Nunca digas su nombre: un cachivache de terror Hay un poquito de Candyman, una pizca de Destino final, una porción de It Follows y un montón de elementos de escasísima calidad en este film de terror que nos cuenta en su prólogo sobre un señor que mata para que no se propague la maldición de decir o pensar en el nombre del título en inglés, una clase de cuco que tarda horrores en aparecer. Pensar un nombre: un recurso poco cinematográfico que da paso a cualquier arbitrariedad, que la película usa con molesta frecuencia. La directora es la misma de la muy interesante La última cena (1995). El guionista no era el mismo que el de este cachivache; eso podría explicar algo, aunque quizás no todo.
Hambre de poder: discreta fábula capitalista La historia de Ray Kroc y los hermanos McDonald es apasionante: cómo el señor Kroc, ambicioso, llegó a San Bernardino, California, conoció a los hermanos Mac y Dick McDonald, cómo se asoció con ellos, les compró la marca, o cómo los acorraló para lograrla. También la disputa entre modelos de negocios distintos, entre la responsabilidad sobre el producto y el producto como medio para una mayor rentabilidad. En algunos momentos, este relato plano es ganado por la historia de base, cuya fuerza se impone a las formas convencionales -e incluso menos que eso- del director John Lee Hancock, que en El sueño de Walt había sido aún más blando que en esta película, y con flashbacks de pacotilla. Aquí las cosas son por suerte más lineales, y brilla el trío actoral principal, Michael Keaton, Nick Offerman y John Carroll Lynch (sobre todo Offerman, que demuestra una vez que la comedia de gestos contenidos suele ser el mejor entrenamiento para un intérprete). Uno puede ponerse a pensar en que algún gran director podría haber hecho una grandísima película con este tema (Eastwood parecía ideal) o que Mark Knopfler ya había contado la historia de Kroc en un 5 por ciento del tiempo que insume este relato en la canción "Boom, Like That". Pero lo que hay es The Founder ("El fundador", acá titulada Hambre de poder), que les pasa mayormente lejos a las emociones y convulsiones que tenía al alcance de la mano, o de una mano menos esquemática que ésta.
El eje del mal Esta nueva La Bella y la Bestia es una catástrofe de proporciones gigantescas. No, claro que no en términos económicos, porque es un gran super recontra archi éxito global y ya hay noticias sobre eso; y antes había gacetillas sobre el video tal, y acerca de lo que Emma Watson hizo o no hizo, y se puso o no se puso. Pero ese es un problema de otro orden, de otro tipo de lamentos y lutos, o de festejos según el caso. Esta versión 2017 de La Bella y la Bestia es uno de los puntos más bajos, más rastreros, del cine en lo que va del siglo. Y lo dice alguien para quien la versión animada de 1991 es magistral y que gusta mucho de la versión de 1946 de Jean Cocteau y hasta valora la versión francesa con Léa Seydoux de hace unos años. Pero lo que hicieron Bill Condon, sus guionistas y demás es la negación de la fantasía, la magia y la aventura; es una apuesta de un nivel de cinismo comercial descarado para vender nostalgia, entre otras cosas. Narrativamente chirle y desdeñosa, algunos agregados de esta afrenta sobre la versión animada son que LeFou está explícitamente enamorado de Gastón (con un humor grueso, del estilo de la televisión de hace décadas), un flashback abominable -que transmite una desidia notable- sobre la muerte de la madre del protagonista, más otro, igualmente feo pero con diferente focalización, para la muerte de la madre de la protagonista. La historia ya contada, ya conocida, ya memorizada se hace ahora es “live action”... pero no. Porque una cosa es el factor de venta y otra la verdad. Hay mucho digital, por ejemplo ese candelabro desagradable y lustroso, pero supongamos que no había mucha más chance. Pero la Bestia… ¿para qué? Bueno, la “Bestia” acá es algo así como un adonis hipster digital que no se mueve con fluidez por el decorado y “camina” con dificultad, como a los saltitos, así como actuaba Ashton Kutcher cuando hizo (mal) de Steve Jobs. ¿Para qué quiero acción en vivo si van a meter ese digitalismo? Los lobos son otro problema, de una tosquedad que ofende el juego de magia sin fisuras al que se auto convocó Disney. En la versión animada, todo tiene el mismo nivel de credibilidad. Aquí se hacen notorios los diferentes niveles de realismo, que no cuajan. Las lecciones de André Bazin no fueron tenidas en cuenta: algo fuera del realismo general del relato tiñe todo de falsedad. Se pegotean niveles de realismo como si todo fuera lo mismo, como si no importara la totalidad, la cohesión. Tampoco la de la narrativa porque, claro, “la historia” ya la sabés, así que bancate estas dos horas y pico sin ritmo para participar de esta fiesta global de la que no podés quedarte afuera. Por otro lado, el artificio del musical no debería entenderse como un vale todo. No hay consistencia alguna, tampoco en las actuaciones. Tenemos la más sobria de Emma Watson -casi apagada, en comparación con la mirada vivaz de la bella animada- frente a la payasada farolera de Josh Gad o el rostro desorientado, pasmado de Kevin Kline; hay que ser malvado para hacerlo actuar así a Kline, aunque tiene lógica que un intérprete como él no encuentre su lugar en un cachivache semejante. Cartón pintado diverso, diarreas digitales, la Bella que sube a una colina porque sí, para encajar una cita absurda al musical que obviamente ha servido de modelo a esta cosa: La novicia rebelde, ejemplo del mal en el cine, película que hizo a Pauline Kael escribir una de sus mejores y más encendidas críticas, al detectar que no importaba nada cualquier tipo de oposición a estas cosas diseñadas para apuntar a todo el público posible, teledirigidas de forma artera. Kael sabía que no había posibilidad de ganar nada, pero no había que abandonar la lucha. “El éxito de un film como La novicia rebelde torna aún más difícil tratar de hacer algo que valga la pena, algo pertinente para el mundo moderno, algo que tenga realmente inventiva o expresividad. Los bancos, los estudios, los productores querrán dar al público lo que éste aparentemente anhela.” Los otros agregados de esta versión son esa fiesta colorinche del principio y la necedad -que no necesidad- de hacer la película con el diario de hoy -que para el cine siempre es de ayer o más viejo- y meter sojuzgamiento/empoderamiento de género a la bartola (como en un viejo programa de Sin condena, pero sin su “urgencia”). Además, esta B&B niega varias veces las mejores virtudes de la versión animada: su concisión, sus pocas escenas de transición, sus buenas elipsis que hacían más fuerte el relato; y, sobre todo, su atemporalidad, su construcción de personajes hechos para durar. En la versión animada justamente importaba lo fuera del mundo que estaban la Bella y la Bestia, su aristocracia fundamental, con poca relación con los problemas acuciantes de la realidad circundante. Este cuento de hadas (bah, su asedio) parece hecho para sumar notas al pie en papers de sociología. Además, en aras de vaya a saber uno qué, se parte de que la Bestia era un ser banal, no simplemente altanero sino banal, un mequetrefe. ¿Para poder mostrar esa fiesta? ¿O para que el efecto digital de la hechicera se hiciera sobre colores pasteles? Eso es al principio. Por su parte el final, teatrero y afectado, da argumentos a los que detestan los musicales sin llegar a ellos, o al menos a los verdaderos. Si La La Land podía ser objetable como musical, esto es directamente un asalto al cine desde lo más melifluo y vacío del género, una operación de marketing planetario con marca conocida atrás. Está claro que otro reestreno de la animada no llevaría ni por asomo la cantidad de gente que llevará esta película a la que llaman nueva. Lo que vende no es la película de 1991 sino la idea de traer esa nostalgia envasada con flamantes brillos y lucecitas más la chica de Harry Potter. Sin embargo, habría que entender, y divulgar, que los clásicos -o las grandes películas de 1991- se renuevan con cada mirada. Películas como esta de Condon no son nuevas sino meramente recientes. Úsese y tírese.
Thriller espacial con poca chispa Un poco de Gravedad y mucho de Alien. Una tripulación de seis en una misión ambiciosa, más una rata gorda y blanca. El octavo es una "forma de vida de Marte", a la que se bautiza -desde la Tierra- como Calvin. Thriller espacial que se va poniendo cada vez más viscoso, Life: vida inteligente -un título local que ya no da ni para el chiste- es ese tipo de películas de género que Hollywood antes, en los 70 y parte de los 80, sabía hacer con mayor oficio. Cuando se sabía narrar con más ritmo, cuando no se ahogaba tanto a las películas con frenos y arranques cualunquistas, cuando no había necesidad de explicar de más lo que ya estaba claro, cuando no había tanto interés por hacerse el vivo con un final tramposo, cuando se abusaba menos de la música. Lo más penoso es que detrás de los defectos, más allá de las taras exhibidas, en esta película del director sueco Daniel Espinosa hay segmentos que funcionan con una tensión clara, con un armado de suspenso nada desdeñable. Son los inicios de la amenaza, cuando hay sustento en la progresión dramática, cuando cada escena es una continuación lógica de la anterior, cuando hay cohesión. Son los momentos más concentrados en términos de superficie, cuando hay menos metros cuadrados como escenario, cuando las preguntas que nos hacemos tienen más que ver con el destino de los personajes y sus relaciones que con el paradero de la lógica y la consistencia narrativas.
En lo profundo del bosque: cómo sobrevivir de a dos Hace más de 20 años que no se estrena en cines en la Argentina una película de la directora canadiense Patricia Rozema, desde Cuando cae la noche. En su cine las protagonistas son mujeres, y En lo profundo del bosque no es la excepción. Dos hermanas, interpretadas con eficacia y credibilidad para el vínculo -sobre todo en los momentos de tensión- por Ellen Page y Evan Rachel Wood, viven con su padre en una casa en el bosque. El tiempo es un futuro cercano, o este mismo momento en una casa con tecnología impecable. Pero se corta la luz. En realidad es un apagón gigante, un corte masivo y permanente y que marca otro tiempo en el mundo. Rozema hace cine apocalíptico sin grandes despliegues, centrado mayormente en el aislamiento de las dos hermanas, en la organización de la escasez y en el aprendizaje de las reglas básicas de interacción con la naturaleza para poder sobrevivir. En ese sentido, maneja con calidez y seguridad en la puesta en escena la relación fraternal, tanto en los momentos conflictivos como en aquellos más calmos o mínimamente reconfortantes. Cuando entran personajes por fuera de las protagonistas los modos narrativos se vuelven más convencionales, más de fórmula, tanto para contar un enamoramiento como un hecho violento. En esos momentos, que afortunadamente son escasos, Rozema nos recuerda que también en Cuando cae la noche tenía tendencia a reforzar situaciones mediante intervenciones demasiado subrayadas en la imagen y el sonido.
Crítica publicada en la edición impresa.
Cine de superficie sobre temas espinosos El iraní Asghar Farhadi ha conseguido dos Oscar a la mejor película extranjera -entre muchos otros premios- en apenas cinco años. El viajante comparte con su otra oscarizada -La separación- una tensión argumental fuerte, la cámara nerviosa cercana a los personajes, el montaje veloz, áspero, cortante. Ambas películas se siguen con interés, incluso con angustia. En El viajante estamos ante una pareja que debe abandonar su departamento por riesgos de derrumbe: las paredes resquebrajadas anuncian simbólicamente lo que viene. Ambos actores de teatro (él, además, es docente) están no solamente sin casa, sino además en los ensayos finales de La muerte de un viajante, y un compañero les ofrece un departamento del que se acaba de ir una inquilina anterior, aunque todavía hay muchas de sus pertenencias. La inquilina anterior era prostituta -en los diálogos hay diversos eufemismos para definirla- y un cliente entra cuando la nueva dueña de casa está sola y hay un confuso y violento episodio, que no vemos. A partir de ahí Farhadi construye con notoria habilidad -incluso al apoyarse en las representaciones de la obra de teatro para amplificar emociones de manera tangencial- este relato de dudas, fastidios, miedos, acusaciones, grises diversos y hasta solidaridades (los vecinos son modélicos). Hay una progresiva obsesión del marido de la agredida, un creciente malhumor, la noción de vida arruinada y el juego típico en el director -que es muy astuto para filmar el malestar y divertirnos con él- para que cambiemos las empatías, las identificaciones, los rechazos. Con gran pericia para que cada secuencia tenga suspenso, interés o al menos morbo, Farhadi despliega los diálogos a gran velocidad, como si su cámara huyera programáticamente del silencio. Cuando llega el tramo final, El viajante apuesta todavía con mayor fuerza por el trabajo vistoso y efectista en aras de la tensión. La película de Farhadi es entretenimiento con temas espinosos, y en ese sentido es una muy buena propuesta, ágil, entretenida. Pero como suele suceder con películas de mucho menor prestigio, la pericia y la astucia logran disimular las inconsistencias, pero no eternamente. Termina el relato y nos ponemos a pensar que tal detalle un tanto arbitrario fue fundamental para la trama, y que cómo se explica tal otra cosa, central para que podamos hablar de cohesión, coherencia o lógica. Farhadi propone un cine de la superficie, pero con sellos de profundidad. Divierte y distrae, y gana Oscar, a diferencia de sus compatriotas Kiarostami y Panahi, grandes cineastas.
El perro que quería ser rockero La muy agradable sorpresa animada de 2007, Reyes de las olas, tenía dos directores. Uno era Chris Buck, que luego sería uno de los directores de Frozen, es decir, la mejor película animada de Disney y Pixar de los últimos cuatro años, la única memorable. El otro era Ash Brannon, que ahora dirigió, en solitario, Rock Dog, cuyo aspecto y comunicación general no prometían demasiado. Salvo, claro, para quienes habíamos chequeado el nombre del director. Y esta historia de un perro pastor de ovejas en una montaña nevada que conoce el rock y se quiere convertir en músico tiene mucho en común con Reyes de las olas, sobre un pingüino que quería surfear. La animación aquí es menos ostentosa, certera pero sin lujos extravagantes en los detalles. Los animales se mezclan alegremente, y se exhibe una notable variedad humorística y de ideas para resolver narrativamente varios lugares comunes de este tipo de relatos. Así, Rock Dog se destaca claramente entre los estrenos animados de las últimas temporadas. Son para celebrar, además de la liviandad y la falta de repetición narrativa -al revés que en Moana-, el nonsense de las ovejas y los golpes cartoon de los lobos, la sátira al rockerismo exitoso y ermitaño del gato, y unos cuantos chistes memorables (el robot que hace aflorar la culpa, el buey consciente de la cámara). Además, algunas de las (buenas) canciones permanecen en idioma original, sin riesgos de ser arruinadas por el doblaje. Entre los estrenos no es tan frecuente encontrar películas animadas así de felices.
Cacería entre cuatro paredes Thriller de espacio delimitado con claridad: una casa aislada y, afortunadamente, grande. Habitantes: dos. Hermano enfermo moribundo y hermana (Anna) con agorafobia, por lo cual hace años que no sale del hogar. Hay un delivery boy (Rory Culkin) que viene todos los días a traer comida y que le cae bien a la chica. El moribundo sigue su camino. Poco después, irrumpen tres ladrones en el momento en que ellos suponen -erróneamente- que Anna tiene que estar en el entierro. Tensión, amenazas, persecuciones. Esta ópera prima avanza con bastante aplomo narrativo, que se percibe mediante una bienvenida fluidez y no poca sequedad para resolver situaciones que en tantos otros thrillers de esta franja de producción suelen estirarse artificial y/o confusamente. Incluso la difícil misión de explicar con imágenes y sonidos el trauma de la protagonista ante el afuera se resuelve con sencillez, brevedad y contundencia. En algún momento del relato, parados en el giro argumental del sentido de la cacería y la persecución, incluso hasta podemos llegar a sentir que estamos disfrutando moderadamente -el uso básico de la música impide mayores ilusiones- de una versión modesta de un thriller setentoso mezclado con La habitación del pánico, de David Fincher. Sin embargo, al llegar al segmento final, el de la resolución, nuestras módicas expectativas se verán aún más limitadas debido a la molesta aparición del modelo explicativo del trauma y el psicodrama.
La razón de estar contigo: desde los ojos del perro Lo nuevo de Lasse Hallström es una "película de perros", estructurada por la voz en off de los pensamientos del canino Una de perros, que empieza citando lo más parodiable del cine de Terrence Malick del siglo XXI, con preguntas en off como "¿cuál es el sentido de todo esto?" mientras vemos algo de pasto. Estamos ante una película estructurada por la voz en off de los pensamientos de un perro. En realidad del "alma" de un can, que reencarna en diferentes cuerpos de perros a lo largo del tiempo. Muere un perro, y nace otro, pero es el mismo, y con memoria de sus vidas pasadas. La razón de estar contigo cuenta con las posibilidades de intentar emocionar a cada rato, pero durante casi toda su extensión se dedica a caer más y más bajo mediante extorsiones básicas: música artera, situaciones gruesas de alcoholismo, accidentes, despedidas. El segmento de "perra policía con policía latino en Chicago" este epígono de Mira quién habla toca fondo: la tosquedad se destaca incluso en un relato de cero sofisticación y cero refinamiento. Y cuando ya casi no hay ninguna esperanza de recato o salvataje alguno, el final propone a Dennis Quaid como protagonista humano, y la película se encauza en lo -a estas alturas- sanamente convencional y lacrimógeno, un poco más parecido al cine que a los manuales de autoayuda. El director es el sueco Lasse Hallström, quien supo llamar la atención del mundo con El año del arco iris, pasó a Estados Unidos con buenas perspectivas con Mi querido intruso y ¿A quién ama Gilbert Grape?, y luego entró en una espiral de blandura y decadencia difícil de entender.