"Mujercitas": feminismo avant-la-lettre La directora de "Lady Bird" propone una relectura moderna de la clásica novela de Louisa May Alcott en la que se luce Saoirse Ronan, candidata al Oscar a la mejor actriz. A la hora de trasponer este clasicazo de la literatura “para niñas”, la realizadora y guionista Greta Gerwig ejecuta dos maniobras largamente asociadas con la modernidad narrativa. Una es la autorreferencialidad, pudiendo entenderse el relato entero como la visión que de él tiene la protagonista, que es escritora. La otra es la desestructuración temporal, desplazando las piezas que en el original estaban ordenadas en línea. No es que la novela de Louisa M. Alcott pidiera a gritos una refrescada. En contra de lo que se pensó durante un siglo entero, se trata de una obra largamente adelantada a su tiempo (es de 1868), tanto en términos de “contenido” como de forma: la autorreferencialidad ya está presente en ella, y lo que hizo Gerwig fue subrayarla un tono más. En realidad, la idea de una heroína que reivindica su independencia al punto de no involucrarse en relaciones de pareja era un millón de veces más transgresora en el tiempo en que Alcott la concibió que ahora, donde es de rigor que prácticamente toda heroína de toda forma narrativa se comporte como una adalid, a veces mártir, de la independencia femenina. Esa idea era pongámosle que mil veces más transgresora en los comienzos del cine sonoro, cuando la sociedad George Cukor-Katharine Hepburn perpetró su primera herejía feminista, que sobrevivió hasta el día de hoy como la versión cinematográfica canónica de Little Women. La heroína es Jo (la impronunciable Saoirse Ronan) y a su alrededor orbitan, cada una con su propio peso, sus tres hermanas y su mamá (Laura Dern, disfrutando de una segunda vida cinematográfica de Big Little Lies en adelante). La casa March es un gineceo absoluto, con el padre reverendo (Bob Odenkirk) invisible en la distancia, combatiendo y luego malherido, durante la Guerra de Secesión. Las cuatro chicas tienen vocaciones artísticas. Jo, escritora, es la que la tiene más fuerte, pero su hermana mayor Meg (Emma Watson) es actriz, y las dos menores, Beth (Eliza Scanlen) y Amy (Florence Pugh, protagonista de la reciente Midsommar) son, respectivamente, pianista y pintora. Relato de iniciaciones varias, estas vecinas del pueblo imaginario de Concord, Massachusetts, viajan (a Nueva York, a París) y tres de ellas van aceitando los mecanismos del amor y el matrimonio. Entre los galanes, dos que pretenden a la indómita Jo (en la versión 1933, la interpretación de Katharine Hepburn estaba al borde de la histeria): su vecino Laurie (Timothée Chalamet, recordado coprotagonista de Llámame por tu nombre) y su profesor de alemán, el francés Louis Garrel. Josephine March “rebota” a ambos, y la tía avinagrada (Meryl Streep, con ojos hemorrágicos) “rebota” a todos los demás. Lo que antes era narrado de atrás para adelante ahora se cuenta en aparente desorden, como desde el recuerdo, y hay una escena en la que los acontecimientos transcurren en un sueño (o sea, en la imaginación) de Jo. Desorden sólo aparente, ya que en más de una ocasión dos fragmentos se enlazan a base de un sistema de ecos, en el que un determinado motivo genera una nueva escena. La hipótesis de que todo lo que se ve, con excepción del marco narrativo, es parte de la novela que Jo escribe para su editor (Tracy Letts) se ve reforzada por el hecho de que ahora la historia comienza con el encuentro en el que el editor encarga a Jo un relato “en el que la heroína se case o se muera”, única manera de vender el libro según él. Comentario irónico y tal vez revelador, ambas cosas suceden a lo largo del relato, que termina con un happy end que a la luz de la metalingüística presente puede leerse como bitter end. Es una adaptación inteligente la de Gerwig, que ya en su ópera prima Lady Bird(2017) había mostrado su talento. Una de las seis candidaturas al Oscar (las otras son película, guion adaptado, actriz de reparto, vestuario y música), la hija de irlandeses Saoirse Ronan se ratifica como heroína perfecta de la realizadora, mostrando tantos colores de deseo como su cabello los tiene en tonos. Una heroína tan moderna como lo era, hace ciento cincuenta años, la Josephine original.
"La casa de Argüello": un documental mutante En su debut, la realizadora intenta recuperar el pasado político-familiar y encuentra esquirlas que la devuelven a su propia memoria. Como Agustina Comedi en El silencio es un cuerpo que cae, la mendocina Valentina Llorens en su ópera prima La casa de Argüello intenta recuperar el pasado político-familiar y encuentra restos, pedazos, esquirlas, que la devuelven a su propia memoria, y al presente de su madre. El pasado está marcado por la desaparición y muerte de varios de sus tíos, así como por la voladura de la casa familiar, a cargo de fuerzas paramilitares en tiempos de la Triple A. La primera parte de la película está dominada por la excluyente figura de la abuela, nonagenaria invencible que atravesó todo eso y hasta su fallecimiento en 2018, a los 97 años, siguió en pie, sin el entusiasmo agujereado. Pero entrevistando a la abuela Llorens (pronúnciese Lloráns) se reencuentra con su madre perdida, y en última instancia con ella misma, que empieza a aparecer en cámara de un modo que al comienzo no sucedía. La casa de Argüello es un documental que muta en el curso de su desarrollo. Un documental mutante. En el documental, Valentina Llorens (ver nota aparte) no sabe muy bien qué hacer. La dejó el novio, no tiene empleo, empezó a estudiar pintura. Parecería que comienza a filmar a su abuela Nelly para llenar el o los vacíos. Referente de los derechos humanos en Córdoba, la abuela Nelly Ruiz nació en Santiago, canta bagualas y vidalitas que de pequeña le enseñó don Andrés Chazarreta. En algún punto se mudó a Córdoba, donde tendrían lugar la felicidad y la tragedia familiares. Un marido amado, siete hijos, casi todos militantes. Uno preso en Córdoba, otro en Tucumán, otros en Mendoza y Santa Fe. Alguno cayó en combate en el Operativo Independencia, algunos muertos o desaparecidos. Uno logró exilarse en México: el padre de Valentina. Fátima, la madre, también pasó por la cárcel y el exilio, pero en Suecia. Valentina no la ve hace años, Fátima todavía no puede terminar de asimilar la experiencia y no quiere hablar de ella. Con nadie. Hasta ahora, al menos. El rodaje de La casa de Argüelloinsumió el tiempo suficiente para que la narradora (en primera persona, como El silencio es un cuerpo que cae) pase de la soltería forzada a la maternidad, y de las tentativas con las artes plásticas a filmar una película que es ésta. Siempre el tiempo acompañando a los buenos documentales, que necesitan madurar. Valentina va de filmar a la abuela a pedirle a ella que la filme (la abuela, por supuesto, no tiene problema) y los cuerpos de unos de sus tíos terminan siendo exhumados, para emoción de ambas. La madre empieza a aparecer muy de a poco, primero resistiéndose a ser filmada, luego aceptando alguna escenita. Valentina empieza a recordar, incluso lo que no puede recordar. Que cuando su madre fue secuestrada ella estaba en la panza, que se crio en la cárcel, entre las compañeras de prisión y sin enterarse de que su madre estaba siendo torturada en la habitación de al lado. Que Fati le mandaba cartas y dibujos una vez que ella estuvo afuera. Pero ahora la propia Valentina es madre, y sostiene diálogos con su hija Frida sobre alguna de esas cosas. El ciclo se cierra, o se abre. La cámara empieza apuntando para allá y termina haciéndolo para acá. Con un material de estas dimensiones y características, había dos posibilidades: una película-río de muchas horas o una llena de elipsis, que den pie a cortar y suturar, permitiendo avanzar a través de saltos. Algunos de ellos simplemente funcionales, otros en forma de eco: la abuela habla de uno de sus hijos desaparecidos y el montaje vincula a ese hijo, tío de la realizadora, con sus hijos en la actualidad (en la actualidad del rodaje). Hay que tener mucho tino y precisión para dar esos saltos y que el relato no desbarranque en la confusión y heterogeneidad. Valentina Llorens los tiene, como también la inteligencia de establecer otras vinculaciones. La explosión de la casa familiar y la de su memoria. Ella de pequeña, en blanco y negro, y su hija. Los dibujos que le mandaba la mamá con los que ahora hace ella. ¿Origen de una vocación? Las respuestas no las da la película, sólo deja correr las preguntas, para que cada espectador las levante o no. De esa clase de sutilezas, de insinuaciones, de gatillos para el pensamiento está hecha La casa de Argüello, ópera prima de una (otra) realizadora a seguir.
"Los prohibidos": lo que no fue La nueva película de la directora de "Palabras pendientes" no le saca todo el potencial que tiene su tema (los libros censurados por la dictadura) y se distrae con episodios aleatorios. Los prohibidos no hace buen uso de su tema. El tema son los libros que acopia la Biblioteca del Congreso de La Nación y cuya consulta fue prohibida o impedida por distintas dictaduras militares. Durante un tiempo, un grupo de experimentadas empleadas de la Biblioteca lograron sacar esos libros a la luz los días sábados, contando al público su historia, y la de su veda. Después de la asunción de Mauricio Macri y de modo más o menos misterioso, esas exposiciones dejaron de tener lugar, tras lo cual las enjundiosas bibliotecarias intentan reponerlas. El tema tiene claramente interés, y posibilidades cinematográficas. Sin embargo el documental dirigido por Andrea Schellemberg (realizadora de Palabras pendientes, 2017) es menos persistente que sus protagonistas, no decidiendo del todo qué decir, distrayéndose en episodios aleatorios y perdiendo la oportunidad de desarrollar su tema. Los prohibidosempieza contraponiendo un discurso del ex presidente Macri, denunciando la cantidad de empleados de la Biblioteca del Congreso --se supone que desmesurada, como la de cualquier organismo estatal-- con el esforzado trabajo de hormiga de alguno/a de ese “material sobrante”, que brega básicamente por la restauración de aquellas jornadas de los sábados. La cámara sigue a tres de esas bibliotecarias de la Sala de Colecciones Especiales y sobre todo a una, cuya fotogénica pasión la convierte en favorita de la lente. Se llama Silvana Castro y en un momento cuenta de cuando, cursando el secundario en San Salvador de Jujuy, fue llevada a una comisaría y torturada, sospechada de “actividades subversivas”. En una escena la cámara recorre los estantes de libros prohibidos, expuestos alguno de esos días sábado. Son libros de propaganda oficial del primer y segundo gobierno peronistas, y también Diarios de motocicleta, de un viajero llamado Ernesto Guevara. Pero allí aparecen también, entre otros, los Cuentos completos de Roberto Arlt. Las dictaduras, como se sabe, no tienen tiempo para sutilezas. En otra escena, una mujer no vidente lee, en voz alta, un pasaje de una edición en braille de Mi mensaje, de Eva Duarte. Son ejemplos acertados de cómo tratar el material a lo ancho. También se lo podría hacer “a lo hondo”, contando un poco más sobre esas reuniones abortadas e incluyendo anécdotas de color, así como consignando con algo más de detalle cuáles son esos libros prohibidos de los que se supone habla la película, mostrándolos más, leyendo más fragmentos. En lugar de eso se dedica tiempo precioso (el documental dura sólo 65 minutos) al debate de 2017 en el Congreso sobre la reforma previsional. O a las técnicas de conservación del mobiliario del Congreso. O a un incomprensible paneo a través de noticieros y programas periodísticos de televisión.
"Parasite": los de arriba y los de abajo La ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2019 es una sátira social que propone una representación geométrica de la sociedad. Isidoro Blaisten tiene un cuento famoso llamado “Los tarmas”, protagonizado por una familia que vive de los velorios ajenos. El clan protagónico de Parasite(¿por qué Parasite y no Parásito, que es lo mismo pero en castellano?) es algo así como un primo (lejano, teniendo en cuenta que son de Corea del Sur) de aquel producto de Casa Blaisten. En su caso no se trata de velorios sino de hacerle el “entrismo” a una familia de muchísimo dinero, a cuyo servicio los miembros del desharrapado núcleo protagónico van consiguiendo empleo, de a uno y hasta completar los cuatro (se trata de una familia tipo, desde ya), casillero por casillero. ¿Llegarán a ocupar su lugar? Si el caos lo permite. Todas las películas de Bong Joon-ho son sátiras apenas veladas, y todas ellas son también comedias sociales. De la torpeza policial de Memorias de un crimen (2003) hasta la alegoría anticipatoria de Snowpiercer(2013), pasando por el film de monstruos The Host (2006) y el retrato de una madre contra la corriente de Mother (2009), una idea del caos --que es en parte metafísica y en parte social-- atraviesa todos estos relatos. Con su ostentosa contraposición de clase, entre una familia de clase alta y una de clase media-baja, Parasite --ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2019 y nominada a seis Oscars-- es la más social de todas. La familia protagónica, con su mezcla de dejadez, ineptitud, carácter impresentable y victimización social real, evoca también una versión light de aquellos Feos, sucios y malos de Ettore Scola. A través de su ventanal observan cómo un muchacho, excedido de cervezas seguramente, hace pis contra unos tachos de basura que están junto a su casa, y celebran la “fumigación gratis”. Sin trabajo, se les presenta la oportunidad de hacer unos wons armando cajas de pizza, y las arman mal. El hijo varón, Kim Ki-woo (Choi Woo-sik) ya rindió cuatro veces el examen de ingreso a la facultad, y su hermana, que se hace llamar Jessica (Park So-dam) le falsifica el documento para que pueda intentarlo por quinta vez. El padre, Kim Ki-taek (la estrella del cine coreano Song Kang-ho, que actúa por cuarta vez vez con Bong) trabajó como chofer, como empleado de playa de estacionamiento y como repostero, y la madre (Jang Hye-ying) no se sabe. Ahora se le presentó a Kim Ki-woo la oportunidad de trabajar para los Park, una familia de nivel ABC1, que vive en una supercasa diseñada por el padre arquitecto, y no va a permitir que la ocasión “muera” en él. Pero allá por la mitad del metraje, la acción dará la razón a aquello de que siempre hay un roto para un descosido, y allí es donde la teoría bonguiana del caos hará su aparición. Bong le pone música barroca al aspecto de museo moderno que tiene la casa de los Park (parece el Malba hecho casa) y le contrapone los sótanos de la mansión, pasadizos oscuros donde casi literalmente cualquier cosa puede suceder, sin que nadie se entere. Es una representación geométrica de la sociedad coreana, que se parece a algunas novelas de ciencia ficción: arriba los ricos, abajo los pobres, y hay un “más abajo”. Geométrica es también la oposición entre la casa de los Kim y la de los Park. Ambas tienen sendos ventanales. Uno da a los tachos de basura, el otro a un parque soñado. La palabra que más veces se menciona en la película es “plan”. Todos tienen, o tienen que tener, algún plan. Aunque es probable, anuncia el filósofo ¿zen? Kim Ki-taek, que a la larga todos los planes se desbaraten. A eso tiende tiende Bong en su fábula, enchastrando con sangre y cuchilladas una fiesta de cumpleaños infantil. Lo que Bong no permite es que la propia película se le desbarate. Ganadora de varios premios al mejor guion, Parasite tiene un plan así llamado y lo cumple estrictamente, desde el primer al último plano.
"4 Lonkos", demasiado didactismo El documental repasa la historia de los caciques Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, pero con un estilo a menudo cercano a la lección de Historia. Hay documentales que parecen lecciones de Historia. Éste es uno de ellos. Escrito y dirigido por el documentalista platense Sebastián Díaz, 4 lonkos echa luz sobre la vida y el sentido de cuatro relevantes caciques o lonkos que habitaron estas tierras, que lucharon contra el hombre blanco o a favor de él, que de todo hubo en la historia. Los caciques en cuestión son Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, analizados por varios historiadores y antropólogos, que brindan su saber al espectador tal como podría hacerlo un docente. No es que un documental didáctico esté mal por definición, y éste de hecho sirve para aprender lo que no se conoce. El tema es que cuando está planteado como transmisión magistral, el conocimiento no se construye de a dos (la película y el espectador, por caso), sino que viene en un solo sentido. Y eso lo vuelve limitado. Es el caso de 4 lonkos. Creador de la estirpe mapuche de la que también habla la reciente Paso San Ignacio, de Pablo Reyero, 4 lonkospresenta a Cafulcurá como un guerrero mítico, a cuyo funeral fueron representantes de gran cantidad de tribus. Como en las leyendas, este jefe mapuche habría poseído una piedra sagrada, que dota de inmenso poder a quien la detente. No sólo eso: habría contado también con la protección de un espíritu que lo acompañaba en las paradas bravas. Nada de esto es raro ya que es parte de la mitificación de toda figura de poder que las más diversas culturas han practicado desde la noche de los tiempos. Lo raro es que el antropólogo Carlos Martínez Sarasola adhiera sin más a esta mitología, lo cual no se lleva bien con el conocimiento científico racional en el que se forman los historiadores blancos desde hace por lo menos tres siglos. Como si fuera un western a la inversa, hay un villano en 4 lonkos y es el Perito Francisco Pascasio Moreno, que se dedicaba a coleccionar cráneos de indios para luego exhibirlos en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, que dirigía. De eso hablaba la tan bella como conmocionante Damiana Kryygi (A. F. Mouján, 2015), que contaba el caso de una mujer india secuestrada por el Perito para su estudio. El hombre blanco, por extensión, es entonces el “malo” de 4 lonkos, tal como establece de entrada Osvaldo Bayer al caracterizar al Perito. Cipriano Catrielvistió el uniforme del Ejército de la Nación y sirvió al hombre blanco. Hasta que quedó atrapado en una interna que involucraba al General Mitre y los suyos decidieron un final ritual para él. ¿O esa es la versión del huinca, destinada a desprestigiarlo? La pregunta, muy pertinente, se la hace el antropólogo Fernando Miguel Pepe. Los restantes caciques cuyas vidas revisa 4 lonkos son Mariano Rosas y el irreductible Vicente Pincén, a quien el Coronel Villegas atrapó pero no pudo capturar. Entre todos componen los rostros de un genocidio, visto hasta no hace tanto tiempo como un arma de la civilización.
"Bacurau": disparos vecinos Con referencias al referencias al spaghetti western, el gore, la ciencia ficción y, como no, a la obra de Glauber Rocha, la nueva película del director de "Aquarius" suma a Sonia Braga a una alegoría más cinéfila que política. El realizador pernambucano Kleber Mendonça Filho tuvo un suceso de estima con su ópera prima, Sonidos vecinos , y un arrasador éxito global con la segunda, Aquarius . Sonidos vecinoshablaba de la paranoia urbana con rigor, haciendo brillante uso de los planos largos, en términos de distancia y duración. Aquarius ya era otra cosa, más calculada para lograr lo que logró. Un conflicto elemental, llamado a halagar las conciencias progresistas grado 1: la compra de los departamentos de un condominio patrimonial por parte de un grupo económico estilo pulpo. Y una última resistente: la crítica de música encarnada por una reaparecida Sonia Braga, sobreactuando sofisticación intelectual, dignidad, sex appeal y cojones. Bingo para Mendonça Filho, con premios en abundancia para la película y para Braga, y una crítica rendida ante la presunta grandeza de este astuto operativo comercial. Tres años más tarde el cineasta de Recife, que no es tonto, acompañado ahora en la codirección por su diseñador de producción, Juliano Dornelles, vuelve a enfrentar a los buenos de un perdido pueblito pernambucano con unos malos que ya se verá. Suma por supuesto a Doña Flor a un film ahora coral, que cuenta con una ventaja: no pretende representar los loables anhelos de ningún espectador bien pensante. Una placa ubica en la realidad, la otra en la irrealidad. “Interior de Pernambuco”, dice la primera. “Dentro de unos años”, la segunda. Es esa tensión la que sostiene a Bacurau, aunque la segunda placa pesa más que la primera. Bacurau, pueblito de ficción, es un poco como el pueblito de un western. Está la escuela y el maestro, como Carroll Baker en El ocaso de los cheyennes. Está la médica del pueblo (Braga), buena y alcohólica. Tanto como cualquier colega en cualquier western de John Ford. Está el intendente, que reside en la vecina Aguas Verdes y quiere comprar a la población con comida y remedios vencidos, para disimular el hecho de que por su culpa el agua no llega a Bacurau. O sea que cumple en verdad la función del terrateniente. Y están los pistoleros, conducidos por el alemán Udo Kier, que quieren masacrar al pueblo no se sabe por qué (¿por puro amor a la muerte, tal vez?). Y que hablan inglés, algo que sería normal en un western y que aquí suena a imperialismo. Pero imperialismo espacial, eso sí: los pistoleros están guiados por un dron en forma de ovni, o un ovni disfrazado de dron. El sentido del humor, la sensibilidad clase-B, la liviandad cinéfila: hete allí las diferencias con el operativo Aquarius. La intertextualidad burbujea. A las referencias al western, que incluyen la “bajada” final de los bad guys al pueblito, se le cruzan otras: el western sangriento à la Sam Peckinpah o el spaghetti western , el gore (un rostro partido como una sandía), la ciencia ficción (un intercomunicador en el oído derecho permite a los alienígenas recibir órdenes de su nave nodriza), y, como no, Glauber Rocha: un pistolero “bueno” llamado Paquete recuerda a los cangaçeiros justicieros de Dios y el Diablo… y Antonio Das Mortes. Es verdad que a Mendonça el sentido del humor no le cae a chorros, pero al menos la despreocupación referencial permite, en el marco de una duración exagerada, que la película pueda verse como una operación de decontracción. Un plano de desusada composición permite recordar que el realizador de Sonidos vecinos no carece de talento para el rubro. En ese plano, recortado sobre el desierto, se ve un fusil asomando por izquierda, y a medida que el arma apunta cada vez más hacia la derecha, el movimiento se ve acompañado por un corto travelling, lo cual le da una gran dinámica. Después de eso no viene nada, lo cual confirma a su vez al realizador de Aquarius como un manierista, para quien la forma puede ser un artículo de lucimiento. Sonia Braga, por su parte, luce un aspecto inusual. A años luz de Doña Flor…, de Aquarius incluso, se la ve rubiona, con raíces canosas y anteojitos de doctora, una versión femenina de Alan Mowbray en Caravana de valientes. Y casi sin un gesto de más.
"La Gomera", con lenguaje brillante pero hermético El cineasta deconstruye los códigos del policial negro mediante una intrincada trama de robos, tráfico, traiciones, ajustes de cuentas y tal vez, a la larga, alguna historia de amor. Una larga farsa política y televisiva (en Bucarest 12:08), una maratónica discusión etimológica entre uniformados (en Policía, adjetivo) y una obsesionante busca del tesoro en el jardín de una vieja casa familiar (en El tesoro) le valieron al rumano Corneliu Porumboiu (Vaslui, 1975)comparaciones con su célebre compatriota, Eugene Ionescu. Como se sabe, Ionescu es, junto con su contemporáneo Samuel Beckett y el antecesor de ambos, Lewis Carroll, una de las luminarias del absurdo literario y teatral. Es verdad que Porumboiu se mantiene más respetuoso del realismo que cualquiera de los nombrados, que despliegan mundos autónomos, regidos por una lógica que, por oposición a la que se tiene por tal, da en llamarse “absurda”. Un estudio de televisión, una comisaría, ambientes ligados al cine y una antigua propiedad decadente son los escenarios elegidos hasta ahora por Porumboiu para desarrollar ficciones cuyo sentido último no siempre es fácil de desentrañar. Ahora el ganador de la Cámara de Oro en Cannes 2006 da un paso más, entregando una fábula de sentido fugitivo, donde los golpes de absurdo son más -y más notorios- que en los films precedentes ¿Cuánta gente sabe que La Gomera es el nombre de una isla rocosa, ubicada en el archipiélago de las Canarias? Es por ese desconocimiento generalizado que, tanto en inglés como en francés, el opus 5 de Porumboiu en la ficción (tiene dos documentales, ambos sobre fútbol) lleva por título, por un motivo que pronto se verá, las respectivas traducciones de Los silbadores. Porumboiu deconstruye los códigos del policial negro mediante una intrincada trama de robos, tráfico, traiciones, ajustes de cuentas y tal vez, a la larga, alguna historia de amor, allí donde menos se la espera. El protagonista, Cristi (Vlad Ivanov) es una variante severa de policía corrupto, que trabaja a dos puntas. Como agente de narcóticos investiga a un tipo sospechado de tráfico en gran escala, y al servicio de su investigado intenta no investigarlo tanto. Gilda, la mujer del mafioso (que no tiene ninguna pinta de mafioso) es una morocha espectacular, animal cinematográfico por excelencia (Catrinel Marlon), que hace de contacto entre Cristi (todos los rumanos se llaman Cristi, parecería) y su marido. En un momento dado, sus superiores comenzarán a investigar a Cristi, sospechándolo de escasa limpieza. Como el propio argumento de la película -escrita, como de costumbre, por el propio realizador- deja ver, un sistema de simetrías y duplicaciones signa el matemático edificio del guion. La trama viaja de ida y vuelta entre Bucarest y la isla del título, Cristi se mueve “bajo dos banderas”, hay dos mujeres que en algún sentido lo gobiernan (su madre y su superior en la repartición), el mafioso tiene un hermano que se suicidó en prisión, etcétera. El artificio, lo cinematográfico como forma de autofagocitación, están ensalzados.Vestida con un mortal vestido rojo, Gilda (cuyo nombre conlleva, en términos estrictamente cinematográficos, una remisión directa al cine negro y a la fantasía de la femme fatale) se sienta sobre un sillón del mismo color, como sólo podría ocurrir en una de Almodóvar. Ella y Cristi andan, para más datos, en un descapotable rojo. “A las 4 en la Cinemateca”, cita Cristi a su superior, Magda (Rodica Lazar) y allí mantienen un diálogo mientras se proyecta una escena del legendario western de John Ford, Más corazón que odio, que guarda puntos de contacto con lo que sucede entre Bucarest y La Gomera. En un hotel llamado Ópera se difunde a Maria Callas de forma incesante, la llegada inicial de Cristi a la isla se ve saludada por "The Passenger", el temazo de Iggy Pop, y en un par de ocasiones lo que se dice en los diálogos se ve replicado por el título siguiente (como una de Tarantino, La Gomeraestá dividida en capítulos). Alguien menciona la palabra mamá y de inmediato se suceden el título y el personaje de “Mamá”. En un momento aparece un tipo que dice que es director de cine y está buscando locaciones. No le va bien. Y una escena culminante, digna de un western, tiene lugar en un estudio de cine abandonado. Allí la memoria lleva a 800 balas, de cuando Alex de la Iglesia era bueno, y que transcurría casi enteramente en un falso pueblito de spaghetti western, en Almería. Y la cita más obvia de todas, aunque inconclusa, a la escena de la ducha de Psicosis. Escena que, de tan lugar común, no debería ser citada de aquí a veinte años más, por lo menos. Si todo esto funciona como brochazos de absurdo, La Gomeraalcanza el pináculo del disparate con el tema del silbido.La cuestión es así: resulta ser que allí en Canarias, los miembros del hampa han desarrollado un lenguaje cerrado, que sólo ellos conocen. Nada de raro: lo mismo pasó con el lunfardo aquí y el caló en Andalucía, entre otros dialectos delincuenciales. La diferencia es que en este caso el lenguaje no es hablado sino silbado. Los canarios (y los rumanos también, eso es un poco raro) llegan a expresar conceptos complejísimos, e incluso nombres, con el sencillo expediente de ponerse un dedo en la boca y pegar un melódico silbido. “Nos encontramos en el hotel, Gilda”, por ejemplo. Se trata del mayor hallazgo de La Gomera, que sume a la película entera en el sinsentido, así como también la máxima expresión de sus límites. Como el virtuoso silbido de sus seres de ficción (que lo hacen con la potencia de una orquesta), Porumboiu da la sensación de estar practicando un lenguaje brillante pero hermético, del que sólo él conoce el último sentido. O tal vez no haya ningún sentido último, en cuyo caso su película sería una democrática invitación a la inmersión en lo que los sajones denominan nonsense.
"Malamadre": la maternidad en cuestión La película no milita en contra de la maternidad. De lo que está en contra es de la idea de que ser una madre perfecta es una obligación. “La maternidad no es un tema prioritario en la agenda feminista”, acepta Martha Dillon, militante feminista y directora del suplemento Las/12, de Página/12. Siendo así, lo que la realizadoraAmparo Aguilar explora en Malamadrees un punto ciego, un bache, un tema cuyo abordaje halla resistencias. El tema es la maternidad como dificultad, como forma de violencia, como negación, como duda o mandato. Coproducción argentina-uruguaya, la ópera prima en el largometraje de Aguilar es múltiple en formas. Hay entrevistas a cámara que no se parecen a las talking heads a las que el cine está habituado; hay escenas resueltas con siluetas mudas y hay una permanente intervención de ilustraciones, rayones, animaciones, sobre todo aquello que no son entrevistas. Éstas se presentan totalmente despojadas, en blanco y negro y sobre fondo negro, una técnica que permite una intensidad y concentración mayores que lo habitual. Una intensidad que abre el juego. El mandato es el primer blanco sobre el que apunta el documental escrito y dirigido por Aguilar. El mandato de ser una buena madre. Esto es: una madre perfecta. Una que lo abandona todo por su hijo/a, que posterga todo, y que jamás se siente harta ni con ganas de mandar todo al demonio por la descomunal carga horaria (y física, y anímica) del primer par de años de crianza, por lo menos. Malamadre da lugar a que aparezcan y se desarrollen todos esos tabúes de la civilización. Dos decenas de madres cuentan sus historias de rechazo por la maternidad. Rechazos previos a veces, del puerperio en otras, algo más avanzados también. “Yo no quería ser madre, quería tener un hijo”. “Cuando estaba embarazada sabía que quería tener un hijo. Ahora también. En el medio me enrosqué”. “Yo nunca tuve deseo de tener hijos, nunca tuve onda con los chicos en general, rechazaba la idea. Hasta que la tuve. Ahí sí.” Malamadre no milita en contra de la maternidad, ni como idea ni como hecho. De lo que está en contra es de la idea de que ser una buena madre, o una madre perfecta, es una obligación. “Esto es para toda la vida, escuché que alguien decía en un sueño. Para toda la vida. Para toda la vida.” “Cuando en el parto me pusieron a mi hija en brazos, sentí que entraba por un tubo a una dimensión del amor inmediata y total.” Una madre cuenta con lujo de detalles su experiencia de parturienta, una sucesión de violencias médicas que incluyeron la negación de su pedido de no tener al hijo por cesárea, la césarea aplicada por ocultamiento, la búsqueda urgente de un urólogo luego de que por un error de procedimiento le cortaron la vejjiga y la desaparición del personal, dejándola sola en el quirófano. Dillon habla a su vez de un tema censurado: el de la violencia de la madre hacia su hijo, por ejemplo cuando no puede calmar su llanto nocturno durante horas. “Tuve ganas de tirarlo por la ventana, y tirarme yo detrás. Ante tanta primera persona la realizadora se incluye en el relato, entrevistando a sus hijes (dos preciosuras) sobre los problemas de relación con ella, sobre los rayes y depresiones de ella, y en un momento ocupa también la silla de entrevistada. No queda muy claro el motivo por el cual, puesta en rol de entrevistadora, Aguilar deja algunas preguntas en off y otras no. En la ambición de universalizar el espectro materno lo más posible, Aguilar no limita las entrevistadas a mujeres de clase media de mediana edad. Incluye también a una mujer de 90 y a otra de origen humilde. Pero son sólo ellas dos. Con lo cual la universalización no se consuma, y la voz cantante la llevan las entrevistadas que se parecen a la realizadora: mediana edad, clase media. Los fragmentos que presentan a la propia Aguilar, algune de sus hijes y otras personas en silueta, intervenidos con dibujos y marcas blancas, como de marcador, aportan dinámica y otros planos de relato. Como queda dicho, es un acierto la puesta en escena de las entrevistas, en tanto aleja a la entrevistada del entorno inmediato, permitiendo así una mayor aislación y concentración en el discurso.
"Los amores de Charlotte": comedia sexual La película empieza siendo irritante, cobra interés más tarde, se va oscureciendo después y termina como una comedia debe terminar: con todo el elenco bailando. “¿Por qué será en blanco y negro?”, es lo primero que uno se pregunta ante Los amores de Charlotte, título local del film canadiense Charlotte a du fun(“Charlotte se divierte”). Comedia sexual sobre tres adolescentes francoparlantes llenas de hormonas, la película parecería reclamar colores a la altura de esas hormonas: fuertes, brillantes, chispeantes. Y no, es en blanco y negro. ¿Tal vez como saludo a la distancia a las primeras de la nouvelle vague? Tal vez, teniendo en cuenta que el espíritu lúdico, el protagonismo juvenil y la veleidad amorosa son asimilables. Lo que no hay aquí, ni por asomo, es ninguna clase de referencia cinéfila. Hablada en ese idioma bilingüe que es el francocanadiense --donde además el francés se pronuncia raro, medio como en inglés--, Charlotte a du fun (título que cruza los dos idiomas) empieza siendo medio irritante, cobra interés más tarde, se va oscureciendo un toque después y termina como una comedia debe terminar: con todo el elenco bailando. Slut in a Good Way(tal el título inglés, que repite la frase más graciosa que usan las amigas, algo así como “trola bien”) es la segunda película dirigida por Sophie Loren, veterana actriz canadiense, dueña de una carrera que nace a mediados de los 70. Las chicas tienen 17, están desempleadas y sin nada para hacer, por lo cual sus paseos suelen estar matizados con improvisadas pipas de crack. Un día entran a hacer un poco de bardo a una gigantesca juguetería llamada “Toy Depot”, y se les cruzan un montón de empleados, uno más churro que el otro. Al día siguiente Charlotte (Marguerite Bouchard), Mégane (Romaine Denis) y Aube (Rose Adam) son las tres nuevas empleadas de Toy Depot, que deberán ser instruidas por los “veteranos” (les llevan dos o tres años). Peligro de gol. Y goles habrá, aunque no repartidos en forma pareja. ¿Es Los amores de Charlotte una estudiantina? Lo es en los primeros tramos. Hasta que las chicas entran a trabajar, precisamente. Hasta ese momento es todo joda, celu, botellitas, irresponsabilidad. Desde ese momento Charlotte, Mégane y Aube asumen otras responsabilidades además de las laborales: la integración al grupo de compañeros, la protesta por los bajos sueldos (encabezada por Mégane, que es la más anarca), la recolección de dinero para causas justas, la competencia amorosa (por parte de Charlotte, que tras haber sufrido una desilusión amorosa no deja títere con cabeza), el enamoramiento (por parte de Aube, que según sus amigas es virgen). Los amores de Charlottte se contagia de energía adolescente, Loren aprovecha los interminables pasillos del depot para darle movilidad a la cosa y hay dos o tres escenas muy graciosas. Es adictiva la coreografía final, hecha a partir de un juego musical, donde todos bailan una canción de Bollywood con unos pasitos irresistibles.
"Ricchi di fantasia", familia italiana clavada en el tiempo Todo en la película huele a los peores tópicos de la comedia italiana de trazo grueso, llena de estereotipos. Esta película italiana hace pensar que algo se detuvo en aquella península, allá por los años 50, y quedó allí cristalizado, como un témpano en el polo. Todo lo tipificadamente “italiano”: el hablar a los gritos, las discusiones destempladas, las gestualizaciones generosas, las familias aumentadas, los pequeños tan “simpáticos”, los hombres chantas, las mujeres sufridas, o astutas, o “bambolonas”, o lisa y llanamente rompe coglioni. Todo eso se da cita aquí, como si todavía estuviéramos en tiempos de Totò, Aldo Fabrizi y la Lollò. No se trata de commedia all’italiana,género noble y (auto)crítico, sino del conformismo de un folklore urbano anclado para siempre sesenta años atrás. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Seguramente a eso apunta Ricchi di fantasia: a la “identificación” del público con algo que se sabe de memoria, y que en el peor de los casos podría confundirse, justamente, con identidad. La anécdota se trama a partir de una broma, que un grupo de albañiles tiende, en venganza, al bromista Sergio, carpintero de obra (Sergio Castellito, único heredero posible para aquellos viejos comediantes). Le hacen creer que ganó 3 millones de euros con un billete de lotería que acaba de jugar, por lo cual el tipo quema las naves, le dice addio a la bruja de la esposa y se va con hija, nieto y mamma, que se le cuelga. Dónde van no queda muy claro, porque casa nueva todavía no tuvo tiempo de comprar. Pero todo sea por juntar a la familia, que de unitatiene poco y nada. En verdad su compañía más deseada es Sabrina, su amante (Sabrina Ferrili), que a fuerza de bótox parece una Loren o Lollobrigida inflamada. Sabrina canta viejas canciones fascistas en el bar del que es dueña con su marido, a pedido de un grupo entusiasta de camisas negras. Cuál es el sentido de esta escena es una pregunta para hacerse. Cuando el carpintero se entera de la tomadura de pelo que le hicieron decide seguir adelante, como si la broma no hubiera sido una broma. Como en El picnic de los Campanelli, todos parten de la periferia romana hacia la Puglia, tal vez porque los guionistas (el director, Francesco Miccichè, y otro) vieron Familia Rodante y les gustó. Lógicamente que en ese viaje al pepe habrá tensiones, discusiones, agarradas de los pelos. Se supone que ellos son una familia tipo italiana, y se supone que las familias tipo italianas son así. Fuera de la burbuja de esta película fotografiada en tonos acaramelados (como se usaba en los 80 y 90), ¿todavía existirá esta clase de familias tipo? Es preferible creer que la cultura italiana no habrá quedado frizada sesenta y pico de años atrás, como sucede con esta cinta. La crítica hipercomplaciente que un sitio llamado Silenzioinsala dedica a la película hace pensar lo contrario.