Estética muy cuidada para un buen espectáculo sin rigor histórico Poco importa el rigor histórico en la saga “300”. Fank Miller nunca tuvo la intención de plasmarlo en su novela gráfica, al menos en lo referido a la conformación de la sociedad espartana, su moral y su idealismo de la libertad y la democracia. Poco importó la fisonomía de estos guerreros, que sino fuera por estar ubicada en el 479 a.C. bien podría tratarse de un documental de strippers. En todo caso la novela seguía muy libremente la corriente de Herodoto como base fundamental. Así, la guerra del desfiladero existió, la gesta heroica también y, por qué no, la leyenda de Leónidas trascendió generación tras generación. Todas las licencias históricas eran tan fabulescas como necesarias para llevar a cabo cuadro por cuadro la adaptación de “300”. Una estética muy cuidada (aunque los litros de sabre digital nunca llegaban al piso), coreografías de lucha comparables a la genial “El tigre y el dragón” (2000), con una llamativa obsesión por detener la acción casi a punto muerto para seguirla por cuatro o cinco segundos en cámara lenta y, por supuesto, todos los colores filtrados con sepia para mantener una visualidad tan antigua como impactante. “300” fue, en definitiva, por ritmo narrativo, dirección de arte e inobjetable puesta en escena épica, una de las películas marcadas a fuego desde su estreno a la fecha. No va a encontrar mucha gente que no la haya visto de una manera u otra. A semejante éxito de taquilla le tenía que llegar su secuela una vez que Frank Miller terminara de escribir y dibujar Jerjes, cosa que no ocurrió, por lo cual se producirá la curiosidad de ser la primera secuela en la historia basada en una obra que todavía no ha sido concebida en su totalidad, pues el lanzamiento de “Dark Horse” será, con suerte, a fines de este año. Detalles al margen “300: El nacimiento de un imperio”, salvo por la secuencia inicial que dará cuenta del origen de Jerjes, se ubica históricamente casi en paralelo con la batalla de las Termópilas, es decir lo que sucedía con Atenas y otros pueblos griegos durante el intento de invasión por parte del imperio persa comandado por el Rey-Dios Jerjes (Rodrigo Santoro). Así como ocurría con la narración de la primera una voz en off cuenta, según ella, que gracias a un hecho muy puntual se desató la hecatombe que sumió a la antigua Grecia en algunas de las famosas batallas médicas. También conoceremos la crueldad que dio origen a una despiadada aliada del rey, Artemisia (Eva Green), quien comandará la flota marina para invadir Atenas, a la cual se opondrá el general Temístocles (Sullivan Stapleton), un ateniense dispuesto a todo, aunque algo más “frío” en impulsividad que su homónimo de Esparta. Esta producción respeta a rajatabla la mística de aquella de hace siete años, con el agregado de tener, inteligentemente, un par de personajes más con los cuales empardar la fuerza que Leónidas tenía por sí solo. También ayuda a cerrar mejor algunos huecos con varios guiños al guión anterior, con lo cual aquellos que lo recuerden bien van a gozar aún más de las virtudes de éste estreno. Por el lado estético sigue presente el CGI y la filmación en corte por croma como la estrella principal de la tecnología. La dedicación de un centenar de actores y el aporte de aproximadamente cinco mil participes entre técnicos (efectos especiales, visuales, cámara, sonido, etc.) artistas y equipos de apoyo, induce a pensar que de no ser de esta manera habría sido imposible filmarla. Al estar Zack Snyder como productor era de aceptar que todos estos rubros funcionan como una orquesta, incluyendo la dirección de arte y la banda de sonido, en ambos casos fieles al tinte épico realmente logrado. Más que subtramas “300: El nacimiento de un imperio” tiene “subpersonajes” que aportan dramatismo en el argumento, ya sea por un bando o por el otro, porque en definitiva la historia ya fue escrita y sabemos como termina. Los trabajos actorales tienen la impronta que pide la historia, aunque desde el punto de vista estrictamente físico haya que conceder algunas cuestiones (como siempre en éste género) como la fuerza de Artemisia frente a guerreros del tamaño de un ropero. Todo sea por la aventura. El rigor histórico ha de buscarse en otro lado.
Lo sabía. Lo intuía. Me pasó durante toda la proyección. Luego lo confirmé, porque era un pensamiento repetido mientras miraba a las hadas (des)lucirse con sus poderes mágicos y diálogos con la profundidad del chicle. Al término de “Tinker Bell: hadas y piratas”, este pensamiento resultó en plagio, así como lo lee. Pensaba: “voy a escribir algo que me está pasando con estos personajes además de mencionar que si seguimos así la franquicia no se termina más”, sólo para descubrir que un concepto parecido ya había pasado ante mis ojos antes. Estaba queriendo escribir algo escrito anteriormente con total impunidad. Pobre el autor de aquel texto que estaba a punto de ser presa de un robo intelectual Mientras todo esto ocurría Tinker Bell y sus amigas se enfrentaban a Zarina, un hada convertida al mal cuando es expulsada de su mundo por un accidente causado a partir de su devoción por el polvo azul, elemento que le da a los personajes sus poderes, incluyendo la capacidad de volar. Zarina se va con algo del polvo mágico y se une a piratas aparentemente sumisos, ya que la nombran Capitán, así como así. Todo se desarrolla en el marco del País de nunca jamás porque, recordemos, Tinker Bell o Campanita es uno de los tantos personajes del cuento de James Matthew Barry. Por supuesto que no habrá violencia ni sustos, cosa que a ninguna de las niñas de 3 a 9 años, a las cuales está dirigida, la producción impresione demasiado. Cuando llego a la computadora con un tremendo sentimiento de culpa por pensar en escribir algo que le pertenecía a otro, sumado al dilema de pensar alternativas; descubro un aliciente en el archivo de 2012 de esta misma página: la crítica de "Tinker Bell y el secreto de las hadas" escrita por un servidor. Allí estaban las frases que definen lo que pasaba por mi mente con las cuales haré este acto de auto-plagio sin remordimiento alguno. Cito: “…hasta aquí podríamos afirmar que la franquicia de Tinker Bell iniciada en 2008 podía darse por concluida en la pantalla grande, después de todo ya se hizo mucho con este personaje. Sin embargo, los ingresos por tickets y merchandising indican que el mundo de las hadas será vuelto a visitar un par de veces más…” y por otro lado: “…salvo las de mayor edad, ninguna de las hadas escapa a una estética de revista de moda internacional al estilo “Cosmopolitan” o “Elle”, o sea figura espigada, pelo perfecto y actitudes de modelo de pasarela. A lo mejor no es nada, pero no deja de llamar la atención, aún en un mundo irreal, que todo el género femenino joven y adolescente responda a un sólo canon de belleza…” En efecto, los únicos personajes fuera de esta estética son los piratas (obviamente); un hado gordito, casi tonto, y su amigo con anteojos culo de botella y pinta de nerd. El resto lo conforman cientos de hadas y hados salidos de la fábrica de Barbi y Ken. Destinada al bostezo por falta de inventiva “Tinker Bell: hadas y piratas” se salva por contar con su propio Messi en la figura del genio de John Lasseter, creador de Pixar, presidente de la Disney, productor ejecutivo de esta obra; pero sobre todo guionista. Detrás de él reside la gran idea de ir conectando la historia (franquicia) con otra de mayor envergadura. El director de Toy Story (1995) mata dos pájaros de un tiro: enganchar a los padres y convertir todo en un mismo producto sólido. Veamos. Promediando la proyección Zarina nos “presenta” a su tripulación. Llama la atención ver al joven pirata James, a quién luego descubriremos con cierto refinamiento para hablar, elegancia para vestirse, con un sacón rojo, garfio en mano y mucho rechazo al “tic tac” de un reloj de cocina. John Lasseter es realmente brillante. Con cuatro o cinco guiños hacia la nostalgia endereza un barco que andaba por los aires. Cuando en 2016, 2018, etc. vuelva sobre este camino, probablemente nadie recuerde las Tinker Bell anteriores porque en todo caso, ¿Cuál es el mérito de ofrecer siempre lo mismo? Hasta los fans se dan cuenta.
Hace algunos años conocíamos la noticia de un médico experto en fecundación asistida que donaba su propio esperma, con lo cual era posiblemente el padre biológico de unos 600 casos. Una historia lo suficientemente curiosa, bizarra e insólita como para no convertirse en guión. El canadiense Ken Scott dirigió en 2011 la comedia “Starbuck” cuyo guión, de su autoría, narraba la historia de David, un repartidor de carne, inútil, fracasado, de pocas luces, desordenado y varios etc., quien está barajando la posibilidad de tener un hijo para “ordenar” un poco su vida, para sentar cabeza. La gente que lo rodea (padre, amigos, colegas) trata de hacerle ver que estando cómo está su existencia embarcarse en esa empresa es cuanto menos irresponsable. Sin embargo la buena noticia llega a través de su esposa Emma (Cobie Smulders), anunciándole su flamantemente embarazo. En realidad con ella llegan muchas buenas noticias más al enterarse que su constante donación de esperma en los ‘90 (una forma de hacer unos mangos por esos años) dejó como saldo más de 500 fecundaciones exitosas. Lo sabemos, la donación es anónima, pero al firmar los papeles con el seudónimo “Strabuck” (tomado de un famoso toro semental canadiense) 142 personas encuentran el hueco en el sistema como para, judicialmente, reclamar la revelación de la identidad del padrazo. La obra nunca fue estrenada en la Argentina, pero dos años después (nada más que dos años después) el mismo director, sin alegar demencia tradujo el guión al inglés, le sacó fotocopia y volvió a realizar la misma película, pero en Estados Unidos. Calcada escena por escena es fácil suponer la razón de ser de “Una familia numerosa”: Plata. Ni lerdos ni perezosos los productores entendieron que para recaudar bien necesitaban un nombre convocante para la risa. Uno sólo. El resto, con que sepa actuar alcanza. Ken Scott convocó a Vince Vaughn (podría haber sido Seth Rogen o Steve Carrell) para el personaje de David, asegurándose la comicidad de un buen actor de éste género, y a Chris Pratt para secundarlo (muy bien) animando a Brett, su abogado y amigo. Es éste último quién le consigue a David le con sigue un sobre conteniendo los nombres legajos de los “chicos” que reclaman conocerlo. Contra el consejo de su amigo (o de cualquier guionista enemigo de lo previsible) David saca uno de los perfiles del sobre. El chico resulta ser un conocido basquetbolista de la NBA. Se lo ve entusiasmado al padre novato viendo jugar a su primer “hijo”. Dos minutos después saca otro papel del sobre. En la mente del espectador se forma un inmenso “¡Oh-Oh!” frente al posible contenido de los próximos 75 minutos de “Una familia numerosa”. A la larga, acompañado de buenos actores secundarios, el director termina entregando una comedia aceptable cuya mayor virtud reside en el talento de Vince Vaughn para manejar la comicidad de su personaje en los momentos de conocer y visitar a su prole. Ahí la compaginación dinámica funciona con buen timing. En todo caso las dificultades se presentan cuando la historia se vuelve excesivamente dramática para el tipo de situación que propone inicialmente, luego el ritmo decae junto al argumento que por instantes se sostiene con alfileres. Es difícil partir de algo cercano a un absurdo para luego llevarlo a un plano realista sin caer en la auto-burla. Por otro lado, lo previsible del asunto hace recaer demasiada responsabilidad en la sub-trama, con el protagonista tratando de demostrar a su novia su nuevo sentido de la responsabilidad para poder estar juntos cuando se produzca el nacimiento del nuevo integrante de su familia También hay una de esas charlas entre David y su papá, útiles para planchar el relato y sacar alguna lágrima. A priori siempre hay una buena dosis de “gancho” cuando vemos comedias cuya temática parte de un “¿Qué pasaría si…?”. Teniendo en cuenta que “Starbuck” funcionó bien en su mercado, y que “Una familia numerosa” es una remake exactamente igual a su versión original, no podemos decir que Ken Scott haya arriesgado algo más que unos billetes. ¿Cómo era eso de, mejor malo conocido…?
Con animación en las primeras escenas comienza “De trapito a bachiller”. Por su nombre pues no sorprende que los títulos se escriban sobre un cuaderno de hojas rayadas en el cual, además de dibujos, hay alguna frase que desarrollaremos más adelante. Luego de planos generales del barrio de Palermo viene uno de tachos de pintura llenándose de agua, previos a la presentación de la persona a retratar. En letras “pop”, al estilo “CQC”, se sobreimprime: “Gonza en situación de calle” Mientras hace lo suyo, su voz en off va aclarando algo de su cosmovisión presente, ergo, es con su vida en ese estado como se irá, de a poco, conociendo el pasado; los cimientos de esta persona. También habrá lugar para el futuro, pero esto es otro tema. El “asunto de los trapitos” estuvo candente y presente en los medios durante los último años, con informes más cercanos a la bajada de línea que a un interés humano, o siquiera de involucrar a los ciudadanos. En cada salida nocturna en auto, en cada recital o en cada evento deportivo, el tema vuelve a surgir con resignación, congoja, bronca, o lo que sea, siempre dirigida a una clase política que no se anima a tratar o legislar el tema a fondo. Como suele suceder, ya lo contamos antes, este tipo de ideas para documentar parten de una premisa que luego se transforma en proyecto. La premisa se sostiene lo que dura la búsqueda del candidato, con lo cual también es de suponer que antes de Gonza hubo descartes por distintas razones. De este detalle lo único relevante es saber que el sujeto sabe que está siendo filmado-grabado-retratado-documentado. ¿Condiciona esto a su comportamiento? Prendida la cámara ¿actúa con la naturalidad que les propia? ¿Cuánta realidad se recorta? Una imagen en la cual Gonza camina por la calle haciendo lo suyo, mira a cámara, muestra la recaudación y sonríe. ¿Qué intenta decir? ¿De quién se ríe el director usando a su personaje? ¿Habrá tenido en cuenta esto? Mientras el espectador piensa, la película va mostrando otros casos que a su vez se convierten en aristas. Ya no parece ser un “trapito” el asunto porque lentamente se van mechando otros testimonios que como mínimo ponen en jaque la primera parte del título. A saber: Mildred (devota de la doctrina de Conciencia de Krishna) nos cuenta que le gusta el arte, la música y gente con luz; Dominic es fanática de los zombies (y de la marcha con fines benéficos que se hace todos los años en Buenos Aires); Aguirre Torre desde hace 30 años al presente vender juguetes usados en Parque Rivadavia y es su forma de terapia; Paula es una mamá de Paternal; Bruno dice “el rugby es lo mío”, y lo vemos nomás jugando al rugby. Se insertarán imágenes de la asistencia de todos ellos a un colegio que se adivina para adultos. Vuelta a Gonza. Muestra la precariedad en la que vive, y luego lo vemos haciendo “lo suyo” de la manera más honesta y dedicada posible. Sólo van diez minutos de los 100. No es difícil preguntarse cómo estas historias se van a encontrar, o cual será su nexo común. Cinco personas distintas en tan poco tiempo. Ni en “Cloud Atlas” (2013) había tanto embrollo. A pesar de titular a su obra “De trapito a bachiller”, Javier di Pasquo multiplica su visión urbana. El objetivo aparente del título cambia cuando conocemos un poco de la historia de la Cooperativa Maderera Córdoba. En esta empresa recuperada, en la que trabaja Carlos, funciona un secundario con maestros que desde un principio avisan a los alumnos de la realización de asambleas. A los futuros bachilleres les espera una gigantesca bajada de línea básica. Del manual, con contenido panfletario, que llena de títulos y sin desarrollo. Los mensajes que parten de los jóvenes profesores son del tenor de: “la burguesía son los dueños de los medios de producción” en una materia denominada cooperativismo. Otro: “mientras el asalariado invierte todo lo que tiene, el capitalista invierte lo que le sobra”, ante una clase, en el mejor de los casos, ocupada en no dormirse. A esta altura el documental se convirtió en otra cosa. Ni siquiera proselitista, porque si así fuera no precisaría esconder el subtexto cinematográfico detrás de personas con necesidades básicas. De Gonza, el “trapito” del título, apenas queda el registro de algún interés por la literatura o alguna actitud que denota la fuerza de voluntad que le pone a su educación. Las virtudes de la película (que las tiene) como la compaginación o los encuadres pasan a un segundo plano cuando las intenciones quedan mezcladas. Como si hubieran querido aprovechar el momento para decir todo lo que se pueda, dejando de lado el tratamiento minucioso. Un folleto. Así queda muy diluida la animación de los títulos de la cual hablábamos al principio. Hay una frase: “no hay palabra verdadera que no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo”. Esta cita de Paulo Freire le da un tinte reflexivo, no a la película sino al hecho de aprender, pues sucede que el brasileño es casi el padre de la pedagogía en el siglo XX con muchas otras reflexiones, escritos y ensayos, que han cambiado la historia de la educación. Emparentar esa frase (ni hablar del trabajo de Freire) con lo que se presenta en “De trapito a bachiller”, deja una sensación rara. Por ejemplo, cuando nos topamos con personas que creen que disfraz y vestuario son la misma cosa
Propuesta válida para compartir una de aventuras con una sonrisa En esta época de reciclaje puede pasar cualquier cosa viniendo de Hollywood. Quién hubiera pensado ver algo relacionado con “El show de Rocky y Bullwinkle” luego de la espantosa adaptación hecha en el año 2000 (“Las aventuras de Rocky y Bullwinkle”) con Robert De Niro, Rene Russo, etc. Sin embargo, una nueva mirada puesta en aquel show televisivo de los ‘60 extrajo de la galera a dos personajes menores salidos de allí. Funcionaban como un anexo de la transmisión principal, un poco lo que sucedió con “Pinky y Cerebro”, salidos de “Animaniacs” (1993-1998). “Las aventuras de Peabody y Sherman” merecieron su show, y por supuesto su película, merced a una situación tan vieja como el cine mismo: la relación entre un niño y un perro. Pero hay una vuelta de tuerca consistente en darle al perro el protagonismo absoluto. De hecho el dibujo se llamaba “La improbable historia de Peabody”, alguna vez homenajeado en un capítulo de Los Simpsons, el Señor Peabody es un perro sagaz, astuto, extremadamente inteligente, campeón olímpico, científico y varias virtudes más envueltas en una personalidad excéntrica mezclada con cierto aire aristócrata e irónico/sarcástico a la vez. Sino fura un dibujo animado uno creería estar frente David Niven, por ejemplo. Dentro de sus excentricidades decide adoptar a un niño huérfano. Inteligentemente, Craig Wright le adosa a su guión pequeños detalles nunca (o casi) vistos en los cortos de TV, como por ejemplo la “infancia” del can que ayuda (mucho) a construir su presente; o la forma en la cual encuentra a Sherman con su posterior adopción. Los roles se invierten. Es el niño la mejor mascota del perro. Peabody cree fervientemente en la educación como la base de la supervivencia e inventa una máquina del tiempo cuyos viajes sirven para ilustrar a su “hijo”. En una clase sobre George Washington, Sherman dará a conocer detalles minuciosos provocando la envidia de Penny (luego se pelean) y el resto del conflicto del guión: el niño deberá luchar contra su propia timidez e incluso su baja autoestima cuando sienta que debe demostrar su capacidad y valentía. En una cena de reconciliación en el lujoso departamento del Sr. Peabody, Penny se subirá a la máquina del tiempo con la consecuente y afanosa búsqueda en el pasado. Pasaremos por el antiguo Egipto, el Renacimiento Italiano y la guerra de Troya. Dado que la intención más clara de “Las aventuras de Peabody y Sherman” es ser una aventura con mucho humor, el escritor no se molestó (lo bien que hizo) en dar su versión de cómo la alteración del pasado influye en el presente, aunque sí cernió la construcción del clímax en el agujero negro de espacio-tiempo provocado por trasladarse a momentos vividos por los propios viajeros. Las secuencias de cada momento de la historia son desopilantes, en especial el de Leonardo Da Vinci en pleno intento de terminar de pintar La Gioconda. La película tiene su mejor virtud en el hecho de reírse de la historia que se cuenta en los colegios, de esos manuales llenos de datos inútiles e información irrelevante (por ejemplo que Maria Antonieta era fanática de los postres). La historia enseñada en la primaria pocas veces centra al alumno y lo pone en condiciones de saber dónde está parado en el mundo y por qué es como es. Por eso, molestarse en observar si los viajes al pasado tienen rigor histórico sería un ejercicio vano. La médula espinal pasa por la relación padre-hijo. Las pocas veces en las cuales aparece la emoción a lo largo de 90 minutos son tan calculadas como profundas porque, principalmente, deja instalada la agradable sensación de que ser padre e hijo funciona mejor cuando no es por mandato y construye aún más, cuando ambos están abiertos a la otra mirada manteniendo el respeto. Por sobre todas las cosas la propuesta de reírse con los elementos básicos del cine de aventuras se cumple con creces y convierte a esta obra en un paseo casi obligatorio hacia la diversión.
Cuando en 1987 se estrenó “Robocop” casi ninguna película de este estilo había logrado semejante efectividad en las combinaciones de humor negro, crítica social, y acción con dosis de violencia impactantes para la época (recuerden el despiadado tiroteo sobre el protagonista, incluyendo volarle la mano derecha con un tiro de Itaca a centímetros). Era plena época del gobierno de Reagan. Mientras los Rambo y los Rocky se envolvían con la bandera estadounidense, Paul Verhoeven planteaba una Detroit dividida en criminales cada vez más impunes, un cuerpo de policía en huelga por falta de recursos y, en el medio, una sociedad sumida en una temerosa resignación con el fantasma de la corrupción corporativa deseosa de proveer al Estado una solución a la falta de personal. Por fuera de este contexto socio-político-económico, pero construida como una segunda columna vertebral de la trama original, la vida del oficial Murphy (Peter Weller), muerto en acción, pasaba de policía de carne y hueso a propiedad de Omnicorp en su último atisbo de vida con el objeto de reconstruirlo adosándole maquinaria al cuerpo (le borraban la memoria y los sentimientos), para convertirlo en un oficial programado para combatir efectivamente al crimen. Pero algo falla, quedan atisbos de memoria haciendo peligrar el proyecto. El director quería dejar muy claro no sólo que los empresarios eran dueños de las fuerzas del orden, a partir de un sistema que estaba dejando afuera al ser humano, sino también del potencial ejercicio del poder sobre la opinión pública. A los espectadores identificados con este resumen, o parte de él, les espera una buena remake. Si se tratara sólo de cambiar algunos detalles insignificantes, por ejemplo Lewis (Michael Williams), el partenaire del personaje principal es hombre y negro en lugar de Nancy Allen como en la original, “Robocop” caería en un simple disfraz aggiornado por los efectos especiales y el uso indiscriminado del CGI. Por el contrario, José Padilha, el director de “Tropa de Elite” (2007), propone una visión irónica, crítica, y hasta incisiva, sobre la sociedad norteamericana, los factores de poder y los medios de comunicación, en especial de los comunicadores y formadores de opinión. La introducción tiene a Pat Novak (Samuel Jackson) como conductor del que se adivina el programa de política y opinión más importante de la tele. Desde su lugar impulsa el veto a una ley que impide la utilización de robots para hacer cumplirla. El botón de muestra es una transmisión con imágenes en vivo de Teherán en la cual varios de estos bichos dan cuenta de media docena de terroristas, y un daño colateral al llenar de plomo a un nene con un cuchillo (idea que después no progresa). Pat es, en definitiva, el mejor lobbysta que Omnicorp, fabricante de los robots de elite, pudiera desear. Claro, el discurso se instala a partir de mostrar que USA aplica estos métodos en otros países pero no en el propio (gran incorrección política del guión). El CEO de la compañía (gran regreso de Michael Keaton) persigue la idea llenarse de plata proveyendo a la gilada, o sea a los votantes, un héroe con nombre y apellido. Para ello cuenta con su propio Frankenstein, el científico Dr. Norton (Gary Oldman, el mejor de todo el elenco). Sólo falta el candidato ideal. Como en la de 1987, Murphy (Joel Kinnaman) es herido de muerte. Cuando llega el momento de tomar la decisión de reconstruir al oficial el realizador carioca resalta el costado humano de su realización con largos pasajes dedicados a vincular al protagonista (más por la idea de familia que del vínculo con su esposa) con el espectador, así el peso sentimental que justifica la puesta en marcha del proyecto Robocop recae en la decisión de la esposa en primera instancia, momento en el cual el guionista debutante hace una breve recorrida para ocuparse de explorar un rato los rincones de la ética y la moral. Estas son algunas de las diferencias esenciales entre la original y esta de 2014. Tal vez la más importante sea el abandono del humor en pos de la observación crítica, aunque hay algunos guiños para los nostálgicos que recuerden un par de muletillas (“no lo compraría por un dólar”, “gracias por su cooperación”, etc). A la sapiencia de Paul Verhoeven para contar una historia con herramientas más sólidas, ante alguna carencia de ellas el responsable de esta “Robocop” la reemplaza con ritmo y velocidad, sin por ello descuidar la narración. Probablemente el clásico siga permaneciendo en la memoria más que su remake. En todo caso dependerá de las nuevas generaciones comparar virtudes, por lo demás el entretenimiento es más que válido.
¡Qué bueno es tener a mano directores comprometidos con su forma de hacer arte y que ese compromiso no sea sólo desde el discurso hablado o escrito; sino plasmado, bien visible en la pantalla! Stephen Frears es uno de ellos. Siempre propone. No le es indiferente (como sucede con hombres convertidos en empleados de los productores) el hecho de estar detrás de una cámara porque desde ese lugar construye un universo tan sólido como coherente. Luego puede gustar o no, pero el cine del inglés oriundo de Leicester nunca pasa desapercibido porque ha recorrido un largo camino dejando varias huellas imborrables como “Ropa limpia, negocios sucios” (1986), “Sammy y Rosie van a la cama” (1987), la joyita de “Ambiciones prohibidas” (1990), o esa farsa sobre la opinión pública llamada “Héroe accidental” (1992). Ni que hablar de “Relaciones peligrosas” (1988) o “Alta fidelidad” (2000). Stephen Frears es de los directores que posan su mirada sobre la sociedad y por carácter transitivo sobre personas. Como si su forma de entender el mundo occidental fuese mirando a través del prisma que ofrece el comportamiento humano a nivel social y, según su circunstancia, para poder así ofrecer su particular visión de la sociedad en la cual vivimos. Difícil encontrar alguna temática sin abordar en su filmografía. Esta vez es la fidelidad, la intolerancia, la rigidez de las instituciones y, por qué no, el cuestionamiento a algunos preceptos religiosos demasiado rígidos u obsoletos. Presentación de los personajes. Martin (Steve Coogan) está con el médico escuchando su consejo. Se lo ve preocupado. Luego vemos algún informe que da cuenta de cómo ha perdido su presencia en la función pública de alto rango. Debe conseguir un trabajo. Tal vez termine el libro que estaba escribiendo, o vuelva al periodismo. Philomena está en la iglesia. Se la ve triste. En un flashbacks rememora hechos ocurridos en Irlanda hace más de cincuenta años: una feria en la cual es seducida por un joven; una manzana mordida cae a los pies de la pareja (simbolismo con el pecado original); en el orfanato de monjas, donde vivía, por tal acción es condenan a que, tiempo después de haber dado a luz a una criatura, su hijo sea entregado en adopción sin su consentimiento. La narración vuelve al presente. Philomena observa una foto y se emociona. Es la foto, en blanco y negro, de un niño que cumpliría 50 años. El realizador, haciendo gala de su astucia, presenta a sus personajes de afuera hacia adentro para que vayamos conociendo de a poco su postura frente a la vida. Utiliza a la hija Kathleen (Charlie Murphy) como nexo. Philomena quiere encontrar a su hijo; Martin necesita una salida a su situación laboral por lo cual debe recurrir, pese a él, a escribir una historia de “interés humano”. “Las historias de interés humano son para gente ignorante y débil de corazón”, dice, y con esas palabras ayuda al director y al espectador a entender por qué estamos en la sala en esta oportunidad. La búsqueda se extenderá fuera de las fronteras, elemento útil para profundizar en la humanidad de cada una de las personas involucradas en la trama. Lentamente, el interés de Martin se vuelve el interés del público en una notable capacidad para amalgamar a ambos. Philomena, el personaje, establece una clara posición frente a lo que le toca vivir durante y después de la búsqueda, mientras que “Philomena”, la película, logra con creces plantar cuatro o cinco preguntas de esas para responder en la mesa del café, sobre todo en cuanto a los sentimientos que quedan a flor de piel frente a la simple capacidad de perdonar.
Tremendo comienzo el de “El almanaque”. Fundido negro. Letras blancas que dicen algo así: “Uruguay 30 de Septiembre de 1972. Se inaugura la cárcel más grande de Latinoamérica para prisioneros políticos. Una prisión miliar de alta seguridad pensada para contener a miembros de la guerrilla, pero que luego sirvió como claustro para opositores al gobierno dictatorial. Cuando llegaban, a los prisioneros se les daba un overol gris, un número y una rapada. Permanecían en sus celdas 23 horas al día con una visita de una hora cada dos semanas. Había una separación estricta entre convictos y sectores. La policía militar observaba cada movimiento. 2872 personas fueron encarceladas allí” Sabemos qué es un documental, pero no sabemos como se lo va a abordar. Que la primera imagen sea la de un camino bifurcado, con una flecha de “entrada” de un lado y otra de “salida” en el otro es tan inquietante como objetiva. Uno de esos 2872 presos puede contar la historia. El documental de José Pedro Charlo va a contar con imágenes testimoniales, de archivo y de entrevistas, la historia de Jorge Tiscornia. Un hombre al que le va a agregar a su condena (4846 días, o sea 13 años y 27 días) un par más… para animarse valientemente a caminar nuevamente entre esas paredes de encierro, para revelar una particularidad de esas que se ven poco. Lamentablemente el penal está siendo remodelado. Lo que será una cocina fue su celda y será uno de los tantos rincones que la cámara recorra a los efectos de enterarnos de cómo Jorge documentó al detalle, en forma clandestina, cada uno de los días que estuvo preso. “El almanaque” es, ante todo, un documento fundamental para conocer, sin golpes bajos ni efectistas, parte de la historia reciente más allá de cualquier ideología. Semejante intención cobra vida propia por el protagonista per sé, más que por lo que cuenta la cámara. El director probablemente se haya encontrado con un argumento tan gigante que por momentos da la sensación que no hay encuadre que pueda desarrollarlo. Son los momentos en los que la imagen queda acéfala de narrativa y la obra depende exclusivamente del testimonio de Tiscornia, lo cual, por cierto, no sólo no es poco sino casi lo único. Tal vez desde la imagen lo relacionado con un faro será lo más logrado visual y narrativamente. Así nos queda un documento técnicamente impecable que sólo por momentos, con algunas tomas realmente elaboradas, logra ponerse a la altura del contenido. Difícil olvidar la historia de Jorge Tiscornia porque en él vemos la viva imagen del ejercicio de la memoria. Día a día, palabra a palabra, un recorrido imprescindible por los años oscuros.
El hombre (o los chicos) y la naturaleza. Su hábitat, sus costumbres, sus formas de hablar… cuesta encontrar una decena de minutos inicial que registre con tanta naturalidad. Alejo Hoijman usa, ante todo, los dos elementos principales del cine, la luz y la cámara (el montaje también, pero en segunda instancia), para seguir un rato en la vida de Maicol y Bryan. El sonido no parece importar tanto, al menos el producido por los personajes al hablar, porque mucho de lo que dicen no se escucha merced a que no son actores, la proyección de voz, etc. Así comienza “El ojo del tiburón”. No hay intenciones preciosistas en la puesta ni en los encuadres, más bien el gran desafío es registrar intentando no estar. No molestar. Así los vemos en estado tan orgánico como espontáneo. Jugando en el río, buscando música en una X-Box o yendo de pesca nocturna. Aparecen los juegos, los diálogos compinches, una chica que se llama Jimena, por la cual Maicol empieza a sentir cosquilleo… Pero también, muy subrepticiamente, vemos algunas señales de saber que esta etapa se está terminando. Pronto serán chicos con edad de ser responsables y capaces de valerse por sí mismos. Aún en chiste, el dialogo que mantienen los dos amigos sobre la maestra preguntando ¿qué quieren ser cuando sean grandes?, pinta un poco de ese futuro, a lo que Maicol responde: “Voy a ser traficante…” Todo ocurre en esta impronta documental con intenciones de contar una realidad disfrazada de historia. Un recorte de esa realidad sin guión. Hasta ahí, el código se entiende. Es el espectador quien debe proponerse llenar los espacios en blanco y construir el resto de esa realidad mostrada por la cámara. Pero a los 64 minutos se produce algo que rompe todo el código y lo tira por la borda. Se hace un bollo con el guión y se tira. Es una escena en la cual los chicos se sientan en un sillón a ver una parte de lo filmado. Una salida a pescar que antes vio el espectador, Maicol y Bryan se ríen de la situación vivida en un bote de pesca. Comentan, se critican. Y uno le dice al otro: “ese es tu futuro” frente a la imagen de quien conduce la lancha. Extrañamente, así el director acaba de romper su propia barrera anulando la naturalidad del género documental. Esa escena es como revelar el truco de magia y, por qué no, negar el recurso que hasta ese momento venía dando resultado. Nada de lo que ocurre después parece natural porque esa imagen opera en ellos de la misma manera que lo hace en cualquier persona que se ve en pantalla. Condiciona. Ya no importará si los siguientes 25 minutos fueron filmados o no después. Todo queda viciado. En la playa el chico camina y se da vuelta mirando a cámara. Luego esta registra un primer plano de él, haciendo que busca algo en la costa. Mira de un lado al otro pero notamos que sólo hay un propósito: contar que está buscando algo. También hay sólo un resultado: el chico no es actor. El documental dejó de serlo. Otra escena. Cámara fija en la proa del bote. Ahora hay cinco tripulantes intentando mantener la vista fuera de la lente sin lograrlo. Todo armado en función de una historia que nunca existió porque no pretendía serlo. Ahí sí entonces, cabe preguntar todo lo concerniente a construcción de personajes, armado de subtramas o al menos de una que tenga principio, etc, etc. “El ojo del tiburón” queda finalmente o como un documental desnaturalizado o una ficción flojamente armada. Desconcierta, pero no en el mejor sentido.
Ante todo, “Horas desesperadas” no tiene nada que ver con aquella de William Wyler de 1955, ni con la remake de Michael Cimino de 1990. Es otra cosa. Hay algo con Hollywood y el cine catástrofe. Es probablemente el mejor marco para desarrollar drama–tensión, pero además la industria norteamericana ha sabido capitalizar los desastres de manera tal que han logrado hacer espectáculo de una tragedia. Enumerarlas en pos de una comparación sería engorroso y vano para “Horas Deseperadas”, porque el gran monstruo antagónico es el huracán Katrina, cuyo paso por el sur de Estados Unidos provocó, además del desastre, una crisis financiera por falta de infraestructura (toda la plata estaba en Irak). Pero en lugar de mostrarlo en todo su esplendor, la falta de presupuesto movió a los productores a buscar una historia que pudiera ser contada con menos grandilocuencia. De esta manera, en lugar de grandes maquetas y efectos de post producción sentiremos a Katrina gracias a un par de ventiladores y cuatro utileros que agitan algunas ramas. De hecho, hay más espectacularidad en el afiche, con eso le digo todo. La historia va por dentro entonces. Entre informes de noticieros que dan cuenta de la llegada del huracán, vemos al señor Hayes (Paul Walker) llegar a un hospital con su mujer embarazada (Genesis Rodriguez) padeciendo fuertes dolores. La niña vive. Ella no. Para él la tragedia ya comenzó. La recién nacida anda complicada por lo cual necesita de un respirador artificial para seguir viva hasta estabilizarse. “No se preocupe, cuando la oiga llorar será la señal de que todo está bien”, nos informa el Dr Edmonds (Yohance Miles), anunciando de paso,el momento en el cual lloraremos un montón. Con el padre teniendo que esperar a que su hija esté bien, pero sin poder moverla de allí, el relato avanza junto con el poder del viento, presentando algunas dificultades. Primero una evacuación parcial, luego una más intensa y finalmente una total. Quedan Hayes, el bebé y un cocinero que después desaparece. El noticiero informa las zonas anegadas, no hay comunicación, ni luz, etc. Al tener Hayes que resolver la alimentación del respirador artificial el guión consigue el gancho de tensión para estirar la duración a su antojo. El problema es, justamente, la dependencia de este factor que a su vez no está debidamente “decorado” con elementos más sólidos. Así, la evacuación resulta lógica ante el peligro, pero el argumento para la paulatina soledad de Hayes es tan débil que el espectador termina por ofrecer en su mente mejores soluciones que las que aporta el protagonista. Tampoco alcanza el recurso de los noticieros para ir informando lo que sucede fuera del hospital. Aquí es donde la falta de presupuesto se hace evidente debilitando el entorno y dejando la película a merced de una cuenta regresiva del aparato en cuestión. Nada aportan (más que al melodrama básico) los flashbacks en donde conocemos la historia de amor entre Hayes y Abigail, menos aún por las cualidades interpretativas de los actores. Son lindos, eso sí. Y sonríen bien. Con la ingenuidad de depender de la información que tenga el espectador sobre las consecuencias de Katrina, y del cartelito de “basada en un hecho real”, “Horas Deseperadas” cae en una trampa narrativa de la que apenas si se recupera al final, cuando ya es tarde y demasiado abrupto.