Una travesía interior En principio, hay algo en la premisa de “Viajo sola” que nos transporta a “Amor sin escalas”, la cinta en la que Ivan Reitman reflexionaba sobre la soledad de los “no lugares” como aeropuertos y hoteles (ya Marc Augé cedió al mundo la expresión “no lugares”, ya se puede usar en alguna reunión social entre canapés), aquella cinta en la que el protagonista, interpretado por George Clooney, hace un periplo entre la soledad, el encuentro en el desierto y un regreso con cierta resignación a ese vacío. Pero si en aquella película los no lugares estaban expuestos en su dimensión de espacios intercambiables de puro tránsito (en la misma tesitura que los pasillos interminables en “Anomalisa”, de Charlie Kaufman y Duke Johnson, en la obra de Maria Sole Tognazzi que hoy nos ocupa aparecen fundamentalmente en cuanto lugares que deberían ser ámbito de disfrute (Gstaad, Marrakech, San Casciano dei Bagni), incluso cuando se trate de ciudades donde uno va por negocios (París y Berlín son destinos turísticos aun cuando uno no sea turista). Crisis Aquí, el centro de la escena es para Irene, una inspectora de hoteles cinco estrellas que se infiltra como “cliente misteriosa” para evaluar los estándares de atención y servicio y certificar así las estrellas. A diferencia de “Amor sin escalas” (donde el motivo de los viajes permanentes era el despedir gente), aquí el viaje y la estancia en los carísimos hoteles y resorts es el trabajo principal y la forma de inserción en el capitalismo, bajo la forma de una excepcionalidad que se vuelve tensión: como se lo hace notar su hermana Silvia, esa tensión reside en el hecho de tener que vivir como pudiente dentro de los hoteles por un salario de empleado calificado. El tema es: para gastarlo en qué: porque el secreto del éxito de Irene en su trabajo es que no tiene una vida demasiado desarrollada fuera de ese ir y venir entre baños turcos, masajes y sábanas prolijas. Tiene, como el Ryan Bingham de Clooney, un “aterrizaje” familiar, en este caso con su hermana, su cuñado y dos sobrinas, a las que ve intermitentemente. Y también en Andrea, un amigo que fue su pareja hace unos 15 años, con el que puede abrirse y compartir. Toda crisis incuba durante largo tiempo, hasta que algún incidente la detone. La de Irene comienza cuando Andrea le anuncia que dejó embarazada a Fabiana, una clienta (él se dedica a vender verduras orgánicas) con la que tuvo una relación casual, dispuesta a seguir con la gestación “porque a esta edad sería una locura no tenerlo”. Fabiana pisa la cuarentena como ellos, y la situación deja a Irene al desnudo: ella no tiene hijos, ni un marido cansado como su hermana, y teme perder a Andrea en el proceso. Así seguirá procesando su situación en medio del lujo manifestado como pura apariencia en sus diferentes estancias (la manifestación última de la soledad son esos cuartos y esos serviciales empleados), hasta que un encuentro crucial traerá consecuencias inesperadas. Irene tiene también su revés, siguiendo el paralelo que hacíamos al principio, pero el final se vuelve ambiguo; la aceptación del propio destino es más gozosa, si se quiere: la vida es un viaje que uno hace en última instancia solo, y a la propia manera, sin manuales ni referencias. Episodios Tognazzi (hija del histórico Ugo) firma el guión junto a Ivan Cotroneo y Francesca Marciano, y le escapa a varios clichés del cine italiano (y francés, podríamos decir) a la hora de tematizar las familias de clase media. La narración es reposada, con las elipsis adecuadas como para avanzar y no perdernos nada importante: quizás la vida es así, una sucesión de episodios, al menos cuando queremos recapitularla. Un sobreimpreso nos dice la ciudad en la que estamos y su temperatura exterior, como para que el espectador no se pierda en la geografía (o sí, para que pueda “sentir” ese extravío de manera consciente). El plano se abre a la hora de retratar el exotismo o la grandiosidad (la Berlín de construcciones yuxtapuestas, los jardines acuáticos de Marrakech), pero se cierra sobre los actores, deconstruyéndolos incluso por momentos, como para no perderse ni una de sus expresiones. Contrapesos Es que se trata de una película de actuaciones, de intérpretes que puedan llenar la pantalla con su sola presencia. Como lo hace Margherita Buy con su Irene, la medida justa del dramatismo, el hastío, la angustia y la autoafirmación, sin excesos, como en la vida misma, cuando la procesión va por dentro. El resto del elenco principal son sus contrapesos, o sus pivotes. Como Stefano Accorsi, comodísimo en su Andrea, bonachón y querible; o la intensa Fabrizia Sacchi, una Silvia que no se calla nada, todavía en pie de guerra. La británica Lesley Manville le pone el cuerpo a Kate Sherman, la académica que le dará que pensar a Irene, primero por acción y después por ausencia. Completan la troupe Gianmarco Tognazzi (hermano de Maria Sole) como Tommaso, el entumecido marido de Silvia, y Alessia Barela como una Fabiana deseable en su madurez (un desafío para la protagonista). De nuevo: cada uno resolverá cómo transita este viaje que es el paso por el mundo. Lo que no hay es margen para desandar el camino: a fin de cuentas, nadie sale vivo del viaje.
Una crónica del silencio Pedro Almodóvar ha sabido construir un universo de mujeres fuertes, que empezó con la comedia en los libertinos '80 y migró hacia el drama en los últimos tiempos. A partir del encuentro de “Escapada”, libro de relatos de Alice Munro (más específicamente de los cuentos “Destino”, “Pronto” y “Silencio”), el manchego dio forma a “Julieta”, que ya desde el título nos habla de la centralidad de su protagonista; rol que divide en dos actrices: Adriana Ugarte para los años mozos y Emma Suárez para el período de madurez. Pero no se trata aquí de una sustitución etaria, como es habitual en el cine (Alexandra Roach y Meryl Streep en dos etapas de Margaret Thatcher en “La dama de hierro”, por poner un ejemplo); sino que hay un sentido en el salto, que se puede ver en pantalla casi como un pase de magia (eso es el montaje, diría Georges Méliès): el director decide allí mostrar el día en que Julieta dejó de ser mozuela para entrar en la senectud. ¿Pero quién es Julieta? Al principio se le revela al espectador como una señora madrileña, dispuesta a mudarse a Portugal con su compañero tardío (“gracias por no dejarme envejecer solo”, dice él), un escritor argentino que habla de tú, llamado Lorenzo Gentile. Pero un encuentro callejero con una tal Beatriz nos revela que tiene una hija a quien no ve hace bastante (veremos cuánto). En ese momento, decide dejar que Lorenzo se vaya por libre y se muda a su antiguo edificio, donde comienza a escribir en un cuaderno una larga carta sin destino a Antía, la hija ausente. Allí empieza a recapitular su historia, desde la noche en que conoció a Xoan (el padre de Antía), y a modo de flashback se despliega ante nuestros ojos el devenir dramático de una familia, con sus miserias, sus pérdidas y sus abandonos. Quizás como una forma de exorcizar el dolor y las culpas, que también han ido y venido. Tragedias contingentes La cinta está planteada como una saga generacional, y quizás paralela a la de todas las mujeres de Almodóvar: la Julieta joven, con su pelo a lo Nina Hagen, luce contemporánea a “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” y atraviesa la época de “Mujeres al borde de un ataque de nervios” y “¡Átame!”, mientras que la Julieta madura está más cerca de la Manuela de “Todo sobre mi madre”. Y la apuesta estética está orientada hacia allí: a reforzar la situación cronológica, sin abusar de artefactos que sobrecarguen la reconstrucción de época. También en destacar el paisaje de los lugares involucrados (Madrid, Andalucía, Galicia, los Pirineos), con el concepto de que todo tiempo en la vida ha sido también un lugar: un hábitat y unos hábitos que le son propios. Por supuesto que también hay un eje visual almodovariano en el que las referencias plásticas exceden la mera cita para entrar en el plano (la figura humana recortada contra un cuadro abstracto, las esculturas). De todos modos, es una imaginería despojada, y nunca descentrada del carácter diurno del filme (la noche está reservada para uno o dos puntos de inflexión). Desde el punto de vista del relato, hay algo de tragedia clásica: no en el sentido de un destino manifiesto (todo lo que pasa no es otra cosa que una acumulación de contingencias) sino como artificio narrativo (como las cosas que fallan en “Edipo rey”, o el emisario que no llega en “Romeo y Julieta”), aunque con una vuelta de tuerca que podríamos pensarlo como propio del policial (el hecho de que en un punto previo al presente de la narración una conversación revela otras conversaciones previas que echan luz sobre ciertas acciones), aunque aquí el conocimiento no resuelva el entuerto: eso, si podemos decir que ocurre, lo resuelven otras contingencias de la vida. Tracción a sangre Suárez y Ugarte asumen el desafío de compartir un personaje y, seguramente apoyadas en la dirección, “sincronizar” su modo de mostrar las emociones, una forma de sufrir con estoicismo y en silencio: juntas se ponen al hombro la película. Inma Cuesta acepta su propio reto interpretando en diferentes edades a Ava, la escultora gallega que terció en las vidas de Julieta, Xoan y Antía. Quizás debamos introducir aquí a la histórica Rossy de Palma con su interpretación del ama de llaves Marian, tanto por su potencia escénica como por el rol eficiente del personaje. Sobrios están los dos hombres de la vida de la protagonista: a Darío Grandinetti su Lorenzo le sale de taquito, con una serenidad proverbial, mientras que Daniel Grao entrega un Xoan Feijoo afectuoso y contradictorio. Michelle Jenner hace lo suyo como una Beatriz bastante diferente de la adolescente que interpreta Sara Jiménez. Priscilla Delgado es fresca y acertada en el rol de la Antía adolescente, la que mayor tiempo y peso tiene en pantalla (Blanca Parés tiene unos cameos como la Antía mayorcita). Joaquín Notario y Susi Sánchez suman en esta historia como Samuel y Sara, los padres de la protagonista, con sus propios dramas y una tercera en discordia de la mano de la empleada Sanáa (Mariam Bachir). De todos ellos se vale Almodóvar para darle combustible a este relato austero sobre la soledad, la pérdida y la esperanza.
Una educación sentimental Como sostuvimos alguna vez en estas páginas, una de los puntalesde la comedia romántica como género está en la protagonista femenina. ¿Las claves? Que enamore al espectador masculino, con la suficiente fuerza para generar admiración y la suficiente fragilidad como para dar ganas de protegerla; y que en la espectadora femenina genere una empatía modélica sin “celos” por lo antedicho. Y también hemos afirmado que ese rol central se ha dividido entre la “heroína winner” (con Meg Ryan a la cabeza) y la “heroína pelotazo” (con Sandra Bullock como buen exponente). Y ‘Yo antes de ti” apuesta por lo segundo a la máxima potencia: Louisa “Lou” Clark es un poco marginal como la Molly Ringwald de la era John Hughes pero ya salida de la adolescencia, aunque con un vestuario sobreviviente de aquellos duros ‘80. Al mismo tiempo, es aniñada, inculta, pobre y provinciana, como para ser fácilmente “pigmalionizada” por su contraparte, el muchacho rico que supo “vivir a mil” y tuvo los medios para hacerlo. Pero que por otro lado cuenta con un corazón de oro capaz de derrumbar cualquier muralla emocional. La historia, plasmada por Jojo Moyes en su novela homónima y adaptada por ella misma para la pantalla, podría pasar en Estados Unidos. Pero gana bastante al transcurrir en Gran Bretaña: no es lo mismo ser un white trash americano que un proletario inglés del posthatcherismo. Y es un universo familiar para el que ve regularmente cine: esos centros de empleo como el de “The Full Monty”, las casitas de posguerra de dos plantas, como la que vimos recientemente en “El conjuro 2”, y pueblos que son pueblos desde hace siglos, como en “45 años” o “Brooklyn” (que pasa en Irlanda, pero viene de ejemplo también). Volver a sentir Volvamos a centrarnos en el relato. Al comienzo vemos a quien luego se nos presentará como Will Traynor, que enseguida entendemos que es rico, exitoso, con una novia bonita: parece “tenerlo todo”, en los parámetros de nuestra sociedad. Hasta que vemos cómo lo arrolla una moto bajo la lluvia. Luego somos introducidos en la vida de Lou Clark, una chica humilde de 26 años, seis de ellos como moza de la cafetería que la despidió y de cuyo sueldo dependía su familia (madre, padre desocupado, hermana con un hijo). Después de probar otros empleos sin éxito, acepta uno en el que nadie dura: cuidar a Will, que ha quedado cuadripléjico, con la crisis espiritual que esto conlleva. Como el lector podrá sospechar, hay algo de “Amigos intocables” (el filme francés de Olivier Nakache y Éric Toledano que tendrá su remake argentina de la mano de Marcos Carnevale) pero en clave de comedia romántica: hay una puja por generar en el muchacho las ganas de vivir condimentada por una inocultable atracción, aunque sobre la situación merodea el fantasma de la muerte asistida... lo que nos mete en un terreno de polémica y cierta incorrección política. Mejor no contemos más y dejemos al lector que devenga espectador para disfrutar libremente de ese encuentro de opuestos, que tiene en su devenir un crescendo, un clímax y un remate emotivo: nada imprevisible, pero bien llevado de la mano de Thea Sharrock, respetada directora teatral en su debut cinematográfico. Química elemental Destacamos al comienzo el peso del protagónico femenino, y Emilia Clarke está a la altura de las circunstancias y más allá. Despegándose de la dura Daenerys Targaryen de “Game of Trones”, y de la aguerrida Sarah Connor de “Terminator: Génesis”, puede mostrar su costado más gracioso, ése que deja entrever en entrevistas como en “The Graham Norton Show” o en las bromas pavotas a sus compañeros; el de las morisquetas, la risa rara y la belleza terrenal de 1,57. Del otro lado, Sam Claflin también tiene que romper su estereotipo, en este caso por fuerza: conocido por el Finnick Odair de “Los Juegos del Hambre”, su perfil se parece más al Will “de antes”, al ganador fachero y atlético de antes del accidente; pero acá se le demanda ser expresivo sólo del cuello para arriba. Y gana, a fuerza de simpatía y buena química con su partenaire. Entre los secundarios, Janet McTeer y Charles Dance (un compañero de “Game of Trones” con el que Emilia no compartió escenas) aportan humanidad como Camilla y Stephen Traynor, los sufridos padres de él, tanta como terrenalidad ponen Samantha Spiro y Brendan Coyle en la piel de Josie y Bernard Clark, los padres de ella. Omnipresente y firme es la figura de Stephen Peacocke (una especie de Hugh Grant joven y más galán) como Nathan, el asistente terapéutico de Will. Lucimientos particulares tienen la avispada Jenna Coleman (salida del elenco de “Doctor Who”) como Katrina “Treena” Clark, “la hermana inteligente”, confidente principal de Lou; y Matthew Lewis (el crecido Neville Longbottom de la saga de Harry Potter) encarnando a Patrick, un novio runner demasiado pelotazo hasta para la inimputable muchacha. Con ellos (y el paisaje galés de Pembroke, con su castillo, como territorio vital) se construye un relato de género que logra escaparle un poco a los marcos. Como la vida de cada uno, más o menos, queramos o no.
Lo que susurra en la oscuridad Después de una primera parte bastante celebrada, y un spin off sobre la historia de la muñeca Annabelle, James Wan revisita a los célebres Ed y Lorraine Warren, los famosos investigadores de lo paranormal, nuevamente interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga. Una nueva apuesta a ciertos códigos del terror sobrenatural, un mundo conocido para el espectador, pero reforzado por una densidad argumental y el verismo que aporta siempre un cartelito de “basado en el hecho real”. Desafío La cinta arranca con la dupla (él demonólogo, ella clarividente y sensitiva) recapitulando su investigación de la masacre de Amityville, la misma que tuvo sus propias revisiones cinematográficas, uno de los casos que los puso en el tapete y la celebridad. Pero allí Lorraine vio “algo” que significaba peligro para Ed, y le propuso a su marido dejar el trabajo de campo y quedarse con la divulgación. “Eso” parece seguirlos, y Ed también lo percibe inconscientemente. Paralelamente se nos cuenta la historia de los Hodgson, una familia de clase baja de la Gran Bretaña de Thatcher: madre soltera, dos niñitos varones, una hija entrando en la adolescencia y una preadolescente, a la que un día se le ocurre traer una ouija improvisada. A partir de ahí comienzan a vivir un infierno: aparece una presencia fantasmagórica en la casa que además la lleva a mal traer a la pequeña Janet, que así se llama. La Iglesia Católica, que suele convocar a los investigadores, les presenta el caso pidiendo que vayan de veedores extraoficiales, como para saber si deben meterse o no: hay elementos que no cuadran. Y allá van, y descubren que pasan cosas pero sigue habiendo gato encerrado. Para cuando se dieron cuenta, ya están comprometidos hasta la verija con los Hodgson, y Lorraine empieza a temer que sus peores sospechas (o visiones) se hagan realidad. Realización Nuevamente, la reconstrucción de época es fascinante. La primera escena de Londres, con el London Calling de The Clash, el graffitti de “I fought the law” (sí, a alguien le gustan los Clash) y los apremios de la clase trabajadora, transmiten el espíritu de la era del punk, que entra por la nariz como una bocanada. Por lo demás, como se aclara que se trató de uno de los casos más documentados, hubo fotos y videos para tomar de referencia: el sillón (clave en la historia; de esos de cuero, a los que se les salía la cascarita con el tiempo), el barrio, las habitaciones, eso parece estar reconstruido puntillosamente, según algunas imágenes que se tiran con los créditos (mezcladas con algunas de la película). Ya la primera se había destacado por eso, al mostrar por ejemplo el vestuario de Lorraine, con sus voladitos y jabots; también la tecnología, con esa trampa para diseñadores de producción que son los grabadores y otros gadgets tecnológicos (hay un chiste sobre una cámara). Algunos dicen que se perdió un poco de novedad en esta secuela, pero el logro de James Wan pasa por el ajuste con el que construye la narración: el relato va siempre para adelante, en buen crescendo, administrando la superposición entre una especie de “policial sobrenatural” (hay un misterio que resolver, hay cosas que no son lo que parecen) y al mismo tiempo administra los mejores recursos del género: el fuera de campo, el fuera de foco, el fuera de contraste (sombras), hasta llegar a manifestaciones concretas (el español Javier Botet, el que le puso brazos largos a varias cintas de terror (“Mamá”, por ejemplo), tiene un papel como uno de ellas, a medias entre Lewis Carroll y “El laberinto del Fauno”. Punto también para el guión, firmado por Wan, Carey y Chad Hayes (guionistas de la primera) y David Leslie Johnson, sobre historia de los tres primeros. Empatías Presentados ya los Warren, la cinta explora su mundo como pareja y familia “normal”, ese enamoramiento en medio de las cosas más macabras, quizás porque nadie entiende a cada uno como el otro. Si bien Wilson es entregado a su rol, es Farmiga (elegante belleza madura, con esplendor en “Los infiltrados” y “Amor sin escalas”; su hermanita Taissa parece la heredera en ese aspecto) la que explota las diferentes facetas de vidente, esposa y madre. Si el Ed del primero es abnegado, la Lorraine de la segunda es empática a morir, especialmente con la pequeña. Y ahí es donde entra Madison Wolfe como Janet: una niña prodigio que puede pasar del macabro rostro de la posesión a la silenciosa desesperación en los ojos de quien no duerme desde hace mucho tiempo. Junto a ellos, acompañan Frances O’Connor como la atribulada Peggy Hodgson, la madre coraje, secundada por sus otros niños: Lauren Esposito, Benjamin Haigh y Patrick McAuley (Margaret, Billy y Johnny). Simon McBurney le pone cuerpo a Maurice Grosse, un investigador paranormal inglés con pinta de chantún, que en un par de líneas demuestra que tiene más de dos dimensiones. Franka Potente está cómoda como Anita Gregory, la escéptica en la ecuación, mientras que secundan Maria Doyle Kennedy y Simon Delaney como Peggy y Vic Nottingham, los vecinos solidarios. Son los fines de los ‘70, y los Warren están en su período de gloria. Quizás queden historias por contar en próximas entregas: los muertos y los demonios nunca duermen.
La revolución no será televisada Hay algo en “El maestro del dinero” en lo que muchos no se ponen de acuerdo sobre si es un defecto artístico o un acierto político (en los términos de Michael Moore, de meter los debates a pelear por la taquilla). “¿De qué estás hablando, Willis?”, diría Gary Coleman en sus años mozos. La película dirigida por Jodie Foster y escrita por Jamie Linden, Alan DiFiore y Jim Kouf apela a un formato bastante estándar (e inverosímil, dicen algunos, pero eso ya entra en el terreno de la “suspensión de la incredulidad”) para tirar sobre la mesa unos temas bastante espinosos sobre el funcionamiento del capitalismo tardío financiero, y algo sobre la cuestión social. El rostro humano “Ustedes no tienen ni idea de dónde está su dinero. Porque en los viejos tiempos podían entrar a su banco, ellos abrían una bóveda y señalaban un lingote de oro. Pues se acabó. Su dinero, por el cual ustedes se han partido el lomo, no es más que unos cuantos fotones de energía viajando por una inmensa red de cables de fibra óptica. ¿Por qué lo hacemos? Lo hicimos para que fluyera más rápido, porque su dinero debe ser rápido: más que el de los demás. Pero si quieren mercados más rápidos (...), a veces se les reventará una llanta”. Con esas palabras arranca la cinta, y el que habla es Lee Gates, conductor de “Money Monster” (literalmente, “el monstruo del dinero”) un programa de economía tan excéntrico como su presentador, que se mueve entre efectos sonoros y bailes de hip hop con estética bling bling (la imaginería de cadenas de oro con el signo $ colgando), para más obscenidad a la hora de hablar de acciones e inversiones. Gates es una especie de ídolo del capitalismo posfordista: tiene un pie en el mundo de las altas finanzas, y el otro en los medios corporativos de comunicación. Y lo que motiva sus palabras es que una acción recomendada, la del fondo de inversión Ibis, se cayó, dejando en banda a miles de inversores. “Y, bueno, esto es así, a veces se gana y a veces se pierde”, podría leerse en sus justificaciones. “Tranquila, acá no hacemos periodismo de emboscada; acá no hacemos periodismo”, dice Patty Fenn, la ya harta productora de Gates a la responsable de prensa de Ibis. En esos primeros minutos, se tiran las claves de todo lo que vendrá. Porque la careta se cae cuando un joven armado entra al estudio y toma al conductor y su equipo de rehenes: quiere una explicación de qué pasó realmente, que no puede ser simplemente un error de un algoritmo predictivo de flujos económicos. Kyle Budwell, que así se llama, es lo que está abajo de esta festichola financiera: es parte de la clase baja (menos que un “empleado medio”, al decir de Javier González Fraga) y acaba de perder lo poco que tenía en la jugarreta de Gates y Walt Camby (el CEO de Ibis). O sea que entre el financista, el asesor financiero y la víctima conforman una representación simplificada de la tragedia de la crisis de las subprimes de 2007, muy bien narrada en “La gran apuesta”, y la irrupción del desesperado interrumpe los flujos comunicacionales para mostrar esa cara “humana” de la economía de las pantallas. No particularmente un académico, Budwell se sabe “jugado”, y se hace carne de las palabras de Tiqqun en “¿Cómo hacer?”: “La huelga humana, hoy en día, consiste en rechazar desempeñar el papel de la víctima. Atacarlo. Reapropiarse la violencia. Arrogarse la impunidad. Hacer comprender a los ciudadanos pasmados que si no entran en la guerra están en ella de cualquier forma. Que allí donde se nos dice que es tal cosa o morir, es siempre en realidad tal cosa y morir”. Y está dispuesto a hacerlo, a cambio de una respuesta, lo que moviliza a Patty y Diane Lester (la jefa de comunicaciones) a averiguar qué pasó, y a la productora y conductor a hacer periodismo (otro mensaje: para que en la televisión hagan verdadero periodismo hay que ponerle una pistola en la cabeza a alguien). Intensidad Por lo demás, el ritmo narrativo de Foster es muy eficiente, combinando la inmediatez de las comunicaciones electrónicas y los tiempos del desplazamiento físico; la situación central con la globalidad de sus escenarios relacionados, y la globalidad que la transmisión alcanza. Pero los lenguajes y ciertos tópicos (el operativo, los negociadores policiales, el crescendo dramático y la resolución final) recuerdan bastante a otros filmes ya vistos. George Clooney entró al proyecto también como productor, pero no debe haber otro como él al que le salga tan bien el personaje de tilingo fachero y superficial (todo lo que Clooney no es, salvo fachero), con un margen de redención. Junto a él regresa su compañera de la saga de Danny Ocean, Julia Roberts, que después de “Agosto” puede permitirse cualquier papel, y transmite la fatiga moral de Patty. Jack O’Connell, el elegido de Angelina Jolie en “Invencible”, se muestra lo suficientemente intenso como para darle carnadura a Kyle, mientras que la ex modelo Caitriona Balfe llama la atención con su Diane. Dominic West la tiene fácil como Camby, un malandra de manual, mientras que por ahí acompañan Christopher Denham como el productor Ron Sprecher, Lenny Venito como Lenny el camarógrafo (el personaje bufo, en los momentos en que nada es gracioso), Dennis Boutsikaris (Avery Goodloe, otro pícaro dentro de Ibis) y Emily Meade (Molly, la novia de Kyle). Hace lo suyo el veterano Giancarlo Esposito como el capitán Powell de la policía. Hay por allí alguna referencia a Occupy Wall Street y la toma del parque Zucotti, en medio de la reacción popular. Pero hacia el final uno empieza a pensar que el vengador solitario de las finanzas no deja de ser un estado de excepción momentáneo en el flujo de los fotones que rigen nuestras vidas, y una minirevolución intrasistémica. “La revolución no será televisada”, se tituló con múltiples sentidos un documental de Kim Bartley y Donnacha O’Briain: sigamos jugando con sus significados.
Una carrera contra el Tiempo Hace seis años, Tim Burton se hizo cargo de una de las nuevas iniciativas de la Disney, en su campaña de revisar sus historias clásicas en live action y con nuevas miradas sobre sus personajes (si “Maléfica” es una lectura a contrapelo, casi digna de Pacho O'Donnell, “El libro de la selva” es una vuelta sobre la crudeza de Rudyard Kypling). En el caso de Burton, se le dio la oportunidad de meterse con el mundo de Lewis Carroll en “Alicia en el país de las maravillas”, sobre un guión de Linda Woolverton (la misma que escribiría “Maléfica”), que parte de la premisa de que es la “segunda venida” de Alicia (Alice Kingsleigh) a la Infratierra, un mundo al que llegó de niña y luego había olvidado: podemos pensar que se aceptaba como la primera a la propia novela de Carroll, pero tendría sentido si fuese la película animada de Disney de 1951. Burton recurrió a un interesante diseño de producción de Robert Stromberg (que repetiría el puesto en “Oz, el poderoso”, y fue director en “Maléfica”), una riquísima paleta visual, vestuarios de Colleen Atwood (que colaboró con él desde “El joven manos de tijera”, y es siempre celebrada en estas páginas) y los alocados personajes de Carroll, dos de los cuales confió a sus actores fetiches: Johnny Depp y Helena Bonham Carter, su propia esposa, ideales para encarnar al Sombrerero Loco y la Reina Roja, respectivamente. Pero como dijimos, era un regreso, por lo que Alicia era una adolescente que volvía al mundo de su infancia, y es ahí donde entró ese asunto del crecer, cercano a “Peter Pan” (y tempranas vueltas, como “Hook” de Steven Spielberg), con lo que Carroll se une a ese otro gran imaginador complejo de su tiempo, que fue James Matthew Barrie (personaje que curiosamente encarnó Depp en “Descubriendo Nunca Jamás”). Desde el pasado Ahí se ancla Woolverton para pensar “Alicia a través del espejo”, secuela de esta nueva continuidad, con Burton en la producción y James Bobin como director, con Dan Hennah (llegado desde la trilogía de “El Hobbit”) en un diseño de producción elegante, que brinda unidad con la cinta anterior; también vuelve Atwood junto al compositor Danny Elfman. La historia toma el concepto del cruce del espejo, pero toma por otros caminos, apostando por la aventura y con algo de “¿Dónde está Carmen Sandiego? Búscala en el tiempo”, aquel primigenio videojuego donde se perseguía a la criminal, pero esta vez a través de diferentes períodos históricos. Se nos indica que han pasado algunos años, Alicia ha perdido a su padre y se ha convertido en capitana del Maravilla, el barco que heredó de él. A su regreso, se entera de que también ha muerto Lord Ascot, y que su hijo (a quien alguna vez rechazó como pretendiente) quiere quedarse con la casa de su madre. Estando en la propiedad de los Ascot (donde alguna vez cayó en el pozo) es interpelada por una mariposa azul que no es otro que Absolem, la oruga azul que conociese en Infratierra. Allí cruza el espejo de marras y llega a ese mundo fantástico, pero para enterarse de que el Sombrerero está en una crisis depresiva: ha encontrado un objeto de su pasado que creía perdido, y que indicaría que su familia podría estar viva o al menos no haber muerto cuando él creía. Así que Mirana, la Reina Blanca, sugiere a Alicia que se haga con la Cronoesfera, propiedad del Tiempo, para volver al pasado y resolver el enigma. Pero una pista lleva a la otra, y averiguará más cosas de las esperadas, incluyendo el pasado de Mirana e Iracebeth (la Reina Roja), mientras pone en riesgo la trama del tiempo. Hay algo de teorías circulares sobre el tiempo, de esas que están enloqueciendo a multitudes en “Game of Thrones”; curiosamente, uno de los relatos emblemáticos de esta teoría es “La carrera de la Reina Roja”, de Isaac Asimov (dato de color, para que el lector se entusiasme). Pequeños gestos Por supuesto, siempre hay un poco de pérdida en querer racionalizar Infratierra o Nunca Jamás, y se deja de lado el exotismo para apuntar a la aventura y a cierto contenido edificante, a la vez que se muestra que el bien y el mal no son absolutos. Pero el resultado es digno, con un gran logro visual, que apuesta a un diseño bastante steampunk para el Tiempo y todo lo que lo rodea (con muelles y engranajes), con una Cronoesfera digna de “La máquina del tiempo” de H.G. Wells. En cuanto al elenco protagónico, ya sabemos de lo que son capaces: Depp hace gala de todo su repertorio de recursos expresivos que lo trajeron hasta aquí, de Edward Scissorhands a Jack Sparrow, aunque su Sombrerero tiene algo de luminoso y aniñado (exacerbado por la puesta visual) ausente en otras composiciones. Bonham Carter le ha dado a su marido algunos de sus personajes más temibles e intensos, e incluso su Bellatrix Lestrange de “Harry Potter” parece una criatura burtoniana; con este bagaje, su Reina Roja se luce en pequeños matices faciales, amplificados por el maquillaje y la ampliación digital de su cabeza. Junto a ellos, Mia Wasikowska demuestra que ha crecido tanto como Alicia, en edad y carrera actoral, y se despliega cómoda como heroína resuelta, con su cara de polaquita alegre y su lunar de diva del cine mudo. La que se debe haber divertido mucho es Anne Hathaway como Mirana: su interpretación es teatral, llena de pequeños clichés de hada buena de cuento (la forma de mover las manos, las sonrisas, los pasitos cortitos y rápidos). Sacha Baron Cohen está cumplidor en su rol de encarnación del Tiempo, mientras que Matt Lucas le pone gracia a los gemelos Tweedledee y Tweedledum, abajo del retoque digital. Aportan a la causa Lindsay Duncan como Helen (la mama de Alicia), Leo Bill como Hamish Ascot y una pincelada de Richard Armitage como el rey Oleron, padre de las dos reinas. En el reparto de voces destaca el fallecido Alan Rickman como Absolem, en su último rol. Para él también es una despedida, como lo es en otro modo para Alicia. Pero siempre quedan, como dice El Sombrerero, los jardines de la memoria.
Un cambio de era En un contrahomenaje a “Star Wars” (quizás debido a la amistad y buen comercio que el Marvel Cinematic Universe de Disney tiene con la franquicia galáctica... ahora en manos de Disney), un diálogo a la salida de El regreso del Jedi termina con una ironía potente: “Al final estamos de acuerdo en que la tercera película siempre es la peor”. Podríamos pensar que Bryan Singer pone ese chiste ahí en referencia a “X-Men: La batalla final”, tercera parte de la primera trilogía que él no dirigió y que desaprovechó un poco (o al menos lo pareció en aquel momento) la riqueza de la materia prima que significaba todo el concepto de Fénix Oscura en la historiografía mutante. Pero también nos invita a reflexionar sobre las potencias de esta tercera parte de la nueva trilogía “epocal” de Synger, tras la cumbre creativa que fue “X-Men: días del futuro pasado”, con el bucle temporal que cruzó a actores de la primera con sus contrapartes jóvenes de la segunda y permitió recanonizar el universo mutante (a partir de los cambios introducidos en la línea temporal). Porque de la mano de Apocalipsis se podría haber levantado la apuesta y picotear en “La Era de Apocalipsis”, otra de las líneas temporales alternativas de la franquicia en los cómics. Pero se eligió una presentación más lineal del villano, dejando quizás la chance de recuperarlo en el futuro y jugar las ideas de esa saga (o de algún otro cruce temporal) para recanonizar/rebootear la continuidad de Xavier y su piberío. Una de acción Si “X-Men: Primera generación” planteaba una “guerra secreta” del primer equipo de los X-Men contra el Hellfire Club en plena Crisis de los Misiles con Cuba; y “Días del futuro pasado” nos llevaba a una intervención en 1973 para evitar el surgimiento del infierno de los Centinelas, pero sin un equipo estable; ahora pasamos a 1983, una década después, donde los mutantes están más o menos bien vistos, Charles Xavier lleva adelante la escuela y Raven Darkholme (Mystique) quedó como una heroína contra su voluntad, oculta en las sombras. Pero todo se va a alterar cuando una secta egipcia despierte a un mutante ancestral, En Sabah Nur (Apocalipsis), cuya habilidad consiste en ir transfiriendo su conciencia de un cuerpo a otro, acumulando los poderes de cada encarnación. Transferido hace milenios al cuerpo de un inmortal, fue sepultado por una conspiración en el antiguo Egipto, tal como vemos en los primeros cinco minutos de metraje. Además del infaltable Hank McCoy (Bestia), vemos llegar nuevos alumnos con pasta de héroes: Scott Summers, que aquí es el hermano menor de Alex (Havok, ex miembro del primer equipo); Jean Grey, una coloradita que asusta a sus compañeros; Kurt Wagner (Nightcrawler), reclutado por Raven en Alemania, y Peter Maximoff de la cinta anterior, que ahora sabe que tiene una conexión particular con Magneto y se presenta por su cuenta en un momento justo. Del otro lado, Apocalipsis recluta a sus propios Cuatro Jinetes: Tormenta (con el look del personaje en los cómics de esa era), Psylocke (con su forma de ninja pero no tan asiática, y con la manifestación de poderes de cuando fue más telépata que psíquica), Arcángel (mostrando en parte la transformación de cuando fue Jinete en las viñetas) y... Magneto, que vuelve a sufrir pérdidas y se presta a las maquinaciones del dios viviente, que básicamente quiere refundar la humanidad, cargándose unos cuantos millones de personas en la movida. Bueno, tampoco tenemos que despacharnos tanto en la trama, como para que el lector no se abrume; sólo anticiparemos que sí, que el conflicto irá levantando vuelo hasta un clímax final, para lo que habrá que convertir a mozalbetes y no tanto en un equipo más o menos orgánico, capaces de dar batalla. Arquetipos Como verá el lector avispado, hemos puesto más énfasis en los personajes que en la historia. Y es que después cuatro décadas y media de andanzas, los principales activos de la “Casa de las ideas” son sus personajes, que a través de reconfiguraciones y recanonizaciones (en el cómic y en el mundo audiovisual) permanecen como un conglomerado de poderes, actitudes y personalidades. Así, vemos cómo se termina de delinear Xavier: si en “Primera generación” observamos el origen de su discapacidad, ahora lo completamos con la calvicie, y aterrizamos en la figura emblemática. James McAvoy sigue solvente en el personaje, que todavía fluctúa entre su modo juvenil y el provecto. Jennifer Lawrence le sigue agregando dimensiones a su Mystique, que deja atrás a la de Rebecca Romijn (aunque su maquillaje sea similar: la continuidad estética ha sido una premisa entre las dos trilogías); otro tanto hace Michael Fassbender, que torna creíble a su Erik Lehnsherr (Magneto), siempre marcado por la desgracia. Nicholas Hoult hace rato que dejó de ser un niño prodigio, y se mueve cómodo en la piel a veces azul de McCoy, mientras que Rose Byrne regresa como Moira Mactaggert, viejo interés amoroso del Profesor que sigue metiéndose donde las papas queman. Y Evan Peters vuelve a sacarnos alguna sonrisa como el Maximoff (Quicksilver) de esta continuidad (el MCU lo tuvo... un ratito). Entre los nuevos está Oscar Isaac, un actor con condiciones saltado a la fama de la mano del Episodio VII de “Star Wars”, que está un poco encorsetado como Apocalipsis, y no precisamente por la armadura. También vemos el reingreso de dos personajes a los que estábamos esperando: Tye Sheridan como un Scott Summers (Cíclope) en su proceso formativo, distante del líder cheto y confiado que encarnó James Marsden. Sophie Turner como Jean Grey nos deja con gusto a poco, aunque en parte es cosa del guión: al margen de las consideraciones que algún nerd podría (volver) a hacer sobre los poderes de Jean, la Marvelgirl aventurera se ha convertido en una chica pasiva, de silencios y miradas... bastante parecida a la Sansa Stark de “Game of Thrones”. Kodi Smit-McPhee interpreta a un Nightcrawler que tiene el condimento religioso (algo tardío en los cómics) que había mostrado en las anteriores adaptaciones, aunque logra ponerle una pizca de picardía, entre las gracias y la torpeza. Alexandra Shipp está simpática y resuelta como Ororo Munroe (Tormenta), mientras que Olivia Munn aparece resuelta por demás como Psylocke (y reveladora en su trajecito). Ben Hardy como Ángel/Arcángel no sale mucho de una actuación puramente física. Otros que vuelven en secundarios son Josh Helman (coronel Stryker) y Lucas Till (Alex Summers). Días de futuro Entre el alumnado podemos ver a Lana Condor como Jubilee, en lo que puede ser una promesa de incorporaciones para el futuro; aunque el espectador sabe que “La batalla final” presentaron personajes que quedaron en carpeta. Porque la verdad es que no sabemos para dónde irá la franquicia. Ya que estamos: en esta trilogía por décadas, Synger se ancló en épocas clave para el corazoncito mutante: los ‘60 (nacimiento y disolución del primer grupo), mediados de los ‘70 (renacimiento) y principios de los ‘80 (apogeo creativo en el cómic). Así que el siguiente paso serían los ‘90, cúspide de la expansión en el papel (el Nº 1 del segundo título de X-Men tiene el récord Guinness del cómic más vendido de la historia, 8,1 millones de ejemplares; llegó a haber nueve series regulares de mutantes, más el anual de cada una, más un trimestral) y un boom de popularidad gracias a la mítica serie animada, que fue la base de la llegada al cine. Así que, de alguna manera, hay otro bucle que vendría a cerrarse. Lo que sí sabemos es que lo más próximo es la despedida de un personaje con garras y mala onda, o al menos del actor que le dio vida. Pero ya tendremos oportunidad de escribir sobre eso.
Vengadores a pura venganza El plan cinematográfico del Marvel Cinematic Universe incluye una próxima cinta bajo el nombre de “Los Vengadores” recién para 2018, cuando empiece “La Guerra del Infinito”. Sin embargo, la tercera cinta del Capitán América termina siendo una historia que involucra a la formación de Los Vengadores al completo, con Tony Stark (Iron Man) como coprotagonista, o antagonista principal, en este caso. El título de “Civil War” viene de un célebre crossover de los cómics de Marvel de hace diez años, quizás la última megasaga famosa, que llegó a salir en los medios masivos (quizás por eso se mantuvo el título en inglés): la imagen de Spider-Man descubriendo su identidad fue tapa de los diarios del mundo real, en una osada jugada pensada por Brian Michael Bendis, Mark Millar, Jeph Loeb y Tom Brevoort (aunque Millar figura como el firmante principal). Pero el tema central de aquella historia jugaba (en la mejor tradición de Marvel) con elementos que integran nuestra realidad cotidiana, específicamente con las libertades individuales. Cuando un combate entre superhumanos en Stamford sale mal y muere gente, surge la necesidad de un Acta de Registro gubernamental para todos los supertipos que crea una grieta, no ya entre héroes y villanos, sino a favor o en contra de la medida, lo que termina convirtiendo a Tony Stark (el prototipo del emprendedor privado) en defensor del gobierno y al Capitán América (el tipo que se viste y se nombra con los estandartes del país) como referente de los que pasan a la clandestinidad. Como dos extraños En el contexto del MCU, la lucha parece circunscribirse a los Vengadores (los principales héroes manejados directamente por Marvel Studios y Disney). El detonante es una misión exitosa pero con bajas civiles en Lagos, Nigeria, que genera indignación en varios lugares, ya que lleva a un llamado de las Naciones Unidas para controlar a los superhumanos (ya no es sólo el gobierno estadounidense). Entre los indignados está Wakanda, misterioso país africano que perdió a una misión de paz en el combate entre villanos y vengadores. Stark alinea a Viuda Negra, Visión y Máquina de Guerra, mientras que Steve Rogers no quiere firmar, al igual que la Bruja Escarlata y Falcon. Hawkeye dice que va a retirarse, y Hulk y Thor están fuera del panorama. La reunión de la ONU en Viena termina mal, con un atentado atribuido a Bucky Barnes (el antiguo amigo del Capitán, convertido en el Soldado del Invierno), crecerá el enfrentamiento entre el héroe del escudo y sus (ahora ex) compañeros con nuevos jugadores en el escenario: Pantera Negra (el nuevo rey y héroes wakandano), Ant-Man (que viene de su propia película) y... sí, contémoslo porque ya se había comentado: Spider-Man, en su tercer relanzamiento (aquí se retoma su manipulación a manos de Stark, uno de los temas de la “Civil War” dibujada). Y un misterioso personaje, un tal Zemo, que tiene su propia agenda, y disparará los acontecimientos que generan y fortalecen la discordia. Fuera de broma Es de suponer que para los hermanos Anthony y Joe Russo, habituales creadores y directores de comedias, ha sido todo un desafío ponerse al frente de una película de estas características (aunque ya dirigieron la entrega anterior del Capitán y hubo otros retos de estos, como Kenneth Branagh dirigiendo la primera de Thor: quizás otro ejercicio shakespeareano para él). Sobre todo porque el tono obliga a que sea como un filme de los Vengadores pero sin los pases de comedia habituales: Stark es más “amargo” y enojado, las relaciones son tensas, pasan cosas feas, y no está Thor para ponerle su campechanismo vikingo. Así que la cosa pasa por gente rompiendo cosas grandes, mucha demolición, y demasiado fuego amigo. Si bien no están aquí las coreografías visuales de Joss Whedon, el despliegue visual está presente en varias escenas colectivas, como la misión de apertura, la persecución en el túnel (alguno se habrá acordado de “Akira”) y por supuesto el clímax de la batalla colectiva en el aeropuerto, con lucimiento para Ant-Man y Spider-Man y el correspondiente homenaje a “Star Wars” (que esta vez va más allá de la amputación, aunque haya alguna; una marca que puso Kevin Feige, líder de Marvel Studios, fanático de la franquicia de George Lucas... que también está bajo la órbita de Disney, curiosamente). Como aporte de diseño, el traje de Pantera Negra es bastante logrado, y combina con un personaje que cae siempre parado y sin hacer ruido. También el vestuario de Spider-Man, sencillo en cuanto a texturas pero dotado de expresión en los ojos. Y a nivel efectos, lo más vistoso es una escena menor, donde podemos ver a un Tony joven, para lo que hubo que rejuvenecer artificialmente a Robert Downey Jr. En cuanto al guión, quizás haya algo de decepción para el espectador hacia el final, cuando algo que parece que va a pasar no pasa, porque en realidad lo que se quiere enfatizar es otra cosa. Bajo las máscaras Es difícil destacar talentos actorales individuales en un filme tan coral, aunque podríamos empezar en el juego entre Downey y Chris Evans, firmes en sus posiciones antagónicas, entendibles ambas (Stark salió peor parado en el cómic). Scarlett Johansson sigue interesante como Natasha Romanoff (Viuda Negra), ahora con un principio de contrapunto en la cachetona prestancia de Emily VanCamp como Sharon Carter (Agente 13). Elizabeth Olsen (Wanda Maximoff/Bruja Escarlata) ya pone lo propio como para no ser la hermanita menor de las mellis Olsen, y Paul Rudd acompaña con su Ant-Man un poco pelotazo. El resto de los disfrazados (Anthony Mackie, Don Cheadle, Jeremy Renner) acompaña, aunque hay que resaltar que Tom Holland puese ser una buena elección para Spider-Man: recupera la onda adolescente y nerd, y trae de yapa a Marisa Tomei como la tía May (sale viejita simpática y entra veterana guapa): ambos tendrán su momento en película propia. Veremos si Chadwick Boseman (T’Challa/Pantera Negra) también crece en el largometraje que el MCU tiene en agenda. Daniel Bruhl le pone el cuerpo a un Zemo al que podría sacarle un poco más de jugo. Por lo demás, William Hurt, Martin Freeman, John Slattery, Hope Davis y Alfre Woodard aportan secundarios y apariciones. Y sí: Stan Lee también se dio una vuelta. Los grandes héroes tendrán un respiro para lamer sus heridas. Doctor Strange es la próxima estación del MCU: la cosa puede ponerse muy mística, de una manera literal.
Elegía al studio system El cine vuelve sobre sí mismo en muchas vías, en los últimos tiempos. Lo hace cuando retoma sus propias historias clásicas: hemos reflexionado en estas páginas sobre aquellos cuentos e historias sobre los que edificó parte de sus relatos. También cuando reversiona (con mayor o menor suerte) las historias originales creadas para la pantalla (o al menos lo suficientemente apropiadas como para ser consideradas como tales). Las celebridades que le dieron impulso y carnadura también son reconstruidas, como en “Una semana con Marilyn”, “El aviador”, “Hitchcock” o “Trumbo”, por apuntar un par de ejemplos recientes. Pero atrás de esas “leyendas del celuloide” había un mundo, una cosmovisión, unas relaciones materiales de producción (al decir de Karl Marx) en la que se gestó buena parte del imaginario colectivo del siglo XX: el studio system, un entramado de productores, estrellas, directores y técnicos, todos empleados de los grandes estudios, en el doble sentido: al mismo tiempo grandes compañías y vasta sucesión de sets donde conviven westerns, musicales, dramas románticos y relatos bíblicos (en un perfeccionamiento del cine de género, que alguna vez fue para nuestros abuelos “de tiros”, “de amor” o “de convoys”). Una industria que se pensó “factoría de sueños” para las clases trabajadoras, releída como “mistificación de masas” para filósofos críticos como Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. El “fixer” Parece que nos fuimos de mambo, pero no: la última creación de los hermanos Ethan y Joel Coen se mete hasta el hueso con esa era (el Hollywood de posguerra) en todas sus significaciones: ya el relato en off (un recurso de cine noir) a cargo del veterano Michael Gambon habla de “fantasías para la agotada masa trabajadora” o algo así, y el frankfurtiano Herbert Marcuse (encarnado por John Bluthal) tiene su aparición como líder espiritual de los guionistas comunistas, graciosa estilización de aquellos que, como Dalton Trumbo, fueron pasto de las fieras liberadas por figuras como el senador Joseph McCarthy en la “caza de brujas”. Los Coen retoman su veta más humorística, después de un par de cintas más “duras” como “Balada de un hombre común” y “Temple de acero” (justamente, una remake del tándem John Ford/John Wayne). Y parecen retomar cierto espíritu del extinto Robert Altman, al convocar a una miríada de actores célebres en papeles más o menos pequeños en lo que se constituye como una mirada melancólica sobre un tiempo ido. Basaron su protagonista más o menos libremente en un personaje histórico, Eddie Mannix, un “fixer” del estudio Capitol Films (que se lo inventaron ellos en “Barton Fink”). ¿Su función? Aceitar todos los engranajes para que la maquinaria no pare: desde organizar cronogramas de rodajes múltiples (que las tomas de una locación sirvan para otra película) hasta lidiar con la imagen pública de esas estrellas que deben permanecer impolutas para los lectores de una prensa ávida de escándalos. En medio de una crisis sobre su vida personal y laboral, Mannix se encuentra con un problema peculiar: Baird Whitlock, célebre actor que se encuentra protagonizando una cinta sobre Jesucristo desde la óptica de un general romano (algo que recientemente se hizo), ha desaparecido. Después descubriremos que ha sido secuestrado, y en la resolución de su rescate el ejecutivo se irá cruzando con otras figuras de ese mundo que lo ayudarán o lo complicarán en la tarea, odisea que debe terminar también en una resolución del propio dilema: ¿quedarse en ese mundo de frenesí y mascaradas o usar esos talentos en otro tipo de industria? Representaciones El juego de representación se desarrolla en varios niveles, como una torta de casamiento o una cebolla, para usar metáforas particularmente remanidas. Hay un nivel de fino retrato del mundillo específico y su época; hay un primer acercamiento visual “desde afuera”, cuando vemos las escenas que los protagonistas ruedan: el western acrobático, el musical de tap (necesariamente con marineros, como Frank Sinatra y Gene Kelly en “Levando anclas”), el ballet acuático a lo Esther Williams; y hay un tercer nivel, en el que el tramo final se apropia de esas estéticas para contar la propia historia (la forma de filmar la persecución, el modo en que es representado cierto vehículo naval). Lo que detalla una inmersión total en un repertorio estético que, aunque sea subconscientemente, el cinéfilo medio tiene en su bagaje visual (ahí están los fanáticos, buscando referencias a actores y situaciones reales). Por cantidad En cuanto al elenco, obviamente los ejes dinámicos son Josh Brolin como el atribulado Eddie, con George Clooney como el despreocupado Baird, susceptible de ser convencido de cualquier cosa y cómico en su permanente vestuario del romano Autólico Antonino. Alden Ehrenreich tercia al darle carnadura a Hobie Doyle, el cowboy devenido en galán. En torno a ellos gira una fauna variopinta: Channing Tatum, como la estrella del musical Burt Gurney, con varios secretos encima; Scarlett Johansson, en la piel de la diva acuática DeeAnna Moran; Tilda Swinton, en el doble rol de las caricaturescas hermanas periodistas Thora y Thessaly Thacker (basadas en la rivalidad de las columnistas Hedda Hopper y Louella Parsons); y Ralph Fiennes y Christopher Lambert, como los mañosos directores Laurence Laurentz y Arne Seslum. El ascendente Jonah Hill, la abonada Frances McDormand, Geoffrey Cantor, Emily Beecham y el histórico Clancy Brown tienen su lugar en el cast, entre muchos otros. Con estos elementos, Joel y Ethan Coen nos cuentan un cuento que, más allá de su resolución, entraña un mensaje: hubo un tiempo en que el show business, los imaginarios sociales, el capitalismo y nosotros mismos fuimos más inocentes... y hoy podemos ver con ternura aquellas contradicciones.
Una puerta a nuevas narrativas “Hardcore: Misión extrema” quizás pase a los manuales de historia del cine por varias razones vinculadas a sus nuevas formas de realización audiovisual. A los viejos les dirá algo que sea una cinta pensada y realizada por un ruso (Ilya Naishuller) con intereses y locaciones tanto rusas como estadounidenses, algo que hubiese sido raro antaño (ojo con la geopolítica, que se viene, también), con la aparición de un sudafricano de cierta relevancia como Sharlto Copley, el fetiche de Neill Blomkamp con proyección hollywoodense, que figura como productor ejecutivo además de quedarse con el papel más destacado. También es novedoso que haya realizado una campaña de crowdfunding para ayudar a financiarla, tal como lo destacan las gacetillas: se trata de una pujante forma de producción de diversos proyectos, a través de pequeñas colaboraciones a cambio de alguna gentileza. Pero lo que más se “vende” en los corrillos es la consigna que la disparó: hacer la primera película “en primera persona”, es decir, desde los mismos ojos del protagonista. Esto no es gratuito: hace bastante que entre el repertorio de nuevos lenguajes audiovisuales se encuentran los videojuegos, y por lo menos hace 15 años que han explotado los juegos en primera persona donde se ve la manito de uno mismo sosteniendo algún bufoso con el que hay que exterminar una serie de enemigos que explotan y sangran, con la opción de jugar en red y que esos personajes sean otras personas. “Quake”, “Duke Nukem”, “Counter Strike” (juego que inauguró la moda de torneos internacionales) y por estas épocas “Last of Us” son parte de ese linaje (algunos nostálgicos recordarán un ancestro en el arcade de “Terminator 2”, así que el cine vuelve en un bucle). Si las novedades en las formas expresivas surgen de los cruces con nuevos lenguajes audiovisuales, también pasa eso con algún recurso técnico que permita mostrar lo que antes no se podía. Ya cuando comentamos “Terror en el bosque”, la reciente película de found footage de Eduardo Sánchez (uno de los creadores de “The Blair Witch Project”), marcábamos la irrupción en el cine de ficción de las cámaras deportivas, cuya cúspide es la GoPro Hero 3. Estos aparatitos ya estaban en la filmación de conciertos y en documentales, y sólo era cuestión de tiempo su llegada a la ficción. En el caso de la película de Naishuller, las GoPro se montaron en un casco, permitiendo que un intérprete/camarógrafo sea parte de la acción. Esas cámaras deforman la imagen hacia los lados, pero los creadores cuentan con que el público está acostumbrado a ver videos de aventureros tirándose en bicicleta por un puente y pegándose un porrazo que lo vuelva todo confuso. Así que ese lenguaje visual es parte de la partida. A cuetazo limpio En cuanto al argumento, Naishuller se divierte con un recurso que sólo puede servir para una sola vez: armar una trama que parezca la que motoriza a los citados juegos. Entonces tenemos un planteo inicial, misiones intermedias, un personaje “facilitador” (dirían los viejos formalistas, también rusos) y un crescendo hasta una batalla final. En el medio, hay que sobrevivir el acoso de decenas de enemigos en distintos escenarios (calles, interiores, naturaleza), algunos reconocibles y otros insospechados, abatiéndolos de las formas más violentas. La historia arranca con un tal Henry viendo su despertar en un ambiente líquido (la escena inicial de “Ghost in the Shell” de Mamoru Oshii, con la música de Kenji Kawaii, era mucho más bonita). Descubrimos que está siendo resucitado como ciborg por su esposa, una rubia llamada Estelle. Antes de que le instalen el módulo de voz, el lugar donde están (que resulta ser una plataforma flotante sobre el cielo de Moscú) es atacada por un tal Akan, un villano de cómic de superhéroes, de pelo platinado e inexplicada telequinesis, que parece ser el que casi destruyó a Henry. También tiene intenciones de tener un ejército de ciborgs reanimados, dice Estelle, que (para hacerla corta) es secuestrada por el malandrín. Ahí, Henry empezará una odisea para rescatarla, guiado por un misterioso personaje llamado Jimmy, que se le aparece en diferentes encarnaciones (linyera, cliente de burdel, hippie), volviendo de más de un balazo. Hasta acá todo parece apuntar a algo aburrido. Pero la trama guarda varias sorpresas, y no podemos dejar de pensar aquí en Phillip K. Dick. Porque el escritor más pesimista de la ciencia ficción le transmitió al cine (entre varias de sus preocupaciones) la de las memorias implantadas y las dudas sobre todo aquello que creemos que somos: “El vengador del futuro”, “El pago” e “Impostor” sean algunas de las mejores adaptaciones de esas ideas. Digamos que por ahí va la picardía que meten Naishuller y el coguionista Will Stewart. Y lo dejamos ahí, para dar intriga y no quemar el relato. Un loco lindo Como se supondrá, no es una película para el lucimiento actoral. Y sin embargo Copley logra que su Jimmy sea un personaje tan bizarro (y en algún punto querible) como los que suele realizar en las cintas de Blomkamp, con su característico acento afrikaaner. El resto acompaña: Danila Kozlovsky como el esquemático Akan, Haley Bennett (estadounidense con varios secundarios en el cine de su país) como Estelle, Andrei Dementiev como el villano Slick Dmitry (aparentemente es uno de los que hizo de Henry), junto con una aparición de Tim Roth como para dar un poco de corte. Por ahí, también aparecen dos beldades de la Madre Rusia, como Svetlana Ustinova y Darya Charusha, que además es la compositora de la música y la esposa del director (y bueno, todo queda en familia). El resultado de todo esto puede gustar a algunos y parecer una pavada violenta para otros. Lo que no podrán negar es que Naishuller abrió las puertas a nuevas narrativas, en un “arte industria” que desde hace un tiempo peca de acuartelarse en las seguridades de lo conocido.