Al espacio y más allá Gran factura técnica y personajes queribles, salvavidas contra una narración neutra y el efecto desgaste. En el detrás de escena, son grandes los desafíos que enfrenta La era de hielo: choque de mundos. Quinta entrega de esta franquicia que sólo en la Argentina cosechó a casi 11 millones de espectadores, sus directores, Mike Thurmeier y Galen T Chu, sus guionistas, animadores y productores debían reinventar un producto exitoso para que, además, siguiera siendo una buena película. Es cierto, el público se renueva, pero la globalización y la accesibilidad permanente al entretenimiento cambian radicalmente esos plazos. Para ello, la ardilla Scrat viajó (muy) azarosamente al espacio, allí sigue fracasando en su enfermiza y divertida persecución de la bellota, y desde allí se conecta sin saberlo con el universo de la manada, que tiene problemas más mundanos. Los efectos especiales, las maravillas visuales y la creatividad para jugar en el cosmos siguen intactas. Nada de esto sorprende viniendo de una firma como Blue Sky Studios. Pero ese juego con el azar, con el origen del universo, con la ley de gravedad y la teletransportación tiene un contraste en la Tierra y en la manada, que evidencia el paso del tiempo, o el desgaste de la historia. Podríamos suscribir aquí esa discutible teoría de que menos es más. La superposición de temas y personajes licuan de alguna manera la aventuras de la manada, estos viejos conocidos que siguen evolucionando. El tema central es que la joven mamut Peaches, hija de Manny y Ellie, va a casarse con Julián. Y entonces tenemos el caso del suegro celoso, de la niña mimada que abandona el nido. Ese drama, que no llega a tanto, ocurre mientras se viene el apocalipsis. Un meteorito (alentado sin querer por Scrat) terminará con la vida en la Tierra, y la manada tendrá que encontrar la salvación. Buck, la comadreja heroica y sabelotodo de La era de hielo 3 es quien da la noticia del fin del mundo mientras se erige en el guía hacia la salvación. En esa travesía, viajamos con personajes demasiado explícitos, y exceso de subtemas en la mochila de cada uno. Sid, el perezoso, anda tras amores imposibles, Manny y Ellie sufren por su hija que se va, el tigre Diego piensa en tener cría pese a que los niños se espantan con su figura aterradora, Buck huye de una familia de dinosaurios que lo persigue desde otra era, y por supuesto está el mundo de Scrat, y hasta un grupete new age que encontró la fórmula de la juventud eterna y que practica yoga en el medio del desierto. Historias fragmentarias para personajes queribles, reconocibles, que sin embargo renuncian a una profundidad necesaria al atender tantos flancos. Como todos, sufren el efecto desgaste, la erosión propia de una franquicia, cualquiera sea su era geológica.
Bovery, no Bovary Reluce en el filme la sensualidad de Gemma Arterton, en un relato con varios claroscuros. Cuando la vida, o el cine en este caso, coquetea con la literatura, la literatura que es arte, el riesgo es grande. Son, por decirlo de algún modo, construcciones diferentes. La ilusión de estar contigo, cuyo título original Gemma Bovery dice mucho más que la traducción local, está libremente referenciada en el clásico de Gustave Flaubert. Charlie y Gemma son ingleses, acaban de mudarse a Normandía, justo enfrente de la casa de Martin, un francés obsesionado con Madame Bovary, panadero artesanal cuyo matrimonio se ha vuelto casi un compromiso burocrático. La belleza de Gemma y el parecido de los nombres (Emma y Charles en la novela) lo sumergen en el exuberante mundo de esa mujer que vive allí, cruzando la calle, en ese poblado en el que el escritor francés diera forma a su obra cumbre. Así se acaban, en un segundo, los diez años de tranquilidad sexual del panadero Martin. Una tensión que canaliza asociando la vida de esta pareja inglesa con Emma Bovary, “mujer banal que no soportaba la banalidad de su vida”. Todo lo que le pasa a Gemma, para él, está vinculado a Emma. La idea no es mala, sólo que su obsesión a veces se vuelve algo rebuscada, mientras los vínculos con la novela, un lado “b” omnipresente, señalan un rumbo previsible para esta historia que antes de ser película fue novela gráfica (de Posy Simmonds). En la película de Anne Fontaine reluce la sensualidad de Gemma (Gemma Arterton) en un relato con claroscuros que gana y pierde por igual cuando nos subimos a la ilusión de Martin. No hay en ella señales de ser una Bovary del siglo XXI, por más amantes, dudas y frustraciones que podamos crearle. No hay una vida de novela. Salvo en Martin, cuya obsesión literaria y esa necesidad mundana de revivir un amor lo hacen bordear la locura, disfrazándose de tipo solidario. Bovery no es Bovary, y del sobrevuelo de aquélla novela arquetípica que haga cada espectador lector, dependerá el resultado de la película.
Tsunami en los fiordos noruegos Tiene todos los condimentos de un thriller catástrofe, con belleza, ritmo, intriga, tensión y efectos. Espectacular desde la factura técnica y prolijo desde lo narrativo, La última ola, el filme de Roar Uthaug tiene todos los condimentos de un thriller catástrofe al mejor estilo Hollywood. Esa característica la vuelve una película global. Belleza, ritmo, intriga, tensión y efectos de realidad se transforman en una ola imparable, que sin embargo eclipsa las singularidades del cine nórdico, incluso la de los propios personajes de este drama. Con una larga historia de avalanchas, algunas desastrosas como la ocurrida en 1934, el filme comienza creando ese escenario de incertidumbre, de vigilia permanente en paisajes paradisíacos de laderas inestables. Hay un anclaje documental para esta película, que es local, pero que tiene un paralelo con Lo imposible, aquella increíble historia real del tsunami en Tailandia que ficcionalizó el catalán Juan Antonio Bayona. Aquí estamos en los fiordos de Geiranger, una paradisíaca villa que entra en temporada de turistas. Kristian, geólogo encargado de controlar los movimientos de la montaña, acaba de conseguir un empleo en una petrolera, y junto a su familia hace las valijas para mudarse a la ciudad. No es sencillo, han pasado su vida mirando esas montañas, un lugar que “tiene alma”. Nos pintan la aldea, y el centro de estudios que despide Kristian. Sabemos lo que él intuye, algo va a pasar aunque sus amigos le digan que somatiza la mudanza, que la montaña está tranquila. La fórmula es de manual. Un drama de familia, con Kristian, su esposa Idun, su hijo adolescente Sondre y Julia, la más pequeña, todos en tensión. Un paisaje único y una cuenta regresiva latente: los diez minutos que hay entre la avalancha en la montaña y el tsunami arrasando al pueblo. Y el grupo de geólogos que nos meten en la montaña y nos ofrece una explicación técnica en tiempo real. Todo funciona aún sabiendo lo que va a ocurrir. Incluso a pesar de la gesta heroica que vendrá después, de los cabos sueltos que se atan solos, de todo lo previsible que pueda ser el filme. ¿Qué tiene de nórdica esta ola? El paisaje, los nombres, los rostros, la atmósfera, pero poco y nada en los personajes. Apenas la valentía de las mujeres, una reivindicación mínima para esta monarquía democrática pero igualitaria con historias mitológicas como las valquirias, o esa barrera humana entre el miedo y heroicidad que tan bien trabajan los escandinavo, filtraciones sepultadas bajo un tsunami global que amenaza con taparlo todo.
Un romance como Dios manda Lo mejor de la película de Thea Sharrock es la soberbia actuación de Emilia Clarke, en una historia que toma el siempre difícil tema de la eutanasia. Uno de esos romances imposibles que en la ficción son norma y que pocas veces reparan en ahorrarnos estereotipos. Sin embargo Yo antes de ti, la película de Thea Sharrock basada en el best seller homónimo de Jojo Moyes (ojo, el libro tiene secuela), encuentra en la forma, el tono y en el adorable protagónico de Emilia Clarke argumentos sólidos para jugarnos un desafío: el de volver interesante y emotivo un cuento conocido ¿y trivial? con armas tan transparentes como genuinas. El filme puede situarse en el lote de relatos que juegan con ese cruce de tragedia, ironía y comicidad. Los protagonistas, Lou Clark (Clarke) y Will Traynor (Claflin), se cruzan en el pueblo en el que ambos crecieron, donde sufren crisis diferentes. Ella jamás salió de allí, y necesita recuperar un trabajo para mantener a su familia de clase baja; él, en cambio, un exitoso hombre de negocios, ha vuelto al pueblo tras un accidente que lo dejó cuadripléjico. Adivinaron, el trabajo de Lou será cuidar a Will, que hace rato decidió rendirse. Ese vínculo es el corazón de la película, desdibuja incluso al de la eutanasia. De a poco va descubriendo la humanidad de estos personajes liberados, y tiene una batalla doble, hacernos cómplices de esa liberación por las casi dos horas que dura la película. La directora viene de dramatizar Enrique V en el teatro, sabe entretejer dinastía y la plebe. Pero su mejor recurso es jugar con cierta sobreactuación de Clarke, volverla explícita, mimetizar a la protagonista con el personaje al punto de que cada mirada suya a cámara actúe como invitación indeclinable para entrar en su mundo. Un mundo puro en el que su transformación construye vínculos de confianza con el espectador, que puede llorar tranquilo por Will, por Lou, o por lo que estos personajes jalonen de sus propios amores.v
El fin de la inocencia Con sensibilidad y buenas actuaciones pinta un mundo íntimo y un conflicto que atraviesa el concepto de familia sin bajar línea. Hay películas que con simpleza abren mundos íntimos reconocibles. Incluso marcan un conflicto de época en un lugar determinado. Y Rara, el primer largo de la chilena María José San Martín, evidencia un choque cultural en sordina. Su drama sencillo y profundo cuenta con naturalidad singular un caso que podría ser puro estereotipo. A los 13 años, Sara asume con libertad consciente los avatares de su intimidad familiar. Junto a su hermanita Cata viven con Paula y Lía, su madre lesbiana y su nueva pareja. Un hecho naturalizado que puertas afuera plantea los desafíos de integrar una familia “rara” en un contexto conservador sin anestesias. La libertad, en los sentidos que podamos asignarle al término, está en juego temprano. Hay mérito en San Martín a la hora de construir sus personajes, sobre todo porque están basados en un caso real de ribetes legales que la directora se atreve a decodificar en esa vida de interiores a la que cierta cultura rancia le pide explicación. Desde el prisma de esas niñas, sin golpes bajos ni declaraciones militantes vuelve obsoletas ciertas limitaciones culturales, y profundamente anacrónico su reflejo en la legalidad. Las discusiones hogareñas, los problemas en la escuela, las peleas de los padres, hasta los gatitos, mascotas depositarias de la soledad, aparecen en el derrotero de estas hermanitas que construyen vínculos sólidos, que deben encontrar su propio lugar entre dos familias distintas. Ni ellas ni sus padres/madres son héroes, y por eso las respuestas a los muchos interrogantes del filme quedan del lado del espectador. Es cierto, ese caso real en el que se basa la película, funciona como un corsé inevitable para esta ficción libre y sensible. Le marca el terreno. Y también está el impacto del contexto, que la revaloriza en ese contraste verosímil con la familia paterna de Sara, que recurre a las leyes para "encauzar" su propio mundo, a un juicio de tenencia. Para bien o mal,Rara está llamada a convertirse una película de época si es que nuestras sociedades superan el drama cultural que nos propone esta historia sin estridencias pero de batalla. Una batalla librada con las mejores armas, el amor, la duda por la identidad, por el concepto de familia, incluso el de humanidad.
Terror de pueblo chico Entre el terror y la comedia negra, es a la vez cuento y caricatura social de sólida narración y factura técnica. La primera escena de El eslabón podrido es una invitación poderosa a entrar al mundo que construye el director Valentín Javier Diment (Parapolicial negro, La memoria del muerto). Sangre, violencia y misterio en un microcosmos, un pueblo en el que todo se asume hermético. Un mundo de terror bien contado y mostrado que sorprende por su factura técnica local. La escenografía está dada apenas por una veintena de vecinos, un prostíbulo, una iglesia y casas de campo. Allí vive la particular familia en la que se enfoca la historia. Ercila (Marilú Marini), una anciana senil con poderes sobrenaturales, su hijo Raulo (Luis Ziembrowski) cuyas limitaciones expresivas y su deambular por el pueblo lo vuelven siempre intrigante y la bella Roberta (Paula Brasca), la prostituta del pueblo, dueña del destino, de las miradas, de la codicia salvaje de los habitantes del lugar que contrastan con ella. La vieja lanza una profecía: el día que Roberta se haya acostado con todos los hombres del pueblo, morirá. En un contexto geográfico indefinido y una temporalidad apenas marcada por un patrullero que nos sitúa en época, estos personajes habitantes de un paisaje corrido van construyendo un clímax ascendente, hacia ese desenlace que parece inevitable. Diment no renuncia a la sensualidad en ese transcurrir surrealista. Si bien muestra un cuadro de situación que vuelve difícil la identificación con los personajes, y expulsa al espectador por fuera de la historia, hay un trabajo profundo sobre los vínculos de esta familia atípica, y de su relación con el mundo exterior. La idea de venganza, el temor, el desenfreno y la violencia visualmente impactante, enmarcados en ese pueblo hermético, le dan a El eslabón podrido un trasfondo superador para la media del cine de terror actual. Muy superador a nivel local. Y en consonancia, todo el tiempo ronda un clima, una sensación, comparable a la de películas como La comunidad, de Alex de la Iglesia, donde los personajes de la historia sólo pueden salir de ese encierro “con los pies para adelante”. Una alegoría poderosa la de Diment, equilibrista del cine de género que apuesta en firme al espectáculo.
La hermandad de las chicas díscolas Seth Rogen y Zac Efron afirman su dúo en esta comedia de humor escatológico y buenas lecturas de la inmadurez generacional. Más escatológica, paródica y cínica que su antecesora, Buenos vecinos 2 encuentra los recursos humorísticos y sociológicos para mantener viva una saga anárquicamente estudiada. Es cierto, pierde algo de frescura el dislate de Nicholas Stoller, coautor y director, pero supera esa valla inevitable con un juego cruzado entre estereotipos y bromas pesadas no aptas para todo público. Construida en mundo paralelo, cosificado en las distintas etapas de una juventud que avanza y expira para todos aunque la pretendan eterna, la excusa vuelve a ser el barrio. Mac y Kelly (Seth Rogen y Rose Byrne) todavía habitan esa casa que fuera acosada por sus vecinos fiesteros, y con una primera escena de sexo o algo parecido ya plantan el tono de la película. Desopilante. Ella está nuevamente embarazada, acaban de comprar una casa y de reservar la suya para otra pareja que va a estudiar su vivienda y entorno durante 30 días para sellar la operación. Obviamente, tendrán problemas. Ya no existe la fraternidad liderada por Teddy (Zac Efron). Ahora es el turno de una particular hermandad de mujeres, un grupo de chicas que no encaja en el molde de mujer objeto, y que tiene como líder a Shelby (Chloë Grace Moretz). Les gusta fumar marihuana, tomar decisiones de manera democrática y sobre todo, están hartas del sexismo. Del sexismo contra ellas, claro. Con ayuda de Teddy, la hermandad de Kappa Nu se instala justamente en la gran casa de al lado, y comienza entonces otra clase de batalla, con las chicas dispuestas a todo, y con Teddy cambiando de bando rápidamente. Por cuestión de edad, dicen. Hay un juego generacional bien trazado. Tres edades, las flamantes universitarias feministas, los de veintipico, y los padres jóvenes todavía, que dudan todo el tiempo sobre sus atributos de padres. Y hacen bien. Mostrar los abismos que los separan y las ridiculeces que los unen es otro logro del filme. Stoller, con su humor y una ácida crítica sobre cuestiones de género, compone otro contagioso descontrol en un escenario, un mundo, de inmadurez cada vez más asumida.
La broma trágica de Mussolini Vanidades, incorrección política, lugares comunes y metáforas: el filme tiene un humor bien ácido. Comedia dramática en tono posmoderno, Il nome del figlio es un juego de provocaciones verbales durante una cena entre amigos. Los dueños de casa, Betta (Valeria Golino) y Sandro (Luigi Lo Cascio), un profesor intelectualoide de izquierdas adicto a Twitter, invitan a cenar a Paolo (Alessandro Gassman), hermano de Betta, a su pareja Simona (Micaela Ramazzotti), una bella autora de un best seller erótico que además está embarazada, y a un amigo histórico, Claudio (Rocco Papaleo). Entre todos van tejiendo una larga noche de chicanas, revelaciones en la que reina el cinismo, los pases de factura, y un cierto revisionismo histórico político que sitúa a los protagonistas a izquierda y derecha en un juego de roles con diálogos teatrales y el sustento de algunos flashbacks que no agregan mucho. Basada en el éxito del teatro francés Le prenom (El nombre), que también tuvo su versión cinematográfica, la película de Francesca Archibugi es fiel al formato y a los diálogos de su antecesora, salvo que aspira a cierta tradición cómica del cine italiano, y se apuntala en la historia político cultural de su país. El desencadenante es Paolo, un acomodado corredor inmobiliario que se asume de derecha en su afán de provocar. Ni bien llega a la cena cuenta que su hijo tiene una malformación y sume a todos en la pena, aunque no pasa de ser una broma. Luego, en tono serio, va a desatar una tormenta cuando revele el supuesto nombre que le pondrán al niño. Benito, como Mussolini. La decisión provoca un juego de roles mientras la noche avanza por una difícil frontera de hipocresía y realidad. Aparecen rencores y secretos. Y por supuesto, prejuicios. El síndrome de Stendhal y Benito Cereno, la obra de Melville, compiten con la figura deshonrosa de Mussolini, ligado a la triste historia familiar de los Pontecorvo, el núcleo sanguíneo de esta noche de disputas. Vanidades, incorrección política, danzas de lugares comunes inteligentes, plantean ese humor ácido para distinguir autenticidad y ficción. Choca, es cierto, un cierto posicionamiento a favor de Simona, la escritora popular. Y sobresale la mirada cándida de los niños que siguen los sucesos de la noche a través de un dron, en blanco y negro. Como en Melville, gana el juego de metáforas de las jerarquías sociales y corrección política, en una noche que puede sonar familiar.
Un romance en clave cuerva Barrio, fútbol y personajes de carne y hueso. Con picardía y libertad, que no es poco para un primer largo, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez hacen de Hijos nuestros, su película, una experiencia reconocible más allá de los fanatismos. Claro que cuentan con dos grandes protagónicos, los de Ana Katz y Carlos Portaluppi. El es Hugo, un ex futbolista, hincha de San Lorenzo, que sobrevive como tachero. Carcomido por la ansiedad, piropeador, recorre Buenos Aires con su escudito azulgrana bamboleándose en el retrovisor. Así conoce a Silvia, la mamá de Julián, un pibe hincha de Vélez que sueña con ser futbolista. El se olvida el documento en el taxi, y Hugo decide que se lo tiene que llevar. “Cuando vi el escudo roñoso dije ‘que se joda por ser de un club tan amargo’, después pensé, se lo llevo y a lo mejor se hace del Ciclón”, bromea el taxista, que encuentra una excusa para engañar su soledad, su comodidad afligida y escudada en el fanatismo deportivo, la inercia del taxi o la distracción con chicas de la calle. Aunque todos veamos lo que terminará por asumir, que anda por la vida “con la cancha inclinada”. Bajo esa liturgia futbolera, acompañada a veces con frases hechas, citas y chicanas como en la vida real, por escenas barriales que cualquier habitante de Boedo querrá ver, va asomando esa historia de amor, o de necesidad que también aqueja a Silvia. Divorciada, desbordada, hace viandas y comidas para vender, mientras cultiva un budismo sui generis, que es otra llave para ver el filme. Un filme que hace del riesgo virtud, sin pretensiones ni estridencias. Que se anima a jugar con una ceremonia religiosa, que tira chistes viejos sin calcular, que por ahí se pasa de rosca con su pata folclórica y costumbrista desde su narración simple y lineal. Un cine urbano, callejero, con madres, hijos, hombres y dramas que sí, son todos nuestros.
Risas, amores e independencia Secuela atada a su exitosa antecesora, la película más vista en la historia del cine español, 8 apellidos catalanes es una ocurrente continuidad para aquélla comedia, evidencia de la necesidad urgente de españoles, vascos, andaluces y catalanes de reírse de ellos mismos, juntos o separados. El mismo elenco, reforzado y mudado a Cataluña, encuentra otra trama hilarante para poner en escena a estos personajes estereotipados que ya conforman una galería entrañable y famosa. Es cierto, ayuda y mucho haber visto su antecesora para entrar rápido en el mundo que propone esta secuela, que arranca en un puerto vasco, con reprimendas geográficas y culturales entre la pareja más madura del filme, la de Koldo y Merche, derivada de los personajes jóvenes que encarnan Dani Rovira y Clara Lago. ¿Qué fue de Rafa y Amaia? Están separados. El volvió a Sevilla, perdido, incapacitado para reiniciar una vida amorosa, marcado por su experiencia anterior. “Tu para mí no eres andaluz, eres Rafa”, le dirá Koldo, su casi suegro vasco cuando vaya a buscarlo a Sevilla para pedirle que, juntos, rescaten a su hija de un casamiento horrible en Cataluña, con un artista cool, independentista también, y absolutamente estereotipado. Pero la boda está planeada, y allá van Rafa y Koldo, invitación en mano, para intentar torcer el destino. Allí, la historia de amor se cruza con una parodia de la independencia y con marcas culturales exacerbadas. Pau, el indolente novio, es un joven artista que siempre está en pose, postureo le llaman. “Intolerancia cero es el hashtag de mi vida”, dirá. Judith es la wedding planner, enamorada de su jefe, y la abuela de Pau, la anfitriona, se creyó el cuento de que Cataluña ya es independiente. “Nunca antes que los vascos”, se quejará, amargo, Koldo. Comedia leve, juego intencional con culturas, fronteras y estereotipos. E historias de pareja para entrecruzar esos mundos con amor y gracia.