Melodrama magistral. Berlín, inmediata posguerra de la Segunda Guerra Mundial, nada menos. Nelly Lenz es una judía alemana que ha sobrevivido a un campo de concentración y a dos balazos en el rostro, y que atraviesa una traumática cirugía estética. La intervención tiene como objetivo que Nelly sea lo más parecida a como era antes de las tragedias experimentadas. Luego de la convalecencia es ella misma, pero un rostro reconstruido desde la destrucción extrema no deja de ser un rostro nuevo. Nelly tiene una determinación (y Nina Hoss tiene una sobria fiereza para transmitirla): reencontrarse con su marido Johannes ("Johnny"), un músico que quizás haya tenido que ver con su captura por parte de los nazis. Desde este punto de partida, Christian Petzold construye un melodrama óptimo, un melodrama de cineasta cabal, de artista contemporáneo en pleno uso de sus facultades. Dentro de una filmografía que entre otros elementos ha aportado relecturas del cine clásico estadounidense (por ejemplo, Jerichow, de 2008, se conecta con El cartero llama dos veces), Ave Fénix es algo así como la "versión Petzold" de Vértigo. La película clave de Hitchcock revive en la historia de Nelly, y el "de entre los muertos" -que fue en varios países el título de estreno del film del británico en 1958- se ajusta con justeza a la propuesta de Ave Fénix. Petzold apuesta para su relato (coguionado por Harun Farocki) por el tremendo peso de la historia, que para el armado de la tensión tiene tanta o más relevancia que el romanticismo y la obsesión. En ese sentido, la potencia melodramática de esta película se nutre de diversas fuentes, y el cauce que provee Petzold es el de una narrativa que opera desde cada detalle en función de un todo de extraordinaria cohesión. Aprovecha para ello cada amenaza nocturna, cada retorno del trauma, cada acercamiento a tientas, cada claroscuro vital, cada recuperación de la cercanía entre esta pareja separada por las circunstancias más extremas. El cineasta trabaja sobre la complicadísima relación de un hombre y una mujer que deben (re)conocerse, y por ese camino intensifica de manera casi imperceptible -pero decidida, persistentemente- su relato, recorta los bordes y se concentra progresivamente hasta llegar a un final de extraordinaria potencia sin necesidad de explosión o estallido de ningún tipo. Ave Fénix es una película de una depuración extrema, que construye su emoción, su suspenso y su pasión con armas inobjetables, precisas, para llegar a una secuencia final admirable, que -como todo gran relato- no sólo es de una inteligencia resplandeciente, de esa que no necesita alardear su condición, sino que además realza todo el certero camino narrativo previo.
La tetralogía perdió el filo en su segunda entrega. Luego de una muy buena primera entrega (fluida, con sentido de la aventura, límpida), la serie Divergente entrega una segunda parte decepcionante. Sí, todavía queremos saber cómo se resuelve el destino de esta sociedad segmentada y ultraorganizada del futuro. Sí, Kate Winslet es una gran villana y Miles Teller sabe ser sinuoso. Sí, la protagonista Shailene Woodley tiene notorio encanto y versatilidad, acorde con el personaje. Pero la narrativa de Insurgente es chirle desde el principio hasta el final. Hay uso y abuso no sólo de pruebas virtuales, sino también de sueños que explican lo que después igual se explica otra vez, música que imita a la de las Batman de Nolan -también en exagerar lo trepidante, que no se traduce a la acción- y una acumulación hasta ridícula de salvaciones en el último segundo. Insurgente nos lleva a preguntarnos qué fue lo que pasó entre una y otra entrega. Y lo que pasó fue que cambiaron el director, los guionistas, el director de fotografía, el compositor y hasta a uno de los montajistas. Es decir, un cambio demasiado fuerte de conductores, que demuestra -una vez más- que las películas son mucho más que una marca a la que se le suman actores y producción. El director de Divergente, Neil Burger, iba a dirigir Insurgente, pero declinó hacerlo ante el apuro con el que se planteó la secuela. Y entró el alemán Robert Schwentke, que ya con Plan de vuelo, con Jodie Foster, había probado que la narrativa fluida no era lo suyo. Le salió mejor Te amaré por siempre, una romántica con Rachel McAdams y Eric Bana. Puesto frente al desafío de la acción futurista de Insurgente, Schwentke apenas consigue imágenes trepidantes y no logra que funcionen las secuencias. Por ejemplo, en el escape inicial no resuelve el verosímil de las velocidades de malos y buenos en la persecución, y en todo el relato la puntería de los tiradores es demasiado arbitraria. Por otra parte, la -poca- acción que hay en la película se siente forzada. Y esto es así porque consiste, básicamente, en cambios de lógica sobre quién tiene el poder en cada situación en que se enfrentan dos grupos. Mientras tanto, entre explicaciones y más explicaciones, se busca a un sujeto "divergente" que pueda ser capaz de abrir una caja cifrada con un mensaje. Y es obvio, y está claro desde el principio, y este asunto podría haberse concentrado en pocos minutos, pero se estira para que Insurgente sea una película de dos horas y no una sola secuencia. La lógica de las trilogías y la velocidad para explotar una marca se han cobrado una nueva víctima cinematográfica.
Canciones y emociones azucaradas. Escrita y dirigida por Dan Fogelman -guionista de Loco y estúpido amor, Cars y Enredados -, Directo al corazón es una ópera prima cargada con conocimiento heredado. El conocimiento es industrial, de las tradiciones menos filosas y de la variante azucarada. Ésta es una película convencida de jugar emocionalmente fuerte, pero dentro de las variables de digestión más sencilla. Danny Collins, el protagonista y título original del film, es un cantante veterano, con todo el brillo de piel tostada, camisa desabotonada y accesorios que es capaz de portar Pacino en variante histriónica pero sonriente. Cuando recién empezaba, Danny recibió un mensaje que no le llegó cuando debía llegarle. Y su carrera podría haber sido muy distinta: quizás ese mensaje -de John Lennon, nada menos- lo habría llevado por otros derroteros, distintos a los de repetir de forma frenética un hit que debe estar entre lo más pegadizo de la historia de las películas sobre cantantes añosos. Danny está cansado, en crisis, y la carta lo hace cambiar de crisis y de energía. Y conoce y quiere conocer a gente nueva y a gente que tendría que haber conocido antes. La película corre el riesgo de desbarrancarse por completo y coquetea con abismos argumentales y de tono blandengue en varias ocasiones. Pero se mantiene rítmica, tensa argumentalmente y -no demos más vueltas- mayormente encantadora. Directo al corazón atraviesa sus propias trampas -las enfermedades, las recaídas forzadas- con una determinación inusual, con una convicción que contagia. Todos los involucrados transmiten confianza en el gesto, por más que algunos de esos gestos se podrían haber evitado con un guión más sobrio. Pero la sobriedad y la medida no son los fuertes de este relato; sí el maximalismo emocional y tal vez emocionante. Pacino está en modo expansivo-simpático; Christopher Plummer, en modo sabio y con frases contundentes; Annette Bening deslumbra con su fotogenia y con su capacidad de devolver diálogos filosos -ya lo había hecho con Kevin Costner en la insoslayable Open Range-, y Jennifer Garner y Bobby Cannavale remontan con entereza las mayores dificultades del planteo narrativo. Directo al corazón tiene una astucia endiablada para decir -siempre con toneladas de dulce, aunque con claridad- que el dinero soluciona muchas complicaciones. Y, mejor aún, ésta es una película musicalizada con canciones de John Lennon. Allí donde otros films de su misma clase industrial suelen abusar de música anodina, aquí hay grandes hits de Lennon solista. Para cuando llega la inoxidable "Instant Karma", la película, con un cierre felizmente sintético e inesperado, quizás hasta haya conseguido contagiar su alegre optimismo. Efímero, pasajero y un tanto atolondrado, sí, pero genuino, es decir, con azúcar real, de la dulce.
Débiles poderes. En esta ocasión, Barbie "interpreta" una vez más a una princesa que se debate entre las obligaciones protocolares del reino y sus sueños. La actriz-juguete animado se llama Kara, pero también Súper Sparkle, porque esta nueva entrega es de superheroína (gracias a un beso de mariposa mágica). También hay un varón-barón malo y una prima con la que Barbie no se lleva bien. Hay enseñanzas básicas, algunas canciones, intentos de humor y mucho color saturado. Con respecto a la Barbie modelo 2014 (Barbie y la puerta secreta), Barbie Súper Princesa es un paso adelante: la animación es más fluida y la narrativa es menos desarticulada, incluso hay más variedad de ángulos en los encuadres. Pero para que estos productos en serie tengan una jerarquía y una inventiva propiamente cinematográficas todavía falta un buen trecho.v
Sobriedad y fortaleza. En primer lugar, por delante de todo lo demás, hay una actriz extraordinaria llamada Julianne Moore, una belleza de más de 50 años, de una fotogenia y una versatilidad notables. La carrera de Moore comenzó a despegar cuando ya había cumplido los 30 años, con La mano que mece la cuna (Curtis Hanson, 1992). Moore es una de las cuatro personas que han ganado premios de actuación en los tres grandes festivales, es decir, Cannes, Berlín y Venecia. Los otros que han logrado la proeza son Sean Penn, Jack Lemmon y Juliette Binoche. Pero hasta hace unas semanas Moore era la única de ese selecto listado que no tenía un Oscar. Ahora ya lo tiene, y lo merecía. Sí, seguro que lo merecía también -todavía más- por Safe y Lejos del paraíso, de Todd Haynes. y por Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson. Y tal vez por algunas otras. Pero lo ganó por Siempre Alice, la película en la que hace de lingüista prestigiosa, casada y con tres hijos adultos, a la que le diagnostican Alzheimer. Había una cantidad enorme de riesgos en el planteo del film, pero Glatzer y Westmoreland -la dupla de Quinceañera- trabajaron el guión y la puesta en escena con bienvenida sobriedad, y no hundieron las secuencias con el peso de truculencias típicas de muchas "películas de enfermedades". Eligieron una narrativa calma y tersa para contar un drama fuerte, y con esa decisión la película se fortalece notablemente. No hay desesperación estilística, no hay gritos visuales en los planos, no hay torpezas, como desorientar abusivamente la cámara cuando la protagonista pierde memoria espacial. Es cierto que la música subraya en exceso y está de más, y que alguna secuencia puede ser demasiado ilustrativa y didáctica, como la de la conferencia cerca del final. También es indudable que la comparación con Safe -otra película sobre una enfermedad centrada en Julianne Moore- no favorece a la más convencional Siempre Alice. Pero una película fluida, contenida, empática sin ser invasiva acerca de una enfermedad degenerativa es una ocurrencia bastante singular. Y la propuesta adquiere un relieve y un brillo particulares al apoyarse en tres actores cabalmente cinematográficos -de los que no necesitan excesos en el gesto, de los que dominan el plano con prestancia, de los que seducen con confianza- como Moore, Alec Baldwin y Kristen Stewart.
Un romance para deplorar. De las varias películas románticas basadas en novelas de Nicholas Sparks hay bastante consenso en que la mejor -o la más aceptable- es Diario de una pasión, de 2004, protagonizada por Ryan Gosling y Rachel McAdams. Allí un joven pobre y una chica rica se enamoraban y las diferencias sociales los separaban. La película se contaba en dos tiempos y había un beso bajo la lluvia. En Lo mejor de mí, un joven pobre y una chica rica se enamoran, y las diferencias sociales los separan. La película se cuenta en dos tiempos y hay un beso bajo la lluvia. Pero la repetición de historias y fórmulas no debería cegarnos. El problema -la tragedia para el cine- que representa Lo mejor de mí no es que repita, es que es una abominación en toda regla: cursilería sin imaginación alguna, ridiculez para mostrar apasionamiento (ese pantalón puesto en la escena de cama), malos que fueron rechazados en los cómics por ser demasiado caricaturescos, actores que no pueden disimular líneas de diálogos imposibles en el siglo XXI, capas y capas -y más capas- de situaciones trágicas de un nivel de arbitrariedad y absurdo que hablar de golpes bajos es ser injusto con otros golpes bajos. El abuso de movimientos de cámara irrelevantes, los encuadres melifluos y el hecho de que los actores que interpretan a los personajes de James Marsden y Michelle Monaghan cuando eran jóvenes no se les parezcan se convierten en detalles involuntariamente cómicos.
Un thriller sobre comer o ser comido. La primera secuencia de Naturaleza muerta deja en claro que el director Gabriel Grieco vio Scream, de Wes Craven, que a su vez era una película que había mirado otras películas. Pero lo destacable de la primera secuencia de Naturaleza muerta es que, además de citar y homenajear, demuestra un manejo seguro de la cámara y, sobre todo, de la amenaza del fuera de campo. Luego de eso se establece, con brevedad y contundencia, el conflicto de la periodista que protagoniza el film. Y llegan los títulos, con color y hasta lógica -la salida de la ciudad, la frustración- de road movie norteamericana de los años 70. Lo que sigue lamentablemente no está a la altura de este comienzo: un thriller sangriento con psicópata y discurso vegano acerca de una posible venganza animal. Su mayor defecto es girar en falso y en demasía sobre premisas endebles de investigación, con las razones de los sospechosos expuestas con demasiada rigidez y didactismo. La narración se debilita cuando se siembran con torpeza casualidades y encuentros de pistas, y sobre todo cuando se pretende más misterio del que puede proporcionar un punto de partida atractivo, pero que no ofrece en la película mayor elaboración ulterior: asesinatos contra ganaderos y/o carnívoros. De todos modos, la capacidad de la película para explotar su tema aporta algunos diálogos que podrían haber sido el modelo y no la excepción: la de la periodista (Luz Cipriota, que entiende cómo no exagerar demasiado el gesto en el cine de género) con el ganadero, o los banales entre ella y el camarógrafo. Con esos diálogos, el comienzo ya descripto, una canción bien ubicada y la buena utilización de los exteriores, Naturaleza muerta exhibe su respeto cinéfilo por el cine de género.
Sólo el fulgor de Witherspoon. Basada en el best seller de memorias de la escritora Cheryl Strayed, Wild: From Lost to Found on the Pacific Crest Trail, Alma salvaje cuenta además con Nick Hornby -el venerado escritor inglés de Alta fidelidad y Cómo ser buenos, entre otros- como guionista. El director es el canadiense Jean-Marc Vallée, que con Dallas Buyers Club había logrado un nuevo impulso para una carrera no especialmente atractiva hasta ese momento (La joven Victoria es un biopic llamativamente anodino). Alma salvaje se presenta como una road movie de las de a pie, con el camino como coprotagonista, y hasta con ecos del cine de los setenta, que supo dar grandes obras con personajes atormentados que escapan de su vida hacia lo desconocido. Para sumar atractivos, la protagonista es Reese Witherspoon, una de las actrices de treinta y pico más confiables de Hollywood, de esas que no necesitan llevar el gesto al límite a cada rato. Witherspoon tiene un fulgor particular, incluso cuando aparece sin maquillaje, incluso cuando está sucia y desprolija. Con estos ingredientes más Laura Dern en buena forma y Gaby Hoffmann -otra vez en su carrera- como "la amiga", Alma salvaje era una promesa abierta. La película, en su primera hora, abre el relato, lo despliega hacia diversos ángulos, aunque con tendencia al exceso, a la acumulación arenosa. Todo está ahí: los problemas de la protagonista, el principio y hasta momentos avanzados del recorrido extenuante de más de 4000 kilómetros que Cheryl se propone hacer como desafío-catarsis-duelo; los flashbacks que explican su derrotero y que intentan abarcar los momentos definitorios de su vida. Los flashbacks de la relación con su madre son más extensos, otros son apenas fogonazos, una apuesta de poco nivel narrativo, tal vez para cortar el tempo nada veloz del relato del viaje. El fatigoso viaje, por otra parte, no tiene condimentos de aventura, y los peligros a los que se ve expuesta la protagonista se resuelven de forma burocrática, sin nudos de acción o de suspenso. La película se siente extensa, aunque cada secuencia aparece como demasiado corta, con la respiración dramática entrecortada. En su segunda hora, Alma salvaje confirma que fijará los flashbacks a la acción del presente del relato, que los ligará causalmente, y ahí la película se resiente aún más, al poner demasiado en evidencia que los responsables no consiguieron comunicar mejor los problemas y los traumas de Cheryl. Así, Alma salvaje es un retrato de un personaje con sus razones y con los malos tiempos que le han tocado en suerte. Esas razones y esos traspiés no se ponen en escena con convicción ni con sutileza -esos textos impresos, esa voz en off conclusiva- más allá de la performance de Witherspoon.
Hace unos meses, alguien desde Estados Unidos logró un tuit muy exitoso que decía que en los ochenta cosas como Los Cazafantasmas no existían antes de ser película, que alguien realmente había inventado a esos personajes. La fuerza sarcástica del mensaje proviene, obviamente, de que la inmensa mayoría del cine mainstream actual es: a. Secuela. b. Remake. c. Precuela. d. Adaptación de cómic. e. Adaptación de best-seller. f. Adaptación de videojuego. g. Spin-off. h. Una combinación de las anteriores. El primer disfrute que proporciona de El destino de Júpiter es la posibilidad de sumergirse en un mundo creado para la ocasión, con personajes nuevos y con problemas y ambiciones que desconocemos. Más allá de las referencias a Star Wars esa especie de Han Solo que hace el rústico y siempre eficaz Sean Bean, a Jurassic Park y a otras, El destino de Júpiter juega su propio juego, impone su propia identidad. Y hasta se da el lujo de citar, mediante la idea de cosechar humanos, a una de las mejores y hasta cierto punto más ignoradas películas de acción y terror de los últimos años: Vampiros del día (Daybreakers), de otros hermanos, los Spierig. En El destino de Júpiter, melodrama con mucha acción + novela espacial con humor + ciencia ficción con múltiples personajes, el centro está puesto en Mila Kunis (Júpiter), que interpreta a una inmigrante rusa que vive en Chicago y que trabaja limpiando casas. Júpiter se verá envuelta en una intriga enorme, que la hará viajar y sobre todo acceder a nuevas realidades o, mejor dicho, a una realidad que desconocemos, que está relacionada con que hay otros seres y muchos más mundos que el nuestro en este universo. El destino de Júpiter cuenta mucho, y por momentos necesita dar mucha información para que entendamos las reglas del juego que se abre ante nosotros, y lo hace con una claridad notable: es clara al explicar y explica sin detener su fluidez. Y si necesita detenerse seduce mediante lugares de increíble diseño o los paisajes de una ciudad milagrosamente bella, como Chicago. Cuando el film se encamina hacia secuencias de acción complejas se plantea como primer objetivo la inteligibilidad y luego la espectacularidad, y ambos aspectos se potencian mutuamente, mientras el 3D se maneja en términos genuinamente espaciales. Que los actores aporten convicción festiva a una película que se juega por extravagancias diversas, heroísmos extra large y emociones múltiples es un bonus para este disfrute fantástico, para esta apuesta rotunda y probablemente incomprendida, a juzgar por algunas reacciones en Sundance por el poder de invención del cine.
Iluminada por Bill Murray. A veces es difícil darse cuenta del valor de los contemporáneos, pero en este caso ya debería estar claro: Bill Murray es uno de los mejores comediantes de la historia del cine. Le sobran las pruebas: la resistente Meatballs, Los cazafantasmas, ¿Qué tal, Bob?, la magistral Hechizo del tiempo, Ed Wood, la un tanto olvidada Mad Dog and Glory, Kingpin, la celebrada Perdidos en Tokio y las películas con Wes Anderson, entre otras. Y ésas están muy lejos de ser todas. Este mínimo repaso viene al caso especialmente con St. Vincent, porque se trata de una película que basa gran parte de su atractivo en que Murray interprete a un personaje que es mayormente un mix de otras interpretaciones del actor. Su Vincent es gruñón, áspero, ácido, irónico y está de vuelta de todo. Y tiene, como suele suceder con muchos personajes de Murray -recordemos que también interpretó a un Scrooge moderno en Los fantasmas contraatacan-, una calidez oculta. Vincent vive solo, aunque tiene un gato hermoso y fotogénico, y frecuenta a una prostituta rusa embarazada. Su vida indolente, alcohólica y a los tumbos autodestructivos sufrirá un cambio cuando a la casa de al lado se muden una mujer divorciada con su hijo, que, por supuesto, no lo pasa bien en la escuela nueva. Acercamientos, aprendizajes mutuos y otras cuestiones. St. Vincent tiene muy poca originalidad y pueden rastrearse referencias múltiples de principio a fin: además de películas anteriores con Murray -notablemente Rushmore, de Wes Anderson- pueden sumarse Un gran chico, Perfume de mujer y sigue la lista. El director y guionista Theodore Melfi exagera con los condimentos de la caída en desgracia del personaje y también con la musicalización para emocionar, y permite que la película se ablande demasiado, que evidencie su fórmula en exceso. Sin embargo, más allá de las limitaciones de St. Vincent, no deja de ser un placer ver a un maestro como Murray adueñarse otra vez de un relato, con ese arte interpretativo que nunca necesitó del énfasis para brillar con una luz especial, tan tenue que los de la Academia de Hollywood no logran ver. Por su parte, el gato, el chico Jaeden Liberher, Naomi Watts y Melissa McCarthy saben devolver con prestancia y eficacia los pases del maestro. No se pierdan los créditos, en los que Murray despliega su capacidad de fumar, tararear a Dylan y regar con sardónica convicción un jardín seco.