Abattoir: recolector de pecados, un terror que produce tedio Una periodista de investigación, un ex novio detective. Estética como de cine negro, pero no les sale: ni los gestos ni la gracia a los actores ni la mirada al director. Para peor, la enredadera de la trama pasa porque a ella le matan a la hermana y su familia, y de la casa se llevan -vaya a saber cómo- la habitación del crimen. Resulta que las habitaciones de distintos crímenes son juntadas en una megacasa en la que se genera una cosa de terror con las almas en pena, en un pueblo macabro. Todo esto para unos asuntos que se van explicando mientras los recursos de puesta en escena nos dicen que estamos ante otra película de terror de las irrelevantes. Una más. Y ante una hora y media menos para dedicar a otros asuntos.
El arte de enseñar y aprender De cinco largometrajes hasta el momento del director finlandés Klaus Härö, cuatro se sitúan a mediados del siglo XX. Este es uno de ellos, y se basa parcialmente en la vida del esgrimista Endel Nelis y transcurre en Estonia. Pero para ser precisos en términos históricos y políticos, dado que la acción es a principios de los 50, el territorio pertenece a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Estamos en medio de las purgas, las persecuciones, el totalitarismo, las deportaciones y los asesinatos del stalinismo. El joven Nelis huye de Leningrado, y va a parar al pequeño pueblo de Haapsalu como profesor. Y sus "camaradas superiores" le exigen "algo más", y ese algo más se convertirá -no sin conflictos- en una escuela de esgrima sabatina. Los burócratas -alguno menos acomodaticio y no tan pérfido-, el poder del tirano ramificado en sus esbirros, la conciencia de unirse de los estonios frente a los soviéticos: todo eso está en pequeñas dosis. Sin embargo, lo que predomina es el relato de intento de triunfo deportivo improbable, el aprender a enseñar, el compromiso frente a los alumnos..., ese tipo de instantes ya transitados muchas veces por el cine, a veces con mayor creatividad y gracia (como en Escuela de rock), a veces con más potencia (Karate Kid, Escape a la victoria), pero en muchas otras ocasiones con recursos más atolondrados que los de El esgrimista, una película apacible, sin grandes brillos, pero con no poca sobriedad y hasta fluidez.
El gorrión que creía ser cigüeña Un gorrión criado por una familia de cigüeñas. Las cigüeñas, al llegar el otoño a Europa, deben emigrar a África. El gorrión, que se cree cigüeña, no puede, o eso dicen las cigüeñas. Historia de aventuras, de nuevos amigos animales, road movie animada con un aire a Bolt: por el bicho que se cree lo que no es, por el viaje, por los amigos y por alguna música que suena. Hay canciones de la época de oro del disco, que han sido usadas también en Trolls y en otros títulos. Una cigüeña en apuros es parte de la producción europea de animación que apunta al mercado más que a la originalidad. Afortunadamente, esta película lo hace con armas eficaces en términos de ritmo, humor, animación sin precariedades y con un buen personaje como la lechuza, que hasta tiene un pequeño flashback estéticamente distintivo.
Reliquias del cine de acción Cómo llueve en Cincinnati, al menos en los días de acción de este thriller agobiante. Hay lluvia y también luz azul, y algunos ralentis que quieren dar aspecto cool, sombrío. El gran golpe -tal es el título local, que tiene poco sentido, entre otros motivos porque hay más de un golpe- es una propuesta que parece extrañar a los años noventa, cuando este tipo de policiales se hacían con más chances de éxito y formaban parte de los segmentos superiores de la industria. Ya no es el caso, y aparecen a veces estas propuestas aisladas, un tanto indefensas, que huelen a trama enrevesada, a refrito, con misterios que cuesta sostener o llevar a lugares satisfactorios, consistentes. Aquí se parte de una cruenta y cortante secuencia de asalto a un banco. Luego aparecen el FBI y la policía con sus enfrentamientos y sus historias de desconfianzas, y el empresario, la política y los asuntos turbios de incursiones militares, y los traumas previos y presentes (la mujer que se llora, por parte de dos de los protagonistas). Y la forma de lo adocenado, como esa presentación temprana de "una cocina de droga". Todo con los aditamentos hormonales masculinos ya no tan vendedores en el género, pero que se agitan para vender al protagonista Christopher Meloni y también a Bruce Willis, que actúa poco y no como héroe de acción. Más bien se lo exhibe como una reliquia de un cine que ya no es y, al menos con esta película, no se recuperará tan fácilmente.
Graduación: fiel exponente de un cine que logra sorprender y mantenerse fiel a sí mismo La rumana, una de las filmografías insoslayables de lo que va del siglo XXI, tiene sus grandes nombres: entre otros, Cristi Puiu, Corneliu Porumboiu, Radu Muntean, Adrian Sitaru y Cristian Mungiu, el autor de Graduación. Con 4 meses, 3 semanas, 2 días, Mungiu había logrado en 2007 la primera Palma de Oro en Cannes para Rumania. Con Graduación también compitió en Cannes, y ganó -compartido con Olivier Assayas por la recientemente estrenada aquí Personal Shopper- el premio al mejor director. Desde hace más de una década, este nuevo cine rumano ha logrado la proeza de seguir sorprendiendo y a la vez mantenerse fiel a sí mismo. Es decir, parte de la sorpresa es la capacidad de reinventarse o de volver a funcionar, desde coordenadas constantes: la duda como sistema, para entrar en dilemas morales de resultados inciertos. Las preguntas sobre qué hacer y cómo manejarse en una sociedad tremendamente marcada por su pasado comunista, dictatorial, ineficaz, corrupto y de aislamiento conducen en general a thrillers domésticos, sociales, sin grandes explosiones -salvo las discusiones internas, entre familiares y/o funcionarios-, pero que generan -a partir de un armado tenso y que se percibe necesario- grandes dosis de tensión. Toda esta descripción introductoria puede comprobarse (o ponerse a prueba, porque la duda es fundamental) en Graduación, historia de padre a hija, y de esposa y amante, y de ataque sexual y de una beca para irse del país, y de los contactos institucionales -policía, médicos, gestores de favores varios- que se traman frente a nuestra mirada, en pocos minutos de planteo y en un relato que mayormente se dedica a derivar acciones mediante una narrativa que no se fuerza o, mejor dicho, que su fuerza proviene de la lógica, una terrenal, urgente y hasta pedestre. Lo que se relata con gran fluidez en Graduación parte de la unión entre los conflictos, los personajes, el realismo, la precisión actoral, la puesta en escena elaborada para que la interpretemos como simple, la prestancia y el aplomo de un director que se siente parte de una forma de hacer cine, más allá de su individualidad creativa. El film propone un cine tan alejado de las pirotecnias y franquicias que inundan las pantallas como de cualquier idea de tedio, y si triunfa al problematizar las dudas de los personajes acerca de qué hacer en cada momento quizá se deba a que está sostenido por una notoria seguridad a la hora de crear, una convicción cinematográfica que no hay que soslayar.
El valle del amor: olvidable duelo de dos eternos Isabelle y Gérard, actriz y actor franceses divorciados y distanciados, se juntan por pedido epistolar de su hijo en común, suicidado unos meses atrás. El muerto ordena el lugar de la cita: el Valle de la Muerte, en California. ¿El mandato fantasmal es un plan de unión, de duelo, de conexión? La película, que junta a Huppert y a Depardieu por tercera vez, es, aunque sea sólo por esto, un acontecimiento. Claro, los films anteriores (1974 y 1980) fueron de Bertrand Blier y Maurice Pialat, nada menos. Aquí no estamos en esas alturas, y lo que hay en este desierto son algunos matices autobiográficos (el lugar de nacimiento de Depardieu, la muerte de un hijo), algo de misterio y juego con la posibilidad de lo sobrenatural, apuntes sueltos lyncheanos en el hotel patético y la presencia de la chica deforme en la noche, y la propia animalidad sufriente y deseante de Depardieu, más algunos comentarios sobre lo ramplones que pueden ser ciertos norteamericanos, charlas sobre comida, diversas catarsis y una fotografía diurna cortante, deslumbrante. Huppert, por su parte, no brilla como en los dos estrenos de este año, El porvenir y Elle. Si a estas alturas de un texto corto se escribe sobre fotografía y actuaciones es probable que no estemos ante una película consistente, sino más bien ante una propuesta de tono fallido (tanto que por momentos parece que va a dar lugar a la farsa), pero no: es un duelo olvidable que junta a dos figuras eternas.
El ídolo: los triunfos menos pensados Hany Abu-Assad, referente del cine de Medio Oriente, con antecedentes merecidamente prestigiosos como Rana's Wedding, Paradise Now y Omar, juega en El ídolo una carta de cine más convencional y de intención masiva, sobre la base de la historia real de Mohammed Assaf, ganador del concurso televisivo de canto Arab Idol. Y construye un biopic desde la difícil infancia del ídolo, cuando el mejor personaje es la hermana del protagonista. De ese momento y de toda la película, porque la niña actriz tiene esa frescura, desenvoltura y la mirada que -parafraseando a David Griffith, según contaba Horacio Quiroga- valen mucho en la pantalla grande. Hay una gran tragedia luego del primer tercio, una elipsis, y el cambio de edad del niño, que pasa a ser joven, y sigue queriendo cantar. Abu-Assad oscila entre las fórmulas más probadas de la película de triunfo contra todos los pronósticos -el protagonista vive en la Franja de Gaza- y la pintura social conflictiva, sobre todo en la segunda parte. No hay grandes problemas de estilo -o de apropiación demasiado superficial del subgénero "triunfo impensado", como en Billy Elliott-, tal vez porque tampoco se juega en El ídolo la propia firma del director. Sobre el final hay una buena conexión entre ficción y realidad, como si finalmente el realizador con identidad se hiciera presente en el momento del triunfo. De todos modos, una película como Sing Street, de John Carney, entiende mucho mejor el pop y el subgénero. Y hace un retrato de familia, en contextos políticos menos complicados, más complejo.
Un momento de amor: melodrama lavado e inerte La directora -y actriz- Nicole Garcia tuvo en su carrera películas misteriosas e intensas como Place Vendôme y El adversario, que se vuelven añoranza frente a algo como Un momento de amor. Aquí estamos ante un relato mayormente construido como flashback, ante un melodrama lavado, inerte, anestesiado, hecho de forma caligráfica, con una pasmosa incapacidad para poner en escena el deseo y para transmitir alguna clase de deseo en la mirada, para hacernos creer en lo que el artista pone en juego, para convencernos y seducirnos frente a lo que experimentamos, así sea falso de toda falsedad. Algo así como lo que pedía Oscar Wilde: necesitamos menos creer en lo que se nos dice que en la decisión de quien lo dice, porque así creeremos todo. Pero ni una opción ni la otra: Garcia filma esta historia de mujer infatuada en los años cincuenta con una molicie casi paródica: los arrebatos y los enamoramientos de Gabrielle (Marion Cotillard) -con agua en sus genitales incluida- son de una obviedad inadmisible, sobre todo porque aquí no hay fuga hacia ningún vuelo estilístico ni delirio alguno (sobre esta base, Luis Buñuel, Manoel de Oliveira, Raúl Ruiz o Arturo Ripstein podrían haber hecho una gran película). El delirio, en todo caso, es apenas clínico, mortalmente pedestre, inane, como toda esta película "bien hecha y bien actuada", en el sentido más irrelevante y olvidable de esa palabra de cuatro letras.
Poca novedad para una tosca propuesta Empieza como un policial: una bandita prepara un secuestro extorsivo. Parecen más bien modelos de una marca de ropa de tercera línea, pero se las ingenian para raptar a una chica, que -dicho eso con un buen chiste- claramente no estaba muy cómoda en esa casa. Claro: la secuestrada está poseída. Buen comienzo, al menos con un pequeño twist genérico en la catarata de terror adocenado que se produce en muchas partes del mundo y también, como en este caso, en Sudáfrica. Después de ese momento hay algo así como una hora de imágenes chapuceras, montaje tosco, cualunquismo argumental y gente muerta y/o en vías de hacerlo, ojos reventados y otras delicias que olvidaremos en pocos minutos.
Día del atentado: retratar el alma de una ciudad Basada en los hechos reales del atentado en la maratón de Boston de 2013 y la investigación y persecución de los terroristas responsables, Día del atentado es una película con grietas, quiebres, desniveles notorios, y está lejos de ser el mejor exponente del director Peter Berg. Sin embargo, aun este caso, el realizador logra algo así como una pintura del alma de una ciudad, un retrato colectivo para nada descartable. Hay que tener en cuenta que la película anterior del director fue la muy buena Horizonte profundo, también basada en un caso real y con un elenco no sólo notable, sino además noble. Pero si en esa película había una bienvenida concisión narrativa y líneas que hacían sistema en cuanto al crecimiento de la tensión, aquí -al haber más personajes y al decidirse por una construcción menos arquetípica- se llega a más de dos horas de relato con potencia intermitente. Aún con las objeciones planteadas, Berg sigue haciendo un cine que no es el típico de la línea de tanques de Hollywood: aquí no hay espectacularidad vacía -el momento del atentado es afortunadamente sobrio- y hay confianza en la carga emocional clásica en la gestualidad de los actores, desde los trabajadores Wahlberg y Monaghan hasta la garantía del aplomo de Goodman y Simmons. Y, además, tenemos la confirmación de que Kevin Bacon es uno de los mejores, uno de los que entendió el arte de Clint Eastwood como actor: no fue casualidad que haya sido el mejor en Río Místico.