica capas superpuestas de culpa, angustia y ansiedad. Como si se estuviera desmoronando, sin que el gradiente de la brújula se corra ni un grado de su eje.
"Las brujas" no le hace honor a Roald Dahl El autor de "Jim y el durazno gigante" y "Charlie y la fábrica de chocolate" no sale bien parado de esta nueva adaptación cinematográfica de uno de sus mejores relatos. Lo que fascina a Robert Zemeckis, que en un par de meses cumple 70, es el mecanismo. El mecanismo de relojería, automóvil y máquina del tiempo de Volver al futuro (y el propio mecanismo narrativo del viaje de ida y vuelta al pasado), el mecanismo de animación de ¿Quién engañó a Roger Rabbitt?, El expreso polar y Beowulf, los efectos especiales de La muerte le sienta bien, la mecánica de trampas narrativas del thriller Revelaciones. Sus películas buenas son aquéllas en las que el factor humano (la electricidad de Michael J. Fox en Volver al futuro, la soledad de Tom Hanks en Náufrago) contrapesa o sobrepasa esa mecánica. Nueva versión del relato homónimo de Roald Dahl después de que Nicolas Roeg chocara contra él treinta años atrás (aun contando con Anjelica Huston en el protagónico), Las brujas no es uno de esos casos. Coproducida y coescrita por Guillermo del Toro, la cosa empieza bien. Un narrador en off se remonta a su infancia, a fines de los años 60, para contar(nos) cómo fue que se enteró de que los personajes del título existen. Empieza bien por su apelación a la niñez, época de la vida en la que puede creerse en toda clase de seres sobrenaturales. Esa apelación es múltiple, y eso es lo que la hace atractiva: la niñez del protagonista, la niñez de los espectadores más mayorcitos en tanto el relato viaja hacia un tiempo pasado, la niñez de todos los espectadores, invitados a experimentar un cuento maravilloso. Oscuramente maravilloso, claro, como todos los de Roald Dahl, heredero a distancia de los hermanos Grimm y autor de Jim y el durazno gigante, Charlie y la fábrica de chocolate y Matilda, entre otras. Como en la nouvelle de Dahl, tras sufrir una pérdida crucial el protagonista hace un viaje con su abuela (Octavia Spencer), aunque no a Noruega sino a un lujoso hotel ubicado en Alabama, donde tendrá lugar el plenario de la sociedad que nuclea a las brujas del mundo. Como todo niño, el narrador (a quien como en la novela no se identifica con nombre de pila) tiene una mascota, en este caso una ratita blanca. Y sucede que es en eso mismo, en ratas, en lo que las brujas --capitaneadas por una Anne Hathaway que habla con un acento como de Rucucu-- quieren convertir a los niños. Como casi todas las películas del autor, esta vez en resuelto plan de farsa ruidosa (Náufrago es una excepción), Las brujas es desaforada, hiperbólica, llena de efectos especiales y con un vértigo de puesta en escena que revela aún más, por contraposición, la oquedad de todo aquello que no puede ser manipulado por computación. Como la orfandad del protagonista, de la que uno se olvida en cuanto aparece la primera bruja y hay que ponerse a correr, como si se tratara de una versión larga y aparatosa de Tom y Jerry.
"La sombra del gallo", el femicidio en pantalla El realizador se apoya en una trama abundante en indicios, en la que un pueblito ruinoso sirve como ámbito a policías de dudosas actividades. El policial, se sabe, es un sistema de indicios cuyas interrelaciones arman la trama, en algunas ocasiones de modo más incierto que otro. En su primera película de ficción, filmada en formato Scope, el hasta ahora documentalista Nicolás Herzog (Orquesta roja, Vuelo nocturno) se juega una carta brava, consistente en desperdigar indicios a los que hay que “estirar” muchísimo para llenar los huecos de la red llamada trama. La película trata sobre el femicidio, y también sobre el sentimiento de culpa de quien ayudó a cometerlo o lo presenció, sin hacer nada para impedirlo. Es una de las primeras ficciones argentinas que se hacen cargo de un tema que es uno de los principales en la agenda contemporánea, y eso incrementa el interés de un film en el que el peso de lo no dicho, lo no mostrado, es de tal magnitud que de a ratos amenaza con oscurecerla hasta el grado de noche cerrada. Desde ya que el asunto es oscuro y la película también lo es, con toda deliberación. Tras ocho años de cárcel, el policía Román (Lautaro Delgado Tymruk) consigue una licencia de cuatro días para visitar a su padre muerto, miembro también de la repartición. Todo transcurre en un pueblito pequeño y ruinoso (la película se filmó en Entre Ríos), lo cual colabora a dar a la ficción un tono de realismo sucio, con interiores descuidados y derruidos. Afincado a solas en la semiabandonada casa familiar (la madre murió bastante tiempo atrás), Román tiene sueños que empiezan a llenarse de recuerdos. Y la vigilia también. Como en la miniserie River (2015), uno de esos fantasmas, el de una chica muerta (Rita Pauls) con la que Román tuvo una relación de pareja, aparece como una entidad bien corpórea, bien real. Mientras tanto Román ha vuelto a visitar a un amigo de su padre (Claudio Rissi, componiendo a uno de esos tipos temibles de tan amables), otro policía cuyos hijos desparraman un denso halo de sospecha. Y las chicas muertas, relacionadas con una red de trata, se multiplican. Herzog apuesta, en términos de registro, a un realismo sucio hecho de residuos, remanentes que no son sólo objetuales. Es como si todo el recuerdo de Román viniera cargado de detritus semejantes a aquéllos que pisa. Por ese lado (no el del recuerdo, sino el del registro), la película recuerda a El otro hermano, el film más reciente hasta la fecha de Israel Caetano, parentesco reforzado por la inquietante presencia en ambas de Ailan Devetach. En lo que refiere a lo expositivo, el realizador narra con grandes elipsis unidas por hilos tan delgados como el apellido del protagonista. Por lo cual basta que al espectador se le escape un detalle o una relación entre escenas, o no entienda bien una línea de diálogo, para que zonas enteras de la trama queden en la oscuridad. El final, que cierra la película como si le faltara el último acto, corrobora esta voluntad de elipsis a rajatabla, que hace de la historia un rompecabezas para armar.
"El precio de la verdad", lucha contra las corporaciones Lejos de su estilo habitual, el realizador estadounidense hace de Mark Ruffalo el típico abogado-héroe enfrentado a una empresa que contamina sin escrúpulos. Con películas como Safe, Velvet Goldmine, Lejos del paraíso, Carol o la serie Mildred Pierce, Todd Haynes se ganó el estatus de director de “películas de mujeres” hechas con un estilo inconfundible, con el que a partir de Lejos del paraíso reescribía el melodrama de los años 50, con una pluma delicadísima. Todo eso queda temporalmente de lado en una película como Aguas peligrosas, vehículo narrativo en el que se vuelve a contar la historia del hombre solo, o casi solo, yendo en contra de todo el sistema, y de sus propios y pequeños intereses personales. El sistema es representado aquí por la empresa DuPont, una de las más grandes del mundo en productos químicos, que a lo largo de casi medio siglo envenena las aguas de una región, y de la vida cotidiana de los seres del mundo entero. La historia es real y el resultado, efectivo ya que no original, desorientará a quienes se acerquen en busca de “una película de Todd Haynes”. Todo comenzó, como en tantos otros casos, con una larga crónica de The New York Times, sobre un abogado que llevó a juicio a un gigante como DuPont. Lo curioso es que para ello el abogado tuvo que volverse contra quien le daba de comer, ya que Robert Bilott (Mark Ruffalo, uno de los productores de la película) trabaja para un superestudio jurídico, uno de cuyos clientes es justamente… DuPont. El asunto comienza el día en que un granjero de pocos modales, Wilbur Tennant (Bill Camp) irrumpe en el despacho, el mismo día en que el director ejecutivo comunica a los socios que ha decidido elevar a Bilott a la misma categoría que ellos ocupan. Al granjero se le murieron casi un centenar de vacas en el curso de los últimos años, y a otras se vio obligado a matarlas, ya que se pusieron inesperadamente agresivas. Sin saber que Bilott trabaja como abogado corporativo viene a pedir su ayuda, sabiendo que se especializa en temas químicos, ya que con muy buen criterio sospecha que su ganado ha sufrido un contagio de ese tipo, a través del agua que bebe a diario. Bilott acepta investigar, por la sencilla razón de que el granjero es vecino de su propia abuela. Temiendo tal vez un contagio de su pariente cercana, el abogado toma el toro por las astas y se hace cargo del caso. De allí en más se inicia una odisea trágica, de la que no está ausente la enfermedad del propio granjero y su esposa. Como tampoco están ausentes todas las marcas de esta clase de películas sobre luchadores quijotescos en la sociedad estadounidense, desde la investigación a solas hasta el descubrimiento de horrores mayores aun que los originales, hasta las presentaciones en distintas instancias legales. Desde las amenazas más o menos veladas de los ejecutivos hasta las más concretas, en manos anónimas. Desde las dudas y afección del héroe hasta el cuestionamiento de su esposa (Anne Hathaway), alarmada por el enfrascamiento de su marido en el asunto, que lo lleva a alejarse de ella y sus hijos. Desde la aparente derrota hasta la posibilidad de una épica de último minuto, que compense un poco los disgustos, enfermos y muertos habidos en el curso del pleito. Cambiando químicos por tabaco, se advertirá que El precio de la verdad no dista mucho de un clásico del rubro como El informante, sin dejar ni siquiera afuera la puntualización de que, en caso de haber una victoria, el responsable absoluto será el héroe, como si hubiera luchado solo. Más allá de sumergir la película entera en una ominosa bruma azulada, el realizador de Carol ha decidido no atribuirse ninguna otra intervención personal, sea estética o narrativa, de modo de permitir que el relato camine como si nadie lo estuviera contando. La ausencia incluye el inveterado interés de Haynes por los personajes femeninos, registrable en el papel casi inexplorado de la esposa de Bilott. Hecha esta aclaración, el relato fluye de modo efectivo y las actuaciones son tan compactas como era de desearse. Más allá de que el estilo del engordado Ruffalo, que no carece de gesticulaciones y afectaciones, pueda contar con sus fans, pero también sus posibles detractores.
"Espero tu (re)vuelta", un documental cuerpo a cuerpo La película retrata tres episodios sucesivos en los que la juventud paulista ganó la calle por distintas clases de reclamos. Algo muy fuerte, relacionado con la dinámica narrativa y visual, atraviesa el documental político brasileño. Vista un par de años atrás, O processo, sobre el golpe institucional contra la presidenta Dilma Roussef, avanzaba a ritmo trepidante a lo largo de su larga extensión, gracias al nervio impreso por su montaje. Ahora Espero tu (re)vuelta, sobre las luchas estudiantiles de la última década en la ciudad de San Pablo, levanta la apuesta y a ese mismo ímpetu de la edición, y a la investigación a fondo que caracterizaba el film de Maria Ramos, le suma una variedad de recursos narrativos que lo vuelven fascinante. El resultado es una máquina narrativa exuberante y contagiosa, que cuenta con energía inclaudicable un proceso político hecho de triunfos y derrotas. “Se terminaron tus cinco minutos, ahora déjame a mí”, le avisa Nayara Souza a Lucas Penteado, e invocando la pertinencia de que sea una mujer la que narre un proceso en el que sus hermanas fueron protagonistas, toma la palabra y cuenta. La narración de Espero tu (re)vuelta, a tres voces, da por resultado lo que podría denominarse “primera persona coral”. Lo que cuenta la película dirigida por Eliza Capai son tres episodios sucesivos -años 2013, 2015 y 2017- en los que la juventud paulista ganó la calle por distintas clases de reclamos, que van desde el intento oficial de degradar la escuela pública hasta el decreto por el cual se aumentaban los pasajes en el transporte público. Si bien las dos primeras batallas (la palabra no queda chica) se dieron bajo los gobiernos de Dilma Rousseff, el responsable por las medidas fue el gobernador del estado de San Pablo, Geraldo Ackmin, actual presidente del centroderechista PSDB. Llamativamente, ninguno de los narradores pertenece al PT. Lucas da la impresión de ser extrapartidario, Nayara Souza milita en una organización más a la izquierda y otra, la tercera en cuestión (Marcela Jesus), parece simpatizar con el anarquismo. El último enfrentamiento, en el que los jóvenes protestan contra el intento de aumentar las tarifas del transporte, recuerda claramente el caso de Chile, aunque en verdad es anterior (2017). Puede ser que la influencia haya corrido al revés, porque la lucha de los estudiantes del mayor estado del Brasil resultó exitosa, obligando al gobierno estadual a revocar el decreto. Tal como había sucedido antes, cuando se quiso imponer una “relocalización” estudiantil, que implicaba el traslado de 100 mil estudiantes de un colegio a otros, y el cierre de 93 establecimientos. Exactamente lo mismo que intentaría poco más tarde en la Argentina el gobierno de Mauricio Macri en el marco de la pretendida reforma educativa, que puso en pie de guerra a toda la comunidad. El status de narración coral da a Espero tu (re)vuelta un carácter de testimonio global por parte del estudiantado, que empuja su significación (por si hubiera alguna duda sobre la masividad del movimiento, allí están las calles llenas de jóvenes, y los particulares que salen en su defensa ante los bastonazos y bombas de gases lanzados por la policía militar, así como otros les tiran el auto encima). Los protagonistas dan un sentido amplio a la palabra “político”, que incluye no sólo la batalla callejera (el de Eliza Capai es un verdadero documental cuerpo a cuerpo) sino además la reivindicación racial y de elección sexual. “Ocupar nuestros cuerpos es un acto revolucionario”, afirma una de las protagonistas. Pero además están los brotes de autoconciencia y de apelación directa al público (“eso quedará para algún otro documental”, “ya sé que va una hora de película y ustedes estarán cansados”), la intervención sobre el propio material (“mové la cámara para la derecha, ahora para la izquierda, un poco más abajo”) y el carácter vitalísimo, jadeante, rapeado, casi de fiesta pagana, con que se revive una historia que tuvo todas esas características.
"Respira", o el exceso de agroquímicos El urgente tema de los fertilizantes tóxicos sirve en la película como vehículo para una historia que combina suspenso, acción y violencia, no siempre en las dosis adecuadas. Como muchas películas recientes de terror, Respira opta por un título-orden, como ¡Huye!, No mires atrás, No te duermas, No despiertes o Pasame la sal. El opus 2 de Gabriel Grieco -cuyo título original, Transgénesis, era más bonito, pero seguramente menos comercial- no es en verdad una película de terror sino un thriller ecológico, en el cual el único monstruo son, como en la realidad, los fertilizantes, que contaminan poblaciones enteras aquí y ahora, trayendo muerte y enfermedades infantiles gravísimas. En la ficción urdida por el propio Grieco, un aviador despedido de su empleo va a parar con su mujer e hijo a una olvidada zona rural, donde los agroquímicos se rocían de a hectolitros con la mayor impunidad. Hace rato que Leonardo (Lautaro Delgado Tymruk)está sin empleo por haberle cantado cuatro frescas a su jefe, y en esa circunstancia le llega el ofrecimiento de una empresa privada para trabajar para ellos, desperdigando agroquímicos en una zona de maizales. Primero se niega a aceptar pero luego lo convence su esposa, la aguerrida Leticia (Sofía Gala, siempre bien parada en escena), que piensa con más practicidad que él. Por su carácter sórdido y siniestro, la fauna local recuerda a la de El otro hermano, última película a la fecha de Israel Adrián Caetano. Sobre todo el encargado de la “empresa” (las comillas son porque nunca llega a verse a otros representantes de la firma), encarnado por Daniel Valenzuela con el necesario sentido de amenaza. Pero también el comisario de Gerardo Romano, no por más refinado menos peligroso. Sucede que la empresa fumigadora opta por encerrar a aquellos que hayan sido contaminados como se hacía siglos atrás con los apestados, y un pequeño grupo de resistentes armados, que incluye a una siempre excedida Leticia Bredice, los descubre. Con lo cual lo que se mantenía encubierto sale a la luz y estalla. Sin pretender salirse jamás de los códigos genéricos -se buscan el suspenso, la tensión, la acción y la violencia-, Grieco logra al mismo tiempo “colar” en la ficción una temática tan densa como es la contaminación por agroquímicos. Durante la primera mitad del breve metraje se las arregla para narrar criteriosamente, evitando forzamientos, excesos y golpes bajos, más allá de alguna torpeza disculpable. No sucede lo mismo durante el desenlace y la culminación de Respira, título que alude tanto a las enfermedades pulmonares que ocasionan los agroquímicos como al asma que sufre el hijo de los protagonistas. A esa segunda parte le falta pulso, convicción, desesperación -elementos que la historia pide- como si los tiros y enfrentamientos fueran más una exigencia genérica que una verdadera necesidad dramática.
"Araña": cuando el presente lleva al pasado El largometraje de Andrés Wood admite diversas etiquetas --"thriller político”, “drama romántico”, “film de época”-- a la hora de plantear una historia vinculada con el grupo de extrema derecha Patria y Libertad. En los últimos treinta años el cine hispanoamericano abordó con frecuencia, desde el documental o la ficción, la cuestión de la lucha armada en los años 70. Pero siempre y con la única excepción del documental La feliz, continuidades de la violencia, de Valentín Jorge Diment (sobre el grupo parapolicial CNU de Mar del Plata) se focalizó en la experiencias de los grupos de izquierda. Desde Chile, y desde el ámbito de la novela, Roberto Bolaño se interesó en cambio por los representantes armados de la ultraderecha de su país, en novelas como Estrella distante. También desde Chile --como si allí se hubiera abierto un grifo, que trae agua sucia-- llega ahora Araña, la nueva película de Andrés Wood, donde el director de Machuca y Violeta se fue a los cielosapunta también para el mismo lado. El lado del grupo parafascista Patria y Libertad, que en tiempos de Salvador Allende se ocupó de apalear comunistas, cometer atentados y fogonear la famosa huelga de camioneros, que llevaría a la caída del gobierno de la Unidad Popular. Como suele suceder en esta clase de relatos, un hecho del presente dispara el regreso del pasado. En el presente, un hombre llamado Gerardo (Marcelo Alonso, visto en El club y Neruda) actúa como vigilante callejero, persiguiendo, dando caza y ajusticiando de la manera más brutal a un ladronzuelo de poca monta. La reaparición de Gerardo trae zozobra a Inés (Mercedes Morán en la edad madura del personaje, con acento chileno), una exitosa y enriquecida mujer de empresa, que le debe alguna traición. Inés y Gerardo no sólo militaban juntos sino que siempre hubo entre ellos algo fuerte del orden del deseo, conformando un triángulo con Justo, pareja estable y algo prescindente de ella (Felipe Armas). Inés teme que su ex compañero de militancia, que ha sido arrestado y derivado a un centro psiquiátrico, abra demasiado la boca y la derribe de su trono, esmeradamente esculpido tras los años infames. E intentará acallarlo. A la etiqueta de “thriller político” habría que sumarle en este caso las de “drama romántico” y “film de época”, si se puede admitir como románticos a seres que piensan que está bien asesinar figuras del otro bando político, conspirar contra un gobierno legítimo o ejecutar a pibes chorros a la chilena. La película de Wood, escrita por el propio realizador junto a Guillermo Calderón, hace equilibrio entre esas fuerzas tradicionales (podrían adherírsele a Lo que el viento se llevó y Casablanca las mismas estampillas), con una fuerte tensión sexual entre los tres protagonistas, referencias directas al terrorismo de derecha del otro lado de los Andes, afinada reconstrucción de época y el suspenso que representa no saber si Gerardo va a hablar o si Inés, por lo contrario, va a salirse con la suya (Justo no cuenta, ya que vive en base a litros de whisky). Todo eso funcionaría con eficacia si no fuera por dos elementos centrales que hacen agua. Hacerle “hacer de chilena” a una actriz argentina es como querer hacer pasar por andaluza a Nicole Kidman: un dislate imposible de creer, que genera que cada vez que la pobre Mercedes Morán abre la boca, lo que surge se parezca más a un ruido que a una elocución. Peor aún, dada la atracción que siente por Gerardo, y que nada se le pone demasiado en el camino (Justo no tomaba whisky todavía, pero se comportaba como un dandy partidario del laissez fairesexual), no resulta creíble que después de un atentado lo traicione, dejándolo en la estacada, como en un tango trasandino. Ambos elementos, sumados, funcionan como las armas que maneja Gerardo, disparando en contra de la credibilidad del relato. Las películas previas de Wood lo mostraban como un narrador tradicional pero firme, con el aditamento en Violeta se fue a los cielos de una empatía, una cercanía, que en las otras no abundan. Lógicamente que en este caso y con estos personajes nadie puede pretender que la película se juegue a una empatía ni remotamente parecida. Pero sí podría pedirse --descontando incluso los referidos atentados a la verosimilitud-- que Arañase asemejara menos a un mecanismo de relojería, que --más allá de que alguna de sus manecillas se presente algo chueca-- más o menos funciona. Pero sólo en sus propios términos.
"De repente el paraíso": viñetas conectadas por el silencio En todas las escenas, Suleiman hace de un director de cine cuya película más reciente se llama...De repente el Paraíso “¿Usted es Brigitte?”, le pregunta una pareja de turistas japoneses en París a Elia Suleiman, que hace de Elia Suleiman en la última película de Elia Suleiman. Por las dudas que algún lector lo ignore, y dado que el nombre de pila se presta a confusiones, es conveniente aclarar que el señor Suleiman es un señor. La comunicación no es una cuestión sencilla en De repente el paraíso: el protagonista no habla, se relaciona con las cosas a la distancia y más de una persona se dirige a él en lenguas extranjeras, que no sabemos si Suleiman (el personaje) domina. Siempre tendió al mutismo el personaje de Suleiman (en Crónica de una desaparición, en Intervención divina, en El tiempo que resta) pero en esta ocasión ya directamente no habla, salvo dos o tres palabras intercambiadas con un taxista negro en Nueva York. Habida cuenta de que el taxista es tal vez el único personaje que demuestra un genuino interés por él, de allí podría empezar a tirarse del hilo que explicaría por qué el Suleiman de ficción se niega a hablar. Porque está claro que puede. Como los films anteriores, De repente el paraíso es una suma de viñetas, cuya única conexión es que todas están protagonizadas por el propio Suleiman, que hace de un director de cine cuya película más reciente se llama… De repente el paraíso (It Must Be Heaven es el nombre con que se la conoce internacionalmente). En ellas Suleiman se pasea (por Nazareth, que es su ciudad, y también por París y Nueva York) o se asoma al balcón de su casa, y en todos los casos observa. En el más absoluto silencio. Se lo ve triste. Carga una muerte reciente, que no está el todo claro si es la de su madre o su esposa (la mudez del personaje a veces afecta también la comunicación con el espectador), y esa pérdida asoma a su rostro, aunque en otras ocasiones deja ver una característica mirada pícara. Suleiman (el personaje y el realizador se funden aquí) es como ese otro observador mudo que es el espectador de cine. Entre las cosas que el personaje Suleiman observa sin abrir la boca hay un cazador tan imaginativo como dicen que son los pescadores, un grupo de choque (¿israelí?) que deja a un hombre herido, dos palestinos muy tradicionalistas que cuidan que su hermana no se alcoholice con pollo al vino blanco, un vecino que se apropia de su limonero, dos soldados que llevan a una prisionera. Todo ello en Nazareth. En París mira, claro, una sarta de chicas espectaculares (con la espectacular versión de Nina Simone de “I put a spell on you” como fondo), mucha gente andando en velocísimos monociclos del futuro (incluidos tres policías), un servicio de atención al indigente que incluye comida de avión pero no alojamiento ni rescate… y así sucesivamente. Un productor francés le explica muy amablemente que no puede participar de su película más reciente (que, se supone, es la que estamos viendo) porque “no es suficientemente palestina”, y en Nueva York Suleiman sueña que toda la gente anda armada hasta los dientes, incluyendo señoras con carrito y hasta niños. Se podría imaginar que toda una línea de actores cómicos --Keaton, Chaplin, Harpo Marx y Pierre Étaix-- son parientes lejanos del personaje. Pero al que más se parece es a Jacques Tati. Tal vez por eso va a París. Se parece por el absurdo, por la mecanicidad de lo que lo rodea y por los largos planos fijos con que asiste a ello. Aunque el personaje Tati era un ser tan activo como lo es todo cómico, mientras que el personaje Suleiman es de una pasividad absoluta. Al punto de no responder a la pregunta sobre Brigitte, o a la larga y elaborada excusa del productor (tal vez el mejor gag de todos), o de ni siquiera defenderse cuando cree que los patoreros tal vez israelíes vienen a dársela a él. Como los anteriores, De repente el paraíso puede ser considerado un film cómico. Y también político. Aunque la película parecería no sentirse del todo cómoda en ninguna de esas categorías, y quizás por eso se busca un espacio de libertad en el que no hay obligación de ser ni cómico ni político. Un espacio que tal vez se parezca a un Estado que todavía no existe. Y que no se sabe si el día de mañana lo hará.
"El príncipe": circulación del deseo De los tópicos carcelarios que cultiva este film chileno, el que le da identidad es uno habitualmente colateral, que aquí aparece corrido hacia el centro: la homosexualidad masculina. De los tópicos carcelarios que cultiva este film chileno --la sordidez, los porongas, las iniciaciones, las disputas a cuchillo, los guardias sádicos-- el que le da identidad es uno normalmente colateral, que aquí aparece corrido hacia el centro: la homosexualidad masculina. Paredes corroídas e interiores oscuros, miradas desconfiadas y debuts a la fuerza dan un clima espeso a la ópera prima del realizador Sebastián Muñoz Costa del Río. Pero el hincapié no está puesto tanto en el forzamiento como en los códigos, convivencias, competencias y cariños desarrollados en ese microcosmos gay. Constantes que llevaron a que El príncipe recibiera, en el último Festival de Venecia, el premio a mejor película de temática lgbtq. Constantes que representan esquirlas de belleza allí donde debería haber pura sordidez. Hay un degüello --flashbacks posteriores permitirán reconstruir la situación completa-- y el veinteañero Jaime (Juan Carlos Maldonado) va a parar a prisión. El ambiente es atemporal y la película podría transcurrir sin perjuicio en la actualidad, pero la novela en que se basa la hace pasar en tiempos de Allende y la trasposición mantiene la época. A Jaime le toca un camastro en territorio de Ricardo, a quien llaman El Potro (el infaltable Alfredo Castro, visto en Tony Manero, Neruda y Rojo), un veterano que no encaja del todo en el modelo del poronga que circula en cine y televisión. A pesar del apodo no le sobra músculo, vitalidad o crueldad, y si impone respeto es más por experiencia que por transmitir sensación de galope. La cucheta de Jaime queda vacía desde la primera noche, cuando El Potro le hace lugar en la suya. Habrá lágrimas. Serán las últimas. De parte del Príncipe, al menos. La película coescrita y dirigida por Costa del Río pone más el acento en la sensorialidad y fisicidad, en la captación de ambiente y en los repliegues de ese mundo que en lo estrictamente argumental. El desarrollo es circular, tanto porque empieza y termina con sendas muertes como por el hecho de que al final el príncipe principiante se volvió él mismo poronga. El desfile de prisioneros saluda respetuosamente a Jaime como si fuera la viuda, en una escena que recuerda el besamanos de El padrino. Hay algunas parejas establecidas en ese mundo, como los compañeros de celda del Príncipe y el Potro, y otras rotativas, a las que el propio Príncipe, veinteañero al fin, no es ajeno. Él se quiere cortar el pelo como Sandro, pero en ese momento todavía es demasiado tímido y el peluquero de la cárcel lo desahucia. Ya tendrá ocasión de perder la timidez, para no recuperarla más. Es en los intercambios de deseo donde se hace fuerte la película de Costa del Río, como si se tratara de una versión carcelaria de La noche (Edgardo Castro, 2016). O de una variante menos estilizada de Bella tarea (Claire Denis, 1999). Intercambios entre Jaime y Ricardo, tanto como el triángulo inicial --el que precede al degüello-- y el que se arma entre el protagonista, un apuesto interno, más joven que él, y un recién llegado a quien todos conocen y llaman Chepibe. En la que podría ser la mejor (y primera) composición cinematográfica de Gastón Pauls, que hace por supuesto de argentino (aunque El Potro insista con que es chileno), el carácter carismático de Chepibe lo lleva a chocar con el poronga como dos trenes lanzados. La película es tan húmeda como las duchas inevitables de todo film de cárcel, y una escena entre Pauls, Maldonado y el joven galancito así lo confirma. Lo que no termina de quedar claro es la necesidad de que la ficción transcurra en tiempos de Allende, y no aquí y ahora. No se advierte que entre las paredes de la cárcel termine un ciclo virtuoso y empiece otro, más represivo y sanguinario, que sirva de eco a lo que sucede afuera. Como tampoco es de sospechar que las prisiones de Sebastián Piñera sean más prolijas que las de hace cincuenta y pico de años.