Se estrena, luego de ganar la Competencia Argentina del Bafici 2017, La vendedora de fósforos, un film donde varias artes (la ópera, la literatura, la música, el cine) se mixturan y se borran los límites entre el documental y la ficción para pensar también la sociedad contemporánea. Mientras se está montando una ópera contemporánea en el Teatro Colón, La vendedora de fósforos, de (y con la presencia de) Helmut Lachenmann (basada en el cuento de Andersen), Walter (Jakob) consigue empleo como régisseur de la misma y su esposa Marie (Villar) como asistente de Margarita Fernández una pianista que conoce la obra del autor germano. Andan por ahí también unas cartas de un grupo guerrillero alemán de los ’70 y Buenos Aires tiene ese “no sé qué” tan característico con sus paros de transporte y las huelgas del cuerpo estable del Teatro. Y el matrimonio no sabe qué hacer con su hija pequeña y sus tiempos laborales complicados. Todo eso, como un vodevil vertiginoso, desarrolla la trama segura y fluida del filme que trabaja los contrastes duales (tal como se enuncia explícitamente. Quizá eso de la explicitación se dé en demasía): la música clásica frente a la contemporánea (la música concreta), el conservadurismo elitista y burgués frente a la vanguardia abstracta de la resistencia, el orden frente al caos, la derecha y la izquierda política frente a una posición más(s) media (esta última una tríada más que un juego de opuestos). Se bascula entre un discurso que suena de izquierdas y de barricada o que escudándose en el sentido común niega su carácter de derecha, pero en general no pasa de una corrección política que tiempo atrás se llamó Humanismo. El riesgo es siempre bienvenido y las mezclas de documental (la filmación de los ensayos) con la ficción (el matrimonio y sus circunstancias) son notablemente naturales. Hay humor, hay vértigo, hay simbolismos (entre el cuento infantil y Cleo, la pequeña hija del matrimonio), hay referencias a pares generacionales (El hombre robado de Matías Piñeiro que participó de la Competencia del Bafici y con la que comparte protagonista) y autocitas (la corrida por la ciudad de dos personajes femeninos muy a lo Castro) y hay homenajes a Bresson (Al azar, Baltasar). Pero si el maestro francés del ascetismo y el minimalismo bregaba casi por la eliminación de la música, Moguillansky se despacha con una película completamente invadida por lo musical. ¿Aggiornamiento o disputa intelectual? La película a pesar de los materiales tratados y utilizados no peca de pedantería ni de snobismo, lo que no es poco, pero deja dudas sobre la internalización de ciertos conceptos estéticos, como quien todavía no terminó de asimilar lo leído y tomar posición al respecto.
Después de su paso por Venecia y por la Competencia Argentina en el Bafici 2017, se estrena finalmente Una hermana, la ópera prima de Brockenshire y Kuri, un drama cuyo tema es una realidad vigente y dolorosa en nuestra sociedad y el mundo. Alba (muy buen trabajo de Sofía Palomino) sale en busca de su hermana Guadalupe que no ha regresado a la casa y no da señales de vida. El auto familiar se encontró quemado a la vera de un río. Su cuerpo no está entre los restos del vehículo pero nadie sabe de ella. Alguna amiga que la vio por última vez ha testificado en la comisaría pero Alba supone que sabe algo más de lo que dice. La burocracia de la justicia y, muy especialmente, el maltrato del personal judicial no colaboran frente al desamparo, la angustia y la desesperación de quien sufre y ve que nada pasa, salvo los días. Sin dinero, con una madre que se da al abandono ante lo sucedido y un pequeño que llama a la ausente, Alba arrastra su dolor y su bronca pero sigue buscando la verdad. Vivir en los márgenes de la ciudad (todo transcurre en Empalme Lobos, una localidad bonaerense a 80 km del centro) complica los movimientos para acceder más rápidamente a una ayuda y a la atención que debiera ofrecer el Estado, pero tampoco los vecinos se acercan. Mientras tanto alguien empieza a sospechar lo que pudo haber sucedido. Después de su paso por Venecia y por la Competencia Argentina en el Bafici 2017, se estrena finalmente Una hermana, la ópera prima de Brockenshire y Kuri, un drama cuyo tema es una realidad vigente y dolorosa en nuestra sociedad y el mundo. Alba (muy buen trabajo de Sofía Palomino) sale en busca de su hermana Guadalupe que no ha regresado a la casa y no da señales de vida. El auto familiar se encontró quemado a la vera de un río. Su cuerpo no está entre los restos del vehículo pero nadie sabe de ella. Alguna amiga que la vio por última vez ha testificado en la comisaría pero Alba supone que sabe algo más de lo que dice. La burocracia de la justicia y, muy especialmente, el maltrato del personal judicial no colaboran frente al desamparo, la angustia y la desesperación de quien sufre y ve que nada pasa, salvo los días. Sin dinero, con una madre que se da al abandono ante lo sucedido y un pequeño que llama a la ausente, Alba arrastra su dolor y su bronca pero sigue buscando la verdad. Vivir en los márgenes de la ciudad (todo transcurre en Empalme Lobos, una localidad bonaerense a 80 km del centro) complica los movimientos para acceder más rápidamente a una ayuda y a la atención que debiera ofrecer el Estado, pero tampoco los vecinos se acercan. Mientras tanto alguien empieza a sospechar lo que pudo haber sucedido.
Después de su paso por el Bafici 2017 en la Competencia Argentina, donde obtuvo el Premio del Público, llega a las salas comerciales el documental Las cinéphilas de María Alvarez. Las cinéphilas del título son seis mujeres adultas mayores solas, divorciadas y/o viudas con todo el tiempo libre y una pasión que las convoca por igual: el cine. Dos viven en Buenos Aires, dos en Montevideo y dos en Madrid. Este documental de personas-personajes se nutre de ellas para contar y contarse. Y gana o pierde, crece o disminuye en su fuerza por el poder encantatorio que el discurso de estas damas evidencia ante la cámara y que lo construyen como si ésta no existiera. Todas de personalidades fuertes pero algunas más extrovertidas, es esta especie de exhibicionismo o de necesidad de vincularse para salir de la soledad lo que acrecienta el protagonismo de algunas en desmedro de otras. Mientras un dejo de melancolía y tristeza lo tiñe todo. Anécdotas, situaciones vividas en cinematecas o salas de cine arte o en festivales, relatos de escenas de películas que las han marcado (con homenajes que se efectúan con ellas desde la misma puesta) y entrevistas en sus propias casas, se amalgaman y entretejen una trama que el montaje agiliza y aprovecha sus mejores momentos siempre con una cámara que las mira de igual a igual. Y no sólo de cine se nutren estas mujeres con una avidez que personas más jóvenes no tienen (por no decir que debería ser de visionado obligatorio para los críticos que han olvidado por qué eligieron su profesión y escriben y ven en piloto automático) sino del arte en general: la literatura, la música, el canto. La nouvelle vague, el neorrealismo, Buñuel, Bergman, Kurosawa son citados con ingenio y sin pedantería, con humor y emoción, con raciocinio y con afectividad, desde el gusto y desde la argumentación. Si a veces parece una actuación lo que se ve en pantalla y hasta el registro no evita ser desprolijo o evidenciar la presencia de la directora, los “instantes de verdad” que afloran (la risa franca de Leopoldina, el guiño de Paloma, la posibilidad de perdurar de Lucía frente a la cercana muerte por ser parte de este documental) son de esos que no tienen precio.
Después de su reciente paso por la Competencia Argentina del 20 Bafici, se estrena La película infinita de Leandro Listorti. Retazos de filmes que no fueron vuelven para dar vida a un objeto único y nuevo. En La película infinita el montaje cuenta más que lo que lo hace siempre. Cuenta una trama y cuenta como parte primordial de las herramientas utilizadas cinematográficamente. Ensamblando fragmentos de filmes cancelados o inconclusos y hasta storyboard o pruebas de vestuario y maquillaje (de Sarquís a Llinás, de Martel a Rejtman y muchos más), Listorti arma una narración extraña y rarificada que estructura un film onírico al que la sucesión imbricada por el montaje da forma. Frankenstein argentino que mezcla rostros conocidos (Rosario Bléfari, Pepe Soriano, Isabel Sarli, Ana Katz, Jazmín Stuart, Ángel Magaña, Damián Dreizik, etc.) que atraviesan años y se reúnen en otra cosa distinta a la de sus fines originales, La película infinita da continuidad orgánica a pedazos inconexos y diversos a partir de una búsqueda que pone en alianza colores y blancos y negros y caminatas y cruces del pueblo a la ciudad, sin sonidos o con voces en off que no sabemos tampoco si pertenecen a las imágenes sobre las que se proyectan y, especialmente, sin pretender una finalidad cerrada ni incuestionable. Puede que el espectador cinéfilo se pierda en querer descubrir nombres de actores y actrices y de películas cuando claramente el juego es dejarse llevar por lo que ahora se cuenta en un nuevo revivir ante nuestros ojos asombrados.
Una cámara registra, más que documentalmente, una ciudad del interior del país en la última producción de Rodrigo Moreno (El custodio, Reimon, Un mundo misterioso) que fue parte de la Competencia Argentina del BAFICI 2017 donde recibió una Mención Especial del Jurado. Los documentales de observación juegan a hacernos creer en su registro como una totalidad abarcativa y en la posibilidad cierta de alcanzar una imparcialidad objetiva a través del mecanismo utilizado. Una ciudad de provincia demuestra que tal cosa no es cierta. El que crea que conoce Colón, en la provincia de Entre Ríos, tras mirar el documental no ha entendido nada. Moreno planta su cámara en diferentes lugares y frente a personas comunes y corrientes y hace pasar esas imágenes en un encadenamiento, en un montaje que es, por principio, resultado de toda una decisión. No persigue personajes carismáticos o subyugantes que seduzcan fácilmente al espectador. No se ciñe a localismos ni a postales turísticas de exportación (salvo quizá cuando filma al músico en el río) ni a los sitios reconocibles de la ciudad. Trata de atrapar la vida cotidiana de esa gente y el color de sus paisajes. Va del río y sus pescadores a una radio “pueblerina”, de una noche de truco entre jóvenes en un “drastor” (el drugstore colonizado) a una práctica vespertina de rugby o una mañana de partido, de una noche de hombres y cartas en un bar a una de jóvenes en un boliche y la posterior limpieza del lugar por un dúo de mujeres, de un negocio de artículos regionales y “artesanías industriales” a uno de ropa interior, de una charla nocturna entre dos mujeres yendo en una moto cada una de ellas a un día de actividad municipal. Y siempre los perros sueltos como amos y señores del lugar. La intervención del material está siempre a la vista. La charla de las damas entre motos es toda una puesta en escena que igualmente hace gala de una naturalidad plena y verosímil. El “objeto” de la charla podrá preguntarse si vale la pena alcanzar la fama a costa de su vida expuesta públicamente pero eso es otra cosa. Mostrar como un vodevil de puertas que se abren y se cierran constantemente, un desfile de empleados municipales en plena actividad diaria, carpetas que van y vienen, personas en espera de ser llamados, mucha pero mucha caminata, grupos fumando en el patio central del edificio que es donde se sitúa la cámara, es contar la actividad pública bajo una mirada determinada. Lo evidente es que Moreno ha alcanzado un vínculo con lo registrado que le permite que éste se mueva frente al ojo de la cámara como si ella no existiera, los participantes en general se manejan con una naturalidad sorprendente y como si no prestaran atención a la imagen que se va imprimir.
Revisionismo religioso aggiornado a estos tiempos en los cuales el género y el feminismo imponen, felizmente, agenda, nos acerca Garth Davis con su María Magdalena. Si bien los evangelios canónicos no muestran a María Magdalena como una prostituta que, arrepentida de su vida de pecado, al conocer a Jesús se convirtió en su discípula y lo siguió en su calvario al punto de ser una de las primeras en descubrir su resurrección, las enseñanzas traspoladas en homilías y doctrinas forjaron esa historia sobre el personaje como visión predominante para los católicos. A pesar de que en 1969 el Papa Pablo VI acabó con esa idea y que en el 2016 el Papa Francisco elevó la memoria de Santa María Magdalena a fiesta en el Calendario Romano General. Aún se imprime la leyenda. Quien se refiera a los Evangelios como un relato particular y determinado para la construcción de la Iglesia Católica como central en el orbe mundial, termina excomulgado. Ahora, los cambios de timón en consonancia con los tiempos coyunturales no demuestran la calidad de relato sino la mala interpretación de los mismos, nos dicen. Lo cierto es que todo esto se conjuga para dar forma a María Magdalena. Estreno más que apropiado por las fechas de semana santa y por los aires que soplan socialmente. Pero que como apuesta cinematográfica es apenas discreta. Sin ánimo de provocar lecturas profundas o cuestionadoras, el director propone esta nueva mirada sobre María de Magdala como una hija cuya rebeldía se expresa en no querer cumplir con el matrimonio ni la maternidad para los que la mujer ha sido socialmente pensada. Rebeldía que no es poca cosa pero que tampoco se profundiza en demasía. Se pasa del grupo familiar del que ha sido repudiada al grupo de discípulos y apóstoles que tampoco son vistos con buenos ojos. Y sin mayores explicaciones su figura allí se empodera (habría que pensar también en la desaparición de Juan, el discípulo más querido, que quizá se vea fundido en esta nueva María) al punto de generar celos en Pedro (de quien sabemos será la piedra donde se construirá la Iglesia, el primer Papa), que se lo cobrará caro. Quizá sea esta disputa, breve pero central por su puesta en escena, la novedad de la película y su postura: la Iglesia (Pedro) ocultó la importancia de María Magdalena a sabiendas e intencionalmente por vanidad y sentimientos demasiado humanos. Y así se sometió a la mujer al rol de subordinada que tuvo y tiene aún en la jerarquía eclesiástica. Como es la Magdalena quien nos guía, guion y director no cuentan nada de lo que sucede -según sabemos a partir de los evangelios-, en lo que ella no haya tenido participación directa o para lo que actualizan su posición ubicándola en sitios en los que no ha sido explicitada su presencia pero tampoco parecen improbables. En cuanto a las actuaciones, Rooney Mara hace lo que puede encorsetada en un papel de santa rebelde, Chiweter Ejiofor responde al signo de los tiempos siendo un Pedro negro y Joaquin Phoenix acerca un Jesús, en segundo plano, revolucionariamente apocado. No hay nada más que un correcto y respetuoso replicar el resto de lo que sabemos ocurrirá a partir de los textos sagrados, sin mayores ideas que las ya enumeradas. Eso sí, ya se contó esta historia tanta veces, desde tantos testigos y protagonistas, que sólo resta que nos la relate la cruz desde su ser semilla hasta volverse madera que sostendrá al Cristo. A como estamos, no me parecería nada disparatado.
Cetáceos, la ópera prima de Florencia Percia, es una comedia que habla de la incomunicación humana y el deseo siempre postergado en la sociedad actual. Se estrena después de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017. Clara (Elisa Carricajo) y Alejandro (Rafael Spregelburd) se han mudado. No han terminado de desembalar las cajas y él tiene que partir a Italia para participar de un Congreso. Ambos son egresados de la carrera de Letras. Ella debería organizar y ordenar todo, mientras espera la confirmación de una beca para su tesis de posdoctorado. Pero también se queda libre de observar su vida. Una mudanza además de estresante puede ser la posibilidad de cambiar otras cosas. Una vecina del edificio recién llegada de unas vacaciones la lleva a tomar algo con unos músicos extranjeros que conoció en el avión y luego a una fiesta. En la dietética, donde compra productos orgánicos y saludables desconocidos hasta un minuto antes, conoce a una instructora de yoga y Tai Chi y empieza a tomar clases en el parque. Lo que parece, a simple vista, una mujer empujada por los vientos de la vida a aceptar todo lo que le ofrecen más por un apocamiento de personalidad o la imposibilidad de decir que no, resulta, más temprano que tarde, una apertura a nuevas experiencias o la asunción de que deseo y acción no están yendo por el mismo camino. La joven comienza a mentir y a embarcarse en actividades y situaciones que no son comunes para su transitar acomodado. Siente que algo no está bien y se permite ver qué es. La ópera prima de Percia nos lleva, a través de Clara, a un viaje de conocimiento y de crecimiento que encadena los sucesos con un humor absurdo que nunca desvaloriza a los mundos otros ni a sus habitantes, en los que y con los que se involucra. No se ríe de ellos por más que puedan parecer embarcados en cosas que bordean cierto estilo de vida new age muy contemporáneo o hagan uso de los grupos o talleres sólo para intentar comunicarse, relacionarse y mantener vínculos que la vida cotidiana y contemporánea no permiten por la vorágine y el ritmo vertiginoso. Mientras nos reímos y vamos avanzando en los entuertos en los que se envuelve la protagonista desandamos una reflexión que no necesita de explicitaciones en los diálogos para surgir. Y la empatía está al alcance de la mano porque no se subestima ni se hace uso de la burla ni el cinismo posmoderno. Elisa Carricajo se luce ampliamente para mostrarnos una Clara que va buscándose, alejándose del tedio no asumido, del automatismo y el vacío acostumbrado, yendo de la perplejidad al desconcierto, la aventura y el riesgo. Y lo hace acompañada de un elenco en el que se destacan desde Spregelburd hasta Susana Pampín, Esteban Bigliardi, Carla Crespo y todo el resto que deja su marca hasta en papeles más secundarios y breves.
Extraña mixtura entre documental, diario personal y ficción sobre un director-protagonista que recorre el mundo para, de alguna forma, encontrarse, nos ofrece Iván Granovsky en Los territorios, que llega a las pantallas después de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017. Iván es hijo de Martín Granovsky, periodista y analista internacional reconocido que escribe para Página 12, y éste no es un dato menor. Él, como protagonista de su propio filme, lo dice al comienzo y se nota que el apellido le abre puertas pero también lo marca. Sin decidirse a ser y hacer, entre el periodismo, la dirección y la producción, se mueve (pero no como pez en el agua) merced a los contactos que su progenitor le consigue y hasta se sostiene económicamente por los trabajos que le “inventa” o directamente por la ayuda de su madre. Mientras, viaja y proyecta quimeras que se quedan en nada ni bien empiezan o aparecen las primeras dificultades, arrastra su diletantismo adolescente, a destiempo con su edad cronológica, y se obsesiona con el trabajo del corresponsal de guerra. El “documental” se nutre de las imágenes de esos viajes: realizando entrevistas con los presidentes latinoamericanos para su padre, buscando apoyo para sus proyectos, persiguiendo algún amor esquivo y para el que no hace nada siquiera por demostrar, tras contactos que cree le pueden tirar una punta (y de hecho lo hacen pero él las desperdicia), buscando entrevistados para notas que una vez hechas no las aceptan los medios que lo han enviado, o simplemente por placer, y va dibujando un planisferio que abarca distintos paisajes (Bolivia, Chile, Brasil, Lesbos, París, el País Vasco, Medio Oriente), personajes y situaciones político-sociales que, sólo al final, adquieren cierta consistencia donde quizá lo personal contribuya (su judeidad frente a la situación de los territorios palestinos). Si todo esto es cierto o no, poco importa. Porque es la sensación de verosímil y la producción de sentido que el documental con su montaje y edición, rápida y veloz -como una de esas ficciones de espías que recorren el mundo tras la aventura-, procura obtener y, en todo caso, provoca en su continuidad. Si nuestro protagonista es lo que dice que es o simplemente actúa (como se intenta dejar entrever explícitamente en el final), tampoco interesa. Nada está fijo, nada está cerrado, todo se muestra en gestación y casi siempre se elige exponer su fracaso, y nunca podremos desentrañar si estamos frente a un retrato catártico y personal sobre una imposibilidad, la descripción de un estado de situación coyuntural de un argentino, un acercamiento a algo más universal o un engaño monumental y fulgurante de un hombre con ciertas posibilidades al alcance de la mano y un enorme grupo de sostenimiento y financiación detrás.
Un documental que cuenta retazos de una vida, en contraposición a lo que la noticia policial simplifica como un delincuente o, lisa y llanamente, un pibe chorro, es lo que presenta Toia Bonino en Orione. Unas imágenes de video familiares abren Orione. Luego una voz en off de mujer comienza a relatar historias de familia, la de los Robles: la vida de sus hijos Leo y Ale, haciendo hincapié en éste último, mientras la vemos cocinando una torta. A medida que la trama avance descubriremos que lo que se cuenta es una vida que se desvió hacia el delito. El documental se arma a través de una polifonía de imágenes y voces: fiestas y reuniones familiares filmadas con cámaras hogareñas, de narraciones en off, de material de archivo televisivo y de registro propio (la entrevista, el entierro) pero también de filmaciones de procedimientos policiales, de una especie de Cámara Gesell a un menor y de autopsias. Lo que inevitablemente lleva a pensar cómo fueron conseguidos. O en qué momento se desdibujó el límite de lo privado para exponer públicamente a niños o a muertos y a sus familiares. Hay ahí algo para debatir. Barrio Don Orione es una localidad en Claypole, en el partido de Almirante Brown, en la zona sur del Gran Buenos Aires: un complejo habitacional de monoblocks levantado durante la dictadura y habitado por miembros de clases populares. De esos típicos lugares estigmatizados en las últimas décadas por los medios y avasallados por la policía en su represión metódica. Dividida en 7 capítulos la película (por la cual Toia Bonino ganó el premio a mejor directora de la Competencia Argentina en el Bafici 2017) no justifica ni avala, a partir de su reconstrucción de una existencia, el accionar criminal y delictivo de sus protagonistas (el mismo testimonio de la madre lo deja en claro), ni tampoco historiza ni psicologiza decisiones, sino que muestra, simplemente, qué hay detrás de una noticia televisiva de ciertos medios además de muertes, inseguridad, supuesta estadística y sostenimiento del prejuicio fascista y clasemediero: una vida. Ni más ni menos.
Luca Guadagnino ofrece en Llámame por tu nombre una delicada y sensible historia de amor que no hace bandería sobre el género de sus partícipes (dos hombres) sino que apuesta por los sentimientos aunque duelan. Basado en la novela homónima de André Aciman y con un guion del “especialista” James Ivory (Maurice, Un amor en Florencia, Lo que queda del día), el director italiano fusiona el clasicismo con la modernidad en Llámame por tu nombre (título que no deja de resonarnos a “el amor que no osa decir su nombre”, aquella frase de Oscar Wilde, para, de alguna forma, subvertirla). Elio (un increíble Timothée Chalamet. Toda una revelación. Si no se es capaz de relevar los matices de su actuación, ahí está el plano final para demostrarlo), tiene 17 años y una familia liberal, judía y apasionada por la cultura que ha sabido inculcarle ese amor. Sabe de todo, salvo “lo más importante”, según sus propias palabras, cuando puede “hablar”, por primera vez, sobre lo que siente -monumento histórico central de la plaza pueblerina mediante-, con Oliver (un inspirado Armie Hammer). El joven estadounidense es un invitado de su padre quien oficia de supervisor de su tesis de doctorado y, en ese verano de 1983, su presencia acelera el despertar sexual de Elio. Pero también la confianza en sí mismo y sus capacidades. Con semejante familia, difícil no sentirse empujado siempre a más, aunque jamás lo fuercen a ello, la exigencia es personal y se siente ese peso en el protagonista, pero sin cargar las tintas. Porque esos progenitores (Amira Casar y, especialmente un maravilloso, Michael Stuhlbarg) lo animan y lo acompañan (la nada casual lectura materna de un relato francés) y hasta son capaces de admitir, con una grandeza encomiable, (en un monólogo estremecedor) su vida simple y común para que el adolescente dimensione y ponga en perspectiva lo grandioso y excepcional de lo vivido, pase lo que pase. Lentamente vamos descubriendo con el protagonista (el film sigue su punto de vista) su deseo. La sorpresa y el miedo ante lo nuevo (aquí aumentado por lo diferente), la angustia, el riesgo de hablar, la concreción amatoria, el placer, el amor y los celos se vuelven un remolino de sensaciones que Elio vivirá ante nuestros ojos captados por una cámara sutil y amable que no se regodea en dramas, que apela al humor y no busca apetecer el morbo pero tampoco se cuida de mostrar escenas sexuales y cuerpos desnudos. El desarrollo de la narración fluye, con un tiempo preciso y precioso, entre paseos en bicicleta, libros, charlas, roces, enojos, conciertos privados, estanques secretos y el recostarse en la hierba de cara al sol, pasando del desconcierto, al histeriqueo para llegar al clímax amoroso. Las cosas se dan orgánicamente en esa casa de la campiña en el norte italiano -y hasta se permiten los apuntes políticos sobre la democracia, Benito Craxi y el mísmisimo Duce- a partir de escenas y planos que se cortan cuando aún no han terminado y que el montaje evidencia. Y donde la música y las canciones construyen una época sin que suene a venta de banda de sonido. Las estatuas recuperadas del fondo del mar con su erotismo latente aceleran las pasiones tanto como el baile de Oliver en la discoteca del pueblo que empuja a Elio a soltarse también. Es un “encuentro” el que vemos aflorar ante nuestros ojos de espectadores. Un encuentro especial que se da en contadas oportunidades. Los vínculos, las relaciones, los cruces con otros, hasta el intercambio sexual es moneda corriente en la vida de todos los seres humanos. Lo diferencial es el amor. Podemos pasar por la vida sin haberlo experimentado. Eso es lo que atrapa en Llámame por tu nombre. Que se haya podido mostrar un amor que se siente real (esos abrazos primeros, esa desesperación por ser del Otro y que el Otro sea de uno que, tan bien, actúan los protagonistas) y que nos compromete. Aunque más no sea en la envidia de ver que es posible.