Aventura sin claroscuros Cuando en 2012 se estrenó “Blancanieves y el Cazador”, nos agarró de sorpresa a varios. Porque partió de la premisa de retomar el esqueleto de uno de los cuentos más fortalecidos en los siglos previos a la irrupción del cine, y cristalizado en la versión de Disney (ya hemos debatido en estas páginas cierta campaña del cine actual por revisar aquellas lecturas de clásicos que el propio cine consolidó como definitivas) para repensarlo de cero. Dijimos en su momento que aquella cinta hacía valer el adagio antropológico de que “el mito son todas sus versiones”, y que había realizado un cóctel que cruzaba los mitemas y la imaginería visual del cuento de Blancanieves con la tradición de Juana de Arco, la fantasía épica tal como la definió el profesor Tolkien (pasado por la imaginería visual de Peter Jackson) y el mundo de heroínas de Hayao Miyazaki (“Nausicaä del Valle del Viento” y “La princesa Mononoke”). Ese mundo escrito por Evan Daugherty funcionó gracias a una ambientación en la que se destacaban el vestuario de Colleen Atwood y la música de James Newton Howard; pero fundamentalmente a la potencia escénica del trío protagónico (Kristen Stewart, Chris Hemsworth y Charlize Theron), luciéndose en personajes con espesor: una heroína con pasta de líder, un antihéroe oscuro y sufrido, y una villana resentida por el sufrimiento. Reencuentros Aparentemente, esa película tuvo el éxito suficiente para que alguien decidiera hacer otra dentro de la franquicia, con el inconveniente de que Stewart no sería de la partida. Ahí surgió la idea de una historia que se promociona como precuela, pero que en realidad abarca el antes y el después de la cinta anterior. Para la tarea, se convocó al francés Cedric Nicolas-Troyan, que había sido director de segunda unidad en “Blancanieves y el Cazador” y en “Maléfica” (la revisión de la propia Disney sobre la Bella Durmiente) y a los guionistas Evan Spiliotopoulos y Craig Mazin. El resultado es una cinta mucho más liviana, una aventura de fantasía épica que tensiona pero nunca llega al dramatismo ni la oscuridad de su predecesora. En un principio, se nos cuenta que la reina bruja Ravenna tuvo una hermana normal, aunque siempre esperó que se le revelen los poderes. Freya, tal el nombre de la muchacha, se enamoró y embarazó de un noble comprometido (en otro reino que Ravenna supo apropiarse mucho antes). Las circunstancias llevaron a Freya a perder sus dos amores y, en ese proceso, revelarse como una hechicera de gran poder sobre el hielo. Transfigurada y quebrada espiritualmente, partió hacia el lejano norte donde creó un reino gélido y un ejército de Cazadores en base a niños robados, donde se criaron el sufrido Eric y Sara, su esposa perdida. Pero eso es un prólogo explicativo. La cosa es que, afectada por la influencia del Espejo, la ahora reina Blancanieves decide alojarlo en el Santuario, pero la partida que lo llevaba desapareció, y el consorte William le pide a Eric que salga de su ostracismo para rastrearlo. Lo que ninguno sabe es que Freya se entera de la existencia del Espejo y, como sospechábamos desde que vimos el afiche, tiene la chance de revivir a su temible hermana. Tono ligero Como dijimos, la narrativa visual del debutante director funciona bien, con un timing apoyado en un guión un poco más Disney que su predecesora: todo es más luminoso hasta en lo visual, y el género promedio es el de la aventura heroica, con un poco de comedia aportado por el renovado plantel de enanos pero en el que se engancha el Eric de Hemsworth, que sale de sus tonos oscuros para convertirse en héroe de acción risueño al estilo de Thor, que le pegan una paliza y se levanta riéndose. Y con una extraña química con la reaparecida Sara: la tragedia de su separación y el resentimiento de ella quedan atrapados en un juego de tensión sexual bastante usando en otros filmes con la salvedad de que en aquellos (donde la chica se hace la dura y el muchacho la tirotea risueño) aún no ha pasado nada entre ellos. Jessica Chastain le pone actitud al personaje, pero quizás el guión la deja un poco renga. Del otro lado, Freya viene a ser la villana de sino trágico, devenida en destructora de familias, que de conquistar todo el mundo acabaría con la especie por falta de reproducción (“reproducción de la fuerza de trabajo”, diría Karl Marx), pero a la cual en el fondo le queda algo de corazoncito. La actuación de Emily Blunt le da una carnadura bastante intensa. La que no tiene corazón es Ravenna, que vuelve aquí como un puro espíritu de venganza, una villana de manual, sostenida por la sinuosa sensualidad de Charlize Theron, que se mueve a sus anchas en el personaje. Los roles bufos son los de los enanos, que acá tienen que atravesar una especie de guerra de los sexos (expresión que no se usa desde “Sex and the City”): vuelve el Nion de Nick Frost junto al Gryff de Rob Brydon, extraños compañeros dispuestos por William (un Sam Claflin que no aporta, lejos del Finnick de “Los Juegos del Hambre”), que siguiendo a Eric harán equipo con dos enanas peculiares: la dura y malhumorada señora Bromwyn (Sheridan Smith) y la inocente Doreena (Alexandra Roach). Sope Dirisu completa el elenco central como Tull, otro de los mejores Cazadores de Freya, el que conoce más de cerca a Eric y Sara. La bruja y el ropero Dominic Watkins conduce una impactante puesta visual desde el diseño de producción, pero lo que más sorprende es el diseño de vestuario de Colleen Atwood que sube la apuesta en cuanto a la indumentaria de las reinas: mientras Ravenna sigue estrenando coronas y vestidos con guardas de plumas en dorados y negros, las capas, faldas y sobrevestas de malla metálica plateada que usa Freya son de antología (se mueven con una naturalidad que no les daría ningún efecto digital). El otro que volvía, como se refirió ut supra, es James Newton Howard, que apuesta a a tradicionales arreglos de cuerdas y voz de choir boy (compensan actualidad poniendo la canción “Castle” de Halsey en los créditos). En síntesis: una aventura sin demasiados claroscuros, una lucha del bien contra el mal donde el amor tiene que triunfar para comer perdices.
La irrupción de lo extraordinario A pesar de sus rutilantes apariciones como director (la industria le confió el relanzamiento de franquicias de fuste como “Star Wars”, “Star Trek”, y “Misión: Imposible”), J.J. Abrams saltó a la fama como creador y showrunner televisivo, desde “Felicity” y “Alias” al batacazo de “Lost” donde empezó otra forma de ver televisión. Durante la andadura de la serie se lanzó a producir una cinta fuera de todos los esquemas, como lo fue “Cloverfield”, de Matt Reeves (cocreador de “Felicity”, ahora al frente de la franquicia de “El planeta de los simios”). Para quienes no se acuerden, se trató de una de las películas emblemáticas del found footage (metraje encontrado), y la última de found tapes (ya que su estructura narrativa se basaba en la sobregrabación de una cinta ya usada), en la que veíamos el ataque de una especie de Godzilla a Nueva York, pero desde la perspectiva de unos amigos que tienen que tratar de escapar, camarita en mano, así que todo está más sugerido que mostrado. Entre aquella producción y “Avenida Cloverfield 10”, que la homenajea y es considerada “sucesora espiritual” de aquélla del monstruo, Abrams se metió en la multitarea (escribir, dirigir y producir) de hacer la pequeña y querible “Súper 8”, donde tuvo a Steven Spielberg, el padre de “Los Goonies”: es que la historia era un homenaje goonie, mezclada con elementos del espacio exterior, que tampoco se veían claramente. Podemos deducir que hay una “autoría productorial” en Abrams, donde parece expresar más una impronta personal, cuando su trabajo de grandes franquicias le permite hacerlo, y de paso le da lugar a nuevos talentos: acá lo hace con el debutante Dan Trachtenberg detrás de la cámara y los escritores Josh Campbell y Matthew Stucken, ayudados en el guión final por Damien Chazelle (el ascendente creador de “Whiplash”). Pero, ¿cuál sería el eje de esa línea de trabajo? Algunas puntas ya tiramos. Por un lado, historias que rompen los esquemas, aunque jueguen con elementos y géneros ya transitados por el cine; quizás forzando límites y fronteras. Por otro lado, la intromisión de lo extraordinario en lo cotidiano, con el correspondiente impacto para la vida de los protagonistas. Y en tercer lugar, “eso” extraordinario retratado de manera parcial, sugerida, omitida o demorada hasta el final, para que lo más importante sea la vivencia de los protagonistas (“La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio”, diría Eduardo Galeano). Volviendo a los géneros, “Avenida Cloverfield 10” son varias películas en una, a veces en yuxtaposición y después en cambio brusco de registro. Si tuviésemos que imaginar la consigna de partida, sería más o menos ésta: ¿qué pasa si caemos en las garras de un psicópata que tiene razón en su visión de las cosas? O de otra manera: ¿qué pasa si se viene el Apocalipsis en un mundo donde ya pasan cosas malas? Apocalipsis personal La secuencia inicial es un prolijo retrato a nivel edición (con buen apoyo en la música de Bear McCreary) de una pequeña tragedia cotidiana: una chica, que después nos enteraremos que se llama Michelle, está dejando el departamento que comparte con su novio Ben (dato curioso: la voz en off del abandonado pertenece a Bradley Cooper). Las llaves, el anillo, todo parece quedar atrás. Unas pertenencias, sus diseños de indumentaria, una buena botella de whisky y poco más para largarse a la carretera. La ruta siempre es un lugar ominoso, y allí termina pasando un accidente. Michelle se despierta encadenada en una especie de celda, hasta que se presenta Howard, un supervivencialista que dice que la salvó tras el choque y la llevó a su búnker para protegerla de “un ataque”, que no sabe si es nuclear o químico, si viene de los rusos, los coreanos o los extraterrestres. Claro, la vida de un supervivencialista es así: estar preparado para el Armagedón, aun sin saber de dónde salió. Pronto aparece Emmett, un campesino que ayudó a construir el búnker y ante ciertas señales decidió que era bueno tratar de meterse adentro. Sin “quemar” mucho la historia, podemos contar que los huéspedes se empiezan a enfrentar a una disyuntiva: Howard parece no ser el buen samaritano que aparenta, pero al mismo tiempo es probable que tenga razón y afuera el mundo sea inhóspito. ¿Quedarse o salir? ¿Cuál opción es más peligrosa? Lo nuevo y lo conocido La realización nos lleva a lugares conocidos: las vistas aéreas de la carretera, entre bosques y sembrados, propias de muchas cintas de terror; el despertar encadenado en la línea de “El juego del miedo”; el lunático que termina desencajándose, como en “El resplandor”; la heroína moviéndose por ductos de ventilación, como la Ripley de la saga “Alien”; y algún fetiche personal (tener a la protagonista descalza durante el 80% del metraje, con un posible error de continuidad), también asociable al thriller. Podríamos pensar que los 103 minutos de duración se dividen por cuartos más o menos simétricos, con un clímax al final del tercero y con el cuarto conformando otra película aparte. Ahí irrumpe lo desconocido, en toda su dimensión, y nos serán dadas varias (algunas) respuestas, junto con algunas intertextualidades a otras experiencias cinematográficas (que, de nuevo, no contaremos para no seguir spoileando a nuestro lector). Podríamos bromear con que el veterano John Goodman es un actor grande, o de peso; pero el que se encarga de salir de la humorada es él mismo, con su ductilidad. Acá lo vemos en uno de sus registros más oscuros, entre el arrebato y la contención, y sabe sacarle provecho a esa figura imponente. Del otro lado está Mary Elizabeth Winstead, que se pasó la vida haciendo de scream queen en muchas cintas de terror, así que sabe sufrir y enfrentarse a situaciones límite. Completa el equipo John Gallagher Jr., como Emmett, aportándole humanidad al personaje secundario del trío (también gracias a que le escribieron una escena para que la aproveche). Si hay un mundo “Cloverfield”, es el nuestro: siempre estamos a tiempo de levantarnos por la mañana en nuestras simplonas vidas, sin saber que lo extraordinario puede salir a nuestro encuentro.
Un cuento moderno y atemporal El cine “de Hollywood” (del nuevo Hollywood global, podríamos pensar) vive tiempos de revisionismo, tal como he resaltado desde estas páginas en ocasión de otras reversiones. Pero no se trata de nuevas reinterpretaciones de cuentos clásicos (folclóricos o de autor) sino de una vuelta sobre las propias miradas que se convirtieron en versiones canónicas, los rostros (animados o de actores) de los personajes que animaron la imaginación (cuando comentamos “Victor Frankenstein”, descubrimos que incluso Mary Shelley se nos aparece con la cara de Elsa Lanchester). Es que con más de un siglo de andadura en las costillas, el cine es un arte maduro que empieza a trabajar sobre sus propios clásicos, reinterpretando sus contenidos tanto desde nuevas interpelaciones de época como desde los recursos técnicos siempre en evolución (una particularidad que distingue al séptimo arte de los otros). Y la “fábrica de sueños”, la empresa Disney, no podía quedarse atrás: viendo que otros se metían con sus hijos dilectos (“Blancanieves y el Cazador”, o las reinvenciones de Peter Pan), se abocó a la tarea con “Maléfica” y la Alicia de Lewis Carroll, entre otros casos, e incluso con franquicias ajenas (“Oz, el poderoso”). Desde el clásico “El libro de la selva”, en 1967, fue un punto de inflexión. En cierta medida, con sus canciones de los hermanos Sherman, su diseño de personajes y la personalidad concedida a los mismos, fue un puente entre la era clásica de Disney y la moderna: entre “Bambi” y “El Rey León”. Y fue un desafío, al basarse en los textos de Rudyard Kipling sobre los vírgenes territorios de la India. Kipling, con sus contradicciones: británico nacido en la colonia, celebratorio de la supremacía imperial pero con la India dentro suyo, y parte de una cultura de fascinación de la “blanca Albión” por los relatos de viaje. Volviendo a aquella cinta animada, dirigida por Wolfgang Reitherman (la primera de la compañía tras la muerte del viejo Walt), se encargó de hacer amigables para los niños aquellos relatos llenos de muerte y ferocidad, de “la ley de la selva” propiamente dicha. Por eso, el nuevo desafío para Jon Favreau al frente de la versión 2015 sin duda pasó por unir los tiempos y los diferentes discursos: apelar a un realismo fantástico (ya presente en la antropomorfización que hace Kipling, sin olvidar al mismo tiempo que son animales y se rigen como tales), y al mismo tiempo hacerle justicia a la cinta canónica. Bajo la piel Y el resultado es impactante, ya desde el hecho visual. Porque desde los primeros minutos se genera una ruptura: los animales son animales tal como los veríamos en un filme “realista”, pero al mismo tiempo tienen voz, sentimientos y motivaciones humanas, lo que obliga al espectador a “recalcular” para empatizar con ellos. La nobleza envuelta en el porte estilizado y temible de la pantera (masculina) Bagheera; el amor maternal guardado bajo el pelaje de la loba Raksha; el resentimiento y la crueldad del temible tigre de bengala Shere Khan; la bondad intrínseca del atorrante y voluminoso oso Baloo; el accionar taimado del rey Louie de los monos, con unos ojos tan humanos como sólo un primate puede tener; y la seducción hipnótica y mortal de la serpienta Kaa (aquí más anaconda que pitón, dicen los que saben), que crece como personaje femenino; la figura de la ley encarnada en Akela, líder de los lobos, la otra figura paterna para el protagonista junto con la pantera; entre otros. Todos ellos como contrafiguras del pequeño Mowgli encarnado por Neel Sethi, un niñajo de ascendencia india que derrama simpatía y se roba la película, actuando con naturalidad en un rodaje en el que interactuó con personajes que no estaban en el set sino que fueron agregados posteriormente, y que al mismo tiempo le ha exigido mucho despliegue físico. Su pequeña figurita casi desnuda será la referencia humana entre tanta ferocidad y desmesura. Actualidad y homenajes Porque en esta mirada más “adulta” de la historia no se ha ahorrado violencia (como lo descubrirá Akela, para su desgracia): Shere Khan pelea como un tigre con las peores motivaciones de los hombres, y sus duelos (especialmente con Bagheera) son una explosión de salvajismo. La selva, por su parte, se representa como un espacio mítico, infinito y eterno (como la selva de Pandora en “Avatar”, dijo alguno; la compañía Weta de Peter Jackson también fue parte del despliegue visual), retomando esa percepción decimonónica de lo inexplorado, del mundo imaginado a partir de los relatos de viajeros. En otro extremo, se recuperan las canciones clásicas como “I wanna be like you”, la de Baloo, en el metraje, doblada en la versión que se ve aquí; de todos modos, la podemos escuchar en versión original por Bill Murray, junto con “The bare neccesities”, también del oso, o “Trust in me”, el tema de Kaa, interpretado por Scarlett Johansson. Es una lástima no disponer de una versión subtitulada con las voces originales, pero con el sistema de captura facial algo de Murray, Johansson, Idris Elba (Shere Khan), Ben Kingsley (Bagheera), Lupita Nyong’o (Raksha), Christopher Walken (King Louie) y Giancarlo Esposito (Akela) permanece en los personajes. Favreau puede darse por satisfecho: logró una película con acción, emoción y enseñanzas, con una visión moderna y respetuosa de la tradición: un cuento sin tiempo para los tiempos que corren.
La ética protestante y el espíritu del bosque Cuando nos enteramos de que “La bruja”, una cinta que a todas luces parecía transitar por el lado del terror, venía con reconocimiento del Festival de Sundance (Mejor Director en Drama Estadounidense para Robert Eggers), sospechamos que era algo especial. Y el subtítulo original nos decía algo: “Una historia folclórica de Nueva Inglaterra”. Porque uno de los logros de la cinta, antes de su realización, es su premisa fundante: ¿Cuál es el mejor ámbito para una historia demoníaca? No, el mundo de los adolescentes modernos, tan explotado por el cine de terror convencional, donde tiene que aparecer una vecina o un abuelo bibliotecario con un viejo volumen sobre demonología para aportar algo de información. Mejor es un tiempo y un lugar donde al Diablo se le conozcan las mañas, y sea un huésped no invitado a la mesa cotidiana. Ese lugar es la Nueva Inglaterra original, en la actual Costa Este de Estados Unidos, pero en los tiempos posteriores a que el Mayflower transportara a los primeros peregrinos puritanos, protestantes calvinistas que huían de las persecuciones religiosas de los tiempos del rey Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (aquellos que llegaron con miedo, según la mítica secuencia animada de “Bowling for Columbine”). Es decir, cuando los preadolescentes recuerdan la vieja Inglaterra, y hasta el perro que nació allá. En los tiempos en que se hablaba el inglés isabelino donde se decía aye en vez de yes; thee en lugar de you, y thy en lugar de your. La fe y la gracia La historia arranca con el exilio de William de “la plantación” (¿la colonia Plymouth original?), por ser demasiado fanático quizás de aquellas doctrinas. Así, el peregrino de sombrero con hebillas se va con su piadosa esposa Katherine y sus cuatro hijos a armarse una vida extramuros, en la linde de un bosque. Allí nace un quinto hijo, el bebé Samuel, mientras los mayores crecen asustados por la doctrina luterana de las “cinco solas”: aquella que incluye conceptos como sola fide (sólo la fe salva, independientemente de las acciones), sola gratia (sólo salva la gracia de Dios, nada que podamos hacer) y solus Christus (Jesucristo es el único mediador entre Dios y el hombre, por lo que hay que hablarle a él directamente). Y eso arrancando en números negativos, ya que cargamos con el Pecado Original y pecadores somos de la cuna a la tumba. Hasta allí, la bruja del título no tendría ni necesidad de aparecer: la batalla contra el Diablo es cosa de todos los días, y la pintura que Eggers logra de ese mundo es impactante. Pero sí, lo sobrenatural entra a jugar en la historia, y cuando a la floreciente Thomasin, la hija mayor, le “desaparezca” el bebé a su cuidado, las cosas comenzarán a ponerse feas para la familia. Y ése es otro acierto: el balance entre los males que trae el Mal y la crisis de fe en Dios o en el prójimo que empiezan a vivir. Día y noche La puesta visual es una combinación de novedades y recursos conocidos, pero no por ello menos refrescantes. Estamos ante una cinta bastante diurna, donde el día tiene esa cosa fría y tensa como esperando la noche por venir (un poco al estilo del M. Night Shyamalan de “Los huéspedes”, o su bosque en “La aldea”). Están también los espacios abiertos, vírgenes y feroces de esa etapa primigenia de la colonización americana (recientemente revisitados, pero con una ambientación de casi dos siglos después, en “El renacido”). Pero también se luce la fotografía de Jarin Blaschke, que se mueve entre esos paisajes y los interiores de la casa, iluminados por velas de noche y por el sol indirecto durante el día, manejando algunos claroscuros que bien logran ocultar o “semimostrar”, según lo demande el guión. La música de Mark Korven crea clima y se pone renacentista sobre el final. Hay también planos largos de rostros, que hacen temer un poco la llegada del contraplano. Y un detalle que parece casual pero que se va consolidando: los fundidos a negro que duran algún que otro segundo más de lo esperado y ejercen una profunda inquietud sobre el espectador. Los rostros Y el concepto de puesta visual incluye al elenco. Porque es un filme “de casting”, donde ya los rostros y los cuerpos elegidos dicen mucho: esos adultos envejecidos prematuramente, esmirriados; y esos niños con muy poco de infantil. Anya Taylor-Joy como Thomasin, con unos ojos extremadamente grandes, como ventanas del alma. Ralph Ineson como William, flaco, fibroso y endurecido, un Cristo avejentado cuando corta leña con el torso desnudo. Harvey Scrimshaw como el pecoso y atribulado Caleb, un cordero sacrificial en su clímax, bajo la claridad azulada. Ellie Grainger y Lucas Dawson en la piel de los mellizos Mercy y Jonas, que miran con los ojos como pozos oscuros. Y la huesuda Katherine de Kate Dickie (la Lysa Arryn de “Game of Thrones”), que dando de mamar con cofia y cara de sufrida en la penumbra parece una escenificación de “Sin pan y sin trabajo”, el mítico cuadro de Ernesto de la Cárcova. En síntesis: una agradable sorpresa para las pantallas y una buena manera para que el espectador católico argentino conozca la ética protestante (de la que hablaba Max Weber) de ancestros fundadores de Estados Unidos. Y de paso, descubrir que la bruja de Blair también tenía sus propios antepasados.
Choque de luz y sombras En abril de 1938 el mundo cambió. En la crisis de los ‘30 Jerry Siegel y Joe Shuster, dos chicos judíos de Cleveland, lograron que National Allied Publications les editara en el número 1 de “Action Comics” el debut de un personaje que habían creado: no era otro que Superman, al principio saltador y bastante antisistema. En el universo alternativo que Alan Moore creó para “Watchmen” ése fue el aliciente para que alguna gente se convirtiera en justicieros disfrazados (mientras leía cómics de piratas), pero en nuestro mundo fue el comienzo de los superhéroes tal como los conocemos. Un año después, en mayo de 1939, la misma empresa lanzó en el número 27 de “Detective Comics” al Batman creado por Bob Kane y Bill Finger: el primer vigilante había nacido, y a partir de allí la cosa no paró nunca. La editorial se fusionaría más tarde con otras, como All-American Publications, donde debutó Wonder Woman en diciembre de 1941 (la primera amazona, literalmente, creada por William Moulton Marston). Esos dos tipos fueron los padres del fenómeno. Uno extraterrestre, todopoderoso, casi inmortal, que recarga sus energías con la luz de nuestro sol amarillo; el otro humano, vulnerable, mortal, que se siente más cómodo en la noche. Uno fue criado por padres adoptivos amorosos y humildes, que le enseñaron la virtud del altruismo; el otro, por un mayordomo tras el asesinato de sus padres, hecho del que extrajo un sentido de la justicia cercano a la venganza. Al primero le alcanza con sacarse los lentes y despeinarse un rulo para que nadie lo confunda con su identidad secreta, un periodista algo pelmazo; el segundo usa una máscara para tapar el rostro del millonario playboy bajo la capa (ambos tienen algo de don Diego de la Vega). El de rojo y azul tiene una enamorada, y el de negro no tiene chances de pareja estable. No podían ser más diferentes, y por eso sus encuentros siempre tuvieron que ser interesantes: también fueron pioneros en los team ups de héroes. Y con ellos empezó el equipo designado por Warner Brothers (actual propietaria de DC) para arrancar un Universo DC en la pantalla -algo que curiosamente nunca pudo concretarse-, que pueda hacerle frente al Marvel Cinematic Universe, gestado por la Disney en la vereda de enfrente. Estos dos tenían que limar sus asperezas antes de poder hacer la revolución de los metahumanos: hay que enchamigarse para ser superamigo. Y sí, tienen algo en común, que cuando el espectador cae es como darse cuenta de que el “Feliz cumpleaños” y “El payaso Plin Plin” tienen la misma música. Mesías o demonio La película en cuestión se encuentra en la continuidad de Superman, luego de “El Hombre de Acero”. Vuelve Zack Snyder en la dirección y David S. Goyer como uno de los guionistas, mientras que Christopher Nolan se baja de los textos y pasa a la producción ejecutiva (quizás para cuidar el tratamiento al murciélago, con el que tuvo sus buenos momentos). La historia retoma los sucesos a partir de la batalla contra el General Zod: Bruce Wayne estaba en Metrópolis ese día, y vio con sus propios ojos la destrucción de una financiera de su propiedad, con la muerte de varios de sus empleados y la mutilación de otros. Como otros, comienza a desconfiar del alienígena bondadoso: también los políticos, a partir de otros sucesos. ¿Es Kal-El un Mesías terreno o alguien temible en virtud de su poder infinito? Alexander “Lex” Luthor, un joven millonario bastante loco, se plantea un dilema teológico: no se puede ser infinitamente bueno e infinitamente poderoso a la vez. Más terrenalmente, se mueve en dos direcciones: obtener kryptonita y mover los hilos para estimular la rivalidad entre el redentor y el que busca redención. Las cartas están echadas. Ya en la “Superman regresa” de Brian Singer, había comenzado a explotarse la estética mesiánica para “el último hijo de Kryptón” (cuando flotaba con las manos abiertas), que Snyder explota más, cuando el de la S aparece en el cielo, en contrapicado, con la capa flameando de lado como las túnicas de los frescos renacentistas. Es interesante el desarrollo de una psicología supermanesca (que en realidad tendría que parecerse a la del Dr. Manhattan de “Watchmen”; en algún punto, Clark Kent es el ancla de Kal-El con la humanidad, de la mano de Lois Lane, por supuesto). Del lado más oscuro, se vuelve a contar la escena fundante del asesinato de los Wayne, explotando todo lo que se contó en diversas ocasiones en los cómics (Snyder siempre fue muy bueno llevando viñetas a la pantalla, en “300” y la propia “Watchmen”: lo de las perlas es muy logrado). Después, el enfrentamiento entre ellos es más en el terreno de las ideas, aunque hay un mano a mano como para cumplir con el espectador. Y la última media hora gira en torno a Doomsday y el subsecuente clímax de la acción, con las consecuencias que el lector de cómics imagina cuando decimos ese nombre. Entre medio, alguna que otra escena onírica que no suma nada (a menos que sea una clave de cómo sigue la franquicia). Caras y caretas Henry Cavill y Ben Affleck están bastante bien en su lógica binaria: uno medio buenazo y medio estólido, y el otro siempre enfurruñado (Affleck no es Keaton o Bale, pero lo recordarán mejor que a Clooney). Amy Adams como Lois nos ha crecido, es todas las Amy Adams que hemos visto en los últimos años y tiene mucho peso específico. Como Jesse Eisenberg como Luthor: un joven prodigio absolutamente pirucho, mezcla de su Mark Zuckerberg de “Red social” con el Joker. Pero la entrada se paga con Gal Gadot como Wonder Woman (la Mujer Maravilla, para fans de Linda Carter): es el verdadero personaje de acción, que pasa del glamour de publicidad de perfumes a convertirse en una guerrera temible y risueña (nada de vueltitas y bombachudos). Entre los secundarios, el Alfred de Jeremy Irons es gracioso, y menos aplomado que el de Michael Caine. Diane Lane le pone oficio a Martha Kent, la mamá del supertipo, mientras que Laurence Fishburne hace lo propio con Perry White, el jefe de Clark y Lois, dueño de un par de diálogos divertidos para periodistas y estudiantes de comunicación. Y ahí está Holly Hunter, dotando de ambigüedad a la senadora June Finch. Después hay algunos cameos y reapariciones, y la aparición de varios periodistas reales, como para dar credibilidad a la cosa. La semilla está plantada: el año que viene nos espera “La Liga de la Justicia Parte Uno”, y ahí sabremos si DC puede cantarle envido a Marvel en el salto a la pantalla.
Los límites del artificio Cuando en 2004 Juan Taratuto estrenó “No sos vos, soy yo”, se puso a la cabeza de una movida que podríamos calificar de “tercera vía” (eso sonó muy peronista; los sandinistas hablarían de “vía tercerista”). Por un lado estaba el cine “profundo” encarnado en ese momento por el “nuevo cine argentino” que sería parodiado por “UPA! Una Película Argentina” (Santiago Giralt, Camila Toker y Tamae Garateguy, 2006), con su reverso en el cine lumpen postnoventista acaudillado por “Pizza, birra, faso” (Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1998). En otro extremo, el concepto de “cine comercial” estaba muy asociado a una tradición de comedia más o menos berreta, descendiente del linaje de Hugo Moser y los hermanos Sofovich. En ese contexto, Taratuto escribió junto a su esposa Cecilia Dopazo un guión para una comedia romántica al estilo hollywoodense: en “No sos vos, soy yo”, si el espectador entrecierra los ojos, puede ver a Diego Peretti como Ben Stiller y a la propia Dopazo como una Jennifer Aniston. Por su parte, Adrián Suar venía trabajando desde hacía diez años con su productora Pol-Ka para renovar los contenidos televisivos, en un terreno que anduvo entre la serie romática-aventurera y la tira costumbrista, dando un salto de calidad en los contenidos audiovisuales de su tiempo. “En esa época Adrián estaba muy conectado con el sentir popular”, dijo hace poco Dady Brieva. Al mismo tiempo, siempre se permitió la autoparodia: desde su pertenencia a la generación de “Pelito” y “La banda del Golden Rocket”, sus siempre criticadas dotes actorales, y el hecho de que aquel chico judío, petiso y chueco de Villa Crespo podía convertirse ante las cámaras en un ladrón convertido en agente de la DEA, en un policía aguerrido, el padre del niño que revelará el verdadero nombre de Dios o un director de seguridad privada. Hace casi ocho años, “Un novio para mi mujer” reunió a Taratuto y Suar detrás de cámaras, y a este último con Valeria Bertucelli en la dupla protagónica, y la química explotó, entre la picardía de él y los recursos interpretativos de ella: un logro que se reflejó en la taquilla. Apariencias “Me casé con un boludo” es el hijo de todo lo antedicho. Por un lado, reflotar un equipo ganador de protagonistas, director y guionista (Pablo Solarz); por otro, mantener alta la bandera de la comedia romántica clásica; y por el otro, que el toque “localista” esté dado en un contexto de autoparodia del propio Suar y “el medio” artístico argentino. Como el actor que lo interpreta, Fabián Brando es una celebridad desde los seis años, se pasó la vida entre sets y no conoce otra vida, y tiene un nombre artístico que arrastra desde siempre. Se creyó que era (Marlon) Brando, y se pasa la vida contando improbables anécdotas con celebridades de Hollywood. Todos lo consideran un gran intérprete y un soltero codiciado, pero básicamente es un careta que se pasa la vida construyendo su personaje público. Rodando “Tres días, tres meses” (el título parece un chiste a lo “UPA!”) conoce a Florencia Córmik, que está ahí de coprotagonista medio porque es la novia del director José Leika, el primero en considerarla pésima. Él sale a defenderla, medio en personaje de héroe, y a ella se le mueve algo. Después a él también, cosa rara: que ella que es transparente se enamore no llama la atención, pero el rey del chamuyo se enamora en serio. Y después se casan, y ella descubre que se casó con un boludo, y él la escucha decirlo. Ahí vendrá el nudo de la historia, donde Fabián trata de no perderla de la única manera que sabe: con más actuación y careteada. Luces y sombras La cinta tiene sus altos y sus bajos. Gana cuando se ríe del mundo de los técnicos de cine y de los actores (los “pobres” trabajan en el Cervantes, o manejan sus propias salitas), de los divismos, del gusto por la plata y la figuración; y en el juego especular donde él es el gran actor y ella la mala, cuando la experiencia nos dice lo contrario. Pero Taratuto explota eso, haciendo que el “Chueco” (queda bien decirle “Chueco” en “el medio”) exagere su repertorio de mohínes para construir a Fabián, una macchietta caminante. Y Bertucelli aprovecha sus buenas herramientas de comediante para darle combustible a los diálogos (de lo mejor del guión) y en sintonizar con su partenaire (es muy buena para eso: ella en 2004 estaba en “Extraño” de Santiago Loza, y también podía extraer una química única con un Julio Chávez en plan maestro zen). ¿Cuáles son los puntos flacos? Que el “costumbrista barrial” Suar termina produciendo una película un poco “de teléfonos blancos”, como se decía antaño en el cine argentino: entre mansiones, fiestas, sets y clínicas privadas que parecen la UCA de Puerto Madero. Y el condimento local lo aportan los “famosos” locales: “la gente del medio”, que incluye a los respectivos cónyuges de los protagonistas y artistas que trabajan usualmente para Pol-Ka o El Trece, los feudos artísticos del “Chueco”. Es habitual que figuras como Larry King aparezcan en cintas de política, o que Jimmy Lennon Jr. sea el announcer en filmes de box; pero acá tenemos a... Ángel de Brito. Otra cosa que no suma es la presencia de Norman Briski, un gran actor que acá interpreta a Groisman, el histórico representante de Brando: inexplicablemente narcoléptico y vestido con piloto de detective de la serie negra, su presencia es forzada. Compañeros El resto del elenco acompaña: Gerardo Romano como el irascible Leika, el abandonado, que también explota la capacidad del actor a la hora de enojarse y decir groserías (algo que le nace espontáneamente). Marcelo Subiotto hace lo suyo como el guionista de “Tres días, tres meses”, que tendrá que ayudar a Fabián en su alocado plan, y Alan Sabbagh (“El rey del Once”) compone a un gracioso comparsa en la farsa. María Alché (alguna vez una “niña santa”) y la celebrada Analía Couceyro están entre las amigas de Florencia, y Marina Bellati compone una hermana campesina y antisistema, a la que le falta un poquito de intensidad (o también es medio forzada, habría que evaluarlo). El comediante Sebastián Presta también tiene sus cameos como el compañero de Playstation de la estrella, “otro boludo importante”, como dirían en el barrio. En definitiva, una fórmula justa como para ser el fenómeno de taquilla que es. Y una advertencia de que todos actuamos un poco al menos, y que para saber cuándo termina la ficción sólo es necesario abrir el plano.
Un experimento crucial En estas páginas, destacamos alguna vez que la ciencia ficción, “cansada” tras largas décadas de especular con el futuro y lo que hay más allá del cielo, había encontrado oxígeno en la literatura juvenil (excepción válida es “El marciano” de Andy Weir, cuya adaptación fílmica por Ridley Scott pugnó por un Oscar). También hemos destacado la cercanía de tópicos entre sagas, que para algunos serán repeticiones o plagios, pero que también pueden leerse como cuestiones que atraviesan nuestra época. En primer lugar tenemos a la heroína adolescente (Thomas de “Maze Runner” es el único varoncito), campo en el que la Tris Prior de “Divergente la serie” le pelea la punta a la Katniss Everdeen de “Los Juegos del Hambre”; antes de Buffy Summers, sólo en el cine de terror cotizaban las heroínas (y en el porno, dirá uno de esos graciosos de WhatsApp). Allí está asimismo el mundo post-apocalíptico que nos dejó la fantaciencia en sus postreros esfuerzos: si en “Divergente” Veronica Roth partía de ideas de viejas novelas, como “Un mundo feliz” de Aldous Huxley o “Los clanes de la luna Alfana”, de Philip K. Dick, el mundo que se abre en “Leal” se parece al de “Serpiente del sueño” de Vonda N. McIntyre: ciudad “atrasada”, ciudad evolucionada y aislada (alguien estuvo mirando diseños de Jacque Fresco, parece) y en medio el desierto radioactivo (pensemos que la vuelta de “Mad Max” también peleó por los premios). Aparece también la cuestión de la verdad como elemento político: si en “Los Juegos del Hambre” la manipulación comunicacional era una de las claves (tema en boga, por cierto), en “Leal” vemos la expansión a dos niveles de la intriga: la endógena, vinculada con la política doméstica de la Chicago intramuros, y la externa, relacionada al carácter de experimento digitado desde afuera (vínculo con “Maze Runner”). Rebeldes y ejecutores Recapitulemos: el final de “Insurgente” nos dejó con la muerte de Jeanine, la malvada líder de Erudición, y el ascenso de Evelyn, cabeza de los Sin Facción y madre de Cuatro. Al mismo tiempo, los habitantes de la ciudad se han enterado del propósito de su aislamiento. Bueno, “Leal” nos muestra la clausura de las salidas por orden de la nueva mandamás, la caída del sistema de facciones y la violenta revancha contra los personeros del “antiguo régimen”. En ese contexto, Tris y Cuatro encabezan un combinado extraño, con la fiel Christina, el taimado Peter y el dudoso Caleb, hermano de la protagonista y antiguo servidor de Jeanine; desafiando la prohibición, saldrán en expedición en busca de la humanidad que supuestamente los espera afuera, mientras los autodenominados “leales” de Johanna preparan la revuelta contra la nueva tiranía de Evelyn. Porque en ese doble nivel político que describíamos, y como Katniss en su saga, Tris representa una joven rebeldía equidistante a los poderes, donde los líderes y burócratas son megalómanos y crueles. Curiosamente, mientras la ciencia ficción se vuelve juvenil, la épica fantástica se torna adulta: “Game of Thrones” versa entre otras cosas sobre las pulsiones por el poder, algo que nuestros muchachitos parecen rechazar. Cuerpo y alma Shailene Woodley repite a su Beatrice “Tris” Prior, la osada heroína de cachetes generosos, admirable para cualquiera de las espectadoras que a la vez mueren por Theo James, el rostro de Tobias “Cuatro” Eaton (algunas niñas se decepcionarán de verlo con el torso cubierto todo el tiempo). Zoë Kravitz le pone actitud a su cuerpecito como Christina, volviendo a correr como loca meses después de hacerlo en “Mad Max: Furia en el camino” (y sí, amigo lector: la familia Kravitz tiene un miembro en cada una de las sagas). En el lado más fulero, Miles Teller casi es querible como el miserable Peter Hayes, mientras que Jeff Daniels se mueve cómodo como David, el burócrata de, valga la redundancia, el “Bureau” (los que manejan el experimento, bah), mientras que Naomi Watts le pone ricos matices a Evelyn Johnson-Eaton. Acompañan con dignidad Ansel Elgort como Caleb, Octavia Spencer como Johanna y la histórica Maggie Q con un poco de su Tori Wu. Como revelaciones, Bill Skarsgård (el menor de la familia de actores suecos) como Matthew y Nadia Hilker como Nita, ambos a las órdenes de David. La historia nos dejará en un lugar más o menos tenso, a la luz de que se decidió convertir la trilogía literaria en cuatrilogía cinematográfica: “Ascendente” nos espera el año que viene, y quizás las cosas no se pongan tan buenas.
Una fábula policial “Zootopia” es un producto de los Walt Disney Studios (como se aclara desde el principio, con el logo del Steamboat Willie, el primer Mickey Mouse), aunque las experiencias Pixar (hoy parte del gigante del entretenimiento, como tantas otras empresas y franquicias) están presentes en la propuesta, empezando por la producción del histórico John Lasseter. Estamos nuevamente ante uno de esos casos en los que dudamos hacia quién está destinado el producto: ya Intensamente nos parecía una película más dirigida hacia los adultos criados en la era post Toy Story que para niños actuales. ¿Las claves de la afirmación? La duración (108 minutos), el género (en el fondo, policial negro de trama compleja) y los subtextos sobre los prejuicios y los ghettos que dividen a las sociedades supuestamente civilizadas. Rompiendo los límites En principio, estaban dadas las condiciones para hacer una historia bastante ñoña: el universo en el que se ambienta es una sociedad de mamíferos evolucionados y antropomorfizados. Pero ya en el principio, en la obra teatral escolar, se cuenta el contrato social (más en la línea de Locke o Rousseau que en la de Hobbes, que hablaba de contener a los lobos). Un buen día nació la nueva sociedad en la que ovejas y lobos, zorros e hipopótamos conviven en armonía: ya estamos más en el terreno de los animales de las fábulas clásicas (predicando virtudes y defectos humanos), que de los de “Madagascar”. Pero esa utopía básicamente quiere decir que nadie se come a nadie, que los predadores no se cargan a las presas. Pero las fronteras existen, y la joven coneja Judy Hopps es la que desafía eso: a fuerza de sacrificio y tenacidad se convierte en la primera oficial de policía de su especie, con el mejor promedio de su clase. Lo que no le sirve para nada, porque nadie espera que sea más que una granjera, empezando por su jefe, el comisario búfalo Bogo. La oportunidad le llegará cuando la esposa de Emmitt Otterton (Nutriales en el doblaje) venga a pedir ayuda y ella tome el caso, apoyada por la vicealcaldesa Bellwether (una oveja, puesta en la fórmula para compensar al alcalde Lionheart/Leonzales, un león). Bogo le da 48 horas y nada de apoyo, con el objetivo de sacársela de encima. Tenaz (y venciendo los temores inculcados por su familia), Judy recurre a Nick Wilde, un zorro pícaro y timador, en las fronteras de la ley, que puede tener un poco de información. No es que Nick sea tan malo, sino que ha cumplido lo que la sociedad esperaba de él: que sea mentiroso y avivado. Como vemos, los prejuicios van en los dos lados. La desaparición parece estar conectada con otros casos, y la pareja despareja arrancará a destapar ollas cada vez más oscuras, donde se mezcla la política, las “tensiones raciales” y el submundo criminal más propiamente dicho. Cruce de géneros Como dijimos, la historia se afinca en el género del policial negro, donde el caso que dispara el relato en realidad es una excusa para hacer un corte transversal que muestre las disfuncionalidades de un sistema, que luce irreprochable desde la superficie. Por supuesto, estamos en una cinta animada que se pretende infantil, por lo que el tono de comedia prevalece, con hincapié en las tensiones de la dupla: alguno recordará comedias policiales al estilo “48 horas” o “Rush Hour”. El grupo de directores integrado por Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush está a la altura de las circunstancias, sosteniendo el guión escrito por un gran equipo encabezado por Bush y Phil Johnston, por lo que el interés no decae en ningún momento, saliendo airosos del desafío de moverse entre géneros. El diseño de producción a cargo de Dan Cooper y David Goetz, y la dirección de arte de Matthias Lechner se encargan de darle unidad estética a un trabajo de animación digital vistoso y cuidadoso de los detalles (pelajes, por ejemplo, o elementos como la lluvia sobre los charcos), con un diseño de personajes que busca el punto justo entre la antropomorfización y las características propias de cada especie. Entre los guiños para adultos (más), o referencias a la cultura popular, está el parecido del mafioso Mr. Big con el Vito Corleone de Brando, y el chiste del banco Lemming Brothers (más querible que el verdadero, Lehmann Brothers), dirigido por... lemmings, y hay algún guiño a la propia historia de Disney. Estrellas pop En cuanto al elenco, la versión doblada nos priva de los protagónicos de Ginnifer Goodwin y Jason Bateman y las participaciones de Alan Tudyk, J.K. Simmons o Kristen Bell (el cuidado doblaje en origen rescata a las voces latinas en los créditos), aunque contó con la participación de Shakira doblando sus propias partes originales como Gazelle, la estrella pop de la ciudad de Zootopia, con algunos detalles que recuerdan a la propia barranquillera de caderas movedizas. Las canciones permanecen en inglés, con “Try Everything”, la de los créditos, coescrita por Sia Furler, la cantante y compositora australiana que desde la publicación de su disco “1000 forms of fear” se ha vuelto una de las figuras centrales de la música actual (en estas páginas nombramos a Alive, coescrita con Adele, como tema de cierre de “La quinta ola”). En definitiva, una historia bien contada, personajes con pasta para desarrollar en secuelas futuras, y una buena forma de reflexionar sobre las tensiones que animan cualquier sociedad, por evolucionada que se proclame.
El asesino más adorable “Deadpool” nació claramente como un desafío: ¿cómo llevar a la pantalla una serie de transgresiones que sin embargo pudieron ser contenidas en el rígido canon de Marvel Comics? De entrada aclaremos que la franquicia de Deadpool recayó en manos de la Fox, licenciataria de los X-Men, Spider-Man y los (relanzados y fallidos) 4 Fantásticos; es decir, los personajes de Marvel (ahora propiedad de Disney) por afuera del Marvel Cinematic Universe (en cierta retaliación, la “Casa de las Ideas” mató en el cómic a Deadpool y disolvió a los 4 Fantásticos, en una puja por mostrar quién la tiene más larga). El tema es así: “el mercenario bocazas” (así le llamaban en las ibéricas traducciones de Fórum, donde lo rebautizaron Masacre) es un personaje parlanchín y gracioso casi hasta el hartazgo, buena competencia para Spider-Man (que quizás en ninguna de sus encarnaciones pudo ser fielmente mostrado de esa manera), pero al mismo tiempo es tan políticamente incorrecto como el Punisher, a la hora de matar gente. Creado por Fabián Nicieza y Rob Liefeld, su historial comiquero pasó más entre team ups y fugaces integraciones de grupos que en títulos en solitario, aunque también los tuvo. Por último, en el marco de su humor, el personaje (que suele aparecer con elementos kitsch o fuera de lugar por encima de su traje, ya explicaremos por qué) se caracteriza por la ruptura de la cuarta pared (o la viñeta), interactuando con el lector como tal y reafirmando que “esto es una historieta”. Salto al vacío Por eso era un desafío: porque había que lograr un justo medio (y quizás la avenida no era tan ancha, expresión que está de moda en la política argentina contemporánea) entre una película regular de superhéroes (“súper sí, pero héroe no”), donde se pueda perder la gracia, y el exceso de “El avispón verde” con Seth Rogen, donde la trama del héroe se ve absorbida en la comedia de la escuela de Judd Apatow, fumón y bizarro. Y la película de Tim Miller sobre guión de Rhett Reese y Paul Wernick logra bastante el cometido, poniendo en escena todo el cóctel: el trasfondo trágico del buen Wade en contraste con su modo de ser, y la ruptura del canon ficticio (“Te llevaremos con el profesor Xavier”, dice Coloso. “¿Stewart o McAvoy? Esas continuidades me confunden”). La centralidad de Ryan Reynolds (que aparte de protagonista es productor) le permite burlarse varias veces de sí mismo, como “cara bonita” o por su fracaso superheróico en “Linterna Verde”, de la DC. Y así podríamos seguir, con elementos que seguramente serían imposibles si la franquicia estuviese en manos del MCU (a menos que lo movieran a la línea de series de “vigilantes” que coproducen con Netflix, como “Daredevil”, “Jessica Jones” y “Luke Cage”). Venganza Pero metámonos un poco en la historia. Wade Wilson es un ex operador de las fuerzas especiales, que se gana la vida como mercenario de poca monta, incluyendo defender niñitas de acosadores porque, en un punto, es un poco sensible. Un día conoce a Vanessa, una prostituta/moza de cabaret, cuya forma de ser combina enseguida con la suya: la química que despliegan es casi una versión jocunda y feliz de la pareja de Randy “The Ram” Robinson y Cassidy en “The Wrestler”. Pero el amor y la felicidad no son para siempre. A Wade le diagnostican cáncer terminal, y un señor de cara sospechosa le ofrece un tratamiento que además lo va a mejorar, a manos de un inglés “especial”. En resumidas cuentas: el tratamiento convierte a Wade en un ser con habilidades mejoradas, y lo protege del cáncer y cualquier otra cosa, ya que tiene poderes regenerativos. ¿El problema? Queda desfigurado, y debe buscar al que lo dejó así para ver si lo puede arreglar. Todo esto va muy bien contado en flashbacks y saltos temporales, desde la explosiva apertura con créditos burlones, con un enfrentamiento en el que tercia Coloso de los X-Men, quien al final tendrá que unir filas con el antihéroe insoportable de la mano de Negasonic Teenage Warhead, una purreta mutante de mala actitud, un poco como la Jubilation Lee de los ‘90. Como dicen los créditos: hay una damisela en peligro, habrá que rescatarla de Ajax y sus secuaces, y ahí se va la trama de acción propiamente dicha. Forzudos y risueños Toda la maquinaria funciona a un gran trabajo de Ryan Reynolds (que ya había encarado al personaje de otra manera en “X-Men Origins: Wolverine”, pero que se perdió en las reestructuraciones del canon): trágico, sádico, grotesco y chistoso, es el que no puede permitirse fallar a la hora de dar el tono general. El otro hallazgo del cast es Morena Baccarin (la Jessica Brody de “Homeland”) como Vanessa: además de estar más bella que nunca en la pantalla, logra crear una mujer de la noche querible a lo Marisa Tomei y genera con Reynolds esa química de la que hablábamos. Por su lado Ed Skrein (el Frank Martin de la última entrega de “El Transportador”, el primer Daario Naharis en “Game of Thrones”) está un poco bidimensional como su Ajax. El resto del elenco está en manos de la doble interpretación de Coloso (Stefan Kapicic en voz y Greg LaSalle en performance facial), un poco desmerecida por su terminación digital, la aspereza de Brianna Hildebrand como Negasonic, y lo poco que puede aportar Gina Carano como la villana Angel Dust. Los roles bufos que completan la trama cómica son Karan Soni como el taxista Dopinder, Leslie Uggams como la Ciega Al (compañera de departamento del aventurero) y T.J. Miller como Weasel, uno de sus pocos amigos, él sí propio de una película de Apatow. Y sí: aunque tenía medio olvidada a la Fox, vuelve Stan Lee con sus habituales cameos, así que lo encontrarán divirtiéndose. Ya anuncian la secuela, en virtud del buen funcionamiento en taquilla: “el Bocazas” promete nuevos compañeros de ruta... aunque avisa que el presupuesto será escaso.
Héroes para los corderos Boston seguramente sea la ciudad más católica de los Estados Unidos. Y allí, en un país de mayorías protestantes, tal vez sea una de las localidades más católicas del planeta, al menos al nivel confesional: para esos descendientes de irlandeses, la religión es algo omnipresente, reforzado permanentemente; algo que sería abrumador para el católico argentino promedio. Es el mundo que el cine ya exploró desde otras perspectivas, en cintas como “Desapareció una noche”, “Río místico” o “Los infiltrados” (“La duda”, de John Patrick Shanley sobre su propia obra, está ambientada en Nueva York, pero seguramente llegará a la mente del lector en cuanto ahondemos en la temática). Ciudad de Dios El diario principal de la ciudad es The Boston Globe, con una impronta localista (todos los diarios, los grandes y los pequeños, llevan el nombre de la ciudad en la que se editan). Pero todo cambia, y desde 1993 es propiedad de The New York Times... en un proceso de transformaciones que no hizo más que acelerarse con la aparición de Internet. En ese contexto, llega como editor ejecutivo Marty Baron: oriundo de Florida, judío (casi tiene la marca de la kipá en el pelo), soltero y para nada amante del béisbol, o sea una especie de alienígena en el “pequeño pueblo” que es la capital de Massachussets. Cuando todos temen (como siguen temiendo los periodistas en miles de diarios alrededor del mundo) que venga con recortes, se le ocurre tirarle una denuncia sobre un cura abusador al equipo Spotlight, un grupo liderado por el “técnico y jugador” Walter “Robby” Robinson. Justo los que parecían tener todos los números comprados para ser recortados: ¿quién tendría cuatro personas para investigar full time con plazos de un año para publicación? Si Baron entra a los libros de historia, será por esos dos gestos: abrirse a una idea que a ninguno de los locales se le ocurrió antes (“hacía falta un outsider”, dirá el abogado Mitchell Garabedian) y apostar a la calidad y la inversión en tiempos de información fácil, apoyando a los investigadores junto al editor Ben Bradlee, Jr. Así, Robinson (un tipo respetado en “la comunidad”) lidera al peculiar team integrado por el indómito Mike Rezendes (el paradigma del “periodista heroico”, el que todavía se indigna por las cosas), la activa Sasha Pfeiffer y el cansino Matt Carroll en una búsqueda que empieza a abrirse más y más, hasta que “pimponeando” ideas con Baron se dan cuenta de que no es un cura o dos, “manzanas podridas” de las que el arzobispo tendría algún conocimiento, sino de que es “el sistema”: un entramado en la Iglesia, gestado desde altas jerarquías, para encubrir abusos de menores, trasladando y “rehabilitando” a esas “manzanas podridas”. El resto es historia, y salió en la primera plana del Globe (“El periodismo es la primera versión de la historia”, reza el apotegma de Bill Kovach, a fin de cuentas). Bajo las cúpulas La puesta visual de Tom McCarthy y el director de fotografía Masanobu Takayanagi es es austera pero de gran eficiencia: un poco de cámara en mano, lo suficientemente sutil como para que el espectador se olvide de ella y se meta como un participante más, los filtros para darle un look vintage a la imagen, casi de Polaroid, como para recordarnos que esto pasó hace unos años, tal como muestra la cuidada reconstrucción de época (15 años es un plazo donde alguno se puede confiar en la memoria; y en lo que hace a computadoras en un escritorio, un año es una eternidad de diferencia). Como decíamos, todo está ajustado al manual, para dar aspecto de que “esto pasó” y “pasó hace unos años”. Pero la grandeza está en los detalles: en los grandes encuadres, donde las cúpulas eclesiásticas se elevan por sobre los pórticos de los entrevistados, o en los planos más cortos, donde un crucifijo asoma en el cuello de una víctima. Todo refuerza un clima opresivo, como si uno no pudiese transitar por esa ciudad sin toparse un segundo con la Iglesia Católica. Clima que encuentra su clave sonora en la banda sonora compuesta por Howard Shore, una de las más “presentes” en la acción de los últimos tiempos, y una de las más pianísticas desde el score de Michael Nyman para “La lección de piano”. Luces y sombras Nada sería posible de todos modos sin los intérpretes adecuados, un ensamble que funciona sin aplastar las individualidades. Lo de Mark Ruffalo es sorprendente como siempre: su gestualidad es rica en matices, y su Rezendes tiene dimensiones épicas. Del otro lado, Michael Keaton transmite todas las dudas y culpas de Robinson, sus palabras no pronunciadas. Y Liev Schreiber asombra al salirse del villano detestable que la industria suele pedirle para entrar en un personaje medido pero con sus propias dimensiones. John Slattery demuestra que es un buen actor (ya pintaba cuando apareció en la serie de culto “Ed”) con su Bradlee, otro que parece tener la careta de villano en algún momento. Rachel McAdams vuelve a ponerse en la piel de una periodista tan inquisitiva como empática, heredando su rol de “Los secretos del poder”. Y Brian d'Arcy James aporta lo suyo para el preocupado Carroll, “el hombre común” dentro del equipo. Por supuesto, a Stanley Tucci le alcanzan unos minutos en pantalla con sus reconocidas dotes para darle multidimensionalidad a Garabedian. Hay muchos secundarios muy logrados, en manos de Jamey Sheridan, Billy Crudup y Paul Guilfoyle. Los profesores de periodismo tendrán ahora una nueva cinta para intentar motivar a los alumnos, como se quejó Leonardo Haberkorn en un artículo reciente. Quizás alguno pueda entrar en la mística de aquellos tiempos en que alguien podía esperar la salida de un diario como si fuese una bolsa de bizcochos recién horneados, con la esperanza de encontrar en la primera plana una ventana a los entresijos de la historia.