Cine choto En los comentarios a mi columna anterior algunos lectores piden que opine sobre temas que ellos quieren que yo opine. Sus campañas y sus deseos me son ajenos. Y hay varias inexactitudes y errores que, en el caso de querer contestarles, me harían trabajar entre moderadamente y mucho para corregirlos, y no pienso hacerlo. Algunas puntuales inquinas, por su parte, se responden solas. Paso a otro tema, tal vez a tono: una película malísima. Atención: este texto contiene lenguaje soez y choto. De los estrenos de esta semana Contagio me gustó mucho y Los tres mosqueteros no me disgustó. Y tengo pendiente ver Violeta se fue a los cielos de Andrés Wood, quien tiene entre sus películas previas las muy buenas Historias de fútbol y Machuca. Pero se me antoja escribir sobre una de las peores películas del año, una que contiene una podredumbre creativa considerable, acompañada de una eficacia nula. Casi todo lo que puede estar mal en una comedia industrial actual lo está en Si fueras yo, dirigida por David Dobkin (el mismo de la mediocre Los rompebodas). Si fueras yo es uno de esos relatos de “intercambio de cuerpos”: dos amigos mean en una fuente y zas, el soltero colgado con departamento desordenado y aspirante a actor etc. cambia el cuerpo con el abogado casado con hijos en casa recién pintada etc. Ahí está el punto de partida, una chotada, pero podría perdonarse si al menos hubiera buenos chistes, alguna línea memorable, humor físico bien actuado, algo que no fuera choto. Pero no, nada mínimamente decoroso. Para peor, hay absoluta falta de conexión entre los dos protagonistas: Jason Bateman ha probado en muchas películas ser un gran comediante (en la imperdible Extract de Mike Judge, en Paul, en Quiero matar a mi jefe), pero acá no recibe jamás un pase bien dado de Ryan Reynolds, un actor que aquí demuestra estar más cerca del modelaje para alguna marca de zapatos que de la comedia. Reynolds parece estar todo el tiempo preocupado por ser bonito (y porque le brillen los mocasines aunque use zapatillas) sin dejar espacio para que se cuele la deformidad, la acidez, la mirada oblicua que suele ser parte del mundo desplegado por las buenas comedias, por las que no son chotas. A juzgar por esta película, Reynolds apenas sabe actuar y no interactuar, y quizás por ese motivo no estaba del todo mal en un ataúd hablando por teléfono en otra película chota. Pero si el problema fuera solamente un actor sin gracia no estaríamos ante una de las grandes catástrofes fílmicas del año. Si fueras yo es cine choto, del que podría decirse “malo con ganas” si no fuera tan desganado. Con molesta frecuencia aparece en la película la situación de “le hablo a X sobre Z pensando que mi interlocutor es X, pero como en realidad Z está escuchando porque está en el cuerpo de X y así se entera de lo que yo pienso de él cuando no está presente, aunque yo, personaje padre o personaje esposa, no me entero de que le hablé a Z pensando que era X”. Con este recurso hay muchas tentaciones de “lecciones de vida”. La película no se resiste nunca y así los chistes de grosería extemporánea se intercalan con ñoñerías de tanta linealidad emocional como la música que se nos inflige. Ah, ¿pero cómo? ¿Este crítico se queja de chistes groseros y el año pasado defendía Jackass 3D? No me quejo del humor grueso, grosero y escatológico per se sino de su uso extemporáneo y su uso choto. La película se cree muy zarpada en plan “uy qué vivos que somos, qué chabones ocurrentes, recién descubrimos que las mujeres también tienen la parte final del aparato digestivo y excretan”. En esta película vemos y escuchamos a una mujer a la que se presentó como una diosa sexual –con un ralenti idiota– pedorrear y cagar delante del marido (“eh, tenemos 12 años mal llevados y nos parece digno de compartir que, a pesar de portar tetas, las mujeres usan el inodoro”). Y también vemos a un bebé cagar en la boca de su padre. Por otra parte (o por la misma parte), esta es una película en la que todas las mujeres son rechazadas sexualmente porque, claro, el casado que decía que quería experiencias sexuales con otras no quiere con una porque está embarazada, y con la compañera de trabajo que lo vuelve loco tampoco, porque justo se pone sentimental (ah, las enseñanzas del cine choto, siempre a tiempo aunque sin timing). Como si fuera un baño químico, en Si fueras yo todos cagan y mean y nadie coge. Tal vez sea por esa falta de fluidez sexual el tremendo malhumor de esta comedia subnormal, repetida, indolente, burocrática, una cabal agresión al género (genre) y a los géneros (gender). Vayan a ver, antes de que la saquen de cartel, Damas en guerra, en la que se caga y se coge más y mejor, con más gracia y con más cine. PD1: si alguien ve Si fueras yo, o si no la ve pero se entera del motivo, que por favor me explique por qué la piel de las mujeres se ve como si fuera de plástico: ¿efecto digital?, ¿iluminación?, ¿Barbie trabaja de doble de cuerpo? PD2: en Si fueras yo vemos, de frente, mear a los dos protagonistas dos veces. Pero no, no se les ve la chota. Debe ser la magia del cine, del cine choto. PD3: haciendo memoria velozmente, este parece ser el año en el que se puso de moda en Hollywood mostrar mujeres cagando (Pase libre, Damas en guerra, Si fueras yo). PD4: en el afiche Ryan Reynolds está abrazado a dos mujeres, para comparar con Bateman que tiene un bebé en cada brazo. Si quieren hacer ese afiche, no sean tan chotos y al menos metan la situación de las dos mujeres en la película.
Gigantes de acero. Leo varias críticas muy a favor de esta película dirigida por el monocorde y hasta ahora impersonal director canadiense Shawn Levy (Una noche en el museo, Una noche fuera de serie, entre otras). Gigantes de acero, ambientada en el futuro cercano, es una de esas de boxeo, pero de boxeo de robots, con hombre perdedor y chanta y que abandonó a su hijo que deberá volverse casi ganador y noble y crear lazos con el pibe. La película es simple, directa, lineal, lo que no está del todo mal, salvo porque muchas secuencias son pura burocracia, en el borde de la liberación grasa pero que se quedan en la mera chatura. Claro, para la liberación grasa es mejor Sylvester Stallone que Hugh Jackman (demasiado sofisticado para este protagónico). Y sí, hay que nombrar a Stallone porque Gigantes de acero es un poco Halcón y mucho Rocky, a veces hasta el descaro. Sí, el enfrentamiento de los buenos (un all-american de buen corazón, su hijo y la chica musculosa) contra un genio cibernético japonés malhumorado y una fría millonaria de Europa del este es como una linda golosina vintage. Sí, la pelea final es bombástica y puede emocionar mucho. Pero ojo, cualquier Rocky es mejor (menos la 5, que es horrible). Y si no vieron Rocky Balboa no prioricen Gigantes de acero. De todos modos, si ya vieron todas las Rocky este sucedáneo de lata no está tan mal, pero definitivamente moderen sus expectativas o, como nos dice Larry David, curb your enthusiasm.
Esta semana se estrena una (otra) película argentina. Sin embargo, atención, no es una película más: es una comedia romántica urbana argentina, y recomendable. Esto escribí sobre ella para el catálogo del Bafici: “La identidad de las grandes ciudades descansa, en buena medida, en sus edificios. Buenos Aires tiene una caótica variedad de estilos, que conviven a veces bien conectados y a veces en conflicto. Medianeras comienza observando, clasificando edificios. Y luego pasa a centrarse en dos habitantes de esos edificios: chica y chico. Ella es Mariana (Pilar López de Ayala) y él es Martín (Javier Drolas). Taretto juega con la comedia romántica, y la película no descansa sobre el menú habitual del género que indica responder a la pregunta ¿serán estos dos el uno para el otro? Medianeras nos hace saber que Mariana y Martín efectivamente lo son, y la pregunta será ¿cómo harán para encontrarse? En este breve texto se ha usado un par de veces el verbo descansar, que no es nada apropiado para hablar de Medianeras, una película alejada de cualquier idea de descanso o de piloto automático, una película trabajada con mil ideas, mil detalles, mil recovecos de placer cinematográfico.”
Unas palabras sobre Vaquero, película argentina, ópera prima de Juan Minujín, que se estrena ahora, luego de amagar desde hace meses. Ya se sabe, el cine argentino se amontona en los meses de septiembre, octubre y noviembre, los peores para la cartelera. Sobre esos asuntos escribí acá ¿Irá gente a ver Vaquero? Espero que sí. Les dejo esto que escribí sobre la película para el catálogo del Bafici: “ ‘Bueno, tengo que parar, apagar la cabeza por unas horas… ¿Apagar la cabeza por unas horas? Idiota. ¿Qué te haces el que vivís en una propaganda de aspirinas? ¿A apagar la cabeza por unas horas?’ Así, y desde allí hacia mayores intensidades de furia, piensa Julián Lamar, Actor Argentino Disconforme. Disconforme con su carrera, con su ambiente de trabajo, con sus compañeros del ‘mundo artístico’. Julián Lamar es un quejoso, en la tradición del Ignatius J. Reilly de La conjura de los necios, con una cabeza que no para de lanzar improperios y que describe un mundo de forma esperpéntica –con dardos envenenados de conocedor–, para volverse él mismo un esperpento. Julián Lamar quiere lograr un papel en un western estadounidense que se filmará en Argentina, quiere ser más que todos. Pero en la distancia que existe entre el rol que se asigna a sí mismo en su deseo y sus performances artísticas y vitales concretas está el espacio para este retrato ácido, para esta lúcida comedia impiadosa dirigida y protagonizada por Juan Minujín.”
La película de Terrence Malick está construida por meras notas al pie y comentarios laterales Cada película de Malick es un acontecimiento insoslayable, y no sólo porque con cinco largometrajes en 38 años es uno de los directores menos prolíficos de la historia. Malick es un cineasta particular, constructor de un cine excepcional y de una ambición enorme. Uno de esos artistas huidizos, que escapa de las fotos y las apariciones públicas. Desde su irrupción con Malas tierras, en 1973, sus películas fueron aguardadas con enorme expectativa. Lo mismo ocurrió con El árbol de la vida . Malick nunca ha contado simple y directamente una historia. Ha narrado, sí, pero con numerosos desvíos para contemplar la naturaleza y reflexionar sobre los actos humanos. La filosofía trascendentalista (buscar, desde el individuo, la relación con el universo), el panteísmo y los sonidos y las imágenes de apabullante belleza -suele filmar en "la hora mágica", cuando el sol recién ha caído y todavía hay luz- se convirtieron en marca de la poco industriosa fábrica Malick. Con esos recursos hizo sus grandes películas de los 70. En su regreso al cine después de 20 años con la magistral La delgada línea roja (1998) intensificó la reflexión, los desvíos, lo que podríamos llamar sus notas al pie. Pero esa mayor ambición por observar y comentar el mundo aún descansaba en personajes con rasgos particulares y en secuencias fuertes, nucleares, identificables. El árbol de la vida está construida por meras notas al pie, profusos comentarios laterales (que no son ni siquiera eso porque no hay centro). La esquemática y esquelética historia emana de planos con angulaciones que llevan el adjetivo "raras" como una cruz: esta semblanza de una familia texana en los 50, con padre demasiado severo, madre sojuzgada y tres hijos varones es superficial y reiterativa, y está plagada de situaciones trilladas (y esto no es cine de género que pivotea orgullosamente sobre lo conocido). Y en su ambición Malick agrega. la creación del mundo: hay subyugantes planos de paramecios, del fuego original, de medusas y de dinosaurios. Por momentos El árbol de la vida parece una combinación contrahecha y caprichosa de Fantasía , de Disney, y 2001 , de Kubrick, por otros ofrece un melodrama familiar en su etapa de bosquejo, con cámara en mano, fotografía llamativa y música grave. No es obligatoria una narración fuerte, pero en El árbol de la vida esas absolutistas notas al pie sin un cuerpo que sostener (la línea del personaje de Sean Penn en la actualidad, primera vez que Malick cuenta "el presente", apenas amaga con ser crucial) vienen cargadas con un sinfín de frases sentenciosas, con una gravedad muchas veces risible y con imágenes -como las de ese "cielo" en el que la gente tiene la edad con la que la conocimos en la película, o la de esa madre volando, o la de ese ataúd transparente de Blancanieves- que irradian ya no belleza malickiana, sino lastimosa banalidad fílmica que gira en falso. Así, Malick, gran artista, aislado del mundo, cae desde lo alto y desde lejos, mientras su ambición se convierte en pretensión.
No supe ver, no supe ver. En una primera visión, No supe ver Damas en guerra. Uno ve, y puede no ver lo evidente. La vi por segunda vez y las objeciones se diluyeron: las buenas películas son las que resisten más de una visión, por estructura, reenvíos de sentido, detalles de construcción y, sobre todo, por el placer que generan. Pueden no ser malas las películas que se agotan en una primera visión pero sus placeres son tan efímeros que su recuerdo es velozmente menguante, y su revisión tiene mucho de resignación. Damas en guerra es, de hecho, una película para rever: la segunda vez es mejor. Ya sabemos que no estamos ante una comedia superficial sino ante una abisal: Annie (Kristen Wiig, una actriz insoslayable) es un personaje oscuro, al borde –lado externo– del colapso en varios frentes. La comedia –en este caso particular una constelación de escatología, celos, canciones, neurosis, explosiones emocionales e inteligencia– prueba otra vez en esta temporada su vitalidad en Estados Unidos, su capacidad de sumergirse en todo tipo de crisis y oscuridades. Protagonizada por seis mujeres y guionada por dos (una es Kristen Wiig), Damas en guerra es un prodigio de timing, con situaciones construidas en función de la incomodidad cómica de la duración prolongada (los discursos, por ejemplo), y otras en función de la explosión (la fiesta de tema parisino, por ejemplo). Si no la vieron, véanla, y con ojos de segunda vez. O con más lucidez que yo en la primera.
Me gusta el cine No solo veo películas en las privadas o el día del estreno para escribir aquí o en otros medios. Muchas veces veo películas varios días después de su lanzamiento, ya sea por recomendaciones, curiosidad, ganas de no perderme nada relevante o, simplemente, porque me gusta ir al cine. En este sitio tengo libertad de escribir sobre lo que me dé la gana, incluso he escrito algunas columnas que no eran sobre cine. Hoy comento dos películas que no se estrenaron esta semana, alguna incluso que queda en pocos cines. Las dos son del mismo género. Las dos son remakes. Y recomiendo las dos. Se trata de No le temas a la oscuridad, remake de un telefilm de los setenta y Noche de miedo, remake de la película de los ochenta conocida en la Argentina como La hora del espanto. No vi No le temas a la oscuridad en su versión de telefilm de los setenta. Y no recuerdo casi nada de La hora del espanto, salvo que la vi dos veces en el cine, la segunda en el Electric en doble programa junto a Karate Kid (creo que la 2). En los ochenta fui mucho al cine: a partir de 1982 empecé a ir solo. Claro, no siempre fui solo, pero si a los nueve años uno decide que puede ir solo (y lo dejan) se está mucho menos condicionado y se puede ir más. Y siempre tuve predilección por el cine de los setenta en VHS y en DVD. Sí, este texto contiene autobiografía: toda crítica de cine lo es en mayor o menor medida, de forma más o menos explícita. En primera o en tercera persona, al hacer crítica estamos escribiendo fragmentos, más o menos oblicuos, de nuestra relación personal con el cine. No soy especialmente nostálgico, pero las nuevas versiones de No le temas a la oscuridad y Noche de miedo me hicieron añorar esas películas de los setenta y los ochenta que eran relatos de género orgullosos de serlo. Y que no prepoteaban narrativamente, es decir, que podían presentar el tema, los conflictos, avanzar y llegar a la resolución sin amontonar clímax y querer refundar (más bien refundir) a golpes bombásticos la idea de entretenimiento. Tanto No le temas a la oscuridad como Noche de miedo son modestas, centradas, nobles. La primera es un relato sobre miedos infantiles en caserón en Nueva Inglaterra, y los miedos se fundan en una amenaza muy material, concreta: es una película angustiante, que transmite un miedo intenso, que proviene de terrores profundos, de lo reprimido (la lectura freudiana está bastante a la vista). La segunda es un relato de vampiros que transcurre en un suburbio de Las Vegas, o sea en un artificio habitacional en función de una ciudad injertada en el desierto; el miedo que trasmite es más bien seco, con un dejo irónico –a eso ayuda un actor con gran capacidad sardónica como Colin Farrell– pero no por eso menos efectivo. Las dos son de esas películas que nos recuerdan porqué nos gusta el cine, o al menos me lo recuerdan a mí: por esa capacidad de contar historias, muchas historias, por comprometernos con esos personajes que conocemos hace pocos minutos. Y por saber que existen más películas que podremos ver. Eso, No le temas a la oscuridad y Noche de miedo son películas que no intentan agotar el cine ni abrumar al espectador, que parecen estar felices de que existan otras como ellas, de su mismo género y también de otros. Brindo por esa felicidad.
Prolija, plúmbea y peronista En algunos de sus afiches, Juan y Eva promete “la historia de amor jamás contada”. Sin embargo, la película –basada en un relato del actual Secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia– pierde en muchos momentos la línea romántica y termina convirtiéndose en un relato bastante pétreo sobre el nacimiento del peronismo. En los títulos de inicio se dedica la película a Leonardo Favio. Favio, un notorio genio cinematográfico, creó un Perón y una Eva ficcionales en Gatica, el mono e hizo un “documental” pasional, soñador y bellamente excesivo, titulado con toda lógica Perón, sinfonía del sentimiento. Desde el calor, la intensidad y el vuelo al que nos remite el nombre de Favio entramos a Juan y Eva, una película prolija, por momentos esforzadamente caligráfica, con miedo al error, marmórea. Esos travellings en los que vemos a los extras hacer como que “conversan casualmente”, ese piano omnipresente al principio, esa música final trepidante de Iván Wyszogrod que remite a su propio trabajo en Gatica, esas decenas de diálogos con demasiada conciencia de la posteridad, esos planos rigurosamente compuestos y sobretrabajados en la iluminación (Perón y Duarte en la cama): estos y otros recursos van armando no tanto una historia de seres humanos y pasiones políticas sino más bien la ilustración en estampitas, con marco de bronce, de una parte de la biografía de los fundadores de un movimiento al que el relato adhiere convencido. Del lado de Perón y Eva están los buenos, del otro lado los malos, con menciones bien explícitas sobre “la oposición” para que sean leídas en clave actual (¿o es que la actualidad ya fue construida simbólicamente de forma demasiado análoga a algunos relatos sobre la década del cuarenta?). Pertinaz claridad para pertinaz construcción ideológica. Pero el cine, parafraseando a Rodrigo Tarruella en su crítica de Los gritos del silencio (publicada en Tiempo Argentino en 1985, cuando el diario era pro radical), no se lleva bien con la construcción de imágenes con sentido único (de hecho, las imágenes suelen rebelarse y no permitir ese sentido, pero ese análisis es para otro texto). Y ahora, en lugar de parafrasear, citemos a Tarruella: “los ‘films de guerra’ de Fuller son metáforas sobre la tenacidad y la locura y no relatos literales sobre ‘hechos reales’. De ahí su permanencia en el tiempo.” Juan y Eva pudo haber sido una buena película sobre los celos, la determinación y la obstinación. Uno de los mejores momentos de Julieta Díaz como Eva es cuando adquiere rasgos siniestros y amenazadores en sus celos y en sus ansias posesivas, que buscan conservar a Perón para sí y a la vez construir y formar parte del poder futuro. Cuando Díaz comparte la escena con María Ucedo (que interpreta a Blanca Luz Brum) la película se vuelve inestable, atractiva, se aparta de lo obvio (que tiende con demasiada frecuencia a lo tedioso). Blanca Luz Brum es un personaje que merecería una película, y María Ucedo una actriz que bien vale un protagónico. Pero la película descarta la metáfora, y la línea histórica contada desde el peronismo oficial se vuelve la dominante y, más allá de algunos “hijos de puta” vociferados con ahínco y un par de menciones a las braguetas, queda un cine de reconstrucción histórica que llega a su colmo en la conversación de maqueta entre los generales Farrell y Ábalos en la casa de gobierno (no están ni Juan ni Eva en ese momento) y en las machaconas y casi risibles insistencias en que sepamos que los sucesos del final ocurrieron el 17 de octubre de 1945 que, según se nos comunica, ese año fue un miércoles.
Un simpático extraterrestre se cruza en la vida de dos fanáticos de los cómics, en este cuarto largometraje de Greg Mottola. Comedia, película de extraterrestres, road movie, relato cinéfilo, cuarto largometraje de Greg Mottola y desembarco estelar de los ingleses Simon Pegg y Nick Frost en Estados Unidos, Paul es eso y mucho más, presentado con seguridad y cohesión. El encargado principal del exitoso ensamblaje es Mottola, que con la comedia dramática sobre jóvenes adultos Deseos y sospechas , la comedia sobre adolescentes Supercool y la inolvidable comedia romántica situada en los ochenta Adventureland: un verano memorable ya se había revelado como un director talentoso y tan sólido como -paradójica y felizmente- impredecible: nunca fue fácil pronosticar su siguiente paso. Pegg y Frost son actores, comediantes y guionistas ingleses. Para conocerlos, nada mejor que ver Arma fatal y Muertos de risa , ambas disponibles en DVD y dirigidas por Edgar Wright, ambas veloces despliegues de humor inglés a partir de relecturas cariñosas de productos americanos como el policial al estilo Arma mortal y las películas de zombies, respectivamente. Pegg y Frost, guionistas y dos de los tres protagonistas de Paul , son aquí Graeme y Clive, nerds ingleses fanáticos de los cómics, la ciencia ficción, las espadas, La guerra de las galaxias y universos adyacentes, que asisten a la convención de cómics y aledaños más grande del mundo, la Comic-Con, de San Diego. Desde allí salen a la ruta a recorrer "el camino de los ovnis" en una casa rodante. Apenas comenzado el viaje se les aparece Paul, un extraterrestre con varias décadas de vida en la tierra. Paul es un personaje bien definido visualmente, con concretos contornos digitales y movimientos y materialidad realistas. Pero el mayor logro de la película reside en su personalidad. Paul es grosero, malhablado y corrosivo, y también es vital, leal y bondadoso. La voz que lo anima es la de Seth Rogen, quien demuestra, con muchos matices sonoros, sus múltiples recursos de comediante. Paul, perseguido, se une a los ingleses para intentar escapar y volver a su planeta. Las múltiples referencias cinéfilas, tanto explícitas y frontales como laterales (desde E.T . hasta Deliverance y Duel ) más la diversidad del humor (verbal, slapstick , deadpan , escatológico y hasta teológico) son amalgamadas por Mottola, que conduce con seguridad en las elipsis y en los cambios de ritmo. Sabe que la comedia es principalmente cuestión de timing (hasta se permite un chiste final de Paul sobre el asunto) y logra, en no pocos momentos, hacer de Paul una fiesta irreverente, ácida y noble, que probablemente celebrarán, desde otro ángulo, quienes disfrutaron la reciente Súper 8.
Aplaudan Nanni Moretti es uno de los más grandes directores del cine actual, y además uno de los más personales (sino el más). Ha sabido construir una autobiografía fílmica única y diversa mientras ha delineado con fuerza, con porciones de furia, con una recientemente obtenida calma y con mucha lucidez una singular pintura crítica de la sociedad italiana contemporánea. En Habemus Papa, presentada en Cannes en mayo, se nos cuenta que murió el Papa, y que hay que elegir otro. Hay varias votaciones en el cónclave cardenalicio, y resulta electo uno que no estaba entre los favoritos. Se llama Melville, y lo interpreta Michel Piccoli. Melville no puede hacerse cargo del cargo y un psicoanalista (Moretti) entra en escena: entra en el Vaticano. Moretti cuela así a Freud en el microestado teocrático. El Papa electo y el psicoanalista elegido se encontrarán brevemente, y a partir de ahí Melville saldrá del Vaticano y el psicoanalista se quedará adentro. Uno de los personajes interpretados por Moretti en su cine, el ya clásico Michele Apicella (presente en cinco películas), era en la imprescindible Palombella rossa (1989) un militante comunista y jugador de waterpolo que había perdido la memoria. Michele combatía a los gritos, a los cachetazos y con explosiones varias aquello que lo enfurecía: así, se peleaba con una periodista o con un adversario deportivo por la utilización de determinados términos, por la forma de hablar. En Habemus Papa su psicoanalista ya no es un gritón enfurecido. De hecho, desde Aprile (1998) Moretti no interpreta esos personajes que explotaban ante todo lo que estaba mal ética y/o estéticamente. En el final de esa película Nanni decidía tirar por el aire –literalmente– los papeles que guardaba como archivo y prueba de la infamia cultural presente en los medios, mientras decía “¿y qué me importa si tal actriz dice tal cosa?”. Nanni aprendía, al final de Aprile, en la mitad de su vida, que para estar presente en el mundo a veces hay que retirarse de ciertas zonas del mundo. Habemus Papa puede resultar extraña para quien espere (como yo –morettiano devoto– en una primera visión) un festival de dardos directos hacia la Iglesia, las jerarquías, el papado, etc. Moretti actor, en este personaje de psicoanalista calmo, observa, hace jugar a los cardenales, los radiografía, conversa con ellos. El psicoanalista anterior interpretado por Moretti en su cine, el de La habitación del hijo, afrontaba el máximo dolor, la máxima angustia: la muerte de un hijo. Este psicoanalista de Habemus Papa “pierde al Santo Padre” y no está especialmente preocupado, más bien parece muy contento al mitigar esa ausencia con un rutilante torneo de volley cardenalicio. Moretti director-autor se permite una película engañosa: estos cardenales mayormente inocentones, buenazos, son útiles para hacer chistes, para jugar, para criticarse entre sí un poco, para verse envueltos en un encierro inusual pero que no deja de remitir a un aislamiento más general. Moretti, cada vez más astuto, hace que los cardenales aplaudan al ritmo de “Todo cambia” interpretada por Mercedes Sosa: “cambia, todo cambia… cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo…”. La película es engañosa incluso porque engaña sobre ser engañosa: Moretti es cada vez más claro, directo, de estilo límpido, sólo hay que escuchar, ver, disfrutar de la lucidez crítica –ahora madura, reposada– de un cineasta imprescindible.