Gustavo Fontán vuelve a la ficción, a una ficción pequeña, acotada, seca cercana a El árbol. Un hijo recuerda (o transita) el camino de una madre que empieza a enloquecer. Pocos datos nos ofrece el relato fragmentado y con tiempos elididos o que saltan de presentes a pasados sin marcas evidentes para dilucidar los motivos o para poder hacer pie con seguridad en ese locus donde el afecto impera y la razón se pierde. Gustavo Fontán vuelve a la ficción, a una ficción pequeña, acotada, seca cercana a El árbol. Te cuento esto para que te acuerdes se escucha en off con recurrencia, mientras la cotidianeidad se exhibe ante nuestros ojos intrusos de esa privacidad alterada. Llueve, y la naturaleza vuelve a tener preponderancia en la imagen. El cálculo le juega en contra al film donde los encuadres tan enmarcados y los planos tan pensados le quitan afección a lo mostrable. Actuaciones casi bressonianas ayudan a contener cualquier desborde pero el soporte digital y el color (a pesar del gran trabajo con la luz y la sombra) no colaboran demasiado con esta historia que parece reclamar fílmico y blanco y negro a gritos.
Y la vida siguió… Destacadas actuaciones en un filme que promete más de lo que brinda. Si con Criaturas celestiales, Peter Jackson había descendido a los infiernos contando la vida de dos adolescentes luchando por hacerse de su lugar en el mundo a cualquier precio y con la trilogía de El señor de los anillos alcanzó el paraíso de taquilla, crítica y premios logrando trasladar el imposible texto clásico de Tolkien a la pantalla grande, con Desde mi cielo (la traslación no tan acertada del original The Lovely Bones) el director neocelandés se quedó suspendido en un extraño limbo. Porque ese es el lugar adonde Susie (gran actuación de Saoirse Ronan con un candor que trasciende la pantalla) ha quedado suspendida hasta lograr desprenderse de lo que aún la ata a la vida. Y no en el falso cielo del título que supone un arriba ideal. La reconocida novela asomaba de por sí arriesgada en su relato de una joven de 14 años violada y muerta por un vecino (un Stanley Tucci que mete miedo) que se convertía en la narradora de la vida tal cual transcurría en su ausencia y buscando “ayudar” a los que la sobrevivieron, en especial su familia. La sensibilidad jacksoniana nos hacía presuponer que las cosas podían funcionar, pero algo se quedó a mitad de camino y sólo el artificio se adueñó del resultado final. Lo que podía salir mal salió un poco peor. La poderosa premisa de ver la historia a través de quien ya no puede actuar, de posicionarnos como espectadores en el lugar de quien ya no está y no de quien sufre la pérdida se va diluyendo en un relato que apuesta, esquivando todo sentimentalismo, por la artificialidad de la construcción del más allá, con grandes escenarios e imaginativas escenografías -fruto de un trabajo de efectos especiales certeros y logrados-, que busca correrse de toda perspectiva religiosa explícita y cae en un pastiche de sincretismo y procura trocar justicia divina por justicia poética y apenas construye un deux ex macchina bastante traído de los pelos. El jugueteo con las teorías lombrosianas, la remilgosidad con la que se enuncian las perversiones que se suponen como principales cuestionadas, la manipulación de los personajes que aparecen y desaparecen sin más razón que la que el guión les impone o a los que lleva al desborde discordante (la abuela de Sarandon es el ejemplo más acabado), la necesidad de buscar una especie de cierre tranquilizador al thriller en que se convierte en un momento el filme o de satisfacer esa cierta mirada muy hollywoodense de que de alguna manera uno puede cumplir con lo no cerrado de la historia aún después de muerto (Ghost, Sexto sentido, etc.) van sumando decepciones en el camino de una película que si bien evita todo golpe bajo y efectismo sentimentaloide no puede tampoco desarrollar un mínimo de sentimiento que consiga nuestra afección. O, lo que es peor, proponga, sin darse cuenta, una resolución tranquilizadora (con la conjunción de esos cielos celestes, esos campos amarillos sembrados, esas cascadas de aguas diáfanas, esas reuniones de niñas que, aunque ferozmente asesinadas, uno ve tan vivas en definitiva) a quien mira. Sea cual sea el efecto final, de cualquier forma, Desde mi cielo es un fallido filme que desperdicia una mirada extrañada sobre la muerte por miedo a que una lágrima le moje los decorados digitales.
El sexo débil Entretenido thriller con opiniones certeras sobre femicidio, violencia de género, prejuicios, machismo y un entramado que alía actualidad y un pasado nazi que parece latente. Cuando Millennium, la trilogía policial del malogrado Stieg Larsson, trepó a los primeros puestos de venta en las librerías, -al mejor estilo best sellers-, uno podía intuir el filón que el cine no iba a dejar perder. Y así fue. Corridos por los derechos (y el dinero q podría acarrear la venta de los mismos a sus herederos, más la pelea legal entre la familia y la esposa) ya se hicieron las tres películas correspondientes. Y lo bueno es que Hollywood no llegó a tiempo (aunque ya se anunció la remake). Y que la producción sea sueca suma al resultado final que de por sí es un entretenido y bien llevado thriller con opiniones certeras sobre femicidio, violencia de género, prejuicios, machismo y un entramado que alía actualidad y un pasado nazi que parece seguir latente. En Los hombres que no amaban a las mujeres, un periodista, Mikael Blomkvist, que ha perdido un juicio de difamación por sus notas contra un importante empresario (le han tendido una trampa vendiéndole “pescado podrido”) y una joven bastante freak, (punk, hacker y sumamente capaz en su rol de investigadora privada) se verán envueltos en la historia de una poderosa familia que cuenta en su haber muchos millones, una desaparecida y varios sucios secretitos. Como era de prever una adaptación de un libro de casi 700 páginas debe dejar afuera muchas cosas y aligerar personajes y situaciones para conseguir una película de una duración “normal”, y lo asombroso no sólo es que lo consigue sino que emparda en más de un sentido a su origen literario. Literatura que si bien no se agota en contar la trama policial a veces abusa de los detalles o la enumeración de cotidianeidades que recrean un mundo verosímil pero suman datos superfluos o extremadamente secundarios. La adaptación comprime, reduce el material manteniendo la trama central y potenciándola así mucho más. Y no traiciona la esencia de sus personajes ni el llamado de atención a una sociedad (la sueca, en particular, pero la mundial en general) masculina que ejerce la dominación a través de la violencia de género. Quizá la compresión del material coadyuva a que ciertos encuentros resolutivos parezcan más productos del azar del guión que de la concatenación de los hechos pero no se llega al nivel de, por ejemplo, El código Da Vinci y definitivamente estos personajes son humanos, demasiado humanos y eso es lo que provoca más interés. Lisbeth es una (anti)heroína que atrapa nuestra atención y se constituye rápidamente en un personaje inolvidable, magnético y misterioso, revirtiendo prejuicios y asumiendo riesgos personales que cuestionan arraigados pensamientos sobre la vida y el obrar humano.
El lobo feroz Allá por los ‘40 para asustar a las plateas, el Hombre Lobo seguramente es el hermano bobo de Drácula y Frankenstein. Quizá su nulo origen literario (puro mito folklórico), tal vez su espíritu culposo. Lo cierto es que después de las revitalizadas versiones en los ’90 de los monstruos clásicos, patinados de prestigio y alta cultura (Coppola, Branagh), vuelve a llegar, con retraso, una revisitación de la fábula del licántropo. Extraña mezcla de clasicismo en su narración y puesta en escena con el aggiornamiento que estos tiempos requieren merced a los alcances de los efectos digitales y el gusto de los espectadores, El hombre lobo bascula entre querer y poder. Y a veces quiere más de lo que puede. Pero siempre entretiene, que no es poco. Su guión avanza, -a veces demasiado aprisa, o con baches o contradicciones evidentes-, vestido de época victoriana con la sexualidad latente en un triángulo familiar masculino donde lo incestuoso asoma sutilmente y la fuerza femenina es de alguna manera el origen de la tragedia. Tragedia que evoca alientos shakesperianos donde no hay manera de escapar al destino fatal y los vínculos paterno-filiales esconden ancestrales anhelos de poder que la sangre no merma. Y sangre es lo que no falta en un desfile de muertes donde lo gore como estilo visual recrea un festival de vísceras y descuartizamientos despiadados. Una mirada endogámica donde el mal se proyecta en los prejuicios sociales (los Otros, los diferentes, en este caso la gitaneidad) pero se asienta realmente en el seno de las nobles familias originarias. Benicio del Toro, Anthony Hopkins, Emily Blunt, Hugo Weaving disfrutan de sus roles y hacen de lo camp, kitsch. Y por si acaso, algunos detalles de manos sobre vientres o últimas mordidas bajo un cielo de luna llena dejan abierta la puerta para que la franquicia pueda continuar.
Precious muestra como, más allá de lo crítica que pueda resultar una historia de vida, siempre hay lugar para crecer y mejorar. Vivir su vida Cualquiera que haya visto el trailer podrá suponer que esta película es un festival de golpes bajos, un canto a la lágrima fácil, una de esas historias de vida que en la comparativa nos dicen que la nuestra es, definitivamente, un jardín de rosas. Y entonces se niegue a ver “una de llorar” porque para triste, la realidad. Y sería una pena. Convengamos que la risa no está a la orden del día en la vida de Precious (una enorme actuación de la novata Gabourey Sidibe), adolescente obesa y cuasi analfabeta, violada por su padre, con una hija con síndrome de Down y un nuevo embarazo frutos de ese abuso incestuoso, violentada psicológica y físicamente por su madre, -que además la usa para cobrar un subsidio estatal-, la joven vegeta su vida transcurriendo los días. Viviendo en un Harlem donde la marginalidad y el abandono están a la vuelta de la esquina, al ser expulsada del colegio y enviada a un sistema de educación especial la joven experimentará en esa movida un cambio posible que será el germen para que su destino se tuerza. A veces hay vidas que entran en una espiral descendente donde cada paso que se da es un escalón al infierno más temido y la muestra de que siempre se puede caer más abajo. Como en un culebrón de los peores la protagonista suma humillaciones, dolores y “castigos” que aunque el espectador sienta como imposibles de sobrellevar por una sola persona el filme de alguna manera consigue también volver verosímiles. Si en un comienzo ciertos toques estéticos videocliperos y algún poco feliz y nada sutil montaje (la escena de la violación es una desacertada elección formal) preanuncian un desagradable desfile de penurias, -donde la línea sutil que separa lo mostrable y lo mirable se diluye-, poco a poco la película retoma el carril del realismo, matizado con los toques fantasiosos de los sueños de Precious para escapar de la realidad, y esquiva los golpes bajos y el melodrama, -procurando un estilo seco y sin recurrir al ardid efectista de la música-, y se queda con el simple encadenamiento de las situaciones, se aferra a un elenco de lujo (dentro de un gran casting asombra la performance de Mariah Carey) y a esa impronta de diario personal que como tal deja todo expuesto en primera persona. Sin juzgar a sus personajes (que no es lo mismo que decir que los personajes no se juzguen entre sí) siembra ambigüedades hasta en la propia humanidad de una madre que no supo cómo reaccionar ante lo inaudito y actuó, como mínimo, equivocadamente. La apabullante actuación de Mo’Nique en el rol de esa madre abusiva y cómplice en el mal hace que el dedo acusador se detenga y que uno comprenda que hacia ahí se encaminaba su hija de no haber encontrado una mano tendida en su camino. Y en el final uno crea fervientemente que es posible que las cosas se den así y no sea un simple querer tranquilizador. Sólo con mucha fuerza interior se superan los escollos que nos parecen infranqueables, sólo cuando uno puede darse cuenta de que se comienza con estar en los lugares, con ser parte de la vida que se vive, con hacer algo con eso que hicieron de nosotros, con soltar el destino prefijado y permitir lo bueno (el otro que se acerca más allá del “por qué a mi”). Sólo asumiendo que el reflejo en el espejo debe ser el nuestro y no el de los mandatos sociales y paternos uno se comienza a ver. Y puede que la vida no se cure ni se arregle ni milagrosamente se evaporen los males, pero uno se lanza a vivir lo elegido. Y eso, -elegir la vida-, es más de lo que muchos hacemos.
A veces dos mundos completamente diferentes se encuentran por esa incauta ley de la atracción de los opuestos. Un choque de planetas colosal que desparrama su fuerza invadiéndolo todo. Pero semejante guerra de galaxias tiene un límite finito. A la velocidad de la luz se acabó lo que se daba y aquí no ha pasado nada. O algo así. Cuando Larita (Biel) y John (Barnes) se vean, él se dejará conquistar por la belleza y la acción de una mujer moderna, ella dejará caer las barreras autoimpuestas por un pasado triste y le dará una oportunidad a la juventud inconsciente. Son los ’20. Larita viene de América y se hizo sola. John es inglés de pura cepa, de familia de alcurnia y ni un centavo para sostener ese mundo de apariencias. Choque de culturas. Sobre ese eje principal se desarrolla Buenas costumbres (basada en la obra de teatro de Noel Coward, a la que también recurrió muy libremente en un filme de sus comienzos Alfred Hithcock), haciendo de las antinomias y diferencias un cóctel de diálogos filosos, retruécanos punzantes y disputas subterráneas que removerán todos los suelos existentes. La parte femenina de los Whittaker, con mamá (Scott Thomas) a la cabeza, creerán a la americana una cazafortunas, una arribista, una casquivana que atrapó en sus redes al inocente benjamín de la familia, cuando la conozcan rectificarán que se han quedado cortos y es peor de lo que pensaban. Larita piensa por si misma y además dice aquello que piensa. Mientras ellos cultivan la simulación cortés. “Eres inglesa -le dice el padre (Firth) cuando la hija aduce no poder cambiar la cara ni el estado de ánimo ante la inminente llegada a la mansión familiar de la nueva pareja-, aparenta”. Sólo esta figura masculina (y el servicio doméstico) será un apoyo incondicional para la “diferente” y buscará su propia liberación a través de este cruce. Además de la transitada pelea suegra-nuera y sus derivados humorísticos (si al menos no se es ninguno de los implicados), el eje contrapuesto modernidad-tradición aporta momentos reideros pero lentamente irá aflorando una base trágica que matizará personajes, situaciones, historias y le dará sustancia al guión. Un gran reparto consigue lucirse y hacer lucir el texto al que el director remoza y traduce en imágenes que hablan de reflejos y multiplicaciones y deformaciones: lentes, espejos, binoculares, superficies acuosas, etc. Hay pasiones desenfrenadas, hay encantamientos encantatorios, hay afectos subyugantes. El amor suele, además, ser otra cosa.
Martín y Marcos fueron amigos, de esos Amigos inseparables, hasta por lo menos los 20 o 21 años. Después se distanciaron y no volvieron a cruzarse ni verse. Diez años pasaron. Marcos es actor pero trabaja en una empresa de golosinas en el departamento creativo. Está de novio con Luciana que tiene 18 años y está en la secundaria. Cesanteado de su empleo ahora se encuentra con el tiempo libre para dedicarse al unipersonal que tiene colgado desde hace varios años. Para eso su pareja le sugiere que convoque a Martín. Martín es guionista de televisión, con algunos éxitos en su haber y poca seguridad en sí mismo. El encuentro permitirá volver a conocerse retomando una relación que parecía muy lejana. Excursiones es un viaje. Un transitar espacios, tiempos y afectos que fueron en otro tiempo y a los que hay que acomodar en el cuerpo, la mente y el sentir. Amoldarse, desplegarlos, enfrentarlos. Además de los personajes citados andan por ahí, un actor bailarín con ideas de puesta en escena, un músico adolescente con una frase expeditiva y siempre a mano, un director paranoico con ínfulas de geniecillo. Con ese material y la sensibilidad a la que ya nos tiene acostumbrados, Ezequiel Acuña vuelva a desplegar un rompecabezas generacional que trasciende su franja etaria. Mientras el humor salpica las situaciones cotidianas fruto del regreso y las indecisiones ante los riesgos que se presentan, una densa capa sumergida (de pasados, culpas y silencios) asoma flotando lentamente hasta mostrarse más natural y fluyente que definitiva y perentoria. Excursos como disgresiones, apartados del tema central. Esas sendas fuera de la dirección establecida. Ese avión que retorna planeando a control remoto, esa playa de ciudad balnearia fuera de temporada. La cadencia rítmica es fruto evidente de una banda sonora que sabiamente se utiliza sin forzamientos ni canchereadas posmodernas y que muestra que la misma escritura fílmica parece haberse estructurado en torno a ella. Filmada en blanco y negro, los aciertos de Excursiones pasan tanto por el reparto descollante como por el guión, el montaje y la musicalización donde la mano del novel director vuelve a mostrar un pulso seguro para desarrollar un mundo propio.