Aprendizajes Abrir puertas y ventanas de Milagros Mumenthaler se estrenó mundialmente en agosto del año pasado en el Festival de Locarno (en este momento, sin dudas, uno de los mejores del mundo), en donde ganó el premio principal (y no sólo ese). Se dio en otros festivales y también en el de Mar del Plata, en donde ganó el premio principal (y no sólo ese). Recién pude verla esta semana. No pensaba escribir sobre ella, porque conozco a la directora y a varias personas que han trabajado en la película. Con alguna de ellas incluso trabajo de forma cotidiana y hasta soy amigo. Pero vi la película y decidí escribir, porque en esta columna –desde hace más de tres años– he tratado, entre otras cosas, de destacar lo extraordinario que se da en los cines. Y Abrir puertas y ventanas me parece extraordinaria. Había visto los cortos previos de Milagros Mumenthaler, que se dieron en el Bafici, primero sueltos, y luego como retrospectiva. Me habían gustado, pero no necesariamente de muy buenos cortos se derivan buenos primeros largometrajes. Abrir puertas y ventanas es mucho más que una buena película, es una película consistente, segura, clara: una película que fluye porque se nota planeada, ensayada, planificada. No es que no se puedan hacer grandes películas de manera más anárquica, pero la apuesta de Abrir puertas y ventanas pasa por la construcción firme, por aprender de memoria (y luego moverse con prestancia, porque ya están aprendidos) las posibilidades que se piensan para poner en escena las emociones, para actuarlas y transmitirlas. Por aprender, mirar y relatar de tal manera que esas emociones no se noten actuadas y para que tampoco se note su transmisión. Dije mirar, y en esta película es crucial entender que también es clave escuchar: se nota el aprendizaje en la escucha, para luego poder hacer diálogos que no sólo son creíbles, punzantes por momentos, destinados a perderse en otros, en forma de silencio a veces, siempre exactos. Estos diálogos son también parte del enjundioso entramado sonoro de la película. Hay diálogos en diferentes niveles de intensidad, diálogos en off que indican continuidad, como el del final: continúa un personaje, un modo de convivencia, se marca un equilibrio distinto al planteado por la propia película antes, cuando las hermanas escuchan una canción y escuchan sus pasados compartidos y sus encrucijadas presentes y más individuales. Ese final, en el que vemos y escuchamos un diálogo sin ver al personaje luego de escuchar otra canción, apunta no solamente a que entendamos que acabamos de ver y escuchar un relato, sino además a saber que ya conocemos a estas chicas, que podemos escuchar sus sonidos y saber que están cerca. Las canciones son mucho, muchísimo más que algo que se escucha en la película: son también la banda sonora vital de los personajes y arman un relato que flota por sobre las acciones (y son también acciones) que el espectador deberá descubrir con la mayor cercanía posible (vean la película en un cine que se escuche bien). En Abrir puertas y ventanas la emoción nos llega con la fuerza de la intimidad: esta historia se siente única y particular pero con el alcance general de temas como las relaciones fraternales y la maduración. Las tres hermanas protagonistas de la ficción suplantan por completo a las actrices que las interpretan y viven. No, no se trata de actrices débiles: María Canal (un hallazgo), Martina Juncadella y Ailín Salas demuestran fortaleza cinematográfica suficiente como para hacer vivir a los personajes y la entereza para brillar por no “brillar”. La fluidez emocional que hay en esta historia de tres hermanas unidas por un espacio heredado y un duelo en común, pero separadas por diversos motivos –domésticos, pequeños, insondables–, es un enorme logro, proveniente de un trabajo de preparación hecho para esfumarse. El trabajo de dirección de Mumenthaler también se borra, en la superficie, en la piel, en el primer contacto, para imponer a los personajes: la densidad emocional de la película no se logra mediante apuntes sociales, ni mediante intensidades gritonas, ni mediante ostentaciones de escritura fílmica. Las situaciones cotidianas de Abrir puertas y ventanas tampoco presentan ese mundo de baja intensidad o inexpresivo que es parte de un sector del cine argentino actual. A estas tres hermanas, jóvenes, no les pasa por encima el tedio cinematográfico. Mumenthaler no necesita planos eternos ni quietísimos para mostrar que ellas son las que se aburren o entran en abulias. Incluso puede contar el aburrimiento con actividad narrativa. En ese sentido, ciertos objetos cumplen un rol fundamental, como ese colchón vibrador y ruidoso. Y por último, en esa cama, en otras de la casa, en algún sillón y también frente al espejo, Mumenthaler descubre los cuerpos de sus actrices (y de algún actor). Los des-cubre al mostrarlos, y también cuando se habla de ellos: la auto-descripción de falta de cintura de Marina (María Canale), la de falta de tetas de Violeta (Ailín Salas), la exposición desnuda de Sofía (Martina Juncadella) y la de Violeta apenas vestida (a la que nunca vemos vestida como para poner un pie fuera de esa casa). El hermoso, decidido, convincente plano del culo de Marina cerca del final no sólo reafirma el erotismo que electrifica a esta película sino que además es toda una lección de mirada de género. Los cuerpos femeninos devuelven desafiantes –con acciones, con identidad, con conciencia, con sexo– las miradas que los cosifican. No se puede madurar y afirmarse solamente con el cuerpo, pero el cuerpo no se puede negar, disimular, anular. A veces necesitamos abrazar y ser abrazados: convertir esa emoción en algo visible cinematográficamente, en algo casi palpable, es un ejemplo crucial de talento para la construcción cinematográfica de Mumenthaler, que se llama como se llama pero con su acercamiento dedicado, personal y detallista al cine, con su trabajo a conciencia, indica con claridad que no cree en milagros.
A 10 años de la II (sí, ya pasaron 10 años) y dirigida como siempre por Barry Sonnenfeld, exhibe algo de “manufactura de producto veloz y trepidante” que puede cansar por momentos, pero esta serie siempre tuvo algo parecido a un alma de película: actores nobles, chistes de sobra (ese playón de extraterrestres es una gran fuente de humor en segundo plano), reglas claras para la ciencia ficción y la fantasía. Will Smith y Tommy Lee Jones logran –y mantienen– esa gran química basada en la distancia que impone el actor más arrugado de Hollywood. En esta tercera parte se agregan Emma Thompson y Josh Brolin, que hace de Tommy Lee Jones joven, en un fabuloso encastre de personalidad actoral. Hay más, sí, como toda la línea de análisis e interpretación que impone el guionista, pero esa es otra nota.
Una película buena El cine del finlandés Aki Kaurismäki se reconoce: colores, tono, calma, mundo con límites precisos, una sabiduría que incluye el absurdo, un poco de tango y alguna otra música nostálgica y hasta algo de rock, humor con sordina. A estas alturas, una marca registrada ya hace rato. Conocí sus películas –junto con las de su hermano Mika, (antes se decía “el cine de los Kaurismaki”, aunque con el tiempo Aki, el menor, se destacó notablemente)– en un ciclo en la sala Lugones en los noventa. Las que más me gustaron de ese programa fueron La chica de la fábrica de fósforos y Yo alquilé a un asesino por contrato. Esta última estaba protagonizada por Jean-Pierre Léaud, es decir, el actor-ícono de la Nouvelle Vague, el actor de Truffaut, de Godard y hasta de la película que quizás haya marcado la muerte del movimiento, Le maman et la putain de Jean Eustache. Con Kaurismäki, Léaud también actuó, aunque no de protagonista, en La vie de bohème (1992). A esa película, filmada en París con una mezcla de actores franceses y finlandeses, seguramente se refiera el protagonista de El puerto (Le Havre) cuando habla de su vida pasada bohemia en París. El protagonista de Le Havre es Marcel Marx (André Wilms). En La vie de bohème, Wilms, uno de los “bohemios”, también se llamaba Marcel. Pero Le Havre no es sobre la bohemia, es sobre la bondad, la camaradería, que en la película se adueñan del pequeño mundo de los personajes: la bondad, la amabilidad como resistencia, la política como acción microscópica (este Marx es un zapatero, y no cree en eso de “zapatero, a tus zapatos”). Los pequeños gestos, las pequeñas ayudas: fundamentos de la vida comunitaria de un vecindario nada lujoso de la ciudad portuaria del norte de Francia del título original. La película combina un tema actual como el de la inmigración –ilegal y también desesperada, urgente– africana hacia Europa con un ambiente que no parece de esta época: hay teléfonos antiguos, nada (o poco) de tecnología “moderna”. Hay una referencia a un “error informático” y un llamado, malvado, desde un celular, irrupciones, interrupciones del fluir de la vida, una vida menos bohemia que llena de bonhomía. El llamado malvado lo hace Jean-Pierre Léaud, que en un brevísimo papel parece echar una sombra mitad siniestra y mitad risueña sobre su pasado como adolescente fugitivo en Los 400 golpes. Desson Howe, en el Washington Post, dijo en 1993 que “ver una película de Kaurismäki es haberlas visto todas, pero igual hay que verlas todas”. Sí, también hay que ver Le Havre, y aclaro que entre las últimas de Kaurismäki, El hombre sin pasado se me había hecho, y lo digo como defecto, “demasiado kaurismäkiana”, con demasiado automatismo autoral. Pero Le Havre es menos abigarrada, más aireada, y además de ser una buena película es una película buena. Algo más: hace algunas semanas escribí a favor de Los Vengadores y algunos de los comentaristas sacaron a relucir sus anteojeras estéticas al querer establecer que si a uno le gusta una película industrial de las caras aparentemente no le pueden gustar películas de autores prestigiosos o de jóvenes promesas que trabajan con presupuestos muy inferiores. En fin, no voy a explicar ahora la noción de autor, ni la de política de autor y tampoco la historia de los autores en la industria y su reconocimiento. Tampoco quiero explicarles nada a esos lectores, sólo quiero llamar la atención sobre la estrechez de miras, el tribunismo, la negación irracional de algo en función de la afirmación fanática de otra. A todo esto ayuda, por supuesto, términos pavotes como “cine pochoclero” o “cine arte”, meras etiquetas que –sin querer o queriendo, o sin querer queriendo– son dañinos y ayudan a obturar acercamientos más libres hacia un arte tan variado como es el cine, que es arte en Kaurismäki y es arte en Los Vengadores, entre infinidad de otras encarnaciones.
Potencia Después de Leonera y Carancho, Elefante blanco. No, no es una trilogía sobre animales. Pero sí son las tres últimas películas de Pablo Trapero, las tres desde que modificó, o rencauzó el rumbo de su cine, desde que comenzó a trabajar con estos tres guionistas: Santiago Mitre (director de El estudiante), Alejandro Fadel (director de Los salvajes) y Martín Mauregui. Y desde que, en lugar de apagarse luego de los relativos fracasos de público y crítica de Familia rodante y Nacido y criado, apostó más fuerte, con mayor intensidad, por un cine de potencia. No, ni Leonera ni Carancho son películas perfectas, y tampoco lo es Elefante blanco. Las fallas en esta nueva película son manifiestas: la demasiado “enmarcada” secuencia sobre el homenaje al padre Mugica, con su plano de acercamiento casi periodístico sobre la placa. Esa secuencia es tan artificial que hasta parece no tanto pasarles a los personajes sino imprimirse –como trazo demasiado ostensible– del narrador. Y también es un problema la introducción meramente “guionística” e instrumental (sin peso ni raigambre en la narración más allá de disparar conflictos) del dinero que no aparece para continuar la obra. Y sí, también hay algún exceso de planos de “la relación de amor”. Y hasta acá las objeciones que tengo, porque Elefante blanco es una película que por su potencia, por su desembozada ambición cinematográfica, por sus grandes logros en términos de imágenes, sonidos y movimientos de cámara, por su inmersión conflictiva en el mundo de las villas y por otros motivos, es una de las películas argentinas más relevantes de este año. Elefante blanco, ya desde el título, no refiere a los personajes sino a un lugar, a un edificio elefantiásico a medio construir, abandonado por el progreso pero no por la gente que lo rodea y que lo ocupa, lo transita para vivir y también para morir (o matar). No hay un protagonista excluyente, y hasta podría decirse que la película está más focalizada en los personajes de Nicolás (Jérémie Renier) y Luciana (Martina Gusmán) que en el de Julián (Ricardo Darín). Y Jérémie Renier, el actor belga de varias películas de los Dardenne, se integra con naturalidad, con fluidez, al igual que el cura que interpreta Walter Jakob, que de alguna manera marca con su presencia la película que podría haber sido Elefante blanco con otra escala de producción, con un protagonista así, menos estrella pero de innegable eficacia e integración con el paisaje. Las conversaciones en movimiento entre Renier y Jakob están entre los mejores momentos calmos, más cálidos de la película. Y Renier, en la secuencia del “pedido del cadáver” definitivamente logra, junto con un trabajo de cámara de un poderío innegable, la secuencia de mayor impacto de la película. Renier es quien entra en territorio ajeno, hostil, desconocido: buena parte del relato está orientado y sembrado según la lógica de la mirada de este personaje recién llegado a la villa (aunque ya conocedor de la pobreza): y sí, su personaje está ahí para que le sea explicada la lógica de la vida en la villa, un recurso narrativo como otros, que depende, como otros, de su uso: que fluya, que no sea intrusivo, que no esté cargado de didactismo vacío. Como también ocurría con Leonera y Carancho, la potencia del estilo (nada más lejos del minimalismo que estas películas animales de Trapero) convierte a Elefante blanco en una película abrumadora, que se impone con armas que incluyen planos secuencia de impecable realización, música colocada para sacudir, incluso para perturbar, situaciones límite, violencias varias. Elefante blanco, trágica aunque no terminal, exhibe, destapa varias negaciones de uso cotidiano: la pobreza y la marginalidad están ahí nomás, las villas crecen, la lucha de quienes ayudan (en el caso de la película, curas y trabajadores sociales) agobian, agotan y hasta pueden matar al luchador. ¿Qué la vida en las villas no es exactamente así como la describe Trapero? Eso que escuché en varios comentarios en contra puede aplicarse a casi cualquier película y sinceramente lo veo más como un mecanismo de defensa frente a una película dolorosa –y, perdón por el lugar común, urgente– que como una objeción precisa. Trapero, el renacido cine de Trapero pos Nacido y criado, sigue ofreciendo relatos que apasionan, llegan, golpean. Y con unos cuantos recursos de innegable talento y coraje cinematográficos. No es poco, más bien es todo lo contrario.
Richard Gere, en un film de espionaje que no encuentra su ritmo A estas alturas ya todos deberían (o deberíamos) reconocer que Richard Gere tiene algo.Y deberíamos definir ese algo. Tal vez sea lo que André Bazin y muchos otros llamaron fotogenia. O tal vez sea eso junto a su "cualidad de estrella" (seguro que una cosa llevó a la otra). O tal vez todo se base en que es, sin más vueltas y sin perjuicio de lo anterior, un galán, ahora maduro, quizás eterno. Es cierto que muchos lo aborrecen (sobre todo entre la crítica) y también es cierto que suele tener un público seguro. Con los ojos chiquitos de siempre y con el pelo blanco desde hace unos años, Richard Gere ostenta una extensa carrera con más bodrios que grandes películas (títulos como Cotton Club de Coppola y Días de gloria de Malick, e incluso Mujer bonita de Garry Marshall, son más bien la excepción y no la regla en su currículum). Pues bien, Gere -para bien o para mal- es el atractivo casi solitario de Misión secreta , una de esas películas que se parecen a tantas otras películas hechas sin rigor, con escaso vuelo y con demasiadas inconsistencias. Por supuesto, si sólo se va a ver a -y a suspirar por- Gere, el menú se vuelve más apetitoso a la vista, pero hay que decir que la película tampoco cuida a su estrella: en una persecución nos deja ver que Gere ya no puede correr como antes. Y no es eso lo que quiere contar, quiere contar que está en buena forma pero, por torpeza, muestra demasiado tiempo que Gere corre y, aunque el montaje se acelera de manera muy evidente, no logra cortar antes de que lo veamos agitado y que notemos que en realidad ya no puede perseguir -ni seguir- a esa velocidad. De velocidad debería saber el director de Misión secreta , Michael Brandt, debutante en este rol pero guionista de +rápido +furioso , y también de Se busca y de la remake de El tren de las 3.10 a Yuma . Sin embargo, aquí hay notorios problemas con la velocidad y sobre todo con la dosificación de la información. Básicamente, Misión secreta trata de espionaje.En Washington DC matan a un senador. Y aparecen la CIA y el FBI. Un agente del FBI que hizo su tesis sobre un famoso espía ruso que se creía muerto o al menos retirado insiste en que este asesinato lleva grabado su modus operandi. Un legendario espía retirado de la CIA que conoció mucho al ruso en cuestión es llamado para que se encargue de investigar junto al joven agente del FBI. Se juntan entonces el veterano (sí, Gere) y el joven (Topher Grace), el hombre de acción y el de oficina, y la película no aprovecha eso, ni lo otro, ni lo de más allá (apenas alguna frase sardónica de Martin Sheen rasguña el tedio y la superficialidad). Misión secreta revela la supuesta intriga temprano, pero, claro, eso es lo que creíamos, porque al final pega unas volteretas que no logra explicar ni siquiera decorosamente. Y cuando intenta cerrar con algo parecido a un plano-idea sobre "la vida americana" directamente se disuelve en la irrelevancia.
Un talibán (o eso suponemos), cansado, asustado, acorralado, es capturado en Afganistán luego de matar a tres estadounidenses (o eso parece por cómo habla y actúa) en el desierto. Es torturado (eso queda claro) y, prisionero, es trasladado en avión y luego en un vehículo que desbarranca en un camino nevado de Polonia (eso indica el idioma que se escucha). Así, Mohammed (eso dicen los créditos, porque en el relato no se lo nombra) iniciará un raid de supervivencia y escape en el frío invierno de Europa del Este, entre bosques y grandes espacios nevados. Mohammed es Vincent Gallo, que no tuvo que estudiar líneas de diálogo para este papel porque no habla. Más allá de este detalle, que se integra sin arbitrariedad al relato, es en el físico donde su personaje cobra vida o, más que vida, un deseo primitivo de sobrevivir en circunstancias que llamar adversas es quedarse corto. Essential Killing es una violenta película de aventuras solitarias en un ambiente nada hospitalario, protagonizada por un extraño en una tierra extraña (en la primera Rambo el protagonista, al menos, no era tan ajeno al clima y al terreno). Una película esencial, en el sentido de primitiva, destilada: no hay adornos, no hay grandes informaciones (y las pocas que hay, las de "formación teocrática", son un tanto gruesas), no hay mucho más que supervivencia filmada de forma por momentos espectacular (las imágenes aéreas, la amplitud de los espacios nevados, una caída trepidante) y por otros de forma alucinante y/o alucinada (el burka azul, los perros iguales, la lecha materna). El director de Essential Killing es Jerzy Skolimowski, figura clave del cine polaco desde la década del 60, como Andrzej Wajda y Roman Polanski; puede considerarse un guiño a este último la fascinante aparición de su musa Emmanuelle Seigneren. Entre 1991 y 2008, Skolimowski no dirigió películas porque, entre otros motivos, se dedicó a la pintura, actividad en la que ha tenido éxito. También actor, algunas de sus últimas apariciones fueron en Promesas del Est e, de Cronenberg, e incluso Los Vengadores (el gran éxito, actualmente en cartel). Como bien notó Tony Rayns en la revista inglesa Sight &Sound , tanto Essential Killing (premiada en Venecia y Mar del Plata 2010) como la película que marcó el regreso de Skolimowski, Four Nights with Anna , plantean diálogos temáticos con dos películas clave de otro polaco clave: No matarás y Una película de amor , de Kieslowski. Temáticos pero no estilísticos: Skolimowski es más crudo, y su mirada, antes que al catolicismo del autor de Bleu , tiende en Essential Killing al nihilismo. Por último, un detalle: en los que se podrían ver como flashbacks de Mohammed hay en realidad evidencia del control y hasta la manipulación del narrador. En uno de esos segmentos puede verse una imagen que adelanta lo que vamos a ver como "acción" unos segundos más tarde. Pequeña marca de un autor que trafica su mirada y su osadía en una película de apariencia sencilla y seca, pero que puede llegar con fuerza al espectador dispuesto a dejarse llevar emocional y hasta físicamente.
Tiempo y espacio Comando especial (21 Jump Street) transcurre en el colegio secundario. Ahí comienza, y ahí vuelve enseguida, a los pocos minutos, con dos protagonistas que lo terminaron hace años: son dos policías que ya pasaron por el colegio, y que fueron compañeros (la pareja despareja) en la academia policial y también compañeros, pero de existencias asíntotas, en el secundario. El nerd y el popular, que deberán volver –como policías encubiertos– a la escuela: a revivir, ya de otra manera, esos días que, según la mayor parte de las películas sobre el lugar, es definitorio, crucial, lleno de momentos fundantes. Claro, nada se revive igual en relatos cargados de movimiento. En Comando especial los dos protagonistas llegarán, siete años después (y esta es una de las grandes ideas cómicamente productivas de la película) a un espacio y un reparto de rolas modificados por el tiempo. Las categorías en el colegio, en la High School, ya no son las mismas: ahora es cool ser alternativo, ecológico, sensible, ocurrente. Ya no es cool el modelo de “atleta popular y bestia” que vimos en decenas de películas, y que los protagonistas han vivido. El secundario, como buen lugar habitual del cine americano, es un escenario de la fascinación, la lucha y la obsesión por el poder y una de sus posibles derivaciones: el triunfo. El triunfo que garantiza el tener poder, el poder que permite el triunfo. Así, las vías hacia el poder pueden ser la belleza, la destreza deportiva, la sabiduría tecnológica, la simpatía y algunos ítems más. En Comando especial se trabaja también sobre la experiencia como fuente de poder (y, con estos protagonistas, también como fuente de desperdicio). Más allá de este breve análisis sobre temas y lugares, Comando especial tiene, es cierto, al menos una docena de chistes deformes, ingeniosos, llamativos. Y también momentos de brillo con acción salvaje y/o autoconciente. Sin embargo, como pasa en la mayoría de las combinaciones de comedia cómica y policial, hay un problema de estiramiento, de ritmo enclenque: las acciones policiales fallan en tensión porque están agujereadas de chistes; los chistes se ven interrumpidos por la intriga policial. Y además, como esta es una bromantic comedy (comedia con eje en la amistad masculina), hay que cargar un poco las tintas en la relación de amistad de los dos protagonistas. Y la verdad es que Chaning Tatum no es el actor más convincente del mundo. Y además ya hemos empezado a extrañar al Jonah Hill de Supercool frente a este –más prolijo, más “sanforizado”– de Comando especial. Y ya que se me ocurrió centrar este texto en el colegio secundario como escenario y en el poder como tema, les recomiendo Poder sin límites (Chronicle), que se estrenó en febrero y que recién pude ver hace pocos días.
Demostraciones Esta película iraní ganó el Oscar como mejor film extranjero y también ganó el Oso de Oro en Berlín. Y esos son solo dos premios entre una cantidad que debe constituir alguna especie de récord. Además, ha recibido y sigue recibiendo elogios críticos de asombroso entusiasmo y unanimidad. Se ha escrito muchísimo sobre la película. Aquí va algo más. 1. Entre la gente que opina de cine al voleo hay una noción voleada y revoleada que les hace decir tonterías generalizadas sobre el cine iraní. Dicen “cine iraní” y hacen algún chiste sobre “qué aburrido”, o intentan ser graciosos describiendo argumentos inventados. Como ninguna otra filmografía nacional de los últimos tiempos, por lo menos en Argentina el cine iraní recibió fuertes dosis de estereotipia, generalmente desde la ignorancia. El cine iraní está lejos de ser un bloque homogéneo. Y está lejos de ser esa cosa quieta, callada y lentísima que imaginan sus detractores que lo desconocen. La separación, seguramente sea una de las películas más divertidas, ágiles y veloces del año, lo demuestra. Pasan muchas pero muchas cosas: intentar un resumen argumental terminaría en algo larguísimo y que además va en contra de las costumbres y los gustos del columnista residente. 2. La separación comienza con una audiencia de divorcio. Pareja de clase media acomodada, intelectual, aparentemente laica o poco religiosa, de Teherán. Separación de hecho. Ella (Simin) se va a vivir a casa de su madre. Él (Nader) se queda en la casa conyugal con la hija de ambos. Y también con su padre, con Alzheimer. Sin su mujer en casa, Nader debe buscar ayuda para cuidar a su padre. Ese es el punto de partida y, como ya dije, no voy a contar todo el argumento. 3. La película comienza y sigue con audiencias judiciales y policiales (que van mucho más allá de la pareja protagónica), y con más situaciones domésticas, familiares, paterno-filiales, empleador-empleada y de pareja. Hay una enorme cantidad de enfrentamientos, gran cantidad de violencia (mayormente verbal), ocultamientos, estrategias y una tremenda cantidad de angustia. La cantidad de temas que se tratan es enorme: pareja, familia, orgullo, culpa, responsabilidad, observancia de la religión, trabas concretas y cotidianas de la sociedad iraní, diferencias de clase, rencor de clase, desempleo, justicia e injusticia, confianza de los hijos en los padres, la mirada de los adultos y la de los niños y tal vez algún otro. 4. Filmada con bastante cámara en mano y por momentos mucho movimiento al seguir a gente caminando airadamente, La separación parece buscar con afán ser una película ágil. Se empecina en ser divertida, en no detenerse, como si no confiara en un espectador al que imagina siempre a punto de abandonarla. Se empecina, lucha y se desangra. Es cierto que así logra ese efecto de vértigo incesante que comparte con algunas películas mainstream de Hollywood pero, así también, corre el gran riesgo de que uno no desee volverla a ver, y en una revisión mental a la hora de pensarla y escribir sobre ella, comience a deshacerse con la misma velocidad que propone su dispositivo. La separación, después de dejarla asentar, demuestra que el cine iraní también puede hacer entretenimiento efímero, (a algunos les gusta el término pasatista, a mí me parece espantoso), que en su velocidad esconde notorias fallas, algunas realmente enojosas. 5. En esta columna no estamos en contra del entretenimiento efímero. De hecho, a la mayoría de las personalidades del columnista residente les gusta el copo de nieve (o algodón de azúcar). La separación, por cierto, no se viste de dulce. Se viste de tratado crítico social, de película sobre temas serios, profundos, sobre la vida y la muerte en las puntas de la vida (y las complicaciones de lo que hay en el medio). Y la sensación que deja es que está dispuesta a todo por seducir: viejos y nonatos son menos personajes que dispositivos de guión para enganchar, para distraer mediante truculencias que pasan por “realismo social”. Los diálogos son filosos, sí, pero el problema es que si uno piensa lo que cortan con ese filo se vuelven obscenos. Y tan obscena es la película que se permite una de las elipsis más cretinas del año: la del accidente que, contado en su momento, habría impedido parte del misterio o de la intriga sobre la responsabilidad del protagonista. La película juega al suspenso policial y judicial con la suerte de un feto y no, no hace la elipsis por una decisión lógica del punto de vista. No hay foco unificado acá: no se cuenta desde ningún personaje en particular, el narrador es omnisciente. Pero más allá de ese ocultamiento, hay un detalle que revela que el señor Farhadi cree que trata con espectadores duros de entendederas. Cuando ya sabemos que la diferencia de clases es uno de los temas de la película y que el asunto atraviezzza la sociedad iraní (y todas, ¿no?), nos espeta de la nada una lección sobre el asunto en un par de líneas que “repasa para el colegio” la hija de la pareja protagónica. Ya entendimos, Farhadi. Ya habíamos entendido antes. Ya. 6. Detrás de su seductora y bien actuada –pero a fin de cuentas cansadora y a la postre vacua– pirotecnia verbal y rítmica, La separación demuestra que confiar en el efecto (especial o no) por el mero efecto sólo da películas demagógicas, aquí, allá y en todas partes. El detalle –canallesco, puesto para buscar el mero efecto y desencadenar el drama y que después no se resuelve– de “la falta de un dinero” cuando el protagonista encuentra a su padre caído de la cama revela el nivel de chapucería del armado de esta película que seduce, sí, pero con malas artes. 7. Para terminar, les recomiendo algunas películas iraníes realmente excelentes: Primer plano y Detrás de los olivos de Abbas Kiarostami (y podría recomendar muchas más de Kiarostami), Crimson Gold y El espejo de Jafar Panahi. Y si quieren ver realismo fuerte familiar sin manipulaciones y sin trampas, busquen la rumana Everybody in Our Family de Radu Jude, exhibida recientemente en el Bafici. Y si quieren ver una película más genuina sobre problemas de pareja, vean la argentina El campo, que está actualmente en cartel. Sobre esa escribí acá. 8. No pensaba escribir en contra de La separación, pero a medida que la iba repensando noté que es una de esas películas con sabor intenso al momento de verla pero que sus materiales se revelan, en el regusto, como alejados de lo genuino. Uno descubre, en el paladar, que es una película hecha con saborizantes.
Una pareja y una hija pequeña en viaje hacia una casa en "el campo". Invierno. La casa, se ve claramente, necesita refacciones. La pareja se ve mejor que la casa, y definitivamente tienen buena química sexual. Pero, como en casi todas las parejas, hay riesgos, asechanzas de tormentas. La casa en el campo -en las afueras de algún pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires- es más un sueño de él que de ella. Es él quien pone el entusiasmo, el que intenta limar las asperezas de la adaptación al nuevo medio. La casa de campo/sueño masculino es un lugar agregado, y siempre está en el horizonte el refugio, la vuelta a la ciudad. Con este planteo, desgranado en una narrativa que no cae en informaciones groseras ni en líneas previsibles, Hernán Belón debuta en la ficción mediante un relato de una intensidad emocional llamativa para el cine argentino actual. Aquí hay buenas escenas de sexo, frustraciones y discusiones fuertes, gritos bien dados. Hay una pareja al borde del abismo, en el sube y baja emocional. Ella es ciclotímica; él intenta dominarla sin que se note, llevarla a vivir su propio proyecto. Todo esto, que podría haber derivado en un drama con visos de obra de teatro de tesis o drama costumbrista oxidado, está procesado aquí cinematográficamente, en una película reconcentrada, espesa, que sitúa las acciones en espacios con lúcidas ideas de puesta en escena: por ejemplo, el momento de los perritos inicial, cual cuento de hadas macabro. O la lluvia como principio de una aventura con pronóstico reservado. O la fiesta como momento de movimiento inestable, en el que ella revela su fragilidad y agresividad seductoras. Ella es Dolores Fonzi, dueña de una electricidad particular, de una fotogenia que la agiganta, de una presencia tan misteriosa como terrenal, que pasa de la vulgaridad a la belleza inalcanzable en segundos: en El aura supo afearse para un rol secundario pero crucial, en El campo es el imán protagónico. Leonardo Sbaraglia maneja con profesionalismo un tono de sobria oscuridad y sostiene un personaje menos imprevisible, con más anteojeras, más decidido y a la vez más negador -esa vitalidad más directa, menos vueltera, esconde una violencia que puede emerger en cualquier momento-. El campo , lejos de apostar a ser una gran película y fracasar en el intento, es una pequeña película compacta (sobre el final, la brevedad del relato tal vez amontone de más ciertas peripecias un tanto abruptas), en la que las imágenes y las palabras permanecen inquietas e inquietantes en la memoria. Con ese sueño de otra vida en el campo, con su reconstrucción del espacio y las relaciones como objetivo, El campo podría pensarse como la versión neurótica y pesimista de la optimista y ejemplar Un zoológico en casa, de Cameron Crowe. Si la película de Crowe mostraba a un viudo en la búsqueda de refundar su vida y su familia y, de paso, el sueño americano, El campo procede al revés, echando luz (y sombras) sobre una familia de apariencia perfecta. Esa forma completa que, bien mirada, revela grietas peligrosas como precipicios.
No soy la persona mejor predispuesta del mundo para ver películas con súper héroes. A priori, no son lo mío. Los súper poderes suelen dejarme afuera, porque nunca me comprometo con el peligro en el que supuesta y ocasionalmente están estos seres. ¿Hasta cuánto pueden? ¿Cuál es el límite? Harry Potter no es un súper héroe pero en una de sus películas hasta volvía el tiempo atrás y cambiaba el relato, revivía un bicho amigo, suprema perversión de la lógica del cine, de su naturaleza (ver chiste baziniano de Truffaut en su corto Les mistons, 1957). Si se puede hacer eso, se puede hacer todo, por lo tanto nunca está en peligro el personaje. No le creo. No les creo. Algo así, en escala, suele sucederme con los súper héroes: desconfío con facilidad de estos ñatos con súper poderes: ¿cuánto vale cada sopapo? En algunas películas mal hechas a veces me gustaría ver, como en los videojuegos, el indicador de energía de cada contrincante para poder interesarme aunque sea superficialmente por la contienda. Pero en Los Vengadores, de alguna manera, los personajes suelen aparecer en peligro, hay indicadores, parciales, laterales, de lo que pueden hacer y de lo que no y, por otro lado y más importante, la película no se apoya tanto en una lucha ciega de fuerzas y poderes sino en la formación de una organización, de un grupo con lazos que vayan más allá del rejunte. La película, básicamente, muestra la formación de un equipo con estilo a partir de lo que al principio solamente era un grupo de buenos jugadores. Y esa amalgama era más complicada que meramente unir los personajes. Había, además, que hacer encajar las películas anteriores de cada personaje, de estilos y directores distintos. ¿Qué hacer por ejemplo con Thor, que venía de una película dirigida por Kenneth Branagh, que suele hacer descansar buena parte de su cine en Shakespeare, ya sea por adaptación, relación o diversos hipertextos? ¿Cómo combinar a ese rubio de vestuario viejuno, con aspecto y personalidad al borde de la auto parodia, con Iron Man, canchero, rápido y contemporáneo y cumbre creativa de Robert Downey Jr. y Jon Favreau? Bueno, el director y coguionista Joss Whedon carga los chistes sobre Thor: Iron Man lo gasta velozmente por Shakespeare. Y Thor y Hulk, bueno, se pelean un rato. Pero la acción clave de Hulk sobre Thor dura un segundo, o tal vez menos, y es un chiste visual y pirotécnico de antología. No lo voy a revelar acá, pero quiero destacar que ese momento fugaz es feliz y festivo, y es clave: corona el relato con cierta alegría de vieja matinée de aventuras. Una alegría de paquete de caramelos de dulce de leche mu-mu que Los Vengadores expone intermitentemente durante su primera mitad (mechada con “la introducción de cada personaje”) y que desata en su segmento final. A partir de que se juntan todos en la nave comienza un concierto de acción, ya sea con las partes ensambladas y, sobre todo, con líneas solistas que se van acoplando con otras. Los personajes se juntan, de a dos, de a tres, con planificación en la nave, con planificación o sorpresa en el enfrentamiento contra las aparentemente inagotables fuerzas del mal en Nueva York. La extensa secuencia en Nueva York es el plato fuerte, tiene impacto visual, gracia física, es comprensible (hay, además, no pocas referencias al legado narrativo de Star Wars). Whedon entiende perfectamente que destrucción, peleas y explosiones no necesariamente significan planos pegoteados y bochinche visual: así, lo que queda es adrenalina, emoción y diversión. Nada menos. Por último, más allá de que no puedo negar el poder de atracción visual que me genera Scarlett Johansson –sobre todo en su segmento cadera– con ese traje preparado para pegar patadas, que Gywneth Paltrow me gusta siempre, y que la morocha de pelo corto ayudante de Fury (Samuel L. Jackson) es deslumbrante, hay que decir que, como casi todas estas películas, el menú apolíneo masculino está a la orden del músculo: Capitán América, Thor y Hawkeye (Jeremy Renner, siempre magistralmente tenso) son casi casi de propaganda de calzoncillos. También Downey Jr., pero seguramente de calzoncillos más cool. Pero también está Hulk, que corta con todo este desfile de modelos. Hulk es el mejor personaje de la película, el de poder explosivo, el que tiene la capacidad de convertir a Los Vengadores en una película encendida. Para hablar del poder narrativo y descontracturante de Hulk (y de las películas más recientes con el personaje, y de porqué Mark Ruffalo, superador de los Hulk anteriores, es una gran elección para interpretarlo) debería escribir otra nota. Pero esta nota la cierro con esto: el verde de Hulk señala el camino de la diversión de Los Vengadores. No, su verde no debería teñirlo todo, pero es el aderezo fundamental de esta muy buena película, tal vez hasta excelente. Los Vengadores incluso me gusta más ahora, después de escribir sobre ella, que inmediatamente después de verla. Algo me dice que tendré que volver a verla: ¿quién puede conseguir esos viejos caramelos de leche en caja de cartón?