Historia de una mujer perseverante Joy es una rareza: es un cuento de hadas, pero no tanto, una película biográfica que gira sobre la telenovela y la usa y descarta con conocimiento de causa; posee un tono artificial para contar el sueño americano basado en una historia real, y a la vez utiliza la realidad de la dureza económica y legal como frentes de tormenta para el personaje central: Joy, basada en la vida de Joy Mangano, inventora, vendedora, emprendedora. Estamos ante una familia intensamente disfuncional: padre y madre de Joy divorciados, Joy divorciada, pero su ex marido sigue viviendo en el sótano y su padre regresa a la casa. Joy además tiene hijos, una medio hermana y una abuela-hada que narra por encima de la historia. David O. Russell se permite exageraciones estilísticas diversas, en decorados, en intensidad de personajes y actuaciones, en la entrada de la música (lo mejor es la utilización del piano de "Racing in the Street", de Bruce Springsteen), en los ascensos y caídas abruptos del triunfo y la esperanza. Así, la película tiene algo de ritmo cortado, y por último de estiramiento anticlimático. Cuando su arco narrativo, su humor y hasta su energía parecen haber llegado a una cumbre, Joy y Joy sufren un twist más del destino, por lo que el relato tiene un sobrante que lo debilita. Más allá de esta insatisfacción final permanece la comprensible fascinación del director David O. Russell con Jennifer Lawrence (una actriz de recursos aparentemente inagotables a la que dirige por tercera vez), la química de Lawrence con Bradley Cooper (cuarta película juntos), la sobriedad de De Niro y el venezolano Édgar Ramírez, y el show histriónico de Isabella Rossellini, Virginia Madsen y Diane Ladd (esta es una película en la que los personajes femeninos controlan las escenas). Y permanece, además, el sueño americano como fuerza inagotable para el cine, que en este caso transmite su poderío de forma intermitente, a esos mejores momentos de la despareja Joy.
En remolinos McKay ya tenía un lugar ganado en el cielo de la excentricidad brillante -de la comedia, del cine- con las Anchorman. Mediante La gran apuesta (The Big Short) hace justamente eso que dice su título en castellano. Porque este es un salto singular, un planteo múltiple, un cine vibrante, arriesgado, un cine de director cabal, responsable, tan serio que apuesta a la risa. El tema: la crisis financiera 2007-2010, la burbuja inmobiliaria de EE.UU., el impacto de los manejos o desmanejos fraudulentos. Y, sobre todo, la historia de los que se dieron cuenta de cómo venía el asunto, y aplicaban la lógica ante una dinámica demencial que hacía que ellos se vieran como los dementes, etc. Un juego de aparentes bravuconadas, bravuconadas reales, caretas que caen y otras que se mantienen con cinismo o con resignación. Un mundo en el que los millones sufren ascensos y caídas vertiginosos, un mundo que no existió siempre de esta manera y que quizás colapse, o que colapsa a cada rato. La gran apuesta transmite como pocas otras películas (El lobo de Wall Street es una referencia inmediata, también por la presencia burbujeante de Margot Robbie) ese vértigo, ese riesgo, ese juego de tahúres que se da por sentado, por normal o por normalizado. Pero no estamos ante el frenesí de la película de Scorsese, ni ante el retrato -más fascinado que fascinante- de los grandes peces de Wall Street en las películas con ese nombre de calle de Oliver Stone. El precio de la codicia (Margin Call) de J.C. Chandor, con su ánimo explicativo, podría ser más cercana. Pero la ambición de McKay va por el lado de explicar lo aparentemente inexplicable en un film. Y de dotar de imágenes, y de comedia de alto nivel de descentramiento -eso también eran las Anchorman- a un tema a priori muy complejo para los profanos. McKay se ríe de la terminología, y se preocupa por explicar -a veces por simplificar a gran velocidad- con recursos disruptivos como miradas a cámara, actings de famosos en modo cameo festivo o incluso un final posible o deseado pero no real. Para lograr lo generalmente solucionado a pura molicie -viene a la memoria la sempiterna ilustración en imágenes de cualquier cosa financiera con el contador billetes en los noticieros- McKay utiliza las secuencias con un ritmo nada estable aunque siempre conjugado con la estridencia, el ruido, el grito, el festejo, la caída, la intensidad y la canchereada. Casi nada de esto debilita al relato sino al contrario, porque aquí, de alguna manera un tanto inasible aunque notable, hay algo así como un corazón cinematográfico, un amor y una dedicación evidentes puestas en la narración de una historia vista desde el lado del absurdo y una gran capacidad para ensamblar actores en tonos distintos. Las estrellas implicadas no dicen igual, no enfatizan igual, no apuestan igual, con el mismo norte, como si se les hubiera dicho que se preocuparan por diferenciarse. Lamentablemente Brad Pitt juega -otra vez, como en 12 años de esclavitud- el rol de la claridad y la bondad ideológica, aunque aquí es mucho más convincente. Christian Bale y Ryan Gosling exageran, uno de forma más grunge, otro de forma más babosa o resbaladiza, y encuentran la manera de realzar cada secuencia de este artificio que no pide permiso, de esta película loable en su desacuerdo con los modos dominantes (hay algo de hermandad con Mad Max en este frenesí fílmico). El personaje de Marisa Tomei, con muy pocos minutos, es algo así como la respuesta normal a su marido, interpretado el crucial Steve Carell, el vórtice de este remolino. Y Carell, enardecido, nos ofrece uno de los mejores gritos de comedia intolerante en mucho tiempo, que dice algo así como: “¡toda esta gente que camina por la calle parece estar actuando en un video de Enya!”. McKay confirma lo que ya sabíamos, que es uno de los fundamentales. Pero ahora se lo dice a más gente, a toda aquella que no considera suficiente a la comedia. Que lo haga con una comedia expansiva sobre una tragedia explosiva, o al revés, es parte de su maestría.
Cómo contar Tarde pero seguro (bah, en un avión), vi Steve Jobs de Danny Boyle. Después de la bastante catastrófica Jobs de Joshua Michael Stern con Ashton Kutcher de 2013, este proyecto sobre Jobs necesitaba con claridad una salida, preferentemente por arriba del laberinto de la fórmula del biopic tradicional. Y así fue que sobre el libro de Walter Isaacson Aaron Sorkin planteó una concentración dramática en tres actos de una vida. No, no una vida, esa es la notable gambeta de Sorkin y Boyle: la concentración es en tres momentos que definen una personalidad fílmica, tres momentos de antes de, tres momentos de estrategia profesional, interrumpida a cada rato por los daños, sobre todo emocionales, que el genio iba dejando a cada paso. La pintura de Sorkin y Boyle oscila entre el monstruo bigger than life y el genio bigger than life y el cretino bigger than life. La verdad, o lo que sea que se le parezca y se presente vestida de tal cosa, se construye a los gritos, a las recriminaciones, a los conflictos, a las presiones, a los ajustes de cuentas. Steve Jobs es una película que concentra, en casi nada, todo, que exagera, que cuenta con la posteridad como prueba de las intensidades a las que apuesta. Una apuesta, más que simple, concentrada y pensada con acierto, de forma certera. Una película hecha con la decisión de su personaje protagónico. Y con actores -Fassbender, Winslet, Rogen- que se notan satisfechos de estar bien escritos. Zootopia tiene dos directores, Byron Howard y Rich Moore, y un co-director, Jared Bush. Y ostenta ocho personas en el departamento del guión. Ocho. Y, a diferencia del unipersonal de guión de Sorkin para Steve Jobs, la narrativa no hace cohesión. El look visual animado de Zootopia es deslumbrante, los pelos, los movimientos y los gestos de los animales 3D digital son un prodigio. Los chistes son muy destacables (el timing perezoso, por ejemplo), el ritmo está sostenido y apuntalado desde muchos ángulos, hay canciones, los personajes están bien delineados, hay de todo, y mucho, como hay muchos guionistas. Sin embargo, todos esos elementos se tambalean parcialmente porque la historia que se cuenta se va armando como un mecano, se agrega una pieza y luego otra, y lo que une todo el paquete -brillante y con buenos de chistes, como se dijo- es alguna idea general sobre la convivencia y una puesta en ácido de la corrección política en extremo. Pero esa tensión del arco narrativo que se maneja a la perfección en Steve Jobs está aquí ausente, o quizás demasiado distribuida entre muchas cabezas que escriben. Una película con tremenda tensión en el arco narrativo es El desconocido de Dani de la Torre, recientemente exhibida en el ciclo Espanoramas, y que en un contexto más diverso de la distribución debería tener su estreno comercial asegurado. El desconocido es un thriller filmado con el aplomo de alguien que vio y comprendió el cine de Michael Mann, que seguramente también conozca y valore el cine de Fabián Bielinsky, y que sabe sacar lo mejor de sus actores (además de Luis Tosar, son en extremo certeras y prodigiosas Elvira Mínguez y la adolescente Paula del Río). Dani de la Torre no sólo sabe filmar con tremenda eficacia la acción y las amenazas en un coche y alrededor de él -un poco como Speed de Jan de Bont- sino que además sabe integrar el territorio de la ciudad de La Coruña a su mapa particular del relato. Lástima que le hayan puesto tanta música y una bajada de línea bienpensante y explícita sobre el final. Pero acá hay definitivamente un director a seguir.
El origen de un clásico, en un film ambicioso Basada en el libro de 2000 de Nathaniel Philbrick que contaba el hundimiento del ballenero Essex en el siglo XIX y sostenida también -y engalanada- con el origen de Moby Dick de Herman Melville, En el corazón del mar es una película de tremendas memorias marítimas que no quieren emerger con facilidad, y también es una película sobre economía americana del siglo XIX, sobre las clases sociales, la luz, la escasez, el valor, el coraje, el respeto y un largo y ambicioso etcétera. Además, aunque de forma un tanto esquemática, el film tiene cosas que decir sobre la cocina de la literatura, con ese joven Melville interpretado por Ben Whishaw. Pero, sobre todo, es una película sobre aventuras en el mar y sobre la supervivencia. Cuando el relato sigue esa línea es fascinante: cada búsqueda de ballenas, cada cacería, cada tormenta, es un ejemplo de aprovechamiento de la tecnología digital en función de la espectacularidad no reñida con la inteligibilidad de las acciones. La película se mueve en el agua de forma grácil y convencida, bien plantada en la velocidad de las acciones en alta mar. Trabajo mortal Ron Howard demuestra una vez más que en ese ritmo sostenido se luce. En las superiores El diario y Frost/Nixon, con la velocidad de sus diálogos, o en la memorable Rush: pasión y gloria con las carreras, Howard brillaba (y, por el contrario, encallaba en cosas como El código Da Vinci, Ángeles y demonios o Una mente brillante). Director impredecible, Howard ha mantenido desde sus inicios una relación fluida con las posibilidades tecnológicas, desde hace décadas. Lo desparejo de su carrera se pone de manifiesto en En el corazón del mar, en la que los diálogos centrados en el trauma del marinero que recuerda, y la interacción entre Owen Chase (Chris Hemsworth, un actor de una fotogenia y presencia descollantes) y su mujer tienen cierto óxido, mientras que las interacciones del propio Chase en el barco con George Pollard (Benjamin Walker) y Matthew Joy (Cillian Murphy) son ejemplos de brío y fluidez. Afortunadamente, la película se centra mucho más en el mar y la supervivencia -y apenas de costado, en la obstinación que regía a la Moby Dick de John Huston- que en las escenas más intimistas. Incluso las conversaciones laborales sobre navegación y negocios marítimos tienen una potencia que se iguala con las dedicadas a las aventuras en el mar. Esto indicaría que Howard es otro director estadounidense que se enciende especialmente en el mundo del trabajo, ya sea el de un periodista y el de un político, el de los corredores de autos o el de marineros en busca de grasa de ballena.
Pases diabólicos en Colombia Un señor estadounidense de treinta y pico de años, viudo y con una hija de 18, llega a Colombia con su prometida, que habla con un fuerte acento inglés. Allí se encuentra con su hija y con la hermana periodista de la esposa muerta. Y con un camarógrafo colombiano que anda noviando con su hija. Hay un conocimiento del español no equitativamente repartido entre este grupo de gente, que encara un viaje caprichoso de Bogotá a Medellín por un camino doblemente caprichoso. Hay un accidente bajo la lluvia filmado de manera decorosa, incluso con cierto atractivo. Gente lastimada y perdida que llega a una casona que luce tenebrosa, aunque con buenos cimientos. Y sí, hay una presencia diabólica. Y un posterior pase de malignidad en una danza entre personajes que importa poco. La enésima película de terror estrenada en este 2015 no pertenece al escuálido grupo de las destacables del género. Ésta es de las que ofrecen actuaciones mediocres y sin sentido del humor, de las que intentan asustar con las presencias detrás de las puertas que se cierran, los pelos sobre la cara y las voces mutantes, de las que empiezan con un sueño totalmente innecesario. A su favor hay que decir que La cabaña del Diablo (¿cabaña?) no es del todo espástica en su narrativa.
Borrón y cuenta vieja Star Wars VII es, al mismo tiempo, una extraordinaria puesta en valor y una negación de las ideas que el creador de la saga expuso en los episodios I (La amenaza fantasma, 1999), II (El ataque de los clones, 2002) y III (La venganza de los Sith, 2005). Una rebelión pautada y a la vez la reafirmación de la permanencia de los episodios IV (La guerra de las galaxias, 1977, luego rebautizada “Una nueva esperanza”), V (El imperio contraataca, 1980) y VI (El regreso del Jedi, 1983). Un trabajo cumplido casi a la perfección y a la vez una renuncia a cualquier innovación. Y, por sobre todas las cosas, la reafirmación -una vez más, por si hiciera falta- de la estatura artística de J. J. Abrams y a la vez la dilución de su identidad. Vamos por partes. La trilogía I, II y III, dirigida por el propio George Lucas, tuvo altos componentes de decepción: personajes objetados casi furiosamente, elecciones de casting caras y poco creativas, narrativa arenosa. Pero, sobre todo, se trataba de una apuesta conceptualmente errónea. La intensa digitalización absurda del mundo de Star Wars -o, en otros términos, su antibazinianismo irreflexivo- hizo que estas películas se vieran falsas e “intocables”, hasta con innecesarias frutas digitales mal resueltas. Esa digitalitis -que el III sufrió un poco menos- contagió también, con modificaciones y retoques innecesarios, a los episodios IV, V y VI, relanzados en “ediciones especiales”. Había además, en las precuelas, una suerte de ostentación de casting, de mostrar “mirá a todos los que puedo contratar” antes que una elección arriesgada de gente que no fuera estrella (y cuando se salía de ese libreto, con Hayden Christensen por ejemplo, se fallaba). A diferencia de los episodios IV, V y VI, los I, II y III tres no convirtieron a nadie en estrella. El VII muy probablemente, casi con seguridad, ya lo ha hecho. Por otro lado, Lucas aparentemente creía que el grueso del público de Star Wars quería saber cómo se había llegado al universo de la trilogía original. Pero el público, evidentemente, y lo demostraron las recaudaciones menores de la II y de la III que de la I, quería otra cosa: la reactivación de la historia detenida al final del Regreso del Jedi. La película de J.J. Abrams ignora galácticamente las precuelas, y más allá de la distancia en términos de historia con respecto a la III, es muy significativo que no busque integrarse con ellas. Si El despertar de la fuerza es una remake general y una puesta al día del universo de Star Wars, lo es de las IV, V y VI que, producidas entre fines de los setenta y principios de los ochenta, han quedado mucho más vigentes que las I, II y III, antiguallas de digitalismo rudimentario de fines de los noventa y comienzos del nuevo siglo. Lamentablemente Abrams -en uno de las escasos yerros de su película- incurre en el digitalismo vaporoso hologramático -para peor, en su versión Andy Serkis- con el personaje de Snoke. A diferencia de su gran trabajo de reelaboración cromática y rítmica de las dos Star Trek, en donde puso vida cinematográfica en donde casi no la había, en esta Star Wars Abrams -sí, mantiene unos cuantas luces que dan de frente en el objetivo- hace un trabajo más undercover: la puesta en movimiento de un gigante que estaba aletargado desde mediados de los ochenta. Abrams ya había demostrado que podía ser magistral y desde, sobre y con el espíritu del cine de los ochenta con Súper 8. La nueva Star Wars es un negocio recíproco: Star Wars usa al mejor director mainstream surgido en el siglo XXI, que a su vez tiene el privilegio de despertar a la fuerza de forma convencida y convicente. Si a eso se suma que volvió al guión Lawrence Kasdan, estamos ante una ganancia generalizada para el cine de presupuesto gigante. El despertar de la fuerza es una de esas películas en la que los creadores a cargo saben que se trata de una obra colectiva, mayor a la suma de las individualidades, en la que el brillo del uniforme de los stormtroopers formados en la obvia disposición de acto fascista es también parte fundamental de la propuesta. Abrams, con esta película, resigna cualquier búsqueda de originalidad en aras del rescate emocional y hasta táctil de una galaxia que había quedado muy lejana, tapada parcialmente por las tropelías de las precuelas. Y, al hacerlo, más que diluir su identidad lo que hizo es reafirmarla, al demostrar que su individualidad creadora está hecha, en buena parte, de esas películas, de las tres que hicieron perdurable a este gran invento de Lucas de los setenta.
Intermitente y con precisión actoral un anciano empieza a vivir realidades y angustias asociadas con su vejez: no puede conducir su auto, sus miedos y hartazgos florecen, su historia como inmigrante judío proveniente de la Europa del nazismo vuelve a la superficie. Las preocupaciones de su familia por su estado general, sus achaques, sus formas malhumoradas y taciturnas. El señor Kaplan necesita compañía, un chofer, un cuidador, alguien: y aparece el nada rutilante Wilson (Néstor Guzzini, tan sufrido y bonachón como en Tanta agua), un personaje al borde de la catástrofe personal. Kaplan se obsesiona con otro anciano que él considera que puede ser un nazi, de los escondidos en América del Sur. Y esto da pie a un seguimiento rocambolesco con algo de misterio. Kaplan y Wilson son una pareja que podría haber hecho de esta película una buddy-movie -lo es parcialmente- atractiva y cabal, porque de su interacción y de su inadecuación al mundo surge lo mejor de Mr. Kaplan, como por ejemplo ese velorio que termina en huida. Pero la película es intermitente: en su ritmo, en su tono, en la precisión actoral (por momentos algunos doblajes y algunas acentuaciones en los diálogos no hacen sistema), en la oscilación de preponderancia entre los protagonistas. También en la fluidez general, que se ve afectada por flashbacks y por algunas explicaciones e informaciones un tanto directas, sobre todo al final, y en la intermitencia en la eficacia de la comicidad. Mr. Kaplan comparte cierto tono con Whisky, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll; Norberto apenas tarde, de Daniel Hendler; La perrera, de Manuel Nieto Zas, y la mencionada Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge, películas de diferentes realizadores uruguayos que, aun con sus notables diferencias, perfilan un tipo de humor asordinado que bien puede ser una marca, una señal de denominación de origen.
La milonga del amor Germán Kral (Música cubana, El último aplauso) hace una película de tango. O, mejor dicho, una película de amor. Con mayor precisión, una película sobre una pareja, lo que no siempre significa "de amor". La historia de esta pareja y de sus desencuentros se hace fuerte y por momentos convierte esta película en un tango de especial amargura. Esta es la historia de Juan Carlos Copes y María Nieves, de su romance, de cómo quedó trunco y unas cuantas cosas más, con preponderancia en el punto de vista de ella. La historia de su encuentro, del ascenso profesional, del pasado de estos bailarines insoslayables y del pasado del género y de Buenos Aires. Las declaraciones, sobre todo las más abundantes de María Nieves, tienen el poder del pensamiento sedimentado, y tienen mucha potencia epigramática aun en el dolor y la incomodidad. Las de Copes son más inmediatas, en un punto más reveladoras, pero de menos poder reverberante. Es cierto que algunas entrevistas cargan con cierta rigidez, con cierta evidente "actuación", pero el defecto se atenúa frente a la pertinaz vocación narrativa de la película. Kral, desde una estructura que esquiva el piloto automático, combina el documental con la ficcionalización intermitente, y la disuelve, y dispone escenografías en varios tiempos y filma bailes para la ocasión, además de apelar a un archivo impecable. Y si se anima a los planos aéreos de la 9 de Julio no es por caer en el lugar común de película porteña y de tango, sino porque está convencido de su tema y de la belleza de estas imágenes de una avenida que no es igual a la de hace décadas. Tampoco es igual el tango ni el tiempo del baile y de la relación de Copes y María Nieves. Y Kral no esquiva el cambio ni tampoco el pasado. La nostalgia no se elimina, pero no domina: lo inexorable es lo que es, pero no hay aquí fatalismo. Las imágenes de Un tango más están curiosamente cargadas de futuro.
Un documental con justicia y poco cine Documental que parte de la resistencia de un grupo de vecinos de Berazategui frente a la posible instalación de una subestación eléctrica y al peligro de contaminación por electromagnetismo, que afirman que ha generado decenas de muertos y enfermos en Ezpeleta, y que estudios de impacto ambiental concluyen en sus fuertes efectos perniciosos sobre la salud. Mariposas negras, en modo registro cotidiano de la lucha, la preparación de las manifestaciones, los cordones policiales, las declaraciones de quienes investigaron el caso de Ezpeleta y de los afectados, logra eventualmente una cercanía de informe urgente, pero esa realidad que emerge se diluye ante declaraciones de gran insistencia que terminan en estancamiento narrativo. La vida diaria en detalle de los vecinos, las protestas, las murgas, las caminatas y las mediciones de campos magnéticos derivan menos en historias de vida que en cierta redundancia. La búsqueda de justicia e incluso el tener razón no necesariamente elevan un material mayormente periodístico con exceso de musicalización a la categoría de cine, por más que algunas imágenes aéreas y las mariposas negras insertadas logren cierta singularidad.
Regreso con muy poca gloria Coproducción chino-franco-belga hablada en inglés y con el sello de la factoría Besson. Mejor dicho, con lo menos atractivo de la factoría del prolífico Luc. Esto no es Lucy, con Besson involucrado a mayor nivel. Esto es un reboot de El transportador, y para reemplazar a Jason Statham pusieron al flaco Ed Skrein (de Kill Your Friends), que no encuentra el tono y es hasta payasesco en su andar y su anhelo de ser canchero. Toda la película es así, con la excepción de la explosiva secuencia final y del irlandés Ray Stevenson, un señor con clase, y look Russell Crowe, que interpreta al padre del protagonista. El transportador recargado quiere y casi nunca puede ser trepidante; quiere y no logra tener gracia, y renuncia a su alma en aras de una puesta en escena publicitaria, pero no de productos exclusivos, sino más bien de segundas marcas. Cine de sustitución de Hollywood sin ideas, con acción sin cerebro y con escasa nobleza. Tampoco hay capacidad para hacer creíble el paso del tiempo, ni reflexión acerca de la musicalización, ni para dejar nada libre de obviedad (cada gesto y cada diálogo se refuerzan hasta la agonía). La excusa para el desarrollo argumental con requiebres vuelteros es una venganza de mujeres contra sus explotadores y esclavizadores, liderados por un proxeneta ruso muy malo. Todo con paisajes lujosos, mucha cadenita, coches caros, pelucas platinadas y fundidos a negro que evitan desnudos.