Siete diferencias Las de Gabriel Nesci y y Gabriel Medina son dos películas argentinas en cartel que han recibido mayoría de críticas positivas. Con esta columna sumaremos una crítica positiva hacia una sola de ellas. 1. Las dos películas se relacionan con los géneros y la narrativa del cine americano. Mientras Días de vinilo lo hace desde la mímesis y el querer ser, La araña vampiro lo hace desde la comprensión de una tradición. Días de vinilo imita, no procesa, pero intenta esconderlo detrás de la supuesta autoconciencia genérica de los personajes de Gastón Pauls e Inés Efrón. La araña vampiro entiende que toda trama cabal es mucho más una red que una serie de líneas, y que en la herencia americana se debe ir más allá de lo que se cuenta para elevarse hacia el plano simbólico. 2. En las dos películas hay efectos especiales. La araña vampiro los necesita, aunque no abusa de ellos. En la utilización de esos efectos hay una perfección llamativa para el cine argentino: la herida y la picadura se ven reales, no se duda sobre esas imágenes; así, el efecto genera imágenes verdaderas. A los pocos minutos de empezar, Días de vinilo usa un efecto: los vinilos que caen desde una ventana son digitales (¡!), y el efecto se nota: así, sin necesidad, Días de vinilo genera una imagen no solo fea sino además falsa. Las imágenes falsas, se sabe, tiñen de falsedad al resto. 3. De todos modos, Días de vinilo no necesita extraer falsedad de una horrible imagen digital. Le sobran elementos que no se sienten verdaderos, ni verosímiles, ni lógicos: hay un guionista que escribe un guión a máquina, sí, ahorita mismo (en Ruby Sparks el protagonista también escribe a máquina, pero no pasa lo que les relato a continuación): por supuesto, el personaje guionista tiene una única copia. Por supuesto, la pierde. La recupera. Pero, por supuesto, la vuelve a perder. Y por supuesto, ¿saben qué?, en algún momento las hojas del guión vuelan. También, ahorita mismo, vemos que llega a una radio un simple de una canción, con tapa impresa y todo. Pero, digamos, esos son detalles, como esa banda de rock del personaje de Emilia Attias, unos tipos muy pesados para finalmente hacer pop melódico. Días de vinilo es una película de personajes, y falla en eso también: así, por ejemplo, vemos que el personaje de Spregelburd y su prometida no se quieren para nada, que no son compatibles, etc. Decimos: ah, qué obvio, me lo están subrayando una y otra vez. Bueno, según vemos al final, lo que importa no es la descripción de los personajes sino lo que está escrito para ellos. Y no importa si parecen vivir y sentir para otro lado. Subordínese, personaje, que esta película termina como termina. En La araña vampiro los personajes parecen estar vivos, desarrollarse, dudar y actuar en consecuencia con lo que nos muestra la película: el relato cuenta el cambio. Sin volantazos, sin alardes, sin torpezas. La araña vampiro sabe que el final de una película debería poder acordarse con lógica del principio. 4. En Días de vinilo se nos cuenta un poco del pasado de los personajes. Ya sabemos: el barrio, los amigos, larrrgentina, los muchachos. Las mujeres, por supuesto, no cultivan estas cosas: o son “buenas minas” o son “peligrosas malvadas seductoras frías”. Los varoncitos, por supuesto, tienen nostalgia de vaya a saber uno qué (no parece haber grandes momentos en ese pasado compartido). En fin, el peor flashback está sobre el final. Es un flashback de “diez años atrás”. Interesante: ninguno de los actores parece diez años más joven en esas imágenes; se destaca el caso de Inés Efrón, actriz de 27 años –y que aparenta menos– que en ese flashback aparece igualita al presente del relato. En La araña vampiro el pasado está integrado en los personajes: sabemos que la relación entre padre e hijo no es la mejor, que el hijo tiene problemas, sabemos que no es intrépido, etc. Medina cuenta lo que tiene que contar: su película es segura, narrativamente hablando. Los balbuceos del relato de Días de vinilo tal vez pertenezcan –desconozco ese mundo– a una telecomedia de producción local. 5. Las referencias musicales de Días de vinilo intentan pasar por sofisticadas: ah, Pink Floyd y Elvis Costello. La musicalización tiene detalles como usar una canción también presente en Alta fidelidad (“Let’s Get It On”) como para declarar inspiración mal llevada. Y el grupo de covers de Los Beatles hace playback y se nota; pero la película no narra el playback, narra que cantan. La musicalización de La araña vampiro, como pasaba con la anterior película de Medina, Los paranoicos, es un trabajo pensado: las canciones no se acumulan, cuando entran son enormemente significativas. El final de La araña vampiro, con una canción potente, es un modelo de eficacia: con gran economía se logra sentido, emociones, cambios. 6. En La araña vampiro a las emociones se llega, en Días de vinilo se nos dice que estamos ante una película “de amores”, “de sentimientos”. Y, claro, la inteligencia debe separarse de eso: así, la crítica de arte interpretada por Peleritti, dado que es inteligente, es cerebral y fría. 7. Días de vinilo no es ni sobre vinilos, ni sobre música. No parece ir más allá de un intento de hacer “a la argentina” una comedia romántica con muchos personajes y muchas referencias y muchas acciones. Es un relato sin espesor alguno. Sí, podría haber sido una linda película superficial, pero para eso hace falta por lo menos lógica y amor por los personajes. Las burbujas no aparecen sin nada de aire. La araña vampiro es –como Los paranoicos– un relato sobre la maduración, sobre animarse a tomar decisiones, sobre el despertar de un aspecto de un personaje: así, tanto Los paranoicos como La araña vampiro comienzan con el protagonista abriendo los ojos.
Un amor literario, detrás del espejo Robert Bresson adaptó la novela de Georges Bernanos Diario de un cura rural para su película homónima. André Bazin escribió: "Bresson suprime, pero no condensa jamás, porque lo que queda de un texto cortado es todavía un fragmento original: como el bloque de mármol procede de la cantera, las palabras pronunciadas en el film siguen siendo de la novela". Así, para Bazin, Bresson confirmaba a la novela en su ser. El cine confirmaba a la literatura. Un cine impuro, a favor del cual estaba Bazin, que usara el patrimonio teatral y literario. En una apuesta inusual para el cine argentino, el guionista y director Daniel Rosenfeld (con dos antecedentes valiosos como Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos y La quimera de los héroes ) y la coguionista y protagonista Eugenia Capizzano han permanecido fieles a las palabras del cuento de Silvina Ocampo "Cornelia frente al espejo". Han suprimido algunos pasajes, sí (y con buen criterio), pero las palabras que están son del cuento, ese en el que una mujer se relaciona con el espejo, con una niña, con un ladrón y con otro hombre. Rondan por ahí el deseo de muerte, los anhelos, los deseos amorosos y los recuerdos de esos deseos. También la posibilidad de que todo sea un sueño o una fantasía (la referencia directa a Alicia en el país de las maravillas está en el cuento) o que todo transcurra en el espejo. La película de Rosenfeld-Capizzano pone en imágenes un cuento con muy poco de descriptivo, entonces debe imaginar no sólo el aspecto de los personajes, sino además los espacios. El caserón en el que transcurre el relato es parte del clima de misterio y dolor sentimental que se nos propone, y funciona mayormente, salvo por algunos detalles como el baño, que muestra una imagen chirriante (una decadencia, en canillas injertadas y cerámicos, que nos sitúa fuera de época). Si se objetan detalles es porque ésta es una película de detalles, de sentimientos que se revelan en un brillo de la mirada, en un mohín. Su relación con la literatura de Silvina Ocampo también se juega en esos pequeños, pero definitorios detalles. Y ahí es clave la protagonista Capizzano, que hace un trabajo fascinante en las inflexiones, las entonaciones, los gestos que acompañan los diálogos: sabe siempre cómo decir lo que dice, con qué acentuación cobran más y mejor sentido las palabras. Se nota que Capizzano está enamorada del cuento, y eso se transmite: en una película siempre es atractivo ver el registro de alguna clase de amor. La película luce bien y se escucha aún mejor, y los recursos de aireado narrativo con dibujos y fotos son eficaces. El límite de la película es su acartonamiento (el tramo inicial es el peor en ese sentido, con una actuación gestualmente demasiado enfática de Eugenia Alonso), su ultracorrección de "cine serio" que le impide desarrollar su potencial: por momentos Cornelia frente al espejo luce encorsetada, casi acartonada, y reduce la vitalidad que le imprimen los movimientos y la voz de Capizzano. Tal vez la clave esté en los títulos al principio y al final: se lee "Cornelia frente al espejo" y abajo dice "Basado en?". El masculino del "basado" refiere a un film y no a una película. Y "film" siempre fue un término más acartonado que el más plebeyo "película". Así, puede decirse que este buen film que es Cornelia frente al espejo podría haber sido, con la misma devoción por las palabras, pero con un poco más de vuelo libre, una muy buena película.
Siete diferencias Las de Gabriel Nesci y y Gabriel Medina son dos películas argentinas en cartel que han recibido mayoría de críticas positivas. Con esta columna sumaremos una crítica positiva hacia una sola de ellas. 1. Las dos películas se relacionan con los géneros y la narrativa del cine americano. Mientras Días de vinilo lo hace desde la mímesis y el querer ser, La araña vampiro lo hace desde la comprensión de una tradición. Días de vinilo imita, no procesa, pero intenta esconderlo detrás de la supuesta autoconciencia genérica de los personajes de Gastón Pauls e Inés Efrón. La araña vampiro entiende que toda trama cabal es mucho más una red que una serie de líneas, y que en la herencia americana se debe ir más allá de lo que se cuenta para elevarse hacia el plano simbólico. 2. En las dos películas hay efectos especiales. La araña vampiro los necesita, aunque no abusa de ellos. En la utilización de esos efectos hay una perfección llamativa para el cine argentino: la herida y la picadura se ven reales, no se duda sobre esas imágenes; así, el efecto genera imágenes verdaderas. A los pocos minutos de empezar, Días de vinilo usa un efecto: los vinilos que caen desde una ventana son digitales (¡!), y el efecto se nota: así, sin necesidad, Días de vinilo genera una imagen no solo fea sino además falsa. Las imágenes falsas, se sabe, tiñen de falsedad al resto. 3. De todos modos, Días de vinilo no necesita extraer falsedad de una horrible imagen digital. Le sobran elementos que no se sienten verdaderos, ni verosímiles, ni lógicos: hay un guionista que escribe un guión a máquina, sí, ahorita mismo (en Ruby Sparks el protagonista también escribe a máquina, pero no pasa lo que les relato a continuación): por supuesto, el personaje guionista tiene una única copia. Por supuesto, la pierde. La recupera. Pero, por supuesto, la vuelve a perder. Y por supuesto, ¿saben qué?, en algún momento las hojas del guión vuelan. También, ahorita mismo, vemos que llega a una radio un simple de una canción, con tapa impresa y todo. Pero, digamos, esos son detalles, como esa banda de rock del personaje de Emilia Attias, unos tipos muy pesados para finalmente hacer pop melódico. Días de vinilo es una película de personajes, y falla en eso también: así, por ejemplo, vemos que el personaje de Spregelburd y su prometida no se quieren para nada, que no son compatibles, etc. Decimos: ah, qué obvio, me lo están subrayando una y otra vez. Bueno, según vemos al final, lo que importa no es la descripción de los personajes sino lo que está escrito para ellos. Y no importa si parecen vivir y sentir para otro lado. Subordínese, personaje, que esta película termina como termina. En La araña vampiro los personajes parecen estar vivos, desarrollarse, dudar y actuar en consecuencia con lo que nos muestra la película: el relato cuenta el cambio. Sin volantazos, sin alardes, sin torpezas. La araña vampiro sabe que el final de una película debería poder acordarse con lógica del principio. 4. En Días de vinilo se nos cuenta un poco del pasado de los personajes. Ya sabemos: el barrio, los amigos, larrrgentina, los muchachos. Las mujeres, por supuesto, no cultivan estas cosas: o son “buenas minas” o son “peligrosas malvadas seductoras frías”. Los varoncitos, por supuesto, tienen nostalgia de vaya a saber uno qué (no parece haber grandes momentos en ese pasado compartido). En fin, el peor flashback está sobre el final. Es un flashback de “diez años atrás”. Interesante: ninguno de los actores parece diez años más joven en esas imágenes; se destaca el caso de Inés Efrón, actriz de 27 años –y que aparenta menos– que en ese flashback aparece igualita al presente del relato. En La araña vampiro el pasado está integrado en los personajes: sabemos que la relación entre padre e hijo no es la mejor, que el hijo tiene problemas, sabemos que no es intrépido, etc. Medina cuenta lo que tiene que contar: su película es segura, narrativamente hablando. Los balbuceos del relato de Días de vinilo tal vez pertenezcan –desconozco ese mundo– a una telecomedia de producción local. 5. Las referencias musicales de Días de vinilo intentan pasar por sofisticadas: ah, Pink Floyd y Elvis Costello. La musicalización tiene detalles como usar una canción también presente en Alta fidelidad (“Let’s Get It On”) como para declarar inspiración mal llevada. Y el grupo de covers de Los Beatles hace playback y se nota; pero la película no narra el playback, narra que cantan. La musicalización de La araña vampiro, como pasaba con la anterior película de Medina, Los paranoicos, es un trabajo pensado: las canciones no se acumulan, cuando entran son enormemente significativas. El final de La araña vampiro, con una canción potente, es un modelo de eficacia: con gran economía se logra sentido, emociones, cambios. 6. En La araña vampiro a las emociones se llega, en Días de vinilo se nos dice que estamos ante una película “de amores”, “de sentimientos”. Y, claro, la inteligencia debe separarse de eso: así, la crítica de arte interpretada por Peleritti, dado que es inteligente, es cerebral y fría. 7. Días de vinilo no es ni sobre vinilos, ni sobre música. No parece ir más allá de un intento de hacer “a la argentina” una comedia romántica con muchos personajes y muchas referencias y muchas acciones. Es un relato sin espesor alguno. Sí, podría haber sido una linda película superficial, pero para eso hace falta por lo menos lógica y amor por los personajes. Las burbujas no aparecen sin nada de aire. La araña vampiro es –como Los paranoicos– un relato sobre la maduración, sobre animarse a tomar decisiones, sobre el despertar de un aspecto de un personaje: así, tanto Los paranoicos como La araña vampiro comienzan con el protagonista abriendo los ojos.
El videojuego como intersección Quinta entrega de una saga de ciencia ficción distópica basada en un videojuego, protagonizada por la ucrania Milla Jovovich, hoy en día esposa del director de tres de las cinco Resident Evil y productor de todas: el inglés Paul W.S. Anderson. Y no, la película no está mal. Como pasa con mucho cine que exige cierto entrenamiento o predisposición, no es recomendable entrar a Resident Evil 5 sin el más mínimo interés o con total desconocimiento. No hay que obviar que para determinadas películas se necesita una formación, y no sólo para las de vanguardia (otro día, en todo caso, discutimos qué es la vanguardia en el cine actual). Así como es difícil acercarse a una película de Fassbinder sin saber que existió la Segunda Guerra Mundial y sin conocer la historia alemana, también es difícil acercarse a Resident Evil 5 sin haber jugado -o visto jugar- jamás a un videojuego, o con completa carencia de paladar para disfrutar de la acción futurista presentada de forma fragmentaria, con secuencias intercambiables, que están en el relato no tanto por su gran aporte argumental sino más bien por cuestiones de diseño de movimiento, por puro placer estético y cinético. Historia de resistencia a la más grande megacorporación global que maneja armas biológicas con resultados catastróficos (zombificación masiva, entre otras calamidades), lo que resalta de esta Resident Evil no es la originalidad argumental (de hecho, esta entrega tiene mucho de resumen) sino la organización, la nitidez, el juego con los espacios y el color: un verdadero catálogo de peleas, malos y monstruos, situaciones que van más allá de la lógica de la pantalla del videojuego, pero que no reniegan de ella. Anderson (el director de Mortal Kombat, Soldier y Los tres mosqueteros , entre otras) es un narrador que no aspira a construir un cine de constantes temáticas ni aparece preocupado por el poder simbólico de las imágenes: impone una secuencia de acción seductora tras otra, trabaja la espectacularidad no barullera (la acción, en Resident Evil 5 , se entiende) y el movimiento proclive a consumirse al interior de cada secuencia: sin consecuencias ni derrames en la próxima, cada pantalla (muchas de simulación) es una nueva promesa de movimiento y plasticidad. En esta película, el centro es Milla Jovovich, magnética, de mirada fría, pero con gran corazón y decisión implacable: su heroica Alice es uno de los grandes hitos de la intersección del cine y los videojuegos. Su marido sigue siendo un modesto enigma del cine actual: tal vez empujado por el creciente prestigio artístico de su casi homónimo estadounidense Paul Thomas Anderson, Paul W.S. se ha dedicado a un cine de género al que él mismo parece frenar, contener, ahogar: por momentos, Resident Evil 5 apunta a la grandeza (la secuencia de zombies romeriana en el suburbio combina la claridad de todo el relato con velocidad, efectismo bien aplicado y gran economía espacial), pero enseguida Anderson nos recuerda enseguida que no es tan ambicioso, y así su película se ve limitada por la falta de una organización narrativa mayor, por lo plano de los personajes, por un reparto no demasiado brillante más allá de la protagonista y la siempre badass Michelle Rodríguez. Anderson oscila entre las grandes promesas y lo que parece ser una medianía autoimpuesta, y se conforma con entregar una película de ciencia ficción distópica de una saga que va por la quinta entrega y todavía tiene algo de energía y potencia visual. Nada más. Y nada menos.
Números Infancia clandestina de Benjamín Ávila oscila entre el quietismo y la dinámica, el esquematismo y la vitalidad, entre el rígido número dos y las posibilidades de apertura del tres. Los que siguen son algunos apuntes sobre una película que es mucho mejor cuando se desarma que cuando se arma e intenta ordenarse y definirse en extremo. Veamos. (Atención: se revelan importantes detalles argumentales). 1. La historia que cuenta Infancia clandestina, inspirada en los recuerdos del director, es sobre un niño de unos once años, hijo de una pareja de montoneros que, después de estar exiliados desde 1975, regresan al país en 1979 como parte de la contraofensiva (una operación paramilitar de resultados catastróficos, comparable a la también irresponsable y también trágica aventura de Mussolini en Grecia). (Aquí pueden descargar y leer una más que interesante serie de artículos de un ex montonero que, entre otros temas, habla de la contraofensiva). 2. Infancia clandestina está contada con una interesante diversidad de recursos narrativos, entre ellos animación para varios momentos de gran violencia y segmentos oníricos (de la variante pesadilla). No hay miedo a utilizar canciones de forma dramática, aunque muchas veces hay un abuso de confianza a la hora de poner demasiada música. 3. La película gana, respira, se mueve y conecta emocionalmente con la historia de amor pre adolescente del protagonista con una compañera de colegio, condimentada por el hecho de que ella es la hermana de un amigo del chico. Ese tercero (no en discordia, sí en burla, sí en dinámica de la observación del de afuera) genera fluidez, interés. El amor entre los chicos se realza al no estar aislado del resto de los compañeritos de colegio: así, la foto, los comentarios, el regreso abrazados en el micro con los demás, son las mejores partes del amor entre estos chicos. Cuando Juan/Ernesto y María se quedan frente a frente, los diálogos se harán más mecánicos, hasta más inverosímiles (los espejos, clave visual del número dos). 4. Juan/Ernesto (Juan, nombre de nacimiento, por Perón; Ernesto, nombre del documento falso, por Guevara, decisiones de guión de mucho número dos, o demasiado pendientes de la historia contada como consigna) tiene una hermanita de menos de un año llamada Victoria. Sus padres son Horacio/Daniel (César Troncoso) y Cristina/Charo (Natalia Oreiro, una actriz enorme que brilla incluso en un papel de número dos, con pocos matices: amorosa como madre + pura necedad política verticalista sin desarrollo). Ese núcleo familiar no funciona en términos del relato, y se comprueba cuando se queda así, de cuatro, en el último tramo. Juan/Ernesto necesita, para interactuar, personajes vitales, y el personaje vital, el tercero, el impar, el que brilla, es su tío Beto (interpretado por Ernesto Alterio con una bienvenida capacidad de juego, totalmente ausente de, por ejemplo, su actuación en Las viudas de los jueves). Dinámico, alegre incluso cuando es siniestro, Beto es la clave de Infancia clandestina: al no estar, la película casi que pide terminar, que vengan los momentos graves que ya sabemos que se avecinan: si Beto no está, hay menos sorpresa, más linealidad, más número dos. Pero mientras está, Beto es el que discute con Horacio/Daniel, un verticalista y determinista que, al menos como personaje cinematográfico, es plano, poco agraciado, binario, con anteojeras además de gruesos anteojos. Beto es el que tiene el tiempo de calidad y la capacidad para ser el verdadero padre de Juan/Ernesto. Y, paradójicamente, es el que dice en un diálogo que eligió no tener familia para ser libre. Ahí, en ese punto, hay una posible clave interpretativa de la película. 5. Juan/Ernesto –el hijo de los militantes– es el personaje focal del relato. La película no llega a los extremos de Los rubios de Albertina Carri en términos de cuestionamiento hacia los padres militantes de los setenta pero, debido a su exposición narrativa y descriptiva y al mencionado diálogo sobre la familia entre Beto y Horacio/Daniel, también presenta el reclamo de un hijo que quiere ser hijo, que quiere tener padres, que quiere una vida distinta y no tan cercana a un almacén de balas, rifles y pistolas. Como se dijo, la película no termina de ir hacia el planteo de Los rubios. De todos modos, es interesante que el mayor reclamo por “abandono” por parte de Juan/Ernesto sea hacia Beto: ahí, en esa relación con el tercero, esté probablemente la metáfora del reclamo, más doloroso de verbalizar, hacia los padres. 6. Por un lado, para la mejor respiración de la película, es meritorio que Ávila no cargue demasiado las tintas en el contexto histórico, en la información de época. Cuando lo hace, sube el binarismo, el número dos, la historia como reservorio de consignas y la oposición entre absolutos se hace presente. Cuando asistimos al “acto al aire libre” por el 12 de octubre, lo que se dice es un recorte de una simplicidad extrema de lo que desde hoy se puede pensar como absoluta incorrección política. Sí, el recorte de ideas. Así también, el principio, se dice mediante textos que tras de la muerte del presidente Perón grupos parapoliciales empezaron a perseguir militantes. No se dice, sin embargo, que esos grupos parapoliciales estaban enquistados en el propio gobierno, y que su líder era un funcionario muy poderoso (José López Rega fue ministro no solo de Isabel Perón sino también de su marido Juan, y también de Lastiri, y también de Héctor Cámpora). Sí, el recorte. Cuando la película asume el discurso de los padres del protagonista es cuando más binaria se pone, menos rica. No son tantos esos momentos pero chirrían especialmente: la mejor Infancia clandestina es la de las relaciones personales en un contexto sombrío; la explicación del contexto, así, de un ramalazo, debilita el relato. 7. Para la distribución clandestina de armamento, la familia del protagonista organiza un camuflaje curioso: llenado de cajitas, embalaje y distribución de maní con chocolate, con paquetitos y una camioneta. Los paquetitos y la camioneta dicen, simplemente, “Maní con chocolate”, así, sin marca. “Maní con chocolate”. Nada más. Si hay una manera eficaz de auto señalarse como sospechoso en el contexto de un estado militarizado tal vez sea esa: un camión pintado con la indicación de un producto sin marca, como poner “pan”. Tal vez ese detalle del argumento sea la forma –sutil– de la película de criticar la estrategia de los Montoneros y de decir, finalmente, que la infancia clandestina era a fin de cuentas mucho más la de la generación de los padres que la de los hijos.
Pasión indie Uno puede ver películas sin leer prácticamente nada sobre ellas. A veces está bueno, es recomendable y hasta saludable entrar en el cine con poco conocimiento sobre lo que uno va a ver. Por ejemplo esta semana: Ruby Sparks, listo, título, más o menos un oteo del afiche y los actores, y vamos, adentro de la sala. De acuerdo, “de los directores de Little Miss Sunshine”. Ok, listo, adentro. Pero no, uno vive en la Argentina. Y, joder, el título acá es Ruby, la chica de mis sueños. Y uno, que quería ignorar todo lo posible sobre la película ya sabe algo más, con el bendito título de estreno acá ya sabe que esa Ruby es la chica de los sueños de alguien. Y entonces… Y entonces, que durante los primeros minutos Ruby no está, pero uno ya sabe que es la chica de los sueños del protagonista. Cada vez más, los trailers cuentan las películas casi completas y, desde hace unos 100 años (hay registros, y comentarios de Horacio Quiroga al respecto) también los títulos locales cuentan demasiado. Dentro de poco reestrenan Casablanca, tengo miedo de que le pongan Reencuentro en Casablanca, en donde hay gente cínica en un bar pero que finalmente es copada y resiste frente a los nazis. Volvamos a Ruby Sparks, sí, del director y la directora de la indie Little Miss Sunshine (bien, esa se llamó acá Pequeña Miss Sunshine), un matrimonio que antes de esa película se dedicaba a hacer videoclips (de R.E.M., de Smashing Pumpkins, de Red Hot Chili Peppers, por ejemplo). Y entre Pequeña Miss Sunshine y Ruby Sparks pasaron seis años, años en los que no hicieron videos. ¿Ruby Sparks es una comedia? Eso dicen en casi todos lados. Veamos: joven escritor con bloqueo creativo y emocional, que tuvo una novela de tremendo éxito y ahora no se le ocurre nada, y anda penando que su novia lo dejó; bueno, el atribulado muchacho empieza a soñar y a escribir sobre una chica. Y la chica se materializa, así, como por arte de la magia de la literatura en máquina de escribir: Ruby Sparks, la del título. Sí, película de y con fantasía. Y también es cierto que comedia, pero… Es una comedia que por momentos maneja un nivel de crueldad emocional importante, el personaje principal (Paul Dano, un actor cuyo rostro nació para el indie, ver For Ellen y/o Gigantic) es vengativo y emocionalmente lisiado (como todos, o un poco más). Pero bueno, se enamora locamente. Hay algo no del todo confiable en ese personaje, así como tampoco es confiable la arquitectura de su casa, como si escondiera algo a pesar del minimalismo que deja ver todo, como si detrás de esas líneas rectas y ese blanco acecharan oscuridades diversas. Los planos, además, dejan entrever cierta pulsión geométrica que hacen pensar en Kubrick. Kubrick + escritor: ¡El resplandor!; no, está tan loco este muchacho, no llega a esos niveles. Ruby Sparks, si maneja una locura, es la romántica, la de la búsqueda de la pareja anhelada, la de la mujer ideal. Y ahí es donde reside lo más interesante de la película, cuando abandona la pose cool indie de las parejitas que andan juntas para ver qué cool que son (Gigantic, por ejemplo, era linda pero, como siempre, tenía a la linda –o a la ex linda, a juzgar por algunas fotos con el rostro intervenido– Zooey Deschanel en su sempiterna pose indie, ojos indies, ropas indies, excentricidad indie). Acá, por momentos, hay un bienvenido romanticismo arrebatado, inflamado, romanticismo melodramático, fuerte, apasionado, como el momento de la recién conformada pareja en la calle, ante la irrupción de una hipotética tercera en discordia. Allí, en los chispazos de intensidad, en los crueles y en los bonitos, hay nuevas posibilidades para el romanticismo indie: al final, había sangre en estos chicos lánguidos.
Una película truncada Hasta que se vuelve errática, El cielo elegido tiene unos cuantos méritos bastante inusuales para el cine argentino. Es una historia de curas: pero no de curas villeros, ni sobre abuso de menores, y tampoco de curas al estilo Sandrini. El cielo elegido, en sus dos primeros tercios, es una película filosófica, teológica, herética, en no pocos momentos una comedia perversa basada en la interacción de tres sacerdotes y sus diversas oscuridades. En sus conversaciones hay una electricidad interesante: juegos inteligentes, desafíos obsesivos y malignos. Los dos sacerdotes mayores parecen tener un plan, el más joven parece observar. Los tres, sin embargo, saben hablar, es decir, tienen no pocos diálogos -o monólogos- que se notan escritos con la densidad y la gracia habituales del buen cine estadounidense. Esos diálogos no sólo están encarnados en los personajes sino que además se relacionan de forma lógica y profunda con el ambiente. Los curas mayores están interpretados por Osmar Núñez (oscuro, ladino) y Osvaldo Bonet (impecable, certero, molesto). El joven es Juan Minujín (antes de Vaquero, su ópera prima como director, y antes de protagonizar el éxito Dos más dos). Es que esta película tiene varios años y recién se estrena. Su director es el muy poco prolífico (aunque de gran trayectoria como camarógrafo y director de fotografía) Víctor González. Su única película anterior es de 1999, se llamó Ciudad de Dios (no confundir con la brasileña de Meirelles, de 2002), también centrada en tres personajes en disputa y también una película extraña, difícil de encuadrar. En El cielo elegido, sobre todo al principio, González apela a travellings un tanto reiterativos, pero brilla en el aprovechamiento de espacios: es realmente asombroso el trabajo sobre el cementerio, por ejemplo. El espacio -como los diálogos- está perfectamente asociado con la actividad de los personajes. Pero las cosas, inexplicablemente, cambian, o tienen un destino trunco. El cielo elegido es una película demasiado larga. Y, también, El cielo elegido es una película demasiado corta. Es demasiado larga porque a partir de que esta historia sobre tres curas abandona el centro neurálgico del seminario, el relato adquiere formas extrañas, no tanto raras sino de desconcierto, de descalabro narrativo: las acciones y las decisiones se vuelven abruptas, y lo que pretende pasar por misterio se queda en arbitrariedad. ¿Qué guía al personaje de Minujín en el último tercio de la película? No parece el mismo de antes y tampoco se nos contó ese cambio o, si se lo hizo, fue superficialmente. Los espacios ya no interesan por su construcción, ya no son claros ni subyugantes. Así, ese último tercio sobra: la película era otra -mucho mejor- antes. Y, a la vez, algo falta, ese último tercio se nota demasiado comprimido. La película dura dos horas, pero su potencia y su armado simbólico eran para tres. O para una hora y media. O para otra organización que la presentara cohesionada.
Errática sátira al periodismo actual Visualmente clara, El periodista ofrece dos tipos de imagen: una reducida símil televisiva y una más grande, "de cine". La reducida en colores es para lo que entendemos como efectivamente emitido por televisión, y la reducida en blanco y negro para lo que no sale al aire de las notas que hace el periodista-movilero-protagonista, interpretado por el director Recalde (también guionista, montajista y músico). La omnipresencia de Recalde y la utilización de "la sábana de medios" remiten a Aprile de Nanni Moretti. Pero la sutileza, acidez y riqueza cinematográficas y de pensamiento del italiano están ausentes en El periodista, una sátira al periodismo argentino actual (ultracorrección política, kirchnerismo, inseguridad y derechohumanismo como temas). El periodista de este relato es un ser corrupto y estúpido que, más que hablar, parece ser hablado por los lugares más comunes del peor periodismo existente y por las peores expresiones imaginables de "la opinión pública". Los yerros de esta película no residen en que su personaje sea repugnante y que la inmensa mayoría de los entrevistados sean peores (el trazo grueso no es malo per se) sino en la tremenda cantidad de reiteraciones en una película breve, en la imposibilidad de elaborar una crítica consistente, en el subrayado de las "reflexiones cinematográficas en pantalla grande" (el títere, el muñeco "paralítico moral", el "lobby" y los lobos con piel de cordero). Recalde quiere dejar las cosas demasiado claras. Tal vez eso explique la superficialidad y la falta de filo, aunque no los errores de puntuación de los textos escritos.
Los caminos De los seis estrenos de esta semana, vi solamente dos. Pero esa selección de un tercio del total fue enteramente satisfactoria: vi dos muy buenas películas. Una es ¿Qué voy a hacer con mi marido? (horrible título local para Hope Springs). Sobre ella (en especial sobre su actriz y su director) escribí para La Nación. Sobre la otra muy buena película que vi esta semana son los párrafos que siguen. El cine argentino, por suerte, al menos por ahora sigue generando sorpresas: una de las de este año, no demasiado pródigo en ellas, es El etnógrafo de Ulises Rosell. Rosell tiene buenos antecedentes, eso sí, espaciados: su primera película (como co-director) fue El descanso, de 2001, año en el que también presentó el documental Bonanza. Luego, en 2006, estrenó Sofacama. Y ahora aparece su siguiente largometraje, un documental con un título igual al de un brevísimo y buenísimo cuento de Borges presente en Elogio de la sombra (1969). El etnógrafo, la película, hace de la dosificación de información uno de sus atractivos, así que revelar ciertos datos sobre el personaje del título me parece poco recomendable (de todos modos, pueden leer esa información en otros sitios). Aunque saber lo siguiente creo que no les quitará placer a la hora de ver la película: el etnógrafo en cuestión es John Palmer, inglés, que vino en los setenta por primera vez a estudiar la cultura wichí. La película transcurre en el chaco salteño, no en la provincia del Chaco sino en la de Salta. Hay una familia, hay alguien preso y hay disputas por la tierra. Lo que fascina y lo que atrae de El etnógrafo, de todos modos, no son tanto los nudos conflictivos sino la vida en comunidad que captan Rosell y su equipo. Es muy destacable el trabajo de fotografía de Guido De Paula: sin preciosismo ni “fascinación por el otro” (forma estéticamente molesta de la culpa del observador externo), pero sí con nitidez, contrastes y cercanía que dan como resultado una constante belleza áspera (y arrugada en el caso del noble rostro de Palmer, un héroe modesto). No recuerdo demasiados documentales argentinos sobre comunidades indígenas con tanta amabilidad, tranquilidad, sentido narrativo y estético como El etnógrafo. Así, el componente de denuncia está, pero no obtura todo lo demás. Con sencilla lucidez narrativa, Rosell muestra calidez, esperanza, lucha. No hay estridencias, no hay énfasis: hay búsqueda, hay un gran trabajo para observar y escuchar lenguas, modos de ser, modos de experimentar las emociones y las situaciones. En los pasajes, en los tráficos lingüísticos entre el wichí, el español y el inglés, en esos intersticios, en esos vasos comunicantes, hay una idea de futuro. Y en uno de los pocos diálogos tensos de la película –en el intento del consejo veloz sobre la iguana– con un solo detalle en una conversación, Rosell expone la violencia simbólica. El etnógrafo, la película, nos invita a conocer, a descubrir, a reflexionar. Y El etnógrafo, la película, nos lleva a “El etnógrafo”, el cuento de Borges, del que es muy pertinente citar dos segmentos del cuento. Así empieza: “El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos.” El etnógrafo en cuestión iba a buscar un secreto de unas tribus del oeste, que los brujos revelarían al iniciado. Y esto podemos leer cerca del final: “En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo. —¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro. —No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. —¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro. —Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. Agregó al cabo de una pausa: —El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.”
Con el vértigo de la violencia Jason Statham (algo así como el 75 por ciento del atractivo de esta película) está firmemente establecido como el gran protagonista actual -y en forma- del cine de superacción. Es así: en Los indestructibles (en las dos) el jefe Stallone le da el segundo lugar en importancia. Statham corre, salta, vuela, pega piñas y patadas con precisión y fuerza, maneja armas de fuego y armas blancas, tiene la mandíbula hecha de puras líneas rectas y la frase sarcástica siempre lista y mascullada con prestancia. En El código del miedo , a Statham le quitan todo, con maldad maligna, como en los thrillers "de venganza" de los setenta y los ochenta. Así, la reacción, cuando aparezca, aunque no por venganza sino por tener alguien a quien cuidar, será todo lo decidida y pertinaz que el género merece en esta variante. ¿Cuál variante? La de la disposición de disparates apilados para que el héroe emerja con claridad junto a su protegida, y hagan frente a una absurda acumulación de malos, malvados, pérfidos, sádicos y corruptos que no vacilan en traicionar y matar con velocidad realmente llamativa. Los buenos, bah, el bueno, también es veloz para la tarea, y no hay en esta película esos estiramientos de "esperá que ahora te mato". Acá las decisiones para disparar las balas son tan veloces como éstas. Y si bien por momentos se sufren algunos excesos en los temblores de los planos y se padece un poco de velocidad cool en la edición de los segmentos de mate y rompa, hay buena mecánica narrativa para que se entienda -si se está atento y sin pavear con el celular- quién mata a quién y también a cuántos, incluso en los momentos de mayor aceleración de cadáveres por segundo. ¿De qué trata El código del miedo ? De un hombre rudo y cuesta abajo que vive en Estados Unidos y de una niñita china que vive en China y posee una tremenda habilidad para los números. En algún momento se juntan (en Nueva York), por obra y gracia de un guión que les mete en la cabeza a unos villanos que la mejor manera de guardar unos códigos largos es que la niña prodigio los memorice (¡!). En medio de una acumulación de chinos malos, rusos malísimos, políticos resbaladizos y untuosos y corruptos, policías neoyorquinos súper corruptos y agentes con pasados turbios y asesinatos en su haber, el argumento se complica innecesariamente, y por momentos se nota el "acá ponemos líneas de diálogo a pura explicación". Lo que importa en un producto como El código del miedo , sin embargo, es que en muchos momentos se sienta el vértigo festivo del movimiento violento y desatado. Y eso está, con el agregado de la fotogenia y el carisma de Statham. Si quieren más y mejor, tienen Los indestructibles 2 . Pero si ya la vieron, El código del miedo es una buena manera de engañarse y creer que el cine de acción de hoy se parece al de los ochenta, al de línea media confiable, ese que iba directo a video pero por suerte en este caso, para mayor espectacularidad del disparate, rescatado en el cine.