Un cuento infantil (con todo lo que eso significa) de tres hermanos pequeños sobreviviendo a la ausencia de sus padres, en una trama cada vez más oscura, es El día que resistía, la ópera prima de Alessia Chiesa. Tres hermanos (dos niñas y un niño pequeños) se quedan solos en la casa familiar. Sus progenitores no están, se han ido como quien sale de apuro, y lo que en un principio resulta un tiempo libre en el que no hay reglas, ni límites y todo es un juego interminable, a medida de que pasan los días se va volviendo más difícil y complicado para la subsistencia y para los roles asumidos. Cada noche Fan, la mayor, les narra un cuento a Tino y a Claa y pareciera estar relatando la vida que están transitando en esa casona enorme con la habitación vedada de los padres, el bosque próximo y peligroso y la acumulación de vajilla sucia, los alimentos que escasean y los servicios que se cortan. Cada noche entre ruidos fantasmales y caminatas nocturnas y/o desapariciones de algunos de ellos -que ya no se sabe si son ciertas o soñadas-, el realismo comienza a fundirse entre el terror y el tono de las fábulas infantiles con esos miedos ancestrales de la infancia de la humanidad. El trabajo con el sonido es de una potencia indudable y de un trabajo destacadísimo creando climas y ambientes y realzando lo que la imagen sugiere. El desempeño actoral de los tres protagonistas (Lara Rógora, Mateo Baldasso y Mila Marchisio) impresiona porque son sólo ellos toda la película y transmiten con naturalidad los sentimientos por los que transitan sus personajes desde la alegría, la tristeza, el miedo, los enojos y peleas generando una total empatía.
Entre el thriller y el drama, Destrucción es un film que cuenta la historia de una mujer que debe enfrentar su pasado, pero lo hace hipnotizado por la transformación física de su protagonista. Erin Bell (Nicole Kidman), agente de policía de Los Angeles, ha sabido tener mejores tiempos. Arrastrando la vida y las culpas y una pérdida que no ha podido superar sigue trabajando por obra y gracia de la inercia. Separada y con una hija adolescente que no la respeta ni oye sus consejos que, claramente, tampoco está en condiciones de dar, y con compañeros de trabajo que no la consideran, de pronto se topa con un pasado que parece regresar para darle una oportunidad. Pero no de redención. La primera misión que le encomendaron al entrar en la fuerza fue un trabajo encubierto con un compañero del FBI (que terminará siendo algo más) infiltrándose en una banda criminal que perpetra un robo a un banco que termina muy mal. Ahora, muchos años después, cuando el líder de la pandilla parece haber regresado, Erin comprende que no hay manera de seguir escapando. Trabajando con la forma para tratar de darle originalidad a una historia ya vista, y más allá de la puesta en escena que utiliza en su provecho los clisés del género para construir un noir con protagonista femenina, Karyn Kusama (Diabólica tentación) elige contar a partir de flashbacks que van proporcionando información y cruzan el pasado y el presente pero no consigue resolver “algo” central del tiempo de la narración si no es con una evidente manipulación tramposa (en su falta de pistas para el espectador) que finalmente se ofrece como una sorpresa del guion. Otro de los puntos basales para destacar a Destrucción del pelotón de tantos filmes de género es la actuación protagónica de Nicole Kidman en un papel de esos que la Academia ama premiar a partir de la transformación física. Desgarbada, descuidada en su ropa y su peinado, sin make up o, mejor dicho, enterrada bajo las capas de un maquillaje sorprendente, Erin es la apariencia que la actriz construyó para darle carnadura a un personaje desolado y sin futuro. Más apariencia que profundidad de carácter.
Máquinas mortales es otra aventura distópica, sin nada nuevo que ofrecer, que hace de la representación visual del mundo que crea -a través de la opulencia de sus efectos especiales- su razón de ser, pero volviéndolo puro artificio. Peter Jackson hace todo a lo grande. A veces funciona y a veces no. Pero a la larga siempre agota y se agota. En este caso su idea de cine da forma (o deforma), en su rol de productor, a Máquinas mortales. Basada en un bestseller, la película cuenta (el guion fue escrito por el propio Jackson y su equipo de siempre, creadores de la trilogía de El Señor de los Anillos y El hobbit, conformado por Phillipa Boyens y Fran Walsh) grandilocuentemente -creyendo que lo hace épicamente-, y como distopía un mundo post-apocalíptico steampunk donde las grandes ciudades, ahora móviles y rodantes, “engullen” a las pequeñas para apropiarse de sus habitantes y sus recursos. Estamos en Londres y Thaddeus Valentine (Hugo Weaving), un ingeniero “humanista” y con buena llegada al poder, proyecta un plan benefactor que en realidad esconde intenciones aviesas: construir una bomba nuclear que haga caer el muro que separa a la humanidad y dominar finalmente todo el mundo. Una joven, Hester Shaw (Hera Hilmar), “llega” para vengar un pasado que incluye la muerte de su madre y su propia supervivencia. En el camino se cruzará con otros personajes que la ayudarán y otros del pasado que también la persiguen. Toda esta mezcla de historias, que en el aspecto audiovisual se pintan desde un look retrofuturista, va sucediéndose por obra y gracia de un guion que hace aparecer y desaparecer personajes sin otra motivación que hacer avanzar, sin respiro, la trama para que no pensemos durante las dos horas que dura el film en los agujeros narrativos, y abusando de las alegorías y metáforas burdas y groseras que pretenden hablar del presente. Personajes estereotipados, uso de flashbacks que ilustran los parlamentos explicativos, exceso de imaginería resuelta desde el CGI vistoso pero artificial y sin corazón, sentimentalismo ramplón, cruces, conflictos y resoluciones propios de un mal culebrón hacen de Máquinas mortales un fallido producto que, en el mejor de los casos, sólo causa gracia cuando no lo busca.
Tras su paso por la Berlinale y por la Competencia Argentina del 20 Bafici, Darío Mascambroni (Primero enero) estrena Mochila de plomo, donde regresa al mundo de los niños en un coming of age duro, preciso y sensible. Tomás es un chico de 12 años que vive con su madre en los suburbios de Villa María. Juega a la pelota, se junta con los pibes en una esquina, anda en bicicleta. Una noche su amigo Pichín, en un accionar también común, le trae algo de su hermano mayor para “guardar” en la casa. Sólo que esta vez es algo de cuidado: un revólver. Los chicos comentan sobre un personaje que va a salir de prisión, anticipadamente, por buena conducta y algo queda flotando en el aire. Cuando al día siguiente llega al colegio portando el arma en la mochila, Tomás es dejado libre por faltas y, sin nada que hacer y sin nadie en la casa, comienza su deambular callejero: la visita a una tía, al bar del club donde se va a oficiar un asado de bienvenida para el liberado Nenino, un partido de fútbol que termina a las piñas y con corridas, la casa del abuelo. Todos están sin estar, como esa ausencia del padre que pesa pero acompaña. Mientras el día avanza y va cayendo la noche, no es el cielo lo único que se oscurece (gran fotografía de Nadir Medina), el derrotero de Tomás también va tornándose más raro y negro; y los secretos y silencios familiares, las culpas, los reproches, aquello que nunca se dijo del todo y de verdad, va aflorando. Mascambroni acierta en el modo en que elige contar ese día dosificando la información y con una puesta en escena donde nada sobra. Los chicos están brillantes -especialmente Facundo Underwood con un protagónico contundente acompañado de un destacado Gerardo Pascual (Pichín)- y eso ayuda al resultado final pero, también, devela una mirada atenta y cuidada del director y coguionista sobre el mundo infantil (la escena del puente tiene un aire de familia con Favio, sin artificios ni forzamientos sino por pura sensibilidad afín), sus maneras de vincularse, sus acciones y reacciones, sus modos de decir donde se evita el costumbrismo y la “naturalidad” per se. Cuando las cosas se empiecen a poner negro sobre blanco ya todo está dicho y estamos ganados por la historia y por Tomás y esa escena final permite la esperanza pero haciéndonos saber que no fue gratis. Que las cosas duelen y que es mejor aprender a pedir perdón sin aferrarse al error.
Llega un nuevo Robin Hood, aggiornado a estos tiempos y buscando convertirse en saga. Infinidad de veces el cine ha traído a la pantalla grande la imagen del héroe de Sherwood, que robaba a los ricos para darle a los pobres, acrecentando el mito y poniéndolo en juego con el tiempo de su producción. Esta época no podía quedar al margen. Ni la industria se lo iba a perder. A tono con eso este Robin Hood es un pastiche posmoderno, un patchwork: las batallas, por modos y vestuarios, buscan que pensemos en las actuales que se desarrollan en el Oriente Medio; el lugar de la mujer se empareja con el presente del empoderamiento femenino; que el “maestro” del protagonista (Jamie Foxx) sea musulmán no es menor; los abusos de todo tipo por parte de la cúpula de la Iglesia Católica no desentona con la agenda actual. Esto es apenas una muestra de lo pensado y diseñado que resulta este producto. Y por si fuera poco es una precuela que (si la taquilla así lo reafirma, cosa que parece que no ocurrirá) nos informa lo que era nuestro protagonista (Robin de Loxley) antes de ser el que conocemos y nos prepara para lo que será. No resulta menor que se haya bajado fuertemente la edad de Robin (Taron Egerton) ni que luzca como el Arrow de la serie televisiva para atraer nuevas audiencias que puedan verse reflejadas ni que la acción corra sin respiro y a partir de un montaje frenético. La idea de representar un pueblo sometido por el poder y que sólo unido (mostrado en avanzadas que, hoy por hoy y cotidianamente, nos regala la televisión en masivas protestas mundiales) puede conseguir respeto humano y derechos burgueses (aunque se pretendan disfrazar de universales y populares) es apenas corrección política y buenas intenciones progresistas. Lo que le sobra a este Robin Hood en efectos le falta en sangre, pasión e ideas.
Un regreso y un duelo afrontados por una madre y una hija desarrolla Inés María Barrionuevo en su segunda película Julia y el zorro, que se estrena tras su paso por San Sebastián y por la Competencia Argentina en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Julia (Umbra Colombo) es bailarina y actriz. Más cerca de la pose de una diva. O al menos así son sus aires, su modos, su peinado y su color de pelo, su vestuario y su manera de decir. Regresa a Unquillo, Córdoba, con su hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) a una casa familiar a la que poco frecuentó, no así la niña y su padre. La casa sin cuidadores, ni visitas periódicas, se encuentra vandalizada: robada en algunos objetos, pintada con grafitis y deteriorada en rasgos generales. Julia quiere venderla. Ese tiempo algo invernal que vivirán allí traerán reencuentros (Gaspar, un director amigo de la protagonista que la incentiva a regresar a los escenarios) y nuevos proyectos, pero también una tensión permanente entre madre e hija. Julia se niega a reconocer su estado. Vive entre la desidia, la apatía, los bajones y los enojos intentando continuar la vida y hacer del vínculo con Emma algo más cercano. Barrionuevo trabaja en una primera parte los climas, las sugerencias, las sutilezas, sin necesidad de enunciar en palabras lo que se está desenvolviendo frente a nuestros ojos. Hasta que la protagonista pronuncia una frase en un baño de un boliche y sin volverse un film lleno de diálogos, se abandonan esos modos para decir explícitamente. Se podrá alegar que ese silencio que somete a Julia se ha roto y ahora podrá, al menos, comenzar a atravesar los duelos. Con un trabajo fotográfico destacado, al igual que las actuaciones, el film construye sensiblemente un mundo de mujeres con sus complejidades, miedos y certezas y a pesar de cierta previsibilidad alegórica (con respecto al animal del título, ya sea en la fábula que enmarca a la película o en la figura real que aparece) y una duración algo estirada, mantiene la atención.
La cama, ópera prima de Mónica Lairana, se centra en el final de una pareja con crudeza y sensibilidad. Se estrena después de su paso por la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Mabel (Sandra Sandrini) y Jorge (Alejo Mango), que rondan los sesenta, son un matrimonio de muchos años que han decidido separarse y ahora llegó el momento de embalar una casa, la que tenían en común, para venderla y mudarse cada uno por su lado. Tiempo de reproches velados, de soledad compartida, de presencia acostumbrada, de ternura agostada, de recuerdos que se yerguen y de olvidos imprescindibles. Apenas unas horas tienen, antes de que llegue el camión de la mudanza, y es eso lo que compartimos con estos dos personajes que se buscan, se repelen, se necesitan y se esquivan, mientras guardan en cajas una vida. Imposible intento que, aún sabiendo su resultado, los seres humanos siempre llevamos a cabo. La directora exhibe rigurosidad extrema en la puesta en escena y hace, a pesar de lo árido y crudo de su relato, un sensible retrato de intimidad, profundizando las búsquedas que ya son una marca autoral desde sus premiados y reconocidos cortos (Rosa y María). Sin evitar los riesgos, más bien yendo a buscarlos, Lairana construye personajes dolidos y complejos a los que respeta sin condescendencia. Los expone en cuerpo y alma frente a nuestro ojos asombrados y a nuestro espíritu angustiado ante tanta verdad sin medias tintas. Triste, desolada, dolorosa pero vital y vívida, La cama no sería lo que es sin la entrega sin reservas de sus protagonistas que se revelan transitando todos los sentimientos que los atraviesan, en su mayor parte desnudos y con contados diálogos.
Un drama familiar desde el punto de vista de una pequeña que ve y sufre las contradicciones de sus padres, mientras le toca crecer a los tumbos, cuenta Natural Arpajou en su ópera prima Yo niña, que se estrena tras su paso por la Competencia Argentina del Festival Internacional de Mar del Plata. Armonía (Huenu Paz Paredes) es hija de una pareja joven que se ha ido a vivir al sur, en una cabaña alejada de cualquier centro urbano, y que rechaza el capitalismo y el sistema mismo en que vivimos y la educa en la naturaleza. Su alimentación diferente, sus gustos, sus actividades cotidianas, sus juegos y juguetes “permitidos” hacen actuar y responder a la niña, muchas veces, con frases que causan gracia al otro común que escucha, orgullo a los padres y un tremendo esfuerzo a sí misma al tener que hacerlas carne. Los progenitores (Esteban Lamothe y Andrea Carballo) también chocan en sus modos y en sus ideologías frente a la cotidianidad de subsistir (aunque quizá no siempre sosteniendo cada uno lo mismo en las peleas que constantemente viven y esto resulta un tanto contradictorio en la conformación de los personajes) y aunque ese ir y venir da movimiento a la trama del film, se siente un tanto forzada y repetitiva en esa necesidad. Más como una sucesión de episodios que dan cuenta de la vida que llevan adelante los protagonistas para retratarlos que del recorte de un tiempo determinado en el que sucederán los motivos para contar un cambio, Yo niña se centra en la pequeña siempre mirando a través de sus ojos y con la comprensión que alguien de su edad puede tener, respetando sus tiempos, sus enojos y sus alegrías. También el vínculo materno-filial también está expuesto con sinceridad y crudeza y a partir de ciertos descubrimientos la madre deberá afrontar los riesgos que supone haber tomado ciertas decisiones sin saber si el sentimiento es indestructible per se.
Sergio Wolf (Yo no sé que me han hecho tus ojos, Viviré con tu recuerdo) reconstruye en el documental Esto no es un golpe los días de Semana Santa de 1987 que pusieron en vilo al gobierno de Alfonsín y al país todo con un alzamiento militar histórico. Raúl Alfonsín llegó a la presidencia con varias promesas electorales que llevó a cabo ni bien asumió. Con el decreto que creó la CONADEP y con los que impulsó el Juicio a las Juntas se ganó el odio y la inquina de las fuerzas militares que le realizaron varias asonadas hasta aquella semana santa de 1987. Con la ley de Punto Final votada en el Congreso que aceleró los juicios (en evidente acto contrario al buscado) miles de militares de rangos menores eran llamados a Tribunales y la situación se volvía cada vez más complicada. El mayor Ernesto Barreiro desacató la orden judicial y todo estaba servido para un alzamiento que se confundía demasiado con un intento de golpe de estado. Cómo se desarrollaron los acontecimientos durante esos cuatro días es lo que cuenta este documental a través de material de archivo y de entrevistas actuales a los protagonistas directos (ex militares y ex funcionarios de gobierno). El montaje hace el resto. Y lo hace bastante bien. Las contradicciones, los (evidentemente convenientes) olvidos, la construcción del relato de la Historia quedan expuestos y a la mano del espectador. Párrafo aparte merece el logro que significa la entrevista a Aldo Rico cuya figura se ensoberbece basculando entre el cinismo y la arrogancia más intempestiva. Wolf no se queda en las sombras (como es su estilo en sus filmes) ni evita exponer sus opiniones personales (a las que les agrega el sentimiento de haber sido parte activa como pueblo de esa plaza). Esto no es un golpe se acerca demasiado a un panegírico Con este documental parece dar comienzo a la construcción audiovisual contemporánea del mito Raúl Alfonsín.
Llega al cine, después de muchas idas y vueltas, Bohemian Rhapsody, que recrea la vida de Freddie Mercury y la formación de Queen. Para volver a disfrutar de las canciones reviviendo un mito. Hay personas reales cuya existencia es más rica que una ficción. Y cuando el cine las cuenta, ese mismo querer construir una película más grande que la vida hace que, casi siempre, se quede a mitad de camino sin conseguir más que un destello en lugar de la irradiación de una estrella. Algo de eso padece Bohemian Rhapsody. Además de los efectos provocados por los cambios de elenco (Sacha Baron Cohen se fue por diferencias artísticas), de dirección (Singer fue despedido y reemplazado casi en el final por Dexter Fletcher, quien aparece en los créditos como productor ejecutivo) y la producción de dos miembros de Queen (May y Taylor) que tenían una idea no debatible sobre lo que querían retratar y, especialmente, cómo. La película relata el tiempo que transcurre entre 1970 y la llegada de Freddie Mercury (Rami Malek) a la banda que luego será Queen y el recital Live Aid de 1985. En ese lapso se desarrollará la personalidad de cada uno de los miembros del grupo musical (prestando especial atención en la del frontman) y la dinámica de vinculaciones afectivas, personales y profesionales, pero también se muestran los procesos creativos de composición, el éxito, las diferencias, la separación y el regreso a los escenarios. El film queda atado al género de las biopics con sus fórmulas remanidas, sus clisés y sus estereotipos. El cuentito es básico y plano y se procura ocultar por la catarata musical cuya vigencia es incuestionable. Mientras, se suceden los dramas de la soledad del artista, las confrontaciones familiares por tradiciones y mandatos paternos, el ascenso de una banda y las disputas comerciales de las discográficas y los riesgos artísticos de los músicos, tratados a veces con humor e ingenio y en otras con didactismos y mensajes de autoayuda; los momentos de recitales son los más logrados por su fuerza y empatía. Todo los sucesos que tienen que ver con la intimidad del cantante, sus deseos, sus miedos y sufrimientos por no poder asumir -ya ni siquiera públicamente sino en privado- su homosexualidad, sus excesos, sus contradicciones, el HIV en un tiempo en que sólo era estigmatización y muerte, aparecen lavados y tratados con un puritanismo sorprendente. Como si se hubiera decidido hacer una película de rock star para la familia aunque, afortunadamente, sin llegar a la hagiografía. Los últimos 20 minutos son de una fuerza arrolladora con el uso de los mejores recursos del melodrama para “resolver” los vínculos humanos y del documental para registrar la performance en Wembley. Imposible no emocionarse. Pero ese plus artístico que se une al personal de cada espectador, que revive su propia experiencia ante lo que está viendo, pocas veces aparece en el resto de los 135 minutos que aun así no pesan. A pesar de todo, la recreación de época, las actuaciones, las caracterizaciones, la entrega de Rami Malek (que seguramente le dará su merecida nominación al Oscar) y las canciones imbatibles de Queen son razones atendibles para elegir Bohemian Rhapsody.