La más realista y perturbadora de las fábulas Hasta ahora asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, Cohan sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo. Para hacer un buen policial hay que haber frecuentado el género. Se requiere rigor, cuidado por el detalle preciso, picardía para la sorpresa, habilidad en la dosificación de información, pulso firme y capacidad de generar tensión a través del encuadre y el montaje. Graduado de la FUC y formado durante años junto a Marcelo Piñeyro, Sin retorno parece indicar a Miguel Cohan, hasta ahora asistente de dirección, como alguien que tiene lo que hay que tener. Sabe contar el cuento, pero logra otra cosa a la que los buenos policiales no necesariamente aspiran, pero inevitablemente alcanzan: muestra como ente criminal a la sociedad que le sirve de caldo. En nueve de cada diez casos, el género funciona como calmante de la clase media, desplazando el crimen hacia uno de los extremos de la pirámide social. Sin retorno pone al espectador de clase media frente a un espejo turbio. Policial genuinamente argentino, no es raro que la cadena de culpabilidades y ocultamientos que la película desata se origine en un accidente de tránsito. Nadie tuvo la culpa, podría pensarse. Ni el tipo que en medio de la noche dejó la bicicleta sobre la calzada y se puso a buscar unos papeles, ni el que por una maniobra desgraciada lo atropelló, ni el pibe que venía atrás y por una distracción circunstancial le dio el golpe de gracia. Pero podría pensarse lo contrario: todos tuvieron parte de culpa. El de la bici, por confiar demasiado en el escaso tránsito de ese sábado a la noche. El que lo atropelló primero, por putearlo, en lugar de ayudarlo. Y el que venía detrás, por ocultar lo que pasó, “mandando en cana”, literalmente, a un inocente. Inocente de eso, al menos. Tal como suele suceder en la realidad, todos los personajes de Sin retorno funcionan como eslabones de la cadena de culpabilidades. O casi todos. Posibles excepciones: una fiscal, que hace lo que corresponde, y el padre de la víctima (Federico Luppi, cuya sola aparición en un policial remite a Aristarain), que pudiendo hacer justicia por mano propia se niega, entreviendo tal vez que una ejecución a sangre fría no le devolverá a su hijo. Todos los demás están cuestionados. Incluyendo la víctima, sus dos atropelladores sucesivos, los padres del segundo de ellos, la policía (cuya presencia es tan inexistente como en la realidad), la compañía aseguradora y la Justicia, que halla culpable al que no fue. Todos ellos arman un rompecabezas de la normalidad de clase media. Desde el matrimonio integrado por un ventrílocuo (Leonardo Sbaraglia) y su esposa (la española Bárbara Goenaga) hasta la familia compuesta por un estudiante de arquitectura (Martín Slipak) y sus padres (el ingeniero Luis Machín y la odontóloga Ana Celentano), pasando por el liquidador de seguros, dispuesto a barrer todo bajo la alfombra, a cambio de un 20 por ciento (Arturo Goetz, con un peluquín que lo hace parecido a Pepe Biondi). Magníficamente actuada (con excepción de la decorativa Goenaga y un pico en Sbaraglia, que vira de la transparencia a la oscuridad), esas culpas repartidas no hacen de Sin retorno una de esas películas pesadamente culpabilizadoras, al estilo de las del mexicano González Iñárritu. Como el apellido del personaje de Sbaraglia (Samaniego) lo señala, Sin retorno aspira a la condición de fábula moral. Pero Cohan –cuyo timing y precisión le permiten no errar ni un solo encuadre– se cuida muy bien de moralinas y moralejas. Sin el menor subrayado, deja que cualquier conclusión se desprenda de los hechos. El trabajo sobre el punto de vista es ejemplar. Como en los films del vienés Otto Preminger (Más allá de la duda, ambiguo policial-moral-jurídico de Fritz Lang, es otro posible antecedente), el espectador es colocado no en el lugar de uno de los protagonistas, sino en el de todos. Pero nunca de modo definitivo. Tómese por ejemplo el personaje clave de Martín Slipak, capaz de generar repulsión, empatía, identificación y hasta piedad. De modo contrario, el de Sbaraglia podría parecer, como algún héroe de Hitchcock, un falso culpable. Pero sucede que en Hitchcock, el falso culpable resultaba ser siempre, en el fondo, un verdadero culpable. De complicidad, voyeurismo, indiferencia o ambición. Que nada muy distinto suceda aquí lleva a pensar la ópera prima de Miguel Cohan como la más realista de las fábulas.
Feminismo escolar “A partir de ahora, se terminó eso de ‘anarquismo y libertad y las mujeres a fregar’”, les avisa a un grupo de ácratas machistas la indoblegable Virginia Volten, que a su combate contra Dios, Patria y Estado suma la rebelión contra la opresión masculina. Encarnada aquí por Eugenia Tobal, Volten fundó a fines del siglo XIX el periódico anarco-feminista La Voz de la Mujer, que anticipó luchas que aún continúan. De allí que la referencia que en algún momento se hace a que “en el próximo siglo todo aquello por lo que luchamos finalmente llegará” debe entenderse como amarga ironía. Pero ironía no le sobra a Ni dios ni patrón ni marido. Dirigida en la Argentina hace ya unos años (había quedado en espera de estreno) por la realizadora catalana Laura Mañá, la película reconstruye con esquematismo casi escolar –buenas de un lado, malos del otro– aquella lucha pionera de Volten y sus compañeras. Estas son en su mayoría hilanderas, al servicio de un patrón (Jorge Marrale) cuyo solo nombre (Volpone) anuncia su condición de zorro en el gallinero. El tipo no permite que una de las trabajadoras cuide de su hijo enfermo, el niño muere por falta de atención y se arma la revuelta, sofocada a sangre y fuego por orden del jefe de policía. Motivo de sobra para que las operarias vean con buenos ojos la iniciativa de la brava Virginia de lanzar un diario que las represente. A ellas se les adosa una cantante de ópera de mente amplia llamada Lucía Boldoni, la relevancia de cuyo rol tal vez se deba a que la encarna Esther Goris, autora de la idea original y coguionista de la película. Admirada por la alta sociedad porteña, “La Boldona” es cortejada por dos hombres de función maniquea. Uno es un senador conservador (Daniel Fanego); el otro, un abogado aparentemente radical (Joaquín Furriel): ese triángulo da lugar a escenas de alcoba que rematan en diálogos de teleteatro. Mientras tanto, el senador y un generalote (Jorge D’Elía) traman un castigo ejemplar contra las insurrectas. Pero éstas triunfarán, porque el futuro así lo impone.
Rebeldía que se diluye El galardonado segundo opus de la directora británica se “normaliza” después de una primera media hora cruda e intensa. Parece algo excesiva la recepción que este film británico tuvo desde el momento mismo de su presentación en sociedad, ya que resultó ganador de buena cantidad de galardones internacionales, entre ellos el Premio Especial del Jurado otorgado en Cannes 2009. Opus 2 de la realizadora Andrea Arnold (ganadora del Oscar al Mejor Cortometraje, en 2002), Fish Tank, tal el título original, se pone interesante cuando sintoniza con el espíritu camorrero de su protagonista, una chica de 15 que parece en estado de pelea con el mundo. Pasada la cruda e intensa media hora inicial, la película parece esperar de ella que se convierta en una chica como las demás, convirtiéndose de a poco, la película misma, en una como las demás. El rebelde mundo de Mia (teniendo en cuenta que Juno se estrenó aquí con el título La joven vida de Juno, puede presumirse que si Los 400 golpes se reestrenara en la Argentina le pondrían La callejera infancia de Antoine) entronca resueltamente con el realismo social, tradición central del cine inglés durante el último medio siglo. Con un padre ausente, una madre platinada de peluquería y una hermana menor con la que se intercambian puteadas las pocas veces que se cruzan, Mia es una chica de interior (la película transcurre en los arrabales de Essex) que, tras haber sido expulsada del cole, no tiene mucho para hacer. Como la otra gran tradición inglesa que la película hereda es la del punk (dicho en sentido existencial, no musical), al no tener mucho para hacer, lo que Mia hace es pelearse con la mamá, la hermana, las amigas y quien se le cruce. La mamá mucho no ayuda: “¿Sabés que yo no quería tenerte? Intenté abortar”, le comenta así como al paso, mientras está de fiesta en casa con amigas y amigos. Fuera de casa, Mia no se esfuerza mucho en hacer amigos. A una que baila en la calle la provoca y le pega un cabezazo en la frente. Después ve una yegua atada e intenta soltarle el yugo a adoquinazos. Vienen los dueños, la corren y parecen a punto de violarla. Mia logra zafar... y al día siguiente vuelve, con un martillo. Todo eso sucede en esa primera media hora, en la que la película cobra su mayor interés. Como la de unos Dardenne menos nerviosos, la cámara de Arnold no se despega de la chica, la sigue de aquí para allá, se contagia de su energía. Su obstinación a toda costa recuerda, por otra parte, a los chicos de las películas de Kiarostami, que cuando se les mete algo en la cabeza, no paran. Pero entonces sucede que mamá aparece un día con novio nuevo (Michael Fassbender, el crítico de cine de Bastardos sin gloria), y el tipo resulta ser muy atractivo. Lo que viene de allí en más es un film de iniciación y un drama de rivalidad madre-hija infinitamente más estándar. Como a su vez la realizadora no parece empeñada en sostener sus premisas con demasiado rigor (la crudeza visual da paso a exquisitismos fotográficos, el pragmatismo conductista deriva en alegorías con peces, caballos y globos), El rebelde mundo de Mia va perdiendo rebeldía a cada paso. Lo mejor terminan siendo las actuaciones. En la mejor tradición del realismo social inglés, son todas excelentes. Empezando, claro, por la protagonista, Katie Jarvis, que si algún día la BBC produjera una versión británica de la saga Millennium, sería una perfecta Lisbeth Salander.
La denuncia hecha cine El director Enrique Piñeyro organiza el relato con sentido narrativo y utiliza herramientas cinematográficas para intentar, de modo preciso y demoledor, que se reabra un caso policial. ¿Puede el cine ser didáctico y de denuncia, cumplir una función comunitaria, intervenir sobre el cuerpo social y seguir siendo cine? ¿O cuando se vuelve instrumental deja de ser cine, convirtiéndose en mera herramienta al servicio de algo? Tal vez sean ésas las preguntas para hacerse frente a un documental como El Rati Horror Show, una de cuyas aspiraciones es la de incidir sobre un caso al que los altos estamentos jurídicos de la Nación parecerían querer convertir en cosa juzgada. Incidir sobre un dictamen judicial es lo que su director, Enrique Piñeyro, había intentado años atrás con Fuerza Aérea S.A., que ayudó a reabrir la causa del accidente que sufrió un avión de LAPA en la zona de Aeroparque, en 1999. Aquella vez, reabrir la causa no sirvió de mucho: la Justicia ratificó la inocencia de los máximos responsables, a los que el documental de Piñeyro señalaba con pruebas, datos, cifras, nombres y apellidos. ¿Servirá de algo esta vez, en caso de que eso efectivamente suceda? Pero además, sirva o no sirva, ¿es la nueva película de Piñeyro un mero instrumento, algo parecido a una prueba, o puede ser considerada cine en buena ley? El 25 de enero de 2005 sucedió lo que se conoció como “la masacre de Pompeya”. En plena avenida Sáenz, un día de semana al mediodía, presuntos maleantes lanzados en velocidad atropellaron y mataron a dos mujeres y un chico de seis años, tras tirotearse con la policía. Baleado, el “único sobreviviente” fue juzgado, hallado culpable y condenado a treinta años de prisión. Con gran olfato expositivo, El Rati Horror Show comienza con esa versión oficial, tomada directamente de los noticieros de televisión (todos los noticieros de todos los canales: acá no se salva casi nadie), para deconstruirla de allí en más, detalle a detalle. El documental de Piñeyro termina demostrando que todo fue un montaje de miembros de la comisaría 34ª que, tomando a un inocente por culpable y tras fallar en su intento de fusilamiento, plantaron pruebas para incriminarlo. El periodismo funcionó como correa de transmisión y la Justicia, como arma al servicio de la maniobra de encubrimiento policial. Hoy en día, Fernando Carrera, comerciante, por entonces con 30 años y ni un antecedente policial, purga su condena en el penal de Marcos Paz. En julio pasado, el procurador general, Esteban Righi, recomendó a la Corte Suprema convalidar el fallo del tribunal. ¿Caso cerrado? Se verá. Piñeyro deconstruye y reconstruye el caso revisando declaraciones, chequeando y confrontando datos, poniendo testimonios a prueba. En otras palabras: haciendo el trabajo que los jueces no hicieron o hicieron mal ex profeso. El estudio e isla de edición de Piñeyro son su tribunal. Con ayuda de tecnología de punta y de algún asistente, durante poco más de hora y media el realizador de Whisky Romeo Zulú se abocará a lo que podría considerarse un juicio paralelo. Juicio bastante más transparente, por cierto, que el que tuvo Carrera, viciado de un sinfín de irregularidades, falsos testimonios, pruebas fraguadas y mentiras lisas y llanas, que incluyen a unos jueces que dicen haber visto y oído lo que comprobadamente no vieron ni oyeron. El procedimiento de Piñeyro es cinematográfico, no sólo por las herramientas de las que echa mano (materiales de archivo, reconstrucciones, ordenamiento y selección mediante el montaje, pruebas de sonido), sino por el modo en que organiza el relato, regulando, dosificando y distribuyendo la información con sentido narrativo, apuntando a un espectador al que la enunciación coloca en el lugar de jurado. Hay una justificación narrativa –que tal vez incluya un componente de narcisismo, pero sin duda lo excede– para que el realizador se ponga a sí mismo en el centro de la escena. Piñeyro, que además de realizador es actor, representa aquí un personaje que cumple una función conductora, o varias: investigador, fiscal, juez tal vez. Es posible que el realizador de Bye Bye Life no acierte en todas sus decisiones narrativas y de puesta en escena. Que cometa pifies serios, incluso. Los recursos utilizados (maquetas gigantescas, rayos láser, efectos digitales y de computación, pantallas divididas) tienen tal peso y tamaño, que en más de una ocasión distraen. Lo mismo puede decirse de ciertos desvíos narrativos (el traslado del equipo completo al campo, para balear a una res), que no van más allá del show televisivo. Por lo demás, el tono de burla y suficiencia que el personaje de Piñeyro con frecuencia adopta lo pone en riesgo de generar más antipatía que empatía. Pero ninguno de esos posibles defectos anula, ni siquiera disminuye, el valor cinematográfico y de denuncia de El Rati Horror Show. Como ya sucedía en Fuerza Aérea S.A., la nueva película de Piñeyro es una demoledora y precisa demostración del estado de pudrición humana e institucional de un recorte entero de la sociedad argentina. Y eso tiene un valor imposible de mensurar, dicho esto tanto en sentido cívico como cinematográfico.
Sonidos que están pero no se oyen El film, construido con luminosa tristeza en la Bretaña, narra la melancólica relación entre un hombre y la nueva maestra de su hijo. Son el héroe y la heroína de un melodrama en el que parecen llamados a desencontrarse. Una historia de amor que empieza con el rugido de un taladro eléctrico no es una como cualquier otra. Si algo narra Une histoire d’amour, es el encuentro o colisión entre un taladro y un violín. O entre el músculo y la música. O tal vez se trate de dos formas de la melancolía. Según referencias, la melancolía es el territorio propio de Stéphane Brizé, que aquí adaptó una novela de Eric Holder. En entrevista publicada días atrás por Página/12, el realizador y coguionista admitió lo difícil que le resultó, en esta ocasión, filmar a gente feliz. Habrá que ver qué entiende Brizé por feliz, habida cuenta de que el enamoramiento causa aquí el efecto de un taladro eléctrico sobre una pared. Jean (el robusto Vincent Lindon, de Vendredi soir) entra al grado de su hijo y ve a la nueva maestra, sola en el aula y de espaldas a él, apoyando un violín imaginario contra el hombro. Por el tiempo que dura el plano se percibe que no es para él un encuentro más. Pero sólo por eso: nada más lo dice. El affaire del que habla el título local (el original, Mademoiselle Chambon, no suena adecuado en la Argentina) es uno casi sin palabras. Jean no está habituado a usarlas, Véronique tiende a callar. “Pienso en usted”, dice una nota que él deja bajo la puerta y es como si dijera que la ama con locura. El espectador sabe todo lo que esconde esa minúscula obra maestra del laconismo romántico, porque la película lo ha entrenado para ver lo que no está a la vista. “Confío más en los cuerpos que en las palabras”, sostiene Brizé, y se nota. Si de cuerpos se trata, el de Jean parece el de un cowboy: sólido, muscular, apretado. Un cuerpo capaz de bajar una pared a mazazos, de palear y palear mezcla sobre una removedora. “Lo que más me gusta de mi trabajo es poder construir algo a partir de cero”, dice Jean frente a la clase de su hijo, invitado por la señorita Chambon, que lo observa fijamente. La escena se repetirá más tarde en forma de espejo, cuando Jean mire arrobado a Véronique tocar el violín. Esta segunda escena es lo más parecido a un escándalo que brinda un film parco e implosivo: en ese momento, en medio de una fiesta, la mirada de Anne Marie, su esposa (Aure Atika), repara en la de Jean. No dirá nada, por supuesto. Si Jean es puro músculo, Véronique es, se diría, puro espíritu. Tal vez por eso los encuentros entre ambos parecen más llenos de melancolía que de pasión: es como si supieran que no va a durar. Tal vez por eso Brizé haya elegido como protagonistas a dos ex: para que el sentimiento imperante sea de pérdida. Aunque a eso se dedica, Jean parecería no tener presente que para construir algo antes hay que tirar algo abajo. El montaje lo recuerda, poniendo en sucesión un mazazo en la pared y una imagen de Véronique. Si Jean se mueve en un mundo de muros sólidos y estables, a Véronique le sucede lo contrario. Maestra suplente, a los treinta y pico podría considerársela una nómade de la docencia, porque nunca pasa un año en la misma ciudad. Héroe y heroína de un melodrama, parecen llamados a desencontrarse: justo en el momento en que a ella se le presenta la oportunidad de quedarse, él le comunica la novedad que lo echa por tierra. Sólo cuando sepan que la separación es inminente se permitirán algo de pasión. Hay una segunda película en Une affaire d’amour, pero es una que no se ve. Está detrás de las miradas, corre por dentro de Jean y de Véronique, cada vez que se quedan abstraídos pensando en algo. Incluso oyendo algo, como sucede cuando ella toca un violín que nadie escucha. Esta es una película de sonidos que están pero no se oyen: tal vez por eso, teniendo una violinista por protagonista, sólo dos composiciones (del húngaro Ferenc von Vecsey y el inglés Edward Elgar) se escuchan durante el metraje. Ambas –huelga decirlo– son profundamente tristes. Una tristeza luminosa, en tal caso, la de Une affaire d’amour: ubicada en la Bretaña, de donde Brizé es oriundo, no hay una sola escena en la que no brille el sol. Un sol al que tal vez haya que calificar de paradójico.
Demasiados condimentos para un solo guiso Una chica que quedó muda cuando los esbirros de Pinochet se llevaron a sus padres. Un ladrón mítico que lo único que quiere es que su esposa e hijo lo perdonen. Un chico que sale de prisión con ganas de vengarse del alcaide pederasta. Un matón que lo persigue. Una bailarina tan sublime que lleva casi hasta las lágrimas a un curtido crítico de ballet. Una mujer entregada al cinismo de la burguesía pinochetista. El caballo de un ex convicto que atraviesa Santiago, tal vez como símbolo de libertad. Y un atraco millonario, que no es atraco sino acto de justicia: el dueño del botín es nada menos que el ex jefe de los servicios secretos de Pinochet. Todo eso hay en El baile de la victoria, la nueva película de Fernando Trueba, que más que película parece una retrospectiva desordenada, al pasar del folletín mudo al film de grandes robos, del latinoamericanismo a la europea a la postal andina, de la producción de época al alegato social con atraso. Tratándose del realizador de El año de las luces, Belle Epoque y La niña de tus ojos, no es raro que toques de humor y de comedia brillante le den una pizca de frescura a este guiso recocido. Teniendo en cuenta que la actriz es española, que la protagonista femenina sea (o haya quedado) muda le quita un acento al batiburrillo idiomático de esta Santiago de Chile en la que un ladrón argentino (Ricardo Darín, en papel como de Aristarain) tiene ex esposa española (Ariadna Gil, en participación poco más que amistosa) y escudero cubano (un taxista que se le acopla), mientras el argentino Abel Ayala (el chico de El polaquito, haciendo de pícaro callejero, como de Leonardo Favio) imita el acento chileno (con notable capacidad mimética) y la profesora de baile es una brasileña que habla en portuñol. Pero el cocoliche eurocéntrico no es el peor de los defectos de El baile de la victoria, basada en una novela de Antonio Skármeta, que a la vez interpreta al emotivo crítico de ballet. Tampoco lo es el pastiche, que al menos muestra al siempre muy clásico Trueba animándose al ridículo. Es lo que sucede aquí con las escenas de galope en pleno centro de Santiago, aquella en la que el ladronzuelo callejero organiza una presentación de su amada a punta de pistola o, sobre todo, otra en la que Darín canta en un karaoke “El día que me quieras” con tono derrumbado, como de Chet Baker. Lo catastrófico de El baile de la victoria es que lo que se ve o sucede (las citas al film noir, el melodrama romántico, la vulgata antipinochetista) es de segunda mano. Pero se lo quiere imponer como si no lo fuera. Sólo cuando se reconecta con su maestro Lubitsch (algunos diálogos filosos, una magnífica escena de screwball comedy, con cierres de puerta que dan pie a elipsis temporales), Trueba vuelve a ser Trueba. El Trueba de su ópera prima Opera prima, por ejemplo. Opera prima que sigue siendo su película más fresca y sentida, la menos reprocesada.
El truco de volver a asustar Lejos de agotarse, el recurso del falso documental sigue dando algunos buenos frutos. En este caso, la clave es apelar a un protagonista tan escéptico como el espectador y luego llevarlo de la nariz a un mundo en el que el demonio hace de las suyas. The Blair Witch Project abrió la puerta y una legión de brujas, zombies, fantasmas y monstruos entró. La puerta es la de lo fantástico hecho pasar por real, gracias al truco del falso documental. Sencillo, económico y efectivo, el truco se sostiene con actores que parecen gente común, haciendo que filman en vivo apariciones sobrenaturales. Por más que el espectador sepa que es un truco, el efecto de realidad es tan fuerte que permite lograr lo que desde El exorcista el cine de terror viene queriendo lograr y no puede: volver a asustar a los señores espectadores. OK, a veces puede que no asuste, como sucede con el fantasma habitacional de Actividad paranormal, pero eso es atribuible a torpezas de puesta en escena. En The Blair Witch Project funcionaba (en la primera; la segunda no existía), en la española [REC] funcionaba, en Diario de los muertos funcionaba, en Cloverfield funcionaba y vuelve a funcionar en El último exorcismo. The Linda Blair Project la bautizó un crítico estadounidense y se anotó un pleno. La apuesta era particularmente brava: había que enfrentarse a dos enemigos mayores y vencerlos en su propio terreno. Uno era El exorcista, la clase de película que tiende a clausurar un tópico en el momento mismo en que lo inaugura. El otro enemigo a vencer era el mismísimo Satán. Su Presencia eleva a la enésima potencia el problema de fondo del terror actual: ¿Cómo hacer para que el espectador contemporáneo, escéptico y racionalista se asuste con aquello en lo que no cree? Con guión de los casi desconocidos Hugh Botko y Andrew Gurland (especializados, hasta ahora, en lo que podría llamarse “comedias de desvirgue”), la figura del protagonista es la clave que permite a El último exorcismo resolver con una verónica ambos problemas. Típico evangelista sureño que monta un show, reza a los gritos y practica supuestos milagros, no hace falta que el espectador sospeche de Cotton Marcus (irresistible Patrick Fabian): a las pocas escenas, el tipo está confesando que es un timador. Y se ríe de ello. Cotton Marcus no sólo no cree en lo que hace: tampoco en lo que dice profesar. Descendiente de un largo linaje de exorcistas, la diferencia entre él, su padre y su abuelo es que él no cree en el diablo. “Hago los exorcismos porque la gente cree que sirven”, confiesa con su mejor sonrisa de vendedor de autos usados. Cansado de robar, antes de retirarse quiere prestar un servicio a la humanidad, demostrando que no existen los exorcismos, ni el diablo, ni nada. ¿Cómo hacerlo? Practicando un último ritual, en el que mostrará todos sus trucos a cámara, en compañía de una directora y un operador de camcorder. De más está decir que lo que empieza como juego puede acabar como pesadilla. Y lo que en el inicio parecería una refutación satírica de El exorcista tal vez termine resultando su versión reality. Así como también la de El bebé de Rosemary: El último exorcismo es básicamente un cruce entre ambas obras maestras, filmado como si fuera una nota de CQC. Más allá de que el formato de falso documental (que incluye un minidocumental antropológico sobre la zona de pantanos de Louisiana) vuelve a demostrar su eficacia, un acierto básico de la película dirigida por el alemán Daniel Stamm (radicado desde hace tiempo en Estados Unidos, ésta es la tercera que dirige) reside en ganarse la confianza del escéptico espectador contemporáneo, poniendo como protagonista a un tipo que confirma todos los escepticismos posibles. Al tener por héroe a un pícaro, El último exorcismo construye un espectador cómplice. Una vez que el espectador está adentro, de lo que se trata es de hacer creíble lo increíble. Para ello el guión de Botko & Gurland multiplica dudas, inesperados cambios de rumbo y vueltas de tuerca, llevando al espectador de la nariz. Práctica, eficaz y funcional, la puesta en escena de Stamm completa el efecto. Máscara de la máscara, como sucedía en Borat –otro falso documental–, dentro de ese falso documental tal vez haya un verdadero documental de la América profunda. La del evangelismo, el oscurantismo, el recurso a las armas. Hábitos a los que hasta hace muy poco el máximo poder de la nación rendía honor. Hábitos que, sugiere El último exorcismo, siguen presentes. Como el demonio o como quiera llamárselo.
El artista y el retrato inconcluso Lejos de buscar una cristalización, llevar a cabo un detallado biopic o “explicar” las obras de Carlos Gorriarena, la película es una suma de situaciones que aporta datos pero también enigmas sobre la vida y la obra del notable artista plástico. “Y justo a éste se le ocurre morirse...”, se quejan los artistas plásticos Daniel Santoro y Adolfo Nigro, el escritor Luis Gusmán y el crítico de arte Raúl Santana, sentados a la mesa del restorán El General, donde solían juntarse por las noches con Carlos Gorriarena, a charlar, comer y tomar. El quinto jinete los dejó en 2007, a los 81 años, y ellos ahora protestan entre risas por su ausencia. “Doy todos estos rodeos para no decir de una vez que Gorri ya no está”, confiesa a su turno Sylvia Vesco, viuda del pintor. Pero no se le cae ni una lágrima. Tal vez porque para el propio Gorriarena la lucha contra lo que él llamaba “el pietismo” era toda una bandera, en lugar de ceder al ejercicio fúnebre, en Gorri Carmen Guarini prefiere construir la figura del artista, del mismo modo en que el artista pintaba sus lienzos de grandes dimensiones: buscando su tema sin saber del todo cuál es, dónde está, en qué momento se termina. Al fin y al cabo era Gorri el que creía, siguiendo a Da Vinci, que “la obra no se concluye, se la abandona”. Fallecido en 2007, si Gorri dejó una obra monumental no es sólo por su predilección por grandes tamaños, sino por la incontable cantidad y asombrosa variedad. De todo ello se ocupa Gorri, sin pretender “exponer” cuadros (salvo en una única ocasión, en que lo hace a pedido): a quien aspire a “conocer” la obra de Carlos Gorriarena le convendrá esperar una próxima muestra. El que quiera conocer un poco más a Gorriarena, en cambio, su ética y estética, hallará en Gorri un retrato como los que hacía el autor. Móvil, cambiante, “imperfecto”, con pinceladas bien evidentes. Fundamentalista de lo que da en llamarse “cine directo”, Guarini aborda su objeto como lo hizo antes con Jaime de Nevares (Jaime de Nevares, último viaje), las noticias policiales del diario Crónica (Tinta roja), la asociación H.I.J.O.S. (H.I.J.O.S., el alma en dos) o el rodaje de una película de Edgardo Cozarinsky (Meykinof). Como en aquéllas, Guarini filma estrictamente lo que sucede en cada aquí y ahora. El resultado o película es, así, una suma de situaciones. De “aquís y ahoras”, si se prefiere. Sobre cada situación no se impone nada que no pertenezca a ella. Sin datos de contexto, explicaciones o “zócalos” identificatorios, Gorri está tan lejos de la exposición como del biopic. No se trata de “mostrar” o “enseñar” nada, sino de registrar lo real de modo tan fragmentario como suele presentarse. Gorri se organiza en base a varios ejes o bloques situacionales. Uno gira alrededor de una próxima exposición póstuma, curada por Santana en el Centro Cultural Recoleta. En ese bloque, Vesco, su hijo Gerónimo y alguna asistente catalogan material en el taller del artista y lo retiran de un gigantesco depósito de cuadros. “Agarrá ese coso”, dice Vesco, queriendo referirse a un caballete. “Ponelos de frente, que si no parece como si le estuvieras dando la espalda a Carlos”, la reconviene una amiga. Una de las características más identificables del estilo Guarini es el predominio del instante por sobre lo general, lo fugaz antes que lo cristalizado, lo peculiar en vez de “lo representativo”. Notorio en el bloque al que por oposición a cierta romantizada “Mesa de los sueños” podría llamarse “La mesa de las realidades” (la de las cenas en El General, con su “parrilla al parquet”), ese enfoque contamina fragmentos en los que aparece el propio Gorriarena (cedidos por Jorge Coscia, que filmó un corto sobre él). “Se ve que no conozco tanto sobre vinos”, autoironiza Gorriarena, después de perder una apuesta sobre un Malbec presuntamente picado. Sin que se note demasiado por ese estilo semicasual, Gorri va hilando, sin embargo, toda una reflexión o cuestionamiento de lo que podría llamarse “arte comprometido”, tanto en la voz del protagonista como de varios de sus discípulos (sobre todo Germán Gárgano, ex preso político, liberado en diciembre del 82). “Soy un pintor de carácter social que no cree que la pintura pueda resolver problemas sociales”, define Gorri, antes de contar una demoledora anécdota sobre la recepción del arte de denuncia, que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín experimentó en carne propia. Gorri como enigma: ¿Cuál era su exacta relación con la política, el peronismo en particular? ¿Fue por una suerte de warholismo criollo que pintó a Amalita, a Menem, a Stallone? ¿Cuál es el verdadero volumen de su obra, cuáles sus posibles etapas, formatos, estilos? Todos esos enigmas parecen materializarse en la inapresable expresión de su hijo Gerónimo, veinteañero al que la cámara de Guarini parece ver como signo de pregunta viviente. Preguntas son las que dispara Gorri, por su indeclinable voluntad de abrir temas, en lugar de cerrarlos. Tal vez por aquello de que no hay obra que no sea inconclusa.
Diario de una niña que se despide “El día que cumpla 12 voy a suicidarme”, afirma Paloma a cámara, muy seria. En los 165 días que quedan, Paloma abjurará de su familia de alta burguesía, formulará epigramas que Mafalda jamás hubiera soñado, ensayará variadas formas de suicidio, cultivará dos nuevos amigos y, sobre todo, grabará en su cámara un diario fílmico de ese último medio año. Basada en una novela de éxito, la ópera prima de la joven Mona Achache confirma al distinto como sujeto primordial del cine contemporáneo, a la hora de conquistar al estimado público. En este caso, la estrategia se triplica. En busca de refugio de todos los males de su mundo, Paloma hallará como aliados a la portera –lo más parecido a un descastado con que cuenta el edificio en el que vive– y un extranjero de cultivado exotismo. Juntos desafiarán el qué dirán y otras mezquindades de la normalidad. Rubia, de anteojitos y gesto sobreactuadamente adusto, Paloma (Garance Le Guillermic) filma con obsesión a su familia (papá ministro, mamá cautiva del psicoanálisis, odiada hermana mayor) mientras los estigmatiza en off. La menor de los Josse es capaz de discutirle a muerte, a un amigo de sus padres, que el Go no es de origen japonés, sino chino. Y de afirmarle a papá, hablando de mamá, que “el psicoanálisis compite con la religión en su amor por el sufrimiento”. “Hay quienes para desafiarse a sí mismos escalan el Everest”, pontifica en off. “Mi Everest personal será mi película.” Unos pisos más abajo vive Renée, la portera (Josiane Balasko, conocida aquí sobre todo por Cama para tres, donde se enamoraba de Victoria Abril), consciente de responder con exactitud al estereotipo de la concièrge: “Vieja, fea y gruñona”. Así, al menos, la ven todos los vecinos. Menos uno, que acaba de mudarse al edificio. Se llama Kakuro Ozu, también es viudo –como ella–, también ama a Tolstoi –como ella– y tiene el suficiente desprejuicio como para invitarla a cenar. Como a su vez Paloma habla japonés y ama la lectura, ella, Renée y Kakuro formarán un círculo virtuoso, opuesto a ese microcosmos copetudo de cinco departamentos de un piso entero, en pleno centro de París. Personajes de diseño, no poca arbitrariedad y una forma de chic progre –que opone el mundo del arte y la cultura al del poder y el dinero– dominan El encanto del erizo. La amistad y los libros alisan las púas de la encargada (a ella debe la película su título). Por improbable que suene, a los once Paloma se expresa como discípula aventajada de Barthes, Deleuze y Foucault y dibuja unas tintas que si las ven los de Fierro la contratan. Por más que carezca de estudios, la concièrge cita Anna Karenina de memoria, lee a Junichiro Tanizaki y colecciona películas de Yasujiro Ozu. Para que todo encaje, Paloma, Renée y el otro Ozu deben ser dueños de gatos, todos ellos de nombres sofisticados. Y la concièrge y el educadísimo señor nipón tienen que haber enviudado por sendos cánceres. Como en una de Kieslowski (del Kieslowski francés, se entiende), una muerte se troca por otra: el azar como forma de la arbitrariedad.
Un cuadro que se convierte en alegato El realizador galés retoma una vieja obsesión y convierte a la pintura La ronda de noche en el continente de “cincuenta misterios” a desentrañar. Pero algunas manipulaciones y teorías confunden el panorama, y a veces parecería que el director habla de sí mismo. Peter Greenaway tiene obsesiones duraderas. Un cuarto de siglo después de El contrato del pintor (1984), aplicó la misma idea –un cuadro que esconde el secreto de un crimen– a personajes y circunstancias históricos. En Nightwatch (2007, inédita en Argentina), Rembrandt van Rijn era perseguido por sicarios de la alta sociedad holandesa, a quienes según la ficción habría denunciado por un crimen cometido poco antes. Denuncia que, artista al fin, Rembrandt no habría presentado en un tribunal, sino en clave, en su obra maestra entre obras maestras: La ronda de noche, exhibida por primera vez en 1642. Al año siguiente de Nightwatch, Greenaway decidió convertir aquella ficción en denuncia concreta. Siguiendo los pasos del Rembrandt que imaginó en Nightwatch, el autor de El vientre del arquitecto no realiza la denuncia ante un tribunal, sino en forma audiovisual. Elegida como puntapié inicial del ciclo “El documental del mes”, que presentará mes a mes documentales de estreno, en Rembrandt’s J’accuse el realizador de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante expone su teoría directamente a cámara, en medio del más abigarrado flujo de imágenes y técnicas digitales, fusionando el alegato jurídico, la clase magistral, la audioguide de museo y el especial de cable en edición de luxe. “El modo de resolver el misterio es ver La ronda de noche como una acusación de asesinato”, dictamina Gree-naway de entrada, aprovechando que el espectador no tiene voz ni voto y sumándole de allí en más a los roles de guionista y realizador los de detective, fiscal, juez, jurado, conductor, actor, historiador del arte y erudito. Pero sobre todo el de hermeneuta, que le permitirá desentrañar los “50 misterios” (sic) que La ronda de noche escondería. Por algún motivo que no se explica (¿falta de tiempo, de espacio, descuido, capricho liso y llano?), de aquellos 50 misterios el expositor va a detallar sólo 30, que pasan a constituirse en capítulos de Rembrandt’s J’accuse. Con tono profesoral deliberadamente exagerado, el galés va del gran contexto histórico al detalle infinitesimal, poniéndole nombre a cada uno de los treinta y cuatro personajes de La ronda de noche y practicando sobre el gigantesco cuadro toda clase de recortes, reencuadres, intervenciones y variaciones visuales. Por momentos, el hiperminucioso análisis estético, histórico y detectivesco echa luz sobre aspectos de la obra de Rembrandt y sus circunstancias. En otros, arrastrado por el deseo de demostrar la tesis a como dé lugar, el sabueso artístico se entrega a una arbitrariedad y parcialidad absolutas. Como el resto de la obra de Gree-naway, Rembrandt’s J’accuse reduce al espectador a la condición de receptáculo de un volumen de información de lo más diverso, caprichoso y abrumador, tanto en términos textuales como visuales. Tras señalar que la alta sociedad holandesa de la época condenó a Rembrandt al olvido, en revancha por la acusación que el cuadro representaría, el expositor proclama, desde el reencuadre en el que se ha inscripto a sí mismo: “Es imperativo reabrir el caso”. ¿Imperativo por qué? ¿Reabrir el caso para qué?, podría preguntarse el espectador. ¿Para condenar a los presuntos culpables, cuatrocientos años más tarde? Daría la impresión de que la intención de Greenaway es en el fondo otra. Al calificar a Rembrandt de genio barroco, grandilocuente, arrogante y autoindulgente (pero genio al fin), al hacer hincapié en que en el curso de su carrera el autor de La lección de anatomía pasó de la fama, la celebridad y el encumbramiento al olvido y el desprestigio, Greenaway –cuya modestia lo llevó a considerarse, alguna vez, “reinventor del cine”– tal vez esté aludiendo veladamente a sí mismo y a la cambiante recepción de su obra, a lo largo del último par de décadas. “Reabrir el caso” sería, entonces, reabrir el caso Greenaway, en función de restituirle la genialidad arrebatada. El peligro es que, por su propia forma y contenido, el alegato termine convenciendo al jurado de lo justa que había sido aquella condena.