Acartonada y sesgada Esta ficción está basada en hechos reales, sobre presos en la Unidad 9 de La Plata en los setenta (el propio director fue detenido allí en 1974) y tiene fusilamientos, secuestros y asesinatos incluso de familiares de los presos. El eje es la vida en el penal de los reclusos y sus intentos de hacer conocer su situación hacia afuera, del penal y de la Argentina. También vemos diálogos entre mandos militares y algunas conversaciones en las casas de las familiares y detenciones en diversos lugares. Una película de esas que se denominan "testimoniales". Condenados empieza mal o, mejor dicho, de forma imprecisa y redundante. Se lee en una placa: "El 24 de marzo de 1976, los militares tomaron el gobierno argentino por la fuerza. Antes del golpe se impuso el estado de sitio y miles de personas fueron encarceladas". Esa misma oración que leemos es dicha por una voz en off. El sujeto de la primera oración está claro: "Los militares". En la segunda se nos dice que "se impuso el estado de sitio". ¿Solo? ¿O fue el gobierno que estaba antes del golpe? La siguiente oración, también leída y escuchada, dice: "Durante 1976, presos políticos de todo el país fueron trasladados a la Unidad 9, la enorme cárcel de La Plata, especialmente militantes de las organizaciones ERP y Montoneros". La película decide poner "las organizaciones", pero no "las organizaciones armadas" ni "las organizaciones revolucionarias". Decisiones de cómo contar la historia desde un punto de vista, como todas las películas. Aquí los presos son buenos, amables, solidarios, hacen chistes, dicen "compañero" muy seguido, etc. Los militares y guardiacárceles son malos (menos uno, que es sólo simplón), torvos, groseros, gritones y feos. La caída del Halcón Negro, de Ridley Scott, también relataba de forma muy sesgada, pero lo hacía de manera trepidante, veloz, efectiva. Por otro lado, y para comparar con cine argentino acerca de la represión militar, aquí no estamos ni ante la complejidad y los grises incómodos de la enorme Garage Olimpo, de Marco Bechis, ni ante la tensión narrativa de Crónica de una fuga, de Adrián Caetano. Este testimonio ficcionalizado tiene algunos de los defectos habituales que acechan a este tipo de películas: demasiadas actuaciones acartonadas, como de acto escolar; diálogos planteados desde la actualidad (el de Horacio Peña sobre política económica es una risible propaganda de la dirección económica del gobierno actual en 20 segundos), música que busca emocionar de forma insistente. Las placas con los nombres de personas y fechas reales en las que sucedieron los hechos no bastan si la puesta en escena peca de artificial y torpe (el montaje parece cortar en aras de que "hay que decir lo que viene a continuación" antes que en función de cualquier idea de fluidez). De hecho, la propia película pone en evidencia lo tanto mejor y más emotiva que podría haber sido como documental en los minutos finales, cuando vemos breves declaraciones judiciales de esas personas reales a quienes conocimos como endebles personajes de ficción.
Hay afirmaciones que con frecuencia son falsas. Una de ellas es "esta película de animación no tiene nada que envidiarle a Hollywood". Y aquí estamos frente a esta Tarzán de producción alemana. Tarzán otra vez, uno de los personajes más adaptados en el cine, en series, en animación, en no animación (live action, que le dicen), con Christopher Lambert y sin Christopher Lambert, etc. Hasta en una versión animada de Disney en 1999, con lo cual las comparaciones están cerca. Esta propuesta alemana tiene la particularidad de ser 3D (nada destacable en ese aspecto) y dice ser la primera Tarzán hecha con la técnica de "captura de movimientos", dato que es apenas relevante a la hora de sentarse a ver la película. Uno ve esta Tarzán y está seguro de que alguien dijo: "No tiene nada que envidiarle a Hollywood", porque es de esas que intenta ser como Hollywood. Y, lamentablemente, se nota en algunos momentos el "quiero pero no puedo": para dotar de fluidez a los rostros, para hacer que el agua parezca agua y no que los personajes están nadando en el aire. No es necesario jugar a imitar a Hollywood para hacer animación excelente: ahí está el ejemplo uruguayo-colombiano de Anina. Pero aquí se optó por el molde Hollywood, o por lo menos por lo que la gente que produjo esta película entiende por eso: música fuerte y "grandiosa", apuntes cómicos que se los reconoce más de lo que los disfruta, un poco de crueldad para que después la venganza sea más dulce (es decir, lo menos interesante de Hollywood). Hay algunas dosis de bienvenido movimiento visual, pero cuando Tarzán tiene que montar las imágenes, armar las secuencias y disponerlas en orden es cuando más se nota que el Hollywood buscado no está bien aprendido (tanto es así que se necesita una voz en off que suena más a parche narrativo que a otra cosa). A pesar de todo esto, la película logra sostener algo de ritmo y generar cierto interés por el destino del protagonista y su familia de monos. O quizá sea el atractivo que provee una historia que ha probado cientos veces su potencia, incluso a pesar de este aggiornamiento ecológico torpemente "avataresco" con meteoritos y dinosaurios, y la codicia del urbano malo frente al corazón noble del buen salvaje. Los monos y gorilas -siempre buenos actores- y los ojos y la actitud corporal de Jane (que en un par de momentos parece querer comérselo a besos a Tarzán) son otros módicos atractivos entre tanto fallido intento de imitación.
Placer y muerte, en un film diáfano Un lago de agua tentadora, su costa y el bosque adyacente como lugares de encuentro entre hombres, solamente hombres: sexo, conversación, compañía, sol, nudismo, observación, descanso. Un lugar único para una película singular. Alain Guiraudie (que tuvo una retrospectiva en el Bafici en 2010) ofrece su película más depurada, más austera, más concentrada en términos de puesta en escena: una locación, pocos personajes, nada de música, planos límpidos y una narrativa de una claridad asombrosa para esta historia de amor, amistad, sexo y crimen. En su aparente simplicidad, El desconocido del lago es una película que conecta firmemente con otras: con la propia obra de Guiraudie, ubicada en el sudoeste de Francia en un tiempo fuera del tiempo o al menos indefinido (no hay celulares en esta película) y en la que siempre los cuerpos -mayormente masculinos- se exhiben de forma luminosa, placentera, rotunda, libre. También, claro, conecta con Jean Renoir y Une partie de campagne: esa naturaleza espléndida, veraniega, en esplendor, y los sentimientos que propicia. También, claro, su título original -L'inconnu du lac- conecta con una película de Robert Bresson: Lancelot du lac. Y con Bresson El desconocido del lago comparte también las recurrencias en las acciones, cierta cadencia y la economía de recursos. Como decía el jansenista director de Un condenado a muerte escapa: "La facultad de hacer buen uso de mis medios disminuye cuando su número aumenta". Guiraudie hace una película sin adornos, a tal punto que se podría hacer el chiste de que usa un solo sexo: ésta es una película sin mujeres (quizá sean apenas una imagen fugaz en un barco que pasa en gran plano general). Otra conexión posible, por el lugar de encuentro gay, por el sexo y por el crimen, es Cruising, de William Friedkin, con Al Pacino. Pero hay una notoria diferencia: esa película de 1980 -una verdadera clausura de los setenta- era de una oscuridad, de una violencia y de una sordidez propicias para una historia de asesino serial y policía encubierto. En cambio, el aspecto luminoso y hasta diáfano de la película de Guiraudie hace que la muerte y, sobre todo, el asesino se integren al deseo de forma poco o nada sombría. Eros y Tánatos: la fascinación que ejerce Michel (con look setentoso y cierto parecido con Tom Selleck) sobre Franck es presentada por Guiraudie como inevitable, ineludible, irrenunciable. La amistad entre Franck y el entrañable Henri es la zona lateral de la película -de hecho, Henri está siempre a un costado-, pero es su base emocional. Cuando "los dos hombres" de Franck se junten, la película deberá cerrarse, y lo hace de forma rotunda. Antes de eso, Guiraudie nos ha llevado, con pinceladas de humor sincopado y mano segura, por un microcosmos tan definido que cuando entra alguien "de afuera" -ese investigador gris y que no se desnuda- parece un extraterrestre.
De lo cotidiano a lo siniestro Si uno vio el tráiler, El heredero del diablo corre con notoria desventaja. El material promocional es cachivachero, con intención de ser trepidante, pero resulta adocenado y artero y puede generar muy pocas ganas de ver una -otra- película sobre alguna posesión o situación demoníaca relacionada con un niño por nacer. En ese tráiler todo parece ya visto decenas de veces y de esa misma manera. Quienes no queremos ver lo que promete el tráiler no estamos bien predispuestos a la hora de ver esta película. Por su parte, quienes se acerquen a El heredero del diablo buscando la milhojas de horrores formales que prometen los avances encontrarán una cosa distinta. Por suerte, algo mucho mejor. Mejor no significa necesariamente original: esto es una mezcla de El bebé de Rosemary con la aparentemente interminable moda narrativa de imágenes de cámaras diegéticas; es decir, de las que pertenecen a la ficción, ya sea que las lleve algún personaje o sean cámaras de vigilancia. Una pareja -joven, linda- se casa y se va de vacaciones a la República Dominicana. El muchachito registra en video muchas partes de su vida (costumbre que heredó de su padre y que puede ser mucho más molesta que la toma ocasional de fotos). En la última noche en Costa Rica algo pasa. La película, desde el título, desde el principio -el muchacho ensangrentado y esposado contando su historia-, no esconde, no oculta información para revelarla más tarde: sabemos lo que está pasando: ese embarazo no es normal. El heredero del diablo no solamente no abusa de sustos injertados, sino que es de una sobriedad inusual. Sí, hay sangre, hay amenazas, hay maldad, pero en función de la progresión dramática y de la construcción de un universo creíble, sólido, limitado en alcance por justa necesidad de concentración. Más de dos tercios de la película transcurren durante el embarazo, y se aprovecha la idea de la madre "preparando el nido" o "cuidando el bebé en gestación" para pequeños grandes momentos de violencia, como por ejemplo el del estacionamiento. Los directores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, parte del colectivo Radio Silence que firmaba "10/31/98", el último corto de la primera Las crónicas del miedo (estrenada hace un año en los cines locales), mejoran notablemente desde esa propuesta al eliminar la arbitrariedad y dedicarse a contar otra vez una historia que el cine -es cierto y como tantas otras- ya contó. Pero el qué (se cuenta) es siempre el cómo (se lo cuenta), y los directores aciertan casi siempre (el momento de los chicos en el bosque es espectacular, pero endeble, por punto de vista y por pertinencia de la cámara) en el uso de las cámaras diegéticas. Así, logran establecer con solvencia un ambiente cercano y cotidiano para llevarlo hacia lo siniestro. Y lo hacen con una eficiente modestia que les evita cualquier tentación grandilocuente y les permite lograr secuencias como la de la iglesia, que asustan de día y sin necesidad de chantaje ni manipulación, elementos sí presentes en ese tráiler que nos podría haber mantenido alejados de esta pequeña sorpresa del terror 2014 que, además, no estira su resolución y pone una canción de la recomendable banda The Gaslight Anthem para los créditos finales.
Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis) se sitúa en 1961, en Greenwich Village. El protagonista, Llewyn Davis, era el 50% de un dúo folk moderadamente (o poco) exitoso, y ahora como solista lo es aún menos. Perdedor multifacético, su vida carece de logros en casi cualquier aspecto. El mundo -la gente y las alineaciones cósmicas- no lo tratan bien, y cuando tiene un respiro, el propio Llewyn -cansado, gastado, harto- hace lo imposible por arruinarlo. Esta película de los ya veteranos hermanos Coen -pasaron 30 años desde Simplemente sangre- demuestra una vez más que las historias felices no son lo suyo. Balada de un hombre común -lejos de los desastres huecos de Quémese después de leerse o El amor cuesta caro- es un relato plano, gris, de cielo plomizo. Y mayormente consistente, aunque débil en ese viaje a Chicago: en la ida John Goodman suma otra imprevista actuación desganada a su carrera, y a la vuelta la cadena de calamidades se les suelta a los Coen en términos de manipulación desgraciada e inverosímil. En Chicago, sin embargo, el encuentro con F. Murray Abraham es, por economía narrativa y por cómo resuena en toda la película, uno de los escasos momentos memorables, fuera de la planicie. Más allá de ese viaje, en Nueva York la película funciona como retrato de "uno de los que no fueron Bob Dylan" (ni Peter, Paul and Mary, ni Joan Baez, ni otros de los de éxitos), de ese momento de especial efervescencia en la escena folk. Y se relaciona con A Mighty Wind (2003), de Christopher Guest, que contaba temas y ambientes similares con más folk, más humor y más amplitud sin por ello negar el dolor y la nostalgia de los músicos que nunca fueron o que ya no eran. A pesar de que los personajes del cine de los Coen padecen de vitalidad atenuada y parecen excusas móviles para exhibir mera eficacia autoral, el actor protagónico Oscar Isaac obra el milagro de hacer creíble a este músico desagradable y a la vez entrañable, y además canta muy bien. Y Carey Mulligan está feroz, tierna y convincente. Y hay un gato, especie que siempre sale perfecto en el cine. El personaje de Llewyn Davis se basa parcialmente en un músico fundamental de esos años como Dave Van Ronk (que no fue precisamente popular y fue aprovechado y eclipsado por Bob Dylan, un suertudo), y así quizá se suma un poco de nostalgia por lo que no fue (el hijo que le ocultan podría ser la metáfora total del personaje, pero los Coen también desestiman o al menos aplanan esa línea, no la dejan crecer). Pero el total suena a poco: poco se eleva, poco vibra, poco late, como si los Coen estuvieran cada vez más seguros del lugar que ocupan y dejaran poco espacio para la duda, para la vida, para lo inesperado, para algún fulgor en su cine.
Vampiros en un colegio parecido al de Harry Potter, en la primera entrega de lo que promete ser una serie de películas basada en una serie de libros best seller de la autora estadounidense Richelle Mead (pelirroja, menos de 40 años, ex maestra). En cuanto a la operación comercial, es evidente y descarada: adolescentes, amistad, amor, atracción, traiciones, misterio y, claro, vampiros, una moda a la que aparentemente nunca le llega su hora crepuscular. Aquí tenemos tres clases de vampiros: los de linaje real (Moroi, frágiles y con poderes mágicos), los que cuidan a los de linaje real (Dhampir, fuertes y mitad humanos) y los malos (Strigoi, malos e inmortales, más tradicionales), que amenazan a todos. La película explica eso y más -un accidente, la vida y las reglas del colegio, misterios varios, etc.- con muchos detalles. Y presenta pilas de personajes, entre ellos a las chicas protagonistas: rubia y morocha, una Moroi y una Dhampir. La primera media hora abruma en cantidad de información: diálogos, voz en off, aclaraciones en primer plano, flashbacks. En manos de muchos otros directores, esto podría haber sido un desastre, un desconcierto irremontable, un caos ruidoso y hormonal. Y hay ruido y hormonas, pero el comando es de Mark Waters (oriundo de Michigan, como Richelle Mead). Mark Waters tiene autoridad cinematográfica en películas de chicas adolescentes en el colegio secundario: su película previa más notable, Mean Girls (2004, aquí titulada Chicas pesadas ), no sólo es muy buena, sino que ha adquirido un notable y merecido estatus de culto. En medio de las celebraciones por los diez años de esa película, las comparaciones con Academia de vampiros tal vez vengan al caso. Las protagonistas de Chicas pesadas fueron Lindsay Lohan y Rachel McAdams, un dúo superior al de las más televisivas -en el gesto, en el énfasis- Zoey Deutch y Lucy Fry, de pálida fotogenia. Ambas son adaptaciones de libros preexistentes: el guión de Chicas pesadas era de Tina Fey, que parecía haber nacido para escribir ese guión; el de Academia de vampiros , de Daniel Waters, hermano del director y que fue guionista de Batman vuelve . En Academia de vampiros, los hermanos Waters ordenan y presentan un mundo ficcional con personajes y peripecias en cantidades de novela. Y, sin el brillo de sus carreras pasadas, apuntan a la solvencia con resultados dispares: fracasan en los segmentos de acción y aventura -de exposición atolondrada- y mantienen la gracia, la fluidez y la comedia en los diálogos y en la circulación de energía adolescente, en la sangre vampira en ebullición.
Por el arte, con poco arte Fines de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes pierden terreno progresivamente. Pero al irse de ciudades y pueblos ocupados destruyen y roban obras de arte de primer orden. También los ataques aliados están rompiendo objetos y edificios irreemplazables. Para cuidar el arte que todavía está amenazado y recuperar el robado se forma un escuadrón aliado: cinco estadounidenses (George Clooney, Matt Damon, Bill Murray, John Goodman, Bob Balaban), un francés (Jean Dujardin) y un inglés (Hugh Bonneville). Y, basada en hechos reales, comienza la acción. Bueno, es un decir: por más música omnipresente, cambios de escenario, "valores de producción" y otros etcétera, ésta es una película bastante estática. Las acciones de este equipo son muy limitadas en su arco narrativo, y muchas veces quedan encerradas en anécdotas moleculares (el francotirador, el alemán del bosque), desperdigadas, deshilachadas en la necesidad de darles a todas estas estrellas -y a Cate Blanchett, el mejor personaje de la película, tal vez porque no tiene que compartir acciones con muchas otras mujeres- algo para hacer. Pero es inviable: demasiadas estrellas no hacen necesariamente un cine brillante, y se nota, sobre todo al final, que sobran actores. Cada uno hace un poco, un tanto absurdamente y con poca verosimilitud, como para justificar su presencia, como si en lugar de grandes estrellas fueran empleados sobrantes de una repartición pública. Hay mucha indecisión en el tono: la película es tironeada por el humor ácido de Murray (que tiene una escena sensiblera torpe, casi imperdonable), por el humor verbal de Bonneville (que luego pasa a momentos solemnes), por un John Goodman que parece cansado y -rareza de rarezas- no encuentra el track, por la actitud deadpan de Bob Balaban y por la simpatía demasiado profesional de Dujardin que choca con la simpatía genuina de Clooney y su necesidad como director-guionista-productor-protagonista de dejar "un mensaje" positivo que eleve las almas y a la vez sin ser demasiado agresivo. El relato propone una mezcla que no logra ser amalgama y que no termina de arrancar jamás gracias a un tono anticuado, pero no clásico, a escenas demasiado quietas (Matt Damon, mago del movimiento, parece estar atado y reprimido). La música de Alexandre Desplat -uno de los innegables músicos estrella del cine actual, por si hacía falta otra estrella- adquiere un papel demasiado preponderante al tratar de transmitir las emociones que la acción no puede por sí sola, y las referencias a Un puente demasiado lejos (1977), de Richard Attenborough -en la música, en la idea de misión conjunta, en el reparto multiestelar y multinacional masculino con una mujer en el cartel- no alcanzan para que la quinta película de Clooney como realizador no sea un notorio paso en falso.
Del mismo año que El conjuro , estrenada antes en muchos países, aunque aquí después, Extrañas apariciones 2 tiene muchas coincidencias con esa gran película de James Wan: la familia que va a una casa "con pasado", los fantasmas que se acercan, la vegetación, el fantasma flotante sobre la cama, el árbol ominoso con forma sorprendentemente parecida. Pero todo lo que enseñaba El conjuro con su narrativa tersa, con su clasicismo cruzado con el cine de los setenta, es aquí dejado de lado. El título original de esta película es The Haunting in Connecticut 2: Ghosts of Georgia , pero no hay relación de continuidad con The Haunting in Connecticut de 2009 con Virginia Madsen. Y no pasa en Connecticut con fantasmas que viajan desde Georgia, sino en Georgia, en un caso espectacular de esquizofrenia geográfica. Esta película consta de pocos personajes, al menos personajes vivos: madre, hija, padre, hermana de la madre. Todas las mujeres tienen el don o la maldición de ver fantasmas, de "percibir" más allá, o acá nomás, pero más profundamente. Y se mudan a una casa aislada, con mucha historia detrás, que incluye ¡esclavos! Es decir, esta película, caradura desde el comentado título, mezcla a los trajinados fantasmas digitales (no muy buenos) con el tema de moda. Podría estar bien eso, pasarse de rosca y jugarse por un tono jocoso de cine de explotación despreocupado, pero no: carente de sentido del humor, el film nos enfrenta con sus enormes debilidades a cara de perro. Y la seriedad buscada choca con golpes de efecto al por mayor (presencias que cruzan y parpadean y aparecen de pie con música fuerte), cualunquismo del punto de vista (¿y ese fantasma que se cruza el padre al final?), diálogos y actitudes imposibles (esa madre que niega lo que a ella misma le pasa), absurdos imparables (lógica espacial fantástica que no se explica, explicaciones ad hoc con flashbacks fragmentarios, paso al voleo de lo espiritual a lo material). Todo esto puede resumirse en que la película se basa en una arbitrariedad tras otra, un recurso gastado y artero tras otro, en una acumulación que sobre el final termina de derrumbar lo poco que había en pie. "Basada en una historia real", afirman, y eso se intenta reforzar poniendo carteles con la fecha exacta de cada evento. Mejor habría sido hacer un relato con alguna mínima consistencia.
La grande bellezza es un plato fuerte. El cine de Paolo Sorrentino, director italiano clave del siglo XXI, es un plato fuerte. El cine de Sorrentino -un manierista convencido- irrita, provoca, desorienta incluso a quienes nos sumergimos en sus películas sin desconfianza (salvo en su incursión en inglés con This Must Be the Place con Sean Penn). Pero desde su debut con L'uomo in più ( El hombre de más , 2001) Sorrentino ha hecho un cine expansivo, generoso, excesivo. Ante su cine, la irritación y la fascinación son sensaciones separadas por una fina línea. Basta ver L'amico de famiglia , o incluso sólo su secuencia inicial: un partido de voleibol femenino filmado con lentos travellings al ritmo de "My Lady Story", de Antony & The Johnsons. Con eso ya pueden decidir si abrazar o rechazar a Sorrentino. Otra gran oportunidad -la mejor- es acercarse a La grande bellezza en el cine que tenga el mejor sonido y la pantalla más grande y con mejor definición para sumergirse en este retrato múltiple de ciudad (Roma) y escritor (Jep Gambardella). Jep, muy joven, a los 25 años, hizo "la gran novela", un éxito a todo nivel que nunca pudo repetir ni continuar. Ahora es un periodista cultural de renombre, un seductor, una presencia importante en las fiestas (con el máximo poder, "el de arruinarlas"), un flaneur de esta Roma actual. Hay grandes riesgos de fascinarse, como nos pasó a unos cuantos en el estreno en la competencia oficial de Cannes 2013. La grande bellezza es, claro, como se dijo desde ese momento, una película ligada a La dolce vita : formato scope, Roma, la belleza, el ennui, la religión, la decadencia, un autor excesivo detrás. Otra película sobre un periodista en el centro del movimiento mundano romano. Y si Sorrentino se anima con la película clave -o al menos la más famosa- de Fellini, también anima el blanco y negro de La dolce vita con una explosión de colores. Y travellings y diálogos y modos narrativos episódicos y mujeres desnudas y política y fiestas y el paso del tiempo y la minoría privilegiada y una extraña mezcla de desdén -los diálogos filosos y ácidos y los personajes de alta ridiculez, como el gurú del botox- con una desesperación vital, un anhelo por captar la belleza, la gran belleza, lo que pueda extraerse de esta vida, ya no dulce y ya no con los sesenta por abrirse sino con los sesenta y cinco años del protagonista y con una Italia, una Europa, un mundo totalmente distintos, más desencantados (y eso que La dolce vita no era precisamente una película optimista). Pero no sólo de Fellini vive Sorrentino. En La grande bellezza hace una aparición clave Fanny Ardant. Jep la reconoce, la saluda -con esa admiración que tenía Nanni Moretti por Jennifer Beals en Caro diario-, ella se da vuelta un instante y le retribuye el saludo. Y se va, en una cita a Truffaut con música al estilo Delerue -como toda la película, en realidad- y una referencia evidente al principio de Confidencialmente tuya , con la idea del cruce fugaz entre un hombre y una mujer, el principio posible -o negado, si van para distinto lado- de una historia de amor. La grande bellezza es una película de cruces, de encuentros, de oportunidades perdidas. Por eso volvemos al gran amor de Jep, a esa mujer absoluta de la juventud, a esa historia perdida, a la chica que no lo aplaudía, sino que le sonreía y parecía entenderlo con sólo mirarlo. Hay tanto pero tanto más en este film -arte, pretensión, poesía, brillos, curvas, poses, ironías, abrazos y admiraciones directas, frases de póster y de las memorables, turistas, Roma turística, Roma inmortal, una religiosa final- y ni hemos hablado de los actores, las actrices, una especie de seleccionado abrumador y fascinante de estrellas maduras del cine italiano, empezando por el protagónico de Toni Servillo -también con Sorrentino en Las consecuencias del amor, L'uomo in più e Il divo- , tan entrañable como la película. La grande bellezza vista y escuchada -la banda sonora es generosa, oceánica, enorme- en las mejores condiciones es memorable aunque se la rechace. No todas las semanas se está frente a una experiencia fílmica así de grande, ambiciosa, extraordinaria y fulgurante.
Presentada en la edición 2012 del Bafici, el estreno de Salsipuedes es, sin dudas, tardío, pero de alguna manera oportuno: se produce justo en un momento en el que el "cine cordobés", del que se viene hablando hace algún tiempo, tiene no una sino dos películas en el Festival de Berlín que termina este fin de semana: Ciencias naturales, de Matías Lucchesi, y Atlántida, de Inés Barrionuevo. Salsipuedes es una película pequeña: poca duración, pocos personajes, pocas locaciones. Nos presenta un paisaje de sierras, árboles, un camping. Hay una pareja en una carpa. Con velocidad -la película es sintética, compacta-, pero sin trazos gruesos, nos llegarán signos evidentes de que llamar pareja a esa pareja es un error, es inexacto: aquí no hay igualdad alguna. No hay respeto, sino subordinación. El hombre ejerce el lugar del poder, y lo hace mediante la violencia. La mujer está atrapada. El título de la película es la indicación de un lugar determinado, y también la indicación de una situación desesperada, asfixiante. De la violencia doméstica vemos los rastros, las huellas, los detalles reveladores. Y entendemos la persistencia de esta situación: éste es un tiempo de vacaciones y lo sabemos no muy distinto del resto del año, de la vida cotidiana. No hay excepcionalidad alguna aquí, el propio tono de la película nos lo indica. Salsipuedes -ayudada notablemente por la actuación en clave contenida de Mara Santucho- presenta con claridad su tema y establece su alcance y sus límites como película ejemplar. Carmen y Rafa son la encarnación de uno de los tantos fracasos sociales argentinos ya institucionalizados, tipificados. Sin embargo, Salsipuedes está lejos de ser una película vociferante, de denuncia frontal y explícita. Tampoco se aprovecha de la violencia y de su posible valor de shock. La película toma otros caminos: busca en los gestos, en los disimulos, en los ocultamientos, en la resignación, en la blandura de la familia cercana. Y encuentra cinismo, sopor, indolencia. Una tristeza inunda esta película limitada por su propia condición casi microscópica, su decisión de contar un fragmento concentrado en ese ambiente y en ese tiempo. En su ópera prima, Mariano Luque apuesta por la fluidez narrativa. Y sus resultados son mayormente exitosos, a pesar de cierta tendencia a la concentración excesiva en algunos detalles y a su apuesta por los primeros planos, que pueden ser un arma de doble filo: ofrecen enormes posibilidades expresivas, pero en este caso recortan a la vez demasiado el gesto y por momentos aíslan a los personajes, los desconectan visualmente de este paisaje bucólico devenido escenario perturbador.