Tras la pista de René En 2011 -aquí en 2012-, el relanzamiento de Los Muppets en el cine fue con una película extraordinaria, maravillosa, tocada a pleno por la gracia del cine. No solamente volvían Los Muppets, sino que lo hacían en una película sobre regresar y que remitía a la primera película de estos personajes en la gran pantalla: Llegan los Muppets (1979). La segunda de esos años fue La gran aventura de los Muppets (The Great Muppet Caper), una farsa policial sobre un robo de joyas en Londres. Muppets 2: los más buscados sigue la línea fundacional: continúa a Los Muppets 2011 con una farsa policial que primero pasa por Berlín, Madrid y Dublín, pero termina en Londres. Engaños, sustituciones y planes con un show deforme de fondo. Contar más el argumento sería tedioso y traicionaría esta película, que se enciende desde la primera y maravillosa secuencia musical, con uno de esos números de autoconciencia narrativa marca registrada Muppet que ya quisieran lograr muchos cineastas cuyo máximo horizonte para buscar la reflexión del cine sobre sí mismo es mentar a Godard de forma holgazana. En ese primer musical de Muppets 2 tenemos un despliegue coreográfico esplendoroso, una canción con uno o dos chistes por línea y, claro, ese movimiento Muppet que multiplica instantáneamente la alegría, la risa, el placer de estar ingresando a un mundo mullido a la vez que cargado de filo e inventiva para el humor. En este punto, una aclaración no menor: para hacer esta crítica, la película fue vista en una privada de prensa en la que se exhibió la versión original subtitulada, y la última información de la distribuidora es que se estrenará sólo en versión doblada. Por lo tanto, este texto no se hace responsable de que algunos chistes se pierdan en el doblaje (y hay muchos que dependen de cómo se doblen). Con la película de 2011 se produjo una campaña en Twitter que logró que se ofrecieran algunas funciones de la película en versión subtitulada, pero lamentablemente no funcionaron en la taquilla. Hecha la aclaración, Muppets 2 es una película de lujo en el panorama de películas aptas para todo público. Los Muppets son una de las grandes creaciones de la cultura del siglo XX, y gracias al cuidado amoroso de los nuevos responsables Bobin-Stoller-McKenzie (director, guionista y autor de las nuevas canciones) han adaptado su formato al siglo XXI con enorme eficacia: mediante un lujo cinematográfico como la película de 2011 y ahora con un muy buen relato de diversas líneas planteadas a gran velocidad, sobre todo en su primera parte. Hay atractivos personajes humanos (en especial los interpretados por Ricky Gervais y Tina Fey); hay un personaje de felpa superior, como Constantine; hay cameos al por mayor, y hay algunas canciones memorables, como la de apertura, "I'm Number One" y "I'll Get What You Want (Cockatoo In Malibu)". Y, sobre todo, hay mucho humor basado en el timing de los diálogos y en la inventiva desatada como condimento esencial de situaciones genéricas enriquecidas por el amor al cine y por las posibilidades que otorgan los muñecos más expresivos de todos los tiempos. Es evidente que Muppets 2 no llega a los picos emocionales y no posee la unidad temática de la película de 2011, pero su apuesta es otra: la comedia (musical) con trama policial, combinación que muy pocas veces sale bien, y menos aún con este coeficiente de felicidad.
Año 1969. Un chantún llamado Juan Benedetti -que dice varias veces su nombre a lo largo de la película, como si fuera importante o una gran creación del mundo de los nombres- le propone al bueno de Mario -al que le dicen "enano", pero nada más es muy petiso- abandonar su mundo de changas esforzadas por "el mundo del espectáculo", para así ganar dinero a mayor velocidad: el hombre bajito se hará pasar por el muñeco del hombre más alto, que se hará pasar por ventrílocuo. Con este punto de partida, es necesario aclarar que cualquier semejanza con la obra maestra de Leonardo Favio Soñar, soñar es solamente un sueño. En El secreto de Lucía -título curioso o más bien poco dscriptivo-, hombre y pretendido muñeco emprenden una gira por rutas de pueblo o por pueblos que apenas empiezan y terminan en rutas. En un parador de mala muerte conocen a Lucía, que canta un extraño flamenco que parece más bien rock indie sensible contemporáneo. Lucía es Emilia Attias, de una belleza refulgente, absoluta, difícil de exagerar. Lucía tiene problemas con el dueño del parador de mala muerte -Roberto Carnaghi en versión desagradable, en consonancia con otros personajes de esta película- y una historia previa de poco interés (para el espectador) en Chacabuco. La película es de una enorme elementalidad -chatura- en todos sus aspectos: situaciones, diálogos, gestos, actuaciones, tristezas, revelaciones, esa voz en off que no se necesitaba. Nada desentona si uno acepta un devenir torpe, pero no tanto, todo se mantiene en un nivel de blandura alarmante, no levanta el menor vuelo, no ofrece la menor intensidad ni la menor fluidez: éste es un film de notas inexactas, una tras otra, pero que tampoco llegan a la disonancia. Y cuando quiere volverse intenso -policial pero sin sorpresa alguna, porque lo anuncia la voz en off al principio- es de una falsedad evidente. Todo es precario, pero sin llegar a ser bochornoso. La posibilidad de ese tipo de desvío, que sería una salida al sopor, tampoco está: El secreto de Lucía es una película que carece de cualquier tipo de vitalidad (y que, extrañamente, a pesar de ser demasiado explicativa todo el resto del tiempo, carece del contraplano de Benedetti/Belloso cuando llega y descubre a los otros dos en el colectivo). Si estos "artistas ambulantes" del relato tenían éxito era tal vez porque no había mucho más para entretenerse en esos años en los pueblos. Hoy en día -en que lo principal es elegir qué ver, qué escuchar, qué leer entre una sobreabundancia de opciones, entre una disponibilidad enorme e inmediata-, una película como ésta se estrena un jueves de siete lanzamientos argentinos. Siete. El disparate no aparece en la película, pero continúa con buena salud en la política cinematográfica local.
De amores y enfermedades Fermín es una de esas exposiciones de voluntades sin cauce, sin conciencia cabal de forma, del cine argentino. Una dosis intermitente de costumbrismo plañidero y tanguero sobrevuela cortocircuitos visuales en forma de travellings sin destino, como ese que sigue a la primera entrada de Gastón Pauls al hospital, que termina "en algún lado". Por su parte, poco ayudan a mejorar el aspecto de esta película notorios errores de tipeo en los créditos finales, la baja definición en muchos planos de exteriores en movimiento y la inclusión de un auspiciante (Café Martínez) en planos de tal nivel de grosería que hasta podrían verse como paródicos. La sinopsis enviada empieza así: "El Dr. Ezequiel Kaufman [Gastón Pauls] entra a trabajar como médico psiquiatra en un neuropsiquiátrico público. Entre sus pacientes descubrirá a Fermín Turdera [Héctor Alterio], quien cuenta con su nieta Eva [Antonella Costa] (...) Ezequiel descubre que Fermín sólo se expresa a través de tangos...". El protagonista es más Kaufman que el Fermín del título. Por tiempo dedicado, por relevancia dramática, el eje parte de pero no termina de estar en la cura psiquiátrica. Y está bien que así sea, porque la exposición de la enfermedad es lo más flojo del presente del relato (2013, aunque más allá de una indicación temporal y alguna computadora puesta en Facebook, casi todo es antiguo y rancio). Hay tres pasados: uno en 1945, otro -muy breve- en 1955, otro en 1976. Fermín modelo 1945 es interpretado por Luciano Cáceres con gran entusiasmo. Pero en 1955 y en 1976 él y la sufrida gente de maquillaje deben hacer frente a la dificultad de envejecer sin efectos digitales. Ni en su caso ni en el de Dalma Maradona se logra plasmar el paso del tiempo que pide el relato, así que esos setenta se convierten en un grotesco baile de máscaras, acompañado por las peores decisiones narrativas (coche en la lluvia, gritos y frases altisonantes que pensábamos que se habían perdido en la noche del cine argentino). Fermín anciano está interpretado por Héctor Alterio, con los excesos y los permisos típicos de "actor argentino venerable". Se le entiende poco y, aunque se comente que a su personaje le cuesta la claridad verbal, es llamativa esa pastosidad. No es habitual tener de protagonista un personaje así de desagradable, así de irredimible, así de inadecuado para el sentimentalismo que propone la música cuando no es tango, cuando no acompaña los muy vistosos y atractivos pasos de baile. Fermín es -fue- poco recomendable para amigos, mujer, hijo, mundo en general. La película, consciente o inconscientemente, va decantándose por la historia de amor entre Kaufman y Eva, pareja que -logro no demasiado frecuente en el cine argentino- tiene química desde el primer instante. Pauls y Costa saben cómo mirarse, cómo hablarse, cómo picarse: reclaman otra película, mejor, para ellos. Por su parte, Luis Ziembrowski hace un breve show con frases bien colocadas, Rodrigo Pedreira es convincente como villano y Emilio Disi sorprende y se revela como un -otro- actor desperdiciado por un cine argentino que sigue tropezando con piedras que arrastra desde hace décadas.
Casa tomada Otro lanzamiento debilucho, casi imperceptible, del cine argentino. Es decir, una de esas películas que se dan en dos o tres salas, en dos o tres horarios. Esos lanzamientos mínimos a veces son lanzamientos piadosos, que impiden que mucho público se entere y consuma películas de una chapucería demasiado visible. Es decir, lanzamientos debiluchos para películas debiluchas o incluso peores, dañinas. En el caso de Los dueños ese lanzamiento es una injusticia: las buenas películas, las películas que se imponen con solidez, deberían ser vistas por mucha gente. Los dueños se presentó el año pasado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. La otra película argentina en la edición pasada del festival más promocionado -y que más promociona- del mundo fue Wakolda de Lucía Puenzo en la sección Un certain regard. Wakolda obtuvo mucho más espacio en los medios, y muchas más salas a la hora de estrenarse en septiembre del año pasado. Y mucho más público. Claro, los actores, las actrices, el tema, los nazis. Los dueños, cine tucumano, sin embargo, es mucho más consistente que Wakolda. Pero la comparación entre esas dos películas no es demasiado conducente, y que ambas hayan estado en un mismo festival no indica demasiado. Los dueños tiene una evidente claridad de propósitos desde el principio. Parece construirse sola, de espaldas al público. Y esto no quiere decir que sea incomprensible, hermética o lentísima. Nada de eso: Los dueños está muy segura de lo que narra y de lo que describe. Y de que los datos -quién se casa, quién está casado con quién, cómo es el esquema de poder- quedarán claros cuando la lógica de su presentación lo establezca. No hay aquí “explicaciones” de esas que, camufladas bajo diálogos feos y perezosos, o mediante primeros planos holgazanes, nos dicen eso que nos estamos preguntando. Los dueños nos hace preguntarnos en la medida justa. ¿Qué es la medida justa? Una expresión ridícula, por cierto, pero que aquí quiere decir esto: que estamos seducidos por las situaciones y por lo que nos falta saber de ellas, y lo mismo nos sucede con los personajes. Los dueños no exhibe todas sus cartas en sus primeros minutos, confía en su ritmo. Los dueños -sus directores debutantes- conocen la importancia de la dosificación. ¿De qué trata Los dueños? De unas familias: familia de propietarios, familia de caseros, en Tucumán, en una estancia de la que vemos los límites. Entrar en más detalles, como pasa casi siempre con la no muy sana costumbre de contar demasiado los argumentos, sería traicionar la decisión expositiva de la película. Como decía Pauline Kael, no hace falta beber todo un barril de vino para saber si está bueno. En los primeros minutos de Los dueños, en esa primera huida de especial coordinación (que nos da a entender, sin decirlo, que no es la primera) sabemos que estamos ante una película que sabe de montaje, de aceleración de movimientos, de apelación a los detalles, de puesta en escena de situaciones tensas. ¿Cómo se resuelve una presencia inexplicable? ¿Cómo se construyen las mentiras, las maneras de esquivarse de y espiarse en una convivencia? ¿Cómo narrar el asedio de la incomodidad y la electricidad que cargan el aire de rechazo y de atracción? Una película con varios puntos en común con Los dueños es Deshora de Bárbara Sarasola- Day, otra película de estancia de provincia, de interacciones incomodas, de casa tradiconal. Y si Deshora sabía el lugar, sabía el ambiente, sabía el habla, Los dueños los sabe mejor. Y no porque uno sepa cómo es cada una de esas casas o cada una de esas provincias o cada uno de esos campos, sino porque en cine la verdad que nos llega no es la que surge de la comparación con la realidad a la que hace referencia sino la verdad que se nos impone, o que se nos propone a partir de la puesta en escena. Y allí donde Deshora decidía no exponerse a la equivocación Los dueños abre el juego: deja que los personajes no sean claros, deja que se muevan con mayor velocidad, física y mentalmente. Sabemos menos de ellos, y la opacidad de Rosario Bléfari -opacidad también de la película, que por un momento parece dejarla abandonarla como protagonista- calza con una perfección poco común. Los dueños la desnuda parcialmente, aunque apuntaba a la totalidad. Si la película no se convierte en uno de los grandes debuts nacionales de esta década es porque al final decide cerrar de manera tal que sea atractiva y que esté en primer plano su tesis acerca de quiénes son realmente los dueños. Para eso -para dejar limpia esa clave interpretativa- debe sacrificar en parte lo que venía haciendo con los personajes, debe dejarlos con un poco de ropa, y así no salirse del todo de la etiqueta de las películas que hablan, en la Argentina contemporánea, sobre las clases sociales. Pero pocas otras producciones locales recientes han estado tan cerca de liberarse por completo de la etiqueta, del molde del “muy buen cine contemporáneo”, tan cerca de ser lava y no tanto volcán.
Sencilla y cautivante Otro lanzamiento con continuación anunciada. Ésta es la primera de una nueva serie de películas basadas en libros de éxito entre adolescentes, como Harry Potter (también niños en ese caso), como Crepúsculo, Los juegos del hambre, Academia de vampiros (que probó que el éxito del libro no garantiza el éxito de la película). Además, Divergente es otra película de ciencia ficción, otra utopía negativa acerca de nuestro futuro como sociedad, como Los juegos del hambre. Y, como Los juegos del hambre, con protagonista femenina, una chica joven que sabe patear, pegar, tirar. En este caso es Shailene Woodley, que, a partir de ahora, con la eficacia demostrada para todas esas acciones y también para hacernos creer en su fragilidad, su belleza y mucho más, seguramente será una estrella. Divergente presenta una sociedad, después de una gran guerra, dividida en facciones según las habilidades o inclinaciones de la gente. El relato transcurre en Chicago, y a esa ciudad de arquitectura y skyline extraordinarios se la muestra un tanto arruinada, al menos en ciertos sectores. Y como muestra de que no está en sus mejores días se nos hacen ver cables que van de lado a lado de las calles (algo que en Buenos Aires es lo normal; un espanto urbano normalizado). Los adolescentes de esta sociedad tienen que elegir qué serán, a qué facción irán. Y aquí nos detenemos con el detalle del argumento, una práctica de la crítica demasiado extendida y con demasiada extensión. Consistente La película tiene algo de Brazil, pero con poco humor; algo más de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y, como ocurre últimamente, una pizca de concurso televisivo de esos que llaman reality (el orden de descarte de los jóvenes en el entrenamiento). Divergente -está claro- no exhibe una gran originalidad en su planteo argumental y tiene unas cuantas frases que apuntan con demasiada simplicidad al corazón adolescente promedio. Y, como peor defecto, despliega una música demasiado atronadora, demasiado presente, demasiado obvia. Dicho esto, el film ofrece una consistencia notable, una narrativa de una claridad meridiana, un montaje que evita cualquier lógica confusa incluso en momentos de mucho movimiento y una sencillez que utiliza a su favor, sobre todo en el accionar de los personajes. El universo que despliega es sólido, los elementos son solidarios entre sí, Kate Winslet con pocos minutos seduce -casi hipnotiza- a la cámara, y la película no necesita abusar de la acción ni de las secuencias demasiado extensas: resuelve y avanza, cuenta y acopia tensión y suma capas para su fascinante protagonista. Tris (o Beatrice, la ya elogiada Woodley) es el símbolo perfecto y simple de la adolescente que no encaja. Divergente inicia una (otra) serie de películas. Y de las mencionadas en el primer párrafo ésta es la mejor, porque decide acercarse al mundo que describe y habita con una convicción inusual, sin titubeos, sin desvíos. La asertividad de esta película, su fuerza narrativa, nos deja ver que Divergente -dirigida por Neil Burger, de Sin límites y El ilusionista- cree en lo que cuenta, pero sobre todo cree en su decisión de contarlo de esta manera.
Cuando crítico conoce a chica El crítico tiene, como está claro desde el título, a un crítico como protagonista. El crítico es porteño, va a privadas en Vigo (microcine de la calle Ayacucho). En la primera función privada que se nos muestra - y también después- se ve a conocidos críticos del medio local. Es decir, es una película que interpela de forma bastante directa a quienes formamos parte de ese ambiente. Por otro lado, Víctor Tellez (Spregelburd) está hecho de frustraciones, mal humor, cinismo, más frustraciones, pedantería, endiosamiento de Godard, fetichismo, departamento en estado de caos y estrechez económica. El guionista, director y uno de los directores de la revista Haciendo Cine, Hernán Guerschuny, juega al estereotipo pero, en un primer movimiento inteligente, no llega a la caricatura en el personaje de Tellez. De esa forma, Tellez es un señor un tanto insoportable, pero a la vez es alguien con manías hasta simpáticas, un poco morettianas -el odio a la palabra pebete, por ejemplo- muy bien interpretado, con la sequedad justa y sin pegajosidad, por Spregelburd. Otro movimiento inteligente (y un gran chiste) es el de que sus pensamientos -con los que suma comentarios ácidos, también secos- sean en francés, y no en un francés paródico. Otra buena idea es que ante la llegada de "la chica" -Dolores Fonzi, nada menos- el crítico empiece a sufrir la "forma fílmica" de las comedias románticas que suele detestar: el montaje de felicidad del comienzo de la relación, la canción que dice justo lo que está pasando, etc. Por un momento, esta película que mira a un crítico con conocimiento de causa (o a un estereotipo de crítico con un poco de malicia y algo de ternura) parece que además se va a convertir en una puesta en abismo del género sin dejar de interesarnos con la suerte de sus personajes. Y cuando está a punto de lograr esa grandeza doble y noble no se anima del todo, tal vez por seguir algunas de las reglas más irritantes de las peores comedias románticas: las revelaciones, los malos entendidos, las definiciones y las intensidades no solicitadas injertadas cerca del final. Así, el relato se desequilibra en su último tercio, en uno de esos raros casos -más que raros en el cine argentino- de películas que lograron no solamente presentar los personajes con precisión, gracia y ritmo sino además plantear el conflicto con solidez. Y ahí, cuando tiene a los personajes con vida y las situaciones bien desplegadas, El crítico no se anima a convertirse en una película mayor. En ese último tramo intensifica lo más flojo -los compañeros de las funciones privadas, el director enojado- y se pone atolondrada: las escenas duran menos de lo que tienen que durar (extraño defecto) y termina de forma un tanto insatisfactoria, abrupta. Por eso la sensación inmediatamente después de verla es la de una gran oportunidad desperdiciada. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, los protagonistas se quedan con nosotros, los recordamos, hasta tenemos ganas de volver a encontrarlos, o de verlos volver a encontrarse. Porque, como todos sabemos, también los críticos (o sobre todo los críticos), la comedia romántica es uno de los géneros a los que más volvemos, aunque esta película le haga decir a Tellez que la odia.
Hay películas que tienen tanto que no les importa desperdiciar. Rio 2 desperdicia personajes, música y los colores más variados y llamativos. Con el éxito global que fue la primera (del director, brasileño, de varias La era de hielo) no hubo en esta secuela muchos límites a la hora de gastar en animación, en un reparto multiestelar para las voces, en canciones, en lo que fuera. Por eso la pena es doble, o triple, al ver a los personajes que deambulan en una sucesión de secuencias que no se integran. La definición de película-trailer podría aplicarse a Rio 2, pero no sería exacta. Para ser una película-trailer cada pieza debería tener conciencia de la totalidad, y aquí estamos ante otra cosa: la película parece recomenzar a cada rato, con lo cual nada se arma, nada se suma, nada permanece. La falta de emoción se hace notoria. Los motores de la narración son apenas puntapiés argumentales que nunca se amalgaman. Para ejemplo basta ver la presentación del malo (o del malo humano): un señor que es malo porque, bueno, odia la selva y además quiere convertirla en madera, un personaje que es apenas una tuerca en un mecanismo. Sin identidad, está ahí para que el ecologismo salga gratis: ese señor es malo, la ecología es buena. El plano en el que se nos deja saber que su mono mascota es malo es de una haraganería notable: una de esas imágenes pueriles que muestran una mueca que nos señala una mera información maniquea. La cacatúa vengativa Nigel (interpretada por Jemaine Clement, de Flight of the Conchords) es claramente el personaje que se destaca, por el trabajo en los matices vocales y porque le toca el mejor número musical con una versión creativa de "I Will Survive". Pero salvo ese momento cuesta encontrar efectividad en los chistes -si hasta parecen meras pausas-, cuesta ver algo de gracia genuina, cuesta dejarse llevar. El relato se pierde entre múltiples adornos y concesiones para vender algunas entradas más, como un partido de fútbol que se injerta y se define con una arbitrariedad que provoca escozor. El éxito de la primera Rio podría haber dado alas a Saldanha y compañía para hacer algo mucho menos mecánico con este viaje al Amazonas de Blu, Jewel, hijos y amigos. No estamos pidiendo una maravilla oscura y poco exitosa como Babe 2 ni una maravilla exitosa como Toy Story 2. Ni nos rasgamos las vestiduras ante las películas hechas para ganar mucho dinero. El problema con Rio 2 es que quiere ganarlo sin contarnos ningún cuento que nos haga soñar, emocionarnos o divertirnos. Es especialmente frustrante ver tantos simpáticos pajaritos de colores animados con la mejor técnica desperdiciados en una narración que desconoce por completo la noción de cohesión, y que incluso como relato episódico carece de variaciones, osadía, sorpresa y gracia.
Tres amigos. Dos solteros. Uno en proceso de separarse. Las chicas. El levante. El alcohol. La amistad. El juramento de no comprometerse con ninguna. Bueno, ya tenemos muchos años de cine atrás, mucho Hollywood línea media, muchas comedias con algún carilindo que fue estrella de alguna marca que supo ser fuerte (Zac Efron de High School Musical). Y Las novias de mis amigos no viene a contradecir lo que se espera de ella sin ponerse imaginativo ni exigente. Claro, es el año 2014 y, un poco en automático, podría afirmarse que en estas comedias hay mayor escatología y crudeza sexual que en otras décadas. ¿O no? Aquí tenemos bastante, pero se queda en los diálogos: se habla y se describe un pene, pero no se ve el pene; se habla de sexo, pero prácticamente no hay desnudos. Una película de los ochenta sobre "solteros en tren de dejar de serlo" como Despedida de soltero (con Tom Hanks, un actor mucho más completo que Efron) era mucho más salvaje. Pero esa película era una fiesta y Las novias de mis amigos es otra cosa: es una comedia romántica con tres protagonistas masculinos. Durante un buen rato entre Nueva York, trabajos cool, ambientes hipster, canchereadas y chistes, el relato al menos es consciente de que la velocidad es un valor a tener en cuenta y los diálogos de seducción y de colisión se arman con ese objetivo. Las dos chicas principales -la inglesa Imogen Poots y la flaca Mackenzie Davis- y el chico con cara de cine de los ochenta -Miles Teller- afilan la dicción y sueltan frases con gracia. Zac Efron también lo hace, y sabe hablar rápido, pero en su mirada acuosa se nota la amenaza que se aproxima: la película, en su último tercio, apela al "conflicto", a plantear un "tercer acto" de resolución, a las más pavotas convenciones narrativas de las comedias románticas. Se plantan a lo bruto un par de desavenencias entre chicos y chicas para generar un supuesto suspenso que en este caso nunca es tal, sino un retraso innecesario del final con un cambio de tono que se lleva mal con la velocidad y liviandad anteriores. En ese momento se nota más que sobra mucha música, que el montaje es un tanto torpe y que todo está muy gastado. ¿Para qué meter estos conflictos que los mayores 18 años (la calificación que recibió la película) vimos al menos mil veces? El director debutante Tom Gornican abusa, como tantos otros, de los personajes con tazas cool de café agarradas de manera cool en lugares cool de Nueva York (el cine y su magia para dotar al café como objeto de deseo supremo) y pone algunas buenas frases sobre la ciudad. Quizá se tendría que haber animado a hacer algo extremo: sólo momentos de tazas lindas de café con conversaciones sin mayores conflictos. El corazón y el atractivo de la película estaban ahí y las convenciones narrativas mal desplegadas la hacen dejar de latir y echan demasiada luz sobre sus fallas.
Hace décadas, en un extraordinario artículo publicado en partes, el notable crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet se mofaba con altura de Cecil B. DeMille y de su cine bíblico y mastodóntico: entre otras ocurrentes invectivas, lo acusaba de que la historia de Moisés y los Diez Mandamientos carecía de suspenso, ya que era algo resuelto hacía miles de años. Tenía su gracia, sobre todo por la escritura de extraordinaria precisión de Alsina Thevenet. Pero, obviamente, era una acusación no sólo aplicable a De Mille: cualquier ilustración audiovisual no revisionista de historias bíblicas tiene esos problemas, esas carencias al acecho. Ya todos sabemos, al menos a grandes rasgos, la historia de Noé, su arca y el diluvio. Y allí va Darren Aronofsky, especialista en personajes obsesivos y potentes, con su Noé y su decisión de seducirnos mediante la apuesta por el gran espectáculo y, a la vez, por la necesidad aparentemente incontenible de establecer Grandes Ideas y de dialogar con La Biblia. Para esto procede con una batería de recursos y elementos disímiles en calidad y en cantidad: algunos de los gráficos digitales más espantosos que se recuerden en el cine mainstream (la serpiente y todo el Edén en general), por más que citen biblias ilustradas; un Russell Crowe consistente (y grueso, con forma y cuello de oso), un Anthony Hopkins (Matusalén) con demasiado acento británico, muchos animales (digitales y poco logrados) pero de escaso tiempo en pantalla y poca relevancia dramática; alguna propaganda pro vegetarianismo, crueldad, unos muy simpáticos gigantes de piedra (a medio camino entre Star Wars y El cristal encantado), el siempre efectivo Ray Winstone como malo, Emma Watson usada como sostén de grandes elipsis, música atronadora de Clint Mansell (que supo brillar en Réquiem para un sueño). También pueden señalarse un Sem con un poco verosímil look de líder de banda de rock sensible, un Jafet demasiado elfo, imágenes de cadáveres y más agua y mucha tormenta en modo Titanic pero breve y sin profundidad, una dosis de luchas y gritos como en Corazón valiente, pero sin capacidad narrativa para la acción, y hasta algo de Star Wars descremada en ese primer segmento exploratorio en tierras semidesérticas (a la vez posapocalípticas y preapocalípticas). Aronofsky, que pudo sostener un disparate como El cisne negro gracias a un nivel de intensidad y locura extremas, aquí fracasa. Lo hace porque nunca se decide por el delirio, nunca se juega, y así su Noé queda aguachento y quebrado. Hasta la llegada del agua, la narración al menos avanza -a los trompicones y a pesar de múltiples debilidades- gracias a la potencia del best seller original. La segunda parte, dentro del Arca, es un melodrama familiar bastante espantoso y torpe, en el que la intensidad tiende al ridículo con demasiada frecuencia. El cine de Aronofsky siempre tuvo cerca los riesgos de la grandilocuencia y del vacío a pesar de su tuteo con los grandes temas. Aquí no logra evitar ninguno de esos peligros y entrega un film abrumador y visualmente muy feo en demasiadas secuencias. El milagro para los ojos, como es habitual, reside en la belleza de Jennifer Connelly.
Cotidianidad mínima Crespo, pequeña ciudad de Entre Ríos, ya ha dado al cine argentino-más específicamente al nuevo- tres directores. El más prolífico de ellos es Iván Fund, con cinco películas realizadas (una de ellas, Los labios, codirigida con Santiago Loza y premiada en Cannes). Los otros dos son Maximiliano Schonfeld (Germania) y Eduardo Crespo. Cada uno de ellos, además, trabaja en otras funciones en las películas de los dos restantes. Al nombre de Fund se lo puede leer por duplicado en esta ficha técnica, y Schonfeld fue el jefe de producción. Si hay una característica en común entre los tres directores es su capacidad para retratar con precisión y cercanía la vida cotidiana para que los actores, en general no profesionales, sean exactos y notablemente creíbles. Esto se cumple en Tan cerca como pueda, que trata de un hombre que regresa a su pueblo y que tiene problemas económicos a pesar de su trabajo (parece ser contratista o maestro mayor de obra, no se aclara). Es un hombre no del todo apagado aunque sí erosionado, al que su ex mujer le reclama la plata mensual para sus hijas. Mientras tanto, se prepara para ser el padrino de su sobrino menor. En su departamento se instala otro sobrino, Giovanni, un joven que suele estar rodeado de amigos con los que trabaja, juega al truco, toma cerveza o ayuda a teñirse. Ni Giovanni ni su tío Daniel parecen tener un propósito muy firme o algún gran proyecto. Los días van pasando con intereses y situaciones módicas, ordinarias, poco relevantes. Tan cerca como pueda puede expulsar en pocos minutos a todo espectador que espere un cine de narrativa fuerte, de grandes sucesos, de situaciones inmediatamente atractivas. Aquí como pico dramático hay algún intento de seducción, pero lo que abundan son momentos de camaradería, conversaciones pequeñas, perros y chicos que suelen dar bien en cámara, trayectos y problemas cotidianos. Y hay también cierta mirada entre amable y resignada acerca del paso del tiempo, resumida visualmente en un plano por el final y en los nuevos anteojos del protagonista. De entre los cineastas oriundos de Crespo, el que lleva el nombre de la ciudad como apellido es quien ha optado por -al menos con esta película- una narrativa más débil, más tenue, e incluso por momentos perderse en detalles que tal vez agreguen cotidianidad, pero que estiran y aplanan el relato, como por ejemplo la birome que no anda o el mensaje del contestador puesto dos veces. Tan cerca como pueda y su director disponen de todas las herramientas actorales y de puesta en escena para poder desarrollar una historia más fuerte, pero es evidente que han decidido quedarse en un relato mínimo (o en un amable sopor) que se enciende brevemente -como también suele suceder en el más sustancioso cine de Fund- en los momentos de fiesta y de música.