Una estilización de la soledad Como guionista de “¿Quieres ser John Malkovich?” y “El ladrón de orquídeas”, Charlie Kaufman desafió las estructuras narrativas del cine comercial, aunque vivió su mayor gloria con “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, donde pone un pie en cada lado del puente, entre la comedia romántica y la salida por izquierda a nivel fantasía y estructura (un fenómeno único en cuanto a citas en redes sociales, seguido por, en el mismo ámbito, “(500) días con ella”, tal vez). A partir de una propuesta del compositor Carter Burwell, Kaufman escribió la primera versión de “Anomalisa” para el teatro, disociando lo visual de lo sonoro, y con un dispositivo particular: David Thewlis interpretando al protagonista, Michael Stone; Jennifer Jason Leigh como Lisa Hesselman, la musa romántica del relato; y Tom Noonan como todos los otros personajes. Firmó como Francis Fregoli, un chiste con el Síndrome de Frégoli (un desorden en el que uno cree ver a la misma persona en varias, o a una convertida en otra): ya eso nos dice mucho de lo que va la cosa. La idea de adaptarla al cine bajo una forma de animación (en este caso el stop motion), viene a llevar al plano visual lo mismo que se trabaja en el plano vocal: mientras que la pareja central (¿y alguien más? A aguzar el ojo, amigo lector) tiene rostros únicos y elaborados (incluso basados en la fisonomía de personas reales), con gran verismo de gestos y facciones, los demás personajes tienen el mismo rostro (y la misma voz) e incluso se les nota su carácter artificial. De esta manera, Kaufman y el codirector Duke Johnson (especialista en la técnica) nos meten de lleno en la psicología del protagonista, con una historia pequeña que aborda los temas preferidos del autor: la soledad, el desencuentro amoroso, la desilusión, las dudas sobre la propia identidad. Encuentro crucial Michael es un inglés que vive en Los Ángeles, y es una especie de gurú de la atención al cliente: ha escrito sobre ese tema, y para disertar sobre eso es que vuela a Cincinnati, releyendo la carta de una antigua amante, de hace diez años. Sale de la lluvia para alojarse en el hotel Fregoli (vuelve el guiño), a medio camino entre un “no lugar” a lo Marc Augé y un espacio opresivo en el estilo de “El resplandor”. Allí transcurrirá la mayor parte de la acción, al principio morosamente, hasta que nos aplastemos con Michael. Todo a lo largo de una noche, donde lo más interesante parece ser el encuentro con Bella, la chica de hace diez años, en medio de acciones aparentemente rutinarias. Un arrebato psicológico lo lleva a salir de la habitación y allí conoce a Lisa y Emily, dos encargadas de atención al cliente que viajaron desde Akron, Ohio, para escucharlo al otro día. La compañía le viene bien, pero rápidamente se da cuenta de que Lisa es especial, con su propia voz y su rostro (que tiene también una particularidad dentro de la ficción, del mundo diegético, dirían los maestros de la crítica). Lisa es insegura y tiene motivos, también se considera un poco tonta (y tal vez lo sea, sería cuestión de conocerla más). Pero como veremos, nada parece alcanzar para Michael, que se verá atrapado nuevamente en la espiral de la decepción. El final, que no contaremos, aporta circularidad hacia el principio, alguna visión por fuera de la subjetividad del protagonista y un clímax de desolación. Porque como decíamos, de eso se trata: ¿Hay alguien especial en el mundo para cada uno? ¿A dónde escapar cuando todo el mundo nos parece igual, o nadie, o un puñado de extras de las series de marionetas de los ‘60? Humanidad El trabajo visual es muy logrado, construyendo un verosímil particular, aunque jugando en las fronteras de la irrealidad: veremos a las marionetas hacer todo lo que hacen las personas (sí, eso también), con una animación fluida (que aumenta esa tensión) y una muy buena construcción escenográfica: si vemos los decorados solos no notaríamos la diferencia con lugares reales. Lo mismo pasa con la gama de expresiones que ofrecen los protagonistas, especialmente Michael: al poco rato no podremos de dejar de verlo como una persona, aunque el artificio esté allí, casi como una declaración brechtiana. Por lo demás, Thewlis (el Remus Lupin de Harry Potter, para las masas), encuentra el tono ideal del hastío, y junto a Leigh construyen con parsimonia los pequeños diálogos, cargados de humanidad, en los que Kaufman se luce (cuando ella canta, por ejemplo). Noonan aporta el resto, sin esforzarse por diferenciar a los personajes (el efecto buscado es el contrario) y aportando cierta irritación en el espectador hacia muchos de ellos (lo mismo que pasa con los rostros). En síntesis, Kaufman y Johnson han logrado poner en pantalla una imagen estilizada de la soledad y el desamparo. Porque nunca se está tan solo como cuando se está rodeado de gente, y más cuando esa gente debería representar algo para nosotros.
Juventud, divino tesoro En estas páginas hicimos alguna vez una afirmación que se mantiene: es dentro del campo de la llamada “literatura juvenil” que la ciencia ficción se revitaliza, de manera distópica (como corresponde a su variante tardía) pero no por ello menos aventurera y hasta romántica (como lo exige la dinámica juvenil), lo que en alguna manera remonta a viejos tiempos de la sci-fi; al mismo tiempo, quizás esté entre las mas “adultas” de estas sagas. Porque nada más aventurero que unos jovencitos luchando contra sistemas que se vuelven opresivos. Pero avancemos. Rick Yancey unió en su novela “La quinta ola” (la primera de una trilogía cuya conclusión sale este año) varios tópicos conocidos: la heroína adolescente que evoluciona en guerrera mientras que se debate en un trío (¿o cuarteto?) amoroso, al estilo de “Los Juegos del Hambre” o “Divergente”; la Tierra despoblada y sin tecnología (entre “The Walking Dead”, “Soy leyenda” o “La carretera”); el grupo de adolescentes y niños que tiene que sobrevivir en un ambiente hostil y conspirativo (a lo “The Maze Runner”). Y fundamentalmente uno de los elementos más queridos para la vieja ciencia ficción: la invasión alienígena, implacable y vista de lejos. Si en “El Eternauta” se los llamaba simplemente Ellos, acá son los Otros (siempre que hay algo desconocido son Otros, como bien saben los fans de “Game of Thrones”). Y como en la historia de Oesterheld, la invasión arranca exterior, impersonal. En este caso la nave llegó un día, paralizó la Tierra con un pulso electromagnético (derribando los aviones y esas cosas), después asoló las costas con tsunamis y luego una enfermedad transmitida por las aves. Esas fueron las tres primeras olas de invasión. Hasta ahí “todo bien”, pero parece que los Otros están infiltrados entre nosotros. Madurar rápido Susannah Grant, el veterano Akiva Goldsman (ganador del Oscar por “Una mente brillante”) y Jeff Pinkner arremeten un buen trabajo en la adaptación del texto, manteniendo los dos personajes que llevan la acción: Cassiopeia “Cassie” Sullivan, una joven que tiene que atravesar territorio hostil hasta llegar a una base de la Fuerza Aérea donde está su hermanito Sam; y Ben “Zombie” Parish, un muchacho que perdió todo, puesto al frente de un pelotón de adolescentes y niños, que incluye a Sam. La historia terminará reuniéndolos, mientras que por su cuenta cada uno descubrirá parte de la verdad oculta en el conflicto: Cassie junto a Evan Walker, un muchacho granjero que oculta un secreto (que él mismo descubrió recientemente), y Ben gracias al desparpajo de Ringer, una especie de Lisbeth Salander adolescente, más buena tirando que haciendo amigos. Sobre eso, “J” Blakeson lleva la acción por los diferentes senderos, evita alguna cursilería que podría pasar en el medio y se centra en la crudeza de la historia de Cassie (la escena que abre la cinta, por ejemplo), introduce a Ben y su grupo oportunamente y va subiendo hasta la revelación y la convergencia final, que dejará la puerta abierta para los conflictos de la segunda parte, “El mar infinito”: los habrá contra los Otros (a los cuales se les pudo poner un rostro), y también entre los héroes. Hay un uso moderado de efectos digitales para las catástrofes, pero es fundamentalmente una película de espacios abiertos, de bosques y vías muertas, de autopistas con autos abandonados; con esa contradicción entre lo soleado y lo apocalíptico (aunque hay escenas nocturnas, como el bautismo de fuego del pelotón 53). Poné a los pibes En cuanto a los intérpretes, la elección es bastante acertada. Sabemos que en esta estructura lo central está en los jovencitos, mientras que los adultos deben resignarse a ser secundarios o villanos. Chloë Grace Moretz demostró en “La invención de Hugo Cabret” que podía dar mucho actoralmente, y desde entonces sigue creciendo, y desarrollando una belleza peculiar, algo aniñada. El contrapunto de esto sería la también ascendente Maika Monroe como Ringer: esta vez no le toca ser la chica linda en problemas, como en “El invitado” y “Te sigue”, sino una dura y pálida guerrera, y cumple muy bien. Del lado de los muchachitos, Alex Roe como Evan se ve atrapado en el rol del muchacho al que le bastan unos ojos tristes y un rato de torso desnudo para que la chica lo mire, mientras que Nick Robinson está mucho más intenso: su personaje fue un chico popular que sobrevivió a la enfermedad y lo perdió todo, y se le nota. Liev Schreiber casi no ha hecho un personaje querible en su vida, y su coronel Vosch no va a menos: su perfil va en la onda del de Aidan Gillen en “Maze Runner: Prueba de fuego”. De los otros adultos, Ron Livingston y Maggie Siff cumplen como los padres de Cassie, y Maria Bello tiene una pequeña aparición como la sergento Reznik. De los más niñajos, se destacan Zackary Arthur como el pequeño Sam, Talitha Bateman como Teacup (avispada a los siete años) y Tony Revolori como el simpático Dumbo. Curiosidad musical, el tema de créditos es “Alive”, la canción que Sia compuso con Adele para su disco “25”, que la última rechazó grabar al igual que Rihanna, y que Sia incluyó para su flamante “This Is Acting” (que seguro se verá reforzado gracias a la película). Por ahora hay un poco de tregua y tiempo para pensar. Pero todas las puertas están abiertas para el contraataque.
Profetas del Armagedón Finalmente tenía que pasar. Desde que explotó la burbuja de las subprimes en 2007, el cine empezó a interesarse en mostrar lo malo del sistema financiero. Pero encaró por el lado de bandidos solitarios, como el Jordan Belfort de “El lobo de Wall Street”, o Bernard Madoff (que en la vida real fue un chivo expiatorio de ese mundo en plena crisis) que podríamos leer en “Blue Jasmine”. Pero nadie se había metido con la cuestión estructural, al menos desde la ficción: el didáctico documental “Inside Job”, dirigido por Charles Ferguson, se encargó de enseñar cómo había sido posible una estafa esquizofrénica y global. “La gran apuesta” es toda una apuesta en sí misma, porque se juega a contar en un relato de ficción de qué se trató (y de qué se puede volver a tratar, desgraciadamente) un sistema disparatado que repartió dividendos entre millonarios y terminó repartiendo pobreza en sectores populares. Y contar significa explicar, desde que en 1970 un tal Lewis Ranieri inventó los bonos de hipotecas. Sobre el libro de Michael Lewis (también autor detrás de “El juego de la fortuna”, que fuera protagonizada por Brad Pitt), Adam McKay recurre a una panoplia de recursos narrativos y didácticos para recorrer la historia de varios outsiders de las finanzas que descubrieron lo que estaba a punto de pasar, y al mismo tiempo explicar los términos y las siglas, porque de entrada nos dicen que en ese mundo se habla difícil para jodernos. El hilo conductor lo lleva Jared Vennett (basado en un tipo real llamado Greg Lippmann), un empleado del Deutsche Bank que está en medio de la cuestión. Él mete diálogos a cámara (a lo “House of Cards”) y voces en off sarcásticas para cortar la acción (al estilo de la saga de “Zeitgeist” de Peter Joseph) para dar entrada a alguna celebridades que explican con ejemplos llanos cada una de las picardías del sistema, cuya base partió de empezar a sumar hipotecas incobrables disimuladas en paquetes más grandes: dar certeza financiera sobre la base de situaciones habitacionales propias del Don Ramón de “El Chavo del 8”. Detrás de la fachada En 2005, Michael Burry (un médico antisocial y desaliñado que maneja un fondo de inversión) se da cuenta mediante un estudio sistemático que el mercado inmobiliario es inestable, y realiza la primera operación contra el sistema: si todo va bien pierde dinero, pero sabe que a dos años si se desploma todo se llevará mucho más. Ahí, Vennett entra en acción, se da cuenta de que es cierto y convence a Mark Baum (el original se llama Steve Eisman), director de otro fondo (con sus propios problemas con el mundo), que realiza su propia investigación en el terreno y confirma la teoría. También entran en el juego Charlie Geller y Finn Wittrock (en realidad se llamaban Charlie Ledley y Jamie Mai), dos jóvenes inversionistas que se enteran de las ideas de Vennett y entran a hacer lo mismo, apoyados por un financista retirado, Ben Rickert (basado en Ben Hockett, asqueado de ese universo). McKay logra convertir una cuestión de números y papeles en una épica de locura, adrenalina, decepción y crítica social. Y todo esto, mostrando en ficción y metraje documental el clima de época: los consumos culturales (la música, sobre todo) y tecnológicos y la nube en la que vivían los desprevenidos, asociado con la bacanal de los financistas: casi como el último baile en “El arca rusa”, danzando sobre la bomba a punto de explotar. La yuxtaposición de la situación de ricos y de pobres en oportunos ejercicios de montaje sirve para meter a la gente real: el que alquila una casa impaga, la stripper que no entiende lo que está refinanciando, los que se quedan sin casa por una timba de los de arriba. Quizás esa toma de posición sea, junto al desafío narrativo, lo más interesante de esta cinta. Visionarios Las tres actuaciones centrales, cada uno destacada a su manera, son las de Christian Bale, Steve Carell y Ryan Gosling. El primero como Burry, entre el Asperger y el thrash metal, en el otro extremo de su actuación en “El lobo de Wall Street”. El segundo como Baum, el más humano de todos, el que ve la maldad sistémica, en una actuación reveladora, muy diferente a la que desplegó un año atrás en Foxcatcher. Y el tercero como el taimado Vennett, el conspirador que busca su propio beneficio. Los secundan prolijas actuaciones de John Magaro (Geller), Finn Wittrock (Shipley) y Brad Pitt como Rickert; como productor de la cinta, el rubio se elige uno de esos roles secundarios que lo atraen; en este caso, el más “contrera” de todos, el que mejor entiende el impacto de las decisiones de arriba. Junto a ellos, se luce el trío de Hamish Linklater (Porter Collins), Rafe Spall (Danny Moses) y Jeremy Strong (Vinny Daniel), el equipo de Baum, tan peculiares como su jefe. Los papeles femeninos están en las manos de dos reivindicadas en los últimos tiempos: Marisa Tomei (como Cynthia, la esposa de Baum) y Melissa Leo (Georgia Hale, una analista de la calificadora Standard & Poor’s). La actriz Margot Robbie, la actriz y cantante Selena Gómez, el economista Richard Thaler y el chef televisivo Anthony Bourdain son las celebridades que aportan que se suman a la “docencia”, con momentos logrados. Valga entonces esa pedagogía como contribución para el futuro, a fin de evitar tropezar con las mismas piedras.
Naturaleza indómita En 2000, Nathaniel Philbrick se metió en camisa de once varas al realizar en formato nonfiction la reconstrucción de un mito de la marinería: el hundimiento del ballenero Essex tras un par de encuentros con un cachalote bastante feroz. Decimos que el desafío no era menor, porque uno de sus dos insumos principales, la crónica del primer oficial Owen Chase, inspiró nada menos que a Herman Melville y su célebre “Moby-Dick”, “una epopeya homérica” según Nathaniel Hawthorne, un referente para el autor. Casi un siglo después se encontró un manuscrito del grumete del Essex, Thomas Nickerson, que se convirtió en la segunda fuente para Philbrick. En ese cruce de personajes se encabalga la cinta de Ron Howard: Melville va al encuentro de un veterano Nickerson en busca de una inspiración para su novela. Con dinero y espíritu confesional, este Melville ficcional lo convence y abre un relato que se estructura en flashback, con oportunos regresos al presente de la narración (en términos precisamente narrativos: qué se muestra, qué se rememora); algo que recuerda por momentos a la estructura (salvando las diferencias obvias) de “Una historia extraordinaria”, de Ang Lee. El vengador Los ejes de la historia están puestos en algunas contraposiciones. La más obvia se la que se da entre el aristocrático capitán George Pollard Jr. y el “campesino” Chase: marino de cuna versus lobo de mar. Pero la principal termina siendo la refriega entre el hombre, pretendido como “rey terrenal” del globo, y una naturaleza que no se deja dominar tan fácilmente. Entramos de lleno en el espíritu de una época positivista (evolución de la humanidad, dominio sobre la naturaleza, apropiación de recursos) cuyos coletazos nos colocan en la crisis ecológica que hoy vivimos (ahí clavaría los dientes Naomi Klein, desde “Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima”), y se puede ver en la lucha por el aceite de ballena la virulencia por conseguir otro “oil” más negro y espeso. Así, el cachalote gigante deviene en vengador más que monstruo. Con lo que nos metemos de lleno también en la ola revisionista de los últimos años, en la que el cine coquetea con las lecturas historiográficas de mitos y ficciones clásicas, o relecturas de versiones primigenias de cuentos clásicos. El timonel Sabida es la maestría del colorado Howard para la épica, y acá no se queda corto; utiliza toda la batería visual para abrir las perspectivas (las tomas subacuáticas son claves, al igual que el impacto y el realismo del cetáceo, como así también las vistas urbanas “de época” de Nantucket), combinada con el océano de las Canarias, usada con eficiente fotografía para reconstruir las islas y la vastedad del Pacífico ecuatorial. La mano del director (y de un guión balanceado) permite mantener una tensión dramática pareja en una odisea que ofrece variedad de tonos (conflicto interpersonal, acción, catástrofe, naufragio, cierta crítica social). Navegantes Chris Hemsworth ya demostró, para envidia de muchos, que es buen actor además de fachero: por eso no le cuesta ponerse al hombro a Chase como héroe, con el Pollard de Benjamin Walker como antihéroe rescatable. Es interesante ver a Cillian Murphy como el segundo oficial Matthew Joy, un papel raro en su filmografía, con sus luces y sombras. Entre ellos, un correcto Tom Holland como el joven Nickerson y un vistoso Frank Dillane como Henry Coffin, el primo del capitán. En el otro plano histórico, Brendan Gleeson le pone su rotunda presencia al viejo Nickerson, confrontando al Melville de Ben Whishaw (podría tener un poco más de intensidad), y la personalidad escénica de Michelle Fairley (aunque le toque la única línea cursi del texto) como la señora Nickerson (junto al veterano Donald Sumpter como el empresario Paul Mason, cumplen la regla de que una película en busca de taquilla tiene que tener un par de actores de “Game of Thrones”). Hay un poquito por ahí de Charlotte Riley como Peggy Chase, y una aparición de Jordi Mollà. “¿Qué habremos hecho para que Dios nos castigue de esta manera?”, pregunta Chase en algún momento. La pregunta sigue vigente siglo y medio después, cuando la naturaleza se sigue rebelando.
Odisea para volver a casa ¿Cómo empezar una crítica sobre una de las sagas cinematográficas que han delineado la industria cultural de los últimos 40 años? Porque el cóctel preparado por George Lucas (un combinado de space opera, la rama de la ciencia ficción más cercana a la fantasía épica y sus caballeros y princesas, con historias de piratas y de samuráis; todo bañado con una pátina de sincretismos religiosos que hizo las delicias de teóricos como Slavoj Žižek) revolucionó la industria del entretenimiento, desde la potencia visual de sus efectos especiales a la aparición del merchandising. ¿Cómo poder hablar sin spoilear nada a quien todavía no la vio? La expectativa es muy grande, tanto como el desafío afrontado por J.J. Abrams, nuevo timonel de la franquicia, que contó con el apoyo en el guión de Lawrence Kasdan, coautor de “El Imperio contraataca” y “El regreso del Jedi”. No sólo por ser una nueva cinta de la saga, sino porque se mete de lleno en la continuidad de aquella trilogía que se conoció primero, a pesar de ser los episodios IV a VI. Si la trilogía de precuelas (allí empezó a usarse la palabra) nos metía en los tiempos idealizados de la Vieja República y su declive, ahora nos enfrentamos con la pregunta: ¿qué pasó con los héroes de la infancia y adolescencia de dos o tres generaciones? La clave del misterio Como en las dos trilogías anteriores, la nueva empieza en un planeta desértico, en este caso Jakku. Ya los textos iniciales (sí, los renglones amarillos que fugan al infinito, mientras suena la marcha compuesta por John Williams: uno sabe hasta cómo baja la cámara, pero eso no quita la emoción) cuentan que 30 años después de la caída del Imperio, la galaxia tiene una nueva república, débil, desafiada por la Primera Orden, una fuerza salida de las cenizas imperiales. Luke Skywalker ha desaparecido luego de un incidente con uno de sus aprendices mientras trataba de formar a una nueva generación de Jedis (algo que iremos conociendo más adelante), y la ahora general Leia Organa envía a su mejor piloto, Poe Dameron, a conseguir información. Como antaño, la información queda en el interior de un droid simpático, BB-8 (de gracioso diseño), que termina a cargo de dos personajes de lo más exóticos: un Stormtrooper desertor (ya no son clones de Jango Fett) y una chatarrera del desierto, bonita y flaca, con mucho potencial. Del otro lado está una especie de aprendiz de Sith, Kylo Ren, portador de una máscara temible y un peculiar lightsaber (se pudo ver en el tráiler) con el que se desfoga demasiado seguido. Y hasta acá contamos: los fans no nos permitirían mucho más. Pero sí: los adelantos ya mostraron que los tres protagonistas de antaño vuelven a vestir sus mantos. Universo familiar Abrams (que ya reactivó la franquicia de “Star Trek” poniéndole cierta estética propia de “Star Wars”, mal que le pese a los trekkies) sabe que es muy difícil sorprender desde el punto de vista de la imaginería visual, algo que la propia saga ayudó mucho a desarrollar para la historia del cine, de la mano de la compañía Industrial Light & Magic de Lucas. La apuesta entonces es por una fidelidad estética y narrativa a lo ya conocido y querido. Que la historia pueda avanzar, pero que al mismo tiempo haya tópicos familiares: un desierto en los confines del universo (una referencia bíblica, para los académicos), tensión sexual, maestros y discípulos, y lazos familiares. Y droids, X-Wings, Tie Fighters, cruceros imperiales, lightsabers sacándose chispas, tabernas multirraciales, y mucho más que no desarrollaremos en estas páginas por relacionarse con la historia. Lo que no se puede dejar de nombrar es la omnipresencia de la música de John Williams, que agrega nuevos motivos y variaciones a una de las partituras más célebres de la historia del cine. Mitos y revelaciones La sola aparición de Harrison Ford, el antihéroe por antonomasia de una era, en la piel de Han Solo, escoltado por el sempiterno Chewbacca (adentro está el original Peter Mayhew en varias escenas), es tan impactante como ver a la Millennium Falcon remontar los cielos; y tan fuerte como la ternura que despierta la Leia de Carrie Fisher, ya una señora, secundada por un todavía denso C-3PO (Anthony Daniels vuelve a ponerse bajo el latón dorado). Mark Hamill... bueno, puede empezar a cerrar un círculo. Pero el hallazgo sin duda es Daisy Ridley, la encargada de ponerle el cuerpo a la chatarrera Rey: acento británico, estampa algo desastrada y pasta de heroína épica: algo que tendrá que derrochar en próximas entregas. La secundan John Boyega como el redimido Finn, temeroso pero abierto a nuevas emociones; y Adam Driver como Kylo Ren, mucho más hábil en el control de la Fuerza que de su espíritu, bastante dividido. El rol de Oscar Isaac como Dameron es como haberle dado más metraje al histórico Biggs, pero acompaña bien. El director se da el lujo también de tener un gran elenco bajo las máscaras o el motion capture: Lupita Nyong’o como la veterana Maz Kanata, Andy Serkis (el actor más digitalizado del cine) como el Líder Supremo Snoke, Gwendoline Christie como la capitana Phasma y Simon Pegg como el traficante Unkar Plutt. Algunos podrán repetir y mostrar más, pero ya se han dado un gusto, seguramente. Como lo hace Max von Sydow en su pequeña aparición como el informante Lor San Tekka, más por ser parte del mito; del otro lado, un ascendente Domhnall Gleeson sabe que tendrá revancha con su general Hux. La Fuerza se ha levantado nuevamente, del Lado Oscuro pero también del luminoso. Los que conserven la capacidad de asombro de una niñez en tiempos más inocentes, se sentirán de vuelta en casa. Aunque sea en una galaxia muy lejana.
La indiscreción europea de Angelina Angelina Jolie Pitt (ahora usa su nombre de casada; en rigor de verdad, su apellido de soltera es Voight) venía del drama bélico en sus dos primerias cintas de ficción, y para esta tercera producción viró para otro lado. En “Frente al mar”, Jolie apuntó al drama europeo y psicológico, con una estética bien definida que se remonta a los tiempos de la Nouvelle Vague. Y ése es el fuerte del filme: la actriz devenida en directora tuvo muy en claro el repertorio de recursos visuales y temáticos que quiso plasmar. En el arranque no podemos dejar de pensar un poco en “Antes de la medianoche”, la tercera entrega de la saga generacional de la tríada Linklater-Hawke-Delpy: una pareja (él es escritor) llegando a un lugar paradisíaco de acantilados y mar con escalinatas de piedra y terrazas al aire libre, con sus problemas relacionales a cuestas. Pero acá no estamos en Grecia sino en Francia (en realidad se rodó en Malta), en algún punto entre los ‘60 y los ‘70 donde la protagonista (la misma realizadora) puede andar de sombrero con pañuelo y gafas Yves Saint Laurent tamaño Victoria Ocampo, pero la “chica joven” ya se decanta por los hot pants con botas de caña alta. Para más clasicismo europeo, la fotografía es luminosa (y natural, obra de Christian Berger, lugarteniente de Michael Haneke) y la cámara trabaja en planos amplios, que abarcan el paisaje y los interiores junto a la figura humana (contra los planos cortos y granulados, tan de moda aujourd’hui), quizás algún tímido travelling. Lo más osado es algún contraplano rápido y algunos flashes aquí y allá. Por supuesto, se fuma mucho (no tanto como en “Sin aliento” de Godard), se bebe más y se tiene sexo con Simenon de fondo en la televisión (la música de Serge Gainsbourg suena aquí y allá, en su voz o en la de otros intérpretes). La languidez de Jolie (con los ojos más grandes que nunca) se contrapone a la frescura de Mélanie Laurent. Y se espía: lo que nos lleva al relato propiamente dicho. Susurros y silencios Roland y Vanessa forman una pareja neoyorquina que llega al lugar de marras en busca de inspiración para él, con la medicada depresión de ella, ex bailarina. Vanessa se arrastra de la cama al balcón y él sale a buscar ideas y alcohol, de la mano de un veterano barman. Más o menos siguen así hasta que la habitación de al lado es ocupada por unos recién casados, François y Lea, que despiertan la curiosidad de los estadounidenses, que se relacionarán con ellos desde el voyeurismo y la frecuentación. A partir de ahí veremos desplegarse el trauma que aqueja a la primera pareja, “aquello de lo que no se habla”; algo que no contaremos aquí pero que se sospecha durante un buen rato del metraje. Y decimos “buen rato” porque “Frente al mar” dura 132 minutos de un desarrollo algo moroso. Y por ese lado tiene su principal falencia la película. Jolie se esfuerza por sumar el universo de significaciones que referimos más arriba, una trama que se despliega en pequeños gestos y acciones repetitivas, y una búsqueda por explorar la psicología de los personajes, con éxito en algunos pasajes. Pero se podría haber apuntado a un poco más de síntesis y ritmo, en el guión o en el corte final. Minimalismo actoral A alguno le parecerá raro que Pitt y Jolie interpreten a una pareja en crisis y falta de sexo: “Si estos se aburren de tener sexo, ¿qué nos queda a nosotros?”, dijo alguna vez Tina Fey cuando Brad se separó de Jennifer Aniston; y vale ahora para esta nueva unión; que nació justamente hace diez años con el rodaje de “Sr. y Sra. Smith” (desde entonces no trabajaban juntos). Mucha agua ha pasado bajo el puente, y ambos se han probado como artistas maduros e intérpretes solventes. Así, la ira contenida y la tristeza de él asoman en los ojos ojerosos, y la depresión de ella se plasma en poses pétreas: la procesión va por dentro, y la inercia glacial es la forma exterior que toma ese mal existencial. Mélanie Laurent (la misma de “El concierto”, lanzada al gran mundo por Quentin Tarantino en “Bastardos sin gloria”) es la contrafigura de Angelina: su belleza es propia del cine francés (delgada, poco busto, mucha sonrisa), y le pone condimento a la cosa. Un poco menos de gracia tiene Melvil Poupaud como François, en su aporte al juego de interacciones. Y como aporte externo está el de Niels Arestrup como Michel, el que le sirve los tragos a Roland: un interesante despliegue para un personaje muy secundario. En síntesis: una interesante excursión expresiva de Jolie, que se dio el gusto de meterse en el mundo del cine que miraba su mamá, según dijo por ahí. Si tiene el olfato justo para esquivar los bemoles que conlleva el cine de autor, quizás tenga mucho para dar en esta nueva faceta creativa.
Paladines del conurbano Esa frase del Faisán, uno de los integrantes de la banda del Nafta Súper, quizás marque una de las claves de “Kryptonita”, la película de Nicanor Loreti basada en la novela de Leonardo Oyola, de gran repercusión en varios ámbitos. Ese juego entre el realismo más crudo y la irrealidad de la premisa fundante está en varios niveles. Pero, ¿cuál es esa premisa? Alguna vez Oyola empezó a jugar con la idea de qué hubiera pasado si Kal-El, el Último Hijo de Krypton, hubiese caído en el Conurbano bonaerense en vez de la tranquila granja de los Kent en Smallville (en el universo de DC Comics, esos ejercicios ucrónicos llevan por nombre elsewords). Así, se genera un juego de transposiciones entre la dureza de la narración y sus circunstancias, y el aspecto “divertido” y nerd de reconocer a personajes conocidos detrás de esos lúmpenes perseguidos por la Bonaerense. Aunque de comedia en sí no haya nada. Noche crucial La historia arranca en el Hospital General de Agudos Doctor Diego Paroissien de Isidro Casanova, la locación central en la narración. Vemos a un médico demacrado, pasado de pastillas estimulantes, que cubre guardias ajenas por unos pesos. Junto a él está Nilda, una enfermera trigueña, que lo acompaña en su calvario de que se le mueran chicos “tirados” por la policía. Algo dice el diario de un robo, y la televisión, de la misteriosa donación a un comedor. Ésas son notas discordantes en un cuadro inicial que podría ser el de una película de Pablo Trapero, que seguramente pondría el eje en el médico como ser superior en ese mundo (así como en “Elefante blanco” el curita y la asistente social eran la fuerza motriz entre el rebaño de villeros). Pero la cosa cambia cuando irrumpe la banda del Nafta Súper: allí toman el control los invisibilizados, casi como salidos del imaginario que Israel Adrián Caetano y Juan Bautista Stagnaro desplegaron a finales de los ‘90. Y lo toman literalmente, cuando la banda invade el hospital para que le salven la vida a su líder (hasta la salida del sol, guiño), el Nafta Súper (supuestamente por su gusto piromaníaco), “el Pinino” para sus amigos, el que se viste de azul y rojo y tiene una S grabada en el pecho. Todos lo creían invulnerable, pero fue finalmente herido por “el Pelado” (el Lex Luthor de este mundo) con una botella de las verdes (ate cabos con el título, amigo lector). Allí están sus amigos: “el Ráfaga” (un Flash de pelo con rayo y buzo rojo y amarillo), que toma el control de la situación, pura violencia contenida; “el Faisán” (camiseta verde de Laferrere y anillo, a lo Linterna Verde), pasado de rosca por la tensión; Lady Di, una travesti que en el fondo ama al Pinino (con tiara, top, minishorts y bucaneras, no cuesta reconocer a la Mujer Maravilla). Junto a ellos, los más silenciosos: “la Piba”, “la Cuñataí Güirá” (una Hawkgirl paraguaya de camperita emplumada; su nombre significa literalmente “mujer pájaro”) y Juan Raro, el que sabe contar, calcular y predecir (el Martian Manhunter del equipo). No contaremos mucho más sobre el devenir de la historia (allí se irán desplegando vivencias y biografías, paralelamente al crescendo narrativo), pero debemos decir que la Bonaerense rodea el hospital. Lo contamos para introducir a tres personajes más: Corona, el negociador policial, un Guasón traicionero pero con chapa; “el Federico”, el que anda de negro y solo pero toma las riendas del grupo (un Batman de la Federal); y “el Cabeza de Tortuga”, el enemigo físico del Nafta Súper: un policía fuerte y blindado (vendría a ser el Doomsday en la cuestión). Quizás el único problema narrativo esté en cierto apuro en la salida hacia el final, en una cinta que dura apenas 80 minutos. Aunque quizás funcione casi como un artificio teatral: hay algo de puesta escénica en los momentos de encierro. Realismo sobrenatural La tensión que mencionamos al principio está también en la puesta visual, entre la crudeza realista de las imágenes (con una destacada fotografía que resalta las imperfecciones y el desgaste de los rostros), los flashbacks virados al cómic al estilo de la saga “Sin City” (de Robert Rodríguez, Quentin Tarantino y el dibujante original Frank Miller), donde más se muestra la sobrenaturalidad, y algunos efectos especiales clase B en el presente de la acción, que dejan entrever los poderes especiales que se esconden en la pandilla perseguida. Loreti deja translucir que ha prestado atención a las sagas de Batman de Tim Burton (el hospital visto desde afuera como un lugar algo gótico) y Christopher Nolan (cuando entran los policías). También hay referencias a otros discursos de la industria cultural: “Juan Raro” es la traducción de “Odd John”, la novela de Olaf Stapledon; la Piba manejando la escopeta a lo Sarah Connor en “Terminator 2”, o el Federico entrando en moto en asedio policial, al estilo T-1000; la referencia a MacGyver en la intención del Federico de no usar armas de fuego; y algunas que se puedan pescar por ahí. Ningunos héroes En el lado de las actuaciones, hay que decir que a Juan Palomino le toca interpretar al personaje central, pero más allá de algunos momentos, son los otros los que alcanzan las cotas interpretativas más altas. Empezando por Diego Velázquez como el “Tordo”: alguien arrasado por la vida, que una noche recibe la oportunidad de cambiar su destino; por un potente Diego Cremonesi como Ráfaga, temible en su gesto rígido bajo la capucha; por un expresivo Nico Vázquez como Faisán, con momentos de tensión y distensión algo humorística; y Lautaro Delgado como una entrañable Lady Di, frágil e intensa. Y con pocos minutos en pantalla, Diego Capusotto logra que queramos verlo como Guasón en una verdadera película de Batman. Pablo Rago es correcto como el Federico: una voz firme en la locura. A Carca le alcanza con su estatura, su melena y patillas para dar vida al parco Juan Raro; Sofía Palomino le pone actitud a su paraguayita picante; y Susana Varela muestra ductilidad en la paleta expresiva y física de Nilda. El resto del elenco acompaña y para los fans hay cameos de Sebastián de Caro y Gabriel Schultz. Los originales son éstos, dicen ellos: que Siegel, Schuster y Kane pataleen desde el más allá.
El moderno Prometeo Cuenta la leyenda que todo empezó en el verano de 1816 en la Villa Diodati, en Cologny, Suiza, cerca del Lago de Ginebra. El escritor George Gordon Byron, sexto barón de Byron, tenía como invitado a otra de las grandes plumas británicas, el poeta Percy Bysshe Shelley. Los invitados eran varios; el primero estaba con su médico personal, John William Polidori, y el segundo con su futura esposa, la por entonces Mary Wollstonecraft Godwin. Allá por el 16 o 17 de junio la lectura de historias de terror generó un concurso literario donde no primaron las firmas de los dos celebrados literatos: el doctor y la querida dieron la nota, el uno con “El vampiro” (el primer relato del género) y la otra con “Frankenstein o el moderno Prometeo”, que ya desde su título hablaba de un desafío del hombre a los senderos divinos por medio de la ciencia. Un dilema que atravesó la ciencia ficción, de los robots de Asimov a la Rei Ayanami de “Evangelion”. No es casual: estábamos en tiempos del Romanticismo, crítico de la Modernidad, y en los albores de lo que después sería la cultura gótica. Decimos la leyenda porque no hay lánguido retrato de la chica que nos saque de la mente la estampa bella e inquietante de Elsa Lanchester como Mary Shelley en “La novia de Frankenstein” de 1935 (ella también le puso rostro a La Novia). Lo cierto es que aquella saga cinematográfica encabezada por el temible Boris Karloff (Karloff a secas en sus comienzos) hizo hincapié en la criatura, dándole el aspecto que quedó en el imaginario popular y apropiándose del nombre de su creador: de aquellas películas de James Whale nos queda la imagen de un engominado Colin Clive como el científico, gritando “está vivo... ¡vivo!”. Altos y bajos Ya desde el nombre, “Victor Frankenstein”, la cinta de Paul McGuigan sobre guión de Max Landis, busca volver a centrar la mirada en el creador de homúnculos y no en la criatura. Aunque debería llamarse “Victor & Igor”, desde el momento en que resignifica el lugar del jorobado ayudante. La historia arranca con un jorobadito sin nombre, payaso en un circo ambulante, enamorado de la trapecista, como corresponde: hasta ahí luce un poco a Balada triste de trompeta, de Alex de la Iglesia. Un accidente de Lorelei, que así se llama la chica, reúne al payaso (que oficia de médico ad hoc en la compañía) con un extraño facultativo, que terminará por rescatarlo, tratarlo por sus problemas físicos y darle un nombre: el de un ayudante ausente, Igor Strausmann. Así, el entusiasta y taimado Victor Frankenstein suma las habilidades intuitivas de su nuevo asistente para abordar la creación de homúnculos, al principio a base de animales, hasta que un misterioso financista aparecerá para apoyar las inquietudes del científico, fundadas en traumas de larga data (como corresponde a los buenos traumas). Igor quedará entre la visión positivista de su mentor y los reparos de Lorelei, mientras que la posición extrema la representará el detective Turpin de Scotland Yard, religioso y también traumatizado, que se convierte en una especie de agente Smith de “Matrix” (un adversario delgado, engominado, rebelde de sus superiores y con voz suavecita, que hace causa personal del asunto). No contaremos mucho, pero la historia irá en clímax hacia la creación de la criatura y la solución a esa cuestión. Aunque también hay que reconocer que la resolución termina siendo un poco a trazo grueso, como si se hubiesen gastado ideas y metraje en el planteo y llegaran al final como quien apura un asado. Aquel mundo La puesta visual tiene momentos impactantes, empezando por la reconstrucción de la Londres de segunda mitad del siglo XIX, el mundo donde también se movió Jack el Destripador, aunque la fotografía es luminosa, más cerca de “La invención de Hugo Cabret” que de un gótico neblinoso. Se juega también con elementos suprarealistas, como la imagen a tres niveles (exterior, croquis médico de la época sobre impreso y órgano o hueso por debajo), en un énfasis anatómico que hubiese perturbado a Leonardo y Rembrandt. Y después está la máxima de Peter Jackson, de que con plata todo puede llevarse a la pantalla. La imagen del monstruo seguramente desilusionará a casi todos, tan grabado que lo tenemos a Karloff. Pero a la buena Mary quizás le gustaría: luce como un golem sin emociones, un homúnculo digno de algún rabino de Praga, aunque hijo de la electricidad y los matraces. Quizás sea el mayor mérito de la cinta: meternos por momentos en aquellos dilemas decimonónicos, quizás con algunas inquietudes para estos tiempos en que aquella Modernidad nos pasó por encima (y no sólo en los aspectos científicos). En lo que hace a interpretaciones, Daniel Radcliffe sigue demostrando que es más que Harry Potter (emulando un poco la pluralidad expresiva de su ex compañera Emma Watson). Es destacable su composición física, pensando que nadie deja de ser jorobado de un día para otro, ortopedia mediante (su andar tiene esa tensión entre lo que fue y lo que quiere ser). Del otro lado, James McAvoy la tiene más fácil en un personaje expansivo y vivaracho (al menos en principio); pero basta una mirada de refilón, cuando debe decidir si seguir adelante o detenerse, para que le creamos ese doctor. En los secundarios prima la corrección: Jessica Brown Findlay (salida de “Downton Abbey”) está bien como la bonita y bienintencionada Lorelei; Bronson Webb genera la repulsión necesaria como el millonario Rafferty; Andrew Scott es un contenido Turpin, y a Charles Dance le bastan pocos minutos como el padre de Frankenstein para explotar su estampa alta y temible (la de Lord Tywin Lannister, en “Game of Thrones”).
Una agridulce libertad Finalmente, se acabó lo que se daba, como decían las abuelas. Siguiendo la línea de la franquicia de Harry Potter, hace tiempo que se decidió que “Sinsajo” (“Mockingjay”), el tercer libro de la saga “Distritos” (ahora gracias al salto a la pantalla denominada “Los Juegos del Hambre”; como la primera parte de la trilogía), se iba a dividir en dos películas; contando con el aporte de Suzanne Collins, autora de las novelas, para la adaptación. Como en aquel caso, esto llevó a que la primera parte quede más expositiva y la segunda se meta en la espiral definitiva hacia el clímax de la acción y el esperado final. Y así arranca la película: con Katniss recuperándose del intento de estrangulamiento por parte de Peeta en el final de la cinta anterior, y con el drama que implica verlo con su mente alterada por los esbirros del presidente Snow, un tratamiento capaz de volverlo en contra de quienes lo quieren. Más metáforas de Collins sobre el mundo que conocemos: los mismos que convierten todo en espectáculo (hasta la muerte) para quitarnos la visión de un mundo diferente son capaces de lavarnos el marulo para que hagamos aquello que en condiciones normales jamás haríamos. Batalla final La guerra está bastante avanzada y, en el arranque, ya vemos la batalla por el Distrito 2, cercano al Capitolio, donde apreciamos el cambio producido en Gale, devenido en un guerrero frío y vengativo. Katniss sigue siendo la contraposición de esta visión, hablándole a los leales al Capitolio como hermanos que son en la utilización por parte de los poderosos. Así, la chica sigue siendo emblema de la revolución aun más allá de los deseos del propagandista Plutarch Heavensbee y de la presidente del Distrito 13, Alma Coin. Durante los acontecimientos, a Coin se le irán cayendo varias máscaras, tantas como a Coriolanus Snow: ni ella es la bondadosa líder de un mundo futuro de pan y rosas, ni él es un sádico invencible. Ella es una manipuladora hábil, y él es mucho más sincero de lo que se cree, y más débil, detrás de la fachada de Agentes de Paz y propaganda. Al fin y al cabo, lo suyo no es más que una defensa de clase: “Los rebeldes han visto las comodidades que tenemos y por eso nos odian; vienen a destruir nuestra forma de vida”; sí, estimado, así empiezan muchas revoluciones, le diría el fallecido economista John Kenneth Galbraith. El núcleo del relato se articula en torno a la intención de Katniss de querer llegar a la mansión del presidente y matarlo, de a ratos controlada por sus superiores y el equipo de filmación que la siguen. Snow ha llamado a repliegue y en vez de una política de tierra arrasada ha elegido convertir el espacio cedido en una gran arena llena de trampas mortales, para que los rebeldes paguen caro el avance. “Bienvenidos a los 76º Juegos del Hambre”, será la broma de Finnick Odair. Así, la unidad del Sinsajo será mitad parte militar y parte propagandística, teniendo que llevarse al inestable Peeta con ellos (otra cosa con la que lidiar aparte de las trampas y las tropas leales). La sangre correrá y varias caras conocidas perderán la vida, en secuencias de gran despliegue visual que logran transmitir el impacto pero quizás no tanto el terror y la angustia de la heroína (Collins escribió su saga como monólogo interior de la chica, así que del terror del ataque de los mutos al dolor de cada pérdida están enfatizados en uno de los libros más tristes de la “literatura juvenil” y de ciencia ficción). Reacciones químicas Luego de las definiciones políticas (no menos importantes) sobre el futuro de Panem algo se dirá sobre esta nueva Katniss Everdeen llena de cicatrices en el alma, alejada de la muchachita corajuda que reemplazó a su hermana en los 74º Juegos. Pero el mayor campo de batalla de esas emociones está en el rostro de Jennifer Lawrence, que desde que comenzó la saga hizo las películas más diversas, trabajó diferentes registros, ganó un Oscar y un par de Globos de Oro. Acá, en medio de la batalla, puede mostrar todo su talento actoral: ya verla llorar babeando genera una empatía que atraviesa la pantalla. De Donald Sutherland poco podríamos agregar que no se supiese: su Coriolanus Snow es la dura fachada de quien ha hecho todo para mantener el poder, con el conocimiento de que quien a hierro mata a hierro muere. Nuevamente, explota la química con la protagonista, en los momentos que comparten. Del otro lado, Julianne Moore le pone una voz amable y maternal a Alma Coin, con su sonrisa de paletas prominentes: sí, la oscuridad también puede esconderse atrás de modales correctos y sonrisas afables y conmovedoras: la política del mundo actual da muestras de eso a diario. Lo de Josh Hutcherson como Peeta Mellark es complejo, porque si bien su actuación es en general irreprochable, es difícil de pensar que le esté ganando terreno en el triángulo amoroso al potente (y fachero) Gale Hawthorne encarnado por Liam Hemsworth: quizás porque la empatía actoral no es matemática. Philip Seymour Hoffman hace su aparición póstuma como Plutarch, con las suficientes escenas como para darle dimensión a ese capitolino rebelde que cree en Katniss. Woody Harrelson tiene algunas escenas para lucirse como Haymitch Abernathy, uno de sus mejores personajes de los últimos tiempos. Entre los que vuelven con momentos de lucimiento están Sam Claflin como Finnick Odair (épico), Willow Shields como Primrose Everdeen (la hermanita que disparó todo), Elizabeth Banks como una reconvertida Effie Trinket, Mahershala Ali (el Remy Danton de House of Cards) en la piel de Boggs, Natalie Dormer como Cresssida y una enorme Jena Malone interpretando a una Johanna Mason esquelética y más resentida que nunca. Y podríamos estar nombrando elenco durante muchos más párrafos. Las puertas del mundo nuevo están abiertas: la esperanza de una nueva vida es posible, incluso para la chica que tuvo que ser estandarte de una revolución.
Abuelito dime tú M. Night Shyamalan tuvo un ciclo de éxito y con identidad propia que arrancó con “Sexto sentido” y llegó hasta “El fin de los tiempos”, con sus luces y sus sombras (la primera y “La aldea” probablemente sean de lo mejor de esa cosecha). De allí, saltó a la adaptación de una franquicia animada, como lo fue “El último maestro del aire”, y un poco feliz proyecto producido y protagonizado por Will Smith: “Después de la Tierra”. Llegados a ese punto, muchos empezamos a preguntarnos si el peculiar director podría encontrar una senda propia nuevamente. Y “Los huéspedes” parece ir por ese camino, aunque de una manera novedosa. ¿Por qué? Porque en general las ideas de Shyamalan siempre fueron bastante inéditas; esta vez, sin embargo, retoma varios tópicos del cine de terror y suspenso actual, parte del background del espectador, aunque el juego innovador está en cómo están usados y en cómo se explican los sucesos que aparecen. Artificios Empecemos por lo que salta a la vista. La película está filmada en el estilo de las found tapes (cintas encontradas), que arrancó con “El proyecto Blair Witch” y llega hasta “Terror en el bosque” (Eduardo Sánchez estuvo en ambos proyectos), pasando por la saga de “Actividad paranormal”, entre otras. “Terror en el bosque” nos posicionó en la era de las GoPro y el fanatismo visual de la era del video digital, y ahí entra Shyamalan en su nuevo proyecto, convirtiendo a una de sus protagonistas en una cineasta en formación (menos mal que no se les ocurrió a algunos cineastas argentinos). Así, todo el artificio visual se sostiene en una o dos cámaras generalmente en mano, aunque el morocho director apuesta a la suspensión de la incredulidad en un par de aspectos: en principio, en la calidad de la imagen (la fotografía perfecta de la “cámara objetiva tradicional”) y las cámaras permanentemente prendidas. El final de la cinta nos explicará algunas cosas en cuanto al montaje. La intranquilidad diurna al estilo “El resplandor”, un árbol temible en el estilo de “Sinister”, figuras que se mueven ante el resplandor azulado de la luz de la cámara, sótanos y cobertizos y falta de señal de celular, son otras cosas familiares, pero el director las siembra aquí y allá junto con pistas falsas para perturbar al espectador, darle miedito y hacerlo tirar hipótesis erróneas. Reencuentros Metámonos un poco en la historia. Paula Jamison es madre de dos hijos, la adolescente Rebecca, fanática de la realización cinematográfica, y el pequeño rapero Tyler. Ambos niños arrastran traumas tras la separación de sus padres unos años atrás, como iremos viendo de a poco. Robert, el padre, era un joven maestro de secundaria de Paula, quien huyó de su hogar en malos términos con sus padres John y Doris, con quienes nunca más estuvo en contacto. Un buen día, los Jamison toman contacto con su hija, ya que quieren conocer a sus nietos. Los chicos aprovechan para darle la oportunidad a su mamá de hacer un viaje con su nuevo novio y buscan tender puentes entre sus abuelos y Paula. Entonces se suben a un tren y se van a un lugar perdido en Philadelphia: los Jamison viven en una granja apartada, y trabajan como consejeros para gente con adicciones y demás. La relación parece arrancar bien entre los jóvenes y los viejos, pero estos últimos empiezan a tener conductas y actitudes cada vez más extrañas. El lector se imaginará que eso irá en aumento, y habrá un clímax, pero la resolución será una cachetada rápida e inesperada. En el medio, hay trazas de comedia y hasta “enseñanzas espirituales” que por ahí desencajan a algunos: al menos, los protagonistas no son los adolescentes tontorrones y fiesteros que suelen protagonizar este tipo de cintas. Generaciones Además del artificio visual antes comentado, la película funciona gracias a la atenta edición (dicen que Shyamalan hizo dos cortes previos que no daban el tono buscado), pero nada podría hacer sin la potencia de los intérpretes. Empezando por los niños: Olivia DeJonge es una expresiva Rebecca en plena adolescencia, entre el trauma y ser sabelotodo, aunque tiene pasta de heroína de terror. Ed Oxenbould pone desde su Tyler el tono más humorístico y la irresponsable curiosidad de niño. Del otro lado, se paran firmes los ancianos: Deanna Dunagan (veterana actriz de teatro) construye una Doris compleja, entre lo adorable y lo (muy) temible. Y Peter McRobbie (el Allen Dulles de “Puente de espías”, y el padre Lantom de la serie de “Daredevil”) impacta como un John alto y vigoroso, de pocas palabras. Completa el elenco central Kathryn Hahn (la misma que mostró su potencial en “Terapia en Broadway” y puso gracia a “Tomorrowland”) como la atribulada Paula. Parece que estamos ante un alegato en contra de los abuelos, pero en realidad el “mensaje” edificante pasa por el fin de los rencores. Eso sí: si uno tiene a los abuelos vivos pero no tiene una relación fluida con ellos... bueno, quizás mejor cada carancho en su rancho.