¡POR ODÍN! El Dios del Trueno vuelve más divertido que nunca, gracias a un director que sabe dejar su sello. De todos los héroes del universo cinemático de Marvel, el Dios del Trueno venía siendo el más maltratado cinematográficamente. Ni Kenneth Branagh con “Thor” (2011), ni Alan Taylor con “Thor: Un Mundo Oscuro” (Thor: The Dark World, 2013) lograron que el público se enamorara del personaje como ocurrió con sus otros compañeros de equipo; y ni hablar que sus aventuras en solitario son de lo más soporífero del conjunto. Kevin Feige –amo y señor de Marvel Studios- encontró la solución a este problema dejando que un director menos convencional se hiciera cargo del asunto y plasmara su visión sin tantas concesiones como ya lo hicieron James Gunn y sus “Guardianes de la Galaxia” o Scott Derrickson con “Doctor Strange”. El elegido es el neozelandés Taika Waititi, todo un personaje en sí mismo responsable de “What We Do in the Shadows” (2014) y “Hunt for the Wilderpeople” (2016), que acá hace su debut en el cine pochoclero y las grandes superproducciones sin intimidarse en lo más mínimo. El realizador y actor (no olvidemos que apareció en “Green Lantern”) supo encontrarle la vuelta al personaje explotando la vena más humorista de Chris Hemsworth, en vez del drama familiar shakesperiano de aquella primera entrega. Sí, “Thor: Ragnarok” (2017) se acerca muchísimo a la estética y el ritmo de “Guardianes de la Galaxia”, pero lo lleva todo al extremo y se anima al absurdo, aunque no escapa de la fórmula superheroica tan establecida por el MCU. Olvídense del impacto de los villanos, Marvel siempre se la juega por sus héroes, y a pesar de que la Hela de Cate Blanchett está a la altura de una buena historia, sus actos y motivaciones se quedan un poco cortos en el conjunto. “Thor: Ragnarok” es, en esencia, una aventura de redención para todos estos personajes que deben encontrar su verdadero lugar en el mundo. Claro que ese lugar es Asgard, pero ahora está amenazado por el Ragnarök, básicamente “el fin del mundo”. Waititi no pierde su tiempo explicándonos donde anduvo metido Thor durante estos años de ausencia, al menos desde “Avengers: Era de Ultrón” (Avengers: Age of Ultron, 2015), y arranca la acción con nuestro dios encarcelado en algún lugar del universo. Su captor es el demonio Sutrur, villano encomendado para cumplir la profecía de la destrucción, pero también un boca floja que lo pone al tanto de la desaparición de Odín que dejó vulnerable a Asgard. Thor logra zafar de este lío y vuelve al hogar para desenmascarar a su (medio)hermano Loki (Tom Hiddleston) que, obviamente, usurpó el trono de papá. Las cosas se descontrolan –con la innecesaria aparición de Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), incluido- y Odín (Anthony Hopkins) ya va rumbo al Valhalla sin poder evitar la liberación de Hela, Diosa de la Muerte. No vamos a andar revelando todos los quilombos familiares de esta historia, pero Hela logra aumentar su poder gracias a la energía de Asgard y toma enseguida el control, mandando a los hermanos a la otra punta de la galaxia. Para Thor significa Saakar, planeta liderado por Grandmaster (Jeff Goldblum), un simpático tirano que gusta del sangriento enfrentamiento entre gladiadores, y tiene al mejor campeón bajo la manga. El reencuentro entre Thor y Hulk (Mark Ruffalo), la presentación de Valkyrie (Tessa Thompson), las intervenciones de Korg (Waititi), todo funciona a la perfección y corta la oscuridad y la solemnidad de las entregas anteriores dándonos a entender que esta es una aventura muy diferente, (re)cargada de humor y súper acción, aunque por momentos se olvida de la historia y se vuelve excesiva. “Thor: Ragnarok” es, incluso, más divertida que “Guardianes de la Galaxia”, pero por momentos se pierde entre tanto entretenimiento y efectos especiales (algo que no puede evitar, lo sabemos), y se olvida de la trama y una antagonista que espera sentada en Asgard ese tercer acto y un enfrentamiento que tardan bastante en llegar; pero cuando lo hacen reafirman esta noción de destacar al héroe por encima de todas las cosas, poniendo un poco en ridículo tanta villanía. Es la fórmula de Marvel, y funciona, acá más que nunca adornada por una banda sonora electrónica que no abusa de las canciones ni la nostalgia, sino que impregna todo de una extraña modernidad. Waititi se rodea de un elenco que trabaja como mecanismo de reloj, y se agradece la frescura de estos nuevos/viejos personajes que hasta ahora no habían tenido tanto lugar para brillar entre los conflictos del Capi y Tony Stark. Pero no hay que dejarse engañar por los espejitos de colores y los chistes a buen tiempo; y aunque “Thor: Ragnarok” es una de las mejores apuestas del MCU, no puede evitar cierto descuido en el conjunto de su trama y una narración que prefiere la diversión antes de dedicarle más minutos al desenlace de los conflictos. Como buena comedia, le escapa al drama, pero esta falta de equilibrio es lo que trastabilla al final, restándole un poquito de puntos. A pesar de las pequeñas fallas, queremos más de Taika en este (y en cualquier) universo, aplaudimos el desenfrenado humor de Chris Hemsworth, esperamos más personajes femeninos patea traseros (con Valkyrie y Hela nos quedamos cortos), y esa química no forzada entre protagonistas. Thor consiguió la película que merecía, aunque perdió un Mjolnir en el proceso.
EL ROBO DEL SIGLO Películas de atracos vimos muchas, pero nos gustan cuando son realmente divertidas. Steven Soderbergh no termina de retirarse, y mientras amaga a lo Mirtha Legrand, sigue incursionando en el subgénero de atracos cinematográficos. Después de pegarla en la taquilla con “La Gran Estafa” (Ocean's eleven, 2001) y sus secuelas, el realizador mega independiente se relaja un poco con la historia de los hermanos Logan: Jimmy (Channing Tatum), padre divorciado y trabajador; Clyde (Adam Driver), veterano de guerra manco que ahora dirige un bar; y Mellie (Riley Keough), una astuta especialista en belleza. Una familia que, en apariencia, está meada por los elefantes, pero cuya suerte está a punto de cambiar gracias a los planes pergeñados por el hermano mayor. Sin trabajo, y con la posibilidad no tan lejana de perder a su hija, Jimmy planea un robo magistral dentro de las instalaciones de la Charlotte Motor Speedway de Carolina del Norte, durante una de las carreras de NASCAR más concurridas de la temporada (la Coca-Cola 600). Para ello necesita de los servicios de Joe Bang (Daniel Craig), un experto en demolición y explosivos que, ahora, está cumpliendo sentencia en la penitenciaria local. Antes del golpe maestro, Jimmy debe resolver el asunto y lograr liberar a Bang a tiempo para que pueda realizar el trabajo. A partir de ahí, una seguidilla de malentendidos y enredos que amenazan con desbaratar un plan bastante aceitado. “La Estafa de los Logan” (Logan Lucky, 2017) no aporta absolutamente nada novedoso a un subgénero explotado hasta el hartazgo, pero Soderbergh y la guionista Rebecca Blunt logran una comedia impecable, con mucha acción y un poquito de drama, que se destaca de muchas de sus compañeras, en parte, gracias a un grupo de personajes que muchas veces rozan el absurdo, y a los grandes actores que los interpretan. Ahí está la clave de esta película que, si fuera más extrema y bizarra, podría confundirse con una aventura de los hermanos Coen; muy bien filmada, interpretada (esos acentos sureños enamoran) y adornada con una gran banda sonora que nos transporta a estas regiones más apartadas y pintorescas de los Estados Unidos. La idiosincrasia del Sur juega un papel fundamental en la trama, así como las personalidades bien definidas de sus personajes, principales y secundarios, acá sumemos a Hilary Swank, Seth MacFarlane, Katie Holmes, Katherine Waterson, Dwight Yoakam, Sebastian Stan, Brian Gleeson y Jack Quaid, todos dignos de destacarse. “La Gran Estafa” nos presenta una grata sorpresa detrás de otra, y algunas referencias a la cultura popular que les van a sacar más de una sonrisa (sí, Soderbergh se despachó con el mejor chiste sobre “Game of Thrones”). Hay momentos de tensión, desacuerdos entre las filas y alguna que otra vuelta de tuerca, como dijimos, nada súper original, pero el conjunto es una propuesta divertida donde cada una de sus piezas encaja a la perfección. Entre disparates y robos, el director se permite deslizar algunos encontronazos familiares que le dan humanidad y sustancia a varios de los protagonistas que, de otra forma, serían meras caricaturas. El trío conformado por Tatum, Driver y Craig logra ese gran equilibrio que necesita la película, al tiempo que nos otorga momentos hilarantes y desesperantes, por partes iguales; refrescando un subgénero que hace años parece estancado.
HAY UNA SOLA Llega la película "rara" del año, así que prepárense para la controversia y el WTF? Darren Aronofsky viene acumulando delirios místicos desde “La Fuente de la Vida” (The Fountain, 2006). Con “Madre!” (Mother!, 2017) lleva la alegoría religiosa hasta el extremo y es ahí donde puede dividir las aguas entre críticos y público. “Madre!” es muchas cosas, casi imposible definirla. Es un drama doméstico, una historia de terror de “casa tomada”, un thriller de misterio y una metáfora enorme sobre la creación en todos sus aspectos. Todo arranca (y concluye) en una casita soñada en medio de un páramo alejado del mundo, casi paradisiaco. Ella (Jennifer Lawrence) es una esposa joven y abnegada que apoya incondicionalmente a su marido escritor (Javier Bardem), quien atraviesa un terrible bloqueo creativo. Mientras él intenta salir adelante en su arte, ella se dedica a reconstruir la vivienda (destruida tras un incendio), una conexión casi biológica con cada una de sus paredes, puertas y escalones, que la motiva y la aterroriza al mismo tiempo. Todo cambia con la llegada de un extraño (Ed Harris) que viene a interrumpir la tranquilidad de la pareja. Pronto se suma su esposa (Michelle Pfeiffer), dos hijos y un conflicto que desencadena el caos. Pero nada de esto es importante. Cuando nos queremos dar cuenta la trama, por momentos absurda e inverosímil, pasa a un segundo plano para descubrir todos los simbolismos que esconde a simple vista. Ahí es donde Aronofsky se descontrola y este pequeño gran escenario (la casa) se convierte en el centro del universo, de la historia de la humanidad, el rol de la mujer, la relación del hombre con la naturaleza, y un sinfín de analogías religiosas que se entremezclan con un argumento demasiado macabro y mórbido. “Madre!” no pretende generar controversia, pero sí todo tipo de discusiones sobre sus temas. La idea es atestiguarla con cierta incomodidad, sufrirla, de la misma forma que lo hace su turbada protagonista. Imposible entrar en muchos detalles sin “spoilear” cada uno de los significados que se desprenden de la película, para muchos un WTF? incomprensible, para otros un manifiesto ambientalista sobre la creación universal, y por qué no, la artística. Acá el cómo es tan importante como el qué, y es ahí donde entra en juego la mano maestra del realizador. Los planos, la puesta en escena, la iluminación, incluso el granulado que generan los 16 mm…, todo circunscripto a las paredes de esta vivienda, a veces paradisiaca, otras tantas opresiva. Lawrence puede ser amorosa, dedicada, tierna, desconfiada y paranoica (toda una madre). Su actuación, como casi todo en la película, llega a un extremo y alcanza picos de locura, por momentos un tanto molestos. Pero eso es lo que quiere Aronofsky, mantener nuestra guardia bien en alto y la incomodidad a toda costa. No se priva de las imágenes más explícitas, aunque todo está pincelado con su particular estilo visual y alegorías, muchas alegorías. Como gran parte de la filmografía de Aronofsky, “Madre!” es un tómalo o déjalo. Un “lo amo” o “lo odio”, pero nunca pasa ante nosotros desapercibida. Esta película es más interesante como metáfora provocadora y punto de partida para la discusión y el análisis, más que como obra cinematográfica hecha y derecha. No es mala, tampoco es maravillosa; puede volarte la cabeza o agarrarte totalmente desprevenido.
TODOS FLOTAN Stephen King no para de abrir kioscos, pero este le salió bien redondito. Andy Muschietti empezó su escalada hollywoodense de la mano de “Mamá” (Mama, 2013) y pronto se encontró en un embrollo: adaptar una de las mejores (y más largas) novelas de Stephen King, a riesgo de la comparación con su versión televisiva del año 1990, donde el macabro Pennywise está interpretado por el magistral Tim Curry. El director y los guionistas (Chase Palmer, Cary Fukunaga, Gary Dauberman) se cruzaron con otro problema: la duración de la obra literaria que en el pasado requirió de una miniserie, y yo ya tiene la secuela asegurada, en parte, por el exitazo (sin precedentes) que tiene entre manos. Muschietti se concentra en los pequeños “losers”, este grupete de amigos de Derry (pueblo jodido si los hay) que, en 1989, le tienen que hacer frente a sus peores pesadillas. De eso se trata “It (Eso)” (It, 2017), una entidad malvada que cada 27 años llega para atormentar a los chicos de la ciudad utilizando como arma sus miedos más atroces. La llegada de It está acompañada de desapariciones y otros tantos misterios que nadie logro descifrar… hasta ahora. Todo comienza con la desaparición del pequeño Georgie Denbrough, una pérdida familiar imposible de asimilar por los padres y, mucho menos, por su hermano Bill (Jaeden Lieberher). Como Bill no sabe que es soltar, durante el verano intentará encontrar alguna pista del pequeñín, sin saber que se va a topar con mucho más. Por suerte no está solo, y a pesar de los miedos, las angustias y alguna que otra pelea adolescente, los muchachitos descubrirán que la unión hace la fuerza a la hora de ponerle el pecho a lo terrorífico. Muschietti no puede escapar de los estereotipos planteados en la novela de King. Dentro del grupito hay de todo y para todos los gustos, pero el director lo suaviza con mucho humor, relaciones familiares marcadas a fuego y, sobre todo, sin abusar de los guiños ochentosos, tan propios de nuestro tiempo (sí, te estamos mirando a vos “Stranger Things”). “It” rescata lo mejor de esa otra gran adaptación del autor llamada “Cuenta Conmigo” (Stand by me, 1986), todo el espíritu adolescente de la coming of age, engalanado con terror del bueno. Pero lo de “It”, al menos esta primera parte, no pasa por generar sustos a montones. Está ligada más a lo macabro y muy, muy gráfico, aunque nunca descuida a sus verdaderos protagonistas. El villano de Bill Skarsgård da pavor cada vez que aparece en pantalla, pero no se roba una película que no le pertenece, sino que la complementa a la perfección. “It” es una gran película en sí misma, antes que una gran película de terror. Perfectamente filmada y actuada por estas pequeñas estrellas que enamoran, enternecen y exasperan a la vez, que la pasan muy mal, aunque nunca pierden la frescura y el humor. El acotado presupuesto (apenas 35 millones de dólares) se nota bien utilizado y, sobre todo, cuando los efectos (todo muy surrealista y gore) son necesarios. El resto es el paisaje pintoresco de un pueblito de Maine (cuando no) y sus habitantes a lo largo de todo un año, a lo que hay que sumarle algunas referencias, guiños y temitas musicales copados. Muschietti cierra perfectamente su historia y, a la vez, la deja abierta para lo que viene. Logra condensar linealmente la primera parte del masacote de King, aunque no puede evitar que la película se extienda un poco más de lo que queramos y, por momentos, pierda un poco el ritmo. “It” es canchera y moderna, a pesar de estar ambientada a finales de la década del ochenta. Es nostálgica en la medida justa, y terrorífica cuando Skarsgård reemplaza la postura aniñada por una oscuridad absoluta. En definitiva funciona tan bien por sus personajes queribles, en especial Lieberher y Sophia Lillis como Beverly Marsh, la única chica del grupo que despierta todo tipo de sensaciones, bastante inocentes cuando se trata de los “losers”, pero no de los adultos. Lo mejor de la película es el equilibrio que logra. Ni demasiado terrorífica, ni demasiado referencial; una gran aventura que explora los dramas, miedos, angustias y la amistad adolescente.
EL GUARDAESPALDAS Esto ya lo vimos, y antes tampoco nos hizo gracia. Hasta la fallida traducción local nos da a entender que “Duro de Cuidar” (The Hitman's Bodyguard, 2017) guarda grandes reminiscencias con el cine de súper acción de las décadas del ochenta y noventa. La comedia de Patrick Hughes, responsable de “Los Indestructibles 3” (The Expendables 3, 2014), exuda testosterona y lugares comunes a conciencia, tratando de reírse de sí misma y de las grandes “buddy cop movies” que la precedieron. A pesar de que el machismo, la misoginia, la violencia excesiva, los insultos a mansalva y todos los demás clichés del género están puestos ahí a propósito, la película no logra totalmente su objetivo porque el humor no alcanza para balancear tanta acción desenfrenada y una trama que no requiere muchas neuronas. Ni la buena química entre Ryan Reynolds y Samuel L. Jackson, ni los chistes subiditos de tono consiguen que la experiencia sea meramente entretenida, más que nada porque dicha historia ya la vimos demasiadas veces. Michael Bryce (Reynolds) es un experto en servicios de seguridad que cae en desgracia tras perder a uno de sus afamados clientes. Dos años después, y dedicado a proteger a personalidades menos importantes, debe aceptar a regañadientes la misión de cuidar a Darius Kincaid (Jackson), un asesino a sueldo con un prontuario más que abultado, pero que resulta ser el testigo clave que podría poner tras las rejas a Vladislav Dukhovich (Gary Oldman), el dictador de Bielorrusia culpable de varias masacres. Los inmaculados métodos de Bryce chocan con la imprevisibilidad de Kincaid, pero ambos deben dejar sus diferencias (y su pasado) de lado para unir fuerzas y sobrevivir a los matones que los persiguen por la mitad de los países de Europa. Así es, la odisea de estos dos comienza en las calles de Londres y terminará en los juzgados de Holanda. En el medio hay explosiones, un montón de cuerpos acumulados, persecuciones de todo tipo, traiciones (porque nunca pueden faltar los infiltrados en la Interpol) y conflictos de pareja. Bryce debe seguir las órdenes de su ex Amelia Roussel (Elodie Yung), mientras que Darius hace todo lo posible para que su esposa Sonia (Salma Hayek) no sea acosada por la policía. Acá no hay misterios, sino una trama bastante previsible. Lo importante es que la acción y los chistes no paran en ningún momento, aunque la historia y el público lo necesiten. Una aventura contrarreloj diseñada para romper todo lo que se cruce por su camino, y de paso llevarnos a pasear por las ciudades más lindas de Europa. Esto es todo lo que tiene para ofrecernos “Duro de Cuidar”, una película que ya vimos demasiadas veces, ahora ambientada en el turbulento siglo XXI donde las comunicaciones y la tecnología parecen complicarlo todo. Jackson y su vulgaridad se destacan por encima de la corrección de Reynolds, aunque sabemos que, gracias a “Deadpool”, podrían estar a la misma altura. Ambos siguen a rajatabla los estereotipos del “policial bueno apegado a las reglas” y el “delincuente que nació para romperlas”. El resto: Goldman y un villano genérico que molesta, Yung y ootra actuación olvidable para su currículum, y Salma haciendo de la típica latina fogosa que divierte a expensas de su acento marcado, su tosquedad y sus curvas marcadas. “Duro de Cuidar” es una de esas comedias para el espectador (¿masculino?) poco exigente. Correcta desde su realización, aunque no se destaque desde ninguno de sus aspectos visuales. Lo más flojo, sin dudas, es su guión, fallido para alcanzar el estatus de parodia, y aún mucho más para entregarnos una película entretenida y disfrutable más allá de sus numerosas falencias.
TE ESTÁN BUSCANDO, MATADOR Terroristas, héroes norteamericanos y violencia desmedida, todo lo malo en una sóla película. La violencia cinematográfica no debería ser gratuita, sobre todo en estas épocas donde la realidad supera ampliamente la ficción. Al menos, los responsables deberían ser más cautelosos y entender cada uno de los mensajes que nos envían desde la pantalla. ¿O es que sí los entienden? Es fácil comprender la postura de Quentin Tarantino, de Matthew Vaughn o de películas como “John Wick” y “Atómica” donde la violencia es un personaje más, algo casi inocuo y entretenido que complementa la súper acción y los géneros. Podemos separar esta “estilización” de la realidad porque los realizadores saben como manejarla, y al mismo tiempo que inundan sus escenas de hemoglobina, suman las herramientas necesarias para diferenciarla. Por el contrario, también hay un uso indebido, una “politización” que, entre explosiones y tiros, deja entrever una ideología incómoda y macabra. Estos rasgos no siempre son perceptibles, y la violencia se convierte en algo celebrable y “glorificado”. Por ahí pasa “Asesino: Misión Venganza” (American Assassin, 2017), un thriller de acción basado en la novela homónima de Vince Flynn, un claro ejemplo del “America fuck yeah” que entrecruza sus mensajes peligrosamente. Mitch Rapp (Dylan O'Brien) es el pibe más feliz del mundo. Su novia acaba de aceptar su propuesta de matrimonio en medio de una playita de Ibiza, pero la alegría dura poco, ya que un grupo terrorista invade el lugar y masacra a todos los que se cruzan por el camino. Herido de gravedad, Mitch ve morir a la chica, un hecho que lo va a marcar para el resto de su vida. Dieciocho meses después, Rapp se entrena como loco, y logra infiltrase en una red de Medio Oriente, tratando de localizar a los responsables de aquella masacre para cobrar su justa venganza. Sin saberlo, está siendo vigilado por la CIA que, finalmente, prefiere enlistarlo en sus filas, antes de que cometa una locura. Mientras tanto, en alguna parte del mundo, un “mercenario” conocido como Ghost (Taylor Kitsch) logró robar una generosa cantidad de material radioactivo que piensa vender al mejor postor entre los enemigos de América. Con esta amenaza nuclear en puerta, Mitch tiene la oportunidad de ayudar y, de paso, descargar su furia uniéndose a un grupo de elite comandado por el inescrupuloso Stan Hurley (Michael Keaton), que no sólo tiene la tarea de entrenar al muchachito, sino de medir su estabilidad emocional a la hora de ejecutar una misión tan peligrosa. Todos son lugares comunes, estereotipos culturales y un racismo a flor de piel que incomoda desde el primer minuto. El director Michael Cuesta (“Dexter”, “Homeland”), un realizador más acostumbrado a la TV, sabe como llevar adelante la acción, pero su manejo de la violencia es casi impúdico, con torturas explícitas incluidas. ¿Cuál es la necesidad, si el medio audiovisual tiene un montón de herramientas para contar lo mismo de formas menos perversas? Se puede ser igualmente “oscuro” insinuando muchas de esas cosas que acá se nos lanzan a la cara sin responsabilidad alguna. “Asesino: Misión Venganza” es Rambo versión siglo XXI, una herencia de todos esos clichés del peor cine de súper acción de la década del ochenta, donde los villanos comunistas fueron reemplazados por los árabes, como si todos los conflictos fueran la misma cosa. Al final, trata de enderezar su mensaje, pero ahí es donde la película más se contradice, ya que se nos hace imposible borrar de nuestras cabezas una hora y media de desmembramientos y prejuicios. Si dejamos de lado la ideología, “Asesino: Misión Venganza” es una película más del montón con la típica trama de buenos y malos, funcionarios inoperantes, y una bomba que hay que desactivar a tiempo (algo que a Jack Bauer le salía de taquito). A O'Brien no le da el cuerpo para hacerla de héroe aguerrido, y nos cuesta entender que Keaton se preste para estas cosas. En definitiva, una película que no es disfrutable, al menos que les guste el morbo.
ESA RUBIA DEBILIDAD Charlize patea traseros sin rendirle cuentas a nadie. Todavía nos falta un largo trecho por recorrer, pero si algo demostró la temporada cinematográfica 2016-2017, es que estamos más que dispuestos a disfrutar de las aventuras de heroínas femeninas que no pierden los ideales, mientras patean traseros de todo tipo. A Jyn Erso, Diana Prince y tantas otras, hay que sumar a Lorraine Broughton (Charlize Theron), agente del MI6 que no tiene nada que envidiarle al 007 más sensual y violento. No hay forma de que “Atómica” (Atomic Blonde, 2007) escape a la comparación con “Sin Control” (John Wick, 2014), no tanto por su protagonista, sino porque comparten (al menos) a uno de sus realizadores. David Leitch decidió desligarse de la secuela protagonizada por Keanu Reeves y, en cambio, le dedicó su tiempo –y su estética tan particular- a la adaptación de “The Coldest City”, novela gráfica creada por Antony Johnston y Sam Hart que mezcla la súper acción, la violencia y el espionaje por partes iguales. Estamos en Berlín, días antes de la caída del muro y, por consiguiente, del final de la Guerra Fría. Lorraine es una de las agentes más capacitadas y mortíferas del servicio de inteligencia inglés y, ahora, debe viajar a la capital alemana para recuperar el cuerpo de uno de sus compañeros asesinados, y de la lista que llevaba en su poder donde se revelaban todas las identidades y las misiones de los agentes encubiertos apostados en Berlín Oriental. Una misión más que peligrosa y sensible, que podría desestabilizar el panorama político actual si la información cae en las manos equivocadas. La única certeza de Broughton es que no debe confiar en nadie, ni siquiera en David Percival (James McAvoy), su contacto local, un agente que logró infiltrarse en ambos lados del muro y cuyos métodos poco ortodoxos, dejan mucho que desear. Obviamente, la llegada de Lorraine no pasa desapercibida, y así su misión se va poniendo cada vez más peligrosa y complicada a cada paso, en medio de un agitado clima sociopolítico, asesinos, doble agentes y alguna que otra espía sensual. “Atómica” es vertiginosa por donde se la mire. Desde su relato que va y viene en el tiempo, hasta una estética ochentera que se complementa a la perfección con los tecnicismos visuales de nuestro tiempo. Leitch nos entrega un relato moderno híper violento que no se contiene ante nada, pero no deja de lado la ambientación de la época, los guiños a la cultura pop y, sobre todo, una genial banda sonora (David Bowie, Depeche Mode, Siouxsie and the Banshees, George Michael, New Order) que le queda como anillo al dedo. Sí, en un punto podría parecer una sucesión de escenas coreografiadas, pero a diferencia de mamarrachos como “Escuadrón Suicida” (2016), acá música y acción encajan perfectamente, y claro que es inevitable tararear esos temas o mover la patita mientras Charlize reparte sopapos. La estética de colores desaturados que contrastan con el brillo de las luces de neón, es una protagonista más de este thriller que embrolla un poco su trama hacia el final, pero compensa con la actuación de Theron, quien se carga el personaje al hombro y, a pesar de sus dobles de acción, le creemos cada patata y piña, entregada y recibida por partes iguales. El guionista Kurt Johnstad no fuerza el humor, sino que deja que decante naturalmente. Acá no hay personajes estereotipados a simple vista, ni de esos que se hacen los graciosos, tampoco superhéroes invulnerables, aunque está lejos de ser una película anclada en el “naturalismo”. Los realizadores logran encontrar el equilibrio justo para que tanta violencia no desentone, pero no podemos (ni queremos) pedirle realismo al 100% a esta gran adaptación comiquera. En contra podemos decir que desaprovecha un poco a Sofia Boutella como la agente francesa Delphine Lasalle, un personaje que saca a relucir toda la sensualidad y vulnerabilidad de Lorraine. Broughton no confía en nadie, no da concesiones y rara vez baja la guardia, pero tampoco es un robot que primero dispara y después pregunta. Theron es lo todo, pero está muy bien acompañada de un gran elenco secundario (Eddie Marsan, John Goodman, Toby Jones y hasta un Bill Skarsgård que no da miedito), una estética visual impecable y una banda sonora que pega más que los rusos. Tal vez, “Atómica” es más forma que contenido pero, ¿cuánto más se puede abordar el tema de los espías durante la Guerra Fría? Lo más importante es su aporte al repertorio de heroínas femeninas que no se contienen ante nada y explorar su sexualidad sin tapujos ni alharaca. Charlize está en su mejor momento, y la necesitamos en este tipo de historias.
LA NOVIA DE CHUCKY El universo terrorífico de WB se sigue expandiendo, para bien o para mal. Mientras varias secuelas se desploman, y otros tantos universos cinematográficos extendidos se estrellan incluso antes de despegar, James Wan y su modesto conjunto terrorífico siguen sumando porotos, cierta coherencia y un estilo de terror más clásico que logró captar la atención del público. Lo que comenzó con “El Conjuro” (The Conjuring, 2013) y las historias basadas en hechos reales protagonizados por los Warren, fue creciendo de a poquito para convertirse en una nueva franquicia expandida que suma spin-off de otros objetos y criaturas macabras. No hablamos de lo mejor del género, ni lo más taquillero, pero la relación presupuesto/ganancia reditúa y, de vez en cuando, las críticas acompañan. Pronto tendremos “The Nun” (2018) y “The Crooked Man”, desprendimientos de “El Conjuro 2” (2016), pero antes llega “Annabelle 2: La Creación” (Annabelle: Creation, 2017), segunda entrega centrada en esa muñeca maldita que conocimos en 2013. El sueco David F. Sandberg se hace cargo de esta precuela que cuenta los orígenes de Annabelle. El realizador debutó con bastante suceso de la mano de otra historia de sustos –“Cuando las Luces se Apagan” (Lights Out, 2016)- y pronto probará suerte con el género superheroico gracias a “Shazam!” (2019), una de las pocas producciones del DCEU que ya están confirmadas y en marcha. “Annabelle 2: La Creación” es una película más del montón, aunque bien filmada a pesar de su escueto presupuesto de 15 millones (ya superó los 217 palos en todo el mundo); no puede evitar los lugares comunes y los perores clichés del género, pero rescata ese espíritu narrativo más clásico tan propio de la década del setenta, mucho mejor utilizado por Wan que por sus compañeros de franquicia. Igual, Sandberg logra dar un paso más adelante en relación a “Annabelle” (2014), viajando al año 1943, específicamente a la granja de los Mullins donde Samuel (Anthony LaPaglia) -un fabricante de muñecas-, su esposa Esther (Miranda Otto) y su pequeña hija Bee viven felices y sin preocupaciones a la vista. Todo cambia cuando la nena fallece en un accidente, empujando a los Mullins al dolor y el aislamiento. Doce años después, en 1955, deciden abrir las puertas de su casa para acoger a la hermana Charlotte y a un grupo de seis huerfanitas que se quedaron sin hogar. Apenas ponen un pie en la vivienda, cosas extrañan comienzan a ocurrir, pero es durante la primera noche donde todo se desata. Janice, una de las nenas (lisiada a consecuencia de la polio), escucha ruidos fuera de su habitación. Así llega hasta la habitación de Bee, ahora misteriosamente sin llave, donde descubre a Annabelle encerrada en un armario empapelado con páginas de la biblia. Sin saberlo libera a un espíritu maligno que empezará a acosar a los habitantes, especialmente a la frágil Janice, quien podría convertirse en el cuerpo anfitrión que tanto anda necesitando. No hace falta que les contemos nada más porque pueden imaginarlo. Acá no hay muchas sorpresas ni giros inesperados, pero Sandberg igual se las ingenia para crear buenos climas de suspenso y algunos sustos; y no molesta tanto (bueno, sí) que los personajes hagan todo mal porque, al fin y al cabo, estamos lidiando con pequeñines ingenuos. Esta es la única justificación de la película para caer en tanto cliché narrativo. A su favor podemos decir que no se inmuta a la hora de torturar (física y psicológicamente) a sus protagonistas más jóvenes (que logran conmovernos con sus actuaciones), aunque sin llegar al extremo del gore o el “exploitation” de otras sagas terroríficas. “Annabelle 2: La Creación” cumple con lo mínimo y necesario, sin aportar nada nuevo al género. Más bien sirve como una buena excusa y un aglutinante para esta franquicia exitosa que sigue creciendo y logra encadenar cada una de sus historias, tal vez un poco agarradas de los pelos, pero de forma efectiva y, sobre todo, con poca inversión y riesgo para un Hollywood que no está pasando su mejor momento.
PUEBLO CHICO, PISTOLA GRANDE Se hizo rogar, viene floja en la taquilla, pero no es tan horrenda como dicen las malas lenguas. Partamos de la base de que la tardía y problemática adaptación de “La Torre Oscura” (The Dark Tower) a la pantalla grande, no es tan desastrosa como nos quieren hacer creer. Es apresurada y un tanto inconsistente, pero a lo largo de sus escuetos 95 minutos logra su principal objetivo: plantear los elementos más básicos de este universo literario creado por Stephen King a través de un rejunte de géneros que se atropellan, pero logran convivir en armonía para crear una trama que entretiene, aunque no tiene mucho más para ofrecer. Al dinamarqués Nikolaj Arcel –tal vez más conocido por su faceta como guionista que como realizador, responsable entre otras cosas de “Los Hombres que no Amaban a las Mujeres”- le tocó recoger este muerto, y se nota que hizo lo que pudo con lo que tuvo al alcance de su mano. Tómenlo como un gran cumplido. “La Torre Oscura” (The Dark Tower, 2017) se aleja un poco del material original y es ahí, tal vez, donde hace más ruido en el espectador avezado. Aunque el cine es un medio muy diferente al literario (y el público muchísimo más amplio), y acá no es necesario conocer la historia de King para entrar en este universo de mundos paralelos que se mantienen en equilibrio gracias a la famosa torre. Pero el Hombre de Negro (Matthew McConaughey) tiene sus propios planes. Este hechicero maligno busca desesperadamente la forma de destruirla con el único objetivo de que la oscuridad (y un sinfín de criaturas macabras) lo invada todo. Para ello usa el poder psíquico de los niños, quienes son arrancados de sus hogares y llevados a Mundo Medio para ser utilizados como arma. Mientras tanto en Nueva York, donde repercuten los constantes ataques a la torre, el joven Jake Chambers (Tom Taylor) lidia con los sueños más extraños plagados de lugares desconocidos, hombres misteriosos, criaturas macabras y pistoleros; pesadillas que son cada vez más reales, pero para su mamá, sólo una secuela del trauma por haber perdido a su padre. Jacke tiene el “toque”, el poder psíquico necesario para destruir la torre, pero cuando intuye que vienen a secuestrarlo, huye de su casa siguiendo los designios de sus sueños. El peque encuentra uno de los portales que lo conectan con ese otro mundo post-apocalíptico, un lugar devastado por las acciones del Hombre de Negro, sumido en el miedo, la desesperación y las carencias. Allí se cruza con el pistolero de sus pesadillas, Roland Deschain (Idris Elba), el último de su estirpe, inmune a los poderes del villano, y el único que le puede hacer frente. Muy a regañadientes tendrán que hacer equipo para encontrar el escondite de Walter (sí, el Hombre de Negro tiene nombre de pila) y evitar que lleve a cabo muy maléficos planes. Una cruzada poco altruista porque, al fin y al cabo, lo único que queda es la venganza. El planteo de “La Torre Oscura” es tan clásico como cualquier epopeya. La novedad es su mezcla de géneros, básicamente, un western fantástico con elementos de ciencia ficción y criaturas terroríficas. Una aventura que se deja llevar, pero como ya se dijo, demasiado apresurada. No se pierde en sobre explicaciones (eso esta bien), pero tampoco le da el tiempo suficiente al desarrollo de los protagonistas y sus relaciones interpersonales, el aspecto más rico e interesante de la trama. Así, la historia cae en un conjunto de personajes estereotipados (un villano omnipotente, un héroe conflictivo, el niño en peligro) y una narración que, a pesar de que logra establecer un principio, un nudo y un desenlace, la celeridad le juega bastante en contra. Arcel se da el gusto de jugar con este universo plagado de elementos y referencias, pero sólo se lo permiten de forma escueta. Se nota la “economía de recursos” y el bajo presupuesto a la hora de meterse de lleno con la fantasía y la ciencia ficción y, en vez de un festín visual oscuro y apocalíptico, nos tenemos que conformar con una estética bastante austera. El crimen más grande de “La Torre Oscura” es el desperdicio de ciertos actores como Jackie Earle Haley y Katheryn Winnick, personajes poco desarrollados y con poco peso para la historia (aunque no debería ser así), una vez más, consecuencias de un guión apresurado, más comprometido por sentar las bases para una futura franquicia (esto parece el primer capítulo de una saga, sin duda alguna) que por otorgarnos una película redondita. En definitiva, “La Torre Oscura” no hace agua, ni es ese bodrio inmirable del que todos hablan; simplemente es mediocre y olvidable, y de este tipo de películas ya tuvimos bastantes durante el año.
ESPEJITOS DE COLORES Aventura espacial, acción y romance, Luc Besson lo quiere abarcar todo, pero poco aprieta. La nueva película de Luc Besson es, básicamente, una partida del videojuego más copado y aventurero que existe, pero sólo estás invitado a disfrutarlo desde afuera. Las verdaderas emociones las viven los protagonistas entre saltos, carreras, vuelos espaciales, peleas y escenarios virtuales. A nosotros, los espectadores, nos queda atestiguarlo de forma pasiva, pero no se puede negar el espectáculo visual que trae aparejado. “Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas” (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) representa (¿y cumple?) todas las fantasía de su realizador: las cinematográficas, y las de otra índoles (sino, no se entiende la escena del pole dance de Rihanna); un despliegue visual que inunda la pantalla y la sobrecarga, olvidando por momentos la historia y su narrativa. La obra de Pierre Christin y Jean-Claude Mézières, esa que inspiró a tantas películas y sagas de ciencia ficción (te estamos mirando a vos “Star Wars”), llega finalmente a la pantalla y cumple con las expectativas… a medias. Es obvio que estamos en el momento tecnológico preciso para lograr semejante artificio estético, pero acá la forma excede al contenido y la parafernalia pronto deja lugar al tedio. La película se preocupa mucho más por los escenarios (lo digital gana por goleada), un sinfín de personajes diferentes y ese estilo fashionista que siempre persigue al realizador, muchas veces dejando de lado la misión, la aventura y la historia de amor entre el mayor Valerian (Dane DeHaan) y la sargento Laureline (Cara Delevingne). Besson arranca con un montaje espectacular: desde la llegada del hombre a la Luna, la puesta en orbita de la estación espacial internacional y como esta va creciendo a lo largo de los años, las décadas, los siglos, sumando naciones y especies, todo al ritmo de “Space Oddity” de David Bowie. Un hermoso mensaje de comunidad, tolerancia y harmonía que, para el siglo XXVIII –y ya alejadísima de la Tierra- termina convertida en Alpha, una ciudad enorme donde conviven pacíficamente millones de criaturas de diferentes puntos de la galaxia. Valerian y Laureline tiene una misión asignada: viajar hasta el llamado “Big Market” (un mercado virtual) para recuperar un convertidor Mül -una criatura particular capaz de replicar cualquier cosa que entra por su boca (adivinen por dónde sale después), y la única que queda en existencia en todo el universo-, y rescatarla de las garras de un traficante. Así comienza la aventura, una que esconde una gran conspiración entre las profundidades de Alpha, cuyo centro ha sido infectado por una fuerza desconocida que amenaza con destruir toda la ciudad. La dupla de agentes es asignada para proteger al comandante Filitt (Clive Owen) durante una cumbre de emergencia para discutir el proceder durante la crisis, pero los terroristas atacan durante la reunión secuestrando al oficial y desencadenando una serie acontecimientos que pondrán a Valerian y Laureline tras las pistas de un complot de grandes proporciones. No esperen grandes misterios ni giros inesperados, la trama de “Valerian” es bastante predecible, pero Besson no le da tanta importancia a esto como a mostrar cada recoveco de Alpha, sus diferentes culturas y un montón de modelitos que conforman el vestuario. La relación entre el mayor y la sargento (acá rescatamos la química entre los protagonistas) es el verdadero eje de esta historia, por momentos un tanto cursi y fuera de lugar, plagada de posturas impuestas (él es re canchero y poco afecto al compromiso, ella más centrada y decidida) y un romance incipiente de manual, más parecido a una rom-com de los noventa que a una odisea espacial. Besson lo rejunta todo en la misma bolsa y el resultado desentona por momentos, se extiende demasiado a lo largo de sus más de dos horas, en resumen, aburre cuando se pierde en detalles estéticos y sacrifica la trama. Igual, “Valerian” es pura acción, entretenimiento, luces y colores, un festín de efectos especiales y la imaginación desenfrenada de su realizador. Nada más, nada que quede en los anales del género porque, en definitiva, falla al emocionar, al dejarnos afuera y al impedirnos empatizar con los personajes.