Si la tarea de escribir la opinión sobre una película encontrara la horma de su zapato, seguramente sería “El crítico”. No porque se trate de un espejo directo en el cual reflejarse; sino por cierta minuciosidad en la composición del personaje central. Éste, encarnado por Rafael Spregelburd, está dibujado, o delineado, con el mismo tipo de clichés a los cuales se refiere él a la hora de “odiar” el género romántico. Es más, cualquiera que repase un poco la serie animada “The critic” (1994-95) tendrá a flor de piel varias de las características de Víctor Tellez. Hosco, mal llevado, algo neurótico, cinéfilo a morir y, por supuesto, lleno de humor (para los que lo ven de afuera), el hombre no está pasando por un gran momento. Su vida privada se muestra caótica, sin rumbo ni pareja, y en cuanto a lo profesional, hay hasta cierto desgano. Una pasión apagada salvo cuando habla de Godard. Hasta allí podría ser alguien salido de una novela negra, pero “El crítico” es una comedia romántica de modo que cuando una chica se cruza en su vida todo ese caos se revuelve aún más hasta tomar el nunca bien ponderado camino de los lugares comunes. Dado que el guión no oculta su deseo de transitar por las fórmulas archiconocidas del género, más bien lo contrario, el director Hernán Guerschuny lo lleva a fondo como para que quede claro que además de reírse de sí mismo, se trata de hacerlo con fundamentos sólidos. Esta es una película que divierte y muestra un costado poco común en el cine. Hay algunos detalles curiosos. Que aparezcan algunos críticos conocidos en nuestro medio obedece más a un guiño interno que se codeará con al absurdo total cuando esos individuos pasen por la Asociación Argentina de Actores a cobrar el cheque. Imposible no imaginarlo mientras vemos las escenas filmadas en el microcine Vigo. También tenemos en Tellez a un tipo cuyos pensamientos u observaciones mordaces son en francés (¿?... ah, cierto que le gusta Godard). ¿Para ir por festivales o mostrar las virtudes políglotas de Spregelburd? ¿Qué importa? Está bien hecha, lo cual es un montón para el género de comedia de estos tiempos.
Probablemente dentro de mucho tiempo, quién haga una revisión minuciosa del cine argentino de los últimos 15 años, pueda concluir (con grandes posibilidades de estar en lo cierto) que estos han sido años en los cuales la reconstrucción del pasado reciente, en especial el de los años de plomo, fue la temática principal del género documental rodado en nuestro país. Sería inútil nombrarlos a todos porque también es una forma de meter la calidad dentro en la misma bolsa, pero se entiende (espero) el punto. Gracias a este “entrar en detalle” de las obras vistas podemos descubrir en “Santa Lucía”, estrenada esta semana, otro de los tantos eslabones que colaboran a formar la cadena histórica necesaria, fundamental e insoslayable, para fortalecer el ejercicio de la memoria e indispensable para no cometer los mismos errores. La realización de Andrea Schellemberg se centra en la pequeña localidad del título, situada en la provincia de Tucumán. Las sólidas imágenes del comienzo dan cuenta del paso del tiempo (y del olvido), además de cierto estado de abandono. Fue allí donde se instaló el ejército en épocas en las cuales su “misión” era la de combatir la guerrilla de la zona rural un par de años antes del nefasto marzo de 1976 y posteriores. Lucía Aguilar es quien eleva su voz en forma de preguntas para reconstruir, comenzando con la desaparición de su tío Pedro, aquél momento signado por la violencia y el terrorismo de Estado. La cámara la sigue mientras ella interactúa con sus vecinos o allegados, algunos de los cuales todavía se resisten a hablar del tema, o contar lo que saben, como si aún sobrevolara el fantasma del “no te metas”. A medida que transcurren los minutos la elocuencia de las imágenes del lugar, como símbolo de la fragilidad social, se debilitan al entrar la obra en el facilismo de apoyarse en los testimonios. Es una forma de situar al espectador en lugares más acotados, pero ir de un ingenio abandonado a la cocina de una casa no siempre sirve para dimensionar. También es verdad que la riqueza del contenido histórico reside precisamente en las palabras del presente por lo que debería tender a balancear la falta imágenes que cuentan. En todo caso, el resto está provisto por el material de archivo del canal 12 de Tucumán o canal 10 de Córdoba, ya vistos en otras producciones como “SMO, el batallón olvidado” de Marcelo Goyeneche, pero útiles a contrastar la gente de antes con la de ahora. “Santa Lucía” es un documental que responde a los cánones de esta forma de contar la historia, pero sobre todo al interés por transmitirlo a las próximas generaciones demostrado en la escena en una de las aulas de la Escuela 390 en la cual vemos a chicos de primaria atentos a una clase sobre la guerrilla en Tucumán en general y sobre la localidad de Santa Lucía en particular. Visualmente no hay novedades, pero su trascendencia como documento logra por momentos esquivar ese aspecto del análisis.
Propuesta de juego dual entre la maravilla de la imagen y la inmutabilidad del paisaje Lucas Riselli, recuerde este nombre. Será difícil encontrar directores de documental con tanta sensibilidad y conexión por el lugar que retrata (en éste caso la puna norteña), su gente, su entorno pero, sobre todas las cosas, porque toda esa percepción antropológico-geográfica es entregada sin concesiones al instinto del artista detrás de la cámara. En los primeros seis minutos de “En la puna” (hasta que con fondo negro aparece el título) el realizador propone un juego dual entre la maravilla de la imagen y la inmutabilidad del paisaje. Hay un secreto para esa dualidad presente en el imaginario del espectador: la duración de cada toma. La gran decisión de la compaginación pone al espectador en estado contemplativo con la dosis justa para la observación hasta que se produce un “click”, un disparador que hace abandonar la admiración por las tomas panorámicas para entrar directamente en un estado de minimalismo puro al entender que toda esta geografía está tan quieta como activa desde hace miles de años, inerme al hombre o sus problemas para llegar a fin de mes, salvo, claro, que éste forme parte de esa eternidad. El ser humano, chiquito e insignificante ante semejante muestra de poder de perdurabilidad, es mostrado con la simpleza de otra toma panorámica en la cual, casi sentado sobre un horizonte imaginario, el hombre se rinde. Se adapta. Acaso canturrea un poco para no sentirse solo, conformando otro de los grandes aciertos de la obra. La banda de sonido es el viento, la lluvia, la fauna (gallo ronco incluido), y finalmente alguna fiesta entre los lugareños con bombos o cantos. Luego del título, el paisaje se irá achicando con el nuevo amanecer. El gran angular le da paso a un teleobjetivo para poder observar más de cerca. Los habitantes de Pozuelos, provincia de Jujuy (a 4000 metros sobre el nivel del mar) pueden o no entrar en cuadro. Parece desprolijo, pero después de ver tanta minuciosidad para ubicar la cámara es imposible no pensar eso como una decisión. Los habitantes no están fuera de cuadro, simplemente eligen o no entrar en éste recorte. En este registro momentáneo de la realidad. Así irán creciendo los planos detalle (que tampoco son aleatorios), junto con la capacidad del espectador de adaptarse fácilmente a la propuesta. ¿Para qué hablar? Para qué desconectar el realismo esta obra con una banda de sonido, si el silencio funciona también como una elegía. En todo caso, hasta el humor aparece naturalmente cuando, pasados los treinta y pico de minutos, la radio local le pone horóscopos exultantes y prometedores de riqueza mientras los habitantes en sus casas de adobe enfrentan su cotidianeidad. “En la puna” transmite la amable sensación de pertenencia. El retrato de dos o tres hombres y mujeres (o todos juntos, en fiesta, en misa, etc.) como muestra del despojo de bienes materiales en consecuente mancomuno con el entorno, da cuenta de una certeza ineludible al tratar de interpretar la intención del guión: los ácronos habitantes de Pozuelos con sus usos y costumbres han estado así durante siglos, excepto por alguna tenue influencia occidental. Religión, idioma, la forma de vestirse en contraste con el pasado… la química de la imagen cinematográfica con la obra en sí hace que una bicicleta resulte un objeto extraño. Este documental ofrece la posibilidad de conocer la historia de un lugar con su gente mediante el sano ejercicio de tomarse el tiempo para observar. Algo así sucede con el cine de Terrence Malick que logra esos estados cuando cuenta con la calma y la predisposición del espectador al cual no le queda otra que emocionarse y reflexionar, o levantarse e irse. Esa elección marca la diferencia. Más allá del guión, dirección e incuestionable pericia con la cámara y la fotografía de Lucas Riselli, hay dos menciones insoslayables que también resaltan la capacidad de sensibilizarse: el sonido directo de Daniela Bonamino y la compaginación de Mario Bocchicchio Ravetti. Como ellos, aquel que se tome el tiempo y ponga algo de sí mismo para ver esta realización se llevará la mejor parte.
Un recorrido por la decadencia disfrazado de fabula sin animales ni seres fantásticos “Rushmore” (1998), “Vida acuática” (2004), “Viaje a Darjeeling” (2007), “Un reino bajo la luna” (2012)… Wes Anderson ha creado su mundo. Un universo paralelo al del resto del cine en el cual los colores desafían el equilibrio, el diseño cuestiona la geometría, y los objetos, fijos o móviles, pueden o no estar de acuerdo con la ley de gravedad, la física, o la cinética. Por carácter transitivo casi todos los personajes están mimetizados con este microcosmos, tanto en su forma “pastel” de vestirse como en la manera de caminar o hablar. Daría la sensación que el director se ha instalado en su propuesta tan contundentemente que sería difícil imaginarlo haciendo algo fuera de él. Cuando Tim Burton, en un registro conceptualmente parecido, intentó hacer lo mismo el resultado fue flojo (por ejemplo “El Planeta de los Simios” en 2001). Parecería que hasta los genios tienen sus limitaciones. En los primeros tres minutos vemos a una nena en el presente llevando flores a la tumba de un escritor. Elipsis a 1985. Este escritor (Tom Wilkinson) cuenta, como si estuviera en una entrevista, cómo llegó a escribir “El gran hotel Budapest”, basado en una experiencia personal en 1968. Flashback. El escritor, más joven (Jude Law) se encuentra en ese hotel venido a menos con su actual dueño, Mr. Moustafa (F. Murray Abraham). El empresario de aspecto misterioso y costumbres humildes (en su hotel duerme en la habitación de servicio doméstico) le cuenta al escritor cómo llegó a ser dueño. Flashback. Ahora sí, nos instalamos casi definitivamente en 1932. La introducción esta hecha. Cuando el Hotel Budapest era puro esplendor, boato, lujo y belleza estrafalaria, estaba manejado por Gustav (Ralph Fiennes). Gustav podía no tener gran popularidad pero era un conserje admirado y respetado por todos sus pares. Un verdadero líder que toma bajo su ala a Zero (el joven Moustafa interpretado por Tony Revolori), un inmigrante ilegal que sólo desea trabajar en el prestigioso lugar (sutil crítica a la xenofobia). Así conoceremos la curiosa forma que tomaron algunos acontecimientos para llegar a aquel presente del comienzo. Wes Anderson maneja un humor planteado no desde el absurdo sino más bien de un insólito emparentado con algunos de los sketches que otrora habían creado los Monty Python para su show “Monty Python Flying Circus” en los ‘60. Un humor que siempre funcionó por contraste con la vida cotidiana a partir de la exacerbación de las acciones y reacciones. En todo caso el absurdo aparece como condimento importante, pero no esencial. La escena del intento de cavar un túnel para escapar de la presión sería un ejemplo brillante. Los otros elementos que componen la obra, también aportan lo suyo. En el mundo del realizador puede haber un azul furioso que se rompe con el plateado (vida acuática), o como en éste caso, el rojo muy vivo de las paredes de un ascensor molestado por el violetas de los uniformes (lo que sería para la vista si fuera en formato fílmico). “El Gran Hotel Budapest” es ante todo un recorrido por la decadencia disfrazado de cuento de hadas o fábula sin animales ni seres fantásticos. Eventualmente uno sabe que todas las corridas, los viajes y las desventuras de los protagonistas terminan como aquel principio. Como es habitual, en el elenco aparecen figuras rutilantes de la pantalla que pueden aparecer veinte minutos o cinco segundos, pero cada uno aporta la figura y la sapiencia exacta pues hasta esas presencias están calculadas en forma milimétrica desde Bill Murray a Mathiew Amalric. El cine de éste artista tiene la identidad suficiente como para enamorar a nuevos espectadores y cumplir con creces con los ya incondicionales seguidores. Su poderío visual cuenta con la ventaja adicional del contraste que se produce al salir de la sala y mirar la otra realidad, la de todos los días, esa que al minuto de transitarla dan ganas de volver a la butaca. Cuando se presenta un universo creativo de semejante magnitud sólo hay que dejarse llevar y disfrutar el viaje.
Simpleza narrativa que invita a develar vericuetos de los comportamientos humanos Salvo por una excepción la filmografía de Asghar Farhadi (incluida su carrera como guionista) está atravesada por una temática exclusiva: el divorcio o parejas separadas. Esta es la inquietud motivadora que eventualmente lo llevó a ganar el Oscar por “La separación” (2011) en el 2012, acaso su opus más logrado. Para los desconocedores de su obra podríamos decir que “El pasado” viene a ser como un resumen concreto, no sólo de casi todas las historias contadas anteriormente, sino también de los personajes retratados, sus conflictos, orígenes, limitaciones, etc. Algo así como un “grandes éxitos” porque, de paso, el estreno de esta semana abarca una compilación de las formas que el iraní tiene y usa para hacer cine. Más allá de las virtudes de esta obra se puede arribar a una conclusión válida: es difícil no caer en la repetición. Para no perder tiempo, la primera escena pinta de cuajo la situación. Nos introduce en el universo ya conocido. Detrás de un vidrio grueso Marie (Berenice Bejo) espera a alguien en un aeropuerto. Llega Ahmad (Ali Mosaffa). Pese a las señas y movimientos ella no logra que éste note su presencia sino a través de otro pasajero. Ambos se acercan. El vidrio los separa. Por eso se ven pero no se escuchan hasta que, claro, se dan cuenta. Toda una declaración de principios sobre la vida en pareja cuando cada integrante sólo se ocupa de mantener su posición. Inevitablemente la comunicación se rompe, se desconecta, se silencia. Luego de esa maravillosa simpleza para contar, la cosa se irá develando. Marie le pidió a su marido que viaje de Teherán a Paris para firmar los papeles de divorcio. Habiendo “tenido problemas” para reservarle un hotel, Marie pretende instalar a su ex en la casa donde vive con Léa (Jeanne Jestin) y Lucie (Pauline Burlet), sus dos hijas producto de un matrimonio anterior, y con Fouad (Elyes Aguid), el hijo de su actual pareja. El objetivo de semejante idea, pese a la lógica reticencia del recién llegado, es cerrar un capítulo. Mirar hacia adelante y de paso, permitir a sus hijas una despedida más cálida de alguien por quien ellas han desarrollado mucho cariño, en especial Lucie que guarda un par de secretos a ser descubiertos a medida que la narración avanza. Se siente la tensión cuando en el desayuno aparece Samir (Tahar Rahim), la actual pareja de ella, quien tampoco desea ser parte de ese momento y decide no estar en la casa durante la estadía del futuro ex quien actuará (para el guión) como una suerte de observador de lo cotidiano, mientras se resuelve la parte legal. Así el espectador irá desentramando los intrincados vericuetos del comportamiento humano, cuando lo que debería ser simple, se retuerce, se complica y termina afectando todo el entorno. De lejos, “El pasado” parece un cuadro de situación en el cual vemos la intención del realizador de mostrar la imposibilidad de formar una familia (aún en la disputa constante), cuando los integrantes parecen un rejunte de piezas de distintos rompecabezas. Apoyado como siempre en los trabajos actorales, el guión no otorga muchas concesiones a personajes movidos (o estancados) por la responsabilidad transformada en culpa, la intención devenida en frustración, y la capacidad devenida en fracaso. Los trabajos de todo el elenco (estupenda Berenice Bejo), .o que se debe a una gran dirección de los intérpretes, transmiten en dosis justas todos los estados emocionales que hacen rebotar al espectador de un razonamiento a otro para lograr entender la posición de cada personaje sin caer en el juzgamiento. Como si su cosmovisión del mundo de los matrimonios superara fronteras (culturales, idiomáticas, religiosas), el realizador emplaza su relato en París pero nunca la ciudad será determinante. Podría ocurrir en Toronto o en Santiago de Chile, ya que los personajes se mueven y desarrollan en general en planos cortos dentro de cuatro paredes o exteriores despojados de una intención paisajista. Como si quisiera restarle importancia a la geografía en la cual los seres humanos en pareja se mueven (cada pareja es un mundo). “El pasado” busca mostrar eso: el camino recorrido por cada criatura para llegar al sólido e ineludible presente, y acaso reconocerse en ese camino como para tener chances de (re)construirlo hacia el futuro. Que Asghar Farhadi se repita en fórmula o temática será relevante sólo para los que hayan visto todo lo que hizo, por lo demás estamos frente a una gran película.
“Toda persona tiene derecho a conocer su identidad biológica y la de sus padres”, así de contundente es la frase que en primer plano (de entrevista para documental) dice con firmeza Mercedes Yañez de la oficina de DDHH de la Ciudad de Buenos Aires. El documental “Nacidos Vivos” de Alejandra Perdomo tiene como eje central el derecho a la identidad. De a poco iremos conociendo a Gisela Lauda de Vicenzo, Alejandra Cilleros, Lucas Frontini, Viviana Scalisa, o a Carina, en Cataluña, España, que han sido víctima del tráfico de chicos en la Argentina. Adoptados de una u otra manera, son los que prestarán testimonio de distinto tenor para que el espectador, junto con la palabra de expertos entrevistados como la Dra. Eva Giberti, coordinadora del programa “Las víctimas contra las violencias”, o la propia Mercedes Yañez, pueda armar en su mente una serie de conocimientos sobre la temática del robo y tráfico de chicos, no sólo en nuestro país sino también en Latinoamérica y en España. Dejemos de lado el puro convencionalismo con el que “Nacidos vivos” está concebido (en este caso entrevistas con inserts de alguna visita de una embarazada a algún hospital), porque es necesario para apreciar su contenido. Detenerse a pensar la utilidad de planos detalles de las manos de los entrevistados o de una nena tomando mate es un ejercicio fútil porque probablemente ni siquiera hayan sido guionados. La directora confía ciegamente en el material que le va a entregar a los que vayan al cine. ¿Quién se animaría a negar la importancia de ser conscientes, como miembros de la sociedad, de una realidad que arroja números escalofriantes respecto de la cantidad de chicos en la misma situación? También vale preguntar si es el cine, con lo complicado que está por falta de pantallas, el medio adecuado para que éste material llegue a la mayor cantidad de gente. Si la construcción cinematográfica carece de creatividad, pero el contenido es valiosísimo, necesario, indispensable de qué sirve que lo vean las 500 personas (con suerte) que irán al Gaumont, aun cuando todas salgan a recomendarla? No puede ser el cine el único destino. Documentales como “Nacidos vivos” deben ser vistos porque pone, como mínimo, en conocimiento de la existencia de personas que se dedican denodadamente a buscar agujas en pajares (y vaya que las encuentran). Es hora de darle a éste material el lugar que merece.
Fondo negro, letras blancas. Pasaje de La Biblia. Juan 2:18 dice: “…va a haber muchos anticristos más”. Lo que faltaba, la Biblia misma anuncia secuelas, y a juzgar por éste producto es lo peor anunciado por las escrituras desde el diluvio universal. Primera escena de “Heredero del diablo”, un Interrogatorio filmado. Un policía le pide a Zach (Zach Gilford) que cuente todo desde el principio. Flashback (pongámosle así): Zach sigue con su cámara a Samantha (Allison Miller), su novia. Así nos enteraremos del inminente casamiento, luna de miel y proyecto familiar. Casamiento. Ya no es Zach quien filma, pero la estética se respeta. Lo mismo que en escenas como la del supermercado, donde una nena que también toma una cámara… Suponemos que todos los personajes compraron el mismo modelo de camarita e hicieron el cursito de cómo usarla en la misma escuela. También suponemos que en realidad Zach le está contando a la policía no sólo sus recuerdos, si no los de todos los testigos. Las que mencionamos no serán las únicas burlas a la inteligencia del espectador. También lo será el montaje mentiroso, y los movimientos de cámara más mentirosos aún pretendiendo dar una impronta amateur cuando claramente está todo manejado por profesionales. El argumento parece querer narrar cómo en una noche borrosa y de alcohol, durante la luna de miel, la pareja es llevada a un ritual en el cual ella queda embarazada del diablo sin saberlo. Se ve que sigue vigente aquello de que “te destapen la bebida delante tuyo” pregonado por nuestras madres. El espectador deberá ser muy paciente para llegar al minuto 62, momento en el cual hay algo de acción en serio. Lo demás son simples amagues en teoría, para ayudar al relato a crecer en tensión cosa que no ocurre porque cada situación está tan mal construida que se ve venir desde kilómetros. Como suele suceder en esto de “archivo encontrado”, con una sola cámara se hace insostenible visualmente con lo cual se termina cayendo en la trampa de cámaras fijas tipo seguridad, o directamente abandonando la cámara en mano o cambiando de ángulo arbitrariamente provocando una suerte de traición a la propia propuesta estética. En todo caso, los trabajos actorales (tienen un registro natural acorde con lo que necesita el género), son lo más “creíble” en “Heredero del diablo”. No me lo va a creer, pero hizo falta dos directores para llegar a esto. Lo que hubiera salido con uno sólo, ¡mamita!… Los culpables de esta película son Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, responsables del peor segmento de aquella “Las crónicas del miedo” de 2012. Con semejante antecedente no esperábamos mucho, pero tampoco que fuera peor. Prepárese para el final que anticipa la que viene, ya no es falta de sutileza sino de vergüenza.
Para los Coen si la historia humana fuera un simple de vinilo, mostrarían el lado B Desde el punto de vista de la música y la literatura estadounidense entre los años 1957 y 1961 comenzó una gran transformación cultural que venía dando, no obstante, algunas señales anteriores. Para muchos 1957 es un año clave con la publicación “En el camino” de Jack Kerouac. En el Greenwich Village había otra movida cultural hacia finales de los cincuenta con la música folk influenciada e inspirada por ese libro. En realidad por todo lo escrito por la Generación Beat. Soplaban otros aires y mientras en Chicago el blues y el soul repuntaban con el sello Motown, Nueva York acunaba el folk que tendría a Bob Dylan como estandarte. Claro, su música y poesía influenciaría toda la historia del rock y el pop de Los Beatles a Radiohead, y de Estados Unidos al mundo entero. Esta introducción (a la cual claramente le faltan nombres influyentes) sirve para dar paso a la versión de los hermanos Cohen de todo éste mundillo. Llewyn Davis (Oscar Isaac) es músico, tal vez poeta. Está en Manhattan buscando hacer su propio camino como todos los artistas de su mismo palo. Toca y canta su música en los bares de la zona céntrica tratando de ser escuchado por algún productor y relanzar su carrera como solista. Alguna vez tuvo un gran éxito con el dúo que integraba, del cual intenta desprenderse para avanzar hacia su nuevo proceso creativo. Llewyn sabe que no es fácil. Hay que aguantar como se pueda, aún si esto significa vivir en casas ajenas, dormir en sofás, o simplemente ir y venir para que el tiempo pase. “Balada de un hombre común” comienza con una secuencia eslabón. Una parte de una cadena de sucesos que al engancharse se vuelven cíclicos. Como siempre inspirados en “La odisea”, de Homero, presente en casi toda su filmografía, los dos hermanos no saben (ni quieren) compadecerse de sus personajes, aunque tampoco los condenan. Por caso, la de Llewyn es una más de todas las historias pertenecientes a aquellos que “no llegaron”, aun intentándolo fervientemente. En esa primera escena se muestra al cantante en un bar en tres planos muy cercanos. Lo escuchamos cantar un tema completo en un doble acierto de puesta, el primero, es situarnos en la época, el segundo, funciona como muestra del ritmo narrativo de la historia. Una forma tácita de recordar que hubo un momento en el cual no había un control remoto para saltear las canciones. Era otro tiempo con más tiempo, incluso para soñar. Joel y Ethan Cohen, una de las grandes duplas creativas de la historia del cine, nunca van a creer en el lado luminoso de la vida, por el contrario, si cada historia humana fuera un simple de vinilo ellos muestran claramente el lado B. El tema que casi nunca es corte de difusión, pero está y forma parte de la vida.
Extraña sensación deja “El verano siguiente”. Uno sabe que va a ver un documental, que las imágenes que se registran en éste género son un recorte de la realidad de alguien, del algo, o ambas cosas a la vez. Si a los efectos de un análisis comprensivo tuviéramos que separar por grupos entre lo producido para cine o TV, hay documentales narrados (a veces sobre-explicando o dándole un tinte humano al comportamiento animal), también otros con la entrevista en tercera persona con inserts de imágenes de archivo, y otros que eligen un camino más comprometido con la imagen a través de la cual vemos (casi en tiempo real) aquello que se desea retratar. Sylvaine George o el propio Herzog son ejemplos de lo último. En todos los casos estamos frente a la inquietud de los realizadores buscando encontrar respuestas a preguntas básicas (qué, por qué, cuando, etc.), y hasta podríamos pensar que el responsable del producto final invita con éste al espectador a preguntarse lo mismo y, en el mejor de las casos, encontrar alguna respuesta. Muy poco de esto está presente en “El verano siguiente”. El cantante y líder de una banda dice en off que estaban abordando la grabación del último disco y ocurrió un accidente. Buen planteo, pero los siguientes 40 minutos serán un largo e interminable collage de imágenes registradas por distintos especialistas con intenciones periodísticas. El armado de un estudio, discusiones en el seno de la banda de cómo encarar una canción, algo de la mística del grupo, un asado, mates, juegos de playstation, todo matizado con una desorganizada muestra de los integrantes sin que en ningún momento aparezca un graf ni nada que ponga blanco sobre negro de lo que estamos viendo. Para aquellos que no tengan ni la menor idea de quienes son los NTVG (No te va a Gustar, tal el nombre del grupo de rock), la película los va a dejar completamente afuera. Acaso solamente los ultra fanáticos, de esos que reconocen a los integrantes caminando por la calle, sean los que verdaderamente podrán sentir lo que las imágenes pretenden transmitir. La producción en este caso no pretende (¿no puede, no sabe?) ser literal ni informativa, sino más bien un intento desordenado de transmitir cómo la fatalidad que sufrió NTVG afectó, y afecta, el funcionamiento, el proceso creativo, las relaciones humanas, etc. Si es por esto, el nivel de compromiso queda diluido ante la falta total de información, y al dar absolutamente todo por entendido, es difícil conectarse.
Calidad de realización para evocar la historia de una mujer inamovible en sus ideales Pantalla en negro, letras blancas: “Entre el 17 y 18 de julio de 1936 un sector del ejército español se alzó en armas contra la II República de España. A este acto se lo conoce como el inicio de la Guerra Civil Española” Con el comienzo de lo que podría ser un título de manual de historia de primaria, el guión de “Mika, mi guerra de España” está redactado para jugar con tres elementos a la vez: dos entrevistas a Mika Etchehevere, hechas una en los ‘70 y la otra en 1984; los textos del libro escrito por ella misma, narrados en off (voz de Cristina Banegas) sobre imágenes de archivo de las guerras; finalmente el testimonio en Buenos Aires de uno de los descendientes de Mika, o sea el nexo entre presente y pasado que sirve como puente de la unión Argentina- España a ser transitado primero por los directores, luego por el espectador. Este documental de “Fito” Pochat y Javier Olivera presenta una estructura convencional en cuanto al armado, es decir entrevista + archivo + metraje propio, todo debidamente compaginado para darle un orden lógico y didáctico. Empero “Mika, mi guerra de España” tiene algunas sutilezas en el material filmado como, por ejemplo, los encuadres de la arquitectura de Madrid y de Buenos Aires para establecer vínculos sólidos e históricos. También, apoyados en el libro hay una clara historia de amor entre Mika e Hipólito (su pareja y mentor) ponderada al mismo nivel del contenido principal. Gracias a esta decisión la obra posee tintes dramáticos que sumen al espectador provocando ese extraño deseo de que todo termine bien, como pasa en todo romance bien contado. Pero tal vez el hallazgo más importante sea la voz en off de Cristina Banegas, que remite mucho a lo hecho por Rita Cortese en “La República Perdida II” (1986). La actriz hace propias las palabras de la militante revolucionaria otorgándole, junto a la música de Alfonso Herrera Mora, una coloratura nostálgica, personal, contundente. Una vez entendido quién es quién, la narración se entrega al texto e imágenes ilustrativas para hacer un recorrido emotivo por la militancia, los ideales, el terremoto fascista de la década del ‘30 en todas sus formas, con epicentro en Alemania, España, y la historia de una mujer idealista entregada a sus convicciones. Por cierto, el nivel de producción es notable en cuanto a despliegue, traslados e incluso la post producción. Todos estos elementos, hacen fundamental la visión de esta obra que por su claridad y ensamble debería ser material de proyección obligatoria en los colegios. Es cierto que se refiere a una persona en particular, pero desde ella se desprende un material invaluable para entender el hoy como consecuencia del ayer. Así quizás no repitamos esa parte de la historia, aunque sí vale repetir la visión de esta película.