HAMBRE DE PODER Ricardo Darín protagoniza un gran thriller político y nos hace dudar hasta de nosotros mismos. El cine nacional nos regala un par de grandes exponentes al año. No hablamos de esos éxitos seguros de taquilla que, están bien pero no suman mucho, sino de obras que se arriesgan desde sus temas y sus narrativas. Santiago Mitre comenzó su carrera como guionistas. Probó suerte con una película chiquita -“El Estudiante” (2011)-, adquirió notoriedad con la remake de “La Patota” (2015), y ahora se la juega con una mega producción, de esas que dejan huella en el espectador más allá de la sala. El realizador se rodea de un gran elenco (Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Gerardo Romano), y hasta de figuras internacionales como Christian Slater y Elena Anaya, pero no juega a lo seguro, y hasta se da el lujo de incursionar en varios géneros. “La Cordillera” cuenta la historia de Hernán Blanco (Darín), presidente electo de los argentinos con pocos meses de gobierno a cuestas, que enfrenta su primer reto internacional en el marco de una cumbre petrolera latinoamericana a realizarse en el vecino país de Chile. A los ojos de sus oponentes políticos, Blanco es un “blandito”, un tipo que ganó por su imagen intachable, pero carente de carisma a la hora de enfrentar las críticas y algún que otro escándalo. Negándose a responder a las agresiones, el mandatario deja que su equipo se encargue de ellas, y ahí es cuando entran en escena Luisa Cordero (Rivas) y Castex (Romano), entre otros, abocados a la tarea de manejarle la agenda y, por qué no, la vida personal al hombre más importante de la Argentina. Mitre nos pasea por este tras bambalinas político de manera impecable y realista, casi documental, un mundillo de tires y aflojes con la prensa y su propio gabinete, que a veces más vale perderlos que encontrarlos. Un clima que estamos acostumbrados a ver en productos como “House of Cards”, pero el realizador se encarga de que no se vea exagerado para nada. Tras mostrarnos al presidente y su entourage, llegamos al otro lado de la cordillera, un encuentro que pondrá en juego todos los intereses de Blanco (y por ende de nuestro país), pero también que pondrá en jaque su carrera política. La vida pública y privada empiezan a chocar por culpa de su hija Marina (Fonzi) que, tras una crisis emocional, comienza a sospechar que papá Hernán no es todo lo que parece ser a simple vista. Mitre elige muy bien a sus actores, los saca de la zona de confort y de ese lugar en el que estamos tan acostumbrados a verlos. Blanco es un personaje inescrutable que se va transformando ante nuestros ojos, más que nada, a través de la mirada de los otros. Un “misterio” escondido a la vista de todos, pero que necesita irremediablemente del espectador para cobrar verdadero sentido. Por ahí pasa el atractivo de “La Cordillera”, un thriller político lleno de manejes y chanchullos, de alianzas y traiciones, pero también de conflictos morales y lugares oscuros que, obviamente, hay que transitar para llegar a lo más alto del poder. Una historia que se mete con ciertos elementos del terror más psicológico, aunque los monstruos acá no sean reales, ¿o sí? Mitre nos deja dudar de todo y de todos y, aunque echa mano de algunos trucos narrativos, nunca se despega de una trama concisa llena de suspenso, intrigas políticas y decisiones que marcan el rumbo de los protagonistas… y de sus naciones. “La Cordillera” es impecable por donde se la mire: desde las actuaciones y la puesta en escena, la austeridad del paisaje cordillerano, la banda sonora de Alberto Iglesias (“El Jardinero Fiel”, “El Topo”),… todo en función de una idea que no deja afuera al espectador, sino todo lo contrario, lo invita a tomar partido y comprometerse con cada una de las partes, a riesgo de salir desilusionado. No con la película, claro está. Ahí también reside el riesgo que tomó el realizador con esta película poco convencional para el público argentino, acostumbrado a un cine local más pasatista, al menos, cuando se trata de superproducciones como esta. Se celebra el compromiso por parte de la gente de Warner Bros., los temas y el tratamiento, una zambullida por diferentes géneros que logran el mejor balance posible. Nuestro voto es positivo.
CARITA TRISTE No esperábamos nada bueno, pero tampoco semejante desastre. Con “Emoji: La Película” (The Emoji Movie, 2017) atestiguamos la verdadera debacle del cine norteamericano, al menos el de animación. Todo aquello que funciona a las mil maravillas en “La Gran Aventura Lego” (The Lego Movie, 2014) y sus derivados, incluso en películas como “Trolls” (2016) –o sea, historias que pudieron despegarse del ‘producto’ y ofrecer una narración original y entretenida, justamente, a pesar de ello y sólo como motor de la trama-, acá queda en evidencia y, encima, manda todos los mensajes incorrectos. Entendemos que es una película para los más chiquititos, llena de colores, formas y personajes ¿queribles?, pero existe cierta responsabilidad sobre lo que se expone en pantalla y, admitámoslo, en ese sentido “Emoji: La Película” mea fuera del tarro. El director y guionista Tony Leondis (“Igor”) tenía la oportunidad perfecta para hablar sobre las nuevas formas del lenguaje, nuestra alienación y rendición ante los dispositivos electrónicos, y la pérdida de comunicación personal, entre tantas cosas. En cambio, eligió sumergir su aventura animada en un mar de marcas, aplicaciones y jueguitos muy reconocibles, ponderando el uso de celulares a cada momento, incluso más allá de la resolución del conflicto. Ya perdimos a los adolescentes, ¿realmente quieren empezar con los más chicos? La nueva producción de Sony Pictures Animation –responsable de franquicias de éxito moderado como “Open Season”, “Lluvia de Hamburguesas” (Cloudy with a Chance of Meatballs), “Los Pitufos” (The Smurfs) y “Hotel Transylvania”- se ambienta en el interior del teléfono celular de Alex, adolescente que, como tantos otros, vive pendiente del aparato y, por todos los medios, busca la forma de comunicarse con la chica que le gusta. Entre las aplicaciones se encuentra Textópolis, ciudad donde viven los emojis a la espera de ser utilizados por el usuario. Todos sus habitantes tienen una sola expresión, y por ende un propósito, excepto por Gene, un “meh” que además nació con la capacidad de adoptar múltiples gestos, algo que no está bien visto entre sus pares. Tras fracasar en su primer día de trabajo, y quedar en evidencia que se trata de una “falla”, el joven Meh busca la ayuda de un hacker para arreglar esta anomalía y poder ser “normal”. Ahí comienza la típica aventura por diferentes escenarios (léase apps), peligros que sortear, moralejas y la clásica epifanía de “lo importante es lo que somos y blah, blah, blah”. Esto último no estaría tan mal, ya que es el núcleo de la mayoría de las películas animadas para los más chiquitos, el problema es el mensaje confuso que nos llega, casi siempre opacado por un sinfín de “chivos” (o sea, podían haber inventado sus propias aplicaciones con nombres divertidos, pero eligieron este product placement insoportable), más importantes que los propios protagonistas. Visualmente “Emoji” es una película correcta que fantasea por los recovecos de este universo digital, nada que no hayamos visto antes. Más injustificado es el uso de clásicos musicales de la década del ochenta (y dale con la “nostalgia” sin sentido), sobre todo si tenemos en cuenta que el teléfono en cuestión le pertenece a un adolescente que, créannos, no tiene la menor idea de qué o quién era Wham! Ok, si vio “Deadpool” (2016) se despabiló un poco. Sus referencias pop (algo que, al perecer, tampoco puede faltar) sólo sirven para recordarnos otros productos del estudio (¡hola Spider-Man!), y las similitudes con otras historias animadas se nos materializan en cada giro de la trama. No hay nada original en “Emoji: La Película”, muchos menos algo que funcione: ni el humor, ni el mensaje, ni siquiera la identificación con los personajes para lograr encajarnos todo ese merchandising que, seguramente, ahora está arrumbado en algún depósito de China. La cereza de este postre agrio es el doblaje que nos tocó en suerte, una desafortunada mezcla de acentos y modismos latinoamericanos (todavía no logro descifrar de qué país son los padres de Gene) que molestan mucho más que el irritante sonido de unos dientes rechinando o el de las uñas afiladas sobre un pizarrón. “Emoji” es todo lo que está mal con el cine y, encima, está enfocado a los más chicos. Un público menos exigente que, tal vez, disfrute más de esta aventura, pero por mi parte jamás los expondría a semejante mamarracho cinematográfico. ¿Un comentario final? Muchos emojis de caquita.
A PAPÁ MONO… A Caesar lo llevan al extremo y ya no quiere fumar la pipa de la paz con los humanos. Si dejamos de lado esa paparruchada de Tim Burton, y nos concentramos en las mejores entregas de esta saga de ciencia ficción basada en la novela homónima de Pierre Boulle, salimos ganando con un gran relato distópico que habla mucho más de la naturaleza humana, que de la tiranía de los monitos. En el año 2011, 20th Century Fox decidió revitalizar la franquicia y enfocarse en el comienzo de todo con “El Planeta de los Simios: (R)Evolución” (Rise of the Planet of the Apes), precuela que explica el origen de Caesar y la epidemia que, consecuentemente, puso a los humanos en inferioridad de condiciones; toda una involución, por así decirlo. Tras este más que aceptable reinicio dirigido por Rupert Wyatt, Matt Reeves (“Cloverfield”) tomó la posta elevando un poquito más esta serie, al punto de otorgarle un significado completamente opuesto a aquella primera película protagonizada por Charlton Heston. Los “changos” ya no son tan mugrosos, sólo otra especie que trata de sobrevivir en medio del apocalipsis. No sabemos si “El Planeta de los Simios: La Guerra” (War for the Planet of the Apes, 2017) es el capítulo definitivo de esta historia, pero Reeves se aseguró de dejar las cosas, más o menos, acomodadas para conectar los puntos con esa película futurista de 1968. Tras los acontecimientos de “El Planeta de los Simios: Confrontación” (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), la guerra entre humanos y primates se hizo inevitable. Las acciones de Koba y Dreyfus demostraron todo el resentimiento acumulado y la imposibilidad de la paz (o al menos una sana convivencia) ente las dos especies que, de una u otra manera, sólo saben echarse culpas. Caesar (Andy Serkis), como líder de la manada, intenta mantener a todos a salvo sin confrontar a los humanos, pero esta posición “pacifista” ya no le resulta, una vez que entra en escena el Coronel (Woody Harrelson), un militar rebelde que tomó la salvación del mundo en sus manos, y su único objetivo es acabar con los primates para siempre. O al menos, eso es lo que dice su discurso paranoico y marcial. Por su lado, Caesar sigue cargando con la culpa de “simio no mata a simio”, mientras busca atravesar el desierto, dejando los peligros del bosque atrás, y así establecer el clan en una zona más segura. Pero el Coronel y su comando Alfa-Omega no dan el brazo a torcer y en un golpe maquiavélico matan a Cornelia y a Blue Eyes, la esposa y el hijo mayor del mono, que ahora sólo ve la venganza en el horizonte. Esta es la decisión de Caesar. Abandonar a los suyos mientras buscan asilo y dirigirse a la base militar en el Norte, una misión suicida que va en contra de todas sus convicciones, pero un hecho que ya no puede dejar escapar. Muy a su pesar, no estará solo en esta cruzada, ya que Maurice, Rocket y Luca deciden acompañarlo, un poco como respaldo estratégico, y otro tanto como conciencia para que su querido líder no pierda el verdadero rumbo. Durante la travesía se encuentran con Bad Ape (Steve Zahn), un simpático monito que ha sobrevivido todo este tiempo por su cuenta, demostrando que hay muchos más como él que siguieron evolucionando más allá del clan. Y también con la pequeña Nova (Amiah Miller), una nena humana que perdió a su familia, y la capacidad de hablar como tantos otros en la zona, una nueva secuela del virus ALZ-113. Reeves y su coguionista Mark Bomback no se andan con rodeos y, claramente, nos obligan a tomar partido. No podemos evitar (aunque ya lo estábamos) ponernos del lado de los primates, mucho más “humanos” y tolerantes que sus contrapartes evolucionadas. Condescendientes hasta que los empujan al abismo y son obligados a ponerse al mismo nivel de salvajismo. Sí, acá las fieras caminan en dos patas y no ostentan tanto pelo, no tienen pudor en matar a otras especies, ni matarse entre ellos cuando el fin lo justifica Este es uno de los tantos mensajes que deja escapar “El Planeta de los Simios: La Guerra”, una odisea de supervivencia, acción y mucho drama que nos hace olvidar que los mejores personajes son creaciones computarizadas. El equipo de efectos especiales encargado de la captura de movimientos se merece un párrafo aparte y todos los elogios, pero el alma sigue estando en el guión y la actuación de Andy Serkis, que logra conmover con sus ojos claros, sus palabras certeras y un “disfraz” de CGI que le calza como anillo al dedo. La sensibilidad que transmite es de otro planeta, y contagia hasta las lágrimas, características que vuelven a traer a la mesa la discusión sobre este tipo de personajes y su elegibilidad a la hora de repartir premios. Las decisiones que Caesar debe afrontar, y por ende las consecuencias, no son diferentes a las de cualquier ser humano que encuentra una encrucijada en medio de la batalla. El director toma nota de varias historias bélicas y deja entrever la atmósfera de la selva vietnamita de “Pelotón” (Platoon, 1986), o la megalomanía de coronel Kurtz de “Apocalypse Now” (1979). Todo se pone al servicio de la historia y, por momentos nos olvidamos de la ciencia ficción, del apocalipsis y la distopía. Si dejamos los trucos y los (impecables) efectos de lado, sólo nos queda un relato que enfrenta a dos especies no tan diferentes, asustadas, que van hasta las últimas consecuencias cuando el diálogo y la convivencia pacífica ya no tienen lugar, y sólo pueden echar mano de la violencia… y sus instintos de supervivencia.
TERROR VINTAGE Una de terror con buenas intenciones, pero con eso no hacemos nada. Lo mejor de está obra del terror canadiense súper independiente es su premisa y su aura ochentosa que, en seguida, nos recuerda a lo mejor de John Carpenter o Clive Barker. Sus directores, los ignotos Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, vienen del palo de los efectos especiales y la dirección de arte, y se les nota ese gustito por los monstruos, lo grotesco y las sensaciones más palpables. Hasta ahí, todo bien. “Conjuros del más allá” (The Void, 2017) arranca con una matanza en una cabaña del bosque, un joven que huye del lugar, y pronto es auxiliado por el oficial Daniel Carter (Aaron Poole), que decide llevarlo al hospital más cercano, aunque este está cerrado por reparaciones tras un incendio, y casi todos sus habitantes fueron derivados a otra institución. Allí solo permaneces algunos pacientes, el doctor Richard Powell (Kenneth Welsh), un par de enfermeras –entre ellas Alison Fraser (Kathleen Munroe), la esposa de Carter-, y una joven que está por dar a luz, junto a su padre. El lugar semi abandonado, de por sí, luce siniestro, pero a poco de llegar la dupla las cosas comienzan a complicarse. Un extraño grupo de hombres encapuchados rodean el lugar impidiendo la salida de los presentes. Se ven amenazadores y armados, por lo que Carter decide atrincherarse con los demás a la espera de refuerzos, o de un milagro. Pero adentro no están más seguros, y todo se empieza a descontrolar cuando Beverly, una de las enfermeras, asesina a uno de los pacientes y, tras ser abatida por el policía, vuelve a la vida convertida en una grotesca criatura que devora todo a su paso. La primera parte de “Conjuros del más allá” atrapa por su terror lovecraftiano, la atmósfera de suspenso que va creando, y el desparramo de violencia y gore a la vieja escuela. Intenta evitar los lugares comunes (o al menos los utiliza a su favor) y nos invita a sumergirnos en una trama que promete, desde el vamos, unos cuantos sustos. Pero una vez que empiezan las explicaciones y conocemos la verdad que se esconde tras estos monstruos, la “secta” y el hospital en sí, la historia se empieza a caer a pedazos, un poco por la proliferación de elementos muy reconocibles, y otro tanto por sus delirios metafísicos. Lo que Gillespie y Kostanski consiguen con muy poco: buenos efectos especiales (se nota la artesanía y no el abuso del CGI) y caras poco conocidas, se desploma en la segunda mitad con sobre explicaciones, actuaciones exageradas y un final WFT!? que no ayuda para nada. Aplaudimos el rescate (emotivo) de ese cine clase B de los ochenta que tanto nos gusta, pero no nos podemos quedar sólo en la forma y hacer la vista gorda al contenido. Las buenas películas de terror de 2017 (“Huye”, “La Morgue”, “Fragmentado”) demostraron que se puede ser original (o al menos brillar) con muy poco, así que no hay mucha excusa cuando no sobran los billetes. El terror siempre estuvo relacionado con los bajos presupuestos y supo destacarse de la mano de grandes realizadores como Roger Corman, George A. Romero y el mismísimo Carpenter. Jeremy Gillespie y Steven Kostanski aprendieron bien de estos maestros, pero deben ajustar sus tuercas narrativas: “Conjuros del más allá” no es buena en su conjunto, aunque es un buen comienzo que debe ser tenido en cuenta.
EL QUE MAL ANDA, MAL ACABA Edgar Wright llega a las pantallas locales con su estilo tan particular y todo eso que nos encanta Es lamentable que “Baby: El Aprendiz del Crimen” (Baby Driver, 2017) sea la primera película de Edgar Wright que llega a nuestras salas, pero igual no vamos a quejarnos, si no a disfrutar de esta maravilla del realizador inglés hasta que se nos caigan los ojos y los oídos. ¿No será mucho? El creador de la celebrada y nerdísima “Trilogía Cornetto” cambia un poco el registro, aunque no abandona su estilo desenfrenado a la hora de abordar esta historia cargada de súper acción, tiros, persecuciones increíblemente coreografiadas y una banda sonora que complementa la trama a la perfección. Acá no hablamos de canciones que adornan las escenas nada más, si no de verdaderos “números musicales” que no tienen nada que envidiarle a “La La Land” (2016). No se asusten, “Baby: El Aprendiz del Crimen” no es un musical, pero la conjunción que logra entre cada tema (minuciosamente elegido) y la acción, es su motor principal. Wright se despacha con una película de “atracos” hecha y derecha, donde Baby (Ansel Elgort) es el chofer encargado de las huidas de una banda de ladrones ensamblada por el meticuloso Doc (Kevin Spacey). Los asaltantes nunca son los mismos, tres individuos violentos que van rotando según lo requiera el golpe en cuestión, pero Baby siempre está al volante, en parte por su impresionante habilidad para pisar el acelerador y evitar a la policía, y en parte por una deuda pendiente que guarda con el mafioso. Un trabajito más y las cuentas estarán saldadas, o eso es lo que cree nuestro ingenuo protagonista; inteligente y sagaz a la hora de las planeaciones, aunque nunca se desprenda de sus auriculares, el iPod y los lentes oscuros. Hay una razón para ellos que Wright nos va develando de a poco, convirtiendo a Baby en uno de lo mejores personajes del año. El pibe ama la velocidad y el vértigo que ello implica, con la música sonando a todo lo que da en sus orejas, tapando la desconcentración y algunos otros asuntos. Pero no logra comprender el verdadero peligro o la violencia que puede desencadenarse en un abrir y cerrar de ojos. Cuando no está infringiendo la ley, vive con su papá adoptivo; juega mezclando melodías y diálogos, y trata de conquistar el corazón de Debora (Lily James), la nueva mesera de su cafetería favorita. Un trabajo más y listo, al menos esa es su meta, pero el robo en cuestión tiene sus riesgos, incluso mucho más cuando el equipo responsable de llevarlo a cabo está conformado por tres criminales violentos y un tanto inestables (Jon Hamm, Eiza González y Jamie Foxx). Baby no se les parece, pero igual forma parte del conjunto y, para salir bien parado y no poner a sus seres queridos en riesgo, no le va a quedar otra que sumarse a la fiesta y hacer su mejor esfuerzo. Es la primera vez que Wright filma en los Estados Unidos y se adapta sin problemas al ritmo de los clásicos del género sin perder su estilo, su esencia y su humor, aunque acá se contiene bastante, justamente para despegarse de sus películas anteriores en colaboración con Simon Pegg y Nick Frost. Ojo, no es un Edgar que se vendió al sistema, si no un Edgar que evolucionó demostrando, más que nunca, sus habilidades cinematográficas, sin la necesidad de una excesiva avalancha de referencias pop (que las hay) y los chistes más bizarros. En “Baby Driver” todo es orgánico. Sus situaciones y personajes se van desarrollando a medida que el relato avanza. El secretismo inicial (y la desconfianza) va dejando lugar a las verdaderas personalidades de cada uno de estos individuos, a veces para mejor, y otras tantas, como dicen, más vale perderlos que encontrarlos. Todo al ritmo de Queen, The Beach Boys, Beck, T-Rex y tantos otros en perfecta sintonía visual y narrativa, hasta que la historia se pone más heavy y la música da lugar a los tiros y la violencia. Edgar Wright no da concesiones, ni en Hollywood ni en ningún lado. El nerd amante de los géneros no desaparece y nos demuestra que puede ponerse más “serio” cuando la situación lo amerita, y desbordar de acción, cancherismo y un poco de ternura cuando se trata de Baby, Debora y sus sueños a futuro.
¿Qué es el cine? Unos dirán que puro entretenimiento; otros, un arte cada vez más perdido, y algunos que se trata de una industria multimillonaria que sólo regurgita franquicias y carece de ideas originales. Todos tienen un poquito de razón, pero hay excepciones. Realizadores que logran conjugar todos estos elementos y dejar conformes tanto a la crítica como al público en masa. Directores que hacen el mejor uso de su libertad creativa, impregnando su sello de “autor” con la venía de los grandes estudios, y los abultados presupuestos que estos ponen a su disposición. Sí, son pocos, aunque también son los que equilibran la balanza entre el cine archi independiente que gana premios pero apenas llega a las salas, y los Michael Bay de este universo que solo piensan en artificio y se olvidan de la sustancia. Los blockbusters pueden ofrecer un poco más, y hasta convertirse en obras sofisticadas. Sólo necesitan estar en las manos adecuadas y, obviamente, el apoyo de los ejecutivos que logran ver el bosque cuando los realizadores se acercan con sus ideas poco convencionales. Con “Dunkerque” (Dunkirk, 2017) se nota el saltó de fe de la gente de Warner Brothers. La propuesta de Christopher Nolan no es la clásica película de acción del verano boreal, si no todo lo contrario, hablamos de una obra “experimental” que costó más de cien millones de dólares. No es la primera vez que el estudio se arriesga con las historias del realizador inglés, uno de esos tantos que aportó su granito de arena al (ahora) llamado “blockbuster inteligente”. Pero “Dunkerque” carece de superhéroes e intrincadas aventuras de ciencia ficción, más atractivas para el público cinematográfico; en cambio toma como punto de partida uno de los acontecimientos más significativos de la historia del siglo XX, el cual terminó marcando el curso de la Segunda Guerra Mundial. Nolan se despacha con una película “basada en hechos reales”, pero igual decide jugar con sus reglas y alejarse de todos los convencionalismos del drama de época, incluso del género bélico al cual, erróneamente, podríamos ligarla. Claro que la guerra es el trasfondo y uno de los condimentos esenciales de esta narración, pero su motor, su tema, pasa por algo más primigenio y palpable: la supervivencia. La llamada Operación Dinamo se convirtió en “milagro” para los titulares de los diarios, aunque a los ojos de muchos sigue siendo una derrota (victoriosa) para la orgullosa armada británica. Hablamos de la evacuación de casi 400 mil soldados aliados -ingleses, franceses y belgas- de las playas de Dunkerque, tras quedar acorralados por el avance alemán después de la invasión a Francia. Las opciones eran pocas, rendirse (ser capturados, o aún peor, cambiando de esta manera el curso del conflicto bélico) o intentar cruzar el Canal de la Mancha y regresar a casa lo más sanos y salvos posible. Una misión imposible, ya que en el parlamento inglés los señores de la guerra decidían que no iban a mandar el apoyo necesario e iban a reservar la mayoría de sus fuerzas para la inminente Batalla de Inglaterra. Estamos a finales de mayo de 1940, mucho antes de que Estados Unidos se sumara a la contienda. Mientras el ejército francés resiste y es empujado hasta la costa, los ingleses intentan abandonar el lugar con el soporte de algunos barcos esporádicos y la asistencia de un número reducido de Spitfires que tratan de evitar el bombardeo alemán. Los libros de historia nos dicen que el rescate no fue del todo militar, si no que llegó de la mano de cientos de pequeños barcos civiles (algunos confiscados por la marina, otros navegados por sus propios dueños) que cruzaron el charco para traer a sus soldados de vuelta al hogar. Este es el suceso que decide contar Christopher Nolan, uno que no tiene claros héroes a la vista, ni triunfalismo exacerbado, ni la visceralidad de otras películas bélicas, al menos en cuanto a tripas y sangre derramada. “Dunkerque” tampoco tiene tiempo para la típica camaradería, ni las historias de trincheras donde los solados se conocen y extrañan a sus mascotas. El director nos lo cuenta a su manera, con un realismo que supera casi cualquier cosa que hayamos visto en la pantalla. Nolan recorta este momento específico, el aquí y ahora, y nos sumerge en una historia de suspenso (sí, suspenso) regida por un reloj implacable y la tensión que esto causa, una sensación que se siente hasta los huesos (y mucho más en la boca del estómago). El tiempo juega un papel importantísimo en medio del desconcierto y la frustración de sus protagonistas. Acá, la clave es la intensidad que lo abarca todo: soldados y espectadores que terminan compartiendo esta travesía vertiginosa a lo largo de apenas 106 minutos. Se puede crear cierto paralelismo con otros relatos parecidos (hablando desde un punto de vista narrativo, claro está) como “Mad Max: Furia en el Camino” (Mad Max: Fury Road, 2015) o “Vuelo 93” (United 93, 2006) de Paul Greengrass. No nos hace falta el antes y el después de este acontecimiento, sólo saber si los involucrados van a lograr su cometido. “Es como realidad virtual sin los aparatos”, así describe el realizador a su nueva experiencia cinematográfica. Decir “experiencia” es mucho más acertado que “película” porque resulta imposible no sentir la espuma, la arena, el agua que se mete por debajo de los pies, los bombardeos, el oleaje que golpean los barcos, el fuego, el rugir del motor de los aviones y, sobre todo, la desesperación de los soldados, el desaliento de los generales o la urgencia de los civiles por hacer un mínimo aporte. Nolan se concentra en los sentidos y en una composición de imágenes y sonidos impecables. La reconstrucción de época, el naturalismo que se desprende de ello, la cámara prodigiosa de Hoyte Van Hoytema (mismo director de fotografía de “Interestelar”), incluso la partitura de Hans Zimmer (más experimental que la película), se combinan para crear un todo indivisible que, a pesar de la tecnología y la amplitud y calidad que trae aparejado un formato como el IMAX 70 mm (más del 75% del film), nos da la sensación de una historia que, tranquilamente, podría estar fechada en 1940. “Dunkerque” parece una pieza clásica, bella e imponente, intensa y sobrecogedora que casi obvia los diálogos y se apoya en las acciones y el minimalismo de las interpretaciones. Hay miradas que lo dicen todo, gestos más profundos que las palabras y personajes anónimos cuyo suceso en esta evacuación nos interesa mucho más que su nombre y apellido. Nolan elige no “intimar”, no contarnos ni el pasado ni el futuro de estos hombres, sólo le importa el presente y el destino de cada uno. Pero por más que parece un relato sencillo plagado de elementos clásicos, el realizador divide la narración a través de tres puntos de vista y tres temporalidades diferentes. Los sucesos de “Dunkerque” no ocurren al mismo tiempo, y ahí es donde entra uno de los truquitos más distintivos del director: la narrativa no lineal, una herramienta que termina por dar forma a esta historia, una que resultaría mucho más banal y simplista en las manos de otro realizador. Desde el comienzo Nolan fija las reglas: los acontecimientos del “muelle” duran una semana, los del “mar” un día, y los del “aire” apenas una hora. Teniendo esto en mente, comienza a hilar su relato, cambiando el enfoque cuando lo necesita, y volviendo a repetir los hechos desde la mirada de distintos protagonistas. En tierra están los jóvenes soldados que sólo quieren volver a casa (los ignotos Fionn Whitehead, Aneurin Barnard, Harry Styles) y los oficiales que intentan estar al mando de este caos (Kenneth Branagh, James D'Arcy). En el aire los Spitfires (Tom Hardy, Jack Lowden), según dicen, una de las máquinas más perfectas creadas por el hombre. Y en el mar, en representación de los civiles, el señor Dawson (Mark Rylance), su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y el joven entusiasta George (Barry Keoghan), quien quiere contribuir con lo suyo. Tres narrativas que se cruzan y chocan, hasta confluir en un solo momento como ocurre en “Memento, Recuerdos de un Crimen” (Memento, 2000) -aunque si necesidad de reversa-, por si necesitan un ejemplo. Con “Dunkerque” podemos afirmar que Nolan llegó a la cima de su destreza audiovisual. Las secuencias aéreas son impecables, como cada una de las submarinas que, hasta cierto punto, recuerdan a “Titanic” (1997). Una cámara que no teme meterse en todos lados, pero también brilla cunado el plano se abre y nos muestra la quietud o el caos generalizado. Acá, las imágenes pueden ser sumamente intimistas o gloriosamente épicas según la ocasión, y todo se conjuga a la perfección sin necesidad de trucos baratos. Hay violencia, hay drama y un mensaje antibélico que el realizador no se esmera por ocultar. Hay esperanza, pero también desazón cuando caemos en la cuenta que éste recién es el comienzo de una guerra que cambió para siempre la historia de la humanidad. La Operación Dinamo no es tan conocida como el desembarco del Día D, pero podemos apostar que Nolan se aseguró que su película fuera lo más acertada históricamente, más allá de que los protagonistas (aunque algunos sí) no tengan su correlato con la realidad. Nos preocupamos, sufrimos por ellos y junto a ellos porque, al fin y al cabo, son ese ‘soldado anónimo’ que no quiere estar donde debe estar, y su instinto no tiene nada que ver con el heroísmo, si no con uno de las características humanas más primitivas: sobrevivir cueste lo que cueste. Merece un renglón aparte el esfuerzo de Nolan de incorporar a las minorías (tal vez se queda corto, pero ahí están) y a las mujeres que, tal vez aparecen en un segundo plano, pero su papel no es menos importante llegado el final. En resumen, “Dunkerque” es un thriller de acción que juega fuera de los convencionalismos de Hollywood, pero logra amalgamar los relatos más clásicos con el tecnicismo y las complejas narrativas del siglo XXI. No hablamos de una película bélica per se, y ahí es donde puede separar las aguas si la audiencia va en busca de una historia más visceral cargada de patriotismo y héroes que se sacrifican. Nolan se concentra en otro tipo de crudeza, y su visión es la de la guerra vista desde afuera y desde nuestro tiempo donde la violencia no cesa y los hombres de traje siguen marcando el destino del mundo.
ROMPAN TODO Michael Bay sigue saturando la pantalla de explosiones y robots. Es lo que hay, tomenlo o dejenlo. Uno sabe (y al menos la mayoría de los MN también) lo que va a ver cuando decide pagar una entrada por una de Michael Bay. Espectáculo puro, explosiones a granel, alguna que otra chica linda, y mucho patriotismo exacerbado. O sea, no se admiten quejas si esperan encontrar algo radical y diferente. “Transformers: El Último Caballero” (Transformers: The Last Knight, 2017) no lo es, si no todo lo contrario. Es la conclusión del desborde visual llevado al extremo, en el peor sentido de la frase. El entretenimiento es su única meta, y lo consigue hasta cierto punto, pero cuando tu historia sólo tiene para ofrecer súper acción desenfrenada, un argumento descerebrado y mucho sinsentido, es mejor acotarla y no dilatar la angustia del espectador a lo largo de dos horas y media de película. Ni “Rápido y Furioso” se atrevió a tanto. A la quinta entrega de “Transformers” se le notan los millones invertidos y los viajes por el mundo para aprovechar los hermosos escenarios naturales, sobre todo del reino Unido, pero con tanto metraje por delante no logra desarrollar ni siquiera una trama coherente, mucho menos algunos personajes que se suman a la franquicia, casi azarosamente. ¿Es un poco injusto tratar de analizar un blockbuster de esta envergadura? Para nada. Si algo demostró la taquilla veraniega en los Estados Unidos es que el público ya no va a lo seguro, contrariamente a la forma en que lo hacen los grandes estudios. Las secuelas, sagas y universos compartidos suelen ser su gallina de los huevos de oro pero, durante el 2017, la audiencia demostró que se está poniendo un tanto más exquisita, al menos, a la hora de invertir cinematográficamente. Por primera vez, en mucho tiempo, crítica y público parecen ir de la mano, y esto no es algo malo, es un puntapié para exigir un poquito de calidad en la pantalla grande en cuanto a superproducciones se refiere. Claro que siempre hay excepciones, pero nada de esto tiene que ver con “Transformers: El Último Caballero”, una historia que arranca en el siglo V con el Rey Arturo y sus hombres tratando de ganar una batalla perdida casi desde el comienzo. Sí, Bay no se contiene y arranca con sus explosiones en pleno medioevo; pero como en las clásicas narraciones del monarca, Merlín llega para salvar las papas con un poco de magia. ¿Magia? En realidad, no. El mago borrachín (con énfasis en borrachín) interpretado por Stanley Tucci tiene muy poco de hechicero, pero guarda un gran secreto: en medio de las colinas inglesas se encontró una nave alienígena estrellada hace ya mucho tiempo, y a un caballero cybertroniano llamado Dragonicus que le ofrece un cetro con el poder de derrotar al enemigo y salvar a su mundo. 1600 años después, tras la batalla de Hong Kong, tanto Optimus Prime como Megatron están desaparecidos, el caos reina por todos lados y los transformers son una raza perseguida. La TRF (Fuerza de Reacción de Transformers) se encarga de cazarlos, así como a todos aquellos que le den asilo. En este grupo entra el valeroso Cade Yeager (Mark Wahlberg), uno de los tipos más buscados por los militares. Cade es un fugitivo que se esconde junto a varios robots, pero pronto su destino queda ligado al de Sir Edmund Burton (Anthony Hopkins), un historiador que lleva rastreando la existencia de los Transformers en la Tierra desde hace rato; y Viviane Wembley (Laura Haddock) -¿a nadie le perturba lo parecida que es a Megan Fox?-, una profesora de historia que, justamente, viene a desempeñar un papel importantísimo. La cuestión: existe una manera de revivir Cybertron, y para ello hay que encontrar ese cetro que perteneció a Merlín, una cruzada llena de peligros, enfrentamientos, peleas entre robots alienígenas y, por supuesto, la posibilidad de que la Tierra termine destruida. Esto es, a grandes rasgos, el argumento de “Transformers: El Último Caballero”, una historia abarrotada de personajes, lugares comunes y sinsentido donde los robots protagonistas pasan a un segundo plano (casi como parte del decorado) para dejarle el lugar a Wahlberg y sus aventuras. Bay invade la pantalla de “homenajes” a otras películas del género, explosiones, efectos de todo tipo, hasta dinosaurios, pero no logra conectarnos con ninguno de sus protagonistas, ya sean humanos o alienígenas, excepto tal vez por Hopkins que brilla en cada una de sus escenas. No, no fuimos buscando calidad narrativa, si no mero entretenimiento, pero hasta en ello falla bastante cuando se va por las ramas a lo largo de tantos minutos de película. El divertimento está, aunque pronto le gana el tedio de una trama sobrepoblada de todos esos elementos que ya supo patentas su realizador. Es obvio que Michael Bay hace lo que se le canta con todos los millones a su disposición. Tal vez es hora de que tenga una lección de humildad y descubra que, en la mayoría de las casos, menos es más.
VIEJOS SON LOS TRAPOS El Rayo McQueen está de vuelta, pero lo quieren jubilar y eso, no está en sus planes. No hay que ser muy sesudo para descubrir que “Cars” es la franquicia menos atractiva de Pixar. También la menos exitosa en la taquilla, pero los números son muy diferentes cuando se trata de merchandising y los gustos de los pequeñines. Esta es una de las razones principales del regreso del Rayo McQueen (voz de Owen Wilson) a las pistas, y el hecho de que su historia necesitaba un cierre, y un poquito de redención tras el fiasco de la segunda entrega (la única película del estudio vapuleada por la crítica). “Cars 3” (2017) vuelve a las fuentes y rescata lo mejor de aquella primera aventura rutera de 2006, enfocándose en una historia 100% deportiva que, en seguida, nos remite a lo mejor de Rocky Balboa. ¿Lo que? Olvidémonos de “Cars 2” (2011) y supongamos que esta historia se conecta directamente con la original. Rayo siguió su ascendente carrera en los circuitos, acumulando victorias y disfrutando del deporte con sus compañeros de pista. Esta fraternidad entre “veteranos” pronto se ve invadida por jóvenes novatos, modelos temerarios de última generación que no corren tanto por el placer, y que nos recuerdan mucho a ese engreído McQueen que sólo anhelaba la Copa Pistón. Entre ellos está Jackson Storm (Armie Hammer), el nuevo ídolo del deporte, y detrás de él una larga hilera de jóvenes talentos que llegan para desplazar a las viejas glorias. Rayo ve como sus amigos se van retirando, pero él no piensa dar el brazo (o la rueda) a torcer. En cambio va a cambiar de actitud y tratar de reinventarse a sí mismo para pelearla de igual a igual con estos muchachitos que quieren comerse al mundo. Sus viejos y queridos patrocinadores ya no pueden darle lo que necesita, por eso Rust-eze pasa a manos de un magnate (y fan de McQueen) que tiene a su disposición el centro de entrenamiento más copado y tecnológico que existe. Cruz Ramirez (Cristela Alonzo) es la joven motivadora que tiene a su cargo el nuevo entrenamiento del colorado, una autito entusiasta que alguna vez soñó en ser corredora. “Cars 3” se destaca por sus temas más “maduros”, ligados a la vida útil de los deportistas y lo que hay más allá de la fama. Una historia que se balancea entre el vértigo de las pistas (ya no se puede creer esta reconstrucción visual) y la calma de las rutas norteamericanas. Está en el Rayo decidir sobre su propio destino, aunque primero debe encontrar las verdaderas motivaciones. La figura (y el recuerdo) de Doc Hudson (Paul Newman), mentor de McQueen, juega un papel importantísimo en esta historia, pero “Cars 3” trae también una novedad que se viene dando en el cine en general y que Pixar esquiva desde hace rato: la presencia de grandes personajes femeninos. Sí, la compañía de la lamparita los tiene a montones, aunque siempre en un segundo plano. Acá, hay protagonismo y cierta visión “feminista”, tal vez no como mensaje directo, pero sí en actitudes igualitarias que deben ser reparadas. Lo mejor de “Cars 3” es que tiene una buena historia para contar, no una maravilla llena de luces y colores, algo más simple y humano (sí, a pesar de que hablamos de autitos) con lo que nos podemos identificar. Brian Fee es el director debutante y hace un grandísimo trabajo balanceando todos esos elementos que necesita un blockbuster, aunque decide bajar un cambio (cuak) para contar un relato más simple, aunque no menos espectacular cuando se trata de las pistas; un despliegue visual que las envidia de ESPN, o cualquier otro estudio animado. Pixar no deja que nos olvidemos que estamos ante vehículos antropomórficos, pero todo a su alrededor, sobre todo los paisajes, es tan realista que al cerebro le cuesta hilar estas dos cosas. “Cars” sigue estando al fondo de la lista y alejadísima de lo mejor de Pixar, pero esta tercera entrega se redime, rescata lo que más nos gustó de la primera, muestra protagonistas que fueron madurando y evolucionando, y suma temas y personajes muy necesarios para nuestros días, y para que los nenes y las nenas puedan reconocerse de igual a igual, en la pantalla y más allá de ella.
ESE AMIGABLE VECINO El superhéroe arácnido está de vuelta, más teen y hormonal que nunca. En los últimos 15 años tuvimos cinco aventuras protagonizadas por el superhéroe arácnido, encabezadas por actores y directores muy diferentes entre sí. Sam Raimi, Marc Webb, Tobey Maguire y Andrew Garfield hicieron lo suyo aportando a la mitología cinematográfica de Spidey, pero llegó el momento de un nuevo reboot, y un poco de sangre fresca para encarnar al trepamuros creado por Stan Lee y Steve Ditko. El jovencito Tom Holland (“Lo Imposible”) dejó una muy buena impresión cuando se sumó al Universo Cinematográfico de Marvel en “Capitán América: Civil War” (Captain America: Civil War, 2016), justamente, por su espíritu adolescente (y el entusiasmo) tan propio del personaje. Así, se ganó su propia franquicia de la mano de Sony Pictures, aunque bajo el ala mega protectora de Marvel/Disney. A diferencia de las encarnaciones anteriores, este Peter Parker no necesita presentación, traumas, ni historia de origen. Esto se resuelve en una simple frase de “me picó una araña y ahora tengo todos estos poderes”, un punto a favor de la película del casi debutante Jon Watts, pero una historia un tanto limitada (y encajada) a los confines del MCU, que la priva de cierta libertad narrativa, al menos en esta primera entrega. “Spider-Man: De Regreso a Casa” (Spider-Man: Homecoming (2017) celebra –entre líneas- la vuelta de los derechos del personaje a la editorial, mediante un acuerdo cinematográfico que, obviamente, favorece al estudio del ratón y no permite (por ahora) su presencia en el futuro universo expandido que Sony planea llevar a cabo de la mano de Venon y Black Cat and Silver Sable (“Silver & Black”). Desde el mismísimo comienzo nos dejan en claro que ésta es una película del MCU. Todo arranca tras la batalla de Nueva York (esa librada en “Los Vengadores”), donde Adrian Toomes (Michael Keaton) y su equipo de trabajo se dedican a remover los escombros y chatarra alienígena que dejaron atrás superhéroes y chitauris. Todo bien, hasta que cae el gobierno y Control de Daños para hacerse cargo del asunto y apoderarse de toda la tecnología extraterrestre. A Toomes no le cae bien este trato con el que va a perder muchísimo dinero, y decide apoderarse de algunas cositas y emprender una nueva empresa, esta vez criminal. Sí, así nace este villano, un tanto agarrado de los pelos, pero ya sabemos que Marvel no se especializa en tipos malos, si no en los héroes que salvan el día. Saltamos en el tiempo, ocho años después (no se molesten, a nosotros tampoco nos dan las cuentas) cuando Peter se cruza con Tony Stark (Robert Downey Jr.) que lo lleva hasta Alemania para hacer equipo en contra del Capi. Esto ya lo vimos en “Civil War”, pero esta es la perspectiva del adolescente que decide documentar su experiencia como pseudo youtuber. Todo es excitación, hasta que se acaba y tiene que volver a su casa en Queens junto a la tía May, y a la aburrida rutina de la escuela secundaria. Parker es el típico pibe de 15 años, medio nerd, medio tímido, que pasa sus días con amigos, mirando desde lejos a la chica de sus sueños, y esperando que suene la campana para calzarse el traje arácnido y combatir el crimen en las calles de su barrio. Ok, tal vez no tan típico. Lo que Peter aguarda con ansias es la llamada de Stark para unirse a los Vengadores, algo que no va a ocurrir así de fácil porque, en definitiva, es un nene que debe aprender a caminar antes de saltar por los techos (admitimos que esta no es la mejor analogía). “Spider-Man: De Regreso a Casa” no es una película de origen, pero sí el camino del héroe que debe encontrar su verdadero propósito. Peter es más un Luke Skywalker dando sus primeros sablazos, y claro que necesita un Obi-Wan, en este caso, un Tony Stark que hace las veces de mentor y figura paterna, tratando de no meter la pata, ni soltarle del todo la correa. Spidey es el “héroe” barrial, ese vecino amigable que rescata gatitos de los árboles y ayuda a las ancianas a cruzar la calle, pero quiere/necesita más acción y es lo que encuentra cuando se topa con Toomes y sus secuaces, dedicados a la fabricación y contrabando de armas “especiales”, que operan desde hace años por debajo del radar de la policía, el gobierno y, por supuesto, los Avengers. Ya se pueden imaginar por dónde vienen los conflictos, con Parker creando más problemas que soluciones y Stark -y Happy (Jon Favreau) como niñera- tratando de evitarlos cada dos segundos. Una relación que no está mal planteada, aunque molesta cada vez que Iron Man llega para salvar el día. Las mejores películas superheroicas de este año (“Logan”, “Wonder Woman”) se lucen, justamente, porque no dependen 100% de la franquicia de la que forman parte. Hay guiños por aquí y por allá, pero las historias son completamente independientes. Con “Spider-Man” ocurre lo contrario, podría ser mucho mejor desde lo narrativo si no insistiera tanto en el anclaje del MCU y su infinidad de referencias. Esto habla un poco de la falta de confianza de Marvel/Disney en su personaje y en un actor que se come la película. Al igual que su alter ego, Holland debe sufrir el codazo constante de Downey que, no estará todo el tiempo en pantalla, pero cuya presencia tiene un peso específico a lo largo de toda la trama. Holland se luce con su carisma, su entusiasmo constante y su emotividad, cuando lo necesita. La “coming of age” y la historia estudiantil que tanto nos prometían queda relegada cuando entra en juego la acción, los superpoderes y los actos heroicos, pero el espíritu adolescente siempre va de la mano con su protagonista. Jon Watts se atañe al estilo de Kevin Feige evitando los dramas y la violencia excesiva. Este Spidey parece indestructible y ni le vemos un rasguño después de cada batalla, una de las tantas inconsistencias de la película, detalles menores que no obstruyen la historia. Una trama genérica, sí, villanos con motivaciones de medio pelo, pero el conjunto funciona porque está bien filmado y desarrollado, y el héroe responde a u naturaleza, más teen que nunca. Molesta que tía May sólo sea parte de un chiste MILF que se repite hasta el cansancio; que el simpático y diverso elenco de compañeritos esté bastante de adorno, más allá de Ned (Jacob Batalon), el mejor amigo de Peter; que los “malos” sean latinos y afroamericanos (¿really?), y que malgasten la figura de Donald Glover en un papelucho tan deslucido. “Spider-Man: De Regreso a Casa” suma diversidad (algo que sin duda le falta a Raimi), rebeldía y conflictos adolescentes protagonizados por adolescentes, y sangre nueva a una franquicia que se desgasta mucho más cunado se apoya en personajes demasiado explotados (te estamos mirando a vos Tony). No aporta mucho desde lo visual (las referencias a otras historias superheroicas son horriblemente palpables) y se empecina en mantenerse dentro de los límites del MCU, lo que le quita frescura y un poco de originalidad que, esperemos, resuelvan en entregas posteriores. No estamos ante la novena maravilla del género, pero le damos la bienvenida a Holland con los brazos abiertos.
LOS HERMANOS SEAN UNIDOS Gru y los minions están de vuelta con más familiares y villanos para sumar a la aventura. Hace rato que Illumination Entertainment desbancó a DreamWorks y se convirtió en el tercer estudio de animación de los Estados Unidos, al menos desde el suceso de taquilla, donde Gru y sus minions la juntan con pala desde su primera aventura en el año 2010. Como ya se sabe que Hollywood carece de ideas y que no hace falta arreglar lo que no está roto, nos llega “Mi Villano Favorito 3” (Despicable Me 3, 2017), justo después del exitazo de la precuela en solitario de los chizitos con patas. Esta vez, sumando un artilugio que viene funcionando muy bien en la TV y la pantalla grande: la nostalgia ochentosa y el rescate emotivo, para alegría de los más grandes que deben acompañar a los pequeños. Decimos esto, porque la música, la estética y todo lo que trae aparejado Balthazar Bratt (Trey Parker, en la voz original), el maloso de turno, sólo puede ser apreciado minuciosamente por aquellos que pasamos la época de las hombreras exageradas y los colores flúo. Ya perdimos la cuenta de cuantas series y películas se colgaron de las tetas de esta década fundamental para la cultura pop, pero a “Mi Villano Favorito 3” el humor (y la banda sonoro) le funciona, agregando un poco de textura a una historia que, de por sí, es bastante genérica y no suma nada a la franquicia. Gru (Steve Carell) y Lucy (Kristen Wiig) ahora son una feliz pareja de agentes de la Liga Anti-Villanos, luchando codo a codo para atrapar a los malos y atravesar las peripecias del matrimonio y la paternidad. Balthazar Bratt es uno de los criminales más buscados, un ex niño estrella cuyo show fue cancelado cuando se le vino encima la pubertad, y ahora realiza fechorías tomando como alter ego al malvado protagonista de su propio programa. Tras una nueva evasiva de Bratt, Gru y Lucy se quedan sin trabajo, desencadenando la angustia de las nenas y la partida de los minions ante la negativa de su amo de volver al terreno de la villanía. Cuando parece que ya no hay solución a la vista, aparece un nuevo jugador en esta historia: Dru, el hermano gemelo perdido, un tipo alegre y millonario que hará lo que sea para restablecer el lazo y la herencia familiar, siempre ligada a los delitos más extravagantes. Enredos, persecuciones por países exóticos, muchos artilugios, la ternura de Margo, Edith y Agnes, el sinsentido de los minions… todo se conjuga en “Mi Villano Favorito 3”, una película animada más del montón que depende de sus personajes y no puede evitar hacer uso y abuso de un sinfín de referencias de la cultura pop. La premisa del malo que quiere ser bueno sigue funcionando y generando las mejores situaciones. Acá, en contraste con un villano 100% resentido como Balthazar, que nunca logró superar el fracaso y se estancó en los ochenta, con jopo y robotito incluido. Por otro lado, la relación entre hermanos no resulta nada nuevo (sí, hasta nos hace acordar a Los Simpson), pero es simple y directa para que les llegue a los más chiquitos. También resulta interesante el recorrido de Lucy como madre primeriza, una nota tierna entre tanta aventura descontrolada, que recuerda lo mejor de aquella primera entrega. “Mi Villano Favorito 3” sigue conservando su estética retro futurista, suma una gran banda sonora de temas nuevos y clásicos ochentosos para mover la aptita, y deja en segundo plano a los roba cámaras amarillos, algo que se agradece desde el primer momento. Una peli bien hecha y entretenida para toda la familia, pero no mucho más que eso.