Vértigo La cuarta Misión: Imposible es una de esas películas que bailan ante nosotros. No, no es un musical. Pero probablemente sea lo más parecido al musical clásico que se puede obtener en el cine de estos días, que carece de ese género en su oferta (si me dan los ejemplos de Bailarina en la oscuridad de Lars von Trier o la nueva versión de Hairspray, evidentemente no estamos hablando de lo mismo). En términos literales, Misión: Imposible – Protocolo fantasma no canta ni baila, ni se canta ni se baila en ella. Pero la acción, su felicidad, su ritmo, su vértigo, su perfecta sincronización en el montaje, en las actuaciones, en todos los aspectos de la puesta en escena, proponen un movimiento tan grácil como el de El pirata (1948), de Vincente Minneli y con Gene Kelly. Tom Cruise, petiso y al parecer eternamente joven (este año cumple 49) es una especie de Gene Kelly de la acción. De hecho, ya la muy buena y subvalorada película protagonizada por Cruise en 2010, Knight and Day de James Mangold, era una especie de musical –por sus burbujeantes coreografías de acción– de espionaje y romance. Cruise, muscular y fibroso como Kelly, exhibe su sonrisa y resplandece como uno de los dos grandes protagonistas del musical clásico de Hollywood (estas son épocas-Kelly para la acción, Jason Statham también es otro de la “escuela Kelly”; no se me ocurren ejemplos de “héroes de acción Fred Astaire”). Cruise es una presencia cinética arrolladora, aparentemente sin complejos (un actor petiso que aparece en la película más petiso que otros actores no especialmente altos), una estrella magnética. Por supuesto, es un gran actor de cine. Creo que ya alguna vez mencioné este listado, pero vamos otra vez: Spielberg, Woo, Kubrick, De Palma, Mann, Scorsese y Coppola. Esos son apenas siete de los directores con los que trabajó Cruise, que tiene una trayectoria muy pero muy superior a la de otros actores más prestigiosillos. Intenten que Ryan Gosling ejecute con convicción una secuencia como la del hotel de Dubai de Misión: Imposible – Protocolo fantasma. Probablemente notarán que para muchos actores con cara de torturados no es tan fácil actuar y correr, volar, aparecer con esa gracia de Cruise con una remera de Bruce Springsteen con el Kremlin de fondo. Cruise es movimiento, ritmo, humor, prestancia, confianza, pantalla abarcada y seducida. Por supuesto, Cruise cuenta, para bailar en el tiempo y en el espacio de esta película, con un montajista como Paul Hirsch (de gran trayectoria desde los setenta, montajista de varias de De Palma incluida Misión: Imposible) y con un director como Brad Bird. Brad Bird: El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille. Eso, solo grandes películas de animación. Hasta ahora, que con esta Misión: Imposible comienza con el cine de “live action” como dicen en la industria americana. No leí otras críticas ni notas sobre Misión: Imposible – Protocolo fantasma ni nuevas entrevistas a Bird, pero su paso de la libertad de movimientos y “acciones imposibles” de la animación a la acción en vivo está perfectamente logrado. Y, a la vez, esta Misión: Imposible no tiene estética de dibujo animado. De hecho, en Ratatouille las acciones y los movimientos se semejaban a los de la acción en vivo. Brad Bird, proveniente de Pixar –es decir, la gran compañía productora de animación–, pasa ahora a dirigir con producción de Cruise y J.J. Abrams. Con esos apoyos y con la capacidad para lograr una cantidad festiva de minutos de tensión, adrenalina, extraordinario despliegue de movimientos y lo que quieran agregar para definir ese vértigo sonriente que uno experimenta en la butaca, al menos un sendero del presente y los futuros del cine parece ser suyo. En ocasión de Misión: Imposible 2 Gustavo Noriega dijo en El Amante que esa magistral película dirigida por John Woo era “Cine como música”. Estoy muy de acuerdo: esa película era un ballet, o una danza con una gran orquesta, con música electro-épica de Hans Zimmer. Esta Misión: Imposible es otro tipo de danza, más rítmica, sincopada, con un ritmo más jazzeado, más urbano (la película es más urbana), con música de Michael Giacchino (músico de Pixar y de J.J. Abrams). Vean Misión: Imposible - Protocolo fantasma, la cantidad de secuencias inolvidables es muy alta y no tiene sentido nombrarlas acá. Esta película es, hermosamente, cine-maravilla.
Casi sin caer en sensiblerías, el film sobre dos amigos se convierte en una sorpresa Demostración cabal de que el arte no se define por temas sino por formas, tonos, combinaciones y acercamientos, 50/50 es una de esas películas que encienden alarmas a partir de su premisa, pero que llegan a término con dignidad y no pocos logros. El título se refiere a las posibilidades que tiene el protagonista, un joven de 27 años con un trabajo no demasiado excitante en una radio, de curarse de un cáncer que, sin mucho aviso, aparece con gravedad y urgencia. Y que conmocionará su vida sana, sin grandes pasiones y sin excesos. "Si hasta reciclo", dice Adam, en uno de los tantos chistes que abre el guión autobiográfico de Will Reiser. Adam (Joseph Gordon-Levitt) es el "enfermo grave" de la noche a la mañana, el que no sabe manejar, el que tiene una novia que su amigo no aprecia en absoluto. Su amigo es Kyle, esquina fundamental de esta película. Kyle está interpretado por Seth Rogen ( El avispón verde , Ligeramente embarazada ), que otra vez -y otra vez con gracia, prestancia, naturalidad y su reconocible voz que combina grosería y calidez- hace de eterno adolescente sardónico y de buen corazón y, como en la magistral Funny People , de compañero del protagonista enfermo. Para esos menesteres, Rogen es un recurso natural por ahora lejos de agotarse. La interacción entre el enfermo preocupado -que ya era preocupado y obsesivo antes de saber de su enfermedad- y el amigo chanta, relajado, simpático y leal es la base del funcionamiento de 50/50 en tanto comedia bromantic , término que designa cierto tipo de películas sobre la amistad masculina, con varios exponentes recientes, como Te amo hermano , Todo un parto y las ¿Qué pasó ayer? Pero 50/50 también es una película romántica. Y un drama personal y familiar. El padre de Adam tiene Alzheimer, enfermedad irreversible, de la que no hay 50% de probabilidades de curarse (que no es una mala chance si uno la tiene en el casino, según le dice Kyle a Adam). Pero el drama familiar no es ése, el Alzheimer no funciona como conflicto sino como algo dado, fijo, que se contrapone al devenir del tratamiento del cáncer de Adam. La madre de Adam está interpretada nada menos que por Anjelica Huston, una actriz fundamental, sobria aún en tempestades emocionales, sabia (al igual que Philip Baker Hall, aquí en un papel breve). 50/50 evade casi todas las sensiblerías y lágrimas fáciles y se convierte, mediante la osadía de violentar la combinatoria de géneros y tonos esperables, en una pequeña y bienvenida sorpresa. Aunque quizá la sorpresa no sea tanta si uno le presta atención a un dato: la música es de Michael Giacchino, habitual de Pixar y de J. J. Abrams, cuyo nombre suele estar asociado a buenas películas. O a extraordinarias, como es el caso de otro estreno del día que tiene su música: Misión: imposible. Protocolo fantasma.
En Un zoológico en casa Cameron Crowe hace su mejor película desde Jerry Maguire (1996). Y como en esa película (y como en la menos lograda Elizabethtown*), Crowe vuelve al tema de la refundación de una vida. En Un zoológico en casa, de forma explícita, relaciona –por medio de un diálogo que dice Matt Damon– el desafío individual, el volver a empezar personal y familiar con la aventura, el sueño americano. Un zoológico en casa utiliza tantos recursos para emocionar con facilidad que es difícil decir que se excede en ese uso. Los excesos sensibleros y emocionales son la lengua de la película, y gracias a un actor como Matt Damon el relato se mantiene cohesionado (Jerry Maguire descansaba en Tom Cruise, y Elizabethtown no podía descansar tan cómoda sobre Orlando Bloom). Por supuesto, como siempre, Crowe hace de cineasta disc jockey, enamorado de las canciones de Tom Petty, Bob Dylan y un largo etcétera. La película de Werner Herzog muestra a un Herzog casi siempre contenido, y la de Cameron Crowe a un Crowe desatado. La que mostraba a Crowe contenido, impostado, era Casi famosos, en donde quería ser más cool de lo recomendable para su cine que, a fin de cuentas, fue siempre mucho más de sentimientos cálidos y de cierta ñoñería que de áspera actitud rockera. Herzog, en el que suele aflorar el asombro frente al mundo, en La cueva de los sueños olvidados se mantiene casi siempre dentro de la buena educación y corrección científica, y de esa forma no siempre está a la altura de los sueños –o, mejor dicho, pesadillas– que suele ofrecer como el cineasta superior que es. Y hablando de educación científica y terminología correcta, no puedo dejar de decir que Cameron Crowe se ha ido al carajo –estilísticamente hablando– y eso no es del todo una mala noticia. *Después de escribir los párrafos anteriores y mientras revisaba unos números viejos de El Amante, encontré este texto breve que escribí hace seis años, sobre Elizabethtown. Creo que se aplica bastante a Un zoológico en casa: “Si la cursilería amenazaba el cine de Cameron Crowe desde Jerry Maguire, en esta comedia romántica very american, mezcla con drama familiar y relato de aprendizaje, directamente lo toma por asalto. Si las películas de Crowe ya eran en buena medida unos ‘grandes éxitos musicales’, acá pasa lo mismo, pero de manera más descarada, al punto de que unos CDs compilados con indicaciones cursis se comen el cuarto final del asunto. Con todo, hay algo extrañamente atractivo aquí. Tal vez sea porque Crowe decidió que podía hacer todo eso convencido y sin sonrojarse.” Y ahora, sin sonrojarme, y convencido al menos del primer puesto, las mejores películas de mi año de estrenos: 1. Más allá de la vida (Clint Eastwood) / 2. Damas en guerra (Paul Feig) / 3. Copia certificada (Abbas Kiarostami) / 4. Larry Crowne (Tom Hanks) / 5. Amigos con derechos (Ivan Reitman) / 6. Super 8 (J.J. Abrams) / 7. La piel que habito (Pedro Almodóvar) / 8. Los Marziano (Ana Katz) / 9. Habemus Papa (Nanni Moretti) / 10. El estudiante (Santiago Mitre). Y fuera del top ten pero con ganas de entrar: 11. Imparable (Tony Scott) / 12. Piraña 3D (Alexandre Aja). Y no consideré para el top ten porque se estrenaron en formatos de menor jerarquía a Alamar (Pedro González-Rubio) y Carlos (Olivier Assayas), pero quería destacarlas. Y que tengan un feliz 2012.
Sobre el documental de Herzog no tengo mucho para decir, más allá de que es notorio que Herzog brilla mucho más en el epílogo –en donde se lo nota más libre para relacionar temas, para sorprender, sacudir, inquietar– que con la exploración del arte rupestre dentro de la cueva de Chauvet (en donde filmó con múltiples restricciones). El documental no deja de ser sólido, más o menos atractivo según el interés de cada uno en los orígenes de la representación figurativa, y las declaraciones de los entrevistados y la narración del propio Herzog tienen momentos enjundiosos, pero el Herzog genial es, por ejemplo –y por nombrar otra película que incluye cocodrilos–, el de Un maldito policía en Nueva Orleans. La cueva de los sueños olvidados muestra a un gran director con un montón de condicionamientos temáticos y en el rodaje. Por otra parte, espero no leer demasiadas veces en las críticas sobre esta película que “Herzog hace un magnífico uso del 3D” porque no hay nada demasiado destacable en ese eso. Es decir, nada que no haya hecho ya mucho mejor y desde muchos más ángulos James Cameron en Avatar. Sería por lo menos raro, tal vez hasta injusto, elogiar el 3D de Herzog –y hacerlo con cierto desprecio hacia esa tecnología– sin haber visto, qué sé yo, un hito del 3D no animado como Jackass 3D. En Un zoológico en casa Cameron Crowe hace su mejor película desde Jerry Maguire (1996). Y como en esa película (y como en la menos lograda Elizabethtown*), Crowe vuelve al tema de la refundación de una vida. En Un zoológico en casa, de forma explícita, relaciona –por medio de un diálogo que dice Matt Damon– el desafío individual, el volver a empezar personal y familiar con la aventura, el sueño americano. Un zoológico en casa utiliza tantos recursos para emocionar con facilidad que es difícil decir que se excede en ese uso. Los excesos sensibleros y emocionales son la lengua de la película, y gracias a un actor como Matt Damon el relato se mantiene cohesionado (Jerry Maguire descansaba en Tom Cruise, y Elizabethtown no podía descansar tan cómoda sobre Orlando Bloom). Por supuesto, como siempre, Crowe hace de cineasta disc jockey, enamorado de las canciones de Tom Petty, Bob Dylan y un largo etcétera. La película de Werner Herzog muestra a un Herzog casi siempre contenido, y la de Cameron Crowe a un Crowe desatado. La que mostraba a Crowe contenido, impostado, era Casi famosos, en donde quería ser más cool de lo recomendable para su cine que, a fin de cuentas, fue siempre mucho más de sentimientos cálidos y de cierta ñoñería que de áspera actitud rockera. Herzog, en el que suele aflorar el asombro frente al mundo, en La cueva de los sueños olvidados se mantiene casi siempre dentro de la buena educación y corrección científica, y de esa forma no siempre está a la altura de los sueños –o, mejor dicho, pesadillas– que suele ofrecer como el cineasta superior que es. Y hablando de educación científica y terminología correcta, no puedo dejar de decir que Cameron Crowe se ha ido al carajo –estilísticamente hablando– y eso no es del todo una mala noticia. *Después de escribir los párrafos anteriores y mientras revisaba unos números viejos de El Amante, encontré este texto breve que escribí hace seis años, sobre Elizabethtown. Creo que se aplica bastante a Un zoológico en casa: “Si la cursilería amenazaba el cine de Cameron Crowe desde Jerry Maguire, en esta comedia romántica very american, mezcla con drama familiar y relato de aprendizaje, directamente lo toma por asalto. Si las películas de Crowe ya eran en buena medida unos ‘grandes éxitos musicales’, acá pasa lo mismo, pero de manera más descarada, al punto de que unos CDs compilados con indicaciones cursis se comen el cuarto final del asunto. Con todo, hay algo extrañamente atractivo aquí. Tal vez sea porque Crowe decidió que podía hacer todo eso convencido y sin sonrojarse.” Y ahora, sin sonrojarme, y convencido al menos del primer puesto, las mejores películas de mi año de estrenos: 1. Más allá de la vida (Clint Eastwood) / 2. Damas en guerra (Paul Feig) / 3. Copia certificada (Abbas Kiarostami) / 4. Larry Crowne (Tom Hanks) / 5. Amigos con derechos (Ivan Reitman) / 6. Super 8 (J.J. Abrams) / 7. La piel que habito (Pedro Almodóvar) / 8. Los Marziano (Ana Katz) / 9. Habemus Papa (Nanni Moretti) / 10. El estudiante (Santiago Mitre). Y fuera del top ten pero con ganas de entrar: 11. Imparable (Tony Scott) / 12. Piraña 3D (Alexandre Aja). Y no consideré para el top ten porque se estrenaron en formatos de menor jerarquía a Alamar (Pedro González-Rubio) y Carlos (Olivier Assayas), pero quería destacarlas. Y que tengan un feliz 2012.
Esta semana se ha estrenado una de las muy buenas películas de este año (ya que estamos en modo balance, digamos que es una de las mejores 20): El juego de la fortuna (Moneyball), de Bennett Miller. Una película de baseball. Confieso que entiendo poco (o nada) ese deporte pero me suelen gustar las películas sobre baseball (me pregunto si me gustarían tanto esas películas sobre baseball si entendiera sus reglas): tengo una marcada debilidad por las películas deportivas en general. Ahora bien, el centro de Moneyball no es el baseball sino algunas reflexiones y negociaciones sobre/en/desde/para él: es en realidad una película sobre los administradores, observadores, creadores de estrategias. Una película a fin de cuentas sobre estadísticas y el estudio, que nos hace creer en la pasión deportiva aparentemente enfriando el deporte, analizando con números a jugadores de segunda, tercera o cuarta línea. Una película extraña, que junta a dos guionistas-estrella como Steve Zaillan (La lista de Schindler, por ejemplo) y Aaron Sorkin (Red social, por ejemplo) con un director con un antecedente tan poco atractivo y tan gomoso como Capote. De estructura atípica, Moneyball no construye la emoción in crescendo sino en dosis concentradas, sobrias, ubicadas sobre todo en momentos familiares (de hecho, el momento que puede resultar más conmovedor, el del jugador “rescatado” de su ostracismo, está antes de la mitad del relato). De todos modos, la mayor parte del encanto y la seducción de Moneyball pasa por rítmicas conversaciones telefónicas y estrategias dialogadas en oficinas y vestuarios por Brad Pitt y Jonah Hill. En sus perfectas actuaciones de gestualidad contenida reverbera un gran elemento de esta película: el orgullo deportivo de los que no salen a la cancha.
La exquisita película del mexicano Pedro González-Rubio va más allá del documental sin traicionarlo: relato cercano, dramatizado, basado en hechos y situaciones reales Alamar es una película azul, con muchos tonos de ese color. El mar, desde arriba y desde abajo, el agua y sus colores a diferentes profundidades, y con el sol desde diferentes ángulos. Y el cielo. Alamar es una película sobre un padre (Jorge) y un hijo (Natan) que tienen esa relación en la realidad. Natan es hijo de Jorge, mexicano, y Roberta, italiana. Jorge y Roberta se conocieron en México, se enamoraron, tuvieron a Natan y luego el amor se terminó. Natan vive ahora con Roberta en Italia. Alamar narra algunos días que Natan pasa con su padre en México, sus días juntos en un palafito (casa en el agua, sobre pilares): el hogar de Jorge en Banco Chinchorro, caribe mexicano, Quintana Roo, zona maya, cerca de Belice. La belleza del lugar es esplendorosa, así, literalmente: esplendor de la naturaleza, del agua cristalina, de su color, del sol, de la barrera de coral, de los animales; esplendor de las imágenes, generadas con cámara de alta definición digital, lo que motivó mayores contrastes lumínicos y, seguramente, una intensificación de los azules, que permanecen en la memoria. El director Pedro González-Rubio construye -como en la también recomendable Toro negro , 2005, codirigida con Carlos Armella- una notable cercanía con sus retratados, y así Alamar va más allá del documental sin traicionarlo: relato cercano, dramatizado, basado en hechos y situaciones reales; vidas vividas y filmadas. El relato de la relación entre un padre y un hijo se impone con emoción, grandeza y apertura hacia el mundo, en la tradición de El hombre de Arán, de Robert Flaherty (1934): la pesca como actividad principal, con la amable diferencia de que el clima en Banco Chinchorro es benévolo. La ternura presente en la relación de Natan, de cinco años, con su padre -de extraordinario, fluido contacto con la naturaleza- jamás se enfatiza sino que se deriva de lo que muestra y narra esta película, que no necesita definirse ni como ficción ni como documental. Alamar es el producto de una combinatoria singular, difícil de repetir por más que se intente perseguir con una fórmula. ¿Cómo repetir que el cocodrilo coma con tanto sentido del ritmo esas cabezas de pescado que le tiran como si fuera el perro de la casa? ¿Cómo conseguir otra garza como Blanquita, pura gracia emplumada? ¿Cómo filmar otra vez la inocencia y el asombro en los ojos de Natan? Si ven Alamar , no se preocupen por entender todas las palabras que dicen los personajes (la dicción del viejo Matraca es particularmente difícil). No son las palabras las que guían la lógica emocional de esta película pequeña y distinta sino la comunicación de los sentimientos más profundos, que se dejan observar -bajo la extática magnificencia del mar y del cielo- en el hogar paterno, allí donde hay refugio, cuidado, lazos: un espacio que añorar.
Vi, sin grandes esperanzas por comentarios de otra gente, Happy Feet 2. Me pareció muy buena, como casi toda la filmografía de Miller: entre otras las Mad Max (qué grandes la 1 y la 2), Las brujas de Eastwick, la gloriosa Babe: chanchito en la ciudad, la primera Happy Feet. Este año, en un país distinto a este, vi también una versión acortada de Happy Feet (la uno), unos 15’ en 4D, o sea con efectos como agua, viento frío, butacas con movimiento. Happy Feet 2 (en cartel ahora) es una película de aventuras en el agua, la nieve y el hielo –todo digital—que tiene una extraña capacidad táctil (y sin verla en 3D). Por más fantásticos y artificiales que sean los mundos que filma el australiano Miller, en su cine hay un fuerte aire de realidad, de impresión rústica. De sensación de vértigo. Happy Feet 2 es una aventura grupal, una aventura de bichos en la naturaleza. No tiene protagonistas claros pero sí tiene claro su sentido de la aventura, tan natural como el agua y tan artificial y rítmico como el gran baile con Under Pressure.
Y también a Ksenia Rappoport La hora del crimen es uno de los estrenos de ayer, y Ksenia (o Kseniya, o Xenia) Rappoport es la protagonista. Y este texto no les va a contar el argumento de la película. 1. Contar argumentos de películas me resulta, en general, un poco vago. Y vano. Y, lo más importante, me aburre soberanamente. Festejo cuando contar el argumento está contraindicado, como en el caso de La hora del crimen. 2. El título original de esta película es La doppia ora, o sea “La doble hora” o “La hora doble”, un título mucho mejor. Y menos obvio. Pero bueno, como decía Horacio Quiroga hace casi un siglo, algunos distribuidores creen que el público local necesita “sal gruesa”. Bueno, llamen la atención como quieran o puedan, crimen entonces. La hora del crimen. 3. Policial de misterio y con algunos otros elementos que mejor no adelantar, La hora del crimen sorprende y confunde, pero a pesar de ciertas apariencias está hecha con honestidad narrativa. Véanla con atención. 4. Giuseppe Capotondi, el director, debutó con esta película, de la que se anunció que se hará una remake estadounidense. Evidentemente, tanto Capotondi como los tres guionistas Alessandro Fabbri, Ludovica Rampoldi y Stefano Sardo confeccionaron La hora del crimen retorciendo el relato con clara conciencia de que el espectador (dedicado) del cine en el siglo XXI es un espectador savvy, o sea perceptivo, informado y formado (por el cine). Y el espectador de policiales de misterio está muy atento a los detalles, a adelantarse a las vueltas y a los reveses de la trama. Pensando en ese espectador modelo, La hora del crimen juega. ¿A qué juega? A divertir, a estremecer. Y a crear grandes personajes. 5. Del enorme Filippo Timi (que interpreta a Guido) ya se habló bastante porque fue el Mussolini de Vincere. Hablemos de Ksenia. 6. Ksenia o Kseniya o Xenia Rappoport, nacida en Leningrado, antes y ahora San Petersburgo, a veces tiene rulos y a veces el pelo lacio. Piernas largas, alta, y a veces –en la variante de pelo lacio– su rostro es un poco parecido al de Nacha Guevara. De mirada muy intensa, Ksenia es decidida y misteriosa. Intermitentemente bella (cuando no es fascinante), Ksenia es una gran sufriente del cine. Véanla en La desconocida de Giuseppe Tornatore, una película truculenta, disparatada y brutal como el intento de foul de Ruggeri a Chilavert, y salvada por el compromiso físico y emocional de Ksenia, la mejor actriz del mundo. También me pasa con otras actrices eso de que mientras las veo y las escucho son las mejores. Cinematográficamente me enamoro con facilidad. Me pasa con Kate Winslet, pero no en esa rastrera película llamada Revolutionary Road que acá se llamó de otra forma. Volvamos a Ksenia, que tiene una película que aquí no se estrenó y es todo un melodrama ruso, como la propia Ksenia: se llama Yuri’s Day (o Yuryev den) de Kirill Serebrennikov. Esto escribí sobre Yuri’s Day para el catálogo del Bafici en 2009: “Lyubov (la impresionante, excelente, asombrosa Xenia Rappoport de La desconocida) es una famosa cantante de ópera que no vive en su país, y regresa a visitar su pueblo natal, en las entrañas lejanas y frías de la madre Rusia. Vuelve con su auto de lujo y con su hijo Andrei. El chico no está precisamente arraigado a la tierra de su madre. Y desaparece. Esa tierra, o la gente de esa tierra, o el misterio, o una decisión desconocida, o nada, o un interrogante. Lyubov comenzará entonces su calvario de madre, y la película avanzará sin titubeos hacia un tono mayor, sin miedos de abrevar en tradiciones literarias (y algunas cinematográficas) rusas, virando con alguna violencia hacia la búsqueda desesperada, el descenso a los infiernos, y los sentimientos a flor de piel. El director Kirill Serebrennikov explota visualmente el sobrecogedor paisaje, y narra con mano firme, convencida y convincente la historia de los cambios de Lyubov, una historia emocionalmente lacerante cuyas secuelas la irán cambiando a todo nivel. Así, este relato irá convirtiéndose de manera progresiva en un encendido melodrama físico sobre la persona, el cuerpo de Lyubov.” 7. Vayan a ver La hora del crimen. No se priven de reencontrarse con Ksenia o Kseniya o Xenia. O de conocerla.
Presente y futuro Pedro Almodóvar, manchego, tiene más de treinta años de carrera cinematográfica y cerca de veinte largometrajes. Rosendo Ruiz, cordobés (de la provincia argentina y no de la andaluza) tiene una película del año pasado. Hoy es el estreno en Argentina de La piel que habito y también el estreno fuera de Córdoba –allí se reestrena– de De caravana. Las dos, vean las dos, incluso pueden armar un vivificante doble programa. Sí, claro, hay diferencias: la película de Almodóvar deja ver un evidente aplomo, un presente de gran seguridad. La piel que habito propone un viaje guiado por un experto en referencias múltiples (Franju-Hitchcock-la Hammer-Corman, por nombrar sólo cuatro), una actuación fuertemente depurada de Antonio Banderas, encuadres y colores fascinantes, violentos encastres temporales, irrupciones disparatadas, pasiones oscuras y una mezcla de géneros, de ambientes, de orígenes y raíces poco frecuente. Almodóvar, a estas alturas, con un equipo de gente experta (fotografía de Alcaine, montaje de Salcedo, música de Iglesias) y una seguridad cinéfila que deslumbra, combinada con una osadía que parece haber regresado a su obra en los últimos años, hace una de esas películas imperdibles incluso para quienes no gusten de ella. No intenten bajarla de ningún lado, no la vean en una sala que no tenga la calidad técnica adecuada: La piel que habito se estrena en grande, con decenas de copias, y merece verse de la mejor manera posible. La seducción que maneja Almodóvar necesita brillo, colores, gran tamaño, claridad en el sonido. También son parte de las películas las condiciones en las que las vemos, y en algunos casos en particular esas condiciones son de mucho peso. De caravana es una irrupción, una ópera prima. No, no toda ópera prima es una irrupción, algunas son meramente continuaciones inopinadas de lo ya transitado. De caravana irrumpe, como dicen que irrumpió Almodóvar los que lo vieron irrumpir a hace más de tres décadas. Sí, claro, De caravana es una película menos pulida que La piel que habito, menos depurada en la amalgama actoral, y a veces se resiente con detalles extemporáneos o no del todo resueltos (Almodóvar, a estas alturas, construye con tal solidez que hace aparecer a un brasileño vestido de tigre y todo sigue fluyendo e incluso reafirma su autoría con más fuerza). Pero no interesa tanto resaltar los detalles negativos de De caravana. Bueno, sí, al menos uno: ¿cómo sabe el protagonista dónde vive la chica al principio?, ¿me perdí algo? Pero para ajustar detalles hay tiempo, carrera por delante, y si uno revisara Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón seguramente encontraría muchos aireados chirridos y refrescantes desajustes. Vamos a lo que importa: De caravana es una película singular, que habla desde un lugar específico en el mundo, en la que los personajes viven y se desarrollan y no están petrificados para que el director se luzca en sus meras manipulaciones. El viaje, o mejor dicho los viajes iniciáticos del “cheto” Juan Cruz por el amplio mundo de la bailanta y los viceversas de la “bailantera” Sara son narrados con gracia, cariño y cercanía. De caravana está viva, en la amalgama del recital de la mona y la atracción entre los protagonistas, en mucha nobleza, en muchas sorpresas, en la mirada genuina, en frecuentes diálogos creíbles. El crítico chileno Héctor Soto escribió: “La debilidad que presenta una elevada proporción de los juicios cinematográficos en circulación radica no tanto en la falta de información o de rigor, sino en la falta de afecto y compromiso, lo cual es más grave. Aquel déficit puede cubrirse con datos o con una cierta disciplina intelectual; el déficit afectivo, por su parte, es una dolencia del alma más que de la percepción y casi nunca es redimible.” Podríamos aplicar lo escrito por Soto sobre la crítica a De caravana y diagnosticar que no se observan en ella dolencias del alma. Hay, entonces, futuro para el cine de Rosendo Ruiz.
Presente y futuro Pedro Almodóvar, manchego, tiene más de treinta años de carrera cinematográfica y cerca de veinte largometrajes. Rosendo Ruiz, cordobés (de la provincia argentina y no de la andaluza) tiene una película del año pasado. Hoy es el estreno en Argentina de La piel que habito y también el estreno fuera de Córdoba –allí se reestrena– de De caravana. Las dos, vean las dos, incluso pueden armar un vivificante doble programa. Sí, claro, hay diferencias: la película de Almodóvar deja ver un evidente aplomo, un presente de gran seguridad. La piel que habito propone un viaje guiado por un experto en referencias múltiples (Franju-Hitchcock-la Hammer-Corman, por nombrar sólo cuatro), una actuación fuertemente depurada de Antonio Banderas, encuadres y colores fascinantes, violentos encastres temporales, irrupciones disparatadas, pasiones oscuras y una mezcla de géneros, de ambientes, de orígenes y raíces poco frecuente. Almodóvar, a estas alturas, con un equipo de gente experta (fotografía de Alcaine, montaje de Salcedo, música de Iglesias) y una seguridad cinéfila que deslumbra, combinada con una osadía que parece haber regresado a su obra en los últimos años, hace una de esas películas imperdibles incluso para quienes no gusten de ella. No intenten bajarla de ningún lado, no la vean en una sala que no tenga la calidad técnica adecuada: La piel que habito se estrena en grande, con decenas de copias, y merece verse de la mejor manera posible. La seducción que maneja Almodóvar necesita brillo, colores, gran tamaño, claridad en el sonido. También son parte de las películas las condiciones en las que las vemos, y en algunos casos en particular esas condiciones son de mucho peso. De caravana es una irrupción, una ópera prima. No, no toda ópera prima es una irrupción, algunas son meramente continuaciones inopinadas de lo ya transitado. De caravana irrumpe, como dicen que irrumpió Almodóvar los que lo vieron irrumpir a hace más de tres décadas. Sí, claro, De caravana es una película menos pulida que La piel que habito, menos depurada en la amalgama actoral, y a veces se resiente con detalles extemporáneos o no del todo resueltos (Almodóvar, a estas alturas, construye con tal solidez que hace aparecer a un brasileño vestido de tigre y todo sigue fluyendo e incluso reafirma su autoría con más fuerza). Pero no interesa tanto resaltar los detalles negativos de De caravana. Bueno, sí, al menos uno: ¿cómo sabe el protagonista dónde vive la chica al principio?, ¿me perdí algo? Pero para ajustar detalles hay tiempo, carrera por delante, y si uno revisara Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón seguramente encontraría muchos aireados chirridos y refrescantes desajustes. Vamos a lo que importa: De caravana es una película singular, que habla desde un lugar específico en el mundo, en la que los personajes viven y se desarrollan y no están petrificados para que el director se luzca en sus meras manipulaciones. El viaje, o mejor dicho los viajes iniciáticos del “cheto” Juan Cruz por el amplio mundo de la bailanta y los viceversas de la “bailantera” Sara son narrados con gracia, cariño y cercanía. De caravana está viva, en la amalgama del recital de la mona y la atracción entre los protagonistas, en mucha nobleza, en muchas sorpresas, en la mirada genuina, en frecuentes diálogos creíbles. El crítico chileno Héctor Soto escribió: “La debilidad que presenta una elevada proporción de los juicios cinematográficos en circulación radica no tanto en la falta de información o de rigor, sino en la falta de afecto y compromiso, lo cual es más grave. Aquel déficit puede cubrirse con datos o con una cierta disciplina intelectual; el déficit afectivo, por su parte, es una dolencia del alma más que de la percepción y casi nunca es redimible.” Podríamos aplicar lo escrito por Soto sobre la crítica a De caravana y diagnosticar que no se observan en ella dolencias del alma. Hay, entonces, futuro para el cine de Rosendo Ruiz.