Un Ed Wood de la pampa que filma por los pueblos Hasta ahora se sabía de la existencia de “Cine con vecinos”, iniciativa que los cineastas Fabio Junco y Julio Midú vienen llevando adelante desde mediados de los años ’90 y que apunta a la producción de films en la ciudad de Saladillo. Pero no se conocía a Daniel Burmeister, quien a los 68 años tal vez sea el primer artista cinematográfico de la legua. Como Junco y Midú, Burmeister filma con la propia gente del pueblo, a los que además de actuar les pide que colaboren con el casting, que lleven la cámara, que vendan boletos. Pero no lo hace en una ciudad, sino en todas a las que su destartalado Dodge 1500 rojo le permita llegar. Al influjo de su quijotesco protagonista, El ambulante –premiada, entre otros festivales, en la última edición del Bafici, donde ganó el Premio del Público– pone el género “cine dentro del cine” bajo una lupa de entrecasa, lúdica y naïf. “Del cerro vengo bajando”, canta Yupanqui, acompañando la llegada y partida de Burmeister. Simetría clásica que abre y cierra El ambulante con una cita de lo más pertinente: la errancia de este descendiente de alemanes hace de él el posible protagonista de alguna zamba de Chavero. De barba corta, hablar levemente atropellado y entusiasmo indeclinable, Burmeister es de esos tipos que antes de hacer lo que hicieron hicieron de todo. Escultura, carpintería, enseñanza del francés, títeres, viajes, manualidades varias. “Uy, esto está medio jodido”, dice, revisando el motor del auto, y la cámara muestra un radiador hecho pedazos. “Mañana le pongo un poco de poxipol”. Y va y se lo pone. “Llegó a decirme que estaba pensando en fabricarse un chasis de madera”, cuenta el intendente de la pequeña ciudad cordobesa de Benjamín Gould. Es en Benjamín Gould, a unos kilómetros de Río Cuarto, donde los realizadores Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich filmaron a Burmeister filmando. Posible inventor de lo que podría llamarse “repertorio de guiones”, el hombre tiene cuatro o cinco fijos y los filma de pueblo en pueblo. El que toca esta vez es Matemos al tío, comedia negra con prestamista odioso, deudores en fuga, aparecidos, enriquecimientos afortunados y un féretro que se abre por el camino. “¿Querés actuar en una película?”, pregunta el entrepreneur. “Tenés que hacer de muerto. La tapa del cajón queda abierta.” Burmeister no se achica: el rodaje incluye escenas de riesgo, una carreta de colección, el carro de bomberos, un travelling en manta y otro en bici. “¡Qué bien que filmo!”, dice como para sí el Ed Wood de la pampa, mientras edita en video. La proyección es un éxito. Medio pueblo se hace presente y los rostros de asombro, sorpresa y alegría no mienten. A Burmeister le queda la plata de las entradas. “Ahora tengo que filmar cinco o seis más en cuatro meses, para pagar las deudas”, dice y se va. Si se habla de Ed Wood, es en sentido timburtoniano: más de uno quisiera, como Burmeister, cambiarle la cara a un pueblo. Incluidas sus autoridades: en Matemos al tío, al secretario del intendente le toca hacer de cartonero. Como en los comienzos del cine, este pionero involuntario hace del rodaje una fiesta, un jolgorio, una aventura. Como en la infancia del cine, se diría: hay mucho de juego infantil en las risotadas que el realizador y los vecinos intercambian. La tríada De la Serna-Marcheggiano-Yurcovich filma sus andanzas con limpieza, concisión y montaje elíptico y preciso (ellos mismos la editaron). El ejercicio de una distancia cómplice les permite ponerse a salvo de la burla porteño-céntrica, pero también de la miniépica populista. No inflan a Burmeister a la condición de héroe cotidiano, historia de la Argentina secreta o algo todavía más horrible y ejemplar: modelo a seguir. En lugar de eso lo piensan como un tipo que hace lo que le gusta y es capaz de contagiarlo. Yupanqui lo llamaría piedra y camino.
Ascenso y caída de un viejo canalla Con dosis variables de humor y de bilis, la película es un espejo en el que se ve reflejada la carrera entera de Michael Douglas. Allá por los años ’90, un señor llamado Ron Shelton supo escribir y dirigir películas construidas alrededor de canallas irresistibles y mujeres bravas. Aparentemente menores, se respiraba en ellas tal goce y distensión que aún en los momentos más sombríos funcionaban como comedias. A esas películas –La bella y el campeón, Cobb– el espectador ingresaba como quien entra a un club, disfrutaba un par de horas y se iba. El ciclo Shelton fue breve, el hombre perdió la mano y terminó desapareciendo. Pero eso no viene a cuento ahora, porque de lo que se trata es de constatar que El hombre solitario, escrita y dirigida por el dúo integrado por Brian Koppelman y David Levien, parece una de Ron Shelton. Tiene la misma clase de feeling, personajes incorrectos tan infecciosos como aquéllos, el mismo aire de tragedia cómica y parecida capacidad o magia para convertir el cine en superficie de placer. Ya cuando en la escena de créditos irrumpe a todo volumen la poderosa versión de Solitary Man de Johnny Cash, uno empieza a sentirse como en casa. Johnny Cash se llama a silencio y entra en escena Michael Douglas, echándole el ojo a una rubia a la que le llevará unos treinta o cuarenta años. Se cruza con la hija y el nieto, le advierte a ella que no lo llame papá en público y a él que sí lo haga: empezamos a conocer al personaje, con la suerte de sonrisa biliosa que de allí en más impregnará El hombre solitario, con dosis siempre variables de humor y de bilis. El propio título es ácido: a instancias de Neil Diamond –que escribió la letra de la canción– la del protagonista es una soledad llena de gente. O de víctimas. Predador sexual a la vieja usanza, de los que en cuanto entran a un lugar ya están marcando el territorio, Ben Kalmer se encama con unas y defrauda, traiciona, olvida, abandona al resto. Entendiendo por resto a las demás, pero también a la familia, amigos y vecinos. El tipo es un estafador y pasó un tiempo en prisión, cuando cierta transa con el seguro le salió mal y lo agarraron. “Pasé de la tapa de Forbes a la de Time”, suspira, recordando tiempos en los que su cadena de concesionarias de BMW le permitía ser popular y con influencias. Ahora, en la mala, presiona, seduce y patalea tratando de volver a escena. Ya se ocupará de echar todo por la borda y no sólo en el terreno de los negocios. Después de un metidón de pata con la hija de su pareja (Imogen Poots, rubia aureolada), ésta (Mary-Louise Parker) mandará a un matón a que le rompa los huesos. No le irá mucho mejor con su propia hija, aunque su ex (Susan Sarandon, no casualmente protagonista, alguna vez, de La bella y el campeón) le sigue teniendo una suerte de divertida paciencia. Tanto como se la tiene el ex compañero de secundaria, dueño de un barcito de pueblo (Danny DeVito), al que Ben terminará suplicándole por trabajo. Escrito a medida, Ben Kalmer es un espejo en el que la carrera entera de Michael Douglas se refleja (no sólo la carrera, teniendo en cuenta su internación de hace unos años, en una clínica para adictos sexuales). Desde los cazadores cazados de Atracción fatal, Bajos instintos y Acoso sexual hasta el profesor de literatura de Fin de semana de locos, pasando por el Gordon Gekko de Wall Street. En este último caso, no sólo por su carácter de viejo lobo de los negocios sino también por la relación padre-hijo que establece con un inexperto chico de secundaria (Jesse Eisenberg), en riesgo de convertirse en otra presa de sus “transacciones” (nombre que el tipo da a las relaciones humanas). La clase de hedonista que Hollywood somete inevitablemente al ciclo castigo-redención-arrepentimiento, el dúo Koppelman-Lieven (el primero escribió y codirigió, el segundo lo acompaña en el último rol) se las arregla para hacerle un ole a la moralina, llevando a Kalmer hasta el punto de una decisión vital y dejándolo colgado ahí, casi como Jimmy Stewart al final de Vértigo. Decida lo que decida, hasta ahí el tipo la pasó bomba. Pero dejó muchos muertos por el camino: no es el tipo de personajes que se aman o se odian, sino de los que se aman y se odian. Como los de Ron Shelton. Con un Michael Douglas que luce como recién liberado de la cárcel de sus personajes, Un hombre solitario no es la clase de película en la que los actores se lucen por técnica o histrionismo. Lo que les sucede es infinitamente más importante: brillan, seducen, magnetizan.
Terror coreano Como quien tira un rompecabezas al aire y después lo rearma, sin sentirse obligado a poner cada pieza en el lugar que tenía. Así parece haber procedido el coreano Yim Pil-sung con el cuento “para niños” de los hermanos Grimm, devolviéndolo a su condición de cuento de terror. Visto desde hoy, es increíble que durante el siglo XIX y parte del XX se les hiciera leer a los pequeños la historia de dos huerfanitos perdidos en medio del bosque, que van a parar a casa de una bruja, están a punto de ser cenados y en venganza terminan horneándola. Tras lo cual viven felices y comen perdices. En esta relectura asiática los niños no son espectadores potenciales, sino víctimas. Pero ojo, también victimarios. Como en el cuento: confirmación de la fidelidad que Yim (autor también del guión) mantiene para con el original, más allá de cambiar casi todas las piezas de lugar. Exhibida en unos cuantos festivales internacionales en los últimos años (incluido el Bafici 2009), en el opus 2 de Yim Pil-sung hay un bosque de cuento de hadas, unos chicos raptados (pero sólo en un flashback), algo parecido a una bruja (pero dura poco), carne humana servida para la cena (pero no carne de niño) y alguien cocinado al horno (pero no es la bruja). El resto consiste en una serie de desplazamientos, aggiornamientos y recomposiciones. Empezando por el protagonista, aquí un viajero llamado Eun-soo, que tras sufrir un accidente automovilístico es rescatado por una niña (vestida como Caperucita), yendo a parar a su casita. Que en lugar de chocolate exhibe el cartel más mentiroso del mundo: “La casa de los niños felices”. La nena y sus hermanos (uno mayor, de 12; una menor, de 7) viven allí con papá y mamá. ¿O no son papá y mamá? Ya aparecerán más tarde cierto diácono y su señora, lo más parecido a un ogro y una bruja que pueda hallarse por las inmediaciones. Fotografiada con densos filtros de luz, tonos saturados y lentes deformantes, una sensación de asfixia permanente se respira en Hansel y Gretel. La sensación obedece tanto al efecto “ángel exterminador” del bosque como a la sobrecarga de empapelados, tapizados y decoración con motivos infantiles con que la casita abruma a anfitriones y visitantes. Producto de esa saturación y artificio, los conejitos terminan volviéndose aquí tan siniestros como en una de David Lynch, y en verdad el tono enrarecido bien podría calificarse de lynchiano. Ese tono y el modo laberíntico con que los motivos más diversos se enrevesan. Desde cierta historia de abuso infantil hasta el peso de una maldición, pasando por los poderes telekinéticos de uno de los niños, cierta cristalización temporal que está en la base de la historia, la conversión de una señora en muñeca de porcelana y el embutimiento de otra en un árbol de las inmediaciones. Yim tiñe de perversión, melancolía y abandono todas y cada una de las relaciones entre el mundo adulto y el infantil, que la película multiplica y universaliza, en un sistema de ecos incesantes. La melancolía es el sentimiento prevalente a la larga, en una película a la que no le hubiera venido mal un recorte de veinte minutos o media hora. Cuestión de evitar repeticiones y alargamientos, sobre todo en su último tramo.
La guerra fría más caliente Encarnada por Angelina Jolie como una suma de McGyver, La Mujer Maravilla y El Hombre Araña, Evelyn Salt es una agente de la CIA envuelta en una conspiración demencial, que la película no hace sino potenciar, hasta asaltar las puertas de la razón. Algún día habrá que agradecerle a J. J. Abrams lo que hizo por el futuro de las ficciones. Con Lost inoculó en el corazón de la industria del entretenimiento el virus del disparate, volviéndolo un suceso fenomenal y forzando al Hollywood de las superproducciones, por la propia lógica del éxito, a abrir la puerta a lo descabellado. Por allí viene entrando una serie fílmica cuya razón de ser radica en asaltar la razón. No es raro que la primera de ellas haya sido Misión Imposible 3, escrita y dirigida por Abrams en 2006. Detrás vino Duro de matar 4 y ahora nomás, hace sólo semanas, Brigada A, Encuentro explosivo y Depredadores. Nuevo eslabón de esa serie virtuosa, Agente Salt tensa la cuerda hasta el límite mismo de la ruptura. Ruptura con lo verosímil y, por lo tanto, con buena parte del público, que sigue asociando el cine con la razón. “Una película horrible”, estigmatiza un muy representativo usuario del site especializado imdb, indignado porque nada de lo que sucede en Agente Salt es mínimamente lógico. Cuando es justamente por eso que Agente Salt genera en el espectador inteligente dosis inusuales de excitación. Uno de los actores de Agente Salt da una clave del linaje al que la película adscribe. Protagonista de la muy buena remake que Jonathan Demme hizo de ese clásico de la fiebre persecutoria que es El embajador del miedo, Liev Schreiber es un personaje clave aquí. Si aquélla era hija de la Guerra Fría, ésta la reinventa cuando ya no existe. En la sucursal de la CIA en la que trabaja Evelyn Salt (Angelina Jolie), un supuesto desertor ruso (el polaco Daniel Olbrychski, icono del cine de Wajda y de Zanussi) pide protección. Durante un interrogatorio, el tipo cuenta una historia delirante, que tiene lugar antes de la caída del Muro. En la historia hay perversos agentes del Kremlin y chicos yanquis, robados a sus familias y entrenados para cometer magnicidios en los Estados Unidos. Lee Harvey Oswald habría sido la primera de esas máquinas perfectas de matar presidentes yanquis, y lo mejor de todo es que ese delirio podría ser verdad. No, hay algo mejor todavía: el más reciente avatar de esa cadena, una tal camarada Chernkov, sería... la heroína de la película. Primero de los violentos barquinazos que signan el andar de Agente Salt (obra del guionista Kurt Wimmer, cuyos antecedentes no estaban a la altura). Barquinazos literales, propios de película de superacción, incluyendo un maratón de persecuciones en quinta velocidad, saltos de auto a auto, dobles que se juegan la vida y caídas libres desde helicópteros. Pero más que eso importan los barquinazos narrativos, que de tan generalizados y continuos generan una total inestabilidad en la historia y en el espectador. Todo puede suceder en Agente Salt, y todo sucede: desde la inoculación de veneno de araña con fines criminales hasta un lanzacohetes fabricado con la pata de una mesa, un matafuegos y productos de limpieza. Incluyendo la utilización de una bombacha de Jolie para cegar una cámara de seguridad, inusitados desafíos a la ley de gravedad y un despliegue de lealtades, traiciones, mascaradas y topos, que eleva a la enésima las obras completas de Graham Greene, John Le Carré y Eric Ambler. Super(¿anti?)heroína que es como una suma de McGyver, La Mujer Maravilla y El Hombre Araña, Evelyn Salt se comporta, para todos los efectos, como versión femenina del Ethan Hunt de Tom Cruise en las tres Misión: Imposible. La historia de los niños asesinos de la Unión Soviética equivale a una versión KGB de Los niños de Brasil, el esquema básico de perseguido-que-persigue responde al de las películas de Hitchcock y las referencias al lavado de cerebro y a los coreanos del norte –que hacen eclosión en un intento de magnicidio, durante un gigantesco acto público– provienen de El embajador del miedo. Llena de primeros planos, luces fuertes y cortes abruptos, la puesta en escena del australiano Phillip Noyce (director de la muy buena Terror a bordo en su país, adocenado más tarde en Hollywood) halla la perfecta correspondencia visual que el pulp, el trash y otras interjecciones piden a gritos. Que el villano más repulsivo se llame Tarkovski es, qué duda cabe, una turrada. Pero también una divertida muestra de la total irresponsabilidad que anima la primera película (muy) buena que la Sra. de Pitt protagoniza en su vida.
Cruces culturales frente al duelo humano “¿Está seguro de que es acá?”, repregunta la señora al taxista, sin poder creer que su hija viva en un barrio inundado de comercios árabes. “¿A quién le interesa hablar árabe?”, inquirirá más tarde, en tono bastante más agresivo, cuando se entere de que la chica estudiaba esa lengua. Presentada en gran cantidad de festivales (entre ellos Berlín, Toronto y San Sebastián) a lo largo del año pasado, London River describe el proceso de conocimiento que dos personas de lo más opuestas hacen sobre sus hijos, en circunstancias que podrían ser trágicas. Que la tragedia, la muerte violenta, la condición de víctima casual son cosas que en el mundo actual pueden tocarle a cualquiera es el subtexto de esa historia, en tanto los dos jóvenes desaparecidos podrían estar entre las víctimas –o los perpetradores– de los atentados suicidas que un grupo extremista islámico perpetró en Londres, el 7 de julio de 2005. Tras un par de llamados sin respuesta a su hija Jane y al enterarse por el noticiero de lo que acaba de suceder, Elisabeth Sommers (Brenda Blethyn) deja su granja en la pequeña islita en la que vive, se toma el ferry y llega a Londres. Casi al mismo tiempo y respondiendo al pedido de la madre, el septuagenario Ousmane (Sotigui Kouyaté) parte desde el interior de Francia en busca de su hijo Alí, a quien no ve desde hace quince años. Obviamente, las peregrinaciones de Elisabeth y Ousmane los harán coincidir, con insistencia de biógrafo. Sobre todo, a partir del momento en que Ousmane descubre a Alí y Jane, juntos en una foto. Que el encuentro entre la blanca protestante y el morocho de dreadlocks no termine en amor –tampoco en epifanías y reparaciones muy notorias– es de agradecer, teniendo en cuenta que es a ese punto donde esta clase de cruces culturales suele llevar en cine. El otro movimiento interesante es hacer de la mujer (viuda de un marino muerto en Malvinas) una señora no precisamente abierta en materia racial. Cuando conoce a Ousmane evita darle la mano, y cuando sale a recibirla el tendero árabe a quien Jane alquilaba su departamento, retrocede, en ambos como si corriera riesgo de contagio. “No sabés lo que es esto, está lleno de árabes”, comenta horrorizada por teléfono a un vecino de la isla. El realizador y coguionista Rachid Bouchareb (nacido en Francia de familia argelina, de quien en Argentina se conoció la premiada Días de gloria) tampoco se permite hacer de Elisabeth una abanderada de la unión de los pueblos, por suerte también. Pero si hay un hallazgo en London River, un imán inescapable, una línea de fuerza, es Sotigui Kouyaté, nativo de Mali fallecido a comienzos de este año, meses después del estreno de la película. Con una altura de casi dos metros, de brazos largos como cayados y un cayado prolongándolos, Kouyaté es de esa clase de actores que convierten a cualquier película en un documental sobre ellos. Que London River le haya permitido ganar varios premios (incluido un Oso en Berlín) es uno de los grandes actos de justicia del cine reciente. Conocida sobre todo por Secretos y mentiras, Brenda Blethyn es una representación perfecta de la “mujer común”, a la que según como se la mire puede considerarse ingenua o necia, simpática o irritante, sensible o sensiblera. Si los guionistas no hubieran tenido la lucidez de “ensuciar” toda posible identificación con ella, London River habría corrido riesgo de ser, a su influjo, una película reaccionaria. No lo es. Tampoco llega a ser una “película de hondo contenido humano”, ese castigo del pietismo cinematográfico, gracias al tono seco y contenido que, en líneas generales, tiende a imponer Bouchareb. Pero lo que London River no es termina importando más que lo que llega a ser: en lugar de profundizar una interrogación o malestar político que la hubieran vuelto inquietante, su horizonte parecería ser tan tautológico como lo es el duelo humano.
En la base de la pirámide represiva En su tercer largometraje, el director de Tan de repente se mete en el micromundo del Colegio Nacional de Buenos Aires en tiempos de la dictadura. Se trata de la versión cinematográfica de Ciencias morales, la premiada novela de Martín Kohan. La equivalencia, la simetría, la metonimia son las figuras que estructuran La mirada invisible, versión cinematográfica de Ciencias morales, novela de Martín Kohan, publicada por Anagrama en 2007 y ganadora del premio Herralde. Coproducción entre Argentina, España y México, el opus 3 de Diego Lerman (realizador de Tan de repente y Mientras tanto) ganó el premio al mejor guión otorgado por el Instituto Sundance y la cadena japonesa NHK, fue parte de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y el mes próximo competirá en la sección “Horizontes Latinos” del Festival de San Sebastián. Mientras que Ciencias morales comienza en abril de 1982 y transcurre en paralelo a la guerra de Malvinas, La mirada invisible –coescrita por Lerman junto a María Meira– se inicia un mes antes, finalizando donde la novela comenzaba. En ambos casos, el micromundo del Colegio Nacional de Buenos Aires funciona como representación a escala, confirmando que, como sostiene el prefecto, “la historia del colegio y la de la patria son una y la misma cosa”. Ingenua y de limitada formación –ignora que unos años atrás, en el país en el que vive se libró una guerra sucia–, María Teresa Cornejo (Julieta Zylberberg, consagrándose definitivamente en su primer protagónico) parece una paracaidista, caída sobre el más elitista de los colegios argentinos. Veinteañera de clase media baja, carente de intereses o atributos visibles, el rostro de Marita –como la llaman la mamá y la abuela– es como una superficie en blanco. Superficie sobre la que ella imprime un rol o representación: el de guardiana del orden. El pelo tirante, el gesto hierático, la voz de mando aplicada en el momento justo: no es raro que el señor Biasutto (Osmar Núñez), jefe de preceptores o de represores, convencido de que la “guerra” aún no terminó, la observe con atención cuasi paternal. ¿O es algo más lo que lo mueve a observarla? Posible doble de El custodio, en versión femenina, La mirada invisible narra el poder y la vigilancia desde su propia entraña, teniendo por protagonista uno de los escalones más bajos de la jerarquía. Como el guardaespaldas de Julio Chávez, la preceptora de Julieta Zylberberg es una represora reprimida (aquél sólo tenía relaciones ocasionales con prostitutas, ésta es lisa y llanamente virgen). Tan reprimida, tan poco autoconsciente del lugar que ocupa en la pirámide, que cuando lo descubra puede llegar a estallar. Como sucede con las cañerías de su casa, que de pronto se parten por la presión y sale un chorro. Al igual que la película de Rodrigo Moreno, la de Lerman luce tan autocontrolada como su personaje. Hasta el último detalle de la puesta en escena parece medido, sopesado, estudiado en función de lo que se quiere transmitir. Los planos abiertos muestran a María Teresa siempre en función del espacio que la contiene. A su turno, los primeros planos se concentran en un doble juego de miradas: el que se tiende entre ella y Biasutto y el que la lleva, aunque intente evitarlo, hasta el alumno que le hace perder la cabeza. Siguiéndolo llegará hasta el baño de varones, donde la encargada de administrar disciplina terminará dando con el verdadero disciplinador. También como en El custodio, el fuera de campo se constituye en herramienta esencial. Las formaciones estudiantiles, la rigurosa toma de distancia, los uniformes, los dos dedos entre el borde de la camisa y el cabello, la vigilancia de cada preceptor, el silencio sepulcral que impone en cada aula el ingreso de un superior recuerdan que ese colegio es parte de una sociedad militarizada. Los ventanales de las aulas, fotografiados de modo que el exterior se refleje sobre ellos, metaforizan esa relación entre el adentro y el afuera. En detalles nimios resuenan o se anticipan acciones mayores. Uno de sus alumnos comete una falta y María Teresa enrojece, como si ella hubiera sido la transgresora: ya llegará el momento en que lo sea. Con una Julieta Zylberberg dando todos los matices de un personaje que parece una bomba de acción retardada (y un Osmar Núñez inmejorablemente siniestro y relamido), el problema de La mirada invisible es que nada de lo que se dice o sugiere deja de ser obvio. Que toda institución fue, durante la dictadura, una dictadura en pequeño. Que los represores suelen ser reprimidos. Que la represión genera estallidos. Que, por más amables que quieran mostrarse, tarde o temprano los monstruos dejarán caer su careta. Difícilmente el espectador ignore alguna de esas cosas antes de entrar al cine. En ese sentido, La mirada invisible corrobora –con precisión y mesura, con elegancia y un final extemporáneo– lo que se sabía de antes. En el peor de los casos, el lugar común.
Tensión sin prótesis artificiales Un gran comienzo, un epílogo casi a la misma altura, una premisa como de programa de juegos de televisión y un final un poco a los apurones definen esta nueva prolongación del viejo Depredador. Producida por ese revitalizador de la clase B que es Robert Rodríguez y dirigida por el estadounidense de familia húngara Nimród Antal, Depredadores, con sus más y sus menos, está por encima de cualquiera de las secuelas anteriores. Más allá de limitaciones y lastres de género, Antal confirma aquí lo que ya evidenciaba en las anteriores Kontroll (2003, filmada en Hungría) y Asalto al camión blindado (2009): el hombre sabe construir tensión a base de buen pulso, sin depender de efectos y otras prótesis artificiales. La película empieza con Adrien Brody cayendo al vacío. El paracaídas no le funciona y el espectador es agarrado del cuello en cuanto apoyó el traste en el asiento: no hay mejor manera de arrancar una película adrenalínica. Ni mejor manera de seguir: con un segundo caído del cielo, que no es otro que Danny Trejo, dueño del rostro más poceado del mundo e icono por excelencia del cine de Rodríguez. Después caen un tercero, un cuarto y así hasta nueve. Alice Braga, hija de Sonia, es una oficial israelí. Brody, un mercenario yanqui. Trejo, sicario del Cartel de Tijuana. Los otros: un yakuza japonés, un soldado ruso, un guerrillero de Sierra Leona, un psicópata condenado a la silla eléctrica y un médico (Topher Grace, ex protagonista de la serie That 70’s Show). ¿Cómo cayeron allí, por obra de quién o de qué, por qué ellos y para qué? Las dos primeras preguntas se responden con el Manual Lost de asalto a la razón en la mano, las dos últimas son más prácticas. El Manual Lost desbarata la lógica de la realidad y eso está bueno, porque acerca el asunto a una dinámica de pesadilla, en la que por puro terror se cae de la nada y sobre la nada. ¿Por qué ellos? Porque todos se dedican a la producción de muerte ajena y ahora va a tratarse de la propia. ¿Qué selva es ésa? ¿El Amazonas, Africa, Centroamérica? No precisamente, se trata de algo bastante más distante. Ahora bien, ¿qué tiene que hacer un médico en medio de ese grupo de asesinos profesionales? No se sabe bien, tal vez no había un papel mejor para Topher Grace. En ese caso, ¿no le podrían haber buscado uno más apto a Brody, que tiene tanta pinta de mercenario como de estibador portuario? Entre los lastres de la película, uno tiene que ver con la dinámica cazador-cazado, que más que dinámica es mecánica. Otro problema son los monstruos del título, demasiado antropomórficos para asustar como se debe. Demasiado pocos, además: a diferencia de Aliens, Depredadores no hace buen uso del plural. Ni de los personajes: más allá de algún buen chiste (el psicópata sueña con salir de esa pesadilla algún día, para volver a violar mujeres más tranquilo), son poco más que muñequitos en la selva. Pero la tensión no decae, la fotografía mantiene la dosis justa de oscuridad y el remate, en el que dos rivales se reconocen como camaradas, está a la altura de Howard Hawks.
Exilio y afirmación de la identidad La primera ficción del cineasta argentino radicado en México es desembozadamente autobiográfica y refleja el largo y doloroso pasaje a la madurez de Javi –protagonista y narrador–, el hermano “perejil” de un militante desaparecido. Primer film de ficción de Fabián Hofman (Buenos Aires, 1960), Te extraño introduce, en la revisión de los años ’70 en la Argentina, un interlocutor hasta ahora ausente: el hermano menor. Esto es, el hermano menor del hombre de acción, del héroe, del desaparecido. La película de Hofman incorpora esa figura por partida doble. Desde el lugar de protagonista, pero también del de narrador, en tanto la suya es una ficción desembozadamente autobiográfica. Lo que le da un interés inédito es que se trata de la primera ocasión en que el punto de vista no es el de un ex militante, ni siquiera el de su hijo (el caso de Los rubios, M o Papá Iván), sino el de lo que en la época se llamaba, despectivamente, perejil: el simpatizante que no militaba, sino que la veía un poco de afuera. Podría decirse, extrapolando, que Te extraño representa la primera ocasión en que un perejil –figura culposa, si las hay– sale del armario y dice: “Soy”. Hofman es aquí Javi, hijo de una familia judía de clase media, que en 1975 tiene 15 años. El lugar subsidiario que Javi ocupa en la familia en relación con Adrián –que le lleva cinco años–, queda definido en la primera escena. Javi (el debutante Fermín Volcoff, justísima elección de casting) se halla en medio de un festejo familiar, con sus padres (Luis Ziembrowski y Susana Pampín) y la bobe (Edda Díaz). Rápidamente la conversación se desvía hacia el faltante, Adrián (Martín Slipak). Que, como está haciendo la colimba, no se sabe bien si podrá venir o no. Cuando Adrián entra al departamento, la bobe (para quien es claramente el nieto favorito) no es la única en dejar todo y salir a su encuentro. Una de las cosas que dejan es Javi. Estar al costado parecería ser su marca, y si algo narra Te extraño es el largo y doloroso paso que representa moverse del costado al centro de la propia vida. Doloroso, porque ese paso comienza a darse recién a partir del momento en que Adrián desaparece de escena. La culpa del sobreviviente es, sin duda, una de las heridas que la película de Hofman aborda, siempre en un medio tono (tono menor, podría decirse), reacio a intensificaciones y desbordes. Es también doloroso, o paradójico, o significativo, que a partir de esa desaparición la propia película comience a hallarse a sí misma. Hasta ese momento, Te extraño paga el precio de cierto costumbrismo retro, cediendo ante el peso de un ineludible déjà vu: el de un imaginario hecho de asaditos, picados, alguna que otra frase altisonante, esmeradas reliquias de época, los Falcon cuando empiezan a pasar, el escondite más o menos compartimentado. Un par de actuaciones inconfundiblemente teatrales (sobre todo la de Slipak, pero también Edda Díaz) suman lastre a esa zona de la película. A medida que el cerco se cierra sobre Adrián y Javi (sobre toda la familia, en verdad), Te extraño parece ir hallando un tono propio, hecho de planos que se preñan de espera, de miedo y de angustia. El carácter lateral de Javi se manifiesta sobre todo en relación con el uso de las armas (de las armas sexuales, también; lúcidamente, Hofman hace corresponder ambas cosas). La pistola que un día descubre en la cintura de Adrián; una granada que el hermano le muestra, con la obscenidad con que solían hacerse esas cosas; o las armas que más tarde, ya en el exilio mexicano, Javi intentará aprender a usar, daría la impresión de que para cumplir con los otros antes que consigo mismo. “¿Eres guerrillero?”, le pregunta su novia mexicana. “Montonero”, contesta Javi, como si el que responde fuera Adrián. Hay dos escenas centrales en Te extraño. Una, un “entrenamiento militar” que parece un juego descerebrado, ilustra a la perfección aquella idea de que la Historia se da primero como drama y más tarde como farsa. En cuanto a la otra escena culminante, su intensidad dramática, el modo en que la cámara se “pega” a los personajes, la justeza en la confrontación de puntos de vista, hacen olvidar algunos titubeos, fallas o desbalances de otros tramos. En esa escena, que tiene lugar en el exilio mexicano, Javi se enfrenta a dos compañeros de militancia de Adrián (Santiago Pedrero y Mariano Bertolini), que preparan su regreso armado. Referencia tal vez a la nefasta Contraofensiva montonera, en verdad posterior. Allí, finalmente, cada uno de ellos tiene ocasión de fijar posición, en medio de insultos, trompadas y graves acusaciones, de las que ni siquiera la memoria del propio ausente queda del todo a salvo. Javi puede asumir, puede decir que no cree en la lucha armada. Que, en tal caso, no es para él. Es allí, en ese preciso momento, cuando el hermano menor empieza a hacerse mayor.
Un mundo dominado por los cuatro elementos Por lo que lleva recaudado en su primer mes de exhibición en Estados Unidos, daría la impresión de que El último maestro del aire no va a perder plata. Sumándole lo recaudado en el resto del mundo, hasta puede terminar ganando algo. Eso debería bastarles a los productores de la nueva película de M. Night Shyamalan para dar la vuelta olímpica: El último maestro del aire es la clase de superproducción elefantiásica que en nueve de cada diez casos da por resultado un ruidoso fracaso. Con un presupuesto estimado en 150 millones de dólares, grandes planos en exóticos exteriores, ejércitos de extras, efectos digitales y un 3D agregado, según dicen, después del rodaje, la película del decaído ex joven maravilla de Sexto sentido es un himno a la desproporción. Desproporción entre tanto gasto y tanta pobreza. Pobreza de ideas, de innovación, de talento. Incluso de una mínima pizca de humor, de diversión, de entretenimiento en suma. El último maestro del aire es la versión con actores de Avatar, el conocidísimo dibujo animado del canal Nickelodeon. Que fue pensada como saga en tres partes lo anuncia un cartel inicial, lo confirma la estructura general y lo refrenda el final, que deja todo servido para una continuación. ¿Se animará la Fox a producir la segunda y tercera partes, las comprimirá en una sola, cancelará el proyecto disimuladamente? En los próximos meses se sabrá. Por el momento, aquí está El último maestro del aire, prioritariamente apuntada al público infantil-preadolescente y con el Avatar del título original convenientemente seccionado, por culpa del megafenómeno homónimo. Estrenada en Argentina con copias dobladas y algunas subtituladas, el guión –después de atrocidades como La dama del agua, Night Shyamalan sigue considerándose apto para esa tarea– imagina un mundo dominado por los cuatro elementos. Dos chicos del reino del Agua ayudan a Aang, pequeño maestro de Aire, a reconquistar su condición de elegido o Avatar. Para ello deberán atravesar los cuatro reinos y enfrentar a los ejércitos de Fuego, que sojuzgan a los demás. Hay viajes, fantasía, batallas, orientalismo, coreografías (no muy lucidas) de artes marciales, tai chi, reyes vestidos como romanos, monjes budistas, sabiduría de autoayuda, animales fabulosos (pocos: uno grandote y peludo, que parece salido de Donde viven los monstruos, uno al que podría llamarse “lemur-ciélago”, un dragón sabio que instruye a Aang desde una caverna oscura), efectos asombrosos. Efectos líquidos, sobre todo: aguas que se elevan, giran, vuelan, se condensan como hielo o forman torbellinos. Lo que no hay es sentido de maravilla o de aventura. Parecería no haber ni siquiera deseo de filmar, de parte del propio Shyamalan, de los actores y hasta de los técnicos. Como si todos supieran, sospecharan o intuyeran que We’re Only in It for the Money, como alguna vez proclamó Frank Zappa. La duda es, en tal caso, si the money cerrará esta vez, o ni siquiera eso.
El niño que miraba pasar los trenes En un pueblito polaco, anclado en la era pre-Internet, transcurre esta historia que no deja de ser, precisamente, un sencillo “cuento de verano”. El film trae ecos de cierto cine del este europeo de los años ’60 a ’90, con una notable actuación del debutante Damian Ul. El aire quieto, atemporal del pueblito, la casi total ausencia de rasgos de la modernidad, el pequeño cuento –preñado de lo que podría llamarse luminosa melancolía– que se narra a través de los ojos de un niño. Nominada por su país al Oscar 2009, Un cuento de verano (Sztuczki en el original, Tricks para su distribución internacional) trae ecos de cierto cine europeo (de Europa del Este, sobre todo) de los años ’60 a ’90. Películas como Trenes rigurosamente vigilados, Mi pequeño pueblito, Papá salió en viaje de negocios tal vez vengan a la mente. Pero el segundo film de Andrzej Jakimowski (Varsovia, 1963) no apunta a un costumbrismo cómico-colorido, como las del checo Jiri Menzel, ni se deja desbordar de pasión gitana, como podía entreverse ya en las primeras de Emir Kusturica. Jakimowski prefiere narrar ese verano –clave, tal vez, en la infancia del pequeño Stefek– frenando todo posible descarrilamiento hacia el exceso lírico o la forzada epifanía. Tal vez sea ese afán de contención, antes que el modo de relato elegido, el que ancle en la modernidad este cuento de aspecto tradicional. Viene a cuento lo del descarrilamiento, ya que los trenes son uno de los motivos recurrentes de esta película hecha, en buena medida, de motivos recurrentes. Los trenes, las palomas de un vecino, los reiterados intentos de la hermana por lograr una entrevista en una empresa de la zona, ciertas cábalas (los “trucos” a los que alude el título en inglés) y, sobre todo, el señor de traje y attaché que espera en el andén. Esas cosas llenan los días de Stefek (notable, el debutante Damian Ul) en esas vacaciones. Parecería que lo que obsesiona a Stefek es todo lo que parte. Por eso, tal vez, las continuas escapadas a la estación de tren, la fijación con hacer volar a las palomas, la posibilidad de que su hermana Elka (Ewelina Walendziak) consiga trabajo y se vaya. Todo indica que el señor de la estación es la causa de esas obsesiones. Aunque Elka lo niegue enfáticamente, algo le dice a Stefek que ese señor es su padre. El que alguna vez dejó a la mamá y se fue. Por más que la única foto que tenga de él esté toda rota y pintarrajeada. Intervenida, se diría, por un Stefek furioso. Las cábalas son el modo que Stefek tiene de invertir la suerte. Además de oportunos cruces de dedos, las cábalas consisten básicamente en ciertos amuletos, estratégicamente colocados para producir magia. Monedas de cinco y diez zlotiks y soldaditos de juguete, que el chico coloca entre los rieles o al costado de los durmientes, confiando en hacer parar los trenes que todos los días se llevan al señor de traje. Apoyado en actores que si son perfectos es porque en lugar de actuar se abocan a encarnar sus personajes, Jakimowski cierra el paso a todos los demonios que suelen cercar esta clase de relatos: el ternurismo, la demagogia, el trasnochado costumbrismo pueblerino, el armado remate redentor. El pueblito de Un cuento de verano (título que suena a Yasujiro Ozu, obra de la traducción local) no es dulce ni colorido, sino antes bien quieto, inmovilizado en una era pre-Internet, pre-chat, pre-twitter. Pre-todo, podría pensarse desde esta modernidad periférica. En la larga siesta del verano Stefek no ve la tele, no juega con la play, no chatea: vive en un tiempo de soldaditos, escapadas de casa y paseos con la hermana, a la que le arruina las salidas con el candidato. Podría llegar a arruinarle también la salida laboral, gracias a una inoportuna meada de apuro sobre el auto del director de la fábrica. Que es italiano: para salir del pueblito, parecería, hay que hablar otro idioma. Pero el varsoviano Jakimowski tampoco se permite chorrear desprecio urbano por el pueblito estacionado en el tiempo. Se limita a registrarlo, con la mirada de un forastero atento, no prejuicioso. Cuando asoma el posible remate esperanzador, Jakimowski lo deja en suspenso, como una nota en el aire cuyo siguiente acorde se desconoce. En cualquier caso, si Stefek logró acaso torcer la suerte, fue a costa de un sacrificio ajeno. Tal como la hermana le había anticipado que funcionaba esta clase de cábalas, sin saber quién terminaría resultando el cordero de esa pira.