Perdido en la traducción Paolo Sorrentino había concretado la suma y potencia de su estilo en La grande bellezza, pero Juventud es otro intento -luego del fallido This Must Be the Place- de hacer cine en inglés. Y fuera de su idioma, Sorrentino deja de ser el italiano de modos cinematográficos expansivos y que hacen sistema. En Juventud el director napolitano sigue siendo ambicioso, y el trabajo de cámara de su colaborador habitual Luca Bigazzi sigue buscando el asombro. Pero hay algo perdido, quizá la comodidad de la lengua propia, la familiaridad con una cultura, o lo que sea que constituya ese clic necesario para que los excesos y las tentaciones abarcativas de Sorrentino fluyan de manera grácil, para que los trazos intensos de este felliniano -y con más influencias de los sesenta del cine europeo- no resientan la narración. Juventud transcurre mayormente en un hotel spa suizo, en el que se hospedan, entre otros, un compositor retirado (Michael Caine), un director de cine veterano (Harvey Keitel), un actor joven pero consagrado (Paul Dano), un ex jugador de fútbol que en los créditos figura nombrado como "Sudamericano" pero que es obviamente Diego Maradona (interpretado por Roly Serrano), una Miss Universo y también hija del compositor (Rachel Weisz). También llegará una gran actriz (Jane Fonda). Un elenco de estrellas con un brillo por momentos abrumador, entre diálogos sobre el sentido de la vida, el amor, el paso del tiempo, el arte, la pasión, la amistad, las relaciones paterno-filiales y cuanto tema mayor se le ocurra intentar integrar en estas viñetas levemente cohesionadas. Esos temas, que también estaban en La grande bellezza, sufren aquí de aclaración constante y de verbalización explícita, como si Sorrentino no se sintiera seguro de transmitir ideas en un idioma que no es el suyo. Sin embargo, las ideas ya están ahí, y claras, con la fuerza de sus imágenes y su musicalización, que siguen siendo desbocadas, pasionales, personales, admirables. Cuando Juventud confía en el riesgo y el trabajo de los encuadres, en los movimientos de cámara y su integración musical estamos ante uno de los directores menos adocenados del cine contemporáneo, uno de los que mejor justifica las dimensiones de la pantalla más grande a la que se pueda acceder. Pero, lamentablemente, cuando Juventud pretende que entendamos muchas veces sus muchas ideas, y esas ideas se dicen con claridad rayana en la obviedad y un énfasis impenitente, sentimos que la ambición habitual de Sorrentino se ha convertido en pretensión decorativa de aforismos.
Comedia, descomedia, y Sandra Bullock Comedia. Política. Estrategia. Sandra Bullock. David Gordon Green. Billy Bob Thornton. La acción transcurre en Bolivia. Uno de los guionistas de Tinker Tailor Soldier Spy. Basada en un documental de 2005. Y no se estrenó en cines en Argentina. Se puede ver en Video On Demand. Es del tipo de películas de adversarios intelectuales en modo comedia que en los ochenta solían estrenarse, y hasta podían ser grandes éxitos, como Peligrosamente juntos (Legal Eagles, de Ivan Reitman) con Robert Redford, Daryl Hannah y Debra Winger. Experta en crisis (mal título para Our Brand Is Crisis, es decir “Nuestra marca es crisis”) es una película de desafíos profesionales, con chispa, cinismo, y una actriz que cuando recupera el estado de gracia es singular, o mejor dicho única. La carrera de Bullock es uno de los mayores desperdicios actorales del último cuarto de siglo. Su capacidad para la comedia y la acción ha sido sub aprovechada, y cuando brilla como en este caso -o The Heat, Speed, El demoledor, That Thing Called Love y no muchas más- no hay que dejarla pasar. La película de David Gordon Green (Shotgun Stories, Prince Avalanche y otras) es una sobre el valor de la mentira, de la imagen, de la política entendida como desafío y como capricho. Bullock es Jane, retirada en las montañas -“entre montañas”, aclara- y hace objetos en cerámica: con el alma herida y el orgullo profesional arruinado, es contratada (¿rescatada?) para ayudar en Bolivia a un ex presidente que compite otra vez por el cargo. El señor en cuestión es Castillo, interpretado por Joaquim de Almeida, que hace de político latinoamericano rico, formado en Estados Unidos, y que no tiene populismo para vender ni demasiado carisma para ofrecer. El que sí tiene es el favorito, Rivera, una suerte de Evo tenue, asesorado por Pat Candy (Billy Bob Thornton pelado). Bullock hace un show casi perfecto, pasa de renuente y semi dormida y alterada por la altura a comprometida y feroz, con un entusiasmo que divierte y a la vez nos hace lamentar su demasiado frecuente desperdicio como actriz ¿O alguien realmente se creyó su personaje de Gravedad, o el de Miss Simpatía, o el de Tan fuerte y tan cerca? Bullock, ahora con el rostro más asentado, está como un alambre, tensa, viva, y es extremadamente sexy. Destilado erótico, concentración fotogénica, Bullock encaja acá en el personaje intrépido, bocón, que cuando se desata es un torbellino. Ningún hombre ni mujer ni nadie parece importarle demasiado, salvo ganarle a Pat Candy. Hay un joven voluntario de la campaña que representa “al pueblo” y que sobre el final de la película anclará el relato en la mala conciencia, y será el pivote del fracaso del cierre. Cuando Jane ya ha ganado, y la película tiene que cerrar con amargura, y hasta cinismo, no lo hace, y no entiende jamás la enseñanza del carro y el perrito de Viridiana de Buñuel. Cuando notamos que lo que importa ya terminó -la campaña- y todavía faltan 15 minutos de película, tememos que esos quince minutos sobren. Y sí, efectivamente, el final es una coda de mala conciencia, que quita inteligencia a la película, y hace actuar mal a Bullock con esa mirada “esclarecida” mientras camina por las calles de la protesta. Si se construyó toda la película como una comedia estratégica basada en las mentiras y en el poder del engaño y el valor de la imagen, no había necesidad alguna de terminar con una simplificación batatera. Si que sea una película con producción de actores (la propia Bullock y George Clooney) tuvo algo que ver con la claudicación -al género, al cine, al filo- de los minutos finales, no lo sabemos. Solo sabemos que la película estaba lista y bien concluida con la campaña, con los resultados de esa acción. También notamos que la película incluye, como en La propuesta, que protagonizó con Ryan Reynolds, un elogio destacado al culo de Bullock, en una secuencia festiva que contiene -o libera- el único desnudo de la película, nada menos que de la actriz protagonista y productora ejecutiva (o de su doble). Lo que tiene de positivo el pavoroso final bienpensante es que nos des enamora de Bullock. Bueno, un poco.
Cómo contar Tarde pero seguro (bah, en un avión), vi Steve Jobs de Danny Boyle. Después de la bastante catastrófica Jobs de Joshua Michael Stern con Ashton Kutcher de 2013, este proyecto sobre Jobs necesitaba con claridad una salida, preferentemente por arriba del laberinto de la fórmula del biopic tradicional. Y así fue que sobre el libro de Walter Isaacson Aaron Sorkin planteó una concentración dramática en tres actos de una vida. No, no una vida, esa es la notable gambeta de Sorkin y Boyle: la concentración es en tres momentos que definen una personalidad fílmica, tres momentos de antes de, tres momentos de estrategia profesional, interrumpida a cada rato por los daños, sobre todo emocionales, que el genio iba dejando a cada paso. La pintura de Sorkin y Boyle oscila entre el monstruo bigger than life y el genio bigger than life y el cretino bigger than life. La verdad, o lo que sea que se le parezca y se presente vestida de tal cosa, se construye a los gritos, a las recriminaciones, a los conflictos, a las presiones, a los ajustes de cuentas. Steve Jobs es una película que concentra, en casi nada, todo, que exagera, que cuenta con la posteridad como prueba de las intensidades a las que apuesta. Una apuesta, más que simple, concentrada y pensada con acierto, de forma certera. Una película hecha con la decisión de su personaje protagónico. Y con actores -Fassbender, Winslet, Rogen- que se notan satisfechos de estar bien escritos. Zootopia tiene dos directores, Byron Howard y Rich Moore, y un co-director, Jared Bush. Y ostenta ocho personas en el departamento del guión. Ocho. Y, a diferencia del unipersonal de guión de Sorkin para Steve Jobs, la narrativa no hace cohesión. El look visual animado de Zootopia es deslumbrante, los pelos, los movimientos y los gestos de los animales 3D digital son un prodigio. Los chistes son muy destacables (el timing perezoso, por ejemplo), el ritmo está sostenido y apuntalado desde muchos ángulos, hay canciones, los personajes están bien delineados, hay de todo, y mucho, como hay muchos guionistas. Sin embargo, todos esos elementos se tambalean parcialmente porque la historia que se cuenta se va armando como un mecano, se agrega una pieza y luego otra, y lo que une todo el paquete -brillante y con buenos de chistes, como se dijo- es alguna idea general sobre la convivencia y una puesta en ácido de la corrección política en extremo. Pero esa tensión del arco narrativo que se maneja a la perfección en Steve Jobs está aquí ausente, o quizás demasiado distribuida entre muchas cabezas que escriben. Una película con tremenda tensión en el arco narrativo es El desconocido de Dani de la Torre, recientemente exhibida en el ciclo Espanoramas, y que en un contexto más diverso de la distribución debería tener su estreno comercial asegurado. El desconocido es un thriller filmado con el aplomo de alguien que vio y comprendió el cine de Michael Mann, que seguramente también conozca y valore el cine de Fabián Bielinsky, y que sabe sacar lo mejor de sus actores (además de Luis Tosar, son en extremo certeras y prodigiosas Elvira Mínguez y la adolescente Paula del Río). Dani de la Torre no sólo sabe filmar con tremenda eficacia la acción y las amenazas en un coche y alrededor de él -un poco como Speed de Jan de Bont- sino que además sabe integrar el territorio de la ciudad de La Coruña a su mapa particular del relato. Lástima que le hayan puesto tanta música y una bajada de línea bienpensante y explícita sobre el final. Pero acá hay definitivamente un director a seguir.
Festival cómico de la exageración La expresión bigger than life -más grande que la vida- se aplica de manera fenomenal a Raphael, cantante récord y figura primordial en España (y también afuera). Mucho más allá de todo, en pleno dominio de su particular gesticulación hiperbólica, Raphael es el primero en el cartel en Mi gran noche, aunque quizás no sea el actor con más minutos en pantalla en esta película de Álex de la Iglesia que despliega personajes y estrellas con especial frenesí. Es que esto es, definitivamente, un especial, un evento: es la grabación, con muchas semanas de antelación, de la emisión televisiva del especial de Año Nuevo, una verdadera institución española que ahora -según los veteranos del evento que murmuran quejas mientras vemos que rapiñan lo que pueden- se ha degradado. Casi toda la película transcurre en un estudio de televisión, entre peleas diversas -más una manifestación sindical desbordada afuera-, atracciones irresistibles y una cantidad de chistes, golpes, bajezas y planes demenciales. De la Iglesia ofrece un seleccionado de grandes nombres, y Santiago Segura, Carmen Machi, Carlos Areces y los demás son como instrumentos esperando que el director de orquesta los señale para volverse solistas. Si casi todos brillan quizás sea porque se apasionan por esta comedia, por la comedia, por hacer este cine festivo. El ambiente falso y cutre del estudio es ideal para que De la Iglesia pueda desplegar su ferocidad ácida, su comicidad vitriólica, su energía renovada. El director dispone de sus estrellas como si fuera una exhibición freak, en diversas líneas narrativas que buscan y muchas veces encuentran el modo esperpéntico que supo hacer brillar Luis García Berlanga. Mi gran noche remite a Berlanga y a su disección ibérica y los hace pop, los pone en un remolino liviano, de superficialidad demencial: de ahí, por ejemplo, el personaje del cantante joven, una especie de Tarzán/Cae de Bravo/Chris Hemsworth de outlet. Finalmente, si hay una película a la que Mi gran noche se siente muy cercana es a la memorable Ginger y Fred, una de las últimas de Federico Fellini, otro relato feroz acerca de una grabación televisiva. Pero allí donde Fellini agregaba una innegable capa de tristeza porque veía que la televisión estaba terminando con el cine, De la Iglesia se enchastra con sus materiales y con los modos de la pantalla chica para llevarnos otra vez al cine, para seducirnos con luces inmediatas, con otro festival cómico de la exageración.
Argumentaciones e insistencias Spotlight es un poco un anacronismo, una de esas películas que se permiten no tener nada rutilante, ni original, ningún ángulo farolero (insisten con el Oso y Di Caprio, por ejemplo), que se permiten aceptar que carecen de maestría excelsa en su dirección (la de George Miller en Mad Max, por ejemplo). Apenas su tema, la investigación sobre pedofilia por parte de una división de un diario (la Spotlight de título original), tiene algo de rápido reconocimiento, de veloz identificación para ese momento de la decisión acerca de qué ver en el cine. Se la ha acusado de convencional, de telefílmica, del pecado de poca ambición, de apostar a lo seguro. Está claro, Spotlight no es extraordinaria. Es otra clase de película: es gris, es monocromática, sin embargo -o tal vez gracias a esas características- es un tipo de propuesta que se reafirma en su fluidez narrativa, en su capacidad para contar una historia difícil mediante una sólida base de pocos núcleos dramáticos narrativos pero con proliferación de situaciones argumentativas. En Spotlight asistimos a discusiones, a pedidos de información, a decisiones sobre la jerarquización y el valor de las noticias, a puestas en duda sobre lo actuado, hoy, ayer y años atrás. Esas discusiones no siempre tienen el mismo resultado aunque se originen en el mismo pedido -generalmente, rangos diversos de lo que podríamos simplificar como búsqueda de la verdad y búsqueda del ocultamiento de la verdad-. Las situaciones argumentativas se suceden y algunas de ellas funcionan como si horadaran una piedra. Y se ubican en ese material resbaladizo para el cine: los movimientos de una sociedad hacia nuevas definiciones de periodismo, de comunidad, de instituciones y sus fuerzas relativas. La insistencia pueder dar sus frutos, de a poco, a veces sin la urgencia que se reclama, o reclamamos, o que se le pide a un film de formato clásico. Spotlight, en uno de sus mejores logros, conquista y conecta mediante fluidez narrativa la insistencia en charlas y el avance del relato. Para esto, la película dispone una serie de intenciones e intensidades diversas en su motor central: los actores. Mark Ruffalo exhibe una de sus actuaciones más intensas, más llenas de tics, es decir, una de sus actuaciones menos solventes. Como pocas veces, notamos que Ruffalo se pasa del lado de los que nos hacen saber que actuan, de los que quieren anoticiar a los que deciden los premios. A la vez, esta característica se conecta con su personaje: es el que más chances tiene de poner las cosas en funcionamiento por su insistencia, por su pasión, por su molestia. Michael Keaton se desenvuelve de otra manera, de gran atractivo: aprovecha su propia historia como actor, pero no solo en términos de conocimiento acumulado sino sobre todo con los ecos de otro de sus personajes: el Henry Hackett de The Paper (El diario). Keaton hace vibrar la película, electrifica su oficina, su supervisión está enriquecida por ser el especialista en redacciones más allá de este personaje en particular, y no necesita esforzarse en sus gestos. Rachel McAdams es una estrella clásica fuera del tiempo clásico (sentimos que le falta el vestido largo y el cigarrillo con boquilla), y que por vivir en el cine de hoy se olvida de su innegable glamour y nos convence de que es la chica que trabaja en la oficina del subsuelo del diario. Stanley Tucci es una de las grandes reservas de prestancia actoral de Hollywood, un actor que sabe pausar, quitarse los anteojos, ponerse un sobretodo y mirar por encima de un papel que lo tiene tremendamente ocupado y acometer todos esos gestos mínimos con sentidos tan sutiles como claros y esenciales. Pero el mejor de todos en esta película es Liev Schreiber. Schreiber, aunque ha tenido en su carrera actuaciones “actuantes”, aquí encaja con el tono, con el clima, con las nubes de esta película. Detrás de su ropa con poco color, detrás de su barba, de sus anteojos, del cansancio de su mirada, descuella con la capacidad argumentativa de su personaje en circunstancias poco favorables, y así se convierte en el punto sobre el que pivotean los demás personajes. Sus palabras, contenidas, se profieren sin gritar pero firmes, y son escasas pero definitivas. Son las maneras, modestas pero constantes y convencidas, de lo que más pesa en la película: un tipo de cine pensado y ejecutado como artesanía limitada pero constituido de materiales de cierta nobleza.
Cuestión de herencia Como muchas veces ha ocurrido en el cine de Daniel Burman, ésta es una película centrada en las relaciones padre-hijo. Y que transcurre en el Once. Aquí, Usher es el padre y Ariel -otra vez ese nombre, esta vez interpretado no por Daniel Hendler sino por Alan Sabbagh-, el hijo. Usher es una figura paterna del Once, que dirige una fundación frenética a la que acuden multitudes a buscar ropa, ansiolíticos, carne y ayudas varias. Usher puede manejar todo a la distancia, también la vida de su hijo, al que vemos volver de Nueva York -donde vive, trabaja de economista y tiene una novia bailarina- a visitar Buenos Aires con un encargo específico y de último momento de su padre. Usher no sólo es una figura paterna múltiple, es más que eso, es una voz que controla desde el teléfono, y la disposición narrativa de la película lo vuelve inasible y omnipresente, lo que acrecienta su estatus de sombra -o luz- ineludible: aunque no lo veamos, Usher siempre está. Burman vuelve a la forma -al estado atlético, casi podría decirse-, a la cercanía de El abrazo partido, al manejo y la observación de calles y veredas del nuevo cine argentino, a la comedia existencial, a los chistes certeros con filo renovado. Y saca de la manga y exhibe un triunfo actoral: las resplandecientes performances de Sabbagh y Julieta Zylberberg y sobre todo su interacción, con una química extraordinaria y a priori improbable. Más allá de que sobre el final haya alguna información abrupta sobre los personajes que no queda del todo integrada, la narrativa de Burman pega un salto de calidad, o quizás haya vuelto al camino de la mencionada película, a ese que le permite integrar conflictos, intriga, narrativa, deriva, distancia, cercanía y cambios. Ariel, mientras espera, redescubre el barrio, un Once de una intensidad como solamente Usher podría haber dispuesto. Un barrio que es todo, cárcel y a la vez posibilidades constantes. En ese sentido, El rey del Once es la vuelta al pago y también una película de amor. De amor transpirado, en lugares descascarados, en pasillos atestados de objetos, en el fragor de la protesta y la ansiedad por un pedazo de carne para Purim. Usher, como cuando Ariel era niño, sigue definiendo la vida de su hijo. Y los movimientos de Ariel se tensionan sobre sus deseos, sus intereses, sus fastidios y las cadenas de favores del barrio. Y es asediado por las voces, la de su padre y también la de su novia que está en Estados Unidos. Ambos por llegar -o quizá no- son prácticamente sólo sonidos en su celular moderno. La desaparición de ese artefacto será clave: habrá en Ariel una nueva manera de escuchar, y no solamente por el nuevo (viejo) teléfono, sino porque, al escuchar menos, Ariel verá más, redescubrirá lo que lo rodea -lo que lo rodeaba antes de irse-, lo que lo reclama. El rey del Once quizá sea, a fin de cuentas, a su manera, una singular película monárquica sobre la herencia.
Volvió Rocky Balboa, el personaje. Esta vuelta es distinta: se produce a 9 años de Rocky Balboa, la película de 2006. Las otras habían estado más concentradas en el tiempo: 1976, 1979, 1982, 1985, 1990. La V fue un extraño derrape, ni el gris sufrido de los 70 ni el plástico incendiario de los ochenta. Rocky Balboa fue una despedida con nobleza. Pero Stallone y el boxeo tuvieron en 2013 un regreso insatisfactorio en esa fallida película co-protagonizada por Robert De Niro aquí llamada Ajuste de cuentas (Grudge Match). En Creed, Stallone cede el protagonismo y se convierte en algo así como un nuevo Mickey (Burgess Meredith, el entrenador de la primera a la tercera). De hecho, la edad de Stallone al hacer Creed coincide con la de Meredith al hacer la primera Rocky. Las Rocky son irrupciones de la biopic en lo que parece ser una vida en transcurso. Podría decirse lo mismo de casi cualquier serie de películas que vuelven al mismo personaje. Pero las Rocky son especialmente biográficas, y tienen la forma de una biografía que se va contando en capítulos. En Rocky Balboa y en Creed, además, también se hace presente el modo balance. Y la saga hasta se conecta con la situación en Estados Unidos y el mundo. Los setenta y los ochenta influyeron mucho en la estética y los temas de las cuatro primeras: la IV fue considerada el paroxismo de la era Reagan, y Rocky Balboa tomaba el mood de la crisis. Creed podría verse como una de las últimas películas de la era Obama en el cine. El protagonista no tiene hambre de empleo, tiene hambre de reconocimiento. El corrimiento de Rocky Balboa -de Stallone- del centro de la escena pero su permanencia ineludible rearma la serie, le da un nuevo comienzo. Se cambian las claves de lectura de Filadelfia, ciudad históricamente de gran población negra y clave para el país antes, durante y después de la independencia. Además, Rocky es de mucha relevancia turística para la ciudad: los escalones del Museo de Arte de Filadelfia son conocidos como los escalones de Rocky. Y también hay una estatua. No hay tantos personajes creados para el cine con una estatua en una ciudad, es decir, más allá de parques temáticos. Rocky es un caso muy singular de personaje que sigue vigente a 40 años de su debut. Y no hay remake, hay algo así como historia de vida intermitente. Y es saga, ya que estamos en los pases generacionales, en la nueva camada: aquí el protagonista es el hijo de Apollo Creed. De todos modos, hay algo también de refundación, con los escalones reemplazados por una extraña y casi alucinatoria secuencia de running con coreografía de motos diversas. Y vuelve el esfuerzo, la perseverancia y los logros que no siempre equivalen al triunfo. Y hay una recuperación de esa idea de poca explotación pugilística de las primeras, con escaso tiempo de boxeo. Pero Creed corre con la ventaja histórica, la del tiempo, de ser “la séptima de las Rocky”, de esa manera todo momento que no es de pelea se electrifica de forma previa con la promesa de la pelea. Además, el gran enfrentamiento del final, que ya sabemos que viene (la única Rocky de pelea final insatisfactoria fue la V), tiene una gran promoción en la propia película, porque el primer match que vemos es de un esplendor visual impactante, un plano secuencia que no solamente es un prodigio técnico y de actuación sino además un intensificador narrativo extraordinario. El relato hasta ese momento parece converger de forma centrípeta en esa secuencia, y después desplegarse otra vez, con una fuerza renovada. El director Ryan Coogler, que viene de una película previa como Fruitvale Station, demuestra que puede renovar, darle una fuerza especial a una saga que empezó cuando Gerald Ford gobernaba Estados Unidos. Coogler hace una película de formato de base clásica, pero a la vez se permite momentos de deriva, momentos de pausa, momentos que parecen detener esa línea que tiene un destino prefijado, el del enfrentamiento final. El trabajo de Coogler apunta menos a una forma homogénea que a un muestrario de secuencias de diversos tonos (la cuasi onírica de entrenamiento, las de entrenamiento más ásperas del gimnasio, las del drama familiar, las de romance en modo soñado, las de romance terrenal, las de amistad, la pelea corta sin cortes y la larga con cortes). La integración en una película consistente y coherente tal vez se haya logrado con una cualidad a veces escasa pero fundamental: la convicción para encarar un personaje inmediatamente reconocible. En ese sentido, la actuación de Stallone, de las más sentidas y a la vez sutiles de su carrera, junto con la de Copland- es también parte de los aciertos de la película. Rocky Balboa no necesita, a estas alturas, exagerar su identidad. Ya la conocemos hace tiempo.
Un gallo con muchos huevos nimación digital mexicana de gran taquilla, Un gallo con muchos huevos es la tercera de la serie luego de Una película de huevos (2006) y Otra película de huevos y un pollo (2009), de la gente de HuevoCartoon. Hay huevos que hablan, un tocino con ojos, gallos y patos que hablan y pelean, y gallinas que también cantan. El protagonista es el gallo Toto, que termina en el mundo de las riñas (más bien boxeo) de gallos para poder salvar la granja en la que vive. Un mundo de fantasía que se aprovecha a medias (o todavía a menos), entre referencias diversas y adocenadas a películas como Rocky, canciones ya usadas antes de forma parecida y varias líneas de doble sentido. Éste es el tipo de film animado de relato, antes que sencillo, de fórmula irreflexiva, escasamente imaginativa, casi desganada, con una asombrosa lentitud narrativa. Un gallo con muchos huevos es una de esas películas que, más allá de algunos detalles aislados en forma de chiste o de algún personaje simpáticamente absurdo (esos roedores que quieren comer pollo, los patos con onomatopeyas de historieta), ofrecen escuálidos atractivos. La animación, lejos de cualquier amateurismo, sufre de cierta fijación un tanto televisiva al pensar la mayoría de los planos de forma excesivamente centralizada.
Sobre un amor difícil, pero no imposible Como si se tratara de un homenaje a la primera adaptación al cine de una novela de Patricia Highsmith (Extraños en un tren, Alfred Hitchcock, 1951), Carol comienza con el sonido de un tren. Pero esta adaptación de Highsmith no es sobre muertes, sino sobre una historia de amor: no un romance veloz, sino un enamoramiento progresivo y profundo entre dos mujeres en la Nueva York de la década del 50. Una es Carol (Cate Blanchett) y la otra Therese (Rooney Mara), de diferentes edades y diferentes clases sociales. Esta historia es relatada por uno de los directores clave del cine contemporáneo: Todd Haynes, alguien que ha sabido construir una carrera de brillante eclecticismo, pero que ha sabido destacarse especialmente en dos líneas: la rockera (Velvet Goldmine, I'm not There) y el melodrama (Lejos del paraíso, aunque también Safe era a su modo un melodrama austero y moderno). Ahora, con Carol, vuelve a la inspiración sirkiana (por Douglas Sirk) como en Lejos del paraíso, pero, otra vez, agrega su mirada confiada y que confía en el espectador, su mirada que sabe hacer cine contemporáneo porque sabe releer el clásico y no simplemente citarlo. Un ejemplo de este procedimiento: la música de Carter Burwell habitual colaborador de los hermanos Coen es tan tenue como íntima, e inmediatamente reconocible a la segunda vez que aparece el leitmotiv: es una utilización clásica de la banda sonora, cero disruptiva, pero con una instrumentación que no se encuentra en los melodramas de los años 50 de Hollywood. Lo mismo sucede con la fotografía de Edward Lachman, de un esplendor en el color y en el brillo que obtuvo gracias a rodar en fílmico (en súper 16 mm). La luz y el impresionante diseño de producción nos llevan a los años 50, pero a unos 50 texturados desde el presente, adorados desde el amor de Haynes, un sentimiento que en su caso no abandona jamás la reflexión. En esa mezcla pasional e intelectual reside la parte de la sabiduría de Haynes: Haynes sabe, y sabe explotar ese tiempo del enamoramiento, un tiempo de prueba, de resiliencia, porque Therese debe conocer a Carol y también enfrentarse de forma temprana a sus problemas familiares. La primera mitad es un tiempo estratégico de la película, en la que Haynes construye los sentimientos hasta hacerlos emerger cada vez más y con ineludible proximidad en el segundo tramo. Su mano maestra para este manejo se sostiene, además, en el sublime trabajo de sus protagonistas (el de Rooney Mara no es un rol secundario, como creen en el mundo del Oscar), de las que si solamente viéramos sus ojos Haynes sabe también destacar las miradas ya entenderíamos sus pasiones. Carol es una de esas películas de apariencia inicial distante que sin que nos demos cuenta nos involucra en otra época, en otro contexto ese en el cual Patricia Highsmith tuvo que publicar su novela con seudónimo y nos ubica en medio de esta historia de amor que se sabe difícil, pero no imposible. Que se sabe, y con orgullo, esplendorosa, certeramente cinematográfica.
Crecer y madurar en el conflicto Orgullo de su familia y favorito de su abuela, el niño Eyad es intelectualmente brillante y veloz, ocurrente, voluntarioso. Ya de joven es admitido en la mejor escuela de Israel. Y allí es el único palestino, el árabe que debe aprender a convivir en un medio al principio extraño y también parcialmente hostil. Mediante un formato que mezcla géneros y subgéneros (comedia, drama histórico-político, comedia costumbrista, drama familiar, coming of age, etcétera) asistimos a su aprendizaje o, mejor dicho, a sus aprendizajes, a su relación con una encantadora chica judía, a su amistad con su compañero de cuarto... Y siempre, a la determinación y entereza de Eyad. La conflictiva historia de la región, las guerras, los controles militares y también los cambios en la televisión se cuelan intermitentemente en este relato muy abarcativo y muy ambicioso de Eran Riklis (La novia siria, El árbol de lima, Una misión en la vida). Guiada por esa ambición de trabajar muchos temas y conflictos, la película encuentra la manera de apostar a la velocidad y fluidez narrativas, que en ocasiones se llevan puestas la sutileza actoral y la credibilidad del paso del tiempo en algunos actores y actrices. La falta de profundización y la acumulación temática se resuelven mejor con las miradas entre los jóvenes y cuando la película se desata y acepta las formas del melodrama que la historia reclama (como en la interpretación literaria polémica en clase, o en la relación con la madre del amigo), más que en diálogos más informativos o demasiado conscientes de la trama histórica o del equilibrio del mensaje. En la adscripción intermitente al melodrama estaba probablemente la clave de la grandeza emocional que la película logra sólo por momentos, tal vez maniatada por su prolijidad, por cierto aire de asepsia de cine global, que le resta identidad a la vez que la hace inmediatamente atractiva y fácilmente consumible, pero limita su perdurabilidad y hace menos complejo su regusto.