Talentos ocultos: las mujeres de la NASA Con un elenco potente y premiado en la actual temporada de festivales Una historia real extraordinaria, la de mujeres negras pioneras en la NASA: una aspirante a ingeniera, otra interesada por el futuro de las computadoras, una especialista en cálculo matemático. De fondo, la carrera espacial de los sesenta y la lucha por los derechos civiles. Con esto, el director y coguionista Theodore Melfi hace una película a la que se le notan el tremendo potencial y, a la vez, los límites. Esos límites son los de la previsibilidad, el esquematismo en cada situación en la que, a la narración convencional, se le agrega la lección exprés de historia desde la mirada esclarecida del futuro. Si a pesar de eso Talentos ocultos se sigue con interés es porque, además del material de base antedicho, Melfi cuenta -como en su película anterior, St. Vincent- con un actor fuera de serie. En St. Vincent fue Bill Murray y aquí es Kevin Costner, un animal cinematográfico como hay pocos, alguien que parece dirigir la acción desde dentro de la escena. Actores y actrices que en otras situaciones de la película hablan y gesticulan de formas eficaces, pero adocenadas, planas, en la interacción con Costner brillan especialmente, como si frente al gran actor liberaran su potencial. Hay, sin embargo, una escena sin Costner que revela la fuerza emocional que subyace en el film, y tiene que ver con una situación de pareja y no laboral-política: allí, con menor preocupación por el didactismo y la simplificación, se revelan una frescura, una cercanía y una vitalidad lamentablemente poco presentes en el resto del relato.
Catorce nominaciones al Oscar, de un director prometedor -soy de los que están muy a favor de Whiplash-, y encima un musical: La La Land venía con sus pergaminos, hasta con consenso crítico muy favorable. El primer musical, el plano secuencia en la autopista, hace sospechar. Canción muy poco inspirada, más Broadway que cine, fuerza limitada. Luego, el musical de Emma Stone con sus compañeras de casa, también con severas limitaciones cinematográficas, y bailes frontales (este y otros), como en el teatro. Quizás la culpa la tenga la falta de producción sostenida de musicales en el cine; no hay práctica, no hay saber industrial vigente, actualizado. Sin embargo, Baz Luhrmann sí supo dotar de fuerza cinematográfica y de renovación e inventiva a Moulin Rouge! (que no tuvo las benditas catorce nominaciones pero es de las películas clave del siglo XXI). Por otro lado, Damien Chazelle exhibe un saber muy claro sobre el género, tanto en su modo clásico como moderno. Las citas a Jacques Demy proliferan, y también, más debatibles, a Yolanda and the Thief y a los modos de Fred Astaire en los movimientos de Ryan Gosling. Y Un americano en París, una película de una abstracción y riesgos aún sorprendentes, está en el horizonte. Pero Chazelle arma otra cosa y, tal vez, defina la anemia del cine actual cuando se acerca -o, mejor dicho, menta y rodea- a las grandezas del Hollywood y del cine francés del pasado. El leitmotiv es memorable, pero queda exhausto: la música carece de una suma de grandes melodías, signo de una película que cree que menos es más, y en este caso es apenas escasez. Los personajes tienen poco espesor, y su conflicto se reduce al “sigue tu sueño”, un poco como el reality show que consagró a las Bandana. En ese sentido, las simplificaciones de “sueño-compromiso” son un poco banales, y la canción-éxito en el concierto, a la que se trata de hacer quedar como “maquínica y de diseño”, no es tan distinta en esos aspectos de las canciones, no reprobadas por la propia película, del principio. A Emma Stone el personaje le resulta problemático, y parece reclamar más enjundia en su armado para brillar como tantas otras veces. Gosling, un actor que a partir de Two Nice Guys se ha convertido en un milagro cinematográfico, da la sensación de que podría recuperar este y muchos géneros, pero está limitado por el propio relato, que no lo hace bailar tanto como debería; la película baila poco. Y, al mirarse en Demy, pierde de vista que su tiempo no es el de Demy, por lo tanto las lógicas espaciotemporales de la separación de los personajes deberían ser otras. Sí, La La Land tiene unos cuantos momentos hermosos, que prueban el talento de Chazelle y de sus intérpretes, sobre todo cuando el artificio se adueña de la escena, como en el primer baile en conjunto, en el planetario y en el final “alternativo”. Ese final, el guiño clasicista, se encaja mediante una pirueta interesante y ejecutada de forma emocionante, pero dispuesta con frialdad estratégica. Justamente, en ese final alternativo parece haber una confesión, algo así como “podríamos haber hecho esto pero ya no es posible hoy, porque hoy hay que hacer el otro final, el que es aún más arbitrario -no se sostiene su lógica, ni un poquito- pero es más aceptado por la seriedad ambiente”. En realidad, más que seriedad, tal vez se trate de desconocimiento sobre cómo operan los géneros. O, a juzgar por este involuntario film-epitafio, sobre cómo operaban.
La nueva película de Ben Affleck, Vivir de noche (Live by Night), no había tenido buena recepción en la crítica estadounidense. En ese sentido, y a juzgar por el delirio de elogios superlativos hacia una película tan mediana como Luz de luna (Moonlight), había esperanzas. Pero, por sobre todas las cosas, los antecedentes de Affleck como director -Desapareció una noche (Gone Baby Gone), Atracción peligrosa (The Town) y Argo- mostraban a un realizador tan seguro como sorprendente, alguien que podía entender el clasicismo y que se animaba a seguir las huellas de Clint Eastwood, Michael Mann y hasta el cine americano de los setenta. Vivir de noche empieza con un brillo especial y un ritmo sostenido: Affleck parece dominar también los sellos distintivos de películas cruciales con Humphrey Bogart y con James Cagney. Los diálogos secos y breves, la velocidad cortante, la falta de sentimentalismo. Todo eso está, o parece estar, en un principio. Hay una alarma, que es el propio cuerpo de Affleck, incómodo en un rostro demasiado reluciente y en trajes demasiado pensados por el diseño de vestuario. Affleck se mueve con poca prestancia. Pero el problema principal, la gran decepción, no reside en su figura. A medida que el relato avanza, notamos su impronta episódica, sin gran tensión, que resuelve una situación tras otra sin nada que las coesione más que la biografía del personaje, que está construida con no pocas fallas (hay un ethos extraño, que se nos intenta imponer como petición de principios, pero sin sustento en sus acciones). Así, Vivir de noche -extraño título para una película muy diurna, por más que el libro original sea muy nocturno- termina y recomienza, una y otra vez. Como sucedía en la tercera parte del Señor de los Anillos, hay aquí unos 40 minutos finales que no son de cierre sino de múltiples intentos de cerrar, como si se agregaran finales uno tras otros, rompiendo cualquier posibilidad de climas y de clímax. Cuando se llega al punto final, encima, este se hace brusco y hasta arbitrario. No por lo que nos cuenta, sino por cómo llegó a contárnoslo. Para peor, Affleck -guionista en solitario por primera vez en su carrera- se permite, en una película que transcurre en los años veinte y treinta del siglo pasado, sentencias preclaras y con resonancia actual obvia y machacona sobre el Ku Klux Klan y los dueños de Estados Unidos.
Moana: los peligros del by the book La animación de Moana: un mar de aventuras es tan poderosa que sin mucho más que con el brillo y la expresividad de los ojos del personaje del título ya podrían generarse emociones de alto impacto. De hecho, esto parece ser reconocido por la película de inmediato. Cuando vemos a Moana pequeña, junto a otros bebés, ella es la única que tiene animación distintiva en los ojos. La que posee, digamos, alma. Y esto se mantiene durante todo el relato. El rostro de Moana, la elegida, tiene una expresividad fascinante. O que podría ser fascinante, si no quedara mayormente desperdiciado y a la deriva. El mar que se ve animado en Moana encanta al sentido de la vista, y hasta logra replicar algo de la experiencia de ver en vivo esos colores que les han tocado en suerte a muchas islas en el Pacífico. Probablemente no hayamos visto, hasta Moana, agua tan bien animada, unas transparencias digitales azules, turquesas, celestes y verdes de semejante riqueza en términos de información visual digital. Pero Moana es muy poco más que eso. Y se nota, también, desde el comienzo. A los pocos minutos se percibe con mucha claridad el trabajo narrativo a reglamento, hecho bajo el resguardo de la fórmula. Un “by the book” que quizás dé seguridad y previsibilidad para la venta, pero que no provee de aplomo narrativo, de bríos, de gracia. Es como si al apegarse tanto a las fórmulas, al seguir tanto el manual de lo ya probado, el relato no pudiera ganar confianza. Moana no logra jamás acceder al orgullo, a la pasión de estar contando algo con convicción. Todo está armado con la frialdad de la fórmula, y sin reelaboración. La presentación de la aldea, la explicación a repetición del conflicto uno (no salgas al mundo), la explicación a repetición del conflicto dos (no quiero hacer el viaje con vos), las desganadas y adocenadas canciones puestas a desgano y a reglamento: todo parece surgir no del movimiento narrativo de la obligación, o porque así se hicieron otras películas animadas y han funcionado. Los conflictos se sienten forzados desde el principio, y cuando se los reutiliza en plan estiramiento se inflan de arbitrariedad. La tendencia a alargar las películas de lanzamiento global ya es plaga: los 107 minutos de Moana son injustificables, más allá de vender baldes más grandes de pochoclo. Bajo el disfraz del destino, de las fuerzas míticas y atávicas, la acción mágica del mar como personaje ayudante es un mero tapabaches para la acción. Y el pollo subnormal como comic relief es tan básico, y su inclusión en el viaje es tan forzada, que refuerza la idea de esta película como pura maquinaria sin alma. Y, para mayor desgracia, el corto que dan antes de Moana es tan burdamente elemental, tan artero en sus ideas ramplonas, que parece incluso el producto de una empresa sin recursos para el desarrollo de guiones. Las pasiones melodramáticas y el alcance emocional de Frozen, sus novedades en las relaciones entre los personajes, la riqueza de los conflictos de sus protagonistas, la elaboración de las canciones y su integración en el relato parecen logros cada vez más difíciles de repetir en la animación de Disney y en la de Pixar, a juzgar por lo ofrecido en estos últimos tres años, los transcurridos desde la aparición fulgurante, culturalmente significativa, de la princesa de hielo.
Emociones fuertes, film apasionante Para su tercer largometraje, Kleber Mendonça Filho partió de dos revelaciones importantísimas. La primera, que Sonia Braga merecía volver al cine de Brasil con un rol inolvidable. La segunda, que el cine brasileño merecía una historia que pudiera provocar emociones fuertes. Mendonça Filho también supo que el punto de partida no necesitaba ser original: aquí una viuda vive, con su mucama, en un departamento de un edificio que una constructora quiere derribar. Ya compró todas demás unidades: falta la de esta señora. La viuda es Clara (Braga), crítica musical de familia tradicional de Recife, con una vitalidad refulgente, que puede provocar deslumbramiento y también incluso rechazo. El perfil de Clara como crítica musical es definitorio para algunas de sus características, y Kleber sabe de críticos. En Aquarius los espacios y sus alrededores se definen con una habilidad de puesta en escena que deslumbra: los sonidos del afuera se integran de manera seductora, rica en variantes, como pasaba en el segundo largometraje del director, Sonidos vecinos (2012). El espacio de Recife se trabaja en comparación con Río y también en sus fronteras sociales, y marcarlas durante una caminata es uno de los tantos detalles destacables. La película respira porque sus personajes se mueven, es parte de su oxígeno diario. El film comienza con una fiesta de hace décadas, en la que se recuerda otro pasado anterior, el de la tía Lucía, un personaje del que podría surgir otro relato independiente. Y no suele pasar en el cine latinoamericano, pero Aquarius ofrece ejemplos brillantes de cómo poner en escena sexo de forma no melindrosa, y de cómo musicalizar con logros a la altura de las ambiciones.
Una película de guerra, un héroe inusual, un director volcánico El cine del movimiento de Mel Gibson vuelve a ponerse a prueba. Y vuelve a ganar, como ocurrió con Corazón valiente y Apocalypto. Hasta el último hombre, presentada en el Festival de Venecia, reafirma una vez más que el actor de Arma mortal es, como realizador, uno de los que mejor entienden -y hacen entender- la acción en el cine actual. Los combates colectivos de Corazón valiente, las carreras selváticas de Apocalypto y las incursiones cuerpo a cuerpo en el campo de batalla de esta nueva película son marcas insoslayables de su escritura fílmica. Y la sangre, siempre la sangre, también en La pasión de Cristo. Hasta el último hombre cuenta la historia, basada en hechos reales, de un joven socorrista militar en la Segunda Guerra Mundial que no acepta, por su religión, usar armas. Gibson cuenta la vida de Desmond T. Doss: su familia, su pareja, el entrenamiento, los conflictos por desobedecer órdenes y luego la contienda bélica. El rol de este joven pertinaz en Okinawa, y cómo su obcecación cobra sentido: el sentido religioso, el sacrificio, la decisión de mantenerse en el camino que se cree el correcto. Todos temas de Gibson. Y les da forma mediante la acción más deslumbrante: las secuencias de batalla de Hasta el último hombre superan las de Spielberg en Rescatando al soldado Ryan. Las superan en realismo, en cercanía, en impacto. Y, claro, en intensidad, porque Gibson es un director volcánico, encendido, de un nivel inusual de capacidad para poner en escena de forma perfectamente inteligible extensas secuencias en las que la violencia, la muerte, el combate cuerpo a cuerpo y las explosiones dejan de ser lo que muchas veces son en el cine más adocenado de Hollywood (la película no está producida por ninguna de las majors). No son adornos, no son aditivos, no son disfraces visuales en el vacío. Gibson utiliza la violencia y su impacto en la guerra y en los hombres no para jugar y poner distancia cínica: se involucra y se embarra, se compromete con ideas de heroísmo sacrificial y concepciones religiosas que no puede decirse que estén a la moda. Sin embargo, no es ése el problema, sino que en ocasiones Gibson insiste en esas ideas de manera demasiado explícita, con líneas de diálogo que redundan sobre lo que ya estaba claro en las imágenes, gracias a su notable capacidad para que no podamos sacar los ojos de la pantalla, casi siempre pletórica de movimiento, emociones, cine.
El terror, el más perjudicado Ésta es una de esas películas de terror que nos llevan a listar los defectos habituales de los subproductos más chapuceros: registro de hechos con cámaras dentro de la narración (diegéticas), porque en algún momento estuvo de moda, uso de computadoras para vulgarizar todo lo posible el relato y usar atajos narrativos de haraganería evidente, actuaciones inenarrables, vueltas de tuerca inadmisible, iluminación tosca, y diversos etcéteras que hunden esta propuesta acerca de un estudiante de teología y de exorcismos que quiere hacer un trabajo realmente práctico. Lo viral y lo banal, lo oculto y un culto, el miedo y el tedio, el odio y el bodrio del demonio se mezclan en este film que usa el género para despreciarlo.
Animales nocturnos: ambiciosa, perturbadora y angustiante La segunda película como director del famoso diseñador de moda Tom Ford se impone, en pocos minutos. Y permanece con una fuerza que no se encuentra con mucha frecuencia en el cine actual. Hay aquí una decisión estética, un trazo visual contundente, una idea clara de cómo componer el cuadro, entre otros atributos. Pero además de eso, hay una ambición narrativa que refulge. Y si en algunos pasajes los resultados no están a la altura de las ambiciones, esos momentos son muy breves -alguna explicación de emociones inicial en una fiesta, o en una reunión laboral- y, además, se diluyen ante una película de un peso abrumador, en emociones, en suspenso, en angustia, en permanencia a varias horas de haberla visto. Animales nocturnos combina melodrama con algo de Douglas Sirk, pero virado a una amargura absoluta. Agrega un policial con tintes de David Lynch, una cita directa a Fuego contra fuego de Michael Mann en un diálogo y algún guiño a Sed de mal de Welles. Y apuesta a una estructura temporal y de ficción dentro de otra que no falla, no solo en inteligibilidad sino además en conexiones y eficacia. Las diversas historias y los diversos tiempos se potencian progresivamente, e interactúan con cada vez mayor intensidad emocional. Para esto, los actores son fundamentales, especialmente el trío de Amy Adams, Jake Gyllenhaal y Michael Shannon. Este último con su detective Bobby Andes, y los otros dos con dobles roles que son algo así como un milagro: pocas veces dos actores pudieron con personajes con 20 años de diferencia con esta perfección. De todos modos, hay un mérito innegable en un director apto para detectar la expresividad del menor gesto, de la menor inflexión en un diálogo ínfimo. Ford, con dos películas, se comprueba como un gran director de actores. Como suele ocurrir, y especialmente en este caso, no se recomienda conocer el argumento antes de ver la película, pero el planteo inicial es que una reconocida galerista, casada con un marido muy vistoso -pareja en crisis- recibe un libro, dedicado a ella, escrito por su ex marido. Y lo lee, y la película cuenta esa ficción dentro de la otra. Y también cómo la galerista recuerda e intenta recuperar la historia con su ex marido. Pero lo importante es que Tom Ford cuenta todo esto con la capacidad de resonancia emocional que provee alguien convencido del uso de las herramientas de un arte muchas veces disminuido y sacrificado en altares cualunquistas o estéticamente inconsistentes. Aquí estamos en presencia de alguien con una visión y una ambición inusuales que hizo una de las películas más angustiantes y perturbadoras de esta temporada.
Clint Eastwood vuelve a hacer andar la fascinante maquinaria del cine Clint Eastwood tiene el secreto. En realidad es plural: Eastwood tiene los secretos. Sabe cómo ser clásico y no antiguo, cómo contar con fluidez una historia en un relato que desordena el tiempo, cómo desordenar ese tiempo del relato y que esa decisión tenga sentido, y cómo contarnos y mostrarnos lo que ya sabemos y generar tensión con esos hechos. Y, claro, sabe cómo poner a andar la máquina grande del cine, la fascinante, la atrapante, la que se convierte en una experiencia inolvidable, la que se queda con nosotros después de salir de la sala. Pero no porque discutamos cuestiones ideológicas o porque debatamos "el mensaje". Eastwood hace cine y expone su visión del mundo, pero no entrega cartas y no pontifica. En Sully: Hazaña en el Hudson el gran director nos cuenta un hecho real ocurrido el 15 de enero de 2009: el aterrizaje forzoso del vuelo 1549 de US Airways en el río Hudson de Nueva York, que había despegado de LaGuardia y cuyos motores se averiaron a los pocos minutos de vuelo. El piloto Chesley «Sully» Sullenberger hizo un amerizaje de emergencia y los 155 pasajeros se salvaron. Esto es información previa, y además lo recuerda Eastwood al principio de la película. Lo asombroso es el efectivo suspenso que logra generar el director con lo que ya sabemos, tal es su maestría narrativa. Esa que sabe no excederse: la película dura poco más de una hora y media, una rareza en un cine hollywoodense que propone relatos cada vez más largos. Su maestría se demuestra también en su forma de musicalizar de forma tenue, amable, nada obvia, que sabe hacer reverberar dos o tres notas con las que nos conectamos con los personajes, con sus emociones y las nuestras, y hasta con el contexto mayor. Y hasta sabe describir con precisión a un personaje que sólo aparece por teléfono, como el de Lorraine, la esposa de Sully (Laura Linney): entendemos sus temores y sus ansiedades con pocos trazos, pero son los trazos dispuestos por alguien para quien la narrativa es como su respiración. Por otra parte, en ese desarmado temporal, desde un tiempo posterior al del accidente, Eastwood cuenta la investigación, y nos atrapa ahí también, y vuelve a enamorarnos del cine. Tom Hanks como Sully y Aaron Eckhart como su copiloto forman una dupla de actuación sobria, económica y contundente. Hanks, con el pelo blanco y ciertos modos y gestos entrañables, se parece a un poco a James Stewart. Y su rol en el relato refleja parcialmente al del personaje de Stewart en ¡Qué bello es vivir!, clásico de clásicos. Eastwood puede mirar de frente a la historia grande del cine americano y hacer una película en consecuencia. No hay que perderse Sully, no hay que perder el arte del cine, y hay que quedarse en los créditos.
Impresiones sobre un mundo ajeno Cuando se estrenaron las Batman de Tim Burton a nadie parecía importarle demasiado -bueno, seguro que sí a los productores- que el encapuchado interpretado por Michael Keaton fuera un personaje de DC; nadie mencionaba eso, o yo no me acuerdo. Hoy en día, ante cada película de superhéroes, se suceden las conversaciones de que si el universo Marvel esto, que si DC no puede con lo otro, que a ver cuando agregan a tal personaje, que el crossover de aquello podría ser mejor o peor. Confieso que aprendí a leer antes de ir al colegio primario, y que lo hice con historietas: la trinidad Andanzas de Patoruzú, Correrías de Patoruzito y Locuras de Isidoro. Pero no leía, con cuatro o cinco años, cómics de Batman o Superman o Capitán América. Más grande, como a los seis o siete, tampoco, más bien me gustaba Condorito, y cosas que salían en Anteojito o Billiken. Y después Mafalda, e Inodoro Pereyra, y Snoopy (Peanuts). Y otras cosas después, pero nunca me tentaron los superhéroes en papel. Me gustan Maus, Ghost World, Calvin & Hobbes, Manara, pero no superhéroes. Nunca pude. Sin embargo, veo casi todas las películas de superhéroes que abundan e inundan desde hace tiempo. Celebro que haya gente con el conocimiento específico sobre los cómics, pero no me cuento entre ellos. Veo las películas con ojos distintos, más ignorantes en ese aspecto. Así, puedo decir que dos de las mejores de superhéroes que se hicieron en varios lustros son Iron Man 3 y la última de los X-Men, la de este año (la primera de Los Vengadores se me desdibujó con el tiempo). Me fijo en otros aspectos -espero- y menos en que si DC o Marvel tal o cual cosa. Y así llegamos a que vi Doctor Strange en la privada de hace un par de semanas, y me sorprendió que no todo el mundo estuviera moderadamente entusiasmado. En lugar de entusiasmo leve, lo que dominaba en aquellos con los que hablé era algo así como una sensación -con tintes graves- de cansancio ante otra película de Marvel que explica al héroe, su surgimiento, etc, y que fuera ostentosamente la primera de una serie. Notaba eso yo también, pero me importaba poco, tal vez porque cuando aparezca la dos ni me voy a preocupar de refrescar la uno, ni de hacer el cruce con no sé qué otra. El aspecto más serial de ciertas zonas del cine actual me deja frío, como me pasa con el mundo de las series. Quiero ver películas, que tengan sentido en sí mismas. Más allá de algunas cuestiones generales -como saber que Rocky no le ganó a Apollo en la 1 para ver la 2 con mayor expectativa- otros detalles me parecen menos relevantes, o directamente irrelevantes. Y si son relevantes, te acepto un flashback para que me los recuerdes, ¡pero no me hagas revisar la dos para ver la tres cinco años después! Vuelvo a Doctor Strange. Me divertí bastante en mi inconsciencia de relaciones entre personajes y orden jerárquico, sin saber a cuál había que respetar más o menos y a cuál había que seguirlo con atención porque después muta para otro lado: básicamente, la película cuenta con orden y ritmo sostenido -y sin ponerse frenética- el proceso de conversión de este señor egotista en superhéroe. Lo hace con fluidez, y no es tímida a la hora de meterse en un mundo esotérico, espiritual, chamánico, o lo que sea. Ciencia occidental versus sabiduría oriental ancestral, etc, contado con una claridad notable para el movimiento, con abundancia de humor y con los ojos de Rachel McAdams, que son ideales para películas en la que hay que explicar amor en pocos segundos. No sé qué más quieren. Y si quieren más, ahí tienen ese batido de un montón de cosas -incluido western y screwball comedy- llamado Iron Man 3, de uno de los directores fundamentales del Hollywood actual (Shane Black), o la última de los X-Men de Bryan Singer, otro de ellos. Sí, podría chequear en la Internet en pocos segundos cómo es que se llama la última de los X-Men, y también leer una lista de los personajes de DC y de los de Marvel y aprenderla de memoria (bueno, esto último no creo que pueda hacerlo). Pero les ofrezco esta mirada más interesada en el cine que en las historietas, o cómics, o novelas gráficas, en esta nota que no chequeó ni uno solo de los datos o los nombres en la web. Sí, impresionismo crítico, como pasa casi siempre. Y, en ese sentido, como Mads Mikkelsen es un actor que no me resulta simpático, me gustó que hiciera de villano.