43 minutos. Según la ley argentina, es un mediometraje. Originalmente, Rosalinda formó parte de una entrega de los ya tradicionales Digital Short Films que año a año produce el festival surcoreano de Jeonju. Rosalinda, de Matías Piñeiro, se vio junto a trabajos del canadiense Denis Côté y el estadounidense James Benning. Ahora, Rosalinda se estrena localmente junto a Viola , también de Piñeiro, que es un largometraje que apenas supera los sesenta minutos (ver aparte). Juntas forman un doble programa consistente, lógico. Rosalinda es varias cosas. Es una adaptación de As You Like It ( Como gustéis , comedia de Shakespeare). Es un entramado de diálogos, imposturas, disfraces, máscaras. Es una película soleada, con agua, naturaleza, chicas y chicos jóvenes. Es, claro, un juego: la secuencia final lo deja claro por si hay algún distraído; una secuencia final que no explica sino que, justamente, juega. Es una de esas raras películas argentinas con el aire cargado de erotismo, con velocidad para los diálogos, con la capacidad de establecer situaciones que se diluyen en la siguiente y sin frustrarnos, porque la nueva se genera con encanto, gracia, ritmo. Piñeiro, en su tercera película (las dos primeras fueron El hombre robado y Todos mienten ), dispone actrices y actores en el Tigre, dispone ensayos, dispone sus habituales juegos de ficción dentro de ficción (o ficciones exponenciales). Y lo hace sin pedantería, con una amabilidad y una velocidad que se ajustan al tiempo breve y al encanto perdurable que propone Rosalinda .
Excelente. Claro que es cuestión de gustos. De escalas, de conexiones, de otras visiones, de cuánto cine se ve, de a cuánto cine argentino uno se le anima. Pero después de repetir tres veces Viola , la película parece ofrecer disfrutes nuevos, nuevas conexiones, nuevos gestos, nuevos detalles. La rica y breve Viola es la cuarta película de Matías Piñeiro, la segunda de sus comedias sentimentales shakespeareanas. Viola parte de Noche de Reyes y transcurre en invierno en la ciudad de Buenos Aires (y provincia, "pero cerca"), a diferencia de su acompañante soleada Rosalinda , que transcurre en el Tigre y también se origina en Shakespeare (ver aparte). El primer segmento de Viola -consistente, coherente- es un fragmento de representación teatral más una conversación en los camarines. Tierra femenina, trama femenina, estrategia femenina: actrices que actúan, simple o doblemente: hombres satélites, u hombres como un rol que se puede imitar y mejorar, afinar. Ensayos en una casa: el erotismo de la palabra, del acercamiento. Las actrices de Piñeiro (bah, las actrices con Piñeiro) han actuado en teatro, pero Piñeiro sabe que en el cine la entonación de los diálogos y la intensidad de los gestos son otra cosa. Ahí Piñeiro convierte, subvierte a Shakespeare para el beneficio del ritmo, de la cadencia musical de las palabras. En Viola todo fluye, fluye en el movimiento y fluye en la quietud. Hay suspenso emocional en un beso, en cuándo se da. Eso se logra por la precisión en el gesto, en el sonido, en la duración de los planos, en la lógica de la luz, en las palabras en off y en sus efectos sobre los rostros. Por los grandes logros de un joven director que ha alcanzado la maestría en su territorio de diálogos, equívocos y cruces de personajes con este film con nombre de mujer. El personaje Viola -la principal de las chicas que encarnan el movimiento, el encanto y el pensamiento del relato- anda en bicicleta por las calles de Buenos Aires. Viola reparte películas grabadas en DVD, parte fundamental del trabajo de la "empresa pirata" de nombre Metrópolis que tiene con su novio, Javier. Viola observa, deja que las cosas le sucedan, o de eso la acusan en la perfecta conversación en el auto (el auto quieto de esta película, el único elemento que no se mueve). Tal vez Viola trame con tanta perfección que pone todo en acción sin demostrar afán alguno. Viola, al final, incluso canta, y Piñeiro deja fluir esa alegría, ese estado diáfano y frágil de la levedad emocional que busca un ancla. Todo aquí es un juego digno de jugarse. Un juego excelente. Claro que es cuestión de gustos. Pero más allá de ellos, Viola es un punto clave del cine argentino hoy: un nodo de gracia y sutileza, de revalorización del diálogo, de construcción sólida de situaciones. Un ejemplo de claridad para construir personajes, para entender los bordes filosos de sus personalidades como lugares de entrada para los pequeños temblores e inestabilidades que ponen en circulación el amor o su búsqueda. Un cine resplandeciente, seguro y estable para mostrar el movimiento y las dudas que generan los más encantadores pliegues del deseo.
Comedia y trabajo Una comedia, no se estrenan tantas en el cine. Las veo casi siempre. El género me gusta. Claro, a todos les gusta, dicen. Bueno, en primer lugar, conozco gente a la que no le gustan las comedias. En serio no le gustan. No les gustan, prefieren ver –y lo dicen así– películas que “les dejen algo”. Yo creo que dejaría de ver cine nuevo si no se hicieran más comedias. Así las cosas, vi Ladrona de identidades, del director del documental The King of Kong y también de Quiero matar a mi jefe (Horrible Bosses, de la que está preparando la segunda parte). Como ocurría con Quiero matar a mi jefe, Ladrona de identidades es una película a la que le falta una fluidez mayor, una unidad más compacta, una mirada más grande, que vaya más allá de la suma de fragmentos cobijados por una excusa argumental no muy sólida. Estas dos películas de Seth Gordon tienen un tema no del todo común para la comedia, porque incluso en las que no son estrictamente comedias románticas, las relaciones de pareja suelen tener mayor peso. Y estas dos comedias de Gordon se centran en el trabajo. Quiero matar a mi jefe se organizaba a partir de las relaciones de empleados con tres jefes abominables distintos, y de las maneras de derrotarlos. Ladrona de identidades, del lado del personaje de Jason Bateman, se trata de cómo conservar un nuevo puesto de trabajo recién conseguido que implica no tener que soportar más a un jefe maligno. Del lado de Melissa McCarthy, en cambio, se trata de otra cosa: su personaje es el de una desesperada, una mujer gorda y solitaria que no tiene idea de cómo vivir, ni siquiera de cómo querría vivir. No es simplemente una adicta a comprar cosas, sino además a la mentira constante, al fraude, a hacerse pasar por otra persona. Al revés de lo que suele suceder en las comedias (y en los westerns) en Ladrona de identidades es la mujer protagonista la que se convierte, no tanto el hombre. Un rasgo inteligente de la película es no haber planteado al personaje de Bateman como un hombre desagradable. Y en el conflicto de la película él tiene razón, eso no se pone en duda. Lo interesante es ver cómo se enfrenta al problema: y el problema es que se le cruzó una persona que es tremendamente distinta a él. En ese juego de personajes desparejos en viaje por Estados Unidos la película remite a Todo un parto y, por lógica consecuencia, a Mejor solo que mal acompañado. La lógica del flaco y el gordo, de persona con la vida “ordenada” y la que está en la búsqueda de algo, o incluso desesperada, con conflictos mayores. La química de hombre-mujer, y de estilos actorales con facilidad para el choque seco (verbal y físico) logra los mejores momentos de comedia: golpes, objetos arrojados, persecuciones: Bateman y McCarthy brillan en ese aspecto. Cuando la película se centra en ellos, irradia esa felicidad que nos propone la comedia incluso al acercarse a las neurosis más oscuras, a los miedos más básicos. Cuando para relatar abusa del sentimentalismo y las explicaciones, y de la música demasiado obvia y explicativa, se hace más rutinaria. Hay un lado más salvaje de esta película, más crudo, que se ve atenuado por un acabado demasiado blando. Pero en Ladrona de identidades hay señales que indican que cuando Seth Gordon suelte su ferocidad, su capacidad para el golpe cómico, logrará una gran comedia. Por ahora, Ladrona de identidades ofrece unos cuantos buenos momentos, a los que se suma la presencia –con hermosas arrugas, sin falsedades—de Amanda Peet con sus cuatro décadas.
No es estrictamente un documental sobre payasos. Es una mezcla entre documental y ficción que intenta abarcar a los payasos de aquí y de allá, su arte, sus variaciones, sus tradiciones, sus historias. Empieza un poco laxo en términos de estructura, con imágenes de payasos en diferentes continentes, un dirigible volando (con efectos visuales rústicos), el propio director explicando algo de lo que vendrá: el intento de lograr el acto absoluto, el mejor, el acto payasesco que llene las expectativas de los payasos que se juntarán en una convención, el acto "sólo para payasos". Esos primeros minutos un poco caóticos parecen ser una mera introducción para enseguida proponer una sucesión de entrevistas con payasos y clowns con ideas sólidas, claras, concisas, en especial el catalán Tortell Poltrona y la argentina Petarda. Petarda establece diferencias entre las performances en la calle, en el teatro y en los hospitales. Es decir, señala la importancia del contexto a la hora de pensar la performance . Poco después la película empieza a desoír esas declaraciones y a abusar cada vez con mayor frecuencia de una cercanía desaconsejada para el cine que registra actuaciones pensadas para otro contexto: el gesto payasesco -aunque sea de payaso moderno- se amplifica en el cine, y la mueca se impone y asfixia la gracia y lo que pueda haber de poesía en la representación. Si una performance no fue pensada para el cine deben procurarse formas, cuidados especiales para que en su exposición cinematográfica no se deforme de tal manera que atente contra sí misma. Pero Sólo para payasos se acerca a sus sujetos de forma poco reflexiva y demasiado endogámica, e intenta arrollar con cantidad de planos, cantidad de payasos, cantidad de declaraciones, cantidad de inserts (que cortan buenas declaraciones con imágenes y acciones muchas veces irrelevantes): una cantidad excesiva de elementos que genera demasiada dispersión. De esta manera, con el correr de los minutos las mezclas entre lo ficcional, lo documental y las performances de estos payasos (mayormente modernos y acrobáticos, no de circo clásico) se apilan de forma cada vez más desprolija, con un montaje que no permite organizar una película con una duración por encima del promedio de este tipo de propuestas. Así, Sólo para payasos entra en una lógica que no es anarquista, sino anárquica, lamentablemente desordenada. Y esa acumulación y ese desorden abruman, agotan y opacan unas cuantas buenas imágenes, algunas declaraciones atractivas y una lograda música original.
Inconsistencias La película argentina que sale con más copias. La primera de animación de un director local ganador del Oscar. El costo. La campaña publicitaria. Los políticos en las fotos de las muchas premieres. El debate sobre las posiciones políticas de Juan José Campanella. Los años de producción. La mentada división entre “campanellistas y anti campanellistas”. De todo eso no habla esta nota. No. Vamos a la película Metegol. Lo mejor de Metegol está al principio, en el único partido de metegol que se nos muestra. En esos minutos la película brilla: la animación es sofisticada y los movimientos son perfectos. Y, sobre todo, el relato es consistente. Hay un partido de metegol, hay siete pelotas para jugar, el que llega a cuatro goles gana. Las acciones quedan claras, lo que se cuenta está dentro de una lógica comprensible que permite que surjan el suspenso, la emoción, el interés. Ese es el momento de expectativas altas, de película abierta, de posibles asombros: estamos dentro del relato que un padre le cuenta a un hijo. Metegol es una película enmarcada narrativamente, con lo que se llama, en inglés, “framing device” (dispositivo marco). Ese marco es la forma de presentar un relato dentro de un relato, y puede usarse para desvíos, pausas, dudas sobre lo relatado. No es el caso, no estamos acá ante el narrador dudoso o incluso mentiroso de, por ejemplo, Historias extraordinarias de Mariano Llinás. El narrador de Metegol empieza a contar y la historia enmarcada asume con continuidad el primer plano. Esa historia enmarcada comienza a diluirse desde el partido de metegol, empieza a desgastarse, principalmente por la falta de consistencia de lo contado. En cuanto a la animación, es clara la apuesta de la película: ir hacia el lado de Pixar y sus émulos mediante una animación digital “grande”, suntuosa. Y sí, no se ha visto otra película de animación digital en Latinoamérica con este despliegue animado. Sin embargo, al decidir jugar en esas ligas, Metegol se arriesga a evidenciar sus fallas, a señalar esos lugares a los que no pudo llegar: los planos de multitudes, como en la plaza del pueblo o en el partido de fútbol (no de metegol), revelan movimientos más limitados, menos fluidos, ponen de manifiesto las limitaciones. La reciente película de animación uruguayo-colombiana Anina, por ejemplo, decide una estética que se ajusta a sus posibilidades. Metegol apuesta fuerte y a veces su ambición es desmedida. Pero ese es un problema menor, irrelevante incluso frente a la falla más grande de la película, que es su inconsistencia narrativa. La animación no es el reino de la arbitrariedad sino uno en el que todo es posible, que no es lo mismo. Esa posibilidad de contar todo, sin embargo, tiene que tener una lógica por detrás, un andamiaje, un entramado, una consistencia interna, sobre todo en un relato enmarcado en el clasicismo. Los elementos en juego tienen que tener necesidad, raigambre. Si no creemos en el universo que se despliega ante nuestros ojos, algo está fallando. Si a cada rato nos preguntamos por qué pasó tal cosa o por qué no pasó tal otra es porque empezamos a dudar de la fábula. Y ahora, atención, que de aquí en adelante se revelan algunos detalles del argumento que si no vieron la película quizás no quieran conocer. Hecha la advertencia, sigamos. Se remarca, en la película, que los jugadores de metegol son de plomo, entonces, ¿qué peligro puede significarles una rata? Pero ese, también, puede ser un detalle menor. Ahora bien, cuando una secuencia de capital importancia, por extensión, por multiplicación de acciones en paralelo y porque tiene buenos movimientos animados pende de un hilo sin mucha lógica, el edificio empieza a derrumbarse: los jugadores de metegol llevados para ser usados en un parque de diversiones no se sostiene con solidez. El jugador puesto como perno permite un buen segmento de acción y movimiento, pero se siente arbitrario. De todas maneras, podemos jugar a soslayar este problema y pensar que la secuencia del parque de diversiones es un mero divertimento aislado y así no tener en cuenta sus inconsistencias. El problema mayor está por venir y está al final, en la larga secuencia de fútbol: comienza el partido y el equipo “del malo” se queda inmóvil sin justificación. La pelota comienza a rodar y se le pasan sin brío los del equipo de los buenos. Es extraña esa decisión. No hay explicación y tampoco necesidad de mostrar esos movimientos, y no se explica la quietud mencionada. Y en ese partido (muy lejos de Escape a la victoria de John Huston) la película se desarma, o se termina e desarmar: todo se vuelve fragmentario en términos de sentido. ¿Hay que ganar? ¿Cómo hay que ganar? ¿Cómo hay que jugar? ¿Cuán buenos son los malos jugando? ¿Cuán malos son los buenos jugando? ¿La lógica es el rating? ¿La lógica es el aplauso? ¿Lo que “está bien”? La película abraza una y otra idea a medida que pasan los minutos y el sentido no se arma, no se cohesiona nunca. Después, claro, hay que cerrar, afirmar: pero lo contado no nos llevó de forma sólida, divertida, coherente, hasta acá. El relato parece dictar qué es lo que hay que tener en cuenta en la parte final de la secuencia final: la lógica de Metegol y del metegol se desvanecen, incluso hasta pierden sentido los jugadores de plomo y sus acciones, se vuelven mera comparsa. La película se revela como un muestrario técnico muy esforzado, hecho para ser doblado en diferentes países y así perder con velocidad la así llamada “identidad argentina” y ganar posibilidades de venta. Los personajes son muchos (incluido un curita típico del cine argentino de hace décadas, hasta parecido a Enrique Muiño) pero no alcanzan la grandeza, no fascinan. Lejos está Campanella en esta película de la convicción general de El secreto de sus ojos. Metegol es, en términos narrativos, más parecida a la gran falla de esa película ganadora del Oscar –el arbitrario interrogatorio del sospechoso, que hacía avanzar la acción a costa de averiar la consistencia narrativa– que a la credibilidad de los memorables personajes de Ricardo Darín, Soledad Villamil y Guillermo Francella. Ni siquiera un narrador con la capacidad de Campanella puede sostener un andamiaje de acciones tan débil como el de Metegol, adornado, eso sí, por algunos buenos diálogos, incluso con un timing nada habitual en el cine argentino. Quizás algunas réplicas, algunas frases veloces y algunos chistes sean la verdadera novedad que trae Metegol, ese nuevo camino que tanto se pregona de forma periodística y publicitaria.
La gran sorpresa No pensaba ver Titanes del Pacífico. La palabra titán, que no está en el título en inglés, me alejaba. También me alejaba el afiche, por lo menos el primero que vi, que parecía querer vender una Transformers o algo por el estilo. Ni sabía de quién era la película. Después supe que era de Guillermo Del Toro. Y empecé a leer algunos comentarios a favor así que fui a verla en la tercera función privada del día lunes, cansado y con hambre. Pero esos pequeños detalles quedaron pulverizados ante una película como Titanes del Pacífico, verdadero cine-proeza. 1. Del Toro mezcla una gran cantidad de elementos sin encadenarse a nada (como lo había hecho Baz Luhrmann en Moulin Rouge!): sí, claro que están Godzilla y la tradición de monstruos japoneses y su gigantismo y decenas de elementos más. Pero Del Toro no es un citador, ni un reciclador autómata, es alguien que se inscribe en las tradiciones que elige y lo hace con un conocimiento y un amor descomunales. Del Toro quiere llevarnos otra vez a creer en el cine de aventuras, en las peleas de monstruos y robots con corazón humano (casi literalmente), en la ciencia ficción con la imaginación a pleno. 2. El comienzo de Titanes del Pacífico ya promete: se cuenta muy brevemente cómo fue que la humanidad se vio atacada y seriamente amenazada por unos monstruos (kaijus) feísimos provenientes del Océano Pacífico. La irrupción de estas bestias se presenta en segundos, como un dato. Del Toro apuesta fuerte, y nos dice que va a desperdiciar esa potencia espectacular porque tiene mucho más. Es como si un goleador se negara a convertir un penal en el minuto 1 porque tiene más y mejores goles para ofrecer. Suele ser verdad esta fórmula en el cine: cuando dentro de una película está el germen, la potencia para desarrollar otra película se está ante un relato de especial riqueza (como pasaba en El desencanto con la historia del sepulturero que, jubilado, había decidido viajar por el mundo para ver la moda de los cementerios) Y sí, Del toro tiene mucho más. Tiene tanto más que las más de dos horas habituales en un tanque actual no se sienten como mandato de época sino que incluso nos dejan con ganas de más: de más andanzas del dúo científico, de más pruebas de la química entre la pareja interracial, de más frases secas del negro jefe, de más peleas entre los robots y los bichos feos, de más ciudades atacadas, de más lluvia constante. 3. Que en una película de súper acción de las actuales pidamos más acción y no que recorten el barullo es uno de los grandes méritos de la película de Del Toro, y el motivo principal es algo muy básico y que en mucho cine –kilombo que se hizo desde la mitad de os noventa se olvidó: el cine es el arte ideal para ver grandes batallas, pero deben cumplir con la condición fundamental de ser comprensibles. Robots gigantes peleando contra monstruos proteicos y de formas rarísimas. ¡Y se entiende el movimiento! Hay un antecedente de Del Toro en todo esto, y fue una película a la que no se le dio la importancia merecida. Una secuela, para peor: Blade II, con un actor, Wesley Snipes, que estaba en la cima pero cerca de iniciar la decadencia que lo llevaría al directo a video y hasta a la cárcel. Bueno, de Blade II escribí esto hace más de 10 años: “El Toro y sus vampiros. O el toro y los vampiros del cómic y de Hollywood. Una combinación animal, una secuela multicortada en planos filosos y pegados con un supremo sentido del movimiento.” Ese sentido del movimiento, ese sentido del montaje, era la capacidad de hacer comprensible cualquier pelea, por más complicada y veloz que fuera. Uno de los dos montajistas de Titanes del Pacífico es Peter Amundson, montajista de Blade II. 4. Titanes del Pacífico es una película que trasmite una enorme felicidad, la felicidad de estar seguro de divertir con las armas más nobles, con sentido de la aventura, con la capacidad de hacer simple lo aparentemente complicado (la fusión mental, su explicación sencilla, su necesidad dramática, incluso la posibilidad de algún chiste sobre el asunto, es toda una lección para El origen de Nolan). Titanes del Pacífico plantea la idea de disfrazarse de algo gigantesco para pelear contra el mal porque entiende las máscaras, los géneros, el juego, la diversión. Y el elogio final debería ser, sin más vueltas, ¡qué ganas de verla otra vez!
Andrés Habegger, uno de los directores de Cirquera, es el cineasta experimentado de la dupla. Entre sus antecedentes se destaca Imagen final , documental sobre Leonardo Henrichsen, el camarógrafo argentino que filmó su propio asesinato por parte de militares golpistas chilenos. Diana Rutkus, que comparte el crédito en el rubro dirección y guión, es el centro de la película. Diana es hija de madre equilibrista y trapecista y de padre domador de leones, encargado de otros animales y además baterista. Diana vivió la vida nómade del circo hasta 1969, cuando ella tenía cinco años: su familia abandonó la actividad y se fue a vivir a Plátanos, Berazategui, donde aún reside. Los recuerdos de Diana sobre esa vida circense son borrosos. Tal vez por eso se dedique a recolectar historias, fotos y relatos sobre los artistas de circo. Su hermano mayor, Juan, vivió más la vida trashumante y recuerda mejor, aunque -pequeña falla en la construcción de la mítica del relato- intenta encontrar los certificados que confirman sus cambios de colegio y no encuentra aquellos de mayor impacto. Cirquera tiene su mejor personaje en la madre de Diana, Elisa, con algunos problemas de memoria, pero de una vitalidad muy impresionante. El momento de mayor potencia en la primera parte de la película es aquel en el que Elisa se cuelga del trapecio en el galpón de su casa. En sus primeros dos tercios, Cirquera intenta describir un mundo familiar y nostálgico con apuntes demasiado cotidianos: que en la familia tomen mate y hagan asados no aporta demasiado al núcleo del asunto. Queremos saber más del circo, queremos más imágenes, más historias, más fotos. La película en esos segmentos avanza con una lentitud no del todo bienvenida, con una voz en off de Diana por momentos sobreescrita, con giros, formas y metáforas que chocan con la propuesta de "mostrarnos la vida cotidiana". A partir de las declaraciones de otro de los entrevistados, Lalo Crinó, sobre su decisión de abandonar la vida del circo, la película cobra un nuevo impulso: tiene más claridad y una vitalidad distinta. Los recuerdos se abordan más frontalmente, con diálogos menos laterales, con información más precisa, con esas fotos pequeñas con visor que sirven para descubrir el pasado y a la vez para llevarnos a algo que es visual y materialmente "de circo". Tal vez esos rodeos de los primeros segmentos de la película sean parte de una propuesta pudorosa ante la magnitud de un pasado de esplendor que ya no es, pero se sienten descentrados, faltos de energía. Incluso un buen momento dramático como el de Diana mirando a una joven cirquera y su preparación -que nos da a entender sin palabras la vida que Diana no vivió y que en un punto le pesa- no termina de encenderse. Cirquera es una película con buenos momentos, sincera, con el peso del esplendor del pasado de un arte que se hizo más pequeño. Pero para destacarse y obtener mayores aplausos, necesitaba más pista central, más luces fuertes, más momentos extraordinarios.
Clásico -o éxito- de la radio y la televisión, El llanero solitario versión cine 2013 busca frenéticamente ser un éxito. La película de Verbinski-Bruckheimer (dúo de director y productor de Piratas del C aribe) desorienta, divierte, desconcierta y cansa. Cansa porque a veces aturde, pero sobre todo cansa por presentar una mezcla que en este caso se revela imposible. Con tantas tendencias y tantas apuestas la película se siente tironeada y estirada, y así no sólo llega a innecesarias dos horas y media sino que además deja ver en demasía el objetivo de "vender a cuanto público sea posible". Hay películas que logran ser multitarget con menos sufrimiento que El llanero solitario , pero aquí estamos ante un caso de notoria pérdida de unidad, e incluso de identidad, por ambición desmedida. Película de acción y aventuras con dúo que no se lleva bien (buddy-movie), película romántica, película sobre la familia, western con una enorme cantidad de citas y reciclados, película de humor deadpan , película de humor absurdo, película de una corrección política actual con iconografía de hace décadas, película con Johnny Depp como estrella. Y, sobre todo, película de tono de farsa que muta de forma intermitente a un tono más grave. Esos y otros tonos no se amalgaman, y la lógica de cartoon + slapstick que brilla por momentos queda aplastada por otras lógicas más solemnes. Y el vértigo, que podría atenuar los momentos menos lógicos o en los que el verosímil se ve herido, no se hace presente salvo en el inicio y el final en las secuencias de trenes, con múltiples homenajes, que van de John Ford a Buster Keaton. La del final es más espectacular, pero la del principio está mejor narrada, con mayor claridad. Hay ciertos momentos, unos cuantos chistes, algunas ideas visuales y unos cuantos esplendores (o que tal vez recibimos como tales porque extrañamos el western en pantalla grande) que hacen que El llanero solitario tenga algunos atractivos. En realidad, dicho de otra forma: la película atractiva que hay (o había) en El llanero solitario versión Verbinski-Bruckheimer está hundida entre las necesidades de la súper producción de llegar a todos los públicos existentes y a los que quizás existan en un futuro. A veces la voracidad no es sinónimo de vitalidad sino el punto de partida de las faltas y las fallas de unidad, forma y coherencia. Los actores, con Depp a la cabeza y su marca registrada de gestos mínimos y a la vez tremendamente expresivos, están todos bien, todos tienen claro el camino. Brilla Armie Hammer (y demuestra su gran futuro) como El Llanero, resplandece la belleza intrépida de Ruth Wilson y William Fichtneres ofrece uno de los mejores secundarios del cine. Todos apuestan a una fiesta de adrenalina, de sentido del humor y de velocidad. La película, por todo lo dicho, a veces opera en favor de los actores y en otras ocasiones aniquila el entusiasmo de los intérpretes con demasiada música grave y sobre todo con una tremenda incapacidad para la síntesis y la gracia constante, sobre todo cuando el elenco no se ve acompañado de trenes o animales. Caballos, liebres y escorpiones también tienen parte de los méritos actorales, o actorales-digitales. Y ellos también merecían algo más noble que la intención de vender todo a todos. O, al menos, una venta mejor.
Pixar hizo un puñado de obras maestras: las tres Toy Story , Monsters, Inc ., Buscando a Nemo , Ratatouille . También hizo algunas muy buenas películas y unas pocas de las otras. Lo extraño es que había encadenado dos flojas seguidas. Luego de su cumbre absoluta ( Toy Story 3 ) vinieron la automática Cars 2 y la muy fallida Valiente . Por eso se esperaba la precuela de Monsters, Inc . con cierta ansiedad. Y Pixar fue a lo seguro: hizo una muy buena película sobre un universo preexistente y de fuerte consistencia. No apostó por la originalidad ni por ampliar el mundo narrado -como pasaba con las nuevas entregas de Toy Story -, sino que decidió aportar variaciones sobre lo conocido. En Monsters University el centro es la educación del monstruo: el camino del héroe es un camino de aprendizaje. Conocemos a Mike de niño y a Sully de joven: ambos quieren ser asustadores profesionales. Ya sabemos que lo lograron porque, obviamente, vimos Monsters, Inc . Lo que importa, entonces y como siempre, es el cómo. La vida universitaria del que no estaba destinado a ser asustador (por aspecto, por herencia) y del que sí (por mandato familiar). Por supuesto, la vida universitaria es la vida universitaria estadounidense, con sus costumbres, sus tradiciones, sus taras, sus ritos, incluso con los parques entre las facultades. El mundo de los monstruos es un mundo competitivo y capitalista. La de los monstruos es una sociedad en la que -con fallas y con tropiezos- se terminan premiando el talento, el esfuerzo, la perseverancia, el respeto por las reglas. Algunas de las decisiones de los nuevos personajes (notable el de la decana Hardscrabble, con la voz en inglés de Helen Mirren) y también de los ya conocidos marcan claramente la visión del mundo que propone Monsters University . Incluso, en un punto, el camino de Mike y Sully hasta podría interpretarse como el camino de Pixar. De diseño visual impactante, animación perfecta y chistes de alto nivel (aunque no constantes), la principal objeción que se le podría hacer a Monsters University es cierto esquematismo: al no tener que describir un mundo nuevo (eso era Monsters, Inc .), la narración pesa más y descansa en el formato de "torneo" y de la enseñanza de "trabajar en equipo". Pero los 110 minutos de Monsters University están cargados de ese nivel de gracia que Pixar hizo que consideráramos normal -y que obligó a otras productoras a esforzarse más y así mejorar el nivel del cine de animación en general- y que nos malacostumbró. El porcentaje de obras maestras de Pixar sigue siendo alto, pero Monsters University no lo aumenta, aunque sí incrementa el coeficiente de felicidad en el mundo. Y la secuencia final de sustos es un homenaje brillante al arte de asustar en el cine: al esfuerzo, la planificación y la artesanía que, unidos al talento, generan esas emociones que vamos a buscar a la sala oscura.
El cine de superhéroes, qué duda cabe, es una de las dos joyas de la corona del Hollywood actual (la otra es el cine de animación). En el de superhéroes, además, las marcas preexisten: son los personajes de los cómics. Y pueden ser llevados al cine, relanzados muchas veces, combinados: si algo no funciona hay un "nuevo Hulk", un "nuevo Superman". Esta entrega de Superman, es obvio, va a sobrevivir en forma de continuaciones y con éxito. Pero no por ser una película perfecta sino por ser una película astuta. El hombre de acero de Zack Snyder (y no se puede obviar el nombre del guionista y productor, Christopher Nolan) tiene varios grandes momentos, excelentes, pero decide no apostar a la grandeza (estaba ahí, al alcance de una mayor determinación o de caminos menos demagógicos) sino a la supervivencia. Veamos. El protagonista, o sea Clark Kent/Kal-El/Superman, está interpretado por un actor lindo y musculoso, con gran mandíbula. Un adonis ancho, que al menos por ahora (Schwarzenegger se convirtió con el tiempo en un muy buen actor) no es apto para cargar él solo con una película de estas dimensiones, por más espalda que tenga. La astucia de la película es rodearlo con varios actores y actrices de especial brillo, presencia, talento, belleza más perdurable. No todos los elogios antedichos se aplican por igual a estos nombres que siguen, pero Kevin Costner, Amy Adams, Diane Lane y Russell Crowe están a otro nivel. Costner, en pocos minutos, eleva la película emocionalmente. Él y Crowe son los responsables de plantear el tema que podría haber cohesionado los elementos de la película y que no terminan de amalgamarse: las relaciones padre-hijo. Cuando aparecen esos dos actores inmensos, que hacen todo fácil, El Hombre de Acero trata de eso que ellos interpretan. De la misma manera, cada vez que aparece Amy Adams El Hombre de Acero es una película de amor y deseo. Al ser "la primera de la serie", esta "Superman" (así se la va a llamar por más hombre de acero que le pongan) tiene ese aspecto de trailer megagigante, o de parte de algo mayor, no del todo conclusiva y con varias explicaciones y demasiada forma de prólogo. Sin embargo, el prólogo de esta película es sólido, un buen mediometraje de ciencia ficción y fantasía, con imaginación para el uso de los efectos, contundencia narrativa, velocidad. Luego la película procede con enormes elipsis, lo que por un lado refuerza esa sensación de tráiler gigante, pero por otro permite notables avances y cambios de tiempo y lugar muy estimulantes (hay uno especialmente bueno, el de "ok, tenés nuestra atención"). Fotográficamente muy poco pop, con colores hasta ásperos, El Hombre de Acero tiene en la música de Hans Zimmer su aspecto más previsible, con la atronadora sobriedad que frecuenta últimamente el músico nacido en Alemania en sus colaboraciones con Nolan. De Alemania viene también Antje Traue, la espectacular villana que pelea en la mejor batalla de la película, la de Smallville: perfecto diseño espacial, novedosa intensidad mediante el poderío y el movimiento que permiten los efectos, comprensión de móviles y acciones. Luego, la batalla final -deudora de la de Los Vengadores -tiene dos etapas. La fragmentación espacial de la primera y su falta de claridad diluyen la fuerza del relato. La segunda etapa, "la pelea final", si bien espectacular, es excesivamente larga y los movimientos van perdiendo sentido. El segmento final pausa el desarrollo de los personajes, y así la película termina bastante quieta a pesar de tanto movimiento y de sus numerosos méritos previos.