Blindarse y cerrarse Deshora se siente cómoda como cine salteño, como cine argentino, e incluso como coproducción argentino-colombiana. Un actor colombiano es uno de los protagonistas (Alejandro Buitrago) y la película no se preocupa por explicar nada, ni por hacerlo hablar “en argentino”. Es un hecho dado su acento: tendrá que ver con algo del pasado, que la película deja oculto. O tal vez ni siquiera eso, porque ocultar sería una acción demasiado deliberada, demasiado orientada, demasiado sesgada para esta película que expone, expone y expone. La sinopsis que fue enviada en el mail de prensa dice así: “Ernesto y Helena llevan muchos años casados. Viven en una finca aislada entre campos de tabaco y la selva de alta montaña en el noroeste argentino. Un día, reciben a Joaquín, el primo casi desconocido de ella recién salido de un centro de rehabilitación, que ha sido enviado por su familia, y en contra de su voluntad, a pasar un tiempo allí. El matrimonio está atravesando una frágil situación, la dificultad para concebir un hijo los ha sumido en una obsesión y en la pérdida de deseo. La nueva presencia es para Helena la oportunidad de reinventarse y, para Ernesto, oxígeno. La convivencia desestabilizará a la pareja y un triángulo amoroso comenzará a tomar forma entre la cacería, la riña de gallos y la vida en la finca. El deseo también puede tomar la forma de una profunda violencia.” No siempre las sinopsis son así de precisas, y a la vez así de abiertas. El texto expone, dibuja un mapa, y no detalla. Para detallar está la película. Y detallar más, que se podría hacer aquí, en este texto, sería avanzar contra esta película hecha con seriedad, con mano firme. Aquí se sabe lo que se quiere contar. No es una película errabunda, por más que durante los primeros tramos lo parezca. La directora Sarasola-Day deja moverse a sus personajes, pero todo está trazado para exponerse en orden muy determinado, muy claro, muy distanciado. Ernesto (Luis Ziembrowski) se presenta como un hombre prefijado, preseteado por una idea repelente de la masculinidad. Helena (María Ucedo, que puede mejorar cualquier película, e incluso lo hacía parcialmente con Juan y Eva) es una mujer insatisfecha y en conflicto con su marido. Este conflicto es silencioso hasta que eleva el volumen (y ahí Ucedo brilla en esa escena en el bar). Deshora no se plantea porqués, razones. Deshora exhibe, expone, avanza convencida hacia miradas, roces, desconfianzas, deseos. No soluciona, no resuelve, no desata, no oculta y no revela: como buena película negativa no integra sino que expulsa, quita. En el mail de prensa también se ofrecen estos comentarios de la directora: “Deshora surge de la relación de familiaridad y extrañeza que tengo con el contexto en el que crecí. La vida de provincia, la relación con esos lugares, las prácticas y con la convivencia en un contexto tradicional y conservador. Me motiva la idea de intimidad. El cuerpo como territorio en donde se desarrolla lo íntimo, el cuerpo como herramienta de relación con los otros y con el espacio. El punto que me interesa es cuando la intimidad se ve amenazada, cuando nuestro universo conocido se vuelve extraño, cuando desconocemos a quienes nos rodean y a nosotros mismos. La intimidad también como lugar en donde habita el deseo, esa parte más secreta de nosotros que funciona como un motor que puede empujarnos hacia algo vital o hacia el abismo”. Es un comentario perfilado, coherente, bien expuesto, que evita cualquier detalle que revele demasiado de la película. Es un comentario interpretativo, que nos indica la claridad conceptual de la realizadora. Deshora, y esto se dice sin saber su suerte en la cartelera (está recién estrenada), será vista por poca gente, a juzgar por su salida y porque no tiene las características que tienen que tener las películas argentinas de éxito (un par de nombres determinados y una promoción determinada, pero no vamos a entrar en esos detalles aquí). Estrenada a un año de su presentación en la sección panorama del Festival de Berlín 2013 (la edición 2014 acaba de comenzar en el día de este estreno), Deshora será otra película argentina que seguramente pasará desapercibida. En parte es por una realidad de la distribución, la exhibición, el público, la formación del público, etc. Y por otro lado por su propia sequedad y parquedad (sus límites) a la hora de construir estos personajes. El trío protagónico de Deshora sufre, se hace daño, se mira, se desea, incluso se seduce. Cumple acciones, pero no es: hay una austeridad extrema que hace que estos personajes no sean memorables, y esto no tiene que ver con heroísmos imposibles, con simpatías fuera de lugar, con excentricidades diversas. Es otra cosa: los personajes de Deshora son ejecutantes de acciones, tipos definidos pero que no llegan a individualizarse. De hecho podrían ser denominados “el marido, la mujer y el extraño”. No nos acordaremos de Ernesto, Helena y Joaquín. Porque Deshora es una película que impone respeto (y que hace esperar otra película de la directora) pero que -tal vez orgullosa de su seguridad- deja poco lugar para que los personajes adquieran relieve, para que sepamos algo de ellos (y esto no es un pedido de psicologismo), para los gustos, las dudas, las manías, la comunicación, la interacción más errática, menos atada a lo funcional. Así D
En la temporada del Oscar de 2013 hubo dos películas de dos grandes autores que tenían a la esclavitud como uno de sus ejes: Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, y Lincoln, de Steven Spielberg. Ninguna de las dos abordaba ese tema de forma directa: una era un trabajo de barroquismo genérico sobre el spaghetti western, y la otra, un brillante tratado sobre la negociación y el arte de la política sin dejar de lado la tersura narrativa. Steve McQueen (el director británico de Hunger y Shame , no confundir con el mítico actor de Hollywood) aborda hechos reales con una idea lamentablemente más lineal. La historia es la de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), hombre negro libre de Saratoga que es secuestrado y vendido al sur esclavista y que soporta allí el período de esclavitud del título. Primero con un amo menos malo (Benedict Cumberbatch, actor europeo de moda) y luego con uno más malo (Michael Fassbender, el otro actor europeo de moda). La película es mayormente esos años de esclavitud, las barbaridades a las que es sometido Solomon (cuyo nombre de esclavo es Platt), las barbaridades que observa Platt y la barbarie general. No hay demasiada rebelión aquí, se trata más que nada de observar lo terrible que era la esclavitud y lo mal que estaba esa práctica. Un asunto que ya estaba más que claro hace tiempo y que unas cuantas películas y miniseries y libros habían tratado previamente. Pero la película de McQueen parece pensarse a sí misma como una pionera, como si fuera la primera vez que se contara una historia parecida. Y si la excepcionalidad es porque "se trataba de un hombre libre con una vida hecha", la película suma más problemas: 1. Tiende a dejar a los demás esclavos como mero decorado, cosa que hace incluso con la más relevante Patsey, un personaje al que humilla una y otra vez más que nada para ver la reacción (o no reacción) de Solomon. 2. Abandona con demasiada rapidez la importancia de la vida anterior y familiar de Solomon-Platt. Y si afirmamos que es la película la que humilla al personaje de Patsey no es un error: más allá del maltrato que le propina Edwin Epps (Fassbender), el film exhibe una puesta de cámaras ostentosa, con travellings que hacen florituras en los momentos de tortura, planos cosméticos que detallan algún objeto -ese jabón- para sumar obviedad y yerro estético (los planos exhibicionistas de los efectos del dolor físico ya estaban abusados en Hunger ). En estos y otros momentos, McQueen hace un show sobre la esclavitud, con los detalles visuales antedichos y con otros: con la música de Hans Zimmer, que se dedica a ser ominosa eléctricamente, sobre todo en la primera parte; con el show de intensidad actoral de Fassbender, con el personaje del productor Brad Pitt, que aparece para ser bueno y sintetizar ideas de forma totalmente artificial, como si fuera la declaración universal de los derechos del hombre hecha hombre. Si la película se sigue con cierto interés es antes que nada porque la búsqueda o el anhelo de libertad -la nunca conocida o la extirpada- es una historia de alcance universal y atractivo constantemente renovado, a pesar de los intentos de McQueen por devaluarla y filmarla con bella fotografía.
Pareja entra a un hospital. Ella tiene que dar a luz de forma adelantada y urgente, hay problemas. Nace la beba, la madre muere. El padre queda solo con la niña, que debe estar en una incubadora. Y esto es New Orleans 2005: Katrina. Caos, desastre, hospital evacuado, corte de luz, generador roto, padre que queda con su hija dándole manija a una batería para que la energía le dure unos pocos minutos. Soledad. Horas desesperadas fue título de estreno acá de la película de Wiliam Wyler con Humphrey Bogart de 1955 y su remake de 1990 dirigida por Michael Cimino con Mickey Rourke. Esas eran traducciones fieles del título original. Aquí el título es Hours ("Horas"), lo de desesperadas es para vender la película, que parte de un "concepto de guión" que se pretende atractivo pero se queda en el planteo. Una vez establecida la situación relatada en el primer párrafo, y eso lleva pocos minutos, la película entra en un loop de caída de energía constante, y los esfuerzos por sostenerla suenan artificiales. Y también arbitrarios, aunque se basen en hechos que sí ocurrieron en esos días de catástrofe. Basarse en dos o tres hechos realmente acontecidos no necesariamente genera mayor sentido. Y el sentido es escaso y la cohesión poca en este thriller que no logra intensidad a pesar de las muertes, los golpes bajos, la música y una bebé recién nacida en peligro. Hay que tener ritmo para sostener esto, y aquí no lo hay: la película es reiterativa y poco imaginativa, y los peligros y las amenazas no aportan el relieve que necesitaba un relato con una premisa tan exigua. Hay un aire de irresponsabilidad clase B en esa premisa y también en el aspecto nada realista de la beba, pero esas características no se traducen en una liberación, en un poco más de anarquía para la narración, en algo menos anodino y más festivo. Horas desesperadas tiene tensión débil, y sus limitaciones espaciales y argumentales le dan el aspecto de ser una historia entre varias de lo que podría haber sido una película con muchos personajes sobre "los días de Katrina". Cualquier cambio, rotación, salida habría venido bien, pero se eligen los menos recomendables: flashbacks de manual y una aparición fantasmal de la madre (Génesis Rodríguez). Y hablando de apariciones fantasmales, el protagónico absoluto de Paul Walker (muerto el 30 de noviembre) es lo que salva a la película de hundirse aún más: Walker se pone la película al hombro, sostiene lo insostenible, no se distancia, no ahorra energía. La emoción de saber que Walker murió es mayor a la que genera la película, y eso no es un elogio.
Llegar tarde Hay películas a las que llego tarde. Esta se estrenó a fines de enero, me agarró entre dos viajes de trabajo y recién la recuperé ahora. Tenía ganas de verla: más por Stallone que por De Niro, más porque me gusta el boxeo en el cine que por mi casi nulo gusto por el boxeo en la vida o en el deporte real. Y me la habían recomendado algunas personas. Pero Ajuste de cuentas es una de esas películas que llega tarde. La nostalgia es uno de los sentimientos más sobrevalorados. No la elaboración de la nostalgia, mejor dicho. Más bien esa celebración de la nostalgia de qué copados qué éramos y qué decadentes ahora. Esa nostalgia que apela a que podemos tener un destello de pausa de la decadencia si ponemos el casete de esos viejos buenos tiempos. Eternamente volver al colegio secundario para escapar de la vida adulta de la que se escapa cada vez que se puede. Me aburre todo eso, me aburre tanto como las quejas sobre los lunes. Un ejemplo reciente de este fastidio: el “chiste” de Volver al futuro en A Million Ways to Die in the West. Ese reciclamiento infinito de los materiales del pasado, de nuestro pasado, porque fuimos recontra capos. Mejor dicho: no el reciclamiento -que implicaría alguna actividad- sino la exhibición museística que suele negar el paso del tiempo, al eternizar nuestro pasado en el presente. Una pesadilla. Sylvester Stallone y Robert De Niro boxeadores, ex boxeadores, con un pasado que resolver. Obviamente, claro, carteles de neón en sus pasados cinematográficos como Rocky Balboa y Jake LaMotta de Toro salvaje. No se llaman Rocky ni Jake pero los ingredientes están. Más en el caso de Stallone y Rocky porque, bueno, el personaje de Jake LaMotta era muy desagradable. No es que el Billy 'The Kid' McDonnen de De Niro no lo sea, pero es menos un violento cretino que un chantún. Stallone, o sea Henry 'Razor' Sharp, es más noble. Y hay que decir que su manera de actuar se lo permite. Los últimas casi dos décadas de actuaciones de De Niro tienen demasiados ejemplos de facilismo tras facilismo. De Niro actúa sin esforzarse demasiado, y se nota. Es otro que confía, como esta película haragana, en las glorias pasadas. Stallone trabaja más, o al menos sus diálogos y sus situaciones tienen un poco más de riqueza, y como el entrenador que viene a hacer las veces de Mickey (Burgess Meredith) es Alan Arkin, las cosas mejoran de forma intermitente. Arkin maneja la comicidad seca, la comicidad ácida, y afila casi cualquier diálogo. Pero por mejor que nos caigan Stallone y Arkin no hay manera de disimular que esta es una película en la que a cada rato hay que apoyarse en el pasado sin reelaboración alguna, sin trabajo sobre las situaciones. Es tremendamente tosco el planteo argumental general que incluye una rivalidad encendida y avivada por una mujer en el medio, por un amor que se corta por una confusión de lo más estúpida (es casi para solidarizarse con Kim Basinger por las líneas que tuvo que proferir). A eso además hay que sumarle lo del hijo: es decir, una cosa es hacer un argumento grueso y otra muy distinta es directamente desestimar cualquier esfuerzo argumental, bueno, esto es una película sobre la nostalgia del cine de personajes del pasado. Por otra parte, cada vez que esta progresión cadavérica de acciones necesita que el personaje de De Niro vaya para uno u otro lado, le pone una situación precaria adelante. Las interacciones entre su personaje y su nieto no tienen forma de cine. El problema general con esta clase de películas es que confían en que el pasado -la historia- las salvará y no se preocupan por el presente, por el relato. Juegan a los chistes -sí, algunos son efectivos- con la esperanza de convencer mediante una entrada barata al museo de viejas glorias. No es suficiente, y Stallone lo ha demostrado con Rocky Balboa y las Expendables: el pasado debe integrarse en un presente atractivo, el paso del tiempo no puede estar solamente representado por los achaques, debe haber algo de sabiduría en la mirada. Ajuste de cuentas, para peor, también sabe esto último, y lo expone en dos detalles groseros, anticlimáticos y además simétricos de la pelea (que ni siquiera es destacable), que vendrían a demostrar vaya a saber uno qué cosa acerca de lo que aprendieron estos veteranos. Ajuste de cuentas, un título de estreno local revelador porque apunta aún más hacia el pasado, revela que el cine que se cree simpático porque impone los posters de antaño confunde ser inofensivo con ser inane. Y la supuesta inocencia de “hacernos pasar el rato” con la ofensa de hacernos perder el tiempo.
Diversión despareja y caleidoscópica Fines de los setenta. Costa este de los Estados Unidos. Un empresario tintorero y además estafador pasa a estafar a mayor escala gracias a una mujer-amante que busca el ascenso social y económico. El tintorero, además, tiene una mujer-esposa que fue madre soltera y es manipuladora y nerviosa. Hay un agente del FBI que atrapa y obliga a la pareja estafadora a que siga engañando para así agarrar peces más gordos. Y hay un político carismático que quiere dar trabajo a la gente. Y hay más personajes, pero con esos cinco es suficiente para decir que lo que hace David O. Russell es combinarlos y hacerlos rodar, conectarlos, hacerlos pelear, generar amores, odios, amistades, atracciones y traiciones. Escándalo americano es una película de movimiento perpetuo. Los años setenta vistos y exhibidos con la maquinaria del cine usada al máximo, con peligro de explosión energética: travellings, canciones, peinados, vestuario, actuaciones y, claro, en especial el poderoso escote de Amy Adams, más omnipresente que los ruleros. Todo funciona a tanta intensidad que hay riesgos: la narrativa seduce todo el tiempo con voces en off, cambios de puntos de vista, flashbacks, engaños a diversos niveles. Lo bueno es que la mayor parte de las veces la velocidad y la intensidad ahogan las objeciones; a veces (como ocurre con el cameo de un actor demasiado famoso) lo inverosímil de la situación se impone. La película no termina de decidirse y de asentarse -o quizá no lo quiera- por la farsa, la seriedad o algún sentido mayor de las acciones (con el que coquetea intermitentemente). O quizá quiera ser todo eso y no le importe decidirse y aspire a ser múltiple, a devorarse la historia del cine y a sostener sus ambiciones mediante el derroche fílmico. Cuando funciona, como con el personaje de Amy Adams, resplandece. Adams es un personaje múltiple, que toma diferentes aspectos de diferentes personajes del cine clásico y los unifica con una convicción notable: la femme fatale , la trepadora, la mujer dura de buen corazón, la traidora, la leal. En Adams, voz y cuerpo, la película encuentra el éxito de su fórmula. Y la inesperada contención de Christian Bale es muy útil como contrapeso del exceso casi permanente de Bradley Cooper, que está desatado, desaforado más allá del fanatismo de su personaje, a veces incluso hasta la autoparodia (la nominación como actor de reparto debió ser para el siempre perfecto Jeremy Renner). El título en la Argentina es Escándalo americano , en España es La gran estafa americana . El título en España es más sinuoso y está relacionado con la idea de contar una vez más la historia estadounidense, uno de los aspectos scorsesianos del film: apuntar a las bases, a la lógica, a la locura y al atractivo de una nación. Sin embargo, Escándalo americano , más directo, puede ser mejor para acercarse a la película de Russell, que brilla rotundamente en su propuesta de diversión despareja y caleidoscópica. Quizás el propio Russell esté comentando que no hay conclusión de sentido posible al fragmentar y deshilachar la historia de la pesca en el hielo. Quizá lo suyo sea un cine sin forma perfecta, un amontonamiento placentero y de lujo. En ese caso, no queda más que agradecer su dedicación y su ambición por hacer un cine así de festivo.
Una película extraña Fuera de la zona Daniel Hendler (dejemos afuera su primer largometraje, Un crisantemo estalla en cincoesquinas, que es definitivamente otra cosa), el cine de Daniel Burman suele volverse más errático, por momentos más aguachento, menos seguro. De El misterio de la felicidad se ha dicho que es su primera película con Guillermo Francella. Lo que debería destacarse, sin embargo, es otra cosa. Pero vamos por partes. La película empieza con diversos shocks: una música con unos tarareos pavadá y padadá que nos llevan a un cine argentino de otras décadas, una secuencia sin diálogos de dos socios que hacen todo en sincronía, imágenes que parecen amarronarse, envejecerse de ochentosidad fílmica nacional. A esto se suma una cantidad grosera -y puesta de forma grosera- de publicidades de productos y servicios. Los personajes empiezan a hablar y la cosa empeora: una sarta de diálogos nacionales-masculinos de alto nivel de toxicidad barrial bolas tristes manual del hombre argentino que quizás sea habitual en la televisión (no voy a comprobarlo). Esta línea continuará, aunque bajará de intensidad. Hay más: el personaje de Sergio Boris habla como Pucho de Hijitus, con ese gardelismo quéasécómoandáshuviatripagorda tan presente en el cine argentino pre Rejtman, pre Martel, incluso podríamos decir pre Burman. El asadismo, el gauchitismo (el peor momento de la película, cuando decide describir a “la cuñada”), la “emoción fraterna” del “así somos de entrañables”. Cuando la película está más plagada de estas características, los problemas se hacen síntoma en una regresión actoral de Francella: la boquita en “o”, los principios de palabras aspirados, los gestos más en automático. Uno incluso puede llegar a pensar en escaparse del cine cuando se nos presenta el departamento de Eugenio (el socio de Santiago-Francella) y su mujer Laura (Inés Estévez). Como pasaba en El nido vacío, otra vez un departamento de un personaje del cine de Burman es chirriante. En El nido vacío veíamos una escuálida biblioteca en la casa de un dramaturgo importante. En El misterio de la felicidad vemos algo así como un hogar típico de ancianos que no renuevan nada desde hace cuarenta años pero habitado por gente con buen pasar económico y que tiene un coche y ropas que no se condicen con esos ambientes que hasta parecen tener olor a coliflor recién hervido. Por otra parte, aparece Inés Estévez y debuta en la película con una conversación sobre “el coso del portero” que parece escrita bajo el Código Hays y para personajes que no están casados desde hace años. Pero Inés Estévez es la bomba de tiempo que terminará con la película neo costumbrista que nos amenaza en El misterio de la felicidad. Y empieza a hacer tic tac, y con cada movimiento de Laura-Estévez la película gana un relieve que no tenía. Estévez entra y avanza, y se sobrepone incluso a unas cuantas recaídas por tener que encajar en eso de “qué bichos emocionales son las mujeres”. Y la película le va haciendo más lugar, deja de ser tan obvia (¿cuántas veces tenemos que enterarnos de la fascinación de Santiago por su relación con Eugenio?, ¿hacía falta “el desayuno vacío”?). La película, aun con nuevos pozos, se deja llevar por Inés Estévez que brinda -entre otras características- fotogenia total, seducción de la cámara y del registro sonoro con movimientos, gestos y voz que dejan en claro que debería haberse convertido hace rato en la gran actriz exitosa y seductora de la que carece el cine argentino. Incluso es visible que cuanto más se mete Francella en el mundo que le propone Estévez es cuando recupera sus notorias capacidades fílmicas y va abandonando los tics. La película, mediante Estévez y su sonrisa, su sapiencia, su naturalidad cinematográfica, su belleza, se asienta. Ella pasa a ser la protagonista, la dominadora de la narración. Si hay una buena comedia romántica agridulce y madura en El misterio de la felicidad logra surgir por debajo de una hojarasca de fealdad neo costumbrista que podría resumirse -además de en la publicidad de Movistar- en la imagen de esos vasitos de jugo falso que acompañan el café con leche y las medialunas. Si la sensación del final es positiva es porque la película tiene el mérito no tan habitual de ser mejor cuando se pone a andar que en su planteo inicial, como si Burman hubiese ideado un plan de exposición de defectos para después corregirlos frente al público. O quizás sea algún otro misterio lo que salva a la película, o -más probablemente- sea el efecto expansivo de una actriz extraordinaria.
Sobre una ciudad y la vida que alberga Museum Hours , y es una gran apertura de temporada. El director, Jem Cohen (nacido en Afganistán, radicado en Nueva York), es una de las principales figuras del cine independiente actual. Sus películas han sido exhibidas en diversas ediciones del Bafici (con retrospectiva en 2007) y además forman parte de la colección del MoMA neoyorquino. Museum Hours fue una de las estrellas del circuito de festivales 2012 y 2013, y ahora felizmente se estrena en forma comercial. Se trata un film-ensayo bordado por una ficción, o una ficción sostenida por un ensayo cinematográfico sobre la ciudad de Viena, el arte que alberga, el frío, los museos, los comportamientos de los visitantes, los cafés, las calles. La ficción parte de un viaje de una mujer (Anne) desde Montreal hasta Viena a acompañar a una prima hospitalizada. Anne, sola en Viena y Johann (Bobby Sommer) se conocen. Johannn es guardia del Museo de Historia del Arte de la ciudad austríaca. A Johann lo conocemos más porque tenemos su voz, que nos cuenta sobre su vida, sus trabajos, sus horas en el museo, sus observaciones. Anne es más misteriosa, y aunque hable con Johann, y cante, y baile, y camine y observe y reflexione, un enigma irresuelto flota sobre ella. Tal vez eso la haga aún más seductora. Anne está interpretada por la cantante canadiense Mary Margaret O'Hara, de una belleza y una fotogenia llamativas. Su notorio parecido con Catherine O'Hara (la mamá de Mi pobre angelito y parte de la troupe de Christopher Guest ) se debe a que son hermanas. Cuando la ficción entre Anne y Johann se enciende, estamos ante un estupendo logro: una ciudad y su exploración son un escenario rico y reflexivo para una historia entre dos personajes que manejan una química otoñal, reposada y, a la vez, cargada de electricidad. El creciente compañerismo o amistad entre Anne y Johann es sostenido, intersectado, comentado, por reflexiones sobre el arte (en especial sobre las pinturas de Bruegel) y por la presencia de una ciudad y sus edificios, sus historias, sus rincones, sus grises, sus fríos, sus fachadas (hay algo de Chats Perchés de Chris Marker en la propuesta, aunque con menos política). Más allá de la frustración que puede provocar que la historia de Anne y Johann avance menos de lo que queremos, esta es una película que convierte la pausa en placidez y la quietud en detalle y no en mero detenimiento. No hay tantos experimentos contemporáneos tan logrados como Museum Hours , con esa agudeza para observar y para dejarse observar por una ciudad y la vida que alberga.
Un Scorsese eufórico y desatado El lobo de Wall Street es una película biográfica basada en la vida de un agente de bolsa real de Nueva York llamado Jordan Belfort, que en los ochenta hizo una carrera vertiginosa hacia el éxito, interpretado aquí por Leonardo DiCaprio, un actor extraordinario. A estas alturas esto no es ninguna novedad. Tampoco lo son la capacidad cómica de Matthew McConaughey (en un papel demasiado breve) ni la maestría para musicalizar de Scorsese (ya lo había reconocido Pauline Kael en los setenta en ocasión de Mean Streets ). El lobo de Wall Street toma como molde a Casino (1995), la última de las grandes películas de ficción del director hasta la llegada de este lobo. De Casino , El lobo de Wall Street toma la descripción de un mundo rutilante, en expansión, en estado de juego y fuego permanentes, sobre todo antes de la llegada de los "agentes normalizadores". También la historia de amor remite a Casino (que remitía a su vez a El desprecio de Godard). Y la voz del protagonista, la manera de narrar y moverse en travellings (habitual en Scorsese), la variedad de ángulos, la fascinación por el éxito y sus luces, los cortes ostensibles para cambiar, para asombrar, para sacudir. Pero, y esto es fundamental, las coordenadas de Casino eran trágicas: con El lobo de Wall Street estamos ante la primera verdadera comedia de Scorsese desde Después de hora (1982), aunque Vidas al límite (la de las ambulancias de 1999) quizá fuera una comedia retorcida. También se toma de Casino la figura del "veterano" que intenta cuidar los excesos. Aquí el "cuidador" es el padre de Jordan, Max, interpretado nada menos que por Rob Reiner (director de Cuenta conmigo y Cuando Harry conoció a Sally ). Pero -y esto define a la película- Max es otro desaforado entre desaforados, y además un personaje muy gracioso. El lobo de Wall Street es una de las película más eufóricas, desatadas, veloces y seductoras de la carrera de Scorsese. Y es toda una sorpresa, sobre todo porque el director venía de la cinefilia plañidera de La invención de Hugo Cabret . Este es su opuesto cinematográfico (sólo quedan los travellings , pero aquí tienen menos adornos y son más musculares, más cargados de energía). La energía es fundamental en El lobo de Wall Street . Las energías: de la ambición, del dinero, del sexo, de las drogas, de cuanto exceso aparezca y, sobre todo, que se pueda poner en escena con imaginación, sentido del humor y del movimiento. Esta es la película de Scorsese con más drogas en los cuerpos de los personajes y con más desnudos y, a la vez, es una de sus películas menos preocupadas por la culpa. No entraremos en ejemplos sobre este tema para no adelantar detalles argumentales, pero la línea narrativa de El lobo de Wall Street no presenta grandes curvas ni requiebros. Tal vez por eso haya sido acusada de reiterativa, y hasta la escritora Joyce Carol Oates hizo un chiste en Twitter al respecto. Pero no: el film avanza narrativamente de forma acelerada y en cada fiesta, destrucción y explosión la película agrega capas de sentido. Cada festival del exceso y la exageración (es decir, cada secuencia) es una nueva oportunidad de ver a Scorsese en acción -parece haber recuperado bríos del pasado a los 71 años- desplegando su cine, que en este caso es mucho y alquímico. El lobo de Wall Street presenta su versión corrosiva sobre el sueño americano, y su mirada acerca de los Estados Unidos es mucho más aguda, filosa y descarnada que en la más obvia y solemne Pandillas de Nueva York . El lobo de Wall Street es un lobo feroz. Qué bueno que haya vuelto Scorsese.ß Javier Porta Fouz No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine). Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza. La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Clèves. La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne . Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura. Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras. La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.
Año 1981. Francia, ciudad pequeña. Una familia: padre, madre, hija de ocho años, abuela materna enferma. La niña es introvertida o, mejor mirada, su personalidad sufre averías debido a unos padres poco recomendables. Ella (Agnès Jaoui afeada) es una madre con "conciencia social" que, entre otras cosas, no le quiere dar Nutella a su hija. Él (Denis Podalydès) es un sobreviviente de los campos de concentración nazis. Y tienen más problemas: entre ellos, con el mundo, con las Barbies. La niña es Rachel (Juliette Gombert) y la compañerita del colegio de la que se hará amiga para poder salir de este ambiente dañino es Valérie (Anna Lemarchand). Hay más personajes que importan, como la mamá de Valérie y la terapeuta interpretada por Isabella Rossellini. Desde ella podemos orientarnos en esta película: la fotogénica Isabella desde hace un tiempo ha sido eliminada como actriz realista y ganada por su personaje incandescente. Rossellini, aún en un papel secundario, convierte a casi todo lo que toca en un relato artificioso, con aspecto de fábula extraña de diversos tonos. El tono de cuento infantil grotesco recuerda parcialmente al de Matilda de Danny DeVito (basada en el libro Roald Dahl). Pero hay una gran distancia: si Matilda era una película explosiva, grande, asertiva, aquí estamos en un universo más cotidiano, en el que no calzan del todo bien muchos seres de caricatura (esa maestra, ese director) esas metáforas reforzadas una y otra vez (¡la cocina!). Así, Pequeñas diferencias usa el colorido y el trazo de cuento infantil sin la convicción necesaria, por lo que todo cambio abrupto en los personajes se atempera pero no lo suficiente. Las crueldades de la primera parte del relato se digieren peor debido a ese tono intermedio que se genera entre apelaciones realistas y psicologistas y la fábula demasiado tímida. La musicalización también es oscilante y combina supinas obviedades con algunas canciones mejor colocadas y que nos permiten aguantar mejor el exceso de expresión ocular de la actuación de los padres de la niña protagonista. El título de estreno local, que traiciona el original de "el viento en mis pantorrillas", aporta a los vaivenes de esta película lograda a medias y que estuvo entre las diez producciones francesas más vistas del año pasado. En el tramo final la película encuentra más decidida el tono, las metáforas simplonas (esa ventana abierta en la casa de campo) ya son aceptadas como parte del paisaje, e incluso la tragedia más extrema se integra con cierta fluidez y decoro, o al menos con una forma menos dubitativa. Ahora bien, para llegar a ese cierre hay que atravesar metáforas visuales sexuales que pueden ponernos en la disyuntiva de abandonar toda confianza en la película o aceptar que se trata de una fábula de crecimiento un poco atolondrada pero que -aún con sus tremendos golpes y su barullo temático (muerte, frustración, educación, paternidad, amistad, pareja, pasado, etc.)- exhibe cierta calidez, cierta confianza en la energía infantil que registra.
Alex de la Iglesia cierra el año de estrenos en Argentina. A principios de noviembre nos llegó su película de producción 2013, Las brujas. Y ahora, con atraso (se presentó en España a fines de 2011) se estrena La chispa de la vida . El tema general, de fondo, es la crisis económica española. Roberto, un publicitario desempleado, casado y con hijo e hija adolescentes, busca trabajo, pero no lo consideran ni en aquellos lugares que manejan sus amigos (o mejor dicho esos que se beneficiaron de su idea para un comercial de Coca-Cola hace años, cuando era muy joven). Por un capricho no muy bien armado del guión (del guionista de Tango & Cash ), Roberto sufre un accidente en la inauguración de un museo, que se crea en función de unas ruinas romanas descubiertas en Cartagena (Murcia). José queda paralizado y su salud comprometida en medio de un anfiteatro. Los símbolos están claros: un anfiteatro romano, un "pobre cristiano" y los medios de comunicación como las fieras, con las que Roberto intenta jugar el juego del dinero y la fama efímera, pero fulgurante. Uno de los implicados, un intermediario carroñero, está interpretado con gracia maligna por Fernando Tejero, y a él le toca la mejor frase de la película (la de los mineros chilenos). De la Iglesia apunta sus cañones (no del todo sutiles) hacia la televisión como dañina omnipresencia y a la frivolidad que él observa y describe en la sociedad española. Hay una clave para entender el fastidio del director con su país: Luisa, el personaje de la mexicana Salma Hayek, que hace de mexicana. El suyo es el personaje crucial, por más que Roberto (José Mota) esté más tiempo en pantalla: Luisa es el punto de referencia de la película, Luisa es la que puede dudar y en quien recaen las decisiones de peso moral, Luisa es la que no ha sido cooptada por la desesperanza cínica. La película oscila entre una farsa por momentos superficial, pero siempre veloz -y con varios aciertos en los diálogos, sobre todo cuando muestran los dientes- y un melodrama social que domina la estructura general. Tenemos los empresarios exitosos y frívolos (y obscenos), los medios inmersos en la cretinada mayúscula (claro, con alguna excepción en la zona de menor estrellato), los políticos y funcionarios hipócritas y provincianos (claro, con alguna excepción en la zona de menor jerarquía). De la Iglesia vuelve a demostrar su capacidad para exponer muchos personajes y describirlos velozmente en pocos minutos, y para que la narración fluya sin problemas. El trabajo fino con las ideas nunca ha sido su fuerte y la película flaquea por ese lado, pero cada vez que amenaza con volverse irrelevante la rescata la enorme convicción que pone en juego Salma Hayek, una actriz de un aplomo fuera de lo común, de una mirada lo suficientemente intensa como para hacernos creer que los componentes melodramáticos aquí presentes son mucho menos adocenados de lo que realmente son.