La fiesta de la vida, una comedia francesa, de esas que son sólo un número taquillero y puro olvido al dejar las salas, se estrena en las pantallas argentinas. No podemos juzgar una filmografía nacional apenas por lo poco que llega a nuestros cines pero las últimas comedias francesas universalizadas bajo la óptica de la fórmula yanqui ya nos predisponen mal. Y si le agregamos que la idea de marketing rescata como logro el número de entradas vendidas ya nos posiciona en un producto alejado de cualquier atisbo artístico. El dúo de directores Éric Toledano y Olivier Nakache (Amigos intocables) vuelve a recurrir a los clichés para construir una historia “sensible y divertida”. O lo que ellos suponen que es eso. Una comedia coral con personajes de todo tipo, relaciones y secretos que se desandarán durante una fiesta de casamiento en un castillo de la campiña francesa. Max (Jean-Pierre Bacri) tiene a su cargo una empresa de catering y eventos, y esa noche, mientras espera la que será su última fiesta al frente de la organización, todo lo que puede salir mal saldrá peor. Mentiras, engaños, parejas que se hastían de ser ocultadas, otras que se inician, empleados en negro, fotógrafo termita, cantante mañoso y novio con ínfulas se unen para acercar gags viejos, chistes que no funcionan o apenas consiguen un mohín del espectador, emociones livianas más cercanas a la sensiblería y mucho ruido y pocas nueces. La fiesta de la vida es un aburrimiento -como el que depara el discurso del novio-, fruto de un guion previsible que manipula el drama y la comedia, aportando miradas “profundas” sobre la vida de hoy, con personajes estereotipados (en manos de un reparto actoral que da pelea) y una puesta en escena básica y simplona. Una película anodina, olvidable, repetida.
En Paddington 2 vuelve el tierno osito que se gana el corazón de todos y, a la vez, los hace ser mejores en una aventura visualmente lograda y con gran elenco. Paddington es un clásico de la literatura infantil en Inglaterra. Acá lo conocimos hace tres años en su primera incursión en el cine. Nos sorprendió y nos enamoró. Y ahora está de regreso. Y, por suerte, evitando eso de las segundas partes nunca fueron buenas. Frente al inminente cumpleaños 100 de la tía Lucy, Paddington busca un regalo que le demuestre su cariño. Encuentra un libro pop up de imágenes de Londres en la tienda de antigüedades del señor Gruber. Pero es tan caro que debe buscarse un trabajo para recolectar el dinero necesario para comprarlo. Lo que ocurre es que el libro, según una vieja leyenda, guarda entre sus páginas la clave para hallar un tesoro y una noche es robado. Las pistas incriminan al osito que terminará como culpable en la cárcel. La familia Brown intentará descubrir al verdadero ladrón mientras Paddington, con su trato, cambiará a los criminales más peligrosos. Con un diseño visual desbordante, el director Paul King consigue una comedia familiar noble y honesta, con toques que remiten a Chaplin, a Keaton y a la comedia musical (el número de cierre con una canción de Stephen Sondheim y una coreografía al mejor estilo clásico de Hollywood es deslumbrante). Un elenco inglés de nombre y calidad mayúscula (Sally Hawkins, Breendan Gleeson, Hugh Bonneville, Jim Broadbent, Julie Walters, Hugh Grant -se lo nota feliz en su villano- y las voces de Imelda Staunton, Michael Gambom y Ben Whishaw) se luce para llevar a buen puerto un divertimento con emoción y ternura que habla de la inclusión, de la posibilidad de cambio, de la apuesta por los sentimientos sin demagogia ni subestimación. Párrafo aparte para esta odiosa costumbre de las distribuidoras, que cada vez toma más cuerpo, de estrenar películas sólo dobladas. En las voces de los osos no se nota obviamente (muy buen trabajo de Nico Vázquez como Paddington), pero en los personajes de carne y hueso las inflexiones, los tonos se pierden para obtener sobreactuaciones insoportables y que atentan contra el mismo film.
Vergel de Kris Niklison es un drama que evita lo ya visto desarmando el encierro y el dolor desde la sensibilidad. Una mujer brasilera de vacaciones en Buenos Aires queda varada en espera de que se resuelva judicialmente la muerte de su esposo para poder repatriar el cuerpo. Es verano y recién acaba de terminar la feria. Ella está sola en un departamento alquilado y pasa el tiempo mientras se comunica con la funeraria y el juzgado que lleva el caso y recibe llamados de su madre, su hermana y un extraño que la confunde con la propietaria y le reclama sobre un negocio que los involucra. También conoce a una vecina (regresada de apuro de unas vacaciones a Brasil con su ahora ex novio) que la acompañará, cada vez más, cercanamente. ¿Cómo transitar esta situación especialísima y muy particular que no es aún un duelo? Una extranjería general constituye a la protagonista: otro país, otro idioma, otras leyes. Y la misma muerte de un ser querido que también la deja afuera. Mientras un jardín, el Vergel del título, desde el balcón, muestra que la vida sigue, que crece y surgen nuevos brotes. Pero que necesitan de agua y atención y cuidados. Niklison se hace cargo del guion, la fotografía, el arte y la dirección y en lugar de desconcentrarse en la expansión, consigue unificar los criterios buscados y explotarlos al máximo. La luz natural que a veces baña todo de claridad pura y en otras oscurece (tal como el sentir de la protagonista) y el espacio cerrado del departamento que comprime y extiende, no hacen sino acompañar los sentimientos que se conjugan en esos días de fatalidad y dolor. Eros y Tanatos se dan la mano y el sexo desenfrenado de la turista y la vecina (filmado sin tapujos ni búsqueda provocativa) tiene su razón de ser. El diseño tan pensado no se vuelve artificio (la escena de la sandía y los chistes en la cocina sí son la muestra del cálculo) gracias a la cámara y a la labor de Camila Morgado y Maricel Alvarez que se entregan sin dobleces. Primerísimos primeros planos, miradas macro a objetos micros, la piel siempre en exposición y el verde que desborda desde el balcón al adentro asomado a ventanas y ventanales son búsquedas formales que no se quedan simplemente en eso. Vergel busca acercar lo más posible (quizá con una extensión que podría condensarse un poco) esos sentimientos que exudan sin control estas mujeres y que las atraviesan, con una sensibilidad que se agradece.
Pablo Solarz construye en El último traje un drama humanista que apela a las emociones a partir del viaje de un hombre que regresa a su patria a cumplir una promesa. Abraham (Miguel Ángel Solá) ve cómo su vida deja de estar en sus manos. Sus hijas se reparten o le venden sus cosas y lo destinan a un geriátrico. Para el afuera, ese último día en la casa lo transita como resignado y aceptando las decisiones tomadas, pero en verdad es el impulso para abandonar todo y animarse a cumplir una vieja promesa: volver a Polonia y entregarle el último traje a un amigo. Viaje que será una odisea sin Penélope pero con final feliz como se espera de estos muestrarios de positivismo. Como toda road movie, la que llevará a cabo el protagonista (un personaje un tanto antipático y cerrado que rápidamente se volverá comprensivo, justificado en sus negativas morales y empático), será tanto exterior y espacial, partiendo de Argentina y atravesando Europa (España, Francia, Alemania, Polonia), cuanto interior, removiendo recuerdos y sacudiendo su vida. La película está plagada de personajes secundarios, desdibujados e inverosímiles, que aparecen en el camino sólo por su funcionalidad para avanzar en el recorrido fijado y como símbolo más que como carnadura compleja de una personalidad en la que los cambios abruptos subestiman al espectador: los vínculos forjados con Ángela Molina y Martín Piroyansky son forzados. Y ni qué hablar de la breve irrupción de la hija con la que se ha roto la relación y aparece sólo para decir lo que el guion no ha sabido mostrar en imágenes ni contar sin moralina. Así podemos continuar con la mujer alemana y la enfermera polaca. Y hasta con el mismo protagonista cuyo oficio (central en la referencia del título), por ejemplo, es apenas una puntada sin hilo en un parlamento casi final. Siendo Solarz un guionista reconocido puede resultar extraño que la trama desarrollada ofrezca esos agujeros en la construcción, pero repasando algunos títulos que llevan su firma (¿Quién dice que es fácil?, Un novio para mi mujer, Sin hijos, Me casé con un boludo), se puede entender mejor. Alejándose de cierta liviandad, que se supone intrínseca de las comedias románticas, El último traje se funda y se funde en los crímenes perpetrados por los nazis, por lo que la emoción está a la mano y se abreva en la Historia para conseguirla. Pero si bien las cuidadas imágenes de época acompañan para entrelazar el misterio que se irá develando poco a poco a partir de los flashbacks del protagonista durante el viaje, cómo avalar, por ejemplo, que se nos una la identificación de un personaje (la niña que recita un poema en una fiesta y su relación con el protagonista) a partir de una foto que los personajes manipulan más para la cámara (y para “explicar”) que para ellos mismos. Estos mecanismos son repetidos para “solucionar” lo que un guion calculado no puede. Y cuando se consigue plantear preguntas y cuestiones interesantes: ¿Cómo una víctima del nazismo puede pisar suelo alemán sin sentir que traiciona a sus muertos y a su dolor? ¿Es sólo el testigo presencial el sostén histórico válido para testimoniar sobre las atrocidades cometidas?, se anula su potencia reflexiva con resoluciones dramáticas fáciles y obvias. Miguel Ángel Solá se entrega en cuerpo y alma para dar vida a Abraham y lo logra en varios pasajes (especialmente con gestos, silencios y miradas), pero kilos de maquillaje para la caracterización no alcanzan para dar carnadura a una pura abstracción ideal (como molde para hablar de un humanismo de cartón) ni para ir y venir en un acento fabricado ni una postura o un caminar que sostengan el verosímil de un judío polaco de casi 90 años.
Un drama familiar con toques de neowestern, comedia e incorrección política se convierte en una búsqueda reflexiva por pintar un pueblo del interior norteamericano y su idiosincrasia. Se podría pensar que el triunfo de Trump en Estados Unidos dejó no sólo asombrado al mundo pero sí menos que a los progresistas norteamericanos que no pueden admitir ni asimilar a semejante personaje como su presidente. La cultura, en general, se lleva mejor con la izquierda. Y desde entonces cierto cine -como parte de esa cultura- está construyendo relatos (Sin nada que perder, Huye!, Viento salvaje, etc.) para desentrañar cómo se llegó a este estado de cosas. Para conocer a ese Otro. El que habita la América profunda. Tres anuncios por un crimen puede entenderse como parte de ese corpus. Martín McDonagh es, también, un dramaturgo irlandés que apareció fuerte y reconocidamente en el cine con su opera prima Escondido en Brujas. Con una impronta tarantinesca y cierta misantropía muy propia de los Coen, volvió a armar, para esta tercera película, una trama que arrasa con cualquier atisbo de corrección política y que adopta cierto aire de western, con su antigua carga fascista revisitada desde el nuevo neoconservadurismo, con protagonista femenina (que más que heroína es antiheroína) y que sólo superficialmente (y desde el discurso machista y falocéntrico) puede leerse, por eso, como feminista. Una madre, Mildred (nombre icónico de la maternidad cinematográfica) ante la inacción de las fuerzas policiales del pueblo por investigar y hallar al culpable del asesinato y violación de su hija adolescente, encuentra en unos carteles de publicidad al costado de una vieja ruta poco transitada, el método para llamar la atención y reactivar la causa. Lo que ocurre es que el pueblo acompaña a esta mujer en su dolor pero también quiere a su sheriff (Woody Harrelson) que, además, padece una enfermedad terminal. Se puede estar con Dios y el Diablo y guardar las apariencias entre todos barriendo la mugre debajo de la alfombra, parece ser la postura general, pero cuando algo se dice ya no hay vuelta atrás. El crimen que motoriza el relato llevado adelante con una fuerza arrolladora por parte de una mujer dolorida pero no paralizada por el dolor (excepcional labor de Frances McDormand en una segura nominación al Oscar y con altas posibilidades de obtenerlo), con sus discursos agudos y punzantes, con sus actitudes beligerantes y poco ortodoxas, se mezcla y matiza con toques de humor negro e insolencia ante los poderes establecidos y patriarcales. Pero poco a poco se empieza a notar que ese conservadurismo y cerrazón que se expone como patrón de medida del pueblo es también parte de esa protagonista que pide justicia (el caso propio la sacó de su letargo) pero no le molestaría avalar un ajusticiamiento. Ese pequeño “ruido” (que puede ser leído como complejidad de los personajes construidos: también habrá un cambio en relación inversa en el agente Dixon de Sam Rockwell) no es tal sino un llamado de atención para lo que va a ir sucediendo mientras la trama avanza. Nadie es bueno, nadie es malo, se nos dirá. Y en abstracto podemos acordar. Pero ya sabemos adónde nos conducen las generalidades de este tipo. Se licúan las responsabilidades. Y muchos de los conflictos desarrollados y llevados a un accionar de una violencia despiadada e irracional se “resuelven” con una liviandad, como mínimo, asombrosa y, como máximo, peligrosa. Cuando el caso personal, que aúna lo público y lo privado, planteado con suma inteligencia, va dejando su lugar al retrato de un pueblo (con ese dejo de universalización irreflexiva), a la pintura coral de una idiosincrasia pueblerina como certeza (donde la estupidización de todos y cada uno, y en especial de algunos personajes femeninos, es moneda corriente), y va cambiando el punto de vista y sigue a otros personajes, los hilos de la costura del guion se vuelven más evidentes y se nota que importan más las respuestas que se tejen que las preguntas. Y se apuesta por provocar más que por incomodar. Aun así hay grandes momentos en Tres anuncios por un crimen apuntalados por unos diálogos afilados y, especialmente, un elenco que se entrega a sus creaciones sin red de contención.
El cine de género en español sigue sumando propuestas. No dormirás, de Gustavo Hernández, se convierte en una importante coproducción (hispano-argentina-uruguaya), con grandes nombres en el elenco y un guión calculado que no termina de convencer. Todas las semanas el cine de “miedo” tiene un representante en nuestras pantallas. El público va a ver todo, aunque la crítica despedace el producto. Pero además, y en general, difícilmente acompañe una apuesta arriesgada. El cine de género hablado en español no termina de referenciarse ni de ser el elegido entres sus compatriotas. Aunque en el exterior triunfa y es vendido a los más exóticos mercados. No dormirás navega entre el thriller psicológico y el terror para contar una experiencia particular en un grupo de teatro. Alma (Belén Rueda), una directora de renombre, hábil manipuladora, lleva a cabo un experimento con sus actores en la nueva propuesta que está ensayando. El grupo debe permanecer despierto durante varios días (108 horas) para procurar mayor sensibilidad y una apertura de las percepciones sensoriales que los conecte por fuera del raciocinio con seres que han sido pero ya no están. Esa experimentación se lleva a cabo en un edificio abandonado de una clínica psiquiátrica al que llegan dos jóvenes actrices: Bianca (Eva de Dominici) y Cecilia (Natalia de Molina), traídas por un escritor (Germán Palacios), para disputarse, en un casting particular, el protagónico. Las pruebas y el permanecer despiertos enrarecen aún más el lugar y los juegos de poder, las alianzas, traiciones y complicidades se van complicando. El director uruguayo Gustavo Hernández (La casa muda) procura crear una película donde el clima sea lo primordial, jugando con el espacio y la iluminación, además de aportar dudas en los personajes sobre su salud mental (lo que suma ambigüedades e incertidumbres sobre lo vislumbrado como real o alucinación y apuntala la potencia de quien oficia de punto de vista), develando pistas a medida que la trama avanza. Aunque los rubros técnicos se destacan, lo cierto es que muchas veces el azar o la necesidad del guion funcionan como fácil resolución de situaciones y la verosimilitud, tan imprescindible, para generar empatía e interés en el espectador abusa al requerir de nuestra ingenuidad o de nuestro definitivo caso omiso a la buena construcción narrativa. A lo que hay que agregar diálogos poco creíbles y desapariciones de personajes que no se explican siendo una locación cerrada y única. Algunos logrados momentos climáticos se mezclan con otros de puro efectismo a partir del uso de la música o de la irrupción de entes extraños que buscan hacernos saltar de la butaca sin más. El cumplimiento de todos los clisés genéricos en un film de este tipo necesita de algo que lo diferencie y le dé un plus que lo distinga. Y eso lo pueden ofrecer los personajes. Y que logren comunicarse con el espectador y nos interesen con sus pasados y nos importe su presente para “defender” su vida requieren de un elenco que dé carnadura a los mismos. Difícilmente pueda decirse que éste sea el caso. Superficialidades al por mayor, frases que son dichas de la boca para afuera como quien pasa letra en un ensayo, susurrantes parlamentos para sembrar miedo, maquillaje ostentoso, no alcanzan para construir cercanía ni empatía ni de cariño ni de odio.
Una pintura sobre dos cosmovisiones de mundo en pugna plantea Lukas Valenta Rinner en su segunda película Los decentes. Belén (Iride Mockert) consigue trabajo como empleada cama adentro de una familia de clase alta que vive en un country. Al lado de la casa, separada por un cerco perimetral electrificado, hay una quinta que funciona como lugar de reunión de un grupo que practica el nudismo. Belén comienza una relación, que avanza muy lentamente, con un guardia de seguridad del barrio cerrado y, a la vez, accede como integrante del especial grupo. Lukas Valenta Rinner cuenta, con ojo avizor y detalles que revelan su perspicacia, los lazos que unen a la madre y al hijo de la familia, sus usos y costumbres, sus gustos y educación y también ofrece escenas que describen las situaciones cotidianas en la “comunidad librepensadora”. Planos panorámicos, estilizados y milimétricamente centrados, muchos de ellos fijos, que remedan fotos o cuadros y pintan tanto los espacios exteriores (el country, la cancha de tenis, el lago artificial) cuanto los interiores (la casa) y los cuerpos desnudos. La narración elige un tono y un tempo para mostrar el conflicto y la tensión que va creciendo y definiendo tomas de posición irreductibles. Lo que quizá devenga en un alargamiento de escenas algo innecesario. El final -al que se llega por el callejón sin salida en el que se desemboca casi inevitablemente-, rompe abruptamente con el modo en que se venía narrando casi sin gritos ni estridencias ni efectismos. Y echa mano al recurso de cierre que resulta más fácil y que ideológicamente se siente un poco cuestionable en una elección que se mueve en la delgada línea de avalar y/o justificar el uso de la violencia como respuesta a la violencia.
Un retrato del universo femenino, a partir de una familia de mujeres que buscan su destino, construye Mariano Luque en Otra madre. Mabi (Mara Santucho) se ha separado y vuelve a vivir con su hija pequeña (toda una revelación Julieta Niztzschmamn) a la casa de su madre en las Sierras Chicas cordobesas, donde además habitan una hermana adolescente y una abuela postrada. Necesita de cualquier trabajo que le ofrezcan para juntar dinero y, además de instructora de natación, es empleada de una tía, Pini (Eva Bianco), con cuya hija se lleva mucho mejor que la propia madre. Mujeres solas, de todas las edades, haciendo frente a la cotidianeidad de nuestros días. Mujeres que soñaron cuando chicas un futuro, si no un poco mejor, por lo menos diferente al presente que transitan. Mariano Luque (Salsipuedes) opera en Otra madre desde la sustracción: en la puesta, en las actuaciones, en el relato mismo. Pero a veces es tanto lo que se quita que se termina por complicar la comprensión sobre los vínculos de las protagonistas. Y no hace falta, porque saber qué son entre sí no les quita ningún rasgo de universalidad y basarlo sólo en los parecidos físicos es quizá innecesaria sutileza. Es evidente que en este mundo eminentemente femenino (los hombres apenas aparecen) todas actúan como espejo proyectante de lo que pueden llegar a ser o reflejante de lo que son. Cumpliendo mandatos sociales o familiares sin elección. Y sobre la forma es que el director trabaja con precisión y detalle: fragmentando los cuerpos, filmando conversaciones que niegan el rostro de uno de los participantes, procurando primeros planos que desnudan los sentimientos que atraviesan a esos personajes, dejando la cámara fija en lugares que captan acciones mientras los diálogos en off portan información de otro tipo. Hay momentos en que las escenas con un registro de actuación que se apoya en la naturalidad y la improvisación (Mabi y la pequeña) chocan con otros que desde la puesta y el guion remarcan su artificio (Pini y la clienta en el bingo) o estiran su duración para darle más tiempo a una canción que remarca lo que ya se entiende a partir de las imágenes (Mabi en un boliche con un hombre). La fragmentación y la sucesión de secuencias de la rutina diaria sin embargo son la forma de entender las dislocaciones propias de las protagonistas en tensión permanente con lo que viven y lo que quisieran vivir: aunque no se entregan jamás, arrastran el pesar algunas, en esos ojos llenos de una esperanza que parece irse apagando, mientras otras procuran romper los modelos asignados y repetidos para darse una oportunidad.
A través de la figura de Robert Cox, editor y director del Buenos Aires Herald, el documental El mensajero, de Jayson McNamara, pasa revista a los años oscuros de la última dictadura cívico-militar y el rol de los medios. Robert Cox llegó al país a fines de la década del 50 para trabajar en el Buenos Aires Herald. Un periódico en inglés que contaba las noticias del mundo en Argentina. Lentamente se va incorporando la información nacional hasta que, ya como editor y director (a partir de 1968), en los convulsionados setenta salen en su portada, primero, los asesinatos perpetrados por la AAA y, luego, las desapariciones y todas las violaciones a los DD.HH. llevadas a cabo por el gobierno militar de facto. Mientras el país se cernía en una ola de muerte desde el aparato estatal y en la complicidad civil sostenida por el silencio y la connivencia de los medios masivos de comunicación (diarios, televisión y radio, casi sin excepción), el Buenos Aires Herald se convertía en la única voz de los que no podían hablar y su redacción en su lugar de cobijo y escucha. Hasta que Cox tuvo que dejar el país en 1979 tras sufrir un secuestro, atentados y amenazas contra él y su familia. A partir de testimonios tanto del protagonista (que no oculta sus ideas a favor del golpe de estado y su esperanza por el rol de los militares en la pacificación social) y su esposa (Maud) cuanto de los colaboradores del diario (Uki Goñi, Andrew Graham-Yooll) y de los familiares que recuerdan esos años -aún con las contradicciones que plantean sobre la reivindicación de su labor y la calificación de terroristas para con las víctimas desde los mismos editoriales – y del increíble y muchas veces inédito material de archivo (las imágenes van desde programas especiales, corresponsalías informativas, marchas y rondas de Madres y Abuelas hasta campañas publicitarias propagandísticas y el Juicio a las Juntas), el director y guionista McNamara construye un documental sólido y contundente (más por su contenido que por su búsqueda formal), emotivo y que ayuda a reflexionar. Si alguien, desde un medio pequeño, lo pudo hacer, todos hubieran podido. Y si la información de lo que estaba pasando en el país salía en tapa, todos podían saber. Así de fácil se derriban los argumentos de” nadie sabía” y de “no se podía hacer otra cosa” que aún hoy en día muchos esgrimen como justificación para negar su complicidad.
Regresa Lucrecia Martel, una de las directoras más importantes del mundo, tras 9 años, con Zama, una visión personalísima y nuevamente consagratoria sobre la gran novela de Antonio Di Benedetto. Don Diego de Zama (impresionante Daniel Giménez Cacho) está pidiendo, por enésima vez, a la autoridad de turno a quien responde, en el despacho oficial que posee, el traslado de ese infierno detenido en el que trascurre su esperanza y sus días como Corregidor. Mientras en la profundidad de campo una llama -un animal característico del norte de nuestro país-, se pasea hasta acercarse al protagonista y casi convertirse en un testigo del destrato que éste padece o un doble del mismo. En todo caso volviendo a la realidad retratada el mejor ejemplo del realismo mágico que la literatura americana supo crear construir y el cine, hasta ahora, había logrado apresar. Lucrecia Martel nos lleva de las narices a un mundo que no pretende sentirse real pero que inevitablemente no podemos dejar de reconocer en sus formas, sus modos, sus jerarquías, sus poderes y violencias con una actualidad demoledora y una perspicacia sutil y arrolladora. Diego de Zama aguarda un traslado que nunca llega. Un traslado que le permitirá volver con su esposa y sus hijos y obtener la dignidad que siente le corresponde pero, a la vez, va perdiendo sin poder evitarlo. El poder de turno le promete para olvidar o, directamente, lo olvida ni bien gira su cabeza. Los negocios se ven interrumpidos por la muerte. El deseo jamás concretado pero siempre ofrecido como moneda de cambio. La satisfacción sexual fuera de campo y con concesiones sobre gustos (la mujer blanca imposible, la india burlona y dominante) y el resultado de una paternidad ofensiva y negable. La trasposición que Martel efectúa en Zama con la novela homónima es de una inteligencia mayúscula. Construye un mundo verosímil y funcional que se mueve orgánicamente pero en relectura y referencia con nuestra literatura nacional: un mundo construido sobre arenas movedizas, en eterna mezcla y heterogeneidad, con un “patriciado” hecho de sangre y bosta de vaca (la escena de los descendientes de Irala pidiendo encomienda es de una gran lucidez y una apelación a las familias patricias actuales que siguen dominando como estancieros a que se hagan cargo de sus orígenes espurios). Pero con el resquicio por donde se filtran las posibilidades de las minorías como resistencia, como aquellas “tretas del débil” a que hacía referencia la Ludmer al leer a Sor Juana: las mujeres en Zama no son el centro pero son y fuertemente. La Otredad va devorándolo todo a paso lento pero firme. El artilugio audiovisual que construye Martel apela a sus reconocidas marcas autorales: el trabajo con el sonido es primordial, el uso del espacio y la profundidad de campo, una fotografía destacadísima pero no esteticismo, un lenguaje que (como el de Di Benedetto en la novela) no busca remedo ni copia del español hablado en el siglo XVIII si no una poesía, un lirismo, una cadencia, una musicalidad que acompaña a la cámara y la puesta y el montaje. Y que los actores paladean sin notarse el artificio. Los trajes, las pelucas, los afeites de una Corte sin lugar pero que actúa y sostiene esas representaciones que apenas son cáscara vacía y muestran las resquebraduras, los intersticios, las hilachas, lo ajado de lo que fue o debió haber sido se construyen con un barroquismo americano que mezcla la acumulación con lo carnavalesco enrareciendo todo y particularizándolo. Es de destacar el humor zumbón que atraviesa muchas escenas y situaciones rompiendo cualquier atisbo de pretenciosidad, impostura o snobismo que la posmodernidad nos trajo aparejada. Es la modernidad la que reina en esta película con su evidenciado pasaje de la imagen movimiento a la imagen tiempo al decir deleuziano. No hay psicologismos explicadores ni ambigüedades alegóricas que puedan cubrir las falsedades ideológicas ni los vacíos cerebrales. Hay cine en estado puro esperando para ser disfrutado con todos los sentidos atentos. Porque no es complaciente con el espectador. Exige a cambio de lo que da. Pero eso que da es inconmensurable.