El mundo del crimen y las consecuencias detrás de las acciones que tomamos Los primeros minutos de Wrath of Man acontecen en un plano filmado únicamente desde la bóveda de un camión blindado y captan el violento asalto del vehículo tanto en su interior como en su exterior, observándose este último de manera confusa desde una pequeña parte del parabrisas del furgón. A su vez, el sonido fuera de campo indicará que el atraco no salió como se esperaba. Tras los sucesos en cuestión y unos atractivos créditos, propios a los que Guy Ritchie suele acostumbrar, el primer intertítulo (la película está dividida en tres capítulos) presenta a H (Jason Statham, en su cuarta colaboración con el realizador británico), un frío hombre que está a punto de ser contratado en Fortico Securities, la empresa de seguridad de la que dependía la furgoneta asaltada al inicio de la película. Luego de pasar con lo mínimo un examen de aptitudes a cargo de su superior directo, Bullett (Holt McCallany, el agente Bill Tench en Mindhunter), H es efectivamente contratado, pero, tanto su comportamiento como una serie de nuevos asaltos que sufrirán los camiones de la compañía indicarán que no es precisamente quien dice, o al menos, demuestra ser. Sin muchos preámbulos, desde el momento cero se presume que H está en Fortico por algún motivo en especial que excede el interés laboral. Ni siquiera le importa disfrutar de los créditos recibidos por su inesperada implacabilidad -o sociopatía- para la protección de los furgones, que lo convertirán en un baluarte irremplazable para el dueño de la empresa, que hasta ve en él una seductora posibilidad de merchandising. De hecho, el humor casi involuntario que posee la película gira alrededor de ciertos estereotipos que se construyen alrededor de este tipo de compañías y su personal, tan presumiblemente reo como inefectivo a la vez. Por ejemplo, el conductor de los camiones, Boy Sweat Dave (el remador Josh Harnett, con una nueva resurrección cinematográfica), muta entre un aparente “tipo pesado”, un cobarde incapacitado y, finalmente, un aspirante a la más hilarante redención, casi percibiéndose que Ritchie fue quien mejor entendió que la posibilidad de que Harnett sea un héroe de acción, tal como se pretendía durante los primeros años de este milenio, era imposible. En efecto, el desarrollo de la película se vale fundamentalmente en develar las motivaciones de H, y es a través de ese eje donde se encuentra uno de los puntos fuertes de Wrath Of Man, que, mediante una narración fragmentada en constantes retrocesos y avances en el tiempo, y solo con mínimas confusiones a raíz de algunas idas y vueltas un tanto excesivas, logra mantener el suspenso notablemente, aún a pesar de la previsibilidad que podría llegar a tener el conflicto. De esa manera, todas las líneas temporales se unifican en un explosivo tramo final con todo lo esperable y necesario en este tipo de propuestas. Por otra parte, amén de que la película no descubra nada nuevo en el subgénero de las heist movies, resulta un consuelo que el director se haya desprendido de los abundantes caprichos artísticos que arrastraron los últimos años de su filmografía, decididamente acumulados en la abrumadora Los caballeros (The Gentlemen, 2019), donde Ritchie demostraba sin escrúpulos la autosatisfacción que le producían los films más icónicos de su carrera, con un guion casi reciclado y llevando al extremo la estilización pop de gangsters más preocupados por el outfit cool que por sus delictivos negocios. Contrariamente, aquí Richie evita caer en cualquier edulcoración invasiva que pueda esperarse según su registro, reinventando su estilo mediante la misma influencia del cine negro clásico que lo consagró y dejando de lado todos aquellos vicios que apagaron su frescura, principalmente mientras se dedicó a filmar con los grandes estudios. Hasta se podría decir que esta “independencia” no solo parte de la propia sombra del director sino también del confort que parece haber encontrado el cine de acción desde el poderoso fenómeno John Wick, referencia indiscutible al día de hoy para gran parte de las películas del género. Sin lugar a dudas, con Wrath Of Man no estamos ante una obra donde el desarrollo de los personajes ocupe algún tipo de peso (la frialdad e inexpresividad de Jason Statham ha llegado a niveles tan absolutos como su presencia en la película), pero tal como lo ha hecho Ben Affleck con Atracción peligrosa (The Town, 2010) o el debutante Christian Gudegast con El robo perfecto (Den of Thieves, 2018), Ritchie otorga otra más que correcta heist -y a su vez revenge- movie contemporánea carente de efectismos vulgares, pero no por ello ajena a un solvente entretenimiento para cualquier tipo de público.
Una superficial reinterpretación ideológica que asusta poco y nada La nueva versión de Nia DaCosta (Little Woods), escrita y producida por el redundante Jordan Peele, funciona como secuela -y a la vez reboot– de la película dirigida por Bernard Rose, basada en el relato “Lo prohibido”, de Clive Barker. No obstante, el único aspecto en común respecto a su antecesora espiritual (argumentalmente no tienen relevancia las secuelas de 1995 y 1999) es la apropiación nominal de esta perturbadora entidad. Desde que se dio a conocer que Peele estaría involucrado en el relanzamiento de Candyman no resultaba extraño intuir las riendas que podría adoptar esta nueva película, programada inicialmente para ser lanzada durante el 2020 y postergada a causa de la pandemia. Desde Huye (Get Out) al día de hoy, el realizador consagró gran parte de su sello autoral en las denuncias sociales que proponía para sus obras (tanto como director o productor), aunque con el pasar de cada título, estas perdían sutileza y lugar para la interpretación de manera significativa. Candyman no es la excepción y a pesar de que la dirección estuvo a cargo de una interesante Nia DaCosta, los intereses de Peele son los que tienen mayor peso en la película, con el agravante de que, en esta ocasión, dichas inclinaciones optaron por resurgir a un antagonista que no requería contaminarse de relecturas huecas y que subestimen al público de manera despiadada. La historia inicia situándonos en el año 1977, en el gueto de Cabrini-Green donde también transcurría gran parte de la película original. Este epílogo concede los primeros indicios de los nuevos conceptos que se abordarán durante el desarrollo y, además, confirma a priori la firma de Peele tras un hecho puntual que a pesar de no atentar contra el interés sí invita a temer por lo que pudiera suceder de allí en adelante. Tras la mencionada introducción, la acción nos traslada al año 2019, pasada una década de la demolición la última torre Cabrini de pie, presentándonos a Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista que busca resurgir en las esferas más elitistas del mundo artístico tras una exitosa obra que parece no poder superar, y a su novia Brianna (Teyonah Parris), directora de una galería de arte y gran responsable de que Anthony pueda desenvolverse en ese mundo. Ambos llevan una vida burguesa en nuevos y lujosos condominios construidos en Cabrini. Una noche, luego de que Anthony conozca a través de su cuñado el alterado mito urbano de Helen Lyle (Virginia Madsen en la obra original), el artista comenzará a investigar sobre Candyman con el fin de trasladar su historia a sus obras, decisión que claramente dará inicio al terror, o al menos a una sucesión de situaciones insulsas que intentarán responder por el género. Hay vagas alusiones a The Fly (David Cronenberg, 1986), alguna similitud referencial con Velvet Buzzsaw (Dan Gilroy, 2019) y aislados homenajes al clásico de Bernard Rose, ya que en realidad dicha obra solo sirve como excusa para que la nueva Candyman transite por un camino completamente distinto. Desde ya, es importante destacar que el problema no es reinsertar al personaje en un contexto actual, pero sí lo es hacerlo desprendiéndose de las notas fundamentales del icónico Candyman (son abismales las diferencias en ambas películas entre la elección de las víctimas y el porqué de sus muertes) y si la intención es brindar una propuesta que más que como entretenimiento, funciona como un manual didáctico del Black Lives Matter, independientemente de haberse realizado antes del asesinato de George Floyd. En definitiva, es una pena que el regreso de este querido personaje por los amantes del género quede afectado por las cuestiones expuestas, más si se tiene presente que varias decisiones formales ejecutadas por la directora Nia DaCosta resultan sumamente atractivas. Sin lugar a dudas, hubiera sido conveniente nombrar a Candyman solo 4 veces para evitar un despropósito que asusta poco y satura mucho.
Fragmentos a través del laberinto The Father, la ópera prima del dramaturgo Florian Zeller (nominada a 6 premios Oscar), adaptada de su propia obra teatral homónima, es un desgarrador relato sobre una de las enfermedades más crueles de la vejez en el que Anthony Hopkins concede una interpretación magistral. Un plano medio largo, con una iluminación casi teatral, encuadra frontalmente a Anne (una notable Olivia Colman, como de costumbre), bebiendo de una taza, devastada tras presenciar una violenta reacción de su padre, Anthony (Hopkins, único actor en el que pensó Zeller para el rol, motivo por el cual le atribuyó el mismo nombre de pila al protagonista de la historia), a quien ya no sabe cómo cuidar a raíz de una enfermedad degenerativa sin escrúpulos. Acto seguido, se coloca de espaldas a la cámara para lavarla hasta que, nuevamente de frente, seca la taza para apoyarla en una vajilla. Mal apoyada, la taza cae al piso y se destruye. Hay un pedazo de gran tamaño y otros trozos diminutos o casi imperceptibles que tratan de ser recogidos por Anne con dificultad (un pequeño fragmento vuelve a caerse al instante de que lo levanta) hasta que rompe en llanto. Resultaría difícil ignorar que The Father aborda uno de los mayores terrores que podrían impactar contra cualquier ser humano. A la hora de pensar en una enfermedad degenerativa como la demencia senil, se torna escalofriante imaginar cómo sería, por un lado, sufrirla a través de un ser querido, siendo cualquier tipo de contención casi inútil en virtud de la irreversibilidad del padecimiento. Como contrapartida, Zeller se posiciona principalmente en la propia víctima, aquel inolvidable padre interpretado por Hopkins y que durante el transcurso del film solo reconocerá mayoritariamente esa condición, despojándose de la realidad y conservando, únicamente, fragmentos de una identidad destruida, igual que aquella taza que impacta contra el piso. Tomando ese disparador, donde no resulta primordial el punto de vista de una hija, el relato se concentra en situar al espectador en una realidad que, aunque sabemos que no es tal, si lo es para aquel padre esclavo de su propia mente que pregunta permanentemente sobre su reloj (como si fuera el único elemento que le permite aferrarse a un tiempo real), muta entre la firmeza y la extrema fragilidad y, por momentos, ve rostros que aparentarían ser extraños tanto en su hija como en su yerno. Tal es así que lo que parecería ser en un principio una narración lineal, centrada en como una hija trata de cuidar a un padre que pierde progresivamente su memoria, se convierte en un confuso recorrido repleto de contradicción, en el que desconocemos relaciones, personajes, el pasado y, fundamentalmente, el tiempo exacto de los acontecimientos. Tal como lo ha expuesto su director, The Father apunta a que el espectador ocupe una posición activa frente al film, sumergiéndolo directamente en la cabeza de este atribulado protagonista. Para ello, el desarrollo no solo transcurre entre los inevitables tópicos de lo que podría considerarse un drama familiar, sino también como un thriller psicológico en el que el sentido podrá reconstruirse –casi- enteramente hacia el final de la película. En ese punto, el misterio otorga un atractivo agregado que equilibra la inevitable aflicción con la curiosidad propia de que se construya el rompecabezas, sin la necesidad de contrarrestar la tragedia con humor u otras decisiones típicas y desentonadas. Por otra parte, el espacio, de clara influencia teatral y prácticamente absorto a aquel departamento repleto de puertas (de hecho, aparecen en una cantidad impresionante de planos), materializa el agobiante laberinto en el que se ve atrapado Anthony. Y a través de ellas, más allá de lo que podrían significar implícitamente, es donde la solvencia del montaje exhibe su mérito, ordenando la narración de una manera sistemática para dar ingreso y egreso a los personajes durante toda la obra. The Fahter es una película dura, que difícilmente pueda dejar indiferente a alguien, y menos a todo aquel que haya experimentado de cerca este tipo de enfermedad. Sin embargo, su excelsa calidad interpretativa (es incuestionable que Hopkins es el claro merecedor del Oscar) y la brillante dirección de Florian Zeller, repleta de sensibilidad y vuelo artístico, hacen que estemos ante una película indudablemente enorme.
Entretenimiento que los fans de la película de Michael Jordan no podrán perderse Dirigida por Malcolm D. Lee, llega a los cines la secuela de Space Jam tras 25 años del estreno de su exitosa antecesora. Si bien la continuación no es para nada fundamental, logra entretener gracias a un carismático LeBron James, varios gags que funcionan y el regreso de los olvidados Looney Tunes. Años antes de su debut en el cine, la figura de Michael Jordan no solo representaba un éxito deportivo, sino también un éxito comercial. Algunas emblemáticas publicidades que protagonizó la ex estrella de los Chicago Bulls hasta supieron contar con la participación del emblemático líder de los Looney Tunes, Bugs Bunny, que comenzó a consolidar en los comerciales dirigidos por Joe Pytka una curiosa sociedad, principalmente favorable para el conejo y sus amigos, que no estaban pasando por un gran momento televisivo. Posteriormente, el polémico retiro profesional del astro deportivo en 1993 para comenzar una breve carrera en el beisbol (la decisión duró tan solo dos años), la necesidad desesperada de Hollywood porque Jordan llegue a la pantalla grande y las exitosas publicidades protagonizadas por el basquetbolista y la alocada caricatura concluyeron en Space Jam, el segundo -y último- largometraje dirigido por el mismísimo Pytka, que unía a Jordan junto con los Looney Tunes para enfrentarse a una amenaza extraterrestre en un partido de básquet. Si bien la película de Warner Bros. no fue del agrado de la crítica, se convirtió en un éxito de taquilla luego de lograr una recaudación mundial de 230 millones de dólares. 25 años después, la nueva película de Space Jam no llega ni por cuestiones nostálgicas ni novedosas para desarrollar, sino más bien para demostrar. Y aunque el producto funcione positivamente en sus rasgos generales, simplemente termina redoblando las intenciones publicitarias que poseía el film original. ¿A qué nos referimos? Michael Jordan ha funcionado en Hollywood como una condición sine qua non. Es decir, más allá de la idea de insertar a los Looney Tunes en una aventura hollywoodense, el foco principal estaba puesto en que Jordan tenga su película. Ese era el negocio y si el deportista hubiese optado por obtener una nominación al Oscar, probablemente el destino de Bugs Bunny, El Pato Lucas y compañía hubiese sido otro. De esta idea surge la primera particularidad de la nueva película de Space Jam. LeBron James, a pesar de su más que aceptable labor, es la excusa para rememorar un viejo clásico y punto. El factor sorpresa ya no reside en el protagonista, que también podía haber sido Stephen Curry a los fines de esta producción. Por otra parte, el contexto también es completamente distinto en relación a lo que significaba Warner en la década de los 90 y lo que significa, junto a toda la industria del entretenimiento, en el día de hoy. Mientras en el primer film podía resultar hilarante suponer que debajo de la tierra habitaban las emblemáticas caricaturas, orgullosas de ser propiedad del estudio en cuestión, hoy no resulta sorprendente el hecho de imaginar ese “submundo” pero rodeado de algoritmos y servidores que representan en distintos universos a las franquicias más importantes de la compañía. Bajo estos parámetros, ya introducidos en Ready Player One (Steven Spielberg, 2018), Space Jam: Una nueva era busca demostrar el poderío de Warner y todo el contenido que tiene por ofrecer, puntualmente en la flamante plataforma de streaming, HBO Max. Dicho esto, más allá de la abrumadora publicidad (camuflada bajo simpáticas referencias) en la que se desenvuelve la película de Malcolm D. Lee, hay un entretenimiento más que correcto e ideal para la pantalla grande, que hasta se anima a potenciar falencias de su predecesora, puntualmente en lo atinente a las relaciones humanas. Mientras en la película de Pytka Jordan limitaba casi todo su protagonismo a la interacción con los Looney Tunes, ahora existe un conflicto familiar alrededor de LeBron y su hijo (Cedric Joe), sobre el cual se construye gran parte de la trama. Por otro lado, la narración funciona de manera más pausada y se toma su tiempo para desarrollar a sus protagonistas, al histriónico villano (Don Cheadle) y el partido final, en el que la lograda opulencia visual adquiere un peso absoluto. En cuanto a los Looney Tunes, no hay grandes diferencias en cuanto a la participación que han tenido en la primera película, siendo que el homenaje a las caricaturas se construye fundamentalmente sobre las bases del film de Pytka más que sobre el extenso universo televisivo que los ha consagrado. En ese sentido, la injustamente vapuleada Looney Tunes: Back in Action (Joe Dante, 2003) ha sido la producción que más se ha preocupado por homenajear de manera absoluta a estos icónicos personajes. Sin lugar a dudas, limitándonos a la relación con la película protagonizada por Michael Jordan, Space Jam: una nueva era resulta una propuesta superior en términos generales pero que carece del contexto que ha hecho tan especial a su antecesora, hecho que probablemente influya negativamente en su recuerdo a lo largo del tiempo. De todas maneras, el nuevo reclutamiento de los Looney Tunes logra ser un entretenimiento más que satisfactorio gracias a un conveniente y fresco LeBron James, logrados efectos visuales y gags que suelen funcionar (es clave ignorar los cargados trailers, puesto que anticipan muy buenos momentos), aún en los momentos en los que el poderoso marketing es un protagonista más.
Scarlett Johansson en la primera película en solitario de Viuda Negra Con un retraso considerable, tanto por decisiones ejecutivas de la factoría Marvel como por la pandemia de COVID-19, llega finalmente a los cines Black Widow, la película en solitario de la heroína interpretada por Scarlett Johansson. Si bien el film no logra subsanar del todo las falencias con las que ha contado el personaje en producciones anteriores, ni ellas ni el enorme desafío de ¿presentar? a la agente rusa tras casi dos años del estreno de Avengers: Endgame atentan contra el entretenimiento garantizado que suelen asegurar este tipo de propuestas. Durante toda su participación en el Universo Cinematográfico de Marvel, Natasha Romanoff, alias Black Widow, ha sido víctima tanto del protagonismo absoluto de los superhéroes varones que hicieron al MCEU gran parte de lo que es, como de las decisiones argumentales que han girado alrededor de su personaje. Claro está que el problema no es Scarlett Johansson, una actriz de indiscutible talento que, principalmente luego de este film, consolidará de manera positiva su marca en una franquicia sin precedentes (con todo lo bueno y malo que ello implica). No obstante, el foco de la implacable agente rusa ha sido absorbido, casi de manera absoluta, por lo visual, tanto en secuencias de acción como en constantes poses que hasta son objeto de gags en esta nueva película. Sí. No caben dudas de que la ausencia de una historia en solitario puede obstaculizar la composición de un personaje que ha estado presente en varias de las películas más importantes de Marvel, alrededor de varios protagonistas que fueron introducidos de manera exclusiva. Sin embargo, dicha carencia podría haber sido explotada para que todos los misterios que giran alrededor de esta subestimada heroína provoquen interés en profundizar sobre sus inicios. En cambio, la nueva película de la directora australiana Cate Shortland llega (de manera tardía) por cuestiones de agenda y no por la necesidad de conocer más sobre Romanoff. En razón de los sucesos ocurridos en Avengers: Endgame, donde reservaron toda la majestuosidad para Tony Stark/Iron Man, relegando el “fin” de la vengadora en cuestión a una de las escenas más absurdas de la franquicia, Black Widow nos sitúa luego de que el “Team Cap” decidiera violar los Acuerdos de Sokovia en Captain America: Civil War. Tras dicha decisión, Natasha se convierte en fugitiva y comenzará a involucrarse en cuestiones de su pasado, puntualmente ligadas a sus 13 años de edad (versión del personaje interpretada por Ever Anderson), mientras vivía en la ciudad de Ohio con sus padres Alexei (David Harbour) y Melina (Rachel Weisz), junto a su pequeña hermana Yelena (Violet McGraw). El film comienza presentando a esta atípica familia mediante una gran escena, digna de cualquier thriller de espionaje, para luego -tras unos atractivos créditos iniciales en los que suena el solemne nuevo cover de “Smells Like Teen Spirit” interpretado por Malia J– trasladarnos 21 años después. En ese momento, las hermanas unirán fuerzas para enfrentarse al despreciable General Dreykov (Ray Winstone), jerarca de las Fuerzas Armadas Soviéticas y supervisor de un programa destinado a lavar el cerebro de jóvenes mujeres para convertirlas en asesinas letales. Si bien no faltan los clásicos elementos que han atravesado todas y cada una de las producciones del Universo Marvel, desde espectaculares escenas de acción hasta numerosos gags que suelen funcionar (especialmente en cada participación de David Harbour), Black Widow no ha sido suficiente para redimir al personaje de los casi inexistentes rasgos identitarios que presentó desde su introducción en Iron Man 2. Es decir, ¿cómo puede revertirse en una sola película el desarrollo de un personaje que ha sido esencialmente secundario, que solo ha contado con escenas de acción, planos destinados a resaltar la figura de Scarlett Johansson y un final que, lejos del efecto épico y más allá de sus buenas intenciones, terminó generando risas involuntarias? Si este interrogante en algún momento ha sido tenido en cuenta, podría decirse que ha sido un punto que han buscado resolver (amén de que el fanatismo por sugerentes planos de Johansson continúe vigente, aún con una directora mujer y la mismísima actriz como productora ejecutiva), tanto en la ejecución de la cálida y dinámica relación (adulta) de Natasha y su hermana Yelena (la gran Florence Pugh, en una significante y alentadora adición al MCEU), como en aquellos momentos que buscaron definir a Romanoff como la columna vertebral de Los Vengadores. Si bien estas decisiones han sido favorables a la protagonista, el balance final de la heroína entre sus participaciones y su película propia es, al menos, olvidable. En definitiva, en Black Widow hay entretenimiento, acción al mejor estilo Marvel, personajes entrañables y un decente cierre para La Vengadora rusa. A pesar del retraso cronológico con el que ha contado su producción, al menos consigue despertar el interés y dar inicio en cines a la Fase 4 del MCEU, que continuará con Eternals, de Chloé Zhao, el próximo noviembre. N.B. La película cuenta con una importante escena post-créditos (no en medio de ellos) que dará cuenta de los conflictos venideros en las siguientes producciones.
Cine con realismo mágico Una caseta es descubierta en el abismo de la noche y de la selva filipina. Su ubicación, sumamente extraña si se la analiza en relación a la geografía que la rodea, (re) despierta las supersticiones de los aldeanos del lugar que, frente a lo desconocido, meditan como enfrentarse a esta amenazante estructura mientras, a su vez, uno de ellos también anticipa el peligro de esta construcción desde las imágenes de sus propios sueños. Posteriormente, el escenario se traslada abruptamente hacia el interior de un departamento en la ciudad de Montevideo. Una mujer bien posicionada económicamente vive allí y es observada desde una cercanía amenazante por un joven que está en el interior del lugar. Chico, el presunto intruso, es un humilde marinero de un ostentoso crucero patagónico que, en un lugar recóndito del barco, mantiene oculta una puerta que parecería idéntica a cualquier otra, pero que posee la particularidad de ser un portal al departamento de la presunta mujer burguesa. La ópera prima del ya interesante realizador uruguayo Alex Piperno se vale del disparador fantástico para entretejer los tres disímiles mundos en cuestión (con una clara influencia del escritor también montevideano Mario Levrero) y dar lugar a contemplaciones, transiciones y acercamientos que intercalan entre la inseguridad por lo desconocido y una tierna inocencia, propia de personajes tan fantásticos como el portal que los relaciona, pero que nunca se distancian del realismo al que se sujeta la narración y la delicada puesta en escena, favorecida por la construcción de cuidados planos fijos (de hecho, toda la película mantiene a la cámara inmóvil) y una imponente fotografía a cargo del ya experimentado Manuel Rebella. Valiéndose de las reflexiones de sus constantes viajes en barco de Buenos Aires a Montevideo y viceversa, el realizador uruguayo compone un relato donde las distancias no se miden entre puntos que las delimitan, sino entre búsquedas que, a pesar de no definir deseos concretos, sí responden a la inquietud de acercarse a otras posibles realidades que anhelamos, esquivamos o que fuerzas indescriptibles nos incitan a conocer. Si bien estamos ante una producción donde lo experimental prevalece por sobre lo argumental, la película de Piperno resulta estimulante aún si nos detenemos en importantes riesgos que podrían atentar contra el efectismo seguro, tales como prescindir del movimiento de cámara o no utilizar ninguna musicalización que pueda opacar los sonidos propios de espacios que no solo resaltan por el impacto que causan visualmente tamaños contrastes geográficos y de clase, sino también por el poderoso nivel de detalle que ostentan. De notable paso por Berlinale (donde tuvo su premiere internacional y obtuvo el Tagesspiegel Award) y el pasado Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, entre otros, Chico ventana también quisiera tener un submarino es un más que satisfactorio debut en el largometraje de Alex Piperno, que apuesta a resurgir y reinventar lo fantástico con una frescura innovadora e irresistible.
Una valiente historia ruidosamente ejecutada El nuevo largometraje de Alejandra Heredia, estrenado en salas argentinas, es un thriller que a pesar de contar con los elementos suficientes para ser una propuesta tan atractiva como reflexiva, se estanca en diversas decisiones formales y argumentales que, posiblemente, confundan e irriten al espectador. Carla (Paula Carruega) y Gustavo (Joaquín Ferrucci) son una ex pareja que culminó su relación tras la desaparición del pequeño hijo que tenían en común. Carla es psicóloga forense, aunque en el presente solo se dedica a atender de manera particular, con una actitud fría y distante hacia sus pacientes. Pero hace no mucho tiempo, la casi absoluta protagonista de la historia llevaba a cabo de manera decidida su especialidad en una fiscalía penal. A través de pequeños flashbacks, la película se detiene en uno de los últimos casos tomados por Carla, mientras protegía a una joven captada en una red de trata de personas. Presuntamente, ese caso podría estar vinculado a la desaparición del menor, a quien Carla perdió de vista por unos segundos en una plaza pública. Tras ese fragmentado contexto que se irá presentando en la primera parte del film, el conflicto surge una vez que en el turbado presente de la pareja protagónica aparezca la foto de otra niña perdida, tomada pocos días después de la desaparición del hijo de ambos. Esta pista conducirá a Carla y Gustavo a la casa de los padres de la niña, Inés (Ana Celentano) y Horacio (Manuel Callau), un matrimonio de clase alta tan convulsionado como inquietante. A su vez, en los alrededores de la casona que albergará a Carla y Gustavo, ronda una vidente (Victoria Carreras) que busca a su nieta desaparecida y desconfía de Horacio. La película dirigida y producida por la realizadora nacional Alejandra Heredia (Hacer la vida), y escrita conjuntamente junto con Marcela Marcolini, presenta a priori todos los tópicos propios de un thriller. De hecho, el desarrollo de la película responde claramente a la estructura habitual del género, aunque de manera muy temprana surjan factores que puedan alejar al espectador de las sensaciones que deberían ser habituales en un thriller mínimamente correcto. En primer lugar, antes de que surja el disparador sobre el que se concentrará todo el relato, se presentan algunas situaciones o diálogos que parecerían haber sido pensados de manera aislada e insertados posteriormente en la historia, como si cada escena solo se ocupara de asentar de manera explícita la denuncia que corresponda al pasaje del film, sea a un victimario o las mismas instituciones que día tras día quedan expuestas en este tipo de casos. Si bien la historia logra encontrar un eje único tras la llegada de Carla y Gustavo a la casa de Inés y Horacio, el mismo solo concede una unidad de decisiones en la anécdota narrativa, pero cada una de ellas, amén de responder a un criterio específico, desconectan, confunden y hasta evidencian cierta subestimación hacia el espectador. Por ejemplo, que la primera línea de un personaje de clase alta consista en disculparse por no contar con servicio doméstico disponible, adhiere a una estereotipación poco conducente y seria para un texto que busca profundizar en una temática tan sensible como la trata de menores. Por otra parte, también resulta extenuante la utilización del diálogo (uno de los elementos más caóticos de la película) como medio para resaltar la victimización de los protagonistas. La tragedia por sí misma debería resultar suficiente para que el espectador sufra a la par de Carla y Gustavo, pero, sin embargo, cada línea que se focaliza en aclarar la falta de ayuda o dejar en claro que “las personas no desaparecen” (a pesar de que adhiramos al sentido de la frase) reduce a la película al estrato más elemental e inconsistente de la denuncia. Tampoco se presume acertada la decisión argumental de que haya aproximaciones de lo fantástico en la aparición de una vidente que, tras ser presentada como tal (antes que como abuela de una joven desaparecida), insinúa una participación casi inevitable en lo que podría ser el clímax del film. Claro está que cualquiera podría coincidir en que ante estos casos es más fácil adherir a milagros o a la creencia en lo fantástico antes que en la efectividad de las instituciones estatales. Pero cinematográficamente, la cuestión dista de funcionar. En líneas generales, la historia de Ojos de arena cuenta con los suficientes lugares y giros para posibilitar un thriller atractivo, y aunque las intenciones de la obra sean loables y valientes, la mayor parte de la película se ve opacado por absurdas decisiones que, aunque se encuentran inmersas en lo que parece intrascendente, terminan prevaleciendo en todo el film como consecuencia de la reiteración y el innecesario melodrama efectista.
Entre la contemplación y la apatía Nomadland, la premiada y aclamada película de Chloé Zhao (firme candidata para el mayor galardón en la venidera edición de los Oscars) es un viaje intimista y reflexivo que embellece lo desgarrador a través de un relato que tiende a la conexión absoluta o a la distancia irreversible. Nomadland es una película en que la indagación, como idea disparadora, ocupa un rol preponderante. Hay búsquedas casi desesperadas como las que dirigen a Fern (Frances McDormand) y su mini-van a través de diversos abismos de la América profunda, obligada a reinventar su idea de hogar tras golpes como la pérdida de su marido, de su trabajo y, claro, de su casa, tras el cierre de la minera US Gypsum y la consecuente desaparición del pueblo de Empire, Nevada. Por otro lado, la última película de Chloé Zhao también indaga en búsquedas más intimistas, relacionadas a la elección de un estilo de vida nómada que se halla en tensión con la tiranía del dólar y del mercado, tal como sostiene en el film el gurú espiritual del nomadismo, Bob Wells, quien se interpreta a sí mismo. En definitiva, más allá de si este curioso modo de vida minimalista surge como única alternativa a raíz de un sistema feroz (la película es una adaptación de “Nomadland: Surviving America in the Twenty-First Century”, novela no ficcional de la periodista Jesica Bruder sobre personas mayores que adoptaron el estilo de vida nómade tras el impacto de la Gran Recesión del 2008) o como una elección libre que responde al deseo de conectarse con la naturaleza, Nomadland se desarrolla en aquel designio de exploración con la propia convicción de una realizadora que, desde sus primeros largometrajes, optó por explorar mundos olvidados y, prácticamente, fantasmas. Claro que hay un mérito notorio de la realizadora para evitar airosamente los golpes bajos propios de un relato en el que sus tópicos centrales resultan más bien desgarradores. Pero esa acción máxima de búsqueda que Zhao traslada hacia sus personajes, en muchas oportunidades, es explorada a través de decisiones que pueden resultar apáticas para aquel espectador que necesite, no que sucedan cosas, pero sí aferrarse a una idea concreta. En ese sentido, que la estructura de Nomadland mute entre la ficción y el registro documental, no implica necesariamente un problema para conectar con la obra. Sí, en cambio, conlleva una mayor dificultad que el impacto emocional propuesto por la directora resulte efectivo, ya que el desarrollo se concentra únicamente en el viaje de Fern a través de un acompañamiento rodeado de encuentros casuales, y aunque cada uno de ellos se centre en un eje temático concreto (que puede variar desde el testimonio de personajes como Linda May -también interpretada por ella misma-, que prestan su voz para referir al impacto de la recesión económica, hasta el debate sobre este estilo de vida minimalista y las posibilidades que ofrece), ninguno es explorado lo suficientemente como para fortalecer aquella premisa reflexiva, propia de una road movie en la que el lirismo propio de Terrence Malick es recurrente. Por citar un antecedente, Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007), que también abordaba el viaje de un joven que deseaba desprenderse de lo material, amén de no partir de la idea del nomadismo en cabeza de los olvidados, lograba acercarse con mayor calidez a los vínculos que Christopher McCandless (Emile Hirsch) construía en su camino y que, finalmente, serían fundamentales para la famosa conclusión final del protagonista. Claro que aquí el viaje de Fern es distinto y sus reflexiones, mayormente evidenciadas en lo gestual y no a través de una frase casi testamentaria, se encuentran condicionadas por un pasado irrecuperable. Sin embargo, aquel efectismo del que Zhao busca desprenderse acota las posibilidades de entregarse por completo al relato. Probablemente –y como casi todos los años-, Nomadland sea una víctima más de sus propios resultados, materializados en infinidad de premios y críticas aduladoras, que finalmente repercuten de manera negativa en el espectador, decepcionado tras la promesa de una experiencia casi única. No obstante, la trilogía temática de Chloé Zhao, tras Songs My Brothers Taught Me (de 2015 y actualmente disponible en MUBI) y The Rider (2017), concluye en una más que interesante propuesta que, seguramente, será más cercana para aquellos que busquen disfrutar el virtuosismo de una autora que para quienes prefieran una conexión más intensa, identificable en mayor medida en otra gran candidata de esta temporada de premios como El padre (The Father, 2020).
Cuando los interrogantes son protagonistas Un crimen común, la última película de Francisco Márquez (La larga noche de Francisco Sanctis) es una incómoda historia que, con eje en los abismos entre estratos sociales, indaga alrededor de diversas –y complejas- reflexiones. Con acotada distribución, llega a los cines locales tras su paso en 2020 por Berlinale y el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Todo lo que sucede en y tras Un crimen común es político. Claro que hay quienes entienden a todo film como político, pero quienes se opongan a dicha premisa, sin embargo, podrían coincidir en que la nueva obra de Francisco Márquez alude, tanto en la forma como en el contenido, a un cine que busca transformar, más que con acciones –al menos, en primera instancia- con preguntas. Lo fundamental, quizás, es detenerse en cuáles son los interrogantes que surgen tras el último –y memorable- plano de la película. Los créditos iniciales se intercalan con el recorrido de un tren fantasma, rodeado de bruma, icónicos monstruos y oscuridad. Son dos niños los que, entre probables risas y gritos que no oímos, “escapan” de aquel terror artificial hacia la luz del día. Uno de esos niños es hijo de Cecilia (Elisa Carricajo), una socióloga y profesora de la universidad pública que aspira a un cargo como Jefa de Trabajos Prácticos. La primera aproximación al personaje de Cecilia, si pensamos en la idea de inevitables interrogantes que surgirán tras la película, justamente, inicia con una pregunta, que, en el marco de la cotidianeidad, podríamos encuadrar como “preocupación”: “Podría festejar acá el cumple, ¿no?”, refiriéndose al cercano cumpleaños de su único hijo. Acto seguido, Cecilia ve como unos efectivos de la Gendarmería zamarrean a un joven, presumiblemente desprotegido y con una gorra en la cabeza, por no pagar la entrada al parque. Inmediatamente, la protagonista reacciona cuestionando el accionar de los agentes: “¿Por qué lo están empujando?”. El conflicto se disparará luego de que una noche lluviosa, Cecilia escuche suplicando fuera de su casa a Kevin (Eliot Otazo), un joven de 15 años e hijo de Neba (Mecha Martínez), la empleada doméstica que trabaja para ella. Tras ver a Kevin (por segunda vez, siendo que la película presenta un encuentro anterior) lastimado, con su gorra en la cabeza y escapando de sirenas, Cecilia opta por asumir un rol que, producto del pánico, la convierte en espectadora de la desesperación del joven. Al día siguiente, se confirmará que Kevin fue asesinado por fuerzas de seguridad. De una primera reacción protectora en el parque de juegos, la cual no involucró mayores sobresaltos, ahora la duda se torna inevitable: ¿Qué debió haber hecho Cecilia? ¿Puede comprenderse su accionar o, más precisamente, su inacción? El desarrollo posterior –y absoluto- del personaje de Cecilia es el que le interesa a Márquez, acompañándola en todo momento y dotando a la historia de notorios signos que exploran la psicología de la protagonista. En efecto, no estamos ante un cuestionamiento explícito al personaje principal, aunque sí frente a una reflexión que, como ha explicado oportunamente su director, indaga entre la práctica y la teoría; una teoría en la que, en primera oportunidad, como profesora, Cecilia se muestra imponente, tanto a la hora de corregir a sus alumnos como también a la hora de explicar –o prácticamente recitar- a los autores que profundiza con armoniosos métodos de estudio. Pero a su vez, una teoría que se desmoronará progresivamente a raíz del propio desmoronamiento emocional (e identitario) de Cecilia, ejecutado mediante una puesta en escena que se vale de la re-imaginación de los espacios y lo que acontece en ellos (por ejemplo, mientras Cecilia estudia en su casa o se encuentra en un bar con dos alumnos para asesorarlos sobre una exposición) o de elementos propios del terror. En definitiva, Un crimen común transita por el dilema, la culpa, el abismo entre clases y el quiebre definitivo de estructuras cotidianas a través de un sólido ejercicio que, más que detenerse en la mera representación de una realidad a modo crítico, se empeña en construir formas que, sin dudas, desencadenarán en el espectador a través de preguntas incómodas, pero necesarias.
Una lograda e intensa historia de revolución y traición La película nominada al Oscar, Judas y el mesías negro, es un auspicioso debut en Hollywood del director Shaka King que, con las solventes interpretaciones de Daniel Kaluuya y Lakeith Stanfield, desarrolla la historia real de Fred Hampton, presidente del Black Panther Party en Illinois, y William O’ Neal, un ladrón de poca monta convertido en informante del FBI. Desde ya, cabe aclarar que el margen para no incurrir en spoilers a la hora de hablar de esta película es, prácticamente, nulo. Desde el título de la obra, donde la dualidad Judas/Mesías augura un destino ineludible; por ser una historia conocida y que, en caso de desconocerse, es inevitable comprender en ínfimas líneas tras una superflua investigación previa del film o, simplemente, porque la incorporada comprensión del lenguaje cinematográfico vaticina desde antes de los créditos iniciales un final inexcusable. Aclarado este punto, que comprendemos –en esta ocasión- debería resultar intrascendente, se libera el camino para detenerse en el desarrollo de la película, que, aun careciendo de la tan sobrevalorada sorpresa, otorga un criterioso thriller biográfico, dotado de un notable desarrollo en sus protagonistas (o secundarios, si nos adherimos al inexplicable criterio de La Academia para desplazar de la categoría principal tanto a Kaluuya como Stanfield) y una permanente intensidad, sustentada en la dinámica narración y en una puesta que no requiere de golpes bajos o explicitud para inquietar al espectador. La historia transcurre a fines de la década del 60 y se detiene en Fred Hampton (Kaluuya, protagonista de Huye), miembro de los Panteras Negras tanto a nivel local en la ciudad de Chicago (Illinois) como a nivel nacional, ocupando el cargo de Vicepresidente del partido. Tras las violentas muertes de exponentes de la lucha racial como Malcolm X (1965) y Martin Luther King (1968), organizaciones afroamericanas como los Panteras, sin ignorar el énfasis en el trabajo social en sectores vulnerables carentes de alimentación, salud y educación, comenzaron a consolidar la idea de la lucha revolucionaria. En ese contexto, figuras como Hampton se apoyaron en la doctrina marxista-leninista, profesando a líderes de izquierda como Ernesto Guevara y Mao Tse-Tung. Ante la inminencia de una revolución armada incontrolable, el por aquel entonces indeclinable director del FBI, J. Edgar Hoover (Martin Sheen) busca neutralizar la amenaza bajo cualquier costo, oportunidad en la que el agente Roy Mitchell (Jeese Plemons, AKA el Matt Damon villanesco) encuentra el as perfecto para el inicio de la operación en William O’ Neal (Stanfield, mano derecha de Benoit Blanc en Knives Out), un precario delincuente afroamericano de automóviles que utiliza como principal ardid hacerse pasar por agente federal para concretar sus robos. Mitchell ofrece a O’Neil una alternativa que, instantáneamente, parece irresistible: infiltrarse en la organización dirigida por Hampton para evitar la prisión. El preludio del film no solo anticipa el eje de la historia, sino que además dota de signos notorios a un antagonista repleto de conflictos internos. Desde el vamos, el “Judas”, más allá de su potencial condición de traidor, se presenta como un sujeto pasivo que reconoce el poder de una placa y cede ante él, además de irradiar una indiferencia tan particular que va desde admitir no haber pensado en la muerte de Luther King o, por total insinuación de un blanco, creer que la muerte de Malcolm X “pudo” llegar a molestarle. Un gran punto a favor de Judas y el mesías negro es el logrado equilibrio final en el desarrollo de los dos –insistimos- protagonistas. Hampton, retratado como un impecable orador y vehemente revolucionario (con todo lo bueno y lo malo que ello pudiese implicar) en ningún momento es utilizado como un elemento panfletario propio de tiempos del Black Lives Matter. Claro está que tanto su rol de mesías como los inescrupulosos rasgos que recaen en el agente Mitchell o el mismísimo Hoover afirman la empatía del espectador hacia el personaje de Kaluuya. Sin embargo, más allá de la obviedad, en ningún momento nos encontramos ante una oda a la revolución armada. De hecho, la historia de amor de Hampton y Deborah Johnson (Dominique Fishback), de gran peso en la película, evidencia las consecuencias del rol asumido por el líder revolucionario. Por otra parte, alrededor del personaje de O’Neil se presentan las evidentes situaciones propias del género, casi como un Donnie Brasco, de Mike Newell (1997), pero a la inversa: mientras aquel icónico personaje de Johnny Depp se batía entre la dicotomía trabajo/vínculo emocional, el que interpreta aquí Stanfield repudia cualquier tipo de conexión con Hampton o la causa por la que este lucha. Las motivaciones, únicamente, pasan por temor y el sueño de un estilo vida inalcanzable, aunque… ¿no forma parte de un problema estructural el hecho de anhelar a cualquier precio la vida de un blanco privilegiado? Judas y el mesías negro, aun contando con todos los requisitos necesarios para ser una nominada a la estatuilla principal (al igual que El juicio de los 7 de Chicago, con la cual hasta podría realizarse un doble programa teniendo en cuenta el contexto socio-político que aborda) en ningún momento pierde la identidad de un gran thriller, hecho que, en tiempos donde el énfasis en lo explícito tiene un rol preponderante, implica un gran debut de Shaka King en las ligas hollywoodenses.