Elegancia a prueba de balas Brad Pitt encarna al feroz matón protagonista de “Mátalos suavemente”. El thriller negro de Andrew Dominik focaliza sus disparos en crear climas y atmósferas estilizadas antes que en decir algo nuevo sobre el género. Mercenario del formalismo preciosista a ultranza, el neozelandés Andrew Dominik pasa del western colgado de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford al noir apaisado y elegantemente violento de Mátalos suavemente con la misma levedad parsimoniosa con la que Jackie, el personaje que encarna Brad Pitt en el filme, descarga sus cartuchos desde una distancia estudiada, porque a él no le gustan los "sentimientos". Y digamos que a Dominik tampoco: su obsesión en este filme, más que nunca, está en los detalles y en los "climas", en las secuencias de balas que hacen estallar vidrios en cámara lenta y en los escenarios sórdidos y literalmente oscuros por donde se desplazan sus personajes. Rasgos que sí, tienen mucho de Tarantino (la violencia exaltada, los diálogos largos y sentenciosos) y algo de los Coen (en el tomar el género negro y darle una vuelta "de autor" casi imperceptible), pero que caben más enlazarlos a la reciente Drive de Nicolas Winding Refn: Dominik convierte el estereotipo en fetiche, en souvenir de lujo para audiencias arty y ociosas, y lo hace también recurriendo a un elenco imbatible que en este caso despierta un déjá vu de hampa y "buenos muchachos" de celuloides de antaño, entre ellos Ray Liotta, Richard Jenkins y James Gandolfini. Y, por supuesto, Mátalos suavemente tiene en Brad Pitt a su caballo de batalla más efectivo e inmejorable, ya ducho en esto de componer tipos duros e inclementes. Él es Jackie, un matón feroz al que le encomiendan hacerse cargo de un grupo de pobres diablos que se hicieron con el botín indebido. Los bribones son Frankie (Scoot McNairy) y Russell (Ben Mendelsohn), que se la ven venir (suavemente), junto a otros implicados que también pagarán por lo suyo. La historia, entonces, cabe en un compacto cartucho argumental, cuyas balas Dominik administra como si fueran las últimas. El efectismo está comprimido en esos extensos segmentos en interiores en los que Jackie/Pitt charla con sus jefes, colegas o víctimas sobre los temas más diversos, y hasta en las escenas de matanza mismas, cliperas en su ralentí y cuelgues insistentes. La cuestión está en que todos esos condimentos actúan de manera dispersa, más como una metralleta que como una pistola, y los disparos, elegantes pero a la vez predecibles, no dan del todo en el blanco: Matálos suavemente se torna una cinta pretenciosa, demasiado regodeada en sí misma como para plantear algo interesante. A la vez, la sutileza "de autor" se vuelve torpe e innecesariamente provocativa en los discursos de Obama y Bush que se escuchan de fondo, contrastantes en sus promesas de campaña con la sordidez que se ve en pantalla. El subrayado moralista se afianza con sentencias de Jackie como "este país está jodido, es una plaga" o "América no es una comunidad. Estamos solos. Es un negocio". Ahí, Mátalos suavemente pierde suavidad para volverse un filme gratuitamente estridente.
Cuestión de época Robert Pattinson está viviendo su crucial era pos Crepúsculo, aunque en cierta manera siga reiterando su rol de vampiro: el cínico y bursátil que encarna en la inminente Cosmópolis, y el joven inescrupuloso que se aprovecha de sus amantes para ascender en la Francia del siglo 19 en Bel ami. Así, ya sea a bordo de una limusina o de una carreta, el actor británico no para de exhibir su singular rostro herméticamente triste, oscuro y de una sonrisa inquietante que despunta de a ratos: compilado de gestos mínimos que funciona en Cosmópolis (Cronenberg sabe cómo dirigirlo) y no en Bel ami: la frialdad ambiciosa y los esporádicos estallidos de ira del joven Georges Duroy no bastan para componer a un personaje que se supone ambivalente, escindido entre la misión personal de triunfo social y la seguidilla de traiciones que va llevando a cabo; el Duroy de Pattinson es opaco, forzado y esquemático. Algo similar ocurre con las amantes del protagonista, entre las que resalta la más comprensiva Clotilde (Christina Ricci) y la experimentada Madeleine (Uma Thurman). Meras piezas de ajedrez de un tablero secundario que hacen tambalear a Duroy sólo un instante, para que éste después se salga con la suya. A pesar de cierto tono de “feminismo” de época (“Quiero una libertad absoluta, tenés que reflexionar sobre eso”, le advierte Madeleine a Duroy), Bel ami está concentrado única y exclusivamente en la figura del “bello amigo”, que avanza implacable ante la mirada resignada de sus varias mujeres. Más que una película “de época”, la cinta de los debutantes Declan Donnellan y Nick Ormerod es un signo de esta época, en la que la mera lista de nombres en el elenco supone razón suficiente para vender el filme: en efecto, el argumento inspirado en la novela de Guy de Maupassant parece una simple excusa para mostrar a Pattinson en una serie de peripecias amorosas en un contexto “libertino”, aunque paradójicamente Bel ami sea posiblemente recordada en el tiempo sólo por los desnudos fugaces de Christina Ricci. “No tenía idea de la profundidad de tu vacío, no hay nada ahí”, le dice una decepcionada Madeleine al turbio Duroy, y en esa sentencia se condensa el espíritu mismo de Bel ami.
La comedia al poder Más que políticamente incorrecta, Locos por los votos de Jay Roach (La familia de mi novia, Austin Powers) es cómicamente incorrecta, en el sentido que lo viene siendo la “nueva comedia norteamericana”: no tanto hacia afuera como hacia adentro del género, empujando y retorciendo los límites recurrentes de la sátira y los gags. Pero, claro, ni la política ni la sociedad estadounidense se salvan de los embates de este sarcástico filme que tiene a Will Ferrell como el componente físico ideal para llevar la película hacia su apoteosis, en una serie de escenas que marcan la medición más alta de risas: la mejor, cuando su personaje, el conservador recalcitrante Cam Brady, es picado por una serpiente sagrada en pleno recital religioso, y después de pronunciar todas las blasfemias escatológicas habidas y por haber y sentirse considerablemente mal (los gestos de Ferrell son imperdibles), escapa a través de un vitral y se interna en un pantano, donde se convierte en una especie de hombre-barro que irrumpe en una casa de asustados creyentes à la Flanders. El ahora bigotudo Zach Galifianakis está también muy bien como Marty Huggins, una caricatura inclemente del norteamericano medio, quien es contratado por un par de magnates para que se postule como congresista de Carolina del Norte, disputándole los votos al corrupto y necio Brady. La batalla electoral se convertirá así en terreno de comedia cuando el a primera vista inofensivo Huggins demuestre ser un rival más que preocupante (más gracias a equívocos y asesores que por mérito propio) de Brady, aunque la trama en cuestión se revele como lo más flojo de Locos por los votos: su fuerte está en un conjunto de desquiciados gags desperdigados por ahí, como el de una empleada asiática que está obligada a hacer de negra por sus patrones o la piña que recibe un bebé en plena cara, que después se replica en un oportuno cameo perruno. El final del filme es su talón de aquiles, como suele pasar en la “nueva comedia norteamericana”, y donde el moralismo que tanto se atacaba resulta ser el que le permite al filme congraciarse consigo mismo. Las risas, ahí, miden menos.
Volver al pasado Así como el argumento de Looper: asesinos del futuro opone dos tiempos del futuro (2044 y 2074) y dos actores-generaciones: Joseph Gordon-Levitt y Bruce Willis, así también el filme –tercero de la otrora promesa indie Rian Johnson- podría dividirse en dos mitades: una interesante, la segunda fastidiosa. La película comienza de la mejor forma, con una Kansas decadentemente futurista en la que sí, proliferan detalles tecnológicos como pantallas en las paredes, motos que se desplazan al ras del piso, una droga que se aplica como gotitas para el ojo y el dato de que “un 10 % de la población tiene telekinesis”, pero por lo demás la ciudad luce lóbrega, descascarada, “retro”: se ven logos de Budweiser, se escucha música country. Y un grupo de gángsters llamados loopers utilizan las viejas pistolas de siempre para ejecutar a las víctimas de un futuro de tres décadas más adelante y así salir indemnes del asunto, en baldíos o descampados donde el condenado a muerte aparece teletransportado. A eso se dedica Joe (Levitt), un joven matón que sueña con robarse parte del botín y escapar a Francia hasta que su Joe del futuro (Willis) se le aparece como víctima y escapa, y al que ahora tiene que aniquilar antes de que los loopers se lo carguen por haber fallado. A la vez, el Joe “maduro” debe evitar que un tal “Maestro de la Destrucción”, que ahora es niño, asesine a su amada mujer asiática en el futuro. A pesar de su nombre (Looper, que refiere a loop, una secuencia que se repite de manera constante y que puede asimilarse a una circunferencia), la cinta de Johnson es lineal, sin adornos o complicaciones temporales. De hecho Joe/Willis le dice a su yo joven, en una conversación que suena a auto-guiño en un restorán tarantinesco: “no tiene sentido hablar de viajes en el tiempo, perderíamos el día haciendo diagramas”. Y es esa frugalidad la que se agradece de Johnson en la primera mitad del filme, de ritmo sostenido, atractivos decorados y escenas de acción espaciadas y anti-espectaculares, secas y pudorosamente folletinescas como las de los hermanos Coen. Pero si hasta ahí el filme de Johnson podría definirse como un original noir de ciencia-ficción con destellos western, Looper después derrapa hacia un thriller gótico en el que Tenemos que hablar de Kevin se fusiona con el peor M. Night Shyamalan en la figura de un niño de diez años que tiene peligrosos berrinches de telekinesis (hijo de la granjera Sara/Emily Blunt, quien está muy bien con su rostro de expresión impasible). Así, Johnson pasa de emular la artesanía de género de los Coen a concebir su inquietante reverso: un cine que disfraza el más trillado rubro pochoclero con retoques “de autor”. En una escena, un barbado Abe (Jeff Daniels), jefe de los loopers, le dice al joven Joe al despreciarle la campera: “Es una copia de las películas que copian a las películas. Es muy siglo XX”. Eso es Looper: más un pastiche del pasado que un hallazgo del futuro.
Padre de familia El mundo es un lugar hostil. El ex agente Bryan Mills (Liam Neeson) tiene esa cuestión clara, y por eso puede ser tan pesado con el novio de su hija como justiciero por mano propia con una banda de vengativos forajidos albaneses. Lo que le importa a él es proteger a los suyos, y en esta secuela dirigida por el francés Olivier Megaton y que vuelve a producir Luc Besson el aguerrido personaje regresa al ruedo en las convulsionada Estambul (Turquía), adonde viaja con su ex mujer y su hija adolescente. La postal turística exótica y amable cambia muy velozmente hacia la lógica de thriller cuando el padre del torturado y asesinado Marko de la primera Búsqueda implacable aparece liderando a un conjunto de matones del tercer mundo para vengar a su hijo. Situación que lleva al correcto y moralista padre de familia Mills a poner en práctica sus “habilidades especiales” para rescatar a su raptada ex mujer y defender a su hija. La prepotencia policíaco-global de Estados Unidos se encarna así en las andanzas de género de Mills, quien irá derrotando a la secta albanesa a fuerza de golpes, tiros y persecuciones, siempre en pos de mantener la “seguridad” de su afable grupo familiar. Toda la convulsión dramática y hasta política que puede emerger del enfrentamiento entre dos padres y dos culturas que son capaces de matar por sus hijos se desvanece en esta película de acción que no tiene otro propósito que entretener, más que nada en esa sociedad hija-padre muy poco creíble pero divertida que se comunica mediante teléfonos celulares y es capaz de protagonizar una turbulenta escapada en automóvil. Lo que no es del todo convincente y tampoco aceptable es que Mills nunca falle, nunca se equivoque y, lo peor, nunca se cuestione su cruzada sangrienta, lo que le resta al personaje la profundidad y humanidad necesarias para convertirlo en un nuevo “clásico”. De ahí que su hija le diga, al presentarle a su novio: “no le dispares, realmente me agrada”. Nunca se sabe cuándo Mills es un padre, y cuándo un asesino.
La empatía de la huida De vez en cuando llegan a la cartelera especímenes de esa poco acostumbrada y bienvenida categoría que es el cine europeo de género, así como el año pasado sucedió con el filme austro-alemán Sin escape o con la nórdica trilogía Millenium o hace poco con la franco-suiza Cómplices. En este caso, Cacería implacable supone la tercera película del noruego Mortem Tyldum, quien concibe un thriller de relojería alimentado de vueltas de tuerca nunca excesivas, siempre felices e inteligentes. Obsecuentes en su misión y a la vez silenciosamente discretos como el realizador, los enemigos protagonistas de Cacería implacable se definen en torno a la dualidad que separa al que huye y al que persigue: Roger (Aksel Hennie) es un cazatalentos exitoso que para financiar su glamorosa vida mantiene una dedicación paralela ilegal, el robo de obras de arte; Clas (Nikolaj Coster-Waldau, el Jamie Lannister de Juego de tronos), mientras tanto, aparece de un día para el otro como un severo rival que no sólo parece acostarse con la bella mujer de Roger, sino que posiblemente también trama junto a esta un oscuro complot para asesinar al ladrón. Pero por suerte nada está del todo esclarecido en este filme de bien manejado suspenso y peripecias persecutorias al borde de la hilaridad que recuerdan al mejor Verhoeven: la escena de Roger sumergiéndose de cuerpo entero en un burbujeante depósito de materia fecal bajo una letrina rural mientras Clas inspecciona el rústico baño a punta de pistola sólo puede ser superada por el escape de Roger unos momentos después a bordo de una especie de tractor que carga atravesado en una de sus púas al bamboleante perro del perseguidor. Y ese es sólo el comienzo. Por si fuera poco, la película también desarrolla un subargumento acerca de la empatía y la capacidad de amar de uno u otro malhechor (cuestión que desemboca en el ligeramente edulcorado final, tal vez el único paso en falso de toda la cinta), equiparable a la humanidad cómplice del director noruego hacia el espectador agradecido.
Tensión fronteriza Al igual que los personajes de Salvajes, las películas de Oliver Stone siempre se situaron en una frontera, la que separa la reflexión del entretenimiento, la denuncia comprometida y el placer culpable, el filme político mainstream y el pastiche trash. Salvajes, en ese sentido, se ubica más en este último lugar, allí donde se alinean Asesinos por naturaleza, Camino sin retorno e, incluso, Scarface (guión de Stone), aunque este thriller narco carezca de un Tony Montana y de todo rastro de adrenalina. La premisa es interesante: un trío de chicos y chica lleva adelante una empresa de cultivo y distribución de "la mejor marihuana del mundo" en Laguna Beach, un paraíso californiano surfer y hedonista. Los jóvenes Chon (Taylor Kitsch) y Ben (Aaron Johnson) importan las semillas de Afganistán y se dedican a la vida disipada, fumando y compartiendo sexualmente a la blonda O (Blake Lively), a la vez que Ben invierte parte del cuantioso dinero ganado en beneficencia internacional, viajando al Tercer Mundo. Del otro lado de la frontera están los "salvajes", un cartel mejicano que se quiere quedar con el negocio de los muchachos "gringos" y que lidera una gatuna Elena (Salma Hayek) con flequillo pulp a lo Uma Thurman, quien se apoya en las andanzas del sanguinario Lado (Benicio Del Toro) para llevar adelante su negocio. Si a eso se le suma un par de ex soldados de Afganistán que hacen de francotiradores mercenarios, un agente inescrupuloso de la DEA (John Travolta) y la hija latina de Elena que vive la gran vida en California y se avergüenza de las fechorías de su madre, se obtiene un fresco en principio atractivo y complejo en torno al narcotráfico global. Cuestión que Stone desaprovecha con sus estereotipos, sentencias "reveladoras" y clichés gangsteriles de clase B, que no supondrían un obstáculo si el filme al menos se hiciera cargo de ese registro y narrara una historia intensa. Pero Stone se queda parado en la frontera sin jugarse, ambivalencia hecha explícita en el doble e indeciso final. El defecto de Salvajes no es su falta de solemnidad, sino el tedio de su pretendida diversión.
La lejanía de lo cercano Tratado inteligente y a la vez poéticamente sentido acerca de la familia de clase media argentina, Papirosen es ante todo elogiable por su autorreferencialidad suspendida y su voyeurismo perplejo y de un humor escondido, que hace de los Solnicki una familia universal e inquietantemente “argentina”. Asimismo, el filme evita lo explícito o grotesco o forzosamente emotivo como los desplantes provocativos a lo Tarnation (la diferencia determinante entre ambos filmes está en que, como Germán Scelso en el reciente híbrido y también íntimo La sensibilidad, Gastón Solnicki aparece poco y nada frente a la cámara: Jonathan Caouette lo hace todo el tiempo). Lo que sí enlaza vagamente a Tarnation y Papirosen es su procedimiento: al igual que Caouette, Solnicki recurrió a viejos archivos fílmicos de su historia familiar y a registros más recientes que se cuentan desde la llegada de su sobrino al mundo para concebir el montaje: el resultado es un collage que intercala porosas imágenes VHS que recrean el casamiento de los padres de Gastón, almuerzos domingueros con abuelos incluidos y niños jugando en el pasto (Solnicki y sus hermanos), con escenas hiperrealistas de los últimos años, que versan sobre un viaje consumista a Miami, la separación de la hermana de Gastón o el cumpleaños de su sobrino. Sugestiva por todo aquello que no dice y que las imágenes evocan de soslayo, Papirosen es una cápsula artesanal y casi miniaturista que condensa de manera fragmentaria la elusiva idiosincrasia argentina y el vertiginoso paso de las décadas (y las costumbres) desde la acción de una cámara intrusa que no juzga, no obliga a lecturas, no denuncia: alarmantemente silenciosa, la mirada generacional de Solnicki insinúa que la verdad, si existe, está en los rompecabezas, en las paradojas, en el abandono hacia la realidad material (la escena del interior de un auto, cuando el niño Mateo le pregunta a su padre por qué éste le miente, hace de lo cotidiano un fluir intenso e hipnótico). La nostalgia, si aparece, es indirecta y “tecnológica”, una saudade audiovisual que apela a la memoria común, los registros de video casero como magdalenas retro de un tiempo trágicamente perdido. Las imágenes clínicas del presente, por su parte, aluden a un tiempo frío, monótono, pero también apacible. Cuando el padre de Gastón oye la canción judía Papirosen se emociona, pero el realizador prefiere evitar que se vean las lágrimas, y en esa discreción hay todo un gesto. Con el plano de esos teleféricos lejanos del inicio y el fin, Solnicki equipara la contemplación a la más lúcida de las cercanías.
Nostalgia incorrecta Insólita como su protagónico oso de peluche zafado que habla y putea, el debut de Seth MacFarlane (Family guy) corre el riesgo de morir bajo el propio peso de su chiste ¿surreal? ¿Bizarro? ¿Fumado? en el que hombre y juguete comparten una longeva e inseparable amistad, sumado al hecho de que el osito en cuestión maneja autos, sale con chicas y se pasea por las calles como un humano más, sin que nadie se sorprenda. Pero es ese eje creíblemente inverosímil el que justamente salva a Ted de caer en una comedia (norteamericana) más, convirtiéndola en otra cosa: una inclasificable mezcla de película fantástica, comedia de amigotes y comedia romántica que oscila pero no desbarranca, segura en su artificialidad de muñeco de peluche Hasbro-frankensteniano. A lo que hay que sumar un dramatismo y una oscuridad incipiente en la figura de ese treintañero John Bennett (Mark Wahlberg) que se niega a crecer, a quien le llega el ultimátum de parte de su novia Lori (Mila Kunis) de que le dé vía libre al oso parlanchín antes de que sea demasiado tarde. Conflicto que deriva en escenas como la de la pelea entre John y Ted en el hotel o el destino trágico del osito tras la persecución final; graciosas, sí, pero también terribles y amargas: hay algo triste en Ted, algo incómodo. Que no tiene nada que ver con los innumerables gags dedicados al sexo, la religión o la cultura norteamericana más o menos hilarantes, más o menos escatológicos, más o menos incorrectos (Ted actuando una eyaculación facial, Ted con la nariz empolvada de cocaína), que sumidos en el aura irreal de la película se vuelven amenos y esporádicos. Ted, por el contrario, atrae en su extrañeza de sueño realista pergeñado por un niño-grande (¿Bennett? ¿MacFarlane?), de a ratos desesperado en esa obsesiva cita nostálgica a Star Wars, Top Gun y otros íconos ochenteros. Mirar atrás que se hace delirio en el cameo fiestero y cósmico de Sam “Flash Gordon” Jones, gran momento del filme en el que se hace real su propósito a la vez tierno, jocoso y perdidamente retro, opuesto a la aparición innecesaria de Norah Jones, más acorde a la típica comedia sin osito de peluche.
El altruismo y sus riesgos Equiparable a la reciente Historias cruzadas por su correctismo político y de género (histórico), La fuerza del amor (incomprensible traducción del más modesto título The Lady, “la dama”) gravita en el limbo de aquellos filmes que no arriesgan ni desbarrancan, ideales para una siesta de cable. Antecedido del aviso “basado en una historia real” que, claro, implica tras el cierre la revelación de lo que le pasó a sus protagonistas años más tarde en el “mundo real”, el filme de Luc Besson cuenta la vida de la activista birmana Aung San Suu Kyi (Michelle Yeoh) y la de su marido británico, el escritor Michael Aris (David Thewlis), a lo largo de años angustiosos. Hija de un político birmano asesinado, Aung San vuelve de su exilio inglés a fines de la década de 1980 para convertirse en un ícono internacional del movimiento democrático de su país, el cual se enfrentaba de manera pacífica a una brutal dictadura militar que ya se extendía dos décadas (y que duraría dos décadas más). La altruista misión le valió a Aung San 15 años de arresto domiciliario en los que se separó del paciente Aris, quien muere antes que la liberen. La excusa que da la anécdota para retratar al exótico universo birmano lleva a Besson a armonizar las escenas apaciblemente costumbristas con una pintoresca música étnica así como a exaltar los instantes en los que la multitud popular celebra sus logros con estruendos épicos que fuerzan la emoción. Los militares asiáticos son retratados de manera caricaturesca, acentuándose sus rasgos grotescos, violentos y decadentes en las secuencias más cruentas, mientras que la bandera de la embajada británica flamea en lo alto como símbolo de libertad. Tal simpleza en cuanto a la caracterización de un bien y un mal tan definibles (y la reivindicación, sólo en apariencia ingenua, de un multiculturalismo global para nada triunfante en el “mundo real”) sumergen al filme en un clasicismo vacuo, amable, inofensivo: La fuerza del amor es tan progresista en su contenido como reaccionaria en su forma (una vía opuesta y radical de narrar episodios similares puede atisbarse en La chica del sur, de José Luis García). Al final, la segunda historia (la de amor, entre Aung San y Michael Aris) es la que arroja la moraleja más paradójica: el pacifismo puede unir al pueblo, pero también separar matrimonios.