Extravía la emoción y la imaginación de Lewis Carroll La secuela es mejor que la original, definitivamente. La "original" fue la catastrófica Alicia en el país de las maravillas dirigida por Tim Burton, una película burocrática, sin brío, enferma de efectos digitales. Sin embargo, por más que estemos ante un paso adelante, la película de James Bobin -el héroe que recuperó a Los Muppets para el cine- no puede con el peso de Burton, de Johnny Depp, del guión de Linda Woolverton (Maléfica). La secuencia final del mundo maravilloso nos muestra largamente a los personajes huyendo meramente de un efecto digital interminable, sin emoción, sin verdadero movimiento. No queda mucho más que eso a esas alturas, porque la película se desintegró en un mar de explicaciones: a cada paso de Alicia y los otros personajes -e incluso cuando están sentados y acostados- se suceden aclaraciones, instrucciones de uso y reflexiones enteramente explícitas sobre el tiempo, más algunos chistes sobre el mismo tema y el personaje Tiempo, por una vez un triunfo actoral de Sacha Baron Cohen, expansivo esta vez con sustento y lógica, con una pasión ausente en el resto del elenco, a excepción de la protagonista Mia Wasikowska y del trabajo de voces de Stephen Fry y Alan Rickman. Fry y Rickman (Cheshire y Absolom) están poco. De más está el personaje de Johnny Depp, el Sombrerero. Su presencia probablemente esté estirada en función de intentar justificar su ubicación al tope de los créditos pero no hay necesidad narrativa de tanta recurrencia de su personaje, el mero punto de partida de la búsqueda del Tiempo por parte de Alicia. La película se detiene y no fluye -y se pone en exceso didáctica y sentenciosa antes que delirante- en presencia del Sombrerero, y sin embargo se pone en movimiento en los momentos en los que Alicia protagoniza su vida fuera del mundo de las maravillas, en la Inglaterra victoriana. En ese mundo alejado de la sobreexplicación constante hay más acción y más determinación. A partir del cruce del espejo, cada largo regreso de Alicia al mundo fantástico es una pesadilla de narrativa en extremo arenosa, con escasos atractivos más allá de efectos visuales digitales cada vez más perfectos. Los antídotos contra esta imaginación pedestre y limitada están siempre en los libros de Carroll y en la versión animada en 1951 producida por Walt Disney y dirigida por Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske. Y, claro, en la mejor adaptación del espíritu de los libros de Carroll: Laberinto, de Jim Henson, con Jennifer Connelly y David Bowie.
El fin del mundo según los mutantes Resulta que el primer mutante fue una deidad del Antiguo Egipto. Y resucita en los años ochenta del siglo XX, tiempo de la acción de X-Men: Apocalipsis, para destrozar el mundo. Su nombre: En Sabah Nur / Apocalipsis. Del otro lado, los X-Men, que no están actuando bajo ese nombre. Hay alianzas, viejos y nuevos personajes, reencuentros, y toma de decisiones. Como pasa con la mayoría de las grandes películas, en esta tercera parte de la trilogía precuela de los X-Men no importa tanto el argumento -aunque es sólido y límpido pero nada escuálido- y menos aún contarlo extensamente en una crítica. En el gran cine, cine de gran director de carrera despareja pero hoy evidentemente en pleno uso de sus facultades como Bryan Singer, lo que importa es la claridad conceptual que da paso a grandes beneficios como fluidez, sentido épico y comprensión del poder de los mitos: los de la propia serie, los cinematográficos y los que que preceden y exceden al cine. Singer y su equipo habitual de colaboradores hacen gran cine porque entienden el poder simbólico y amplificador que puede tener un relato. Así, sin meterse en la crasa política de referencias inmediatas de, por ejemplo, Capitán América: Civil War, X-Men: Apocalipsis apunta a la relación/fascinación entre los dioses y semidioses (los X-Men, por caso) y los humanos. De esa manera puede entenderse la hermosa mirada de Moira Mactaggert (Rose Byrne) hacia Charles (James McAvoy), o la secuencia de notable esplendor narrativo del bosque con Magneto, su familia polaca y los policías. Repleta de cinefilia y de exactitud, esa secuencia es trágica y nuclear. En cada secuencia nuclear, los relatos se bifurcan en senderos diversos según las decisiones de los personajes. X-Men: Apocalipsis es uno de esos raros prodigios en los que los muchos personajes importantes -es el reparto más brillante que se haya visto en películas de superhéroes- toman decisiones de forma casi continua, accionan según esas decisiones y sus motivaciones no sólo son comprensibles sino que se integran a la progresión y suman una cohesión notable. Si en la anterior X-Men, también dirigida por Singer, la mejor secuencia, aunque un tanto aislada, era la de Quicksilver -fascinante momento de acción y reflexión sobre el tiempo y su representación cinematográfica-, en Apocalipsis la aparición de ese mutante y sus prodigios potencia la lógica general de esta película que apunta alto. Algunos de sus temas son el tiempo -con el deseo de eternidad y la exploración de lo infinitesimal-, el espacio entre los humanos y los dioses -las armas nucleares disparadas hacia arriba es un plano memorable- y el individualismo versus el trabajo en equipo. Película de círculos, perfectamente unida -el trayecto del villano empieza y termina en el mismo lugar y el relato tiene como motivo recurrente la reunión y el reencuentro- X-Men Apocalipsis tiene ese aspecto chillón y desvergonzado de las aventuras de los 80, con colores plenos -nada hay acá del modo cool gris oscuro que han gastado tantas propuestas globales basadas en cómics-, trajes descaradamente atractivos y un humor que no se siente como un agregado para alivianar la épica y la mítica sino como parte integrante de este magnífico drama en sentido pleno del término. Con situaciones tensas y pasiones conflictivas, Singer y los demás hacen la mejor película de aventuras en mucho tiempo, una de esas que justifica su producción elefantiásica no sólo con espectacularidad sino con criterio, inteligibilidad, consistencia y talento, cualidades que no siempre están disponibles por más dinero que se ponga en juego.
Pájaros sorpresa Angry Birds: la película es una sorpresa. Imagino que también debe haber sido una sorpresa para los que tuvieron que hacer la película cuando les dijeron: “ey, hay que hacer una película con esto”. Y “esto” es un juego que se vendió en todo el mundo hace unos años, pionero de los juegos realmente baratos para los teléfonos. Vaya uno a saber si fue así, pero yo me lo imagino así: “hay que hacer una película con estos pajarracos que generaron una cantidad obscena de millones”, le dijeron a Jon Vitti, uno de los tres guionistas de de Alvin y las ardillas y uno de los once guionistas de la película de Los Simpson, además de guionista de muchos capítulos de la serie y de Saturday Night Live, entre otros pergaminos. Bueno, mire, señor Vitti, hay que hacer una película con esto, escriba. Y la verdad es que tal vez no haya sido tan mala idea hacer una película de animación que tiene la marca previa de un videojuego con la adictiva y lunática idea de revolear pajarracos a unos chanchos. No hay que atarse mucho a nada, se puede inventar un mundo, una isla de pajarracos que no vuelan, que tienen su organización muy sunny side up (como ese disco horrible de los Main Street Singers exhibido en A Mighty Wind de Christopher Guest), todo alegre y de colores plenos, todo irritantemente buena onda. Hay un pájaro, el rojo, malhumorado, y otros más -lo principales que se revolean- que tienen algunos problemas de socialización. Y vienen los chanchos y hay una aventura. Y hay una serie de excusas para hacer chistes y, en la segunda parte, sobre todo en el principio del contraataque frente los chanchos, llega el momento de poner en escena la acción típica del videojuego, es decir, el lanzamiento con la inefable gomera u honda. El protagonista Red es un personaje clásico de la comedia, el loser, el que no encaja en la sociedad. El que tiene que ir a un curso de manejo del enojo, de la ira (como Locos de ira, esa película con Adam Sandler que deconstruía a las películas “de Sandler”). Red, el pájaro enojado insignia, más Chuck y Bomb -los tres principales- tienen algo de Los tres chiflados, algo de los Looney Tunes y mucho de comedia americana contemporánea. Interpretados por Jason Sudeikis (Horrible Bosses, We’re the Millers), Josh Gad (Pixels, otra película felizmente lograda a partir de videojuegos y premisas imposibles) y Danny McBride (Pineapple Express, This Is The End), los tres pajarracos funcionan cómicamente en términos de gestos, diálogos, gritos, one liners contundentes. Hay gran cantidad de juegos de palabras con cuestiones aviares y porcinas, y su inclusión no sufre de necesidades argumentales porque la línea argumental es felizmente leve, sin grandes deudas en la profundización psicológica de ningún personaje. Hay una gracia constante y no hay necesidad de sumar y sumar seres y situaciones (comparar esta película con lo trabajosa que resulta en ese sentido Capitán América: Civil War). Hay otra película muy comparable con la de los Angry Birds: Minions, spin-off fallido, con personajes que se desinflaban sin su villano, sin su guía. Los Minions, notas al pie delirante del discurso delirante de Gru, eran poco y nada por sí solos. Y su película carecía de algo difícil de explicar y definir, como el alma. Era una película animada sin ánima. Su narrativa escuálida apilaba situaciones sin cohesión, sin cambios, sin tensión. En Angry Birds la levedad de la trama no implica ausencia de movimiento, de vaivenes. Los pájaros se definen por sí solos, los chanchos también, y pueden cambiar. No se desesperan por ser creíbles o parecerse a lo que se espera (?) de ellos pero sí se presentan vivos, es decir, animados con toques de gracia, de absurdo, incluso de sin sentido. Y de esa manera, sin estar preocupados por vender más productos (como los Minions) porque ya vendieron tantos downloads que están hartos, los Angry Birds lucen despreocupados. Angry Birds: la película es un juego que se desarrolla con fluidez, una comedia que se saca de encima las ataduras, que juega a moldear lo cómico, a repensarlo desde un horizonte abierto a partir de una la consigna comercialmente clara y también crasa (“la primera película de la historia en estar basada en un juego de smartphone”), de aprovechar una marca existente y hacer “una película”. El cine, en cierto rango global de expectativas comerciales, cada vez se apoya más en contenidos preexistentes, libros o juegos u otras películas ya probadas, y quien hoy en día logra crear una marca que surja desde el propio cine se posiciona de manera fulgurante. Ejemplo: Frozen, que a partir de ahora es marca a seguir explotando. Los Angry Birds, ahora, también son marca de película. Aclaración final: vi la película en versión original subtitulada y no me hago responsable por el desplume que pueda haber hecho el doblaje.
Lo que el separatismo no separó, el oportunismo comercial termina por hundir Secuela súperexitosa en España del súperéxito en España Ocho apellidos vascos, Ocho apellidos catalanes es una de esas películas que, frente a la seguridad de la vaca atada, optan por no dedicarse, por no afinar, por no ajustar. Punto de partida: la vasca Amaia y el andaluz Rafa se separaron y ahora ella se está por casar con un catalán. Entonces Rafa vieja desde Sevilla a Girona para la boda junto Koldo, el recontra vasco padre de Amaia, a tratar de impedir la unión. Ya sabemos que Amaia y el catalán Pau no están hechos el uno para el otro y que Amaia y Rafa sí: lo sabemos de entrada y la película lo establece con claridad paródica. Ocho apellidos catalanes abandona cualquier tipo de tensión argumental y también la apuesta por la comedia del equívoco y los enredos que funcionaba aceptablemente en la entrega vasca. Lo que queda es la explotación de los personajes conocidos, la presentación de los nuevos y la catarata de chistes. Los chistes se suceden sin estructura contenedora, sin crescendo. El humor se expone sin contención, sin tramas, sin reenvíos, como si en lugar de la película estuviéramos ante pruebas, ante borradores, ante ensayos pero sin su probable frescura. Hay algunos momentos de eficacia relacionados con la química entre Amaia (Clara Lago) y Rafa (Dani Rovira), pero lamentablemente están poco tiempo juntos. Y es notable y hasta brillante la caracterización de Pau que hace Berto Romero. Pero no todo el elenco está igualmente enfocado: Karra Elejalde gana protagonismo en esta secuela y no se sale del molesto modo bufón o sentimental exacerbado, y Rosa María Sardá está a media máquina. Hay chistes sobre hipsters y muchos sobre Cataluña, el catalán y los catalanes pero, como todos los elementos en esta película nublada por la desidia, están abandonados a su suerte, a funcionar de forma azarosa, como ese apartado sobre visitar Zaragoza que hace Dani Rovira en uno de los escasos momentos que fluyen, que riman con lo que puede ser una comedia cuando se la hace con horizontes superiores al oportunismo.
En 45 años, el pasado está dolorosamente vivo Un matrimonio sin hijos está por festejar 45 años de casados. La celebración se avecina y él, Geoff, recibe una carta en alemán acerca del encuentro de un cadáver. Una amada de su pasado, desaparecida en una montaña 50 años atrás, es hallada finalmente en un témpano de hielo en Suiza. Por supuesto, semejante hallazgo no podrá hacer otra cosa que remover los cimientos -nunca tan fuertes, al menos en este modelo de cine- de esta pareja. La presencia del pasado que vuelve, con los condimentos del hallazgo y del tipo de hallazgo, es el disparador para los malestares y la exacerbación sutil de esa distancia siempre infranqueable entre dos personas, esa separación evidente: son dos seres, no uno solo. La película de Andrew Haigh se construye con seguridad, con aplomo, con solvencia, sobre una constatación obvia. Charlotte Rampling borda una actuación sin fisuras, sin espacio para el tono equivocado: en su calma acaecen las tormentas con una capacidad actoral indudable. Los diálogos y las emociones no se salen de cauce, aunque a partir de la mitad de la película prometen fugazmente alguna turbulencia. La procesión va por dentro como máxima, como biblia cinematográfica. Incluso algunas breves interrupciones de baile o de sexo o de subidas de tono en el diálogo, en 45 años todo está filmado con distancia respetuosa y aséptica. El film de Haigh es del tipo de cine que en su corrección encuentra su techo, sus límites. Es un cine de construcción inobjetable si uno acepta sus constricciones, sus ataduras. La presentación sutil de temas universalmente conocidos: la vejez, una pareja con cuentas pendientes, ítems ya tratados con mucha mayor enjundia por grandes maestros europeos. El nombre de Ingmar Bergman aparece fácilmente en las comparaciones, pero no es necesario ir hasta el sueco para comparar. Otra película reciente sobre una pareja mayor inglesa, Fin de semana en París (no confundir con Weekend, la película anterior del director Haigh), de Roger Michell, estrenada el año pasado en la Argentina, tenía otros riesgos, otra vitalidad: era menos homogénea, más despareja. Y a la vez mucho más apasionante, móvil y vital. 45 años es cine hipercorrecto, sólido, cercado, tan limitado en su vuelo como sutil en sus planteos, tan movilizadores como se lo permitan probables identificaciones emocionales. Cine seguro, demasiado a salvo, sobre temas abismales.
Experimentos Hice pruebas, experimentos. Intenté ver Capitán América: el soldado de invierno en un televisor. Veo que tiene 7.8 sobre 10 de promedio en IMDb. También fui a la privada de Capitán América: Civil War. Fui el martes, y escribo dos días después de verla. Veo que tiene 8.5 de promedio sobre 10 (irá sumando votos que modificarán o no ese puntaje con el correr de los días), con lo cual por ahora se ubica número 89 de la historia para la valoración de los votantes del sitio. 89. De la historia. Mundo raro. Civil War. Guerra civil. En esta nota, Martín Fernández Cruz explica unas cuantas cosas útiles para entender el estatuto de eslabón de esta película. Un eslabón de una serie mayor de películas pero no un mero capítulo de una serie televisiva, aunque las conversaciones sobre política global a las que nos someten el Capitán y sus compañeros son obvias, correctas, sin filo, pequeñas o de pantalla empequeñecida. Capitán América: Civil War (con doble idioma en el título local) es una película bastante autoconclusiva, que puede verse incluso sin haber visto Capitán América: el soldado de invierno. Porque no logré verla. Sólo la soporté media hora en un televisor, uno aceptable, de 42 pulgadas, pero claramente más pequeño que una pantalla de cine. En esa media hora todo fue, o yo lo recibí como tal, de una falsedad evidente. Diálogos pomposos y a la vez irrelevantes, que se deshacían a alta velocidad. La película no avanzaba rápido, más bien era pantanosa. Y Samuel Jackson estaba una vez más fuera de registro, actuando para sí mismo, para algún espejo que no vemos, y no para la película. La dejé de ver. Sentí, de todos modos, que la película se había hecho en 2014 para no durar hasta 2016. No sentí culpa, sentí alivio. Al otro día fui a ver Civil War, con el miedo de que a la media hora me pasara algo similar que con el soldado de invierno (al fin y al cabo, son los mismos directores, Joe y Anthony Russo). Pero no, Civil War es muy 2016, muy mayo 2016. Se ve con contemporaneidad. Se disfruta mientras se ve, menos -en mi caso- el final, con señores pegándose en un lugar cerrado, sin heroínas y sin humor alguno. Cuando termina, la película empieza a desvanecerse, y a los dos días ya sé que no la voy a volver a ver nunca jamás a no ser por motivos estrictamente profesionales (a diferencia de entregas Marvel más deformes, más comedia, menos teledirigidas, como las Iron-Man o Ant-Man). Hay lindos momentos, como el de la pelea de media docena de freaks contra otra media docena de freaks. Un momento que es una explosión de golpes y trucos y choques y lío que se entiende. Que dura unos minutos, muy espectaculares. Sin embargo, ese momento efímero para mí, este punto en el tiempo, ha de ser la culminación de un suspenso muy fructífero para mucha gente que está esperándolo, que lo prevé con ansiedad, que lo prefigura en su mente. Público que, probablemente, espera eso como espera la salida al escenario de algún ídolo musical. Ese momento, o su intensidad, está muy relacionado con la base de expectativas. Yo no soy fan, ni de esto ni de casi nada. O en todo caso lo soy del cine en general, y casi siempre de Eastwood (pero con el casi siempre ya no puedo ser fan). Me gusta mirar a Scarlett Johansson en traje de superheroína (me gusta más la palabra -inexistente- superhéroa), pero en las escenas de pelea se nota mucho que es una doble, o algo generado por computadora. La naturaleza curva de SJ no es fácil de imitar, de copiar, de reemplazar. Hicieron digital un Robert Downey Jr. joven, o más joven. Notable. Y los movimientos de los héroes son de una plasticidad muy contemporánea, muy 2016. Y Iron Man (Robert Downey Jr.) es gracioso y charming cuando no se pone en modo grave para acompañar el momento grave de la película, el final, serio y sobrante con sus ínfulas shakesperianas. O sobrante para quienes preferimos los momentos de este nuevo Spider Man con humor, o a Paul Rudd, o los chistes que cada tanto aparecen de forma eficaz pero sueltos, no integrados en una trama sino como parte de una cosa más que nos están vendiendo con moño, con packaging, con eficacia momentánea. Y no queremos ver a Paul Bettany rojo, ese personaje que carece de fisicidad, que se desvanece al pasar por las paredes, como esta película infantil al pasar los días, aunque digan en IMDb que es de las 100 mejores de la historia. La historia la juzgará, o la olvidará. Yo ya casi me olvidé que la olvidé.
Una puesta en escena ridícula y plástica Durante la primera década de este siglo, en Francia eclosionó una corriente de películas que se denominó Nuevo Horror Francés o Nuevo Extremismo Francés, de una violencia bestial y frontal, entre otras características. Algunos títulos emblemáticos fueron Alta tensión, de Alexandre Aja; Al interior, de Alexandre Bustillo y Julien Maury; Ils, de David Moreau y Xavier Palud, y Martyrs, de Pascal Laugier. Esta última película, de 2008, recibe ahora esta remake estadounidense, con el mismo título y acá bautizada Martirio satánico. Los abusos recibidos y la búsqueda de venganza de la protagonista, el trauma del encierro y la tortura y la organización demente detrás del horror y las vejaciones siguen estando como temas, como armazón argumental (entrar en más detalles sería limar el interés que pueda generar este estreno en quien no haya visto la versión franco-canadiense). Pero la fisicidad que había en la película de 2008, esa corporeidad presente y palpable, desaparece casi por completo, en una operación de puesta en escena ridícula y plástica que se permite mostrar pieles cercenadas brutalmente, pero para la cual los desnudos son anatema. Por otro lado, la violencia es ahora más farolera, pero mucho menos potente y osada; el montaje es pedestre, y la iluminación, más plana, como si se confiara más en los gritos y la música que en el valor y la estética de cada plano y sus conexiones. La nueva versión dura 15 minutos menos que la original, pero se siente más extensa porque hay explicaciones verbalizadas por demás, mucha menos ambigüedad y porque no se toma en serio el armado de climas ni el tempo de cada secuencia (con referir a la venerada película anterior no es suficiente), y los personajes se sienten falsos, artificiales. La película de 2008 poseía, además de una visión cinematográfica debatible pero identificable, alto valor de shock, y por eso mismo no era recomendable para público impresionable. Esta nueva Martyrs tampoco lo es, ni para los impresionables ni para nadie: éste es cine parásito, que no imagina, que no piensa, que narra mal y muestra peor.
Del western a los vampiros Una chica regresa sola a casa de noche, esta vez una traducción fiel del original A Girl Walks Home Alone at Night, es un estreno inusual. También es una película engañosa, seductora en sus múltiples disfraces. Se estrenó en el Festival de Sundance de 2014 y es una producción estadounidense. Sin embargo, está hablada en persa y transcurre en Irán. Pero claro, "transcurrir en" no significa "estar filmada en": el rodaje fue en California. Y además uno de los productores ejecutivos es Elijah Wood (es decir, Frodo de El Señor de los Anillos). ¿El género? La película se presenta como "el primer western iraní de vampiros". Nada menos. Tenemos una chica vestida con chador, y hay alfombras y un gato, fotogénico como suelen serlo los felinos. La protagonista parece una de las mujeres de alguna película de Jafar Panahi, como por ejemplo El círculo, pero esta chica sin nombre es distinta: es vampira, y ejerce con calma pero ferocidad. Y anda en skate. Este es un cine de mezcla, que bebe en diversas fuentes: hay algo de David Lynch, algo más de Jim Jarmusch, y también iconografía de los años cincuenta con un chico en modo James Dean. Esta mezcla, sin embargo, no genera un cocoliche ni un cachivache. Hay aquí claridad estilística, seguridad en la narrativa, que está alejada del vértigo pero sostenida en atmósferas siempre logradas: nocturnidad casi permanente y falta de miedo a la absurdidad en sordina y a la corrosión genérica desde un trabajo meticuloso, especialmente atento a los detalles (angulaciones extrañas, situaciones y planos de western en un suburbio poco agraciado, cercano a válvulas extractoras de petróleo en permanente movimiento). La directora Ana Lily Amirpour ostenta decisión y ambición. Y capacidad para integrar los elementos citados, y también otros como las canciones. La utilización de "Death" de White Lies es una cabal muestra de cómo poner música en escena: las luces, el encuadre, el acercamiento entre los personajes. Amirpour nació en Inglaterra y fue criada en los Estados Unidos. Entre los cortos que hizo antes de Una chica... está el animado A Little Suicide, de producción alemana y con mucho humor negro, acerca de una cucaracha. Actualmente, Amirpour filma su segundo largometraje con Keanu Reeves, Diego Luna y Jim Carrey. Como otro director cuya ópera prima fue también en blanco y negro (Todd Haynes y Poison), Amirpour -directora a seguir- demuestra una versatilidad fascinante.
Una abominación Milagros del cielo es cine del abominable, del que se embandera con su cometido de maneras siniestras: el objetivo central, con anteojeras, es nada menos que el temible “mensaje”, en este caso el de la comunicación en forma de relato propagandístico religioso de una enfermedad de una niña que se habría curado de forma milagrosa al caer por el hueco de un árbol seco. Para contarnos esto y el peregrinar por médicos varios de la madre con la niña la película apela a planos de desesperante obviedad, encuadres turísticos, música en modo de máxima abyección, montaje de telefilm, situaciones groseras de crueldad o no crueldad (el mozo malo, la moza buena Queen Latifah), la bondad y el acento pueblerino en los modos actorales de todos, especialmente de Jennifer Garner, con uso facilista de ceño fruncido y ojos vidriosos. Una película de supuestos buenos sentimientos que no se detiene ante nada para llegar a su meta de decirnos que la gente y la divinidad pueden ser buenas y/o persistentes, mientras los actores hablan de forma condescendiente para que todos entiendan y repiten una y otra vez las ideas de un guión artero. Cine del malo, del pérfido, del que además -en su forma descarada- nos recuerda que si existen estas cosas -y si se estrenan en un mercado en el cual se anulan estrenos previamente anunciados- es porque existe alguna clase viabilidad comercial. La directora mexicana Patricia Riggen ya había descartado toda potencia y todo cine la historia de los mineros chilenos en Los 33: lo que hizo en esa ocasión y hace otra vez acá es mera ilustración audiovisual chapucera. Quizás ahora incluso se supere en impericia fílmica con este bodrio acerca de una madre decidida a salvar a su niña enferma, a las que retratada mediante un cine impúdico, horrible, lejano a cualquier noción de respeto por el espectador, al que ve como un mero objeto de manipulación. Un cine que apela a los temas más sensibles -niños enfermos gravemente- para vender fe, milagros, discursos sobre la importancia de creer realizados desde la más clamorosa falsedad. Recién al final, cuando aparece la familia real en la que se basa la película, hay algo parecido a planos que remiten al arte del cine, a algo relacionado con alguna clase de verdad o imagen mínimamente genuina. Al menos en ese momento hay una decisión de casting que la gente que hizo esta película no tomó, por lo tanto hay menos daño.
Enemigo invisible ofrece suspenso político y moral Un largo seguimiento de inteligencia militar a terroristas islámicos en Kenia llega a su día clave: los hombres y mujeres buscados están en la mira de las cámaras y de los misiles que ven y matan desde el cielo (el título de estreno local traiciona el sentido del original). La coronel Powell tiene el mando táctico de la operación pero no la decisión final, ni legal ni política. La película presenta la guerra moderna, la guerra de drones, en un comando múltiple desde Inglaterra, Estados Unidos y en este caso también Kenia (más llamados a autoridades en Asia). Pantallas, teléfonos, conexiones constantes, pero también las calles de Nairobi. La guerra online, pero con efectos claros y letales sobre la realidad. En esa encrucijada, la película va construyendo su suspenso y sus dilemas, en la primera parte como promesa y con momentos de excesiva claridad: la presentación de la nena y su familia subraya tal vez innecesariamente el núcleo trágico de lo que estará en riesgo. Pero cuando Enemigo invisible tiene sus cartas desplegadas, aumenta su tensión de manera notable, con suspenso político y moral alrededor de preguntas como ¿quién ve?, ¿desde dónde?, ¿desde qué posición? Cómo ver y cómo interpretar, básicamente: cuestiones centralmente cinematográficas que hacen funcionar la maquinaria de relato en modo nervioso por las actividades, pero claro y reposado en términos de encuadres y estructura temporal y espacial a cargo del director sudafricano Gavin Hood (también actor con trayectoria, aquí aparece en un papel secundario). Por momentos, la precisión de los diálogos su inteligencia por encima de cualquier posibilidad de lagunas o balbuceos los vuelve un tanto inverosímiles: estos personajes juegan una guerra de ideas quizá demasiado precisa en sus argumentos. Pero esos diálogos certeros son una de las claves de la economía del relato para convencer y estremecer, para explorar dilemas morales desde el suspenso fluido. Otra clave son las actuaciones de Helen Mirren y Alan Rickman, socios en su visión militar que jamás comparten un encuadre. Ambos trabajan con un aplomo que a estas alturas no sorprende, pero que definitivamente es fundamental para sostener personajes en los que las emociones van por dentro. Mirren de 70 años ofrece una performance vital, energética, en un personaje de profesionalismo hawksiano. Rickman, en la que se convertiría en su última actuación de plena presencia (en Alicia a través del espejo estará su voz), demuestra su poderío desde una de sus marcas clásicas como actor: el cansancio sarcástico ante un mundo plagado de problemas irresolubles.