Albertina Carri (Los rubios, Cuatreros) propone una road movie sexual, libre y anárquica con reflexiones sobre el quehacer cinematográfico y escenas porno lésbicas y trans en Las hijas del fuego, ganadora de la Competencia Argentina del último Bafici. Dos chicas se reencuentran después de un mes de separadas por el viaje de una de ellas. La que regresa es directora de cine y será quien, con su voz en off, aporte los pensamientos sobre la construcción de la película misma, en particular y en general, abstracciones, preguntas y cuestionamientos argumentativos. Mientras tanto el cruce azaroso, con varias y diferentes mujeres (en un reparto que junta actrices no profesionales y otras de probada trayectoria), será la base sobre la que se asentará la road movie llevándolas a todas a un destino bastante lábil en donde lo que más importa son las relaciones sexuales, al mejor estilo del género porno. Estos encuentros pueden verse, además, como algo que entonces las une como cofradía y grupo de contención genérico. Hay algo de manipulación en el mundo que construye la película donde las pocas figuras masculinas que aparecen reúnen las peores representaciones posibles. Por lo que son muy útiles para sostener, sin más, este mundo cerrado en un tipo de deseo femenino y hacer fácil la empatía que, por exceso de facilismos, también comienza a resquebrajarse mientras nos adentramos en el film y en la aventura. Las escenas sexuales explícitas -desde ya un logro en su filmación, la puesta en escena, la “actuación”-, son evidentemente un shock, buscan serlo. Aunque a medida que se repiten, cualquier potencia revulsiva se torna rebeldía adolescente, pura provocación, o al menos es justo preguntarse si conduce a algo más que a eso. De hecho se podría decir que la elección de la última escena podría ser el epítome de toda la película, pero no hay que replicar las maneras del objeto analizado y seguramente hay más que a este crítico se le escapa y por eso quiere dejar asentada su propia falta. Mostrar sexo diverso es una apuesta aplaudible, y ojalá no quede en otra intención más que la visibilidad de un gueto para un gueto. Siglos de patriarcado y falocentrismo no se evaporan por una exposición de conchas en primer plano, pero remueven el avispero. Las hijas del fuego es toda una toma de posición política-sexual más que bienvenida, como un primer paso, para un cine argentino bastante pacato.
Bradley Cooper se inicia como director con una nueva versión del clásico Nace una estrella, un drama romántico y musical que además coprotagoniza junto a Lady Gaga y que desde su estreno se proyecta como uno de los firmes candidatos a las nominaciones para el Oscar. Cuando Hollywood relata las miserias de la fama casi siempre acierta porque conoce eso que cuenta. Y esta cuarta versión de Nace una estrella no es la excepción. Vehículo para el lucimiento de sus protagonistas se juega por el clasicismo y por el amor antes que por las explosiones de locura y oscuridad que también las tiene. Jackson (Cooper) es una estrella de la canción. Lo tiene todo en cantidades insondables: fama, dinero, mujeres y soledad que ni el alcohol logra menguar. Después de un recital se detiene en un bar de drag queens para beber y conoce a una joven que lo deslumbrará con su talento vocal y su especial belleza. Ally (Gaga) entra en su vida cantando La vie en rose y, a partir de ese momento, su carrera -que él apoya y en la que colabora en un principio- comienza su ascenso, mientras en un reverso perfecto la suya empezará a declinar. Los protagonistas pondrán a prueba eso de que el amor es el salvoconducto para derrotar todas las caídas humanas, mientras las adicciones, los traumas familiares del pasado (gran aporte de Sam Elliott como ese hermano referente e idealizado que batalla entre ayudar y ser ayudado) y el mundo discográfico que todo lo transforma en busca del mayor rédito económico, se interpondrán entre ellos. Aunque en la construcción de la historia aparezca cierta repetición o previsibilidad y algunas resoluciones facilistas o que se apoyan demasiado en el género para conseguir resultados, Cooper evita los esperables problemas de egoísmo entre colegas como obstáculo de pareja y sostiene al amor por encima de todo -algo que en tiempos de cinismo y posmodernidad es toda una posición ética-, además de volcar el protagonismo en su personaje y sus conflictos por encima de los de su contraparte femenina (aunque no la abandona a un mero objeto de deseo). La química entre los protagonistas trasciende la pantalla pero no en un grado de sexualidad sino de pura entrega amorosa. Las canciones se convierten en parte imprescindible de la trama acompañando y contando a través de la música y la letra lo que se va viviendo. Y si bien Cooper vuelve a demostrar que es un actor además de una cara bonita (y acá debemos agregar director, productor, coguionista, compositor y cantante), lo de Lady Gaga, a cara lavada y con una naturalidad apabullante, en su primer rol como actriz supera con creces el desafío.
Nadir Medina (El espacio entre los dos) entrega en Instrucciones para flotar un muerto un drama poético, sensible y bien logrado. Jesi (Jazmín Stuart) vuelve a Córdoba después de muchos años viviendo en Madrid. Para en lo de Pablo (Santiago San Paulo) y Martín. Pero Martín ya no está. Los tres han sido muy unidos, un trío de amigos inseparables, pero la muerte ha puesto las cosas en otro lugar, quizá el de la incomodidad, seguro el del dolor que no se sabe compartir. Esos días de diciembre les permitirán a ambos atravesar un duelo detenido en el tiempo y la distancia. Y como espectadores debemos ir reconstruyendo los vínculos y lo que ha sucedido a partir de una dosificación acertada de la información que no sólo pinta a los protagonistas sino a la posición ética y estética elegida por el director para narrar la historia. Nadir Medina construye en Instrucciones para flotar un muerto una película que no teme exponer los sentimientos de los que quedaron con procedimientos audiovisuales y una puesta en escena donde permanentemente los espacios se llenan de la ausencia de Martín. Una presencia que parece flotar por los pasillos y habitaciones del departamento, moviendo las cortinas y ululando en el viento tal como se mueve esa cámara inquieta y melancólica que todo lo tiñe de una tristeza ahogante y poética. La poesía de la puesta también se hace palabra con una fluidez lograda y sentida en varios textos que completan sin forzamientos cada momento vivido, tanto los banales y cotidianos cuanto aquellos que harán mella. Stuart y San Paulo se entregan solventes y despojados a sus personajes y nos llevan de la mano a compartir un camino donde el dolor no está exento pero sin estridencias ni facilismos. Todo lo no dicho o se enquista en el alma o pugna por salir a como dé lugar. Será tiempo de decidir si viviremos aplastados por el peso del ausente y viviendo a su sombra o finalmente aceptando soltarlo sin temor al imposible olvido.
Una historia de amor adolescente luminosa e inocente al mejor estilo de su anterior Hortensia entrega Diego Lublinsky en Amor urgente que, tras su paso por la Competencia Argentina del BAFICI 2018, llega a las carteleras comerciales. Agustina (Paula Hertzog) se muda con su madre Irene (Paola Barrientos) a Resignación. Estamos en los ‘50. Un pueblo que con la llegada de ambas consigue alcanzar los 10.000 habitantes, lo que lo eleva a rango de ciudad. Irene pone un negocio de lencería y Agustina se incorpora al colegio donde conoce a nuevas amigas y a Pedro (Martín Covini). Pedro, aún virgen y sin novia desde hace tiempo, se enamora de la chica pero ésta le avisa que ella decidió no tener novios. El vínculo irá creciendo mientras se multiplican los chismes de pueblo chico, complicándolo todo. Lublinsky, director y guionista, elige una manera muy especial para narrar la película. Los fondos son retroproyecciones que muestran las locaciones donde los personajes se mueven, además, de un modo muy especial al caminar. El artificio es moneda corriente porque también los registros actorales evitan exteriorizaciones y costumbrismos. Pero rápidamente nos olvidamos de ello y si se entra en el código lo que vemos es una comedia romántica distinta y simpática, luminosa e ingenua, candorosa y cándida, pero siempre honesta. El humor y la inocencia con que se manejan las situaciones terminan haciendo sinergia y logrando la empatía con los protagonistas que además están muy bien en sus papeles desde los consagrados Barrientos, Urtizberea, Arenillas hasta los jóvenes Hertzog, Covini, Sichel y De La Serna.
La otra piel de Inés de Oliveira Cézar (Como pasan las horas, Extranjera), que participó de la Competencia Argentina del Bafici 2018, sigue, poética y misteriosamente, el derrotero de una mujer en crisis. Abril (María Figueras) está en crisis. Su relación de pareja parece estancada merced a un marido -director de teatro- siempre ocupado en los ensayos y retrasado para llegar al hogar y a sus propias angustias e indefiniciones. Además acaba de recibir unos análisis y no sabe expresar lo que le pasa o no tiene con quién o no quiere hacerlo. Esa situación de agobio, de dolor, de encierro la lleva a abandonar todo, sin avisos ni anuncios, y marcharse sin planes a Brasil. Mientras su marido y su madre no saben qué pasa y no tienen noticias, ella se instala en una casa frente al mar, dibuja, lee y se cruza con algunos personajes que modificarán su estadía y su estar. Inés de Oliveira Cézar bucea en la vida de esta mujer sin ofrecer demasiadas explicaciones y deja que algo (que podemos llamar azar) la vaya empujando en su transcurrir extranjero. Las situaciones no siempre se ven orgánicas o verosímiles, ni en su planteo ni en su concreción escénica, pero son siempre armoniosas y bellamente fotografiadas. Una voz en off -la de Rafael Spregelburd-, va derramando textos de La terquedad (que es a la vez la obra del Spregelburd real y la de del personaje ficcional que está montando en la película) cuya potencia dramatúrgica es indiscutible pero su inserción en la trama, a veces, resulta forzada. Como si ese poder de la palabra de la que hace gala el texto teatral se impusiera por sobre el audiovisual. María Figueras pone el cuerpo sin pudor y con empeño y sale más que airosa de un protagonismo exigente. Pero La otra piel, como varias capas que buscan imbricarse pero no lo consiguen, suena como un intento de cubrir algo que más parece una tesis que una ficción concretada.
En El Ángel, Luis Ortega incursiona nuevamente en un mundo “marginal” pero sin moralina ni explicaciones tranquilizadores y cruza violencia y amor en dosis ajustadas y con la música al palo. Los mundos y los personajes marginales o quizá, mejor dicho, marginalizados por una sociedad que se piensa normal son los que atrapan la atención de Luis Ortega. Al punto de ofrecerles algo más que el tiempo que requiere una película. Me animaría a decir su cariño y su respeto. Porque la filmografía de Ortega así lo demuestra desde Caja negra hasta Lulú pasando por Monoblock y Dromómanos. Por eso no resulta extraño que se haya quedado prendado de Carlos Robledo Puch, el asesino argentino casi por antonomasia que construyó su propio mito y del que aún resuena su nombre y su accionar a pesar del tiempo transcurrido. Un joven babyface de zona norte, rubio, blanco que asesinaba a mansalva y sin pruritos y en un corto plazo de accionar criminal se ganó la cárcel de por vida y a temprana edad (tenía sólo 20 años cuando lo apresaron). Ortega parte del personaje real para construir un relato que sin utilizar las herramientas de la autopercepción ni los conocimientos posteriores del caso y con evidente artificio grita a los cuatro vientos su ficcionalidad. No hay manera de encorsetarla en la siempre ansiada (por los espectadores) mímesis de una biopic ni de nada sirve contrastar los hechos reales y probados (aunque la prueba en este caso en particular tampoco es muy certera) con los que verosímilmente suceden frente a nuestros ojos embelesados. Y es en lo verosímil donde reside la magia y el encanto. Cuasi pop. El Ángel no es más ni menos que una historia de amor. Que no niega la violencia de su protagonista pero ni tiende a la oscuridad para mostrarla ni a explicar nada de lo que la genera. La violencia irrumpe y ahí radica su potencia. Pero es la historia de amor de su director para con su personaje protagonista y del protagonista para con su compañero de fechorías. Una especie de educación sentimental del mal se desenvuelve episódicamente (quizá en eso de los episodios que semejan a capítulos breves de una serie es donde debería haberse ajustado un poco más el guion para no abandonar a algunos personajes que desaparecen o aparecen algo aleatoriamente) en la trama urdida construyendo un protagonista que sin abandonar su candidez tiene arranques de furia disruptivos y va creciendo hasta el clímax. Las canciones aparecen no sólo como una marca epocal (acompañando todo el excelente trabajo de vestuario y arte que viste a los ’70 representados) sino para completar las escenas y contar desde sí lo que la puesta, el encuadre y el guion presentan. Quizá también haya un exceso en la cantidad utilizada pero nunca un error en su elección. De hecho el cuadro de Ramón en la televisión (homenaje al padre del director) con su ruptura del (supuesto) realismo es ese toque particular que quizá hubiera llevado a la película a lugares que Ortega nos hizo transitar en otras de sus producciones (Historia de un clan) pero que aquí luce un poco contenido. Si bien puede suponerse que un material de este tipo con tantas productoras fuertes detrás arriesga pero hasta ahí, no es menos cierto que esta película contada por otro no hubiera podido forzar ciertos límites como esta lo consigue. Todo el elenco luce afiatado y seguro de lo que pretende mostrar y se destacan Morán, Fanego y el Chino Darín como la familia “adoptiva” de Carlitos, cada uno movido por ese extraño que llega a sus vidas para movilizarlos. Pero indudablemente la revelación es Lorenzo “Toto” Ferro que en su primera incursión en la pantalla grande se pone la película al hombro y se gana sin esfuerzo y desde el minuto uno (en la escena primera del baile ya nos tiene rendidos a sus pies) el cariño y la empatía de los espectadores. Y conseguir que nos identifiquemos y queramos a un criminal no es poca cosa. Y menos en estos tiempos de estigmatización a ultranza.
Se estrena, luego de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017, El espanto, un documental que expone usos y costumbres en el interior del país sobre salud y “curaciones alternativas” en medio del propio prejuicio social. Los pueblos tienen sus secretos. Y éstos generan chismes. No por nada la frase “Pueblo chico, infierno grande”. Y El Dorado no es la excepción. En los pueblos también hay siempre a mano algún curandero/a que se encarga de “curar” esos males para los que la medicina tradicional no encuentra remedio: empacho, mal de ojo, pata de cabra, espanto. Y éste, que aqueja sólo a las mujeres, según dicen, se convierte en el eje central del film junto con aquel hombre mayor, el único que practica su curación, ya que los métodos que utiliza y su vida privada dan origen a diversos corrillos. El documental utiliza entrevistas de pobladores en sus casas o trabajos (almacén, peluquería) testimoniando sobre estas cuestiones y armando como un rompecabezas sobre Jorge (este curandero especial) y sus actividades y luego virando a las opiniones que se tienen hacia el sexo y, especialmente, la homosexualidad. La manipulación es evidente. No en cuanto a tergiversar lo dicho y cambiarles el sentido a los comentarios (de hecho es casi un registro del lugar común lo que se escucha) sino al montaje y la edición que los ubican en determinado contexto del filme en procura de un crescendo dramático (o al menos un esbozo de conflicto) o de direccionar una interpretación determinada. Se pasa del relevamiento del saber popular a la intriga, después a la discriminación entre susurros para finalmente volverla explícita y luego a un cierre sobre relaciones y sacramentos religiosos. Que claramente habla de los mecanismos de interrelación y vinculación en ese pueblo. Que de alguna manera se están actuando los testimonios (lo que no significa, reitero, que los protagonistas no piensen de esa forma y que el material discursivo no sea original) se puede verificar en varias oportunidades tanto como el artificio en la misma puesta en escena. Ambas decisiones generan dudas con respecto a la posición que toman los realizadores. La primera imagen que vemos es de una ambulancia avanzando por los caminos. La cámara la sigue y observamos permanentemente la frase que luce en su parte posterior: “Mantenga distancia”. Entre hacerle caso y no, se mueven El espanto y sus directores.
Vuelven los Bañeros con lo mismo de siempre y cada vez menos. La saga de Bañeros algunos dirán que es placer culposo, parte de su educación sentimental. Entonces habría que revisar esos “títulos” con los que varios se graduaron. Esto que no sabemos definir qué es, pero con seguridad no es cine -y por lo tanto no se puede analizar con las herramientas cinematográficas- pretende pasar como una comedia de humor popular cuando es populista y populachera: en términos de que ha sido construida por hacedores que sólo piensan en el dinero y en formatear, una y otra vez, aquello con lo que creen se debe reír el pueblo (a quien suponen masa), mirando “desde arriba” mientras revisan la cuenta corriente. De aquel comienzo en 1987 con comediantes televisivos en auge (Emilio Disi, Berugo Carámbula, Gino Renni, Alberto Fernández de Rosa y luego Guillermo Francella), se pasó a las huestes de Tinelli (Pachu Peña, Pablo Granados y Fredy Villareal) y ahora se busca renovar el reparto agregando algunos integrantes de Peligro sin Codificar (Pichu Straneo, Nazareno Móttola). Nada funciona. Ni el inexistente guion, ni las ausentes “actuaciones”, ni los chistes apolillados ni los gags avejentados. Y además, siguiendo el uso y costumbre de la franquicia y la ideología que la sustenta, hay que recurrir a chicas esculturales pero, para no desentonar con el hoy, sin cosificarlas. Y aunque lo intenten, se les nota que añoran otros tiempos. Es increíble que se sigan haciendo estos engendros que atrasan siglos. Pero siempre puede ser peor: que lleven público. Vergüenza es poco.
Después de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2018, se estrena Buscando a Myu de Baltazar Tokman. El director, a través del mago y psicólogo Garrick (Emanuel Zaldua que oficia de alter ego) y la pequeña Olivia Tokman (que se desenvuelve con una frescura y naturalidad maravillosas), intenta descifrar el misterio de los amigos imaginarios de los niños a través de una docuficción. A partir de entrevistas, filmaciones caseras, videos en la red y conferencias científicas, el cineasta procura atrapar a su espectador mezclando fantasía infantil con ángeles de la guarda, fantasmas o espíritus en tránsito para procurar responder a la inquietud de por qué perdemos nuestra imaginación temprana a cambio de una adultez anodina y simple. Con visos de documental, Tokman manipula la realidad ficcionalizando los vínculos de los personajes e intercala la búsqueda -privada y personal-, cuasi obsesiva del protagonista, con acotaciones de jerga científica o que se apropian de un discurso academicista más universal sin descuidar los aportes religiosos, místicos y parapsicológicos. De alguna manera todos estos discursos quedan en pie de igualdad en su imbricación formal en la narración lo que le quita a aquellos menos aceptados por un pensamiento reflexivo un matiz que evita la burla, el escarnio y el prejuicio de los que creen que el discurso científico es menos construido por la ficción que los otros. Es este discurrir sobre el pensamiento mágico desde un lugar de apertura lo que beneficia a Buscando a Myu. En determinado momento aflora abruptamente lo que estaba en latencia (la necesidad del protagonista/director por apropiarse de la escena) y entonces la gracia infantil se reduce y esa voz en off, que se asoma explicando en demasía y dando “cierre” a lo planteado, subestima un poco lo que el entramado audiovisual venía trabajando con sutilezas y preguntas.
Versión argentina de un éxito chileno, la comedia Re loca apuesta todas sus fichas a Natalia Oreiro, su protagonista. Todo comenzó en Chile con Sin filtro, una módica y plana comedia dramática (más lo último que lo primero) que se convirtió en un éxito inesperado y que hoy se puede ver en Netflix. De ahí a su venta internacional para producir otras versiones (método que está multiplicándose ante la ausencia de ideas) sólo hubo un paso. Que se dio. En España (allá llamada Sin rodeos y estrenada acá como Sin filtros), en México Una mujer sin filtros y la que está produciéndose en Estados Unidos. Ahora nos toca a nosotros. Con las diferencias idiosincráticas de cada país que la van aggiornando, pero con escenas y situaciones novedosas en cuanto al original (lo que de alguna manera valida los títulos de “basada en”) que buscan cambiar algunas situaciones y menguar ciertas resoluciones genéricas (los personajes femeninos antagónicos no son castigados -el caso de la influencer millenial es paradigmático-), Re Loca irrumpe cargada de tips propios de estos tiempos de empoderamiento de las mujeres. Pilar (Natalia Oreiro) sufre en silencio, y haciendo de tripas corazón, la nula colaboración hogareña de su pareja -por no hablar de la falta de deseo sexual-, las burlas y maltrato del hijo de él, el ninguneo y aprovechamiento del dueño de la agencia publicitaria en la que trabaja, la irrupción de una jefa más joven y con poca capacidad pegada al celular, la falsa atención de una amiga y la excesiva de un ex a punto de casarse y manipulado por su novia, un vecino fiestero y un psicoanalista interesado en medicarla. Imposible soportar todo ese cóctel sin que haga efecto en el cuerpo y cuando está a punto de explotar se cruza (una decisión demasiado forzada por el guion) con un personaje que no se sabe bien qué es pero en segundos se gana su atención (el guion de nuevo) y le ofrece un experimento para “sanarse”: mezclar cenizas de pétalos de rosa, vino, sangre, orina, tirar uno, beber otro y zas… Pili se libera y no puede parar de decir lo que piensa y mucho menos contener la furia y accionar contra todos. El problema es que en su arremetida Pilar no distingue contra quien va y hace daño a sus seres queridos (especialmente a su hermana aficionada a los gatos), lo que la desacelera y la hace intentar aprender a manejar lo que vive. Cuando todo parece encaminado a terminar de la peor manera, o al menos la más facilista, la película da un giro y se aparta del previsible final feliz resolutivo. Re loca acude para solventar la comedia a gags que no siempre funcionan y echa mano a la puteada y el grito en demasiadas oportunidades. Los estereotipos están a la orden del día y es muy evidente el quiebre en dos partes del film para explicitar las diferencias de la protagonista. Lo que es una pena porque Natalia Oreiro demuestra nuevamente que en la comedia navega con plena seguridad y certeza y no es necesario remarcar las cosas. Claramente la película se apoya en su carisma y su presencia escénica. Y no se equivoca. Lo demás es el acompañamiento, con mayor o menor fortuna, del resto del reparto y una puesta básica y sin ningún riesgo. El film elige acercarse más a un tono donde prime “lo importante” de las situaciones, que tampoco son tratadas con profundidad, lo que entonces hace que se pierda cierta ligereza en los temas propuestos que la comedia podría haber mejorado y hecho más efectivos en lugar de efectistas.