Un circo freak de superacción Para tener una muestra rápida de lo que propone Hardcore: Misión extrema basta con buscar el videoclip de la canción "Bad Motherfucker" de la banda rusa Biting Elbows, en el que el director Ilya Naishuller probó el modo de superacción cool sangrienta sarcástica irónica hiperbólica -todo hace sistema con el título de la canción- desde el punto de vista del personaje y con una cámara GoPro. La estética general de suma y multiplicación de gángsteres uniformados con trajes, valijas de metal, oficinas, asesinatos, tiros, cuchillos, golpes, edificios ruinosos, techos, caídas y chicas exuberantes pasa del videoclip a la película mediante una intensificación explosiva. En Hardcore todo es estilísticamente bestial, extremo, rockero, casi suicida. Ésta es una película que no cree en la quietud, y apenas en la pausa o en la respiración. Estamos situados en el punto de vista del protagonista Henry, casi que somos Henry, en una experiencia inmersiva y afortunadamente vicaria. Henry ha muerto, pero ha vuelto a la vida -o algo por el estilo- como un cíborg cercano a lo invencible, y busca a su esposa, secuestrada por una banda interminable de mercenarios al servicio de un líder malísimo y con poderes telequinéticos. La lógica es la de las pantallas de videojuegos POV (point of view, punto de vista) y la apuesta de la película es la del vértigo constante mediante inyecciones de adrenalina visual y sonora, el exceso de todo tipo, incluso en la lógica argumental, que se retuerce y entra en delirio. Las situaciones y la información se van apilando de forma carcajeante e irrisoria, violentamente festiva. Sangre, tiros, desnudos, payasada constante, acción que no teme al ridículo. Hardcore Henry se libera de cualquier atadura, de cualquier idea de elegancia, abandona las formas blandas y se tira de cabeza -a veces hueca- en la búsqueda de la acción imparable. Lejos estamos acá de una película "en subjetiva" como el no muy destacable noir La dama del lago de Robert Montgomery. Estamos en un circo freak de superacción, que incluye la que tal vez sea la mejor actuación del habitualmente chirriante actor sudafricano Sharlto Copley. No es que Copley haya vuelto más sutil, más bien todo lo contrario: hace muchos personajes en modo caricatura, pero ese tour de force actoral le calza perfectamente a esta película bombástica, loca, incendiaria, altamente virtuosa y prodigiosa en su movimiento demente, apto para ser devorado con fruición en la pantalla grande, pero no desde las primeras filas.
Por Europa, a bordo de una combi La filmografía de Jonás Trueba ha ofrecido hasta ahora tres largometrajes: Todas las canciones hablan de mí, Los ilusos y Los exiliados románticos. Canciones, jóvenes, conversaciones, caminatas, viajes. Hay mucho cine que se hace con esos elementos, y no es fácil diferenciarse, pero Trueba singulariza su voz sin esfuerzo aparente. Los exiliados románticos es una película de un director con mirada y oído propios, que lo muestra en pleno uso de sus armas cinematográficas. Esta película se prueba como cine atesorable de forma muy simple: recordamos escenas, las queremos revivir; el mundo de Los exiliados románticos nos invita, nos atrae, nos hace querer viajar allí. Ésta es la historia de un viaje: tres amigos parten de Madrid a Francia en una combi Westfalia, ícono de rutas y nomadismo -que nos lleva también al viaje de Cortázar de Los autonautas de la cosmopista y a otros-, se reencuentran con chicas, paran en la ruta, cenan y charlan, definen sobre lo indefinido de sus amores, hacen planes y desdibujan los trazos, reafirman sus decisiones, dudan y vuelven a confirmarse como los dueños de sus momentos, imprecisos pero irrepetibles. Si todo viaje es una máquina potencial de generación de recuerdos, estos viajeros se encargan de rodear los momentos con reflexiones diversas, desde lecturas y opiniones sobre depilación hasta escuchas sobre la filosofía del trabajo. Todo puede sonar leve, pero es un feliz engaño. La superficie de esta película es amable, pero en estos personajes no hay más chances ni tanto tiempo para el descarte de oportunidades. En cada uno de ellos se nota el fin de una etapa, la despedida a unos años de puras posibilidades. Sus intensidades van por dentro y cuando emergen, en una palabra especialmente cargada de emociones, en una canción que van a buscar y luego los busca a ellos, en una mirada hacia adelante, pueden conmover de manera especial. Y ese plano largo, el del final, el del agua y las montañas, nos deja despedirnos de ellos, nuestros compañeros de viaje, un viaje de apenas una hora y diez minutos por un cine distinto, genuino, querible, hecho con la convicción del que sabe mostrar y contar su aldea para que se vea por el mundo.
Un gran regreso al cine de aventuras Como director, Jon Favreau nunca hizo una película floja -Made, Elf, Zathura, Iron Man 1 y 2, Cowboys & Aliens, Chef- y era muy poco probable que su carrera tuviera su primer bajón justo con El libro de la selva. El rotundo Favreau contaba con las bases de Kipling y la versión animada de Disney de 1967, más las posibilidades digitales para darles vida a estos animales de forma impresionante. Y este último no es un término en automático: estos animales impresionan en el verismo de su pelaje, en sus movimientos, en su mirada. Sobre su capacidad de habla se sostienen las coordenadas lógicas de la trama y la dimensión de comedia que aparece sobre todo luego de la esperada irrupción del oso Baloo (interpretado en la versión en idioma original, con gracia plena, por Bill Murray). Pero, sobre todas las cosas, El libro de la selva versión 2016 es una película que aprovecha las máximas posibilidades de la tecnología actual para hacer un tipo de cine que casi no se hace hoy en día, al menos no en el mainstream. El libro de la selva es una película de aventuras. No una película con aventuras como uno más entre muchos componentes, entre múltiples factores de venta, en medio de un (otro) producto multigénero y multitarget como suelen ser tantos tanques. Este es un film de aventuras cabal que busca fascinar con las armas clásicas del género: la confianza en el poder de maravillar de la naturaleza, las maneras cercanas de filmar los peligros de la supervivencia, el registro claro del movimiento en espacios abiertos. Y, claro, esto es El libro de la selva, el aprendizaje de Mowgli de sus diferentes maestros. Si los animales por momentos se evidencian como representantes de diferentes adultos -el severo, el hedonista, el responsable, el ambicioso-, esos peligros tipológicos se ven rápidamente disipados por la vitalidad de cada personaje, por su lógica interna, por su solidaridad hacia el sentido general de la narración, episódica y a la vez tensionada con consistencia, con la visión general del crecimiento de este niño de la selva, con su educación en el reino animal. Si en algún segmento musical la película parece forzar la entrada de una canción (la ya clásica "I Wanna Be Like You"), eso es apenas un ripio en un viaje que confía en el poder de la aventura, en el poder del cine como entrada a otro mundo, uno de maravillas, de animales, de naturaleza filmada con fascinación. El cine siempre se aprovechó de los avances fotográficos, de los efectos posibles de generar en la imagen. Favreau vino a recordarnos que todo eso puede ser un mero lujo vacío si no hay forma, si no hay relato, si no hay peripecias dignas de ser vistas con asombro, si no hay un regreso a la aventura.
El deporte como camino Una épica deportiva basada en la vida de Eddie "The Eagle" Edwards, un deportista más tenaz que dotado, más perseverante que talentoso, más porfiado que habilidoso. La película se toma licencias varias, pero permanece la idea del amateur que quiere ser olímpico contra múltiples dificultades: rodillas débiles en la infancia, anteojos constantes, contextura demasiado pesada y -sobre todo- origen social más bajo que el habitual en las disciplinas de esquí. Al quedar relegado en primera instancia del equipo británico para los Juegos Olímpicos de invierno de Calgary 88 (también recordado por el equipo de trineo de Jamaica, que dio origen a Jamaica bajo cero), Eddie se decide por el salto con esquíes, en el que no tiene experiencia. Volando alto ofrece la típica estructura a la larga euforizante de películas deportivas sin grandes sofisticaciones: dificultad / dificultad / derrota / esperanza mínima / más dificultades / más derrotas / esperanza y la pregunta de ¿llegará alguna clase de triunfo? Se apuesta aquí a una estética ochentosa, no tanto en los decorados y el vestuario, sino sobre todo en la música y en cierta inocencia todoterreno -incluso exagerada- que remite a algunos éxitos aptos para todo público de los ochenta europeos. Hay ciertos modos demasiado superficiales y plásticos que vuelven a este film un objeto chirriante en su primer segmento, en el que todavía no apareció Hugh Jackman y el protagonista, interpretado por Taron Egerton (de Kingsman), hace una composición exacerbada en la que las cejas le compiten a la boca en gestualidad desatada, mientras otros actores juegan con demasiado énfasis televisivo. Cuando aparece Jackman, animal de cine, el ambiente actoral se vuelve (un poco) más sobrio, y mejora aún más con las participaciones de Jim Broadbent y Christopher Walken. Por lo demás, los saltos de esquí son material especialmente apto para la filmación lujosa que aquí se ofrece -la cercanía es impactante y el "estar ahí" en las rampas es asombroso-, y las redenciones y proezas deportivas son especialmente aptas para el cine. Volando alto es una película sin oscuridad, sin pliegues, frontalmente agradable, casi alevosamente simpática. Una película sin misterios, sin nada de esa fascinación extraña que ofrecía Werner Herzog en su mediometraje sobre otro saltador de esquí: El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1974).
Mon roi, un melodrama encendido El film de Maïwenn narra el presente de una pareja que vive un amor que se torna imposible: Emmanuelle Bercot, premiada en Cannes por este film, tiene una actuación descollante El cierre de la pentalogía (cuatro largos y un mediometraje) de François Truffaut sobre Antoine Doinel, que empezó con la fundamental Los 400 golpes (1959), terminó con la atesorable El amor en fuga (1979). Y a esta última remite, al menos mediante dos citas clarísimas, Mon roi de la actriz y directora Maïwenn. Una es la presencia en un cameo de la actriz Dani, la otra es la salida amistosa de tribunales de una pareja que se acaba de divorciar. Pero Mon roi es una película de amor mucho menos feliz, de un tono más oscuro que El amor en fuga. En realidad es un melodrama encendido acerca de una pareja apasionada y que se va volviendo imposible a pesar de que -lo vemos- existe el amor entre ellos, y también existen los gritos y otras formas violentas de daño. En ese sentido, Mon roi conecta con la más amarga de la pentalogía de Doinel: Domicilio conyugal. Tony y Giorgio se encuentran -re-reencuentran, dicho con mayor precisión- y viven un romance vertiginoso, en el que Giorgio y su vitalidad, voracidad, capacidad creadora y destructiva lleva adelante esta pareja en la que ella se encandila y se desencanta a intervalos cada vez más feroces. La película se relata en dos tiempos, un presente en el que Tony ha sufrido un accidente de esquí y recupera en un centro de salud su pierna dañada. Y otro el pasado, o los pasados de la relación entre ella y Giorgio. La película no esquiva la pasión y el dolor, y es lo contrario a cualquier idea de minimalismo emocional. Aquí se juega fuerte, incluso en el exceso, sobre todo por parte de Emmanuelle Bercot (una de las estrellas de Cannes 2015, donde fue premiada por este rol y además presentó una película como directora), la actriz más vistosa de la película, que descuella cuando su mirada es la que lleva adelante la performance (el perfecto final, por ejemplo). Sin embargo, cuando sus diálogos mutan en monólogos desasosegados queda al borde del colapso, como lo hace esta película por momentos abrumadora -carece de pausas narrativas-, pero siempre apasionada. El gran sostén de la película es Vincent Cassel como Giorgio: seductor, complicado, irascible, oscilante, elegante, honestamente mentiroso e irrecuperable. Cassel tiene las mejores oportunidades de lucirse en diálogos que intentan hacer ver las situaciones en las que está inmerso desde otro ángulo, porque los ángulos convencionales no le convienen nunca. El diálogo de la planicie de una línea muerta versus las oscilaciones de un electrocardiograma vivo sirve para definir también esta película despareja, pero ciertamente viva; de corazones heridos, pero en movimiento, en torbellino, como decía esa canción que cantaba Jeanne Moreau en otra película de Truffaut: Jules y Jim.
La fórmula del éxito es ser como vos Zootopia y Kung Fu Panda 3 están en las carteleras, acá y en buena parte del mundo. Ambas tienen muy buenos chistes y una animación vistosa. Más que eso, una animación refulgente, de detalles asombrosos. En realidad, habría que ver qué sucede al verlas en una década o dos. ¿Cómo se verán Zootopia y Kung Fu Panda en 2030? Hoy la primera Toy Story la primera tal vez nos parezca rudimentaria en términos de animación y en su momento (hace más de 20 años) nos deslumbró como el non plus ultra de la perfección técnica. La fluidez con la que se mueven los personajes animados y la credibilidad de las olas del mar que no es el mar real cambia con el tiempo. El mar de la vida real registrado con cámaras nos impresiona de forma más inmediata desde los comienzos del cine. Toy Story modelo 1995 hoy en día nos podrá parecer incluso tosca en cuanto a animación, pero su narrativa, su coherencia temática, su cohesión como relato, su entramado emocional, se mantienen con nitidez. Algunos dirán que Zootopia y Kung Fu Panda 3 son fuegos artificiales. No, en realidad los encienden a cada rato pero no logran el fulgor constante. No son películas encendidas, como lo fue Moulin Rouge!, película de llamas rojas y no naranjas. Baz Luhrmann apostaba a una narración básica, míticamente melodramática, ubicada en el cambio de siglo XIX al XX en la ciudad dominante del momento (París) y a partir de eso desplegaba un movimiento deslumbrante, una seducción trabajada en el deseo de un director que cuando falló lo hizo desde el exceso, pero que en esa ocasión estaba en estado de gracia para musicalizar y ubicar su cámara en todos los ángulos soñados a través de decorados artificiosos y ambiciosos. Tanto Kung Fu Panda 3 como Zootopia planean sus territorios como intentos de deslumbrar: la llegada de la coneja a Zootopia, la llegada de Po a la tierra de los pandas. Cuántos colores, cuántas cascadas, cuántos personajes, cuánto movimiento. Kung Fu Panda 3 tiene grandes cantidades de chistes, y su dimensión slapstick sigue siendo de una efectividad notable. La repetición del chiste de un objeto que vuela y le pega a una panda anciana y esta se cae toma las enseñanzas de la comedia de hace un siglo y las demuestra como perdurables. Las peleas son espectaculares, y también el 3D, y pelea un panda con un pelaje digital hecho perfectamente al detalle. Y hay muchos más chistes con recursos diversos. Y en la versión original están las voces de por lo menos 10 mega estrellas. Kung Fu Panda 3 es un producto desarrollado -teledirigido- para recaudar en China, con cada vez más referencias orientales y hasta Kung Fu Fighting en chino, formulada así en Imdb: Kung Fu Fighting (Celebration Time) / Written by Carl Douglas / Produced by Al Clay / Performed by Shanghai Roxi Musical Studio Choirs and Metro Voices, London. Un resumen de algo de lo que está pasando entre Hollywood y China lo pueden leer en esta nota http://www.lanacion.com.ar/1880307-un-cuento-chino-que-va-mas-alla-de-kung-fu-panda. La recaudación creciente en Asia ya cambió y cambiará aún más el eje de muchas producciones. En la historia del cine no hay escasez de obras maestras que han ganado mucho dinero. Pero la seguidilla de dos buenos productos y éxitos globales como Zootopia y Kung Fu Panda 3 quizás ayude a impulsar la proliferación de estos relatos faltos de cohesión, cuyos conflictos aparecen en cualquier momento y que se resuelven de forma casi independiente de las otras secuencias, que no tienen un entramado argumental sino una sucesión de situaciones que podrían recortarse o ampliarse según haya que encastrar referencias a otra cosa, o factores de venta en Macao si es necesario. Son películas sin el poder del deseo, sin obsesiones, casi sin torpezas, sin rastros de imperfección ni pasión. Las calificamos como buenas y es lógico, pero quizás no sean exactamente buenas. Son vistosas y eficaces pero carecen de alma. Nos dejan agotados, pero no porque se mueven mucho y están llenas de colores y de chistes. Nos dejan agotados porque tenemos que invertir demasiado entusiasmo emocional para que la experiencia se parezca a ver Toy Story, Ratatouille, Lilo & Stitch o Frozen, todos éxitos animados que recaudaron millones y ofrecieron corazón, cohesión y grandeza.
Una vital historia antinavideña Un mismo nombre figura en la dirección, la producción, el guión, la fotografía y la edición de esta película: se trata de Sean Baker, que también en Prince of Broadway (2008) había puesto a una ciudad y sus calles casi como personajes principales, a la par de sus protagonistas humanos. En el caso de Prince of Broadway, la ciudad era Nueva York; en Tangerine es Los Ángeles, y no en sus lugares más glamorosos o fotografiados. Baker, uno de los directores más estimulantes del cine estadounidense del siglo XXI, presenta una historia navideña sin nada de lo habitual en los relatos situados durante el 24 de diciembre: aquí tenemos prostitutas travestis, clientes, drogas, cafiolos y un taxista armenio desasosegado. El disparador argumental de Tangerine es que Sin-Dee se entera de que, mientras estuvo 28 días presa -un lapso muy usado en el cine-, su novio y proxeneta la engañó. Así empieza esta street-movie que se pone en movimiento apenas comienza y rara vez se detiene. La cámara utilizada para el rodaje de Tangerine fue la de un iPhone. El film muestra una luz particular, luz filtrada y moldeada por una cámara que millones de personas utilizan a diario para registrar sus vidas, una luz que no es a la que nos acostumbró el cine en su historia, al menos en su historia clásica. Pero el cine, arte poroso, arte extraordinariamente permeable, siempre ha sido influido y modificado por las tecnologías, y el uso del iPhone para un rodaje se demuestra en Tangerine no como un capricho, sino como una vía sustentable. Tal vez porque Baker no se enamora de sus planos y de sus secuencias: los corta, las intercala y no hace una película ostentosamente filmada con un teléfono, sino que integra sus características y sus posibilidades con la narración como guía. Tangerine hace avanzar a sus personajes juntos, por separado, de a pares y grupos diversos, los une unos con otros con el movimiento como clave. Y va descubriendo sus temas a medida que desarrolla emociones en modo intenso: amores, decepciones, furias, calenturas, obsesiones. Baker, como buen cineasta que sabe narrar con las enseñanzas del cine clásico, aunque se amalgame con el presente y hasta el futuro sostiene sin alardes el tema central de su relato sin enfatizarlo, lo va haciendo aparecer de forma intermitente hasta que lo establece con nitidez: la amistad entre Sin-Dee y su compañera Alexandra cohesiona esta película estimulante a la que fortalecen las calles, las peleas, la crudeza, incluso las humillaciones, la cercanía. Con Tangerine, Sean Baker confirma que sigue encontrando formas vitales de mostrar viajes urbanos a ninguna parte.
Cuestión de supervivencia El director de origen austríaco Lukas Valenta Rinner -que estudió en la Universidad del Cine (FUC) en Buenos Aires- hizo una película que se desarrolla mayormente en la provincia de Buenos Aires. La lengua que hablan los personajes es el español, pero los modos perfeccionistas de los encuadres y el tono desapegado y sombrío -a pesar de cierto humor sardónico que impregna el relato sobre todo en la primera parte- remiten a algunos directores austríacos y alemanes contemporáneos. Parabellum -que significa "prepararse para la guerra"- es una distopía con cero estridencias que se desarrolla en un futuro cercano, o en un presente pesimista, en el que el fin del mundo está al acecho (o es un factor de control social). Un grupo de gente se va de la ciudad -arquitectónicamente inhóspita, vaciada de cualquier tipo de calidez- a la naturaleza, al Tigre, en donde es entrenada para la supervivencia en un contexto de conflicto permanente aunque puesto en sordina por el film. Buena parte de la película se consume en el segmento de entrenamiento. En la parte final hay una narración leve en cantidad de peripecias y sólida en tono -como toda la película- que ofrece mayores posibilidades de empatía, mayor conexión narrativa. Una tentación incipiente más comunicativa, quizá más convencional, en la que incurre poco el relato, pero que podría haber elevado esta sólida y extraña película a una categoría superior, menos segura pero más vital, más despareja pero más apasionante.
El país más pobre de América Documental sobrio, breve, mayormente conciso sobre Haití, específicamente sobre los campesinos del arroz. Sus formas tradicionales de siembra y cosecha, y sus múltiples problemas, como la introducción del arroz de inferior calidad proveniente de Miami a precios ínfimos, que dañan el trabajo local. Kombit también aporta, mediante entrevistas nunca demasiado extensas, datos sobre la historia de un país fuerte económicamente a mediados del siglo XIX y ahora convertido en el más pobre de las Américas. También suma opiniones negativas sobre las políticas estatales y el rol represivo de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (Minustah), además del mentado origen en las tropas nepalesas de la epidemia de cólera. Las imágenes de registro de la naturaleza, de las calles y de los pobladores y sus casas no caen en el pintoresquismo ni en la explotación de la pobreza, y logran certera contundencia cuando se ve un aula arquitectónicamente contrahecha y unos segundos después se nos informa que toda la educación es privada. Esa contundencia, que proviene del contrapunto entre lo que esperamos escuchar y lo efectivamente escuchado y su puesta en conflicto, se ve reducida porque el documental se queda con la homogeneidad en las declaraciones y en la interpretación de la realidad. No aparecen voces disonantes que puedan poner en duda o en relieve las palabras de los entrañables entrevistados. Probablemente, ante lo clamoroso de la realidad visible y pública sobre Haití, declaraciones en contrapunto habrían incluso fortalecido lo que manifiesta Kombit, que deja ver alguna clase de esperanza en la organización de los campesinos y sus formas solidarias de ayuda comunitaria, a las que hace referencia el término del título.
Film de rara e inquietante belleza Una protagonista intrigante, que parece reprimir y tensar cada músculo de su cuerpo. Claridad de propósitos que guía una narrativa segura, sin apuros y sin ocultamientos informativos forzados. Casi total ausencia de agregados tóxicos, de fuegos artificiales extemporáneos, tan presentes en mucho cine de terror actual. Seguridad a la hora de situarse en una tradición (hay una atmósfera que recuerda a Ordet, de Dreyer). La historia de una chica que empieza a tener síntomas extraños y que tiene una madre postrada. No sabemos el motivo. Luego lo sabremos, mediante una dosificación inteligente de las claves argumentales. Esta ópera prima del danés Jonas Alexander Arnby, presentada en la semana de la crítica de Cannes 2014, es un ejemplo de concisión y aprovechamiento de recursos. Pocos personajes, pocos datos, imágenes de gran potencia, violencia que irrumpe brevemente y conmueve, estremece. El mundo del trabajo de la protagonista en la industria pesquera contado con pocos trazos y a la vez con complejidad. Las tensiones se multiplican, se intensifican por otros lados: la represión de la animalidad y el sexo por parte de las instituciones -ver cómo se resuelve velozmente, con sequedad pavorosa-, la voracidad por la carne cuando sólo hay pescado. Si no contamos con más detalle el argumento es porque sería cometer una injusticia con esta pequeña pero orgullosa película que hace del misterio sostenido uno de sus logros más sobresalientes, y que combina terror licántropo con una tristeza que parece emerger de la niebla del paisaje, que trabaja la herencia, o el destino, con una resignación sobria, de rara e inquietante belleza.