Amarás a Will Smith sobre todas las cosas Tras la pre pandémica Bad Boys para siempre, Will Smith regresa a la pantalla grande con Rey Richard, un clásico, inspirador y edulcorado drama deportivo que cuenta los inicios de las icónicas tenistas afroamericanas Venus y Serena Williams a través de la figura de su perseverante y exigente padre, Richard. Podría resultar un tanto antipático criticar negativa y minuciosamente un drama deportivo de estructura clásica que, de manera eficiente, logra conmover y entretener en igual medida. Para colmo, se suma a esa virtud el hecho de que los protagonistas reales de esta historia hayan logrado triunfar en un contexto de adversidad racial y económica, y sin lugar a dudas, el camino de superación que atravesó la familia Williams es abordado en Rey Richard a través de una fórmula infalible, basada en que la emoción no opaque al humor y, fundamentalmente, en que conocer los sucesos reales no signifique la pérdida del interés. Tampoco puede obviarse otro atractivo -este, quizás, un poco más innovador- tan determinante como no estar frente a un típico drama biográfico centrado en personajes conocidos por todo el mundo. El gancho no es “una película sobre Serena y Venus Williams” sino “una película sobre el padre de las hermanas Williams”. ¿Es acertado este enfoque? Sin dudas. Entonces, ¿cuál es el problema? Fanático o no del tenis, probablemente sean pocos los que no sepan quiénes son Serena (Demi Singleton) y Venus Williams (Saniyaa Sidney) y lo que han logrado –y significado- tanto deportiva como socialmente, insertándose de manera profesional en un ambiente ocupado mayormente por blancos. Lo que puede no sea del conocimiento de todos es la trascendencia que tuvieron sus padres, Richard (Will Smith) y Brandi (Aunjanue Ellis), quienes desde el nacimiento de las icónicas deportistas proyectaron en ellas el futuro al que efectivamente llegarían. Ese “plan” de vida, resaltado reiteradamente por Richard en la película (y llevado a cabo especialmente por él), consistió en una estricta educación que relució algunas actitudes radicales de su parte, llegando a intervenir de manera impredecible y asfixiante en los primeros pasos profesionales de sus hijas e incluso en el trabajo de los entrenadores que supo conseguir para ellas, Paul Cohen (Tony Goldwyn) y Rick Macci (Jon Bernthal). El debut comercial como director de Reinaldo Marcus Green (en el que, además de Smith, resultan productoras las mismísimas Venus y Serena) recorre ese aspecto de la familia y, más allá de funcionar como un homenaje a la figura de Richard, sirve como excusa para que Will Smith sea objeto de halagos y potenciales nominaciones. La interpretación del recordado Príncipe de Bel Air contiene todos los rasgos demandados para las consideradas grandes actuaciones (aquellas que cuanto menos discretas, mejor) tanto por el público como la Academia, que van desde una complexión física efectista a un sinfín de escenas que le permiten ser el centro sobre cualquier otra cosa. Es así que durante las algo extensas -e innecesarias- dos horas y media de duración, Richard Williams es introducido como víctima de su contexto actual y pasado, para luego pasar a ser un entrañable manipulador que logra sus objetivos a través del carisma o la temeridad (porque cuantas más facetas incluya un personaje, mejor). Y claro, el protagonista debe ser adorable no solo cuando es virtuoso sino también cuando parece estar lejos de serlo. Ello no significa que el guion de Zach Baylin no busque apartarse de una conceptualización ideal de la figura paterna, similar a la que el mismo Smith interpretó en la recordada En busca de la felicidad (2007). Es por ello que le atribuye al patriarca Williams rasgos que no siempre generan empatía (por ejemplo, todas las discusiones que mantiene con su esposa, Brandi, lo dejan en una incuestionable posición equivocada), pero que, inmediatamente deben ser desplazados para dar paso al Rey Richard, ese padre incansablemente obstinado que hará lo posible porque sus hijas triunfen, sean humildes y se mantengan alejadas de cualquier vicio propio de la fama prematura. Desde ya, el regreso de Will Smith a la pantalla grande es una propuesta dinámica, compuesta de un gran reparto secundario y una ejecución que logra un equilibrio en todas sus búsquedas, amén de que a veces también sea víctima de ellas. Porque la idea es que nadie tenga muchas chances de pensar “esto no se qué tan bien está”. Amar a Rey Richard y, por consiguiente, al bueno de Smith, es el primer mandamiento.
Una revista compuesta por imágenes en movimiento La nueva película de Wes Anderson es una inagotable fuente de inspiraciones, homenajes, ingenio y atribuciones atípicas en tiempos donde las carteleras de cine son destinadas a los tanques comerciales. Vuelven habitúes del director como Bill Murray, Owen Wilson, Willem Dafoe y se suman estrellas del momento como Frances McDormand, Benicio del Toro, Timothée Chalamet, Lea Seydoux y Jeffrey Wright, entre otros. El cine de Wes Anderson es un sinfín de sensaciones, inspiraciones y particularidades. Cada película es un mundo único, adulterado por la particular visión de un autor que no teme desprenderse de cualquier rasgo de cotidianeidad o moderación. Inclusive, a pesar de las objeciones que suele recibir por ello, tampoco teme en despegarse de las formas más tradicionales de hacer cine. Cada historia, cada uno de los extravagantes y generalmente disfuncionales personajes que suele crear y todas y cada una de las obsesiones que lo caracterizan, que van desde paletas de colores inconfundibles, planos detalle y simetrías rigurosas, son parte de una factoría irrepetible en términos de autoría. Claro que, no obstante, ello conlleva al deleite absoluto o al máximo repudio. No hay términos medios. Así y todo, aunque haya algunos títulos en la filmografía de Anderson que se acerquen en mayor medida a las búsquedas de un público generalizado (Isla de perros podría ser un caso), en esta oportunidad es imprescindible destacar que La Crónica Francesa no forma parte de esas contadas excepciones. Seguramente, los motivos que circunscriban al tedio que podría provocar esta obra no se limiten a lo meramente formal, aquel aspecto que nunca pareció importarle demasiado al director. Corrección: el formalismo -su formalismo- es una obsesión ineludible en la concepción que Anderson tiene del cine. Lo que en realidad no parece preocuparle es lo que el público mainstream o los más fundamentalistas puedan llegar a percibir de sus rasgos autorales. Pero más allá de estas nimiedades, el potencial repudio podría llegar a relacionarse con el eje central de la película. Para Anderson, La Crónica Francesa es una carta de amor al periodismo, y sin lugar a dudas, no transitan épocas en donde el oficio periodístico sea observado con semejante calidez y nostalgia. Desde hace un tiempo, el director de Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, Un reino bajo la luna y El gran Hotel Budapest pensaba en concretar una antología de historias cortas y, a la vez, realizar una película sobre The New Yorker, la icónica revista americana fundada en 1925. La Crónica Francesa es el resultado de ambos deseos, más allá de que el homenaje no sea directo. En este caso, el nombre del film alude a la revista ficticia The French Dispatch, fundada por Arhtur Howitzer Jr. (Bill Murray), personaje inspirado en los editores reales del New Yorker, Harold Ross y William Shawn. De hecho, cada uno de los miembros del equipo periodístico que conforma la revista creada por Wes Anderson (perdón, por Howitzzer Jr.) está inspirada en figuras que formaron parte de la edad de oro del periodismo. Es así que cada una de las cuatro antologías que componen a la película (a las que se suma un obituario) funcionan como segmentos exclusivos de esta revista del siglo XX destinada a lectores americanos, con sede en el también ficticio pueblo de Francia, Ennui (aburrimiento en francés, algo que la magia periodística se ocupa de revertir en cada relato). Crónicas delirantes, impensadas, abrumadoras y vivas en imágenes. En esta ocasión, las palabras son reemplazas por el movimiento y todos los meticulosos detalles de puesta en escena, musicalización (un trabajo enorme de Alexandre Desplat, a quien no sería extraño verlo nominado en la próxima edición de los Premios Oscar) y montaje se ocupan de revalidar esta oda periodística, con una magia digna de las páginas del New Yorker que tanto han obsesionado a Anderson, a punto tal de hasta llegar imaginar numerosas portadas que pueden verse en los créditos finales. También es una realidad que los excesos habituales del director, además de estar presentes, resultan aún mayores en razón de tratarse de una de sus obras más personales, porque la celebración de una era pretérita con tamaña añoranza y minuciosidad difícilmente pueda ser abordada en términos medios. Estos mundos fascinantes se miden bajo la vara de la exageración, la fantasía, el frenesí y los detalles, en algunas ocasiones evidentes y en otras imperceptibles para las miradas más holgazanes. No se frustren por no procesar en un solo visionado todo lo que esta revista viva e inagotable tiene para ofrecer. No intenten pertenecer queriendo descifrar todas las obsesiones de un director a estas alturas impredecible. Viajen. Contemplen. Apuesten por las ideas. Saboreen. Pongan los sentidos a disposición. La Crónica Francesa suena como debería sonar: como si se hubiera realizado así a propósito.
Una historia sobre la locura, el encierro y la maldad Sola, la ópera prima de José Cicala, protagonizada por Araceli González, Fabián Mazzei, Miguel Ángel Solá, Micaela Suárez y Griselda Sánchez se destaca por sus innovadoras búsquedas dentro del cine nacional y su ambicioso diseño de producción. Realizada a fines del año 2018 y postergada en gran medida a raíz de la pandemia, Sola llega a los cines argentinos en un panorama sanitario mucho más alentador, aunque con la sombra de una cartelera prácticamente repleta de estrenos comerciales. No obstante, la ópera prima de José Cicala podría adaptarse tranquilamente a las búsquedas del público mainstream como también a las de aquel que esté interesado en seguir de cerca el debut de una nueva productora independiente (Shock Films, encabezada por el propio Cicala quien ya realizó un largometraje próximo a estrenar protagonizado por Danny Trejo, La sombra del gato) con especial interés en el fantástico. La película cuenta la historia de Laura Garland (Araceli González), una mujer que transita su embarazo sola tras la muerte de su marido (Miguel Ángel Solá) en un conflicto bélico que, aunque parezca asemejarse a la Segunda Guerra Mundial, en ningún momento se condiciona a un contexto histórico específico. A raíz de que Laura posee una propiedad lindera a su hogar que se encuentra desocupada, las autoridades militares de turno la presionan para su ocupación siendo que, si no lo hace, se la quitarán. En ese momento, Ricky (Fabian Mazzei), un despiadado e impredecible empleado de la mafia roba un maletín de oro y junto a su esposa embarazada, Nadia (Micaela Suárez) y una partera, Suplicio (Griselda Sánchez), a la que secuestra para que atienda el nacimiento del bebé, ocupa la propiedad abandonada de Garland mientras intenta escapar. El primer largometraje de Cicala es un thriller psicológico -que por momentos hasta se arriesga a jugar con el horror- y enfatiza en la locura, el encierro y las situaciones límite con un tono tan opresivo como siniestro. Porque no solo es desesperante el exterior, repleto de los infiernos de la guerra, sino también el interior, donde lejos de haber seguridad, el trauma y la perversidad ocupan un lugar absoluto. ` Entre las mayores virtudes, no puede obviarse el magnífico diseño de producción -atípico si se piensa en que hablamos de una producción independiente- y algunas decisiones eficaces y riesgosas, como, por ejemplo, tratándose de una película de época, no condicionarla a un periodo específico. Por el contrario, el film solo se vale de la estética y de algunas situaciones que podrían corresponderse con el presunto contexto al que alude la obra, lo que logra que además de distanciarse de las estructuras convencionales, el terrorífico mundo creado por el director ofrezca una mayor inquietud en el espectador. Más allá de algunos pasajes donde la narración resulta reiterativa y se torna un tanto exagerada, Sola es un promitente debut con grandes aciertos y un final que difícilmente deje indiferente a los amantes del plot twist.
10000 años en el futuro no todo es muy distinto El universo del aclamado escritor americano Frank Herbert, después de una larga espera, contó con una nueva oportunidad de brillar en el cine, y si bien la ambición de Denis Villeneuve en este proyecto es indiscutible, lo único que motiva al interés de esta nueva franquicia es la potencial llegada de una segunda parte. Desde que el director de Sicario, Incendies y muchas más declaró su interés por dirigir su adaptación de Duna, no parecía descabellado ilusionarse con que cuente con esa oportunidad. Tras su anuncio, muy poco tiempo fue el que transcurrió para que Brian Hebert, hijo de Frank, confirmara que el canadiense era el elegido para hacerse cargo de darle vida a la saga en la pantalla grande. Tras el fracaso comercial de la adaptación de David Lynch y los frustrados intentos de realizadores como Ridley Scott o Alejandro Jodorowsky por llegar siquiera a realizar la obra, el acercamiento de Villeneuve era motivo de celebración, más teniendo cuenta su incursión en la ciencia ficción con la exitosa La llegada (Arrival, 2016) y, posteriormente, con Blade Runner 2049, gran secuela del exitoso clásico de 1982. Finalmente, luego de reiterados retrasos a causa de la pandemia, el esperado estreno de Dune llega a los cines aunque, en definitiva, todo es el avance extendido de la potencial Duna: Parte 2. Sí, tal como su afiche lo anticipa, “todo comienza”, y no mucho más que eso. Resulta difícil, por no decir imposible, hablar de Duna como un todo cuando lejos está de serlo. Porque, claro, además de ser la primera parte de una presunta saga sobre la que aún no se sabe demasiado de su futuro, esta space opera también está de alguna manera fragmentada internamente. La primera mitad de la película inicia con la presentación de los Fremen, pueblo que habita Arrakis –o Dune-, un desértico planeta repleto de la especia Melange, la sustancia más rica del universo. En virtud de ello, la noble casa Atreides liderada por el Duque Leto (Oscar Isaac), recibe la orden de un enigmático emperador para instalarse en Arrakis junto a sus tropas y recolectar esta especia, también codiciada por la despiadada casa Harkonnen, con el barón Vladimir (Stellan Skarsgård) al mando. Alrededor de este conflicto gira fundamentalmente la presencia de Paul Altreides (Timothée Chalamet), hijo de Leto y algo así como un mesías que posee recurrentes visiones alrededor de una misteriosa Fremen, Chani (Zendaya). Este extenso -y caótico- preámbulo transcurre a través de extremos que mutan entre arrojar toda la información fundamental para esta nueva saga como si el espectador fuera un conocedor acérrimo de la obra literaria e insertar a los protagonistas con un intimismo tan desconcertante como tedioso. Alternando primeros planos, silencios reflexivos y una solemnidad abrumadora, lo que debería haber sido la gran carta de presentación de Duna termina por convertirse en una somnífera introducción que reprime rápidamente cualquier expectativa por el film. Es recién en la segunda mitad del metraje donde toda la espectacularidad que prometía esta nueva adaptación comienza a aproximarse, amén de que también lo haga con un ritmo que lejos se encuentra de ser cautivante. Porque hasta los más ajenos al tema intuirán que a partir de ese momento donde el asunto se torna realmente interesante comenzarán a correr los créditos finales, hecho que indudablemente es así. Desde ya no caben dudas de la inmensa dificultad que representa trasladar a la gran pantalla la obra de Hebert, más allá de que para gran parte del público esta nueva versión parezca ser la que mejor encaminada esté para expandir la franquicia. Pero en tiempos donde la taquilla es determinante y la asistencia al cine parece estar relacionada al entretenimiento ligero, resulta una utopía pensar en la segunda parte de una película que, a pesar de un elenco repleto de estrellas y una opulencia visual brillante (indudablemente es digna de ver en la pantalla más grande posible), aviva el interés por el futuro dependiendo en mayor medida de lo que provoca su abrupto final. Desde ya, dentro de una industria que planea secuelas en razón del éxito de sus antecesoras, significa un enorme riesgo el camino adoptado por Duna. En este caso, todo da a entender que las verdaderas expectativas están puestas en una potencial película que realmente será épica. Por el momento, solo contamos con una inmensa y fría superproducción que únicamente funciona como el preámbulo de un futuro que quien sabe cuándo llegará.
Un relato épico con tintes de modernidad La última película de Ridley Scott (Los duelistas, Gladiador, Cruzada), basada en la obra homónima de Eric Jager y realizada en plena pandemia, si bien está lejos de ubicarse entre sus mejores títulos, devuelve a la pantalla grande un género que desde hace un tiempo considerable no ocupa lugar en la cartelera. El resultado es una producción indiscutible en términos de realización y narración, aunque las búsquedas del guion coescrito por Ben Affleck, Matt Damon y Nicole Holofcener resulten bastante irregulares. Mucho fue el lamento por que no llegue a los cines argentinos The Green Knight, la última película de David Lowery que reversionaba el mito artúrico de Sir Gawain y el caballero verde, basado en una leyenda anónima del siglo XIV. Claro que, acorde a las tendencias, el film protagonizado por Dev Patel podría haber significado un fracaso absoluto en la taquilla a raíz de su estructura poco convencional. No obstante, El último duelo, además de ser el ansiado regreso de Scott al ruedo (y esto no es lo último, ya que en diciembre llegará al país House of Gucci, película de la que se acaba de confirmar una duración de ¡200 minutos!) significa una nueva oportunidad para que los relatos épicos históricos vuelvan a ser una opción para presenciar frente a la pantalla grande. El último duelo comienza en el año 1386 en París, con un flash-forward que anticipa el duelo entre el caballero Jean de Carrouges (Damon) y su antiguo escudero Jacques LeGris (Adam Driver), mientras la joven Marguerite (Jodie Comer), junto con una desaforada multitud, presencia de manera afligida el inmediato enfrentamiento. Acto seguido, la historia se fragmentará en el relato de estos tres personajes respecto a un hecho en común: la violación de Marguerite, esposa de Carrouges, por parte de LeGris. Con una estructura claramente influenciada por Rashomon, de Akira Kurosawa, en El último duelo cada relato, y especialmente los dos primeros, en el que las perspectivas de Carrouges y LeGris tienen su desarrollo, no solo se abordará la visión de los hechos en cuanto al abuso de Marguerite, sino que también se profundizará en los episodios que devinieron en rivalidad la inicial amistad entre los dos caballeros. Sus combates en las campañas ordenadas por el Rey Carlos VI (Alex Lawther) y, fundamentalmente, las asperezas que surgen con la llegada del Conde D’Alençon (Affleck) y su preferencia por LeGris serán los ejes que antecedan al insalvable duelo que se producirá luego de que Marguerite confiese a su esposo la violación. Sin lugar a dudas, la narración de las tres perspectivas, repitiendo situaciones y lugares, pero alterando los acontecimientos según el interés de cada protagonista (a veces con cambios radicales en los hechos y otras, con notables sutilezas, por ejemplo, en relación a un zapato) es uno de los puntos mas fuertes de la película, que a lo largo de sus 2 horas y media de duración logra mantener el suspenso de manera efectiva, y hasta conduce a las inevitables y anticipadas conjeturas respecto a las versiones de Carrouges y LeGris, las cuales, indudablemente, son resultado de un desarrollo más que interesante. Claro que hay algunas cuestiones que resultan un tanto alarmantes, especialmente en lo que refiere a las extravagantes caracterizaciones e interpretaciones de Matt Damon y Ben Affleck, bastante contradictorias con el opresivo tono dramático que posee la película en la mayoría de su metraje. Pero, en definitiva, nada que descoloque por completo. Sin embargo, el tercer relato, en el que el punto de vista de Marguerite inicia con un contundente intertítulo, descoloca con algunas decisiones un tanto objetables. En reiteradas oportunidades, la forma en que la protagonista afronta el conflicto, y los diálogos que surgen en base a él, parecen responder a una lógica propia de tiempos del #MeToo y no así a la de la época medieval. Claro que el foco está puesto en apartarse de la tradicional y noble imagen que le es asignada a los caballeros, pero varias de las decisiones adoptadas para ello se aprecian totalmente incompatibles con el contexto histórico al que alude la obra. Finalmente, el enfrentamiento que tanto se hace esperar entre Carrouges y LeGris es sencillamente magnífico y explota en majestuosidad no solo aprovechando toda la carga dramática que meritaba en razón de la rivalidad in crescendo de ambas figuras, sino también gracias al ya conocido virtuosismo de Ridley Scott para este tipo de secuencias y a la tan atractiva como opresiva fotografía de Dariusz Wolski, habitual colaborador del realizador que también dotó de paletas oscuras y azuladas al penúltimo film del director, Todo el dinero del mundo (2017). En términos generales, El último duelo es una interesante superproducción digna de disfrutarse en la pantalla grande, especialmente a raíz de la carencia de este tipo de estrenos, y que encuentra sus mejores resultados cuando escapa a las extravagancias de algunos de sus personajes y, principalmente, a intenciones que amén de ser loables y estar basadas en un caso real, mucho se relacionan a la actualidad, pero poco tienen que ver en su ejecución con el contexto histórico representado en la película.
Un capítulo épico e inolvidable La quinta entrega de la saga Bond (y la número 25 en toda la franquicia), que inició en el 2006 con Casino Royale, llega a los cines tras reiteradas postergaciones en su estreno, las cuales, a fin de cuentas, enaltecieron aún más esta explosiva conclusión, obligatoria para ser vista en la pantalla grande. A pesar de una recepción en gran parte positiva, el debut de Daniel Craig como James Bond en Casino Royale también provocó inevitables comparaciones enfocadas en la falta de carisma que relucía el actor respecto a agentes anteriores, algo que sin dudas puede seguir advirtiéndose en caso supusiéramos que el relanzamiento dirigido por Martin Campbell -que también había resucitado la franquicia en 1995 con Goldeneye, introduciendo a Pierce Brosnan en el rol del agente- finalizó con Casino Royale. No obstante, la saga continuó con la cuestionada Quantum of Solace (Marc Foster, 2008) que, a pesar de varios desaciertos, comenzaba a trazar un arco argumental estrictamente relacionado con su antecesora -hasta iniciaba inmediatamente después del encuentro con Mr. White al final de Casino Royale-, además de atribuirle a Daniel Craig un marcado desarrollo emocional a raíz de la muerte del primer amor bondiano de esta saga, Vesper Lynd (Eva Green), personaje que en ningún momento de las cinco películas perdió influencia sobre el desarrollo del espía del MI6. Asimismo, tampoco puede obviarse el inevitable impacto del 11-S en el plano internacional, suceso que inevitablemente repercutió en la representación de las nuevas amenazas que enfrentaría el mítico agente. Años más tarde, la llegada de Sam Mendes (1917) a la dirección con la tercera y magnífica Skyfall (2012) y posteriormente con Spectre (2015), terminó de hallar un equilibrio en el personaje, que sin desprenderse de sus nuevos rasgos distintivos comenzó a sumar de manera sutil (casi tímida) la medida cuota de humor que siempre estuvo presente en la extensa franquicia. Sin tiempo para morir, ahora con Cary Joji Fukunaga (Beasts of no Nation, True Detective) detrás de cámaras, es el lógico y épico desenlace de una saga que, entre avances y retrocesos, apostó mayormente a que James Bond vaya más allá de lo esperado, con mayores riesgos que certezas. Amén del veredicto final que resulte de cada fan, sea de la franquicia total o al menos de estas cinco obras, no caben dudas que la indiferencia no será corriente tras el inicio de los créditos finales, luego de casi tres horas que transcurren como si no alcanzaran una. Casi media hora antecede a los habituales créditos iniciales donde -al fin- brilla la notable composición de Billie Ellish, “No Time to Die”, dentro de la película y no en una lista de Spotify, tras más de un año desde que se lanzó el single promocional. El extenso opening no solo se toma su tiempo para abrir con una terrorífica secuencia que a modo flashback presenta al nuevo villano, Lyutsifer Safin (Rami Malek), trazándose su relación con el personaje de la Dra. Madeleine Swann (Léa Seydoux, introducida en Spectre), sino que también brinda una magistral persecución en Roma donde tendrá sus merecidos minutos el icónico Aston Martin DB5, tal como anticipaban los avances. Ahora sí, luego de los clásicos créditos de cada película Bond transcurren cinco años que encuentran a James retirado, aunque claro, el deber llamará de nuevo. Sin embargo, no será el MI6 el que en este caso reclute -en principio- los servicios del agente, sino la CIA a través del viejo amigo y colega americano, Felix Leiter (Jeffrey Wright). ¿La misión? Recuperar un arma biológica robada por un misterioso grupo paramilitar, en complicidad con un científico -claramente- ruso. Vuelven los también conocidos M (Ralph Fiennes), Miss Moneypenny (Naomie Harris), Q (Ben Whishaw), Bill Tanner (Rory Kinnear) y también cuenta con una breve participación el villano predecesor, Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz). En cuanto a las adiciones, Ana de Armas se luce durante unos minutos como Paloma, una inexperta pero implacable agente cubana que cuenta con su momento “chica Bond” (otra simpática interacción con Daniel Craig, al igual que en la brillante Entre navajas y secretos) y la imponente Lashana Lynch brilla como la nueva 007, Nomi, no solo cargándose la acción al hombro en varias secuencias sino también concediendo varios y efectivos momentos humorísticos con Craig, que funcionan para burlarse del inevitable paso del tiempo para el actor británico, que ya cuenta con 15 años de licencia para matar en esta saga. En cuanto al nuevo villano, no hay muchas razones que ubiquen a Malek como un peso pesado en la lista de los enemigos de Bond. Si bien este rol ha sido irregular en la era Craig (el Le Chiffre de Mads Mikkelsen y el Raoul Silva de Javier Bardem son los que -con motivos de sobra- mejor se posicionan), el frígido Safin logra intimidar más por el contexto que lo encuentra con Bond que por su propia composición, a pesar de la sólida introducción con la que cuenta máscara mediante. Pero nada que atente contra el resultado final. Desde ya, es inobjetable que la extensa espera valió la pena. Sin tiempo para morir resistió el temido estreno en simultáneo y llegó en un momento en el que la experiencia del cine parece readquirir regularidad tras las peores épocas de la pandemia. Inclusive, si se permite el éxtasis, hasta podría rememorarse el fenómeno Avengers: Endgame. Definitivamente, no hay comparaciones posibles. Pero no sería descabellado suponer que este es el regreso equiparable de las salas en términos de emoción, tensión y espectáculo. Sin dudas, habrá debate y las ya tradicionales grietas no tardarán en formarse. La polémica es indiscutible. Pero la espectacularidad está asegurada. Daniel Craig se despide legendariamente de la saga. Gracias por el servicio, agente.
Rebeca Hall protagoniza un inquietante thriller sobrenatural Presentada antes de la pandemia durante el Festival de Cine de Sundance y comprada por Searchlight Pictures para su distribución, La casa oscura, la nueva película de David Bruckner, es una aceptable propuesta que, aunque no asusta como promete, ofrece un relato atrapante en el que se destaca la gran labor de su protagonista. La primera conclusión tras ver La casa oscura se relaciona con una tendencia que las películas del nuevo terror padecen -o en la que incurren voluntariamente- desde hace un tiempo considerable: priorizar el drama por sobre el terror. En relación a ello, cabe distinguir que la nueva película protagonizada por Rebeca Hall respondería con mayor precisión a un thriller con elementos sobrenaturales que, por momentos, intenta asustar. Obviamente, la subjetividad del público será determinante a la hora de procesar los elementos que caracterizan al género (los jumpscares y los climas terroríficos no faltan), pero ante todo, no puede ignorarse que La casa oscura apunta hacia otro lado, cuestión que puede llegar a desconocerse si las únicas referencias provienen de la campaña publicitaria de la película. Los planos fijos iniciales del film, además de presentar la asfixiante casa en la que transcurrirá gran parte del metraje, también se detienen en pequeños indicios (como pañuelos usados, retratos y antidepresivos) que retratan el traumático presente de Beth (una soberbia Hall), quien acaba de sufrir el suicidio de su esposo, Owen (Evan Jonigkeit). En medio de la negación y la ira que implica el trágico duelo, Beth comenzará a sentir una extraña presencia que, además de las redundantes manifestaciones con las que éstas suelen contar, también sumará la particularidad de su estricta relación con el espacio en el que acontece la obra. Para no adelantar en demasía, este último punto posee numerosas similitudes -primordialmente formales- con El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020), donde gran parte de la tensión también era construida sobre el juego entre lo físico y lo incorpóreo. Claro que habría miles de referencias anteriores y más significativas para citar en relación a ello, pero las coincidencias de puesta en escena en relación al film protagonizado por Elizabeth Moss son más que notorias. Por otro lado, el director David Bruckner, al igual que en la obra de Whannell, o inclusive en su primer largometraje (El ritual, 2017), concentra en su(s) protagonista(s) un gran componente traumático que resulta esencial a la hora de desarrollar el conflicto. No obstante, en su ópera prima esta cuestión no dejaba en segundo plano la construcción de perturbadores climas o secuencias desesperantes, mientras que el eje de La casa oscura se sostiene especialmente en el tormento psicológico que atraviesa Beth y, complementariamente, en el terror que pueda surgir gracias a la entidad protagonista. A pesar de estas cuestiones, más ligadas a la idea de entender ante qué tipo de propuesta estamos y no así a su calidad, La casa oscura resulta una película más que atendible y que continúa la gran notoriedad del género en los cines durante este año. En ese sentido, uno de los principales méritos que ostenta es el de apartarse audazmente de resoluciones que podrían haber resultado tan catastróficas como ridículas. Tras algunas situaciones redundantes y que no aportan demasiado, cuando todo parece dirigirse hacia el refrito burdo de obras recientes o, incluso peor, a una reversión con elementos sobrenaturales de La chica del tren (Tate Taylor, 2017), aún sin brillar la película logra salir airosa y que el resultado final no derive en un completo desastre. Hay suficientes momentos de tensión como para que el relato no decaiga, una magnífica interpretación de Rebeca Hall y una buena construcción del misterio. Todo es a fuego lento, una máxima a la que el género parece estar sujeta de manera decidida en el último tiempo. Probablemente, quienes sigan desconcertados con Maligno encuentren aquí una propuesta que responda más a sus intereses, mientras que los que todavía continúen fascinados con la película de James Wan corran el riesgo de sentirse un tanto invadidos tanto por la forma como por el contenido de la obra. Desde ya, está mal generalizar aunque no así advertir.
Desde Texas con amor El gran Clint Eastwood regresa dirigiendo y protagonizando Cry Macho, su película nº40, un western moderno que cuenta la historia de Mike Milo, un longevo cowboy que durante los años 70 debe viajar a México para traer de regreso a Texas al hijo de su patrón, Rafo, un conflictivo pero sentimental joven que, al igual que Mike, busca su lugar en el mundo. Basada en la novela homónima de Nathan Nash. En Coogan’s Bluff (1968), de Don Siegel, el sombrero de vaquero que lucía Clint Eastwood durante gran parte de la película funcionaba como un elemento que se ocupaba de concentrar gran parte de los rasgos que definieron la personalidad del actor estadounidense, especialmente en este tipo de producciones, en las que encarnaba una figura tan atractiva como cuestionable si se quisiera reinsertar en los tiempos actuales. En Cry Macho, Eastwood vuelve a colocarse ese sombrero, pero sus 91 años le dan otra significancia al ala ancha. Ahora, representa el apego a un tiempo tan glorioso como pasado. Sirve como un sello distintivo que permita continuar asociándolo a esa figura rea, pero que también lo yuxtaponga ante el inevitable paso del tiempo. Porque el sombrero no envejece, aunque sí su portador. Lo que antes era imponente, ahora causa ternura. La frialdad se convirtió en calidez. Y aunque el outfit de cowboy continúe presente, mucho varían las miradas, las expresiones, los movimientos y las palabras. Si bien la constancia de Eastwood como realizador continúa sumamente vigente (ni una pandemia mundial parece detenerlo para que siga filmando películas), su protagonismo en estas obras ha sido bastante acotado, principalmente durante los últimos años. Gran Torino (2008) y The Mule (2018) han sido los últimos dos protagónicos de Eastwood en obras de su autoría -en 2012 protagonizó también Trouble with the Curve, aunque fue dirigida por Robert Lorenz-. En Gran Torino, la violencia contenida que caracterizó a diversos personajes de la filmografía de Clint ocupó un peso preponderante, aunque ya sus 78 años daban lugar a una nueva mirada por parte del espectador. Tras diez años, su regreso en The Mule le permitió jactarse de su vejez con varias dosis de humor, tanto en lo referido a su relación con la modernidad como en las peligrosas situaciones que le tocaba afrontar. Probablemente, Cry Macho sea la composición más equilibrada de esta última figura de Eastwood, en la que se permite llorar -obviamente-, construir cálidas relaciones con el atribulado adolescente al que debe llevar de México a Texas (notable Eduardo Minett) o una altruista mujer que encuentra en el camino (Natalia Traven), presumir alguna capa de su inoxidable masculinidad y, sobre todo, conmover. No solo en términos argumentales que resultan enormes aún en la semejante simpleza que poseen, sino en los factores externos a la historia, que encuentran al actor/director en plena actividad, sin que su edad ni el tormentoso contexto de pandemia parezcan impedimentos para ello. Hay ejes tradicionales sobre los cuales se desarrolla la historia de este longevo macho que van desde cumplir con las deudas pendientes, ser un mapa de la experiencia o buscar la redención, cuestiones que, en definitiva, resultaban más que esperables en este retorno de Eastwood. No obstante, también era presumible que todo funcionaría más que bien. Porque Cry Macho es de esas historias que no fallan en su cometido (más cuando son ejecutadas por leyendas vivientes como Clint) y que, además, esperanzan. Probablemente, una vez que los créditos finales comiencen sea inevitable realizarse una pregunta incómoda y angustiante. Resistamos. Por lo pronto, tener la certeza de que aún en estos tiempos contamos con la suerte de disfrutar a Eastwood en la pantalla grande es motivo de celebración.
Una de las producciones más irresistibles del año El aclamado director James Wan regresa al género que lo consagró y el resultado es tan satisfactorio como confuso. Afortunadamente, está ausente la solemnidad de varias obras del nuevo terror y la abrumadora dependencia del jumpscare, presente en numerosas producciones del cine mainstream. Sin embargo, es inevitable percibir la tensión entre lo que le interesa a Wan y lo que le interesa a una major como Warner Bros.. De todas maneras, el primer acuerdo entre ambos no debió resistir mayor análisis: la diversión no se mancha. Que homenaje al giallo italiano, que al cine clase B y “la mar en coche”. Desde que se dieron a conocer las primeras noticias y avances de Maligno, todo parecía consistir en descifrar que influencia podía advertirse en la nueva producción de Wan (El juego del miedo, La noche del demonio, El conjuro, La noche del demonio 2, Rápidos y furiosos y, El conjuro 2, Aquaman), como si todo dependiese del homenaje que se le rinde a un tiempo pretérito y mejor. Claro, después de ese garrafal error llegan las decepciones: “¡Una falta de respeto al giallo!” ¡Cómo Wan va a decir que fue influenciado por De Palma y Cronenberg, es una falta de respeto! En definitiva, estas son las consecuencias de lo que hoy parece la inevitable necesidad de que todo tenga una relación. Y claro está que mayormente esas conexiones existen, pero no necesariamente deberían repercutir con tamaño impacto. Probablemente, desprenderse de esa costumbre haga que Maligno se disfrute mucho más. En estas instancias, lo mejor es -también- evitar cualquier persecución publicitaria, característica no solo en las producciones de Warner Bros., sino también en avances que atentan contra la imaginación del espectador. Vamos a lo fundamental. Terminada la película, no quedarán dudas de lo que el director tenía en mente a la hora de construir Maligno. Habrá quienes apoyen esa idea porque es lo que esperaban ver -aunque en mayor medida-, quienes la defenestren porque la ansiaban pero con otra ejecución (habrá varios) y quienes terminen desconcertados tras la segunda mitad del metraje (de estos habrá miles), obviamente, luego de una inevitable comparación con la primera mitad, donde todo resulta edulcorado en los términos que el cine mainstream del género requiere: poca sangre, ingenio contenido, luces titilantes y nada – ¡pero absolutamente nada! – que pueda alejar o mal predisponer al espectador. Y no olvidemos algo tan burdo como, en vez de hacer sonar “Zombie” de The Cranberries, para nada más ni nada menos que una película de zombies (El ejército de los muertos), acudir a una reversión instrumental de “Where Is My Mind” de The Pixies, cuando el eje argumental parece concentrarse en la locura. Todo muy directo, ¿no? Ahora bien, esa segunda mitad, amén de no arriesgar en demasía, definitivamente aspira a otro target. Y ser absolutamente consciente de que el delirio es tal y no otra cosa es un gran punto a favor para conectar con el espectador. Aunque, ¿qué hacemos con aquellos que se sentían a gusto con lo que se aproximaba a “lo convencional”? Puede que allí esté uno de los grandes problemas de Maligno. Hay un “de todo” que puede desorientar. Podría imaginársela como el resultado de un plan de trabajo basado en concesiones recíprocas: “Yo te doy esto, pero vos me das aquello”, y las constantes pujas que provoca ese esquema. Insistimos en que no parece necesario descubrir cuántos homenajes hay al giallo, al cine B o a directores como de Cronenberg o De Palma. Sí, quizás, algún plano invite a captar la referencia. Pero punto y a otra cosa. Lo que verdaderamente hay que contemplar de Maligno es su rareza, atípica no solo en su objetivo comercial sino también en los atribulados tiempos que hoy la tienen en la pantalla grande. Y claro, sus inestables tonalidades, cautivantes para unos o intolerables para otros. En definitiva, el regreso de James Wan es tan caótico como encantador. Pero permítanse disfrutar sin grandes exigencias. Aún a pesar de los radicales cambios de registro, Maligno, además de confirmar la versatilidad del director malayo, entretiene demencialmente. Y eso, es motivo de felicidad.
Una distinguida propuesta que se ubica en las grandes filas de Marvel Studios El MCU regresa a los cines con Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos y tal como lo hizo con Pantera Negra apuesta a la expansión cultural -en este caso la asiática- con mayores virtudes que desaciertos. Logradas secuencias de acción (aunque nunca falta el CGI desmedido), protagonistas que despiertan interés y una dosis justa y efectiva de humor hacen a la película un espectáculo destacado para disfrutar frente a la pantalla grande. Si hay que destacar una principal virtud del debut de Destin Daniel Cretton (Buscando justicia) en el MCU es el necesario equilibrio que ha construido entre todos los elementos que hacen al sello de este poderoso universo. Por ejemplo, si se piensa en Black Widow, tan solo por citar un estreno reciente, puede advertirse que el humor adquiere un protagonismo un tanto tedioso y que la acción, especialmente hacia al final de la película, no posee el mayor atractivo en materia de CGI. Claro, también perdía peso un elemento fundamental como lo es el interés por la historia, que se vio afectado por un demorado estreno y un abordaje mayormente viciado por las obsesiones de “la fórmula Marvel”. Sin embargo, en Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos todo confluye de manera armoniosa, lo que hace que, junto a la acertada expansión cultural, este poco popular protagonista se termine por convertir en una figura más que interesante para la continuidad de la franquicia. Tenemos a un héroe del que ya se anhelan nuevas participaciones (Simu Liu, el primer superhéroe asiático de Marvel), resultado de su versatilidad interpretativa y una imponencia para llevar a cabo explosivas coreografías de artes marciales; una acompañante en la que el humor se concentra efectivamente y de manera casi absoluta durante la película (Awkwafina), y que siendo secundaria termina contando con una relevancia casi protagónica; un villano tan funcional como lo supo ser el Killmonger de Michael B. Jordan en Pantera Negra e interesantes adiciones como la de Michelle Yeoh, que contribuyen a que Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos se distinga en relación a otras propuestas más genéricas del MCU. Obviamente, también hay cameos que funcionan mucho mejor bajo el factor sorpresa, siempre y cuando se tenga un recorrido previo por los otros títulos de la franquicia. Vale esta aclaración porque, aunque pueda no tener mucho sentido, estamos ante una producción que puede ser vista y disfrutada sin necesidad de ser un experto en este extenso universo, iniciado con Iron Man hace más de 13 años. Hay algunos excesos argumentales y visuales (los últimos minutos pueden hacerse un poco largos y abrumadores) pero en líneas generales, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos logra destacarse no apostando a las reiterativas e insulsas estructuras de este tipo de películas y, a pesar del riesgo que pudiera significar introducir a un héroe con un recorrido desconocido, especialmente para quienes son ajenos los comics, suma a un prometedor personaje que rememora con creces varias influencias del cine de artes marciales y que, obviamente, según lo confirmado por Kevin Feige, ya tiene secuela confirmada. Hay dos escenas adicionales, tanto en la mitad como al final de los créditos.