El documental de Pepe Tobal reconstruye la historia del avión argentino, conocido como “de los cadetes”, caído en vuelo en 1965. El 3 de noviembre de 1965 desapareció el TC-48, un avión de la Fuerza Aérea Argentina que trasladaba a cadetes de la Escuela de aviación de Córdoba en su clásico viaje de final de estudios con destino a Estados Unidos. Una semana después la FAA dio por muertos a todos y cerró el caso. Tobal inicia el documental a través de la voz y la figura de Cecilia Viberti, hija de uno de los desaparecidos, y a partir de allí reconstruye los hechos anteriores e inmediatamente posteriores al siniestro del avión utilizando material de archivo (diarios, fotos y noticieros televisivos) y entrevistas propias a los compañeros de graduación de las víctimas que viajaban en el otro avión que había salido con el mismo objetivo. Como si fuera un thriller (por el manejo de la información desplegado, el uso de la música y el montaje), el desarrollo del documental sostiene la tensión ante un hecho histórico poco conocido y desgrana un drama lamentablemente repetido en nuestro país que mezcla la desidia de los gobiernos con la irresponsabilidad de sus funcionarios y de las fuerzas vivas y el ocultamiento de la información. Corrupción, fraude, mentiras, manipulación de datos, engaños, etc. sostienen las teorías conspirativas y paranoicas tan proclives a lo humano, llevándose puesto el dolor de las familias sobrevivientes, a lo que además se suman los lugares americanos que aún se mantienen vírgenes de la «urbanidad civilizatoria» para el desarrollo de mitos y leyendas. Para cerrar el círculo, la parte final de La última búsqueda regresa a Viberti en lo que será su último viaje expedicionario a Costa Rica, en terrenos selváticos e inhóspitos, donde se sospecha pudo haber caído la nave, para dar con algún resto de la misma, alguna pista, que permita atravesar el duelo, tan imposible con la ausencia de los cuerpos. Quizás una extensión menor del film y el evitar cierto ejercicio actoral de los protagonistas hubiera servido para sostener aún más la atención y no exponerlos (aunque se los cuida bastante en la exteriorización de sus sentimientos), lo cierto es que mientras el film avanza uno no puede dejar de pensar en tantas tragedias evitables que hemos padecido como sociedad y la del submarino ARA San Juan aparece a la cabeza.
La última película de Pedro Almodóvar es un drama personal y reposado con una soberbia actuación de Antonio Banderas. Salvador Mallo (Banderas) es un director de cine que ha conocido la fama pero hace tiempo ya que no filma. Las enfermedades que padece y la muerte de su madre parecen haberlo vuelto un ser ermitaño y poco social. La proyección restaurada por la Filmoteca de Sabor, una de sus primeras obras, lo pone inesperadamente en movimiento y ese regreso lo reúne con gente que hace tiempo no ve y especialmente con su propio pasado. Dolor y gloria, la película número 21 de Almodóvar (tal como firma, ya apenas sólo un apellido que lo distingue), encuentra al manchego más sosegado y tranquilo en su mirada sobre su mundo y sobre sí mismo. El director construye una autoficción -así se la denomina dentro de la misma película- con retazos de su vida y su filmografía pero también con una decisión ficcional pura. Sería un error perderse en leer o descifrar claves que den cuenta de a quiénes se refiere o si son reales todas las situaciones que se van desarrollando. Es cine y el verosímil buscado emociona con las mejores armas. Lo que no es poco. Filmada con una clasicidad como ya no se estila y sin dejar de lado los toques autorales que ya son marca reconocida, Dolor y gloria transita, mediante flashbacks, la infancia de un niño diferente en tiempos franquistas y en provincias; a partir de diálogos y recuerdos enunciados, los ’80 libres y enloquecidos; y el presente de disputas callejeras, mendicidad e inmigrantes, todo con una mirada reposada y minimalista. Sin desbordes melodramáticos ni ritmos frenéticos pero con una sensibilidad siempre a flor de piel. Más que un ajuste de cuentas consigo mismo y sus decisiones (¿de Almodóvar, de Mallo?), o con su madre o con un amor inolvidable, lo que se impone es menos una reconciliación que una aceptación con lo hecho, que no olvida las marcas que ello le ha provocado y hasta se permite el humor, pero lo que sí ha abandonado, totalmente, es el enojo, la ira y la rabia que eran, no niego que justificadamente, los motores de otros filmes (por ejemplo La mala educación). El tono sereno predominante no desecha la fuerza de un soundtrack exquisito de Alberto Iglesias (que además incluye canciones de Mina, Chavela Vargas y hasta una versión de A tu vera realizada por Rosalía y Penélope Cruz), y se luce y consigue todo su poderío en un Antonio Banderas que hace del gesto y el detalle los pilares de una actuación descollante y reveladora por la que se alzó con el premio a Mejor Actor en Cannes (¿será el comienzo de su carrera al Oscar?). Acompañado, además, de un elenco superlativo. Una película sensible y reflexiva que divierte y emociona, bellamente filmada y actuada soberbiamente. Sin duda, uno de los títulos del año.
Tercera colaboración entre la dupla Meneghelli y Peralta, esta vez con Blindado, un drama revestido de segundas oportunidades. Luna (Gabriel Peralta) es chofer en una empresa de transporte de caudales. Ha sufrido un accidente automovilístico en el que perdió a su esposa y a su hija, por lo cual está de licencia en su trabajo. El problema es que tanto tiempo libre y su negativa a un tratamiento terapéutico no lo ayudan a transitar el duelo debidamente y enfrentar el trauma. Sólo su inclinación a lo religioso (en su formato evangélico) parece colaborar con cierta paz. Su compañero Vitali (Luciano Cáceres) conseguirá acortar su licencia y en ese regreso Luna se obsesionará con Selva (Aline Jones), que hace la limpieza en las oficinas, madre de un pequeño y abusada por su pareja. Al darse cuenta de que la joven y el niño son los protagonistas de un sueño recurrente (que se convierte en visión profética), desvelándolo día a día, ambos se convertirán en su posible redención tal como los mensajes cristianos parecen señalarle. Meneghelli (Román, Ruleta rusa) construye un relato que aúna drama y suspenso, con cierta pericia y una buena producción que se hace notoria. Aunque a veces se remarcan demasiado en el guion algunas ideas, hay fluidez en la trama y ese blindado del título remite tanto al vehículo que resulta protagonista como a ciertas «soluciones» de las que echan mano los personajes para sobrevivir. Un elenco de nombres (Ziembrowski, Urtizberea, Delgado, el mismo Cáceres) rodea con eficacia al, un tanto inexpresivo, protagonista. Blindado es un drama, con toques de thriller, de buena factura técnica y efectivo elenco secundario.
Tras el estreno exitoso (en cuanto a los números de la taquilla, los logros artísticos fueron más cuestionables) de Bohemian Rhapsody, llega Rocketman, basada en la vida y la carrera de Elton John, dirigida por Dexter Fletcher, curiosamente o no, quien se hizo cargo de terminar la biopic de Freddie Mercury y Queen al ser despedido Bryan Singer. La vida del músico inglés, creador de innumerables hits, se desarrolla cumpliendo los típicos pasos que el cine instituyó para contar el surgimiento de cualquier ídolo: su formación, su éxito, las adicciones y la soledad de la fama y el final o la nueva chance (según corresponda). Ascenso, caída y renacimiento/mito. En este caso con la particularidad de que Elton John está vivo. Y es uno de los productores del film. Lo que no impide que se muestre el lado oscuro. La vida se cuenta a partir de flashbacks que el protagonista relata en medio de una reunión de AA, a la que llega, sabremos a medida que avance el film, en su peor momento y vestido de diablo. Entonces comprenderemos que así como la intervención de los padres es esencial para conformar la personalidad de Elton, y su búsqueda del reconocimiento y del cariño permanente (seguramente simplista en el origen del trauma psicológico y en la resolución de “abraza y perdona a tu niño interior”), el vínculo de amistad posterior con Bernie Taupin (con quien construyeron la dupla compositiva que aún permanece intacta) también se convierte en central. Evitar lo edulcorado de Bohemian Rhapsody en cuanto al retrato sexual y el de adicciones (drogas y alcohol), es una decisión acertada. Y por lo menos aporta una complejidad que no concede toda la construcción al desarrollo del estereotipo. La aparición de las canciones aporta un toque creativo más que interesante. Casi cuadros musicales (muchos de ellos al mejor estilo Broadway), no aparecen sólo para afectar el sentimiento del espectador y empatizar con facilismos en busca del recuerdo emocional, sino que se vuelven parte integrante del argumento, complemento necesario, a lo que se le suma el juego con la coralidad de varios personajes haciéndose cargo de las canciones e interpretándolas como parte de la trama. Párrafo aparte para las actuaciones que son un plus destacadísimo. Además de Gemma Jones, Richard Madden, Bryce Dallas Howard (como una madre impiadosa) y Jamie Bell (brillante como Bernie Taupin), lo de Taron Egerton, manejando con excelencia todos los estadios de su protagonista, es una labor consagratoria. Extravagante, exagerada, kitsch, sentida y honesta como el protagonista que retrata, Rocketman, la biopic sobre Elton John, se luce y entretiene.
Tras su premiado paso por Berlín y por el Bafici, se estrena esta especie de cuento de hadas, disfrazado de road movie y ciencia ficción, que apuesta, sin panfletos ni didactismos, por la diversidad. Tres amigos (destacadas actuaciones de Romina Escobar, Paula Grinszpan y Luis Sodá) viajan juntos para acompañar a una de ellos, Tania, una chica trans, a la casa de su abuela recientemente fallecida. Hay que hacerse cargo de la casa y de la última voluntad de la mujer muerta. Esa sorpresa los lanza a una aventura impredecible, inesperada y que cambiará sus vidas. Loza construye una road movie amorosa y emotiva con las armas de la sensibilidad y la poesía. Se arriesga caminando por una delgada línea, donde el ridículo y el realismo (mal entendido) se asoman a cada lado, y nunca cede ni se cae. Ama a sus personajes y confía plenamente en lo que cuenta no desconociendo ni a la posmodernidad ni al cinismo, sino como si no hubiesen triunfado en nuestros tiempos. Y esa potencia es revulsiva y revolucionaria. La cámara flota registrando lo que sucede y nosotros con ella. La ostranenie producida nos ubica en un registro desautomatizado y de puro extrañamiento para hablarnos de los seres dejados de lado, vilipendiados, marginalizados, los descastados, pero sacándolos de la victimización para empoderarlos desde la confianza y la serenidad de saberse iguales a cualquiera, defendiendo su diferencia con una amorosa ternura. Una experiencia original y de un humanismo fuera de época pero imprescindible. Sensible, poético, revolucionario, este nuevo film de Loza humaniza la diferencia con una amorosa ternura.
Después de su paso por la Competencia Argentina del 21 Bafici se estrena Badur Hogar. Rodrigo Moscoso (Modelo 73), después de 18 años, regresa al cine con esta comedia romántica de treintañero que se niega a crecer . Juan (Javier Flores) trabaja, poco y cuando quiere, de piletero, en sociedad con un amigo que, en verdad, hace casi toda la labor. Vive con sus padres que lo sostienen, y se preocupan por el momento que está atravesando (una enfermedad que se dice sutilmente hasta ir develándose y generar conflictos en la trama). Hay algo de vivir en capital de provincias (Salta) que imprime el ritmo y constituye la idiosincracia de los personajes (algo que también será puesto en discusión). Cuando se cruce con Luciana (Bárbara Lombardo), una porteña impulsiva y que asume sin problemas su neurosis, el protagonista comenzará una relación que modificará la vida de ambos y agregará otra capa al guion. Con un humor que nace de las situaciones y los personajes, una naturalidad que no se vuelve costumbrismo, apuntes que suman a la trama central (respecto a la madurez, al status social, a los vínculos paterno-filiales, al amor, a las identidades y tradiciones nacionales propias viviendo en otro país, a los mandatos familiares y sociales, etc.), Badur Hogar avanza sin tropiezos, trabajando clisés sin exagerar y consiguiendo volverse una película amena, amable y entretenida. Las actuaciones acompañan para mejorar los logros y la diferencia que trae el desarrollo de la trama en el norte argentino es un aire fresco que le aporta al cine nacional.
Iair Said realiza un documental en primera persona donde el humor es la base para hablar de la familia, los sentimientos, los intereses y la vida y la muerte, a partir de Flora, una tía abuela que es todo un personaje. Llega al Malba después de su paso por el 20° Bafici. Después de muchos años de no hablarse con Flora, la familia del director se reencuentra con ella y sus modos de ser y de hacer. Una mujer grande y sola, afecta a sentirse mal y expresarlo, esquiva para todo aquello que la contradiga, encuentra en ese acercamiento la posibilidad de tener alguien con quien compartir pero cuando ella quiera. Iair ve que su tía abuela no tiene otra familia más que ellos y un departamento que él no tiene. El problema es que lo ha legado a un instituto de investigación judío. Entre llamados y salidas a comer o visitas a la casa se suceden las escenas para retratar a la protagonista de este documental de personaje, especial por sus toques de humor y esos límites borrados con la ficción. Una mujer que sólo se quiere morir y se queja de lo mucho que le cuesta, es todo un caso que consigue empatizar sin medias tintas con cualquier espectador. Y los intentos del director tratando de cancelar la donación agrega, también, lo suyo. El documental ensaya, desde la risa, reflexiones sobre los vínculos familiares con sus prejuicios, egoísmos, solidaridades y afectos. Pinta retratos humanos y conocidos a partir de estereotipos encarnados que se pasean frente a nuestros ojos y la cámara sin pudores ni cuidados y con gracia, decidiendo dar por tierra con la corrección política y echando mano a la judeidad y sus particularidades. Cuando estemos llegando al final afloran los sentimientos que, aunque en segundo plano y expresados, siempre estuvieron y podremos añorar las ausencias inevitables y previsibles.
Foto Estudio Luisita es un documental que ofrece nostalgia por un mundo ido y derrocha ternura y candidez con sus adorables protagonistas. Un tiempo retratado que sólo conservan los negativos ocultos en cajas y la memoria personal de las hermanas Escarria: el de la calle Corrientes y el auge del teatro de revistas. Luisita fotografió a todas las estrellas del momento. Y las inmortalizó. Pero ¿cuántos saben de la fotógrafa? Sol Miraglia (codirectora con Hugo Manso) la descubrió porque en su trabajo alguien le dijo que debía conocerla. Y fue así que se convirtió en la nieta que no tuvieron ni Luisita ni Graciela ni Rosa. Y en la artista que rescató a otra artista del olvido y la llevó a realizar una merecida muestra en el San Martín con parte de su inmensa y desconocida producción. Documental de personajes, las protagonistas ofrecen un encanto y una ternura muy difíciles de actuar. Son lo que está frente a la cámara, de la misma manera que quedó plasmado para la posteridad el mundo del espectáculo vernáculo de los ’60, ‘70 y ’80 por la mirada lúcida y detallista de la lente de Luisita. Mujeres octogenarias en una casa antigua. Con las paredes repletas de retratos de famosos, muertos en su mayoría y con la belleza intacta. Entre charlas, material de archivo, fotos recuperadas, se construye un film que acompaña con cariño y un toque naturalmente naif la vida de unas mujeres que, desde una obra sin estridencias, le pusieron imagen a un tiempo que ya fue. Y que ahora se recupera a la luz de la importancia merecida.
Nueva drama romántico con jóvenes que padecen enfermedades terminales. Stella (Haley Lu Richardson) tiene FQ (fibrosis quística) y una mirada positiva para vivir la enfermedad en el hospital, mientras espera un trasplante de pulmones, respetando a rajatabla el régimen médico -que además de pastillas, requiere mantener una distancia entre los enfermos, de allí el título-, supervisada por la enfermera Barb (Kimberly Hebert Gregory, cumpliendo el típico secundario para actor afroamericano) comprensiva pero rigurosa. En la clínica también vive Poe (Moisés Arias), el infaltable amigo gay, con sus miedos a sostener una pareja. Pero cuando llega Will (Cole Sprouse), un rebelde que no quiere tener esperanzas, y padece un tipo de FQ más riesgosa y complicada, las cosas comenzarán a modificarse en la vida de Stella que se enamorará, aunque al principio se niegue a admitirlo. Manipuladora, llena de golpes bajos, plena de clisés, invadida de canciones que convierten a las escenas en videoclips sentimentaloides, A dos metros de ti padece el síndrome Cris Morena: jóvenes bellos, bien lookeados, divinos, con un estándar económico holgado, que sufren el dolor del culebrón berreta para desgranar frases de autoayuda fáciles y engañosas. Nada pueden hacer los actores con un texto plagado de diálogos edulcorados y que buscan enseñar el “buen vivir” bajo una mirada new age tan en boga y tan falsa. Este tipo de películas, basadas en bestseller, que de un tiempo a esta parte se multiplican (Bajo la misma estrella, Todo todo, Si decido quedarme, etc. etc.), sólo sirven para que nos pongamos a pensar qué significa su producción a destajo y qué pretenden decirle a la juventud.
Tras su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017, se estrena Hora – Día – Mes de Diego Bliffeld. Un hombre que trabaja como encargado en un garaje. Se llama Bernardo pero todos lo conocen como Nardo (Manuel Vicente). Sobre sus pequeños actos, sus pequeños dilemas, su cotidianidad y sus vínculos que se originan en lo laboral y se vuelven central en su existencia -porque no parece haber más vida por fuera de La Alborada (así se llama el estacionamiento)-, es que se desarrolla el filme. Escenas que actúan por acumulación, demarcadas por los días de la semana y las distintas horas en que suceden los hechos, evidentemente nunca elegidos por su característica extraordinaria sino más bien todo lo contrario, y separados por fundidos en negro, arman esta historia sin historia, tal como explícitamente se enuncia: sin conflicto, sin comienzo, nudo ni desenlace. Una película construida con planos fijos, donde la cámara inmóvil toma a los objetos en detalle (los autos tienen su importancia capital) o a los sujetos en movimiento deslizándose por el cuadro (de espaldas, cortados, en sombras). Una voz en off que da sentido al relato, sentido pleno y de completitud sobre la imagen con observaciones que van de lo filosófico a lo sociológico, sin olvidar el humor. Una voz literaria depurada y exquisita en general (proveniente de Marcelo Cohen y de su pluma) y que a veces peca de un exceso artificioso o de cierta pedantería (rasgos que caracterizan a los obras de los productores del filme: Cohn y Duprat) y que no se logra ocultar con la búsqueda de términos populares o coloquiales para lograr la empatía que los procedimientos utilizados esquivan. Porque claramente la forma procura dar cuenta del contenido: de esa quietud, de esa repetición al infinito en una vida común y corriente, de ese tedio, del aburrimiento, de la inacción que sólo se quiebra cuando la madrugada llega, a fuerza de girar en redondo, a altas velocidades y en un lugar cerrado en automóviles ajenos o formar con varios de ellos una “rosa mecánica” para conquistar a una chica. Pequeños atisbos de vida, de aliento apresurado y nervioso en procura de ser.