Un film que por su profesionalismo y sobriedad se convierte en una gran osadía Comienza El último Elvis . La cámara -en un plano virtuoso, extenso, generador de expectativas- descubre un lugar, un acontecimiento: una fiesta en uno de esos salones a priori destinados para ellas. Pero la cámara, ya lo sabemos, no es todo el cine. La intención de esta cámara y de este equipo de sonido y de este diseño de producción y de este guión -entre otros aportes comandados por la visión, en este caso segura, de un director- es descubrir a un personaje, al protagonista: al inolvidable Carlos Gutiérrez. Carlos trabaja en una fábrica de este país del hemisferio sur, pero también es Elvis Presley. Uno podría decir que es un imitador de Elvis, pero Carlos es algo más. Va más allá, vitalmente, con tozudez, con convicción: en su televisor no hay otras opciones que los conciertos del Rey, intenta alimentarse como Elvis, su hija se llama Lisa Marie y a su ex mujer la llama Priscilla. Su Elvis no es el del principio sino el del final: excedido de peso, sudoroso y ya no en su plenitud física, pero con la pasión desbordante y un manejo aplastante del escenario. Así lo comprobará en ese show que ve su hija, en el que pasa del fastidio a la afirmación certera de su arte. Un arte que, como casi cualquier otro, no tiene completa originalidad. Carlos es un gran cantante, un gran showman, y un hombre que busca el sentido de su vida lejos de las coordenadas más cercanas (esas que a veces se agotan en trabajo, familia y lugar de origen). El último Elvis nos convence de la inevitabilidad de esa búsqueda con gran claridad estilística, con un aplomo llamativo para una ópera prima. Y con la ayuda, difícil de exagerar, de la performance de John McInerny, un arquitecto platense que tiene una banda llamada Elvis Vive, que canta como Elvis y que debuta en el cine con El último Elvis . Quizás esta sea la primera y la última película de McInerny como actor pero, como ocurrió con Gian Franco Pagliaro en Soñar, soñar (esa fue su única película) su calidez y su entrega física y emocional le aseguran un lugar memorable en el cine argentino. El también debutante Armando Bo (nieto del homónimo director de Fiebre , Carne y Embrujada , entre muchas otras) comanda una película que, como su protagonista, hace de la decisión y el trabajo eficiente -la dirección de arte de Daniel Gimelberg permite creer, como rara vez ocurre en el cine local, en el poder de los decorados- un camino posible hacia las emociones cinematográficas. Si a eso se le suma la capacidad para el humor y para animarse a temas como los sueños, la identidad cargada de confusión, desilusiones y trabas, y hasta una relación padre-hija que debe armarse de improviso, se podrá comprobar con facilidad que El último Elvis no sólo es segura, decidida y convincente: es, además, una película en la que el profesionalismo y la sobriedad son las máscaras de una inusual osadía.
Los comienzos en el periodismo de Hunter S. Thompson, otra vez en la piel de Johnny Depp Proyecto impulsado por Johnny Depp, Diario de un seductor se basa en un libro parcialmente autobiográfico que Hunter S. Thompson (1937-2005) escribió en los sesenta pero que recién se publicó en 1998: TheRumDiary . Dos aclaraciones: la primera es que Hunter S. Thompson fue un legendario periodista y escritor, creador e ícono del periodismo gonzo (fuerte impronta subjetiva y cruces ficcionales, entre otras cosas). La segunda es que la película aquí se estrena con un título que predispone al equívoco. "El diario del ron" era mejor, más preciso y más distintivo. La película de Robinson no apunta a contar la vida de "un seductor" sino que muestra el momento de iniciación del protagonista en el periodismo, en los albores de la década del sesenta, en un caótico y decadente diario de San Juan de Puerto Rico. Ese bautismo laboral, además, funciona como un curso acelerado sobre las tramas del poder. Alcohólico y asiduo cliente del minibar de la habitación del hotel, Paul Kemp (Depp) comienza la película tambaleando. Y el tambaleo y el alcohol son dos motivos, visuales y temáticos, del film. De ese tambaleo también se contagia la narración, que parece tener como eje una trama inmobiliaria y una historia de amor, pero que se vuelve errática en muchos momentos, sobre todo en el precipitado final. El formato "diario de un escritor" puede tener entradas anárquicas y a veces hasta es saludable ese desorden: no se trata de prescribir una narrativa lineal, pero lo cierto es que Diario de un seductor parece construirla, orbitar alrededor del conflicto entre el protagonista (Depp) y su antagonista (el millonario, el verdadero seductor de la película, interpretado por Aaron Eckhart). Si Diario de un seductor es negativamente errabunda es porque la propia película promete otra cosa, y hasta carga las tintas en un andamiaje de conflicto fuerte mediante apuntes desprovistos de sutileza sobre "el contexto social y político". De todos modos, más allá de esta flojera estructural, que más que flojera tiene aspecto de indecisión (tal vez para no imitar Pánico y locura en Las Vegas , también basada en Thompson y también protagonizada por Depp), la película tiene chispazos, momentos de belleza, entre otros las miradas entre Kemp y Chenault (Amber Heard, que sabe retorcer el personaje de tentación rubia), el veloz desafío en coche y hasta algunas riñas de gallos (que siempre hacen acordar a Cockfighter , la obra maestra de Monte Hellman de 1974). Al fin y al cabo apoyada en un libro de alguien preocupado por la potencia de las palabras, Diario de un seductor contiene muchas frases memorables, algunas dichas por actores que aportan interpretaciones festivas, felices, sabias, como Richard Jenkins y Michael Rispoli. Depp, cuando logra sacarse de encima el peso del homenaje póstumo a su adorado Thompson, brilla bajo la luz del sol tropical, brilla con su pasado de estrella juvenil y brilla con su personaje, cargado del filoso futuro de un diamante loco.
Princesas Blancanieves en versión “personajes de carne y hueso”, con Julia Roberts como la madrastra/bruja malvada. Dirigida por Tarsem Singh, el mismo de The Cell, con Jennifer Lopez. Y doblada al castellano. No generaba grandes expectativas. Para peor, la película comienza con un prólogo animado que es sencillamente feo. Sin embargo, a partir de que comienza la narración “live action” Espejito, espejito se convierte en una película que festeja, con imaginación, a los cuentos de hadas. ¿Por qué? En primer lugar, porque a estas alturas Julia Roberts ha aprendido a reírse de sí misma y de su estatus de estrella con una de las mejores y a veces olvidadas armas del cine: la escala humana, cercana, con la sabiduría que deja percibir el humor. Roberts no parece una diva, y el personaje que interpreta en esta película plantea incluso una serie de burlas bien orientadas hacia el divismo: la secuencia del tratamiento de belleza es rítmicamente crujiente y tremendamente imaginativa. En segundo lugar, el diseño de Tom Foden aporta no solo color y dinamismo sino que, en combinación con osados paisajes digitales, transporta el ojo (el oído está ocupado escuchando el doblaje) a una tierra de ensueño y asombro. Blancanieves, por su parte, está interpretada por Lilly Collins, de gracia y fotogenia naturales, con mirada clara y cejas expresivas ideales para este personaje (me enteré ayer de que es la hija de Phil Collins, dato que no la hace ni más linda ni más fea, ni mejor ni peor actriz). Por último, el indio Tarsem Singh no es un director al que le guste la medianía (The Cell era al menos un bodrio plásticamente imaginativo), y con esa osadía colorinche y que se anima a la acción física y a no pocos chistes, termina redondeando una película por encima de las expectativas (al menos de las mías), con un final musical al estilo Bollywood que deja entrever el tremendo poderío simbólico de un cine que cuando logre avanzar en los mercados externos será muy fuerte. No, Espejito, espejito no es Bollywood, pero de alguna manera lo anuncia, lo señala con su final. Al día siguiente vi, finalmente, una película que me debía desde hace cuatro años: Encantada, de Kevin Lima. El director tenía antecedentes poco interesantes. Pero seamos serios, o al menos frontales: vi la película porque me la habían recomendado un par de personas en las que confío y porque además –y sobre todo– porque está protagonizada por Amy Adams, que desde Los Muppets se ha convertido en el objeto de mi amor en la pantalla. Pues bien, Encantada también comienza como un dibujo animado y pasa a la acción en vivo (la mentada “live action”), y también tiene una actriz famosa como madrastra/bruja (Susan Sarandon). Encantada, ya se sabe, juega con el pasaje de personajes de los cuentos de hadas a la Nueva York contemporánea, y por ese lado van sus mayores aciertos, como el convincente musical en Central Park o, sobre todo, el llamado a los animales a limpiar la casa. Y sí, además hay otros cuantos buenos chistes y otros etcéteras que es inútil apuntar. Aunque los dijera en detalle, de todas maneras no lograría terminar este párrafo de otra manera que elogiando a la princesa pelirroja de apellido Adams que acá ya anunciaba el encanto absoluto que irradiaría en Los Muppets.
En esta ópera prima argentina hay fuerte unidad de acción, tiempo, lugar y personajes: en un día de verano, en la casa de su madre que ha muerto recientemente, tres hermanas deciden sobre el futuro del inmueble. Se trata de una propiedad venida a menos -pero con fondo- en Almagro (según el documento que se alcanza a ver, entre Guardia Vieja y Humahuaca). Las referencias directas al barrio son esa, fugaz y casi descartable, y otra más insistente en boca del agente inmobiliario, único personaje masculino que se ve en la película y que aparece solamente en el prólogo. En esos primeros minutos, planteados para establecer informativamente el relato, son acuciantes los riesgos de naufragio de la película de Eugenia Sueiro en un costumbrismo barrial. El agente inmobiliario tiene el pantalón demasiado corto, el peinado demasiado característico, las eses demasiado intermitentes, la puteada demasiado altisonante, el barrio demasiado pintoresco. Las tres mujeres son menos naturales en presencia del tasador. No sólo los personajes, también las actrices se ven afectadas. La incomodidad de esos primeros minutos concluye con los títulos iniciales, que nos dicen que la película se llama Nosotras sin mamá , que impone la primera persona del plural en femenino y frente a una ausencia femenina, la ausencia femenina. Teresa, Amanda y Ema se llaman las tres hermanas que deben decidir el destino de la propiedad, a la que cada tanto llaman "la quinta", como añorando un pasado más grande, o al menos pensado como tal. Una de las hermanas vive en Europa y está a punto de volverse, otra tiene problemas económicos; otra, la menor, tiene otras preocupaciones. Nosotras sin mamá es una película de interacciones, de peleas, de contactos (los primeros planos de besos y caricias son nucleares), de exploración de ese lazo fundamental de la hermandad, del lazo particular de la hermandad femenina adulta y de la conmoción por la reciente pérdida de la madre, que lleva al duelo y sus consecuencias (por supuesto, la decisión sobre la casa es apenas la superficie narrativa). Entre detalles con sólida lógica y singularidad -el papel higiénico terminado y la sacudida en el inodoro de la hermana mayor- y otros más obvios y transitados como el vómito también en el inodoro (esta es una película íntima), en casi todo momento el trío protagónico sostiene la delgada trama del relato. Un relato modesto que, por momentos, cuando hilvana situaciones fluidas y no las corta con alguna nota en falso en forma de énfasis, consigue algo cercano a un retrato de la emoción y las distancias fraternales.
Cronenberg reprimido Un método peligroso, estreno de esta semana, es una película de David Cronenberg. Como tal, merece atención. Sin embargo, este juego histórico y conceptual entre Carl Jung, Sabina Spielrein y Sigmund Freud sólo por momentos logra escaparle al quietismo y la rigidez. Un método peligroso es, de todos modos, una película inteligente. Pero una película inteligente no es necesariamente una gran película. Es decir, la película de Cronenberg está llena de “contenido interpretativo”, de detalles como para afirmarse sobre ellos y escribir. Referencias y conexiones a otras películas del director, referencias a la Historia (la que ocurría en Europa en el primer cuarto del siglo XX, los años de la película, y también la que ocurriría en el fatídico segundo cuarto). Hay también grandes cocciones de ideas sobre el psicoanálisis, y buenos planos de hermosos paisajes. Esas cocciones son demasiado grandes, demasiado conscientes de la posteridad: la película está hecha hoy, pero los personajes viven en el pasado, y esa tensión propia de todo cine “de época” no se resuelve satisfactoriamente. Se está en un pasado biográfico, pero la mirada es contemporánea. Así, los personajes no viven del todo, se sienten “escritos”, por más que Viggo Mortensen haga un Freud interesante en su opacidad (cuando la historia lo deja y no lo obliga a mostrar de forma demasiado evidente la envidia por el buen pasar económico de Jung). Parte de esa falta de vitalidad quizás sea herencia de la obra de teatro en la que se basa la película, y otra parte seguramente resida en los diferentes registros del calmo Michael Fassbender (calma que Tarantino usó provechosamente en la bullanguera Bastardos sin gloria pero que a Cronenberg le anestesia la película) y de la tensa Keira Knightley, que con sus sacudidas no parece poder salir de una posesión entre demoníaca y melodramática digna de otra película. Hay demasiada elegancia en Un método peligroso, como si Cronenberg estuviera haciendo la película contra sus recientes y salvajes Una historia violenta y Promesas del Este. Así, las escenas de sexo entre Jung y Spielrein son demasiado pictóricas (¡y esa sangre demasiado fundamental!). Y todo es demasiado limpio, aséptico. Cronenberg suele tender a esa asepsia, pero las turbulencias de mucho de su cine anterior le impedían el mal de la elegancia, la estampita histórica con riesgo de “vidas de hombres ilustres”. De todos modos, otro grande como John Huston también tropezó con la biografía de Freud e hizo una de sus películas más flojas (Freud, 1962). Y la película más frontalmente psicoanalítica de Alfred Hitchcock, Cuéntame tu vida, tampoco está entre sus mejores. Y Fellini se empantanó con Giulietta de los espíritus. Es que, ya se sabe, el cine está cargado de psicoanálisis sin necesidad de traerlo y exponerlo de frente, conceptual o biográficamente. Para cerrar por esta semana, les dejo diez recomendaciones de películas extranjeras para el Bafici (pondré más en El Amante y otras en algún otro medio): Pablo, de Richard Goldgewicht White Men de Alessandro Baltera, Matteo Tortone Crulic - The Path to Beyond de Anca Damian Des épaules solides de Ursula Meier Community Action Center, de A.K. Burns, A.L. Steiner El salvavidas de Maite Alberdi Soto Unfinished Spaces de Alysa Nahmias, Benjamin Murray El programa de cortos de los hermanos Zellner P-047 de Kongdej Jaturanrasmee Tabu de Miguel Gomes
Publicada en la edición digital de la revista.
Finanzas que me hiciste mal Unidad de tiempo: dos días, una noche en vela crucial y una coda nocturna. Unidad de espacio: el edificio de una empresa y apenas breves lapsos en exteriores. Unidad de acción: sin desvíos, sin historias secundarias, con fuente unificada de tensión. (Sí, el error del título de la nota es a propósito). Una tragedia financiera. Asistimos al comienzo de la caída de un banco de inversiones, y en ese sentido Margin Call es algo así como “Titanic 2008: crisis financiera” pero sin grandilocuencia alguna. Margin Call es un naufragio trágico, sí, pero sin grandes desmoronamientos explícitos, visibles; una película con la sabiduría necesaria para que las acciones se inserten en una historia cíclica, es decir, en la historia de las crisis del capitalismo. Margin Call prueba que se puede lograr gran intensidad sin apelar a gritos y sorpresas argumentales. No hay revelaciones en la película, hay consecuencias lógicas, negociaciones que son imposiciones porque así es la lógica del dinero y los intereses. No hay villanos especialmente villanos, no hay héroes: hay gente que busca ser eficiente. Y esa eficiencia tiene muchas veces cara de hereje. Esta es una película difícil de abordar si uno no quiere caer en la fórmula: “perfecto timing y grandes actuaciones de todos estos grandes nombres”. En cuanto a eso, sí: entre otros axiomas está Stanley Tucci, un ancla moral del cine. Y también hay una perfecta iluminación, verdadera en su ostensible falsedad al dejar en las sombras a diversos personajes y también al tirarles una luz que los endurece hasta lo poco beneficioso para la imagen (Demi Moore no juega a estar radiante). Margin Call no es fácil de escribir, de decir, de describir críticamente. Habrá que rodearla y más que de lo que es tal vez deberíamos hablar de aquello que no es. Muchas veces, las películas de grandes tiburones de las finanzas toman el modelo de gomina brillosa patentado por Oliver Stone y Michael Douglas y, sin quererlo, se convierten en films de reclutamiento. Miran demasiado frontalmente lo que consideran sin mucha reflexión como “el mal” y en ese desprecio no especialmente lúcido se esconde una embobada envidia. Margin Call va por otro lado, menos untuoso, menos graso. Hay otra forma fascinada distinta a la receta de Stone y Douglas: la más aguda (sharp en inglés) que juega a mostrar a estos tiburones (sharks en inglés) con altas dosis de cancherismo, como si la película fuera una emanación de un rodaje a puro whisky consumido con A Tribute to Jack Johnson de Miles Davis a todo volumen. Tampoco es así de funky Margin Call. Es una película sobre el mundo del trabajo. En otra de sus decisiones inteligentes, el director y guionista (debutante) J.C. Chador no elige oponer el “mundo del trabajo” frente al “mundo de la especulación financiera”. Las finanzas también son un trabajo, y esta es una película sobre un grupo de trabajadores, algunos extraordinariamente bien pagados, que tratan de hacer lo mejor posible. Lo mejor posible, cada uno de ellos para cada uno de ellos. Hay muchos diálogos buenísimos, de esos que directores más inseguros habrían destacado con reflectores y que aquí fluyen con el resto de las palabras. Destaco algunas: las arengas de Kevin Spacey y su significativa interacción. La reflexión final de Jeremy Irons y sus efectos en Spacey, la frase final de Paul Bettany sobre el puente de Tucci. Y hay numerosos detalles que funcionan como fondo, nunca como claves, típicos de una película que se mete en un mundo particular con deseos de describirlo antes que de juzgarlo velozmente: así, el ritmo nada estridente de Margin Call está marcado por el repiqueteo nervioso, sin euforia, de lapiceras caras.
Con aciertos parciales en el clima y en algún personaje aislado, Dormir al sol tiene algunos de los problemas de El sueño de los héroes, de Sergio Renán. Ambas películas "adaptan" para encajar la literatura "en cine" y, más allá de su valentía para meterse con novelas fundamentales, no se apropian de ellas con la determinación e imaginación suficientes como para encarar de manera más fructífera el problema del traslado del fantástico de Bioy al cine. El peso de Bioy está ahí, y tanto es así que Dormir al sol, película dirigida por Alejandro Chomski, comienza con un perro y algunas imágenes subjetivas (del sujeto perro). El espectador que no leyó la novela tal vez se extrañe, y el lector entiende la referencia a la novela leída en su totalidad. Así, esta película sobre un relojero, su mujer con problemas psicológicos y su internación en una misteriosa clínica expone su decisión de mantenerse bajo Bioy. O, mejor dicho, bajo el peso de la novela o sobre aquello que recorta de ella. Ni Bioy ni ningún gran escritor son meramente sus tramas. Si en La invención de Morel y Plan de evasión las tramas eran más asfixiantes, en Dormir al sol -con su mundo amable y repleto de referencias digresivas a la vida barrial porteña de los cincuenta- importan y mucho el ambiente creado a partir de los modos de los personajes, su tono asordinado, su extraordinaria gracia, su liviandad. Lamentablemente, Chomski resalta de forma demasiado solitaria la trama, con personajes que, vaciados de sus características más atractivas, cumplen funciones antes que existir vivamente. El Lucio Bordenave que interpreta Machín es excesivamente melifluo, apocado, acartonado. Ese exceso lo acerca a lo poco creíble, como cuando interactúa con Adriana María (Florencia Peña, que en su breve rol deja ver algunas bienvenidas chispas verbales). La tendencia a la solemnidad de los diálogos y su disposición excesivamente prolija evidencia un armado que nos hace demasiado conscientes de que en realidad lo importante pasa por otro lado. De esa forma, se pierde la posibilidad de que entre de forma fluida el costado científico-fantástico del relato. Por otra parte, el amor entre Diana (Goris) y Lucio, fundamental para entender lo que sucede, flaquea en su construcción: las declaraciones de amor que se prodigan no revelan aquello a lo que apuntan (la pasión de Lucio, que debería ser el motor). Con el costado más juguetón de la novela descartado y una respiración narrativa entrecortada, Dormir al sol aparece como almidonada, tal vez hasta rígida. Dos películas argentinas recientes hacen referencia a Bioy sin adaptarlo: son Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, y Los paranoicos, de Gabriel Medina (esta última traspone el corazón de la anécdota de El sueño de los héroes a un universo contemporáneo). Ambas parecen decir que la mejor manera de acercarse a Bioy desde el cine es traerlo a un nuevo modo de existencia. Ese modo, esa película nueva, está en Dormir al sol como demasiado breve promesa en los aislados y refulgentes planos del agua, la balsa y el perro.
Engaña pichanga Críticas positivas en casi todos los medios. Premio al mejor director en Cannes 2011. Película cool al mango, Drive no es una buena película. Tiene mucha más forma de anzuelo para pescar críticos y espectadores que buscan violencia y la sombra lejana de los géneros en un paquete artie. ¿Qué es Drive? Bueno, es esa película del danés Nicolas Winding Refn que está en cartel. ¿De qué trata? De un muchacho que se mueve cool, firme, casi siempre con una campera con un escorpión estampado en la espalda (atención: simbolón), casi siempre con anteojos negros. Habla poco. Tiene sus códigos: uno es que te espera cinco minutos para que hagas el afano. El muchacho es un driver, no se le conoce el nombre en la película. Es un kid que maneja un coche, que anda entre coches: mecánico, chofer doble de acción en filmaciones, y chofer de chorros. Para este último trabajo, te espera cinco minutos. Ah, ¿ya lo dije? Una exigencia de esas caprichosas que suelen o solían decir algunos personajes del cine negro y que a veces funcionan muy bien. Otro ejemplo en un neo noir: el “yo no lavo autos” del personaje de Don Johnson en The Hot Spot (Zona caliente, de Dennis Hopper, si no la vieron es hora de que lo hagan). En “yo no lavo autos” había una moral, un límite para el personaje. Además, era una frase corta, cortante. Acá, la tontería de los cinco minutos necesita bastante más explicación, y no tiene demasiado sentido. “Te espero cinco minutos, no cinco minutos y un segundo”, ajá. Con eso y poco más (entre ese poco más el envarado Ryan Gosling) el señor Refn (o Winding Refn) cree que tiene un personaje inolvidable. No, ¿sabés que no? ¿Que los personajes de noir actualizado de Michael Mann en Heat eran otra cosa? Que Mann no vende escasez como depuración. Que sus personajes están vivos, parecen hacer sinapsis aunque se pongan casi literarios en sus diálogos. El driver este, a fuerza de tanto laconismo y escasez no queda como profesional o como sólido, más bien parece un raquítico mental. Así, Refn (o Winding Refn) arma una película en la que caminar lento o en ralenti es interpretado como depurado. Tengo para mi entender que no depuración, es que pasan pocas cosas y hay que venderlas con algo condimento fugaz para el ojo. Y con ralenti, y con música con letra que dice exactamente lo que debemos entender, y con planos de más sobre el driver y sobre ella (Carey Mulligan) se nos explica: ya ya ya, ya nos quedó claro que el driver podría ser un buen padre para el pibe, para el pibe de ella. Ya, por dios. Esos ralentis, y la música grasuna y los títulos en tipografía demodé y rosa impacto son interpretados como referencias a cierto cine de los ochenta. Refn (o Winding Refn) tira anzuelos críticos, cosillas por allí o por allá para que algo se pueda decir de su película si hay ganas de celebrarla. Si les gusta tanto Refn (o Winding Refn), prueben con las Pusher o con la que hizo hace poco, la también descerebrada Valhalla Rising. Ojota, descerebrada pero violenta, gore. Drive es más atractiva que Valhalla Rising, al menos está hecha en Los Ángeles y no entre montañas y ambientada hace muchos pero muchos años como Valhalla, de ese tiempo cuando los hombres eran barbÁros y se comían a los pajÁros. Los Ángeles, territorio frecuentado por Michael Mann, así como el noir hecho en los ochenta con películas como Manhunter. Refn (o Winding Refn) llega tarde, y con eso de quitar e ir a lo esencial llega tarde y llega poco. Hay que decir, nobleza obliga, que a veces arrima algo con algunas buenas persecuciones en coches, lo mismo que te hace un buen director de segunda unidad de la industria, de la que parece querer burlarse Refn (o Winding Refn) con algún diálogo de esos que quiere vender como esenciales. Pero para ir a lo esencial en los diálogos es mejor tener personajes que no sean rematadamente idiotas o infantiles (esos gangsters no pasaban de salita de tres en el viejo jardín de buenos muchachos de Scorsese). Ay el personaje de Albert Brooks que tira la panza palante y la voz para el tacho. Ay la secuencia final, que no les voy a contar pero que tiene una lógica disparatada. No estoy en contra de las películas disparatadas y hasta descerebradas, pero ojo que esta se presenta como grave y solemne, que intenta hacer centro en el honor del protagonista, como hacía Jean-Pierre Melville en El samurai. Pero este Refn (o Winding Refn) no es Melville, Gosling no es Alain Delon y, sobre todo, Refn es un turista meramente estético en los géneros, uno que no entiende nada de las implicancias éticas de los personajes, de sus posibles significaciones o codificaciones. Para Refn (o Winding Refn) los personajes no emprenden acciones, apenas se mueven para ser iluminados de formas rebuscadas. Para justificar una casualidad Refn (o Winding Refn) hace que un personaje diga “qué casualidad” sobre el final (ah, por eso contaba historias que parecían no tocarse, pero… zzz). Para justificar sus limitaciones, Refn (o Winding Refn) vende diseño, personaje cool y torvo pero bueno, que te cuida al pibe (volvamos a esos momentos, YA ENTENDIMOS). Y, para despertarte mientras mirás su película-lounge, cada tanto te mete algunos momentos de violencia gore, de esa misma que era mucho más divertida, festiva y coherente en Piraña 3D, una de esas películas que desprecian unos cuantos de los encandilados por las luces de Drive. Refn (o Winding Refn): drive, drive, drive. Bah, andá.
Pequeña celebración de un gran final El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy) del sueco Tomas Alfredson, el mismo de Let the Rigth One in, aquí titulada Criatura de la noche, la de la vampira adolescente que tuvo su remake en Estados Unidos. El topo. El topo trata de. Detesto contar argumentos de películas. Por escrito y también oralmente. Lo detesto. ¿No se nota en mis columnas? Siempre digo “no vale la pena adelantar más”, “mejor no revelar el argumento”, “no tiene sentido relatar el argumento” y otras excusas, algunas más pertinentes que otras. Esta vez tampoco les voy a contar mucho, El topo (basada en una novela de John le Carré) es una historia de espías en la que hay que descubrir a un topo (“un traidor”, alguien que trabaja para los comunistas en la inteligencia británica durante la Guerra Fría). Y la trama es bien complicada, y por momentos la información se hace muy difícil de seguir. Pero las películas no son pura información, puro argumento, puro quién hace qué. El topo es una película tremendamente seductora: Londres, cielos nublados, humo de cigarrillos, trajes color habano, las ventanas, las pasiones escondidas, cosas aprendidas, captadas, sopesadas con solo un gesto sobrio y demoledor, contadas como detrás de un velo fascinante. Por supuesto, los actores ayudan. Gary Oldman, en cada gesto tenue, en cada mueca, en cada movimiento gris (sí, convierte sus movimientos en grises, esa es su magia y ese es su misterio) demuestra que puede brillar en versión contenida; en versión desatada su cumbre sigue siendo Drácula de Coppola, una película cumbre. Y Colin Firth, en una actuación tremenda, seca, con matices apenas perceptibles pero presentes, que lo redime de las payasadas de El discurso del rey (claro, ganó el Oscar con ese show, y Gary Oldman perdió este año frente al show bobo de Jean Dujardin). Oldman y Firth saben (también Alfredson) que dado que el cine ya es grande no hay necesidad de agrandar y exagerar las actuaciones, las miradas, las palabras. De todos modos, la clave de la película es el final, en donde Alfredson junta todas las corrientes emocionales y profesionales de la película –incluye la emoción que genera una profesión, y la nostalgia de lo que ya no es– y las monta rítmicamente, con apenas un par de sonidos (un arma, un tiro) y una canción: “La mer” de Charles Trenet en versión en vivo por Julio Iglesias. Unos minutos magistrales, inolvidables, de película grande, de miradas, de lágrimas (dos lágrimas en espejo, de distinto material). Gente caminando, una escalera que se sube, un triunfo, sonrisas por la mitad, los idiomas aprendidos por los espías presentes en el francés defectuoso de Julio Iglesias, la sección de vientos de la canción, los aplausos. Aplausos.