CUANDO UNO QUIERE UNA COMEDIA LO MEJOR ES UNA COMEDIA 1. En tren de innovar, a alguien se le ocurrió ponerle como título local ¿Quién *&$%! son los Miller? a esta película. Una pregunta no legible, qué quizás intente que digamos “¿quién carajo son los Miller?” ¿Cómo la pedirá la gente en la boletería? “¿la de los Miller?” O quizás no remplazará los signos con ninguna palabra y dirá, rompiendo la concordancia “¿quién son los Miller”? Hoy ya había errores en las carteleras digitales de los cines. Y sospecho que en las entradas impresas dice más cualquier cosa que de costumbre. Por otro lado, el título original es una afirmación, We’re the Millers (“somos los Miller”, recordemos que en castellano no se pluralizan los apellidos, The Simpsons siempre fueron Los Simpson). Y es clave que no sea una pregunta: los personajes lo afirman, ese es el corazón del asunto, dicen ser los Miller. La pregunta sobre quién *&$%! es esta gente, o quién carajo, o quién mierda, o quién diantres, no tiene sentido. ¿Quién *&$%! pone estos títulos? 2. Título al margen, We’re the Millers es una gran sorpresa. Bueno, no lo es tanto cuando uno se entera de que el director, Rawson Marshall Thurber, es el de Dodgeball: a True Underdog Story (acá directo a DVD como Pelotas en juego). Sabíamos entonces que Rawson Marshall Thurber sabía hacer comedia, poner en escena chistes, manejar el timing, con capacidad para descartar lo que no sirve: toda buena comedia (toda buena película) implica un buen decantado. 3. We’re the Millers pone en escena a una familia que es una puesta en escena (doble, claro). De esa forma, se permite correr los límites del mainstream en cuanto a la representación familiar. Sí, claro, no es una familia pero… Con esos juegos de rol, más el lanzarse a la ruta sin conocerse, la película aprovecha los choques de las personalidades más las posibilidades que siempre abre la road movie (no por nada el cine de los setenta en Hollywood tuvo tantas roads movies). Y ese bebé. Y esos chistes que van reventando la corrección política. We’re the Millers no es una comedia amable. No quise leer críticas sobre la película, temo encontrarme con quejas sobre cómo, al final, la película se domestica. Pero para discutir eso, les debería contar el final. 4. La mayor domesticación, en todo caso, está en las maneras adocenadas, soporíferas y a fin de cuentas estúpidas de la música incidental. Mientras las canciones se usan cada vez mejor en el cine, se las da vuelta, se las trabaja, se las ubica con diferentes sentidos y filtros y marcos (en esta película también), y hasta se puede comentar su uso con grandes secuencias (la canción de triunfo), la música compuesta para la película es la demasiado habitual pavada pavloviana, como si se pensara que el espectador no puede sin ella. De todos modos, el cine argentino “mainstream” (hay comillas, sí, por supuesto) en promedio está peor. Pocos aquí logran usar bien las canciones, y es muy reciente el ejemplo de cómo música y canciones debilitan la por otro lado bastante acertada y ajustada Corazón de León. 5. Las mejores comedias tienen los mejores actores. Jason Sudeikis (Pase libre), Jennifer Aniston (los que creen que las lindas son malas actrices pueden irse a escuchar alguna música a favor de Fidel Castro). Y los chicos: Will Poulter (el de la imprescindible Son of Rambow) con una cara rarísima, como una encarnación freak ( mas frask) del chico de la revista Mad que, bien ubicada en una comedia, rinde mucho. Es este caso: comedia con cejas. Y Emma Roberts, que ya en la reciente Adult World interactuó con chispas con John Cusack, nada menos. 6. A We’re the Millers le falta mayor cohesión y más lógica para ser más grande. Pero en su modo de colección un poco anárquica de grandes chistes con grandes actores y gran timing durante un viaje es altamente estimulante. Y cuando no lo es y baja un poco el ritmo, al menos es placentera como reventar papel burbuja, o como *&$%! se llame esta cosa.
Vísceras y barullo, en una pobre antología de terror A menos de un año de la primera entrega (que aquí se estrenó en febrero de 2013), aparece un nuevo pack de cortos de terror dominado por material encontrado, mucho gore (sangre, vísceras, tripas), punto de vista de cámaras diegéticas (en muchos casos, manejadas por los personajes), temblor -por momentos insoportable- en la imagen y en el montaje, con una historia marco diluida y poco relevante. Más allá de ese marco intermitente, hay otros cuatro segmentos, que en promedio son menos satisfactorios que los de la primera entrega, en parte por la repetición del esquema, pero sobre todo por la falta de elaboración de todos menos uno, "Safe Haven", el más largo, que consume más de media hora de película y es el que tiene mayor perversidad y un crescendo más lógico, menos basado en el golpe de efecto: esta historia sobre una secta -la asiática del grupo, de Indonesia- presenta variantes, una mirada menos frontal sobre el terror (aún sin renegar de la estética impuesta por estas entregas) y va más allá, y de hecho es la que se siente que podría haber durado incluso más. Sus personajes, al menos, no se definen apenas aparecen en la pantalla. Muchas veces, en grandes películas de género, los personajes son de una claridad bestial, pero aquí, en las tres historias restantes ("Phase I Clinical Trials", "A Ride in the Park", "Slumber Party Alien Abduction") son demasiado planos, y además forman parte de ejercicios hechos con poca enjundia: no avanzan ni los personajes ni las peripecias. En "Phase I Clinical Trials", por fuera del ojo robótico del protagonista y la belleza de la chica no hay más que sustos de outlet con fantasmas, a puro efecto sonoro. En la de los zombies en el bosque, "A Ride in the Park", no hay mucho más que eso: es la menos molesta en términos de temblor visual (uno de los directores es uno de los de The Blair Witch Project ), pero es algo así como "una práctica de estudiante con prestancia de experto". Nada más que un poco de zombies, y a estas alturas eso es escuálido. El último corto, el de los alien , es un mero barullo, una tontería importante, un cierre que es un desmoronamiento.
Aires del neorrealismo italiano Matteo Garrone es uno de los grandes nombres dentro del cine italiano actual. En Argentina solamente se había estrenado Gomorra , adaptación del libro de Roberto Saviano. Gomorra fue el film más directo de Garrone, el menos enrarecido en el tono, una muy buena película armada a partir de varias historias de violencia y abismo social y político en el sur de Italia. Reality conecta con otras películas del director vistas en el Bafici como Estate Romana y L'imbalsamatore , historias en las que el tono es el protagonista, más allá de lo contado, que nunca es poco en el caso de Garrone. Su cine es narrativo y de un clima, un aire extraño: nada es del todo normal en esta Italia del siglo XXI. Reality comienza con una boda real, que no es ni real ni tampoco es una sola. Una fiesta que se liga con otras fiestas de otro director clave del cine italiano contemporáneo: Paolo Sorrentino y su reciente La grande bellezza , presentada en Cannes. Pero ahí en donde Sorrentino hace explotar su cine y a sus personajes (y los lleva a una especie de vértigo de todo tipo que divide al público), Garrone es más sutil y más reposado. En esa boda, un personaje se va individualizando: el extrovertido Luciano. La fiesta, lugar de máscaras, dará paso a la realidad, al modo de vida familiar, a su pescadería, a las estafas que practican con su mujer (esos robots tan fuera de lugar en la piedra de las casas napolitanas y sus cocinas tradicionales). Luciano, alentado por sus hijos y su familia, hará un casting en Gran H ermano, ( Grande Fratello ), y hasta pasará la primera selección. Garrone describe un mundo (este mundo) en el que se puede ser estrella y tener éxito, fama y adoración del público sin ser más que lo que aquí se ha dado en llamar "un mediático". Y lo hace sin cargar las tintas, sin ponerse en juez de la estupidez ni la vulgaridad. Muestra, describe, no condena. En Enzo (una estrella "porque pasó por la casa de Gran H ermano") está la clave: un personaje que ni siquiera es pérfido. Luciano está interpretado por Aniello Arena, un ex miembro de la Camorra y preso condenado por asesinato desde 1991, en una actuación acorde con esta película, que conecta con grandes tradiciones del cine italiano: hay aquí herencias bien procesadas del neorrealismo y también de los mundos singulares del Fellini pos 1960: la Cinecittá que ahora vemos copada por Gran h ermano ya había sido mostrada asediada por la televisión en Entrevista . Basada en una historia real, Reality puede llegar a desorientar porque no va hacia los lugares seguros, definitivos. La aparente indefinición es su guía y no hay clausuras. Asistimos a la transformación incómoda de Luciano, a su fascinación, a su obsesión, a su desgaste, a su delirio. Garrone no acelera su película, y si bien a veces eso le juega en contra cuando se vuelve reiterativo, el ritmo de Reality contribuye a esa sensación extraña de convivir con los cambios de un mundo al que cuesta reconocer.
El guionista debutante Matt Whiteley y el director Joshua Michael Stern consiguen, mediante diversos procedimientos, convertir una biografía de Steve Jobs (1955-2011) en una película anodina. Todo un logro para el lado de la desgracia. Steve Jobs, nada menos que uno de los hombres que cambió el mundo. ¿Les suenan Apple, las computadoras personales, la música en pequeños artefactos portátiles, la interfaz gráfica, el diseño minimalista aplicado a la tecnología, Pixar? Y ni hemos empezamos a hablar de todo aquello en lo que estuvo involucrado Jobs, una figura quizás hasta demasiado grande para una película, o al menos para una como ésta. Para mejor (o para peor), Jobs tuvo no pocas zonas oscuras con amigos, con familia y en su vida laboral. Stern y Whiteley toman muchas decisiones equivocadas, como simplificar mediante procedimientos de telefilm apurado temas como "la droga", "la India", "el rechazo a la paternidad", etcétera. Así, en esos momentos logra lo peor de los actores, que tienen que hacer frente al mandato de "explicar con la cara en segundos lo que podría no haberse contado, o podría haberse contado con más tiempo o con alguna elipsis elegante". No hay elegancia ni fluidez en esta película rústica, indigna estéticamente de Jobs. Además, en un cine como el norteamericano, que tiene entre sus fundamentos una película biográfica como El ciudadano (inspirada en la vida del magnate William Randolph Hearst) y una excelente y reciente sobre Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, como Red social , el planteo de Jobs es de una descontextualización hasta ingenua. En la actuación de Kutcher, que ha demostrado gran capacidad en películas como Amigos con derechos y que es parecido a Jobs, hay también ingenuidad en la imitación casi caricaturesca de la manera saltarina de caminar de Jobs: bastaba con actuar, y Kutcher no lo hace mal cuando no se desplaza. Por otro lado, se agregan en este relato momentos concentrados "para que estén", pero no adquieren relevancia, no se desarrollan. La relación entre Jobs y Bill Gates se reduce a un grito telefónico. La relación entre Jobs y su primera hija trata de resolverse con una elipsis, pero no se logra, y da toda la sensación de que quedó perdida en el montaje. La única línea que tiene mayor desarrollo es la laboral, con sus altas traiciones empresarias, pero Jobs tampoco se concentra totalmente en eso y lo deja a medias. La película no toma decisiones valientes, decide no sacrificar apuntes al paso. Pero en una biografía fílmica hay que tener mirada, un punto de vista unificador que vaya más allá de la acumulación. No hay tema en Jobs , hay apenas amontonamiento de situaciones. Si la película se salva del desastre absoluto es por una cierta corrección (aunque más propia del telefilm que del cine), y sobre todo porque el biografiado es de una relevancia difícil de exagerar. Así y todo, director y guionista quedan muy cerca de lograr una biografía sin vida alguna.
Otra gran película 1. Este año… No, ni siquiera este año: ocho meses todavía no completos de 2013 ya han brindado un menú cinematográfico mecho mejor al de 2012. Tabú, Antes de la medianoche, Titanes del Pacífico, La cabaña del terror, El conjuro, En otro país, Iron Man 3, Viola, La nana, Django sin cadenas, Lincoln, The Master, Nada es lo que parece, Lazos perversos, La noche más oscura. Todas películas dignas de un top ten. Este bienvenido exceso de buenas películas, de películas estimulantes, se ha agrandado con el estreno de la semana pasada Star Trek: en la oscuridad, la película de J.J. Abrams, a estas alturas, con cuatro largometrajes, uno de los grandes directores de la actualidad. 2. Star Trek: en la oscuridad es una prueba más de la tremenda capacidad de J.J. Abrams, un que ya con la Star Trek de 2009 había obrado una especie de milagro: inyectarle vida a una serie del pasado y que habían tenido un correlato fílmico que más allá de méritos aislados no vendía mucho más que entretenimiento vintage y no genereba mucho más interés que a los seguidores, los fans (esa endogamia). No hay nada vintage en las Star Trek de Abrams, no hay necesidad de centrarse en la endogamia, los guiños que haya (si los hay los podrán reconocer los fanáticos) quedan enterrados, o directamente anulados, por una fruición narrativa digna del mejor Spielberg (ese que también proyectaba su luz sobre Super 8). 3. Star Trek: en la oscuridad deja con ganas de más, como enseñaba Spielberg. Cuenta, y cuenta, y suma secuencias con vértigo, suspenso, esplendor visual, complicadas en el papel y logradas con claridad, absoluta inteligibilidad, a pesar de que pueden tener enorme enorme complejidad de detalles, de lógica, de disposición espacial. Una película con por lo menos cinco secuencias de acción muy diferentes entre sí como la del planeta en riesgo de ser cocinado por un volcán del principio (en el que trabaja con colores que quiebran las expectativas sobre Star Trek); la captura de Kahn; la persecución voladora de Kahn; el ataque al cónclave y la llegada a la otra nave volando entre escombros (realmente alucinante) es una película grande, o mejor dicho una película que aspira a la grandeza con fundamentos. No es nada fácil generar este nivel de acción, y a la vez sostener una estética clara, una definición precisa de los personajes, sus emociones y sus deseos sin resignar ritmo. O quizás sea al revés, quizás la mejor manera de hacer todo eso bien es por la claridad estética y narrativa y la claridad de la mirada, de las que se derivan los otros méritos. 4. En otro orden de cosas, todo aquel que se considere cinéfilo, o quiera saber cómo eran algunas charlas y reflexiones cinéfilas en estas tierras a fines de los ochenta y principios de los noventa, cómo era ese ambiente, con algunos de sus personajes fundamentales, no se pierda Cinéfilos a la intemperie el viernes 30 de agosto a las 19.00 en la Biblioteca Nacional, gratis. Cinéfilos a la intemperie es un documental dirigido por Carlos O. García y Alfredo Slavutzky, rodado entre 1989 y 1990 y recién editado en 2005 y presentado en el Bafici. Entre los participantes estaba Jorge Acha, personaje ineludible. Sobre Acha puede leer acá por ejemplo y hoy mismo, también en la Biblioteca, pueden ver una de las películas que dirigió.
Dos vendedores de Atlanta, de esos que memorizan el nombre de la hija de su cliente y se reúnen a cenar para concretar una venta, se quedan sin trabajo, sin empresa, sin futuro laboral, y deciden probar suerte en Google, en Silicon Valley, California, en una pasantía ( La pasantía o Los becarios podrían haber sido títulos de estreno más lógicos). La intención: ganar la pasantía. La realidad: son dos vendedores "vieja escuela". A partir de esos elementos claros, concretos, bien delineados y no exagerados, se arma esta película. Se agregan unos cuantos buenos chistes, un elenco cómico excelente y una confianza luminosa (en la moral del relato y también en la resplandeciente luz de la fotografía) en el futuro económico de las oportunidades de la economía online y cómo puede potenciar lo bueno de la offline ("fuera de línea", es decir, por ejemplo, una pizzería). En ese sentido, la película es, de manera muy decidida -por momentos nada pudorosa-, una gran celebración de Google, de sus ideas, de sus prácticas, de su funcionamiento hacia afuera y hacia adentro. Este planteo se cruza con un director de una blandura y un facilismo ya probados anteriormente: Shawn Levy, firmante de señalados bodrios como Más barato por docena , con Steve Martin, y la versión de La pantera rosa con Martin y Beyoncé. Levy fue también director de películas más aceptables como Una noche en el museo y Gigantes de acero , en las que limitaba con su inanidad historias y elencos que prometían mucho más. Es el caso también de Aprendices fuera de línea , que tenía la potencia de una gran comedia laboral e intergeneracional y que podría haberse beneficiado sin este aplicador de fórmulas que apelan al mínimo común denominador narrativo. Ejemplos del facilismo de Levy hay muchos: disposición frontal de personajes y elementos; trazo grueso para la caracterización veloz de quienes no son protagonistas o actores con cartel (suponemos que éstos aportan por sí mismos los matices); la disputa de pareja inicial y la "vuelta a la venta" del personaje de Vaughn, y muy notoriamente el partido de quidditch , de una pasmosa superficialidad en la progresión de las acciones. Si la película logra levantarse del yunque impuesto por su director es porque Vince Vaughn y Owen Wilson son dos comediantes de lujo que conectan perfectamente (ya lo habían demostrado en otra película que estaba por debajo de ellos, Los rompebodas ), porque papeles secundarios están jugados con grandeza por Will Ferrell y John Goodman, porque la línea romántica de Wilson y Rose Byrne (la "mala" de Damas en guerra ) funciona siempre y porque hay una tradición que excede a Levy y que lo ayuda a disimular sus carencias: la confianza del cine estadounidense en su tradición narrativa y en su fortaleza industrial, pilares aún hoy del reciclaje del sueño americano.
Al fin, en su séptima película como director (y algunas más como guionista), Marcos Carnevale presenta algo más que una mera fórmula exitosa: Corazón de León tiene forma, tiene logros, tiene trabajo. Ya se difundió bastante: "Es la película de Francella bajito". Sí, Francella es León Godoy, un hombre de un metro y 36 centímetros de altura. Y protagoniza esta comedia romántica junto con Julieta Díaz. Corazón de León es una de esas películas para las que no está mal usar algún término gastado: es sencillamente eficaz, en parte, por tener en cuenta unas cuantas lecciones de la historia de la comedia romántica. Veamos. En primer lugar, posee protagonistas pensados como seres humanos con características individuales, deseos y miedos. Y que están interpretados por un actor y una actriz con carisma y talento. Francella demuestra una vez más que su carrera en cine ha sido, con pocas excepciones, desperdiciada en películas horribles. Reinventado con El secreto de sus ojos (Campanella) y Los Marziano (Ana Katz), prueba otra vez su rica gestualidad y su capacidad de atenuarla para el cine. Francella no confunde cine con televisión: el cine que solía contenerlo antes de 2009, sí. Julieta Díaz pega un salto en belleza (parece una actriz italiana de los cincuenta), y en velocidad y en ferocidad para soltar diálogos. La interacción entre ambos es fluida, hay electricidad, hay química. En segundo lugar, hay mucho apoyo en buenos actores secundarios: Jorgelina Aruzzi explota como comediante y Nicolás Francella (hijo de Guillermo) cuenta con una muy visible ventaja genética para lograr una destacable verosimilitud. El parecido es más que físico: está contenido en el gesto, en la mirada, en lo irrenunciable. En tercer lugar, lo más importante: situaciones y diálogos diversos, elaborados, pensados, con una riqueza poco común para el cine argentino "grande", habitualmente subjecutado en estos aspectos. ¿Qué impide a Corazón de León ser mejor? Principalmente, la musicalización. La música de Emilio Kauderer suena demasiado a "profesionalismo de los ochenta" del cine local, demasiado blanda y limpita, demasiado presente, demasiado obvia, incluso adelanta imperdonablemente emociones, que se vuelven falsas por ese motivo. También la elección de canciones es poco afortunada. Un momento de emoción genuina, como el del contacto entre Julieta Díaz y Nora Cárpena (gran acierto de casting), prueba que sin música (o con menos) la película podría haber sido más eficaz. Luego están las rémoras televisivas: cuatro o cinco líneas de diálogo que los personajes dicen en soledad, innecesariamente, como para explicarle sus sensaciones a un espectador que se piensa como menos atento, menos concentrado que lo necesario. Por su parte, los efectos visuales para "Francella petiso" tienen notorios altibajos (sin intención de chiste). Y si bien es interesante -en un cine que suele abusar del pobrismo- que el personaje de Francella sea felizmente adinerado, no había necesidad de hacerlo rico como en el imaginario de Telefé de los noventa. Y, por último, la bienvenida ausencia de costumbrismo se reemplaza por una asepsia que desdibuja la ciudad y los ambientes, protagonistas fundamentales de las mejores comedias, ésas a las que el cine argentino masivo debería apuntar con Corazón de León como punto de partida y no como techo.
Se dice que hay demasiado. Demasiado cine. Demasiado cine de terror. Demasiado cine de terror de posesiones demoníacas. Puede ser. Pero si de la abundancia surgen películas como El conjuro de James Wan, bienvenido sea el exceso. Tal vez incluso una película como El conjuro provenga de ese mismo exceso, de esa misma demasía. Porque El conjuro parece limpiar los errores que se han apilado en tantos intentos más o menos atolondrados de asustar en tantas películas del género de los últimos años de las que ya nos olvidamos (a algunas las odiamos, pero eran tan irrelevantes que ya también las olvidamos). Esos montones de cachivaches que asustan (o intentan asustar) gracias a que golpean algún tambor a máximo volumen sin ningún sentido narrativo. El conjuro recupera el sabor del cine que nos gusta, o del que me gusta: ese que se logra al contar una historia con la seguridad y la convicción de que hay que seducir al espectador. El conjuro es de esas películas que nos recuerdan el placer de esas otras películas, esas que entre tantas otras veíamos de chicos, de adolescentes, esas que nos hicieron querer este arte, el arte de muchas historias extraordinarias. De historias fuera de lo común. Pero claro, historias de casas embrujadas y de espíritus malignos y de pasados tremendos hay muchas, ya lo dijimos. ¿Por qué entonces es extraordinaria El conjuro? Por su vigorosa decisión de contar esta historia de una familia amenazada por el mal, y de una pareja de especialistas en estos fenómenos, con una nobleza fuera de lo común. El conjuro no engaña, no golpea de forma artera. Construye climas, construye secuencias, como esa por la mitad en la que dan las tres de la mañana y sabemos que vamos a sufrir por lo menos hasta que nos relaten las tres y siete minutos (la hora terrible que marca la película). ¿Siete minutos? Para otro director la promesa de tener siete minutos por delante podría haberlo hecho trastabillar, pero Wan no se apresura, no tiembla: para que temblemos nosotros él mantiene la calma, la claridad en la mirada. Sabe que nos asusta porque sabe qué nos asusta. Y por eso no necesita de una presentación “del rostro del monstruo” que sea un mero golpe de efecto. El conjuro es una película tremendamente efectiva porque renuncia a la rapidez y volatilidad del efectismo. El conjuro se asienta sobre bases sólidas, nos hace confiar, no estira, muestra sus cartas porque tiene muchas. Estamos en buenas manos: los personajes son nobles, nosotros confiamos en ellos y ellos confían entre sí, no hay dobleces y ni siquiera la posibilidad de un retorcimiento. Es el mal contra el equipo del bien. Y la película se las ingenia, con enorme capacidad de puesta en escena, para seguir asustando incluso en una casa que está llena de gente observando al mal, controlando su llegada. El conjuro es un cuento bien contado. Un cuento excelentemente contado. Una de esas películas que nos llevan a agradecer haber nacido con el cine ya inventado.
Como dejarse llevar por el caos Con un montón de personajes en un viaje en un avión, Almodóvar volvió. Y volvió más que en Volver , en la que volvía a su cine Carmen Maura. Acá Almodóvar vuelve a los ochenta, a la comedia, a los caprichos, a los gustos convertidos en marcas de autor, a la capacidad de organizar el caos, o más bien el desorden, o a dejarse llevar por el caos de los deseos. Los amantes pasajeros tal vez pueda ser vista como un "run for cover", ese ir a lo seguro del que hablaba el maestro Hicthcock, esa película de resguardo para hacer luego de haber ido lejos, luego de los riesgos. Sin embargo, da la sensación de que, en el cine de hoy, en su circulación de marcas autorales (o del autor como marca previsible), dar un volantazo luego de la sordidez de sus intensísimos melodramas anteriores ( Los abrazos rotos, La piel que habito ) era más riesgoso todavía. Para evitar otro riesgo, el de ser malinterpretado, Almodóvar abre esta película con una situación muy absurda, en la que Penélope Cruz y Antonio Banderas (en dos brevísimos papeles) viven un melodrama de pacotilla hablado en un andaluz extremadamente ridículo. No habrá gravedad en esta película: si hasta el "accidente" inicial con sangre es una pavada, y el tecleo del teléfono es ostensiblemente torpe. Lo que verán a continuación -parece decir Almodóvar- es otra cosa, es un poco de esa otra cosa chirriante, colorinche, sexual, porosa, españolísima, que podía hacer Don Pedro en los ochenta. Claro, son Españas distintas, y se abren distintas lecturas detrás de la acción, del baile, del sexo (que llega un poco tarde y que podría haber sido más desatado), y hay algo de la alegría que por momentos es euforia (el baile de "I'm So Excited") que no termina de ser completa, porque hay algo así como un desajuste: ese destape, esa apertura democrática, esos gestos libertarios quedaron en el pasado. El presente es más plano, y no por nada la acción transcurre a miles de metros del suelo y la acción principal en la tierra es un intento de suicidio. Así y todo, Los amantes pasajeros es la película más feliz de Almodóvar desde ¡Átame! Algo de esa felicidad tiene que ver con su modo narrativo despreocupado, que es a la vez su principal defecto, su aspecto un poco inconexo en los primeros minutos: la película necesita presentar muchos personajes para ponerse a andar. A andar, bueno, a fin de cuentas a permanecer en el mismo lugar: pasan muchas cosas, pero el recorrido es más bien individual, ya no colectivo. No es el grupo lo que importa en la película a pesar de la concentración casi exclusiva en un espacio y de compartirlo, es la pareja, o el trío: son promesas más realistas, nada demagógicas. Y Los amantes pasajeros busca en donde sea el parche que se necesite: sexo, alcohol, pastillas, todos elementos presentados aquí como livianos. Los engranajes del deseo es uno de los temas centrales de Almodóvar. Un tema que nunca se fue, pero que vuelve en formas carentes de gravedad: si hasta el sexo no consentido -al menos al principio- con alguien dormido se ve de forma gloriosa, con pelos contentos en ralenti . Hay pocas consecuencias en Los amantes pasajeros , película de segundas oportunidades: la gravedad está en otro lado, no en las coordenadas de esta película levemente flotadora.
Alegría no prevista Falta un rato para que termine la película, una película argentina, y nos damos cuenta de algo no tan común: nos importa qué es lo que les sucederá a los personajes. Y eso no es poco milagro: queremos que los protagonistas terminen bien y no sólo que simplemente termine otro intento de hacer una película de género local con aspiraciones comerciales. ¿Cómo se llega a eso? Aquí van un par de apuntes. 1. Actores con ganas. En Vino para robar no hay actores que sobren el papel, que actúen como diciendo “esta comedia de acción y estafadores es menos de lo que merezco” o que con el gesto demuestren que ellos son mejores que el personaje que interpretan (como ocurría, por ejemplo, en esa catástrofe de los Coen Quémese después de leerse, en la que los actores estaban por encima del personaje y querían hacerlo notar: sí, Brad Pitt, ya sabemos que no sos lelo como el personaje, pero actuá de lelo por favor). En Vino para robar todos están en buena forma actoral, a tono, incluso hasta se podría decir que transmiten alegría por estar en una película cuyo noble objetivo es divertir, en su noble acepción de distraer. Hay algo chispeante, vivo, vibrante en las actuaciones que se logra pocas veces en un cine con tan poco entrenamiento en este tipo de películas. 2. El director Ariel Winograd mejora notablemente. Su debut en Cara de queso había sido promisorio: una película “de personajes” antes que de acciones, un poco destartalada pero con muchos diálogos y momentos logrados (canción de Sergio Denis en primer lugar) y con algo así como un dream team de jóvenes actores del futuro. En su segunda película, Mi primera boda, intentaba caminar sobre demasiadas referencias a la comedia americana, con guiños aparentemente para amigos y un sentido del timing ausente, que daban como resultado un experimento sin vida alguna que es difícil no describir como una experiencia insoportable. Pero el director parece haber aprendido del tropezón y Vino para robar es robusta en muchos lugares en donde Mi primera boda era débil: los personajes aquí son fuertes, tienen móviles, no parecen estar ahí para que pase el tiempo entre monerías e intentos de chistes. La lógica en las acciones de Vino para robar no es perfecta en cada eslabón, pero los engranajes mayormente hacen avanzar la historia con ímpetu, con destino claro. Los personajes, al tener móviles, deseos, obsesiones, contribuyen al movimiento. 3. El guionista debutante Adrián Garelik, por su parte, parece haber visto unas cuantas de las películas correctas (una vez más detecto referencias a Heat de Michael Mann en la relación policía-ladrón, o quizás sea una obsesión mía) pero, sobre todo, parece haber procesado bien las cosas, incluso las de las películas “incorrectas”. Sí, hay unos flashbacks explicativos espantosos e inexplicables en términos del punto de vista, y algunas situaciones se dan demasiado fácil (la del aire acondicionado), pero son fallas que se diluyen ante tanta apertura del juego, ante la búsqueda de un camino de cine con códigos de género respetados y ante soluciones imaginativas a necesidades de producción como las del auspicio mendocino. La falta de pereza de Vino para robar genera una alegría no prevista. Esperamos más de estas anomalías felices.