A SU JUEGO LOS LLAMARON Esperábamos un mamarracho, pero salimos con una sonrisa y una agradable experiencia aventurera. Desde el momento que anunciaron esta secuela/remake/lo que sea de la película de 1995, protagonizada por Robin Williams, muchos revolearon los ojos y pensaron que les iban a arruinar la infancia. Lo cierto es que la reimaginación de estos “clásicos” ochentosos y noventosos ya es un flagelo de nuestros días y una consecuencia directa de la falta de ideas en Hollywood, pero el director Jake Kasdan (uno de los hijos del legendario realizador Lawrence Kasdan) logró darle una vuelta de tuerca a la adaptación del libro infantil de Chris Van Allsburg, y convertir a “Jumanji: En la Selva” (Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017) en una aventura familiar muy diferente. Todo arranca en 1996 en una playa de New Hampshire, donde el joven Alex Vreeke recibe el famoso juego de mesa de manos de su papá, pero este lo descarta de inmediato. Mágicamente se convierte en el cartucho de un videojuego, algo que sí llama la atención del jovencito, quien desaparece misteriosamente una vez que decide jugar a Jumanji. Veinte años después cuatro estudiantes de la zona terminan en detención por diferentes motivos: Spencer, el nerd, que para ganarse la amistad de su amigo Anthony, decidió ayudarlo con la tarea. El mismo Tony por copiarse; Bethany, la chica egoísta y popular que no logra soltar el celular; y Martha, la marginada social que le faltó el respeto a unas de sus maestras. Los cuatro deben cumplir con su castigo, pero se cruzan con la consola y el juego listo para ser jugado. ¿Adivinan? Los chicos son teletrasportados al medio de la selva, pero ya no son tan chicos, sino que adoptaron la personalidad, habilidades y aspecto de aquellos avatares que eligieron para jugar; curiosamente, en total oposición a los suyos. Spencer se convierte en el musculoso explorador Smolder Bravestone (Dwayne Johnson); Anthony en el zoólogo Franklin "Mouse" Finbar (Kevin Hart); Bethany en el cartógrafo Sheldon "Shelly" Oberon (Jack Black); y Martha en la bella experta en artes marciales Ruby Roundhouse (Karen Gillan). Su misión: salvar a Jumanji de una maldición y recuperar “el ojo del jaguar”, una joya que permite al malvado de esta historia (Bobby Cannavale) controlar la mente de todos los animales. Esto es un juego y se rige por sus reglas. Los chicos tienen diferentes obstáculos y pequeñas tareas que cumplir antes de llegar al final para poder regresar a casa, pero la jungla está llena de peligros y sólo tienen tres vidas cada uno, algunas herramientas y sus destrezas (y debilidades) que deberán poner a prueba si quieren salir sanos y salvos. Lo principal, deben aprender a respetarse y trabajar en equipo, pero también aceptarse como son y entender las diferencias de los otros, y todos esos mensajes lindos que necesitan los más púberes. En ese sentido, “Jumanji: En la Selva” es una aventura bien clásica, con mucho humor y algunas referencias noventeras, sobre todo a los estereotipos caducos de aquella época, como la sexualizada Ruby/Lara Croft, que puede molestar en una primera pasada, pero va adquiriendo sentido escena tras escena. Igual, a no confundirse. “Jumanji: En la Selva” no puede escapar de los lugares comunes del relato y cierta fórmula de las películas adolescentes (mucho homenaje a “El Club de los Cinco”), aunque acá cambié a sus verdaderos protagonistas por versiones adultas (y actores) que son un cliché en sí mismos. Esto va para Johnson y Hart, encasillados en los mismos papeles desde siempre. Muchos más simpáticos son los roles de Black y Gillan, los dos peces (léase avatares) que más están fuera del agua. Por lo demás, la aventura no dista de cualquiera de las clásicas de Indiana Jones, aunque mucho más berreta (hasta la musiquita se parece), que intenta emular al fichín a toda costa, muchas veces de formas geniales, y otras tantas con total falta de coherencia cuando rompe su propio universo y sus reglas; ejemplo de ello es el punto de vista del villano, un personaje que sólo forma parte del juego. Detalles que le restan puntos a una película por lo demás disfrutable, muy entretenida, correcta, con mucha acción y comedia, y tal vez demasiadas moralejas forzadas. Kasdan y sus guionistas redoblan la apuesta y, en vez de llevar el juego a los jugadores, deciden que formen parte del mismo viviendo las aventuras en carne propia, o algo por el estilo. Pero en el afán por no parecerse a la película original dejan escapar cositas que se podrían haber incluido, y así la historia (y el juego) es completamente distinto, salvo alguna que otra pequeñísima referencia. La clave está en el equilibrio, pero ahí es donde “Jumanji: En la Selva” se desbalancea. Igualmente, el resultado es positivo y augura alguna que otra secuela, un futuro más prometedor del que cualquiera hubiese imaginado cuando se anunció esta reversión de aquel clásico de los noventa.
EL SHOW DEBE CONTINUAR El nuevo musical de Hugh Jackman demuestra que, a veces, no se pueden rescatar viejas glorias. Hugh Jackman tiene un vicio y una pasión mucho más grande que calzarse las garras de adamantium. Habiendo dejado los superhéroes atrás (al menos, por ahora), aprovechó para concretar este sueño tardío, la adaptación musical de la vida de P.T. Barnum, para muchos, el creador del show business allá por mediados del siglo XIX. La idea de Hugh, como productor y artífice, es recuperar ese amor por los musicales más clásicos, pero con una vuelta de tuerca moderna, en gran parte, gracias a la música y las canciones de John Debney, Joseph Trapanese, Benj Pasek y Justin Paul, estos últimos responsables de las letras de la oscarizada “La La Land” (2016). Nadie puede negar la belleza de estas canciones, pero la espectacularidad (a medias) de los números musicales no es suficiente para impulsar una historia que cae en demasiados lugares comunes y, además, romantiza demasiado la figura de Barnum, en definitiva un explotador que se hizo millonario a costa de los “freaks” que formaban parte de sus exitosos espectáculos. Todo arranca con un pequeño Phineas que sueña con progresar y compartir su vida con la chica de sus sueños, mientras ayuda a su pobre padre sastre a engalanar a los ricachones de Connecticut. Es época de crisis económica, de desventajas sociales, pero P.T. logra juntar el dinero suficiente para pedir la mano de la joven Charity (Michelle Williams) y comenzar una familia. Cuando hay amor no se necesita nada más, aunque Barnum no es un tipo conformista y en su mente siempre busca prosperar. De la mano de sus hijas, y algún que otro encuentro fortuito, una idea comienza a formarse en su cabeza. Primero en forma de museo de cera con figuras exóticas, y luego como espectáculo circense protagonizado por los “deformes y marginados” que no encuentran otro lugar de pertenencia. Así logra atraer al público masivo, la clase media/baja trabajadora en busca de sana diversión, pero no la venia de los críticos y las audiencias más snobs que buscan arte en los escenarios. Ahí es donde comienza la transformación de Barnum, el hombre obnubilado por la fama que necesita la aprobación de todos. “El Gran Showman” (The Greatest Showman, 2017) intenta ser una nueva “Moulin Rouge!” (2001), pero carece de su dramatismo y su despliegue visual. El director Michael Gracey debuta con este musical, desaprovechando el carisma de Jackman y de otros protagonistas como Zac Efron, Rebecca Ferguson, Michelle Williams, Yahya Abdul-Mateen II y Zendaya, resumiendo todo en algunas coreografías cancheras y una puesta en escena teatral que, igual no consigue causar mucho impacto. Los musicales beben de la espectacularidad, incluso “La La Land” lo logra con su modernismo. Peo no hay nada atrayente en “El Gran Showman” donde Jackman es el centro de atención, y el resto una parte más del decorado, más alguna historia de amor que se resuelve favorablemente, y traiciones que no llegan a mayores. Todo es bastante inocuo y familiar, como los espectáculos de Barnum. El guión de Jenny Bicks y Bill Condon no se la juega, ni aprovecha a analizar los verdaderos motivos del éxito de P.T., o la situación socioeconómica de Estados Unidos en esos momentos, propicias para el surgimiento de estos espectáculos y la primigenia cinematografía. No es que sea necesario caer en estas reflexiones, pero le vendrían nada mal a una historia un tanto carente de contenido. “El Gran Showman” es espejitos de colores. Una excusa para el lucimiento de Jackman que, seamos sinceros, ha hecho cosas mejores como maestro de ceremonia de los Oscar. Lindas canciones, lindo vestuario, pero no mucho más en una época donde los recursos son ilimitados.
EL GENIO INCOMPRENDIDO Una obra de culto llega en versión biográfica y podría convertirse en una nueva obra de culto. Tal vez estén familiarizados, o no, con “The Room” (2003), ópera prima de Tommy Wiseau que se convirtió en clásico de culto muy a su pesar, y con apenas dos semanas en cartel. Para la crítica (y la gran mayoría) es una de las peores películas jamás realizadas, pero para aquellos que pueden vislumbrar más allá de la “ironía”, este drama ¿romántico? es una obra maestra incomprendida. Wiseau se convirtió en el nuevo Ed Wood y “The Room” en el paradigma del ¿consumo irónico? Este es un misterio aún mayor que la procedencia del realizador, y James Franco sabe cómo sacarle provecho y sumar más mística a uno de los rodajes más intensos que se hayan visto por las calles de Hollywood. Muy al estilo de su predecesor, Franco se transforma en el artífice de “The Disaster Artist: Obra Maestra” (The Disaster Artist, 2017), dramedia biográfica que lo tiene como director, productor y protagonista para contar los pormenores de la filmación de “The Room” y la relación de Tommy con Greg Sestero (Dave Franco), su compañero en esta aventura. Tommy y Greg se conocen a finales de la década del noventa en una clase de actuación en San Francisco. El jovencito queda obnubilado por la “intensidad interpretativa” de Wiseau y, de alguna manera, entablan una extraña amistad que los lleva hasta Los Ángeles en busca del estrellato. El tiempo pasa, pero los papeles no llegan. La frustración se apodera de Tommy que, un poco para complacer a su compañero, y otro tanto a su propio ego, decide escribir y financiar su debut cinematográfico, a sabiendas de que no entiende absolutamente nada de cómo funcionan las cosas en Hollywood. Nada ni nadie puede detener la pasión de Tommy que ensambla un equipo de trabajo y comienza un rodaje desmedido que se extiende a lo largo de seis meses (y muchos afirman que cinco millones de dólares). Franco se rodea de antiguos colaboradores y amigos (Seth Rogen, Ari Graynor, Josh Hutcherson, Zac Efron) para recrear al detalle la filmación y la relación de estos dos amigos, una amistad que se empieza a poner a prueba cuando las excentricidades de Wiseau alcanzan su punto más alto. Todo es ‘meta’ en “The Disaster Artist”, una historia cuya realidad supera ampliamente la ficción y de ahí surge su mitología y el humor, aunque hay una historia muchísimo más profunda detrás… que nos encantaría conocer. James se mete de lleno en la piel de Tommy (sus modismos, su extraño acento), pero no deja de ser Franco en la piel de Wiseau; la película dentro de la película y el actor dentro del actor. ¿Nos reímos de él o con él? Podría ser tranquilamente lo primero, pero las intenciones de Franco/ Wiseau resultan demasiado sinceras como para pensar que todo es un chiste. Hay cierto patetismo en este personaje, tal vez, carente de cariño, y su única posibilidad para conectar con otros (y esa inquebrantable amistad con Greg) fue realizar esta película. Nunca lo sabremos. Wiseau es un enigma para todos sus compañeros y así lo transmite Franco, amo y señor de este circo. Por momentos bastante creepy, otros casi infantil y receloso, todo matizado con la excentricidad y cierto “anonimato” que exuda su figura de rocker varado en la década del noventa. Así, “The Disaster Artist”, funciona como documento, como detrás de cámaras de aquella labor incomprendida. Franco no quiere encontrar razones, sino celebrar las pasiones de Tommy (y las propias), tal vez no tanto por el cine, y más por la experiencia cinematográfica en sí misma. Esta aventura de lograr cumplir un sueño casi imposible para la mayoría, pero que para la dupla Wiseau/ Sestero, casi se convirtió en obra maestra.
LA ÚLTIMA ESPERANZA Qué la Fuerza nos acompañe. “Deja que el pasado muera. Mátalo, si hace falta. Sólo así te convertirás en quien debes ser”. Las palabras de Kylo Ren (Adam Driver), también conocido como Ben Solo, aplican a la perfección a la saga creada por George Lucas y, más específicamente, a esta octava entrega que tiene una tarea monumental: amalgamar lo viejo y lo nuevo para las generaciones de fans que vienen bancando este proyecto desde hace décadas y aquellos que se siguen sumando con cada nuevo episodio. ¿Por qué? La respuesta es bastante simple. Ya no estamos en 1977, y mucho menos en 1999. A J. J. Abrams le tocó dar el primer paso con “El Despertar de la Fuerza” (2015). Rescatar la épica de la trilogía original y traerla al siglo XXI para presentarnos la historia de otros personajes con todos los artilugios de los que pudo echar mano, claro está, haciéndole un poco la vista gorda a las precuelas de Jorgito. No podemos desmerecer tanto éxito, y mucho menos la acogida del público, pero hay algo demasiado familiar y “correcto” en Episodio VII, y la siguiente entrega pedía a gritos una sacudida. Abrams nos sacó el mal sabor de boca de las películas anteriores y restableció el equilibrio en la Fuerza (¿?); pero así como ocurrió en su momento con “El Imperio Contraataca” (1980), la franquicia necesitaba de ese volantazo que la enriquezca un poco más. Había que tomar el riesgo, una palabra que no cuadra muy bien en los estándares de Disney (propietarios de Lucasfilm) y su corrección política. “Rogue One” (2016), a pesar de todos sus problemas tras bambalinas, demostró que había lugar para contar otro tipo de historia, y hacia allí se dirigió Rian Johnson, director y guionista de “Star Wars: Los Últimos Jedi” (Star Wars: The Last Jedi, 2017). Johnson tiene algunas pequeñas grandes películas en su haber como “Looper” (2012), y magistrales episodios de “Breaking Bad” bajo la manga, pero la saga intergaláctica siempre implica palabras mayores, y agradecemos la confianza de Kathleen Kennedy y compañía. “Los Últimos Jedi” arranca exactamente donde nos quedamos. Por un lado, Rey (Daisy Ridley) en Ahch-To tratando de convencer a Luke Skywalker (Mark Hamill) de que vuelva a convertirse en ese símbolo de esperanza que necesita la Resistencia para aguantar los constantes embates de la Primera Orden. Por el otro, la general Leia Organa (una Carrie Fisher que nos arranca lagrimones por el sólo hecho de aparecer en pantalla) al mando de los rebeldes, y en busca de una nueva base, haciéndole frente a las poderosas armas del general Hux (Domhnall Gleeson). Nada es color de rosa. La resistencia está en desventaja y el Líder Supremo Snoke (Andy Serkis) está más poderoso y determinado que nunca. Ya no confía tanto en su discípulo Kylo, algo que no ayuda a apaciguar el volátil temperamento del joven Solo. Ren parece estar en conflicto tras la muerte (bah, el asesinato) de papá Han, pero también lo está Rey, incapaz de encontrar su lugar (y propósito) en esta galaxia. Ahí entra en juego el último Jedi que, un poco a regañadientes, decide guiarla a través de los caminos de la Fuerza, pero sin dejar de ser cauteloso (y un poco miedoso) para evitar los errores del pasado, o sea, los cometidos con Kylo. Johnson no se guarda ningún secreto y, así, muchas de las dudas que nos comían la cabeza quedan contestadas, demostrando que, en el fondo, no eran tan importantes y que había que formularse otras preguntas más profundas sobre la naturaleza de estos personajes que no son tan bidimensionales, ni se manejan por absolutos. Como ya se dijo, el realizador toma sus riesgos. Desde el principio nos sumerge en las batallas más espectaculares reflejando esa épica de las primeras entregas, pero también con un enfoque diferente, un poco menos heroico y más anclado en la supervivencia. Poe Dameron (Oscar Isaac) tiene un lugar primordial en esta lucha en el frente, aunque le toca jugar de temerario y, esta actitud, muchas veces, lo obliga a chocar con las decisiones de Leia. El papel de la mujer en esta nueva etapa de la saga es notorio, pero no forzado. Más allá de la general y Rey, tenemos todo tipo de representantes femeninas que toman decisiones importantes, siempre por el bien de los demás y, muchas veces, poniendo en jaque su propio bienestar. Ejemplo de ello son Rose Tico (Kelly Marie Tran) y Amilyn Holdo (Laura Dern), personajes que conviene ir descubriendo con el pasar de los minutos, antes que leer al respecto en esta reseña. Johnson mantiene la estructura básica de los otros episodios alternando varias acciones en diferentes escenarios, pero juega a su manera. Introduce otro tipo de humor, una estética más refinada y ¿oscura? (los contrastes de color son una belleza), y algunos truquitos que no vamos a spoilear ni por asomo, aunque pueden hacer ruido en algunas cabecitas menos predispuestas. Pero lo más importante es la intensidad que sostiene de principio a fin, y su manera de manejar las emociones. Nuestras emociones. ¿Vieron esa sensación de vacío que nos queda al saltearnos un escalón? Así es transitar por “Los Últimos Jedi”, una experiencia que te rompe y te reconstruye Sin dudas, estamos ante la película más “madura” de la saga. Eso no quita que nos emocionemos a pura fantasía con duelos de sables de luz (ja, pensaban que lo habían visto todo) y un montón de navecitas enfrentadas. Ahí está la magia de Star Wars: hacernos sentir como chicos de seis años que ven a sus héroes favoritos por primera vez, pero también entender sus predicamentos como los adultos que somos. El llanto viene por los dos lados. Aunque estos ya no son los mismos héroes de antaño (“Deja que el pasado muera. Mátalo, si hace falta. Sólo así te convertirás en quien debes ser”). Es momento de que brillen nuevas figuras y que los “viejitos” se hagan a un lado. Pero el recorrido de Rey, Finn (John Boyega), Poe y Kylo es mucho más intrincado y cargado de matices que el ‘camino del héroe’ emprendido por el joven Skywalker cuatro décadas atrás. Hasta la Fuerza se convierte en algo más interesante y profundo, que ese poder que sirve para controlar mentes y levantar rocas. Johnson nos lleva a recorrer otros lugares de esta galaxia muy, muy lejana: un casino lleno de ricachones que sacan provecho de la guerra donde encontramos, por ejemplo, al personaje de Benicio Del Toro. Nuevas criaturas como los porgs que, no, no son tan insoportables como nos hacen creer en los tráilers. Y sobre todo, nos muestra el lado más humano de estos héroes y villanos. Hay algunos (mínimos) pasos en falso y personajes desaprovechados que no terminan encontrando su lugar, pero el realizador logra mantener un ritmo constante a lo largo de dos horas y media de película, acompañados por una magistral banda sonora cortesía de John Williams, que acá rescata muchos de sus temas más clásicos, resignificándolos cuando la historia más lo necesita. Claro que hay algo más. Más allá de la aventura fantástica, la ciencia ficción y la epopeya espacial cargada de acción, la saga intergaláctica siempre convergió en un punto común, incluso (o sobre todo) en sus momentos más oscuros: ese rayito de esperanza. Johnson la quebranta por momentos, pero no la mata del todo porque, aunque lo intente, no se puede (y siempre recuerden que logramos sobrevivir a ese “yo soy tu padre” que nos tiró el alma al suelo). “Somos la chispa que encenderá el fuego que devastará a la Primera Orden”, asegura el querido Poe y nunca ponemos en duda sus palabras. Estas son las cosas que convierten a Star Wars en un fenómeno de masas, las que nos hermanan e identifican bajo una misma bandera, y un abrazo de gol cuando los buenos son los que ganan…, incluso cuando no seas un fan acérrimo de la saga. La franquicia está es su punto más alto y más ambiguo, ya no se trata de blancos y negros, sino más bien de un montón de grises. Maduró como maduramos nosotros, pero nunca pierde ese poder de asombrarnos y conmovernos como si siguiéramos siendo chicos. “Los Últimos Jedi” no es perfecta, pero se posiciona entre lo más alto de la saga, técnica y narrativamente. Por mi parte voy a dejar pasar esos pequeñísimos detalles (y que venga a buscarme la policía de la objetividad), porque las emociones lo superan todo. Sí, malditos nerds, si no se les hace un nudito en la garganta, aunque sea, vayan a chequearse los signos vitales. I am one with the Force and the Force is with me.
PELIGROSA OBSESIÓN Un inglés se obsesiona con una ciudad en medio del Amazonas, y ya nos imaginamos como acaba todo. El realizador James Gray no tiene grandes títulos en su haber, pero cosechó muchos elogios gracias a “Z: La Ciudad Perdida” (The Lost City of Z, 2017), un drama biográfico aventurero basado en hechos reales, y en el libro de David Grann, que se mete de lleno en la vida y los sueños de Percy Fawcett (Charlie Hunnam), militar y explorador británico que se obsesionó con encontrar la llamada ciudad Z, una civilización antiquísima perdida en medio del amazonas. Fawcett ya es un veterano de guerra, y un tipo entrado en años aunque sin muchos reconocimientos, cuando la Royal Geographical Society lo envía a la selva boliviana para delimitar las fronteras entre este país y Brasil, a punto de entrar en guerra por el caucho. Estamos en los primeros años del siglo XX, y Percy sólo acepta con la intención de limpiar el nombre de su familia y, con suerte, poner una medalla en su pecho. La experiencia es agobiante, pero el hombre descubre fragmentos de una antigua civilización, ya no de salvajes, sino una gran comunidad capaz de producir utensilios, herramientas y otras cosas. Un hallazgo tan importante como El Dorado que, además, pone en evidencia que todos los hombres sí son iguales. Claro que estas “conjeturas” no caen muy bien entre sus colegas mojigatos, cuyos bigotes se retuercen al ser comparados con los indios incivilizados. Igual, Fawcett consigue el apoyo necesario para una nueva expedición, esta vez, con la intención de encontrar Z y la gloria para el los británicos en medio de una ola de exploraciones globales. Los pensamientos liberales de Percy son compartidos por su esposa Nina (Sienna Miller). Ambos creen en la igualdad de sexos, pero él se rehúsa a que ella lo acompañe en esta nueva aventura, debiéndose quedar en casa con sus dos pequeños hijos, Jack y Bryan. Un poco de razón tiene, ya que la selva inexplorada esconde un montón de peligros, además de las diferentes tribus que allí habitan. Pero el hombre está determinado y vuelve a partir junto a sus compañeros Henry Costin (Robert Pattinson) y Arthur Manley (Edward Ashley). Z se niega a aparecer en el camino de los exploradores, y el regreso al hogar resulta un tanto agridulce. La Primera Guerra Mundial ahora está a la vuelta de la esquina, y las tensiones entre padre e hijo mayor (ahora interpretado por Tom Holland) son cada vez más notorias, sacando a relucir esas largas ausencias del patriarca. Lo cierto es que Percy nunca abandona esta obsesión por la selva y la búsqueda de Z, un parasito que lo acompaña en cada momento y que no lo va a abandonar hasta que logre su cometido. Este es el punto central de la historia, más allá de la aventura por los ríos plagados de pirañas y los aborígenes, a veces violentos, y otras dispuestos a entablar amistad con los extraños. Gray se enfoca en esta manía persistente, pero también en el cambio de paradigma que está atravesando el mundo, y la sociedad británica en general que por un lado se horroriza de la “esclavitud”, pero sigue expandiendo sus “colonias”. Los Fawcett son una pareja de mente abierta que quiere llevar sus ideales más allá del Atlántico, demostrando que no todos eran tan retrógrados por aquel entonces. Estos mismos ideales son los que se transforman en obsesión, y ahí es cuando se confunden las cosas para Percy. “Z: La Ciudad Perdida” se alimenta del cine más clásico. Sus actuaciones no son brillantes, pero funcionan en el conjunto de una historia que se toma su tiempo, al igual que estas exploraciones. Gray cambia Bolivia y Brasil por los paisajes de Columbia, pero evita los clichés y lugares comunes a toda costa, celebrando la rica cultura de los pueblos originarios del Amazonas… y los peligros de interferir con la naturaleza. Gray no necesita artilugios ni grandes efectos especiales. Se enfoca en el hombre y la naturaleza que lo rodea, además de la propia naturaleza humana y el instinto de supervivencia en estos lugares donde la civilización no ha metido sus garras. Eso no significa que los aborígenes no sean civilizados, es más, acá aparece el reconocimiento de que, en la mayoría de los casos, lo son mucho más que los visitantes extranjeros. Pero la película no se enfoca en enfrentar culturas, los prejuicios o emitir juicios de valor, sino en la obsesión de este hombre que desatendió a su esposa y a sus hijos -salvo Jack que decidió seguir los sueños de su padre, tal vez como la única posibilidad de estar a su lado-, un poco, para recibir la aprobación de los demás, ese reconocimiento tardío que llegaría junto con el hallazgo de Z; y otro tanto por orgullo, esa asignatura pendiente de lograr algo por su propia cuenta, dejando así su propia marca en la historia.
MIRÁ DE QUIÉN TE BURLASTE La lucha por la igualdad invade las canchas. Si algo nos dejó bien en claro este 2017, es que las historias cinematográficas protagonizadas por mujeres son muy necesarias y, de paso, pueden recaudar premios y millones. Arrancamos estos doce meses con “Talentos Ocultos” (Hidden Figures, 2016), basada en un hito bastante desconocido dentro de la NASA que, además, pone el acento en las minorías afroamericanas en épocas de separatismo y discriminación a flor de piel. “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017) demostró que las heroínas comiqueras pueden estar a la par (y hasta superar) a sus contrapartes masculinas, dejando unos cuantos mensajes de igualdad por el camino. Si no te alcanza con la fantasía feminista de Diana, o las inteligentísimas chicas de Langley para entender un año donde las mujeres no se quedaron calladas (ni en la realidad ni en la pantalla) un poco para hacerle frente a una desigualdad que ya no se tolera, y claro, al gobierno de Donald Trump, representante de todo ese machismo y misoginia. Un año donde los shows televisivos más celebrados (“THe Handmaid’s Tale, “Big Little Lies”, “Alias Grace”, incluso las series comiqueras de The CW) se enfocaron en diversas temáticas femeninas, abusos, disparidad y una larga lista de etcéteras, “La Batalla de los Sexos" (Battle of the Sexes, 2017) cae como anillo al dedo, sumando una historia real, tan “simpática” como necesaria para entender aquellos y estos tiempos. La nueva dramedia deportiva de los directores de “Pequeña Miss Sunshine” (Little Miss Sunshine, 2006) -Jonathan Dayton y Valerie Faris- tiene todo lo que le gusta a la Academia: está basada en hechos reales, sus protagonistas deben transformarse físicamente delante de la cámara y, además, está protagonizada por la última ganadora del Oscar, ¡Bingo! Pero eso no es lo más importante. Emma Stone es Billie Jean King, y Steve Carell es Bobby Riggs, dos tenistas que en 1973 se enfrentaron en la llamada (y resonada) “Batalla de los Sexos”, un poco por orgullo y otro tanto (bastante) por publicidad, aunque era la mujer la que tenía mucho más que demostrar, y muchísimo más para perder, más allá de la contienda. King, toda una número uno de las canchas y feminista militante, tuvo que ceder ante los caprichos de Riggs, un ex campeón adicto al juego y estafador, y llevar adelante un show que los enfrentó tras las redes. Acá no se trata sólo de titulares. King y sus compañeras buscaban recibir el mismo tratamiento y recompensa económica que los jugadores masculinos. En su lucha por el cambio social, Billie amenazó con boicotear el abierto de Tenis de los Estados Unidos; y en medio de esta volteada surgió la propuesta de Bobby, ex campeón de personalidad avasallante, quien la retó con la consigna de demostrar “la superioridad del hombre sobre la mujer”. En la realidad, y a través de la cámara de Dayton y Faris, no es tan así. Ni Riggs es un machista desalmado, ni King una feminista odiadora del sexo opuesto. Ambos guardan sus miserias bajo la alfombra y necesitan demostrar (y demostrarse) varias cosas para poder conciliar diferentes aspectos de su vida. El guión de Simon Beaufoy –ganador del Oscar por “Slumdog Millionaire - ¿Quién Quiere ser Millonario? (Slumdog Millionaire, 2008)- tiene como climax este partido tan publicitado, pero antes se detiene en la vida personal de ambos protagonistas. Billie, una jugadora casada con el deporte, y con Larry (Austin Stowell), aunque éste no puede competir con la raqueta, ni con las pasiones de su esposa cuando cruza su camino con Marilyn Barnett (Andrea Riseborough), una estilista de espíritu libre que le vuela la cabeza; pero esto sigue siendo un tabú incluso en plena década del setenta y sus revoluciones sexuales. Lo privado se torna un tema tan interesante como el partido en sí. Por un lado, mujeres que deben conciliar sus carreras y matrimonios, y ser “perfectas” en ambos casos. Y por el otro, los hombres, cancheros y machirulos, que pueden atravesar la vida sin responder ante nadie. Claro que no es el caso de Riggs, quien nos vende una personalidad avasallante ante las cámaras, pero de la puerta para dentro es un tipo con problemas de juego que lucha por mantener su orgullo y unida a su familia. “La Batalla de los Sexos” no es una película que vaya a quedar en los anales, pero es correcta, efectiva, graciosa y emotiva por partes iguales; tiene grandes actuaciones y una genial puesta en escena acompañada por una banda sonora bien acorde. Pero su principal atractivo es como “documento histórico” y recordatorio de lo que lograron algunos para que hoy, muchos de nosotros, disfrutemos de ciertas libertades. No, Billie King no cambió al mundo, pero consiguió una pequeña gran victoria en un universo liderado por hombres. Una lucha de igualdades que parece no tener fin, pero que no hay que abandonar bajo ninguna circunstancia, y que durante este 2017 hizo mella en todas las pantallas.
NO HAY LUGAR COMO EL HOGAR George Clooney nos lleva de paseo a la década del cincuenta, mucho más violenta de lo que pensamos Como muchos de sus colegas, un día George Clooney decidió plantarse detrás de las cámaras y probar suerte con la dirección. Podemos decir que, en promedio, sus trabajos son bien recibidos por la crítica y el público, pero venía de capa caída tras la fallida “Operación Monumento” (The Monuments Men, 2014). Para su próximo acto, el realizador decidió desempolvar un viejo guión de los hermanos Coen, un drama criminal con todo el toque de los responsables de “Fargo” (1996) que, además, toca sensibilidades muy actuales. Estamos a finales de la década del cincuenta en una idílica comunidad suburbana estadounidense. Uno de esos bonitos barrios de casas con jardines bien cuidados y vecinos amigables, cuyos habitantes parecen desconocer lo que acontece más allá de sus cercas. Suburbicon es el lugar ideal para criar una familia, una utopía caucásica que se ve amenazada tras la llegada de los Mayers, una pareja afroamericana y su pequeño hijo, que buscan las mismas comodidades que sus colindantes. Esta “invasión” al estilo de vida americano no cae muy bien en la comunidad que, en seguida trata de echarlos a toda costa, pero los Mayers no se dejan intimidar y hasta el pequeño Andy consigue hacer buenas migas con Nicky Lodge, su vecinito más cercano. Los Lodge no parecen incomodos con la mudanza de los Mayers, pero pronto vivirán la violencia en carne propia. Una noche, Gardner (Matt Damon) y su familia son sorprendidos por un par de ladrones y, como consecuencia del atraco, la frágil salud de Rose (Julianne Moore) se deteriora y muere al poco tiempo. Viudo y con un hijo pequeño, Gardner busca el apoyo de su cuñada Margaret (también Julianne Moore), pero nada es lo que parece tras la puerta de esta casita suburbana, la punta del iceberg de una historia de traiciones, violencia y venganza. Clooney se esmera en cada uno de los detalles y se rodea de grandes actores y amigos. La puesta en escena es impecable, y el toque de los Coen se percibe a simple vista, pero el director carece de la mirada sarcástica y oscura de los hermanos y la trama de “Suburbicon: Bienvenidos al Paraíso” (Suburbicon, 2017) sólo cae en un thriller demasiado violento y predecible, incómodo de mirar por momentos, y aún más difícil de disfrutar. Clooney nos muestra el sinsentido y el racismo que azota a esta comunidad como un reflejo del florecimiento xenofóbico que impera en los Estados Unidos desde la llegada de Trump al poder, y se esmera en la yuxtaposición con esta otra familia tan perfecta a simple vista, pero tan cargada de secretos. Nos dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver y que las apariencias engañan, y termina cayendo en una moralina de manual y una agenda (anti)política que podría haber resuelto de otras maneras muchísimo más efectivas. “Suburbicon” se queda en el camino de todo, y ni siquiera su trama de misterio resulta tan atractiva. La historia se beneficiaría mucho más con ese agregado de humor negro tan característico de sus guionistas, pero en cambio elige el gore, la “justicia social” y la violencia desmedida, que terminan impactando contra el pequeño Nicky, el verdadero centro de este relato tan macabro. La película de Clooney se disfruta hasta cierto punto, justamente, por sus fallas. Después se convierte en una historia demasiado incómoda para tratarse de una ficción ambientada en medio de la “inocencia americana”, plagada de personajes arquetípicos, actuaciones un tanto exageradas y demasiado pesimismo a la vista, incluso en esta época donde nos tenemos que bancar a Donald Trump como líder del mundo libre (¿?).
HOY TE CONVERTÍS EN (SUPER)HÉROE El universo cinematográfico de DC se sigue expandiendo, de a poquito y sin mucho alboroto. Seamos sinceros, “Liga de la Justicia” (Justice League, 2017) venía flojita de papeles por varios motivos: el primero, su director Zack Snyder que, digámoslo de una, hizo estragos (y no en el buen sentido) con “Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia” (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016) dividiendo las aguas entre críticos y fans. Segundo, una vara que quedó bastante alta después del estreno de “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017), coronando la historia de Diana como la mejor película del Universo Extendido de DC. Después vinieron los rumores, la partida de Snyder, la adhesión de Joss Whedon, la filmación de escenas adicionales y la mar en coche… que levantaron más sospechas sobre la calidad de la primera presentación en sociedad y en pantalla grande del dream team de la Distinguida Competencia. No los vamos a culpar si juntaron algunas dudas al respecto, pero el resultado final es muchísimo mejor de lo que cualquiera hubiera esperado. No, no estamos ante la mejor película de superhéroes de la historia, pero tampoco de la peorcita. Lo mejor de “Liga de la Justicia” es, justamente, eso: los héroes protagonistas que dejaron de lado tanto conflicto personal y mambo psicológico, y empezaron a abrazar este destino de salvadores de la humanidad sin que les pese tanto sobre los hombros. Snyder (DC y WB) aprendieron de sus errores y de sus propios personajes a relajarse, a disfrutar un poco y a madurar sin parecer tan solemnes. Estamos a mitad de camino, un gran paso para cimentar lo que se viene. Ya le ponemos fichitas a “Aquaman” (2018), “Shazam!” (2019) y “Wonder Woman 2” (2019) por supuesto, incluso a “Flashpoint” (2020) y la próxima peli de la Liga. ¿Por qué? Porque los personajes funcionan y este es sólo el comienzo. Ya sabíamos que la Diana Prince de Gal Gadot la rompe (y acá está mejor que nunca), o que el Batman/Bruce Wayne de Ben Affleck es una gran interpretación del justiciero de Gotham; pero esta era una prueba de fuego para Flash/Barry Allen (Ezra Miller), Aquaman/Arthur Curry (Jason Momoa) y Cyborg/Victor Stone (Ray Fisher), una que superaron con creces. Cada uno tiene una personalidad bien definida y se van notando los cambios a lo largo de este universo comiquero. Batman aprendió que la vida no tiene que ser tan oscura, aunque sigue siendo el más experimentado y cínico de todos; mientras que Diana ya no es la ingenua amazona que abandonó Temiscira hace cien años, pero tampoco es la guerrera pesimista que conocimos en “Batman v Superman”. La muerte del kryptoniano funciona como incentivo, por un lado para seguir ayudando a los más débiles de manera desinteresada, por el otro, tratar de sumar a más héroes teniendo en cuenta la amenaza que se está gestando. Aquellos archivos de Lex Luthor sirven como punto de partida para contactar con un políticamente incorrecto y reacio Aquaman, tipo que no duda en dar una mano, aunque no está tan convencido de su condición de atlante. Un Barry Allen hiperquinético y entusiasta que no sabe muy bien qué hacer con su vida y sus poderes, pero ve en la JL ese lugar para empezar a encontrar el rumbo. Y un Cyborg todavía desconcertado, y todavía más asustado, con su nueva apariencia y sus habilidades, que cambian de la noche a la mañana, haciéndolo cada vez más poderoso. Todos tienen sus problemas personales, pero en un punto deciden dejarlos de lado, intentar congeniar unos con otros y ver la forma de frenar la amenaza de Steppenwolf (Ciarán Hinds), villano extraterrestre que anda en busca de las tres Mother Boxes desperdigadas por la Tierra, una búsqueda que implica romper el planeta, obvio, y a cualquiera que le haga frente. Este conflicto es bastante simple y este maloso bastante genérico, pero lo importante de “Liga de la Justicia” son los superhéroes, y en eso la película no se equivoca. El equipo funciona, y hasta se divierten, hay buena química entre los protagonistas y a los actores se los siente cómodos dentro de sus personajes. Nunca sabremos si fue el guión de Chris Terrio (acá no hay ni una pisca de las incoherencias de David Goyer) o las escenas agregadas de Whedon lo que “simplificó” e “iluminó” la película, acotando la historia (no sólo en su duración), sumando más humor y menos disyuntivas, sin relegar a los personajes, e incluso dejando que los secundarios se luzcan en breves momentos. Ojo, no estamos diciendo que el film carece de problemas narrativos, la temible sobreexposición, o una catarata de efectos digitales que podrían suavizarse de mil maneras. Esta es una película de Snyder, y su estética -algunas veces extraordinaria y otras, cansadora- está bien presente, pero decidió alejarse de la solemnidad y las analogías religiosas para divertirse un poco más junto a sus héroes. Como ocurría con “BvS”, las primeras escenas de “Liga de la Justicia” se nos presentan un tanto desprolijas, apuradas y desconectadas, pero pronto la narración va tomando ritmo y deja que las acciones de los personajes encausen el camino de la trama. Acá no hay mucho misterio, ni sueños apocalípticos que confundan a los espectadores. Hay un malo y hay que detenerlo, y desde ahí se va construyendo esta historia. Tal vez demasiado simplista para los estándares de semejantes íconos comiqueros, pero esta es un pre-liga, digamos, y primero tienen que aprender a trabajar en equipo. Snyder, Terrio y Whedon nos presentan un montón de personajes nuevos (Mera, James Gordon, Henry Allen, Silas Stone) y ninguno desentona, incluso, aportan su granito de arena para desarrollar la personalidad de sus protagonistas, para nada bidimensionales. Curiosamente, y al contrario de lo que uno podría esperar, los que más fallan son aquellos que no pueden despegarse del estilo snyderiano. Te estamos mirando a vos Lois Lane, aunque a Amy Adams la sigamos bancando. Tenemos grandes personajes femeninos como Diana, Mera, Hippolyta y las amazonas en plan “guerreras hasta las últimas consecuencias” (y no, no es tan grave el vestuario de Michael Wilkinson, hay de todo y para todos los gustos), pero la reportera del Daily Planet es un manojo de sufrimiento y frases embolantes que viene en picada y haciéndose odiar desde “El Hombre de Acero” (Man of Steel, 2013). ¿Por qué? A lo largo de casi dos horas de película –el tiempo justo y, aunque muchas escenas de los tráilers quedaron afuera, no necesitamos una versión extendida para rellenar los agujeros- hay referencias comiqueras, guiños musicales cortesía de Danny Elfman (no, no están los cantos gregorianos y la “épica” de Hans Zimmer), algunas canciones que desentonan, y dos escenas post-créditos (sí, dos) que aportan simpatía y abren el juego para lo que se viene. Claro que no decimos nada porque SPOILER. La historia no es lo más flojito de “Liga de la Justicia”. Tiene inconsistencias, está un poco apresurada al principio, pero es mejor que la incoherencia de algunas de sus predecesoras. Lo que más molesta es la calidad de los efectos, un CGI de mala calidad y que por momentos abruma, y ni hablar de la pantalla verde que se ve a la legua. Detalles que no hacen a la trama, pero podrían convertir a “Liga de la Justicia” es una gran película, lo que no quita que sea un gran exponente superheroico (sí, hay diferencia). Snyder se contiene, baja un poco su tono más serio, suma momentos emotivos (aunque tal vez no funcionen para todos), y no puede esquivar el slow motion, pero nos entrega una aventura divertida, entretenida y llevadera, y sobre todo correcta, apoyadísima en su carismático grupo de protagonistas. Hay química, hay futuro para este universo extendido cinematográfico, hay equipo y, por supuesto, hay una gran liga justiciera.
TODOS SON CULPABLES HASTA QUE SE DEMUESTRE LO CONTRARIO Kenneth Branagh quiere revitalizar un clásico, pero lo logra a medias. “Asesinato en el Orient Express”, tal vez no es la mejor novela de Agatha Christie, pero sí una de las más renombradas y exitosas de todos los tiempos, en gran parte, gracias a su primera adaptación cinematográfica cortesía de Sidney Lumet y un elenco casi inigualable que incluye a Albert Finney como Hercule Poirot, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Jacqueline Bisset, Sean Connery, Anthony Perkins y Vanessa Redgrave, entre otros. El tren en cuestión –uno de los más lujosos del mundo- dejó de funcionar hace más de quince años, pero Kenneth Branagh decidió traer un poco de esa opulencia y misterio tan propio de la década del treinta hasta nuestros días, para sorprender a una nueva generación de incautos con la resolución de un crimen tan rebuscado como espeluznante. Branagh se aleja por un rato de los relatos shakesperianos y se sumerge de lleno en una narración tan pintoresca y meticulosa como su protagonista, que deliberadamente se aleja un poco (no mucho) de la obra original para darle un ritmo acorde al siglo XXI y a las audiencias que necesitan más acción que palabras. “Asesinato en el Expreso de Oriente” (Murder on the Orient Express, 2017) brilla desde lo visual y su puesta en escena capturando la exuberancia de la época; la maestría de su director para captar los detalles -incluso en los estrechos pasillos de un tren- o los elegantes planos secuencias; y un cast que está bien a la altura de las circunstancias. Branagh encabeza el elenco en la piel del famosísimo detective belga, acompañado de nombres como Penélope Cruz, Willem Dafoe, Judi Dench, Johnny Depp, Josh Gad, Derek Jacobi, Michelle Pfeiffer y Daisy Ridley, entre otros. Tras un prólogo agregado, ambientado en la ciudad de Jerusalén en el año 1934, que lo encuentra investigando un simple caso de robo, el detective se decide a tomar unas merecidas vacaciones en Estambul, las cuales son interrumpidas por la urgencia de un nuevo asunto que lo obliga a volver a Inglaterra lo antes posible. La ruta más corta, y acogedora, parece ser el Expreso de Oriente, una formación cuyo pasaje incluye a miembros de la aristocracia y millonarios en ascenso. Entre ellos, Edward Ratchett (Depp), un comerciante de arte norteamericano que, tras recibir varias amenazas de muerte, decide contratar los servicios de Poirot, algo para lo que el detective se rehúsa cortésmente ya que este no le inspira confianza. Durante la segunda noche del viaje el tren queda varado en medio de una avalancha, y mientras esperan que vengan a despejar las vías y reacomodar la locomotora descarrilada, descubren que Ratchett fue asesinado en su camarote durante la madrugada. A Poirot sólo le queda una alternativa: encontrar al culpable y reafirmar su calificación de “mejor detective del mundo”. Lo que sigue es una serie de interrogatorios a los pasajeros del vagón que podrían estar involucrados. Todos parecen tener algo que ocultar, todos son sospechosos y, en muchos casos, existe una extraña relación con un resonado caso criminal ocurrido años atrás en los Estados Unidos. Pistas, conjeturas, testimonios… De apoco, todo se va hilando, o no tanto, sumergiendo a Poirot es un cao más complicado de lo que parece ser a simple vista. Sí, todo es un tanto rebuscado, pero así lo escribió la autora en 1934. Un relato que cobra sentido al final y, al mismo tiempo, trae aparejado un dilema moral que pone a prueba al metódico detective. Branagh es encantador y cortés, aunque carece del atisbo de sarcasmo de varios de sus congéneres que se calzaron los famosos bigotes antes que él; pero también es mucho más activo (el físico lo favorece) y emocional cuando la trama lo necesita. Es el único que realmente se destaca en un elenco coral plagado de grandes actores “de reparto” que aportan sus momentos y sus coartadas a este complejo rompecabezas que, por momentos, no queda del todo claro. Es complicado despegarse de las comparaciones, sobre todo con un clásico como el de Lumet de referencia, pero igual “Asesinato en el Expreso de Oriente” se convierte en una adaptación entretenida y modernizada que amplía el espectro y la historia de Christie, suma humor y tensión, y hasta se atreve a insinuar una “secuela” basada en otro de los famosos casos del detective. Pero la película destaca mucho más por lo visual (sus planos impresionantes, su vestuario y la puesta en escena en general) que por la reversión de una historia conocida, al menos, por cierta parte de la audiencia. Funciona muy bien para los “no iniciados”, aunque le sentaría mejor una narración más clásica que se guarde las revelaciones para el final, una característica tan propia de la escritora y su personaje. Branagh y el guionista Michael Green (“Logan”, “Blade Runner 2019”) se lo dejan más fácil al espectador, fragmentando la información y minimizando la “sorpresa”, no dejan mucho lugar para que la audiencia juegue al detective, interrumpiendo la linealidad con toscas escenas de acción que nos apartan del encierro del tren y esa sensación de estar varados en el medio de la nada donde nadie puede huir ni esconderse, que nos daba la novela.
NEGOCIOS RIESGOSOS Tom Cruise insiste con meter un éxito durante este año. Se nota que Tom Cruise y Doug Liman hicieron buenas migas con “Al Filo del Mañana” (Edge of Tomorrow, 2014) y ahora disfrutan trabajando juntos y planeando proyectos a futuro, mezclando la acción con toques de humor, aunque lo que se cuente en pantalla sea un poco más serio. Así decidieron encarar, el director y el guionista Gary Spinelli, esta historia basada en hechos reales y entrada en Barry Seal (Cruise), un piloto comercial de TWA que, un poco aburrido de la rutina, empezó a buscar alternativas y terminó metido con la CIA, la DEA, el Cartel de Medellín y otros tantos chanchullos. Barry ya venía traficando entre aeropuertos con nimiedades como cigarros cubanos, cuando Monty Schafer (Domhnall Gleeson), agente de la central de inteligencia, se le acerca con una proposición casi imposible de rechazar. Estamos a finales de la década del setenta, en pleno estallido de la Revolución Sandinista, un avance “comunista” por todo Centroamérica que Estados Unidos quiere evitar a toda costa. Las primeras tareas de Seal, que ahora maneja su “propia empresa” fantasma, son infiltrarse (bah, sobrevolar) en zona enemiga y fotografiar los campamentos insurgentes. Pronto se suma el intercambio de información y dinero, Manuel Antonio Noriega y sus primeros, cruces con el narcotráfico de la mano de unos entusiastas Jorge Ochoa y Pablo Escobar, antes de que el cartel colombiano tomara verdadero impulso. Barry no es un hombre que se asusta tan fácilmente, y el constante peligro y la adrenalina lo mantienen alerta. Pero en un punto la vida se le empieza a complicar entre tantos “kioscos” diferentes, una esposa (y un entorno) que empieza a sospechar, y un caudal de dinero ilegal que no cesa. A la CIA no le queda otra que hace la vista gorda de los desmanes de Seal, un poco por miedo a la divulgación de sus propias misiones encubiertas; pero ya estamos en época de Reagan y la lucha contra las drogas y la moral, que meten en la bolsa a la DEA, el FBI y la mismísima casa blanca. “Barry Seal: Sólo en América” (American Made, 2017) es una recolección de las hazañas de este muchacho, contadas con mucha ironía y humor cuando se trata de exponer el pasado americano. Liman no se contiene y nos pasea por la historia de los negociados yanquis, acá al mismo nivel de corrupción que los gobiernos latinoamericanos de la época. Al final, todo termina siendo un viaje vertiginoso sin mucha sustancia o verdadera sensación de peligro. La comedia y la acción lo invaden todo, sin dejar mucho espacio para el análisis o la crítica de una situación que ocurrió realmente aunque supere ampliamente a la ficción. A Cruise le sientan bien este tipo de personajes cancheros, aunque acá se le caigan algunas décadas. El gran problema del argumento, tal vez, son sus idas y vueltas, un recorrido entre ciudades USA y países de América Central que, por momentos, marea y le quita ritmo a la historia. Lo mejor de “Barry Seal: Sólo en América” es su puesta en escena, una gran reconstrucción de la cultura de la época, y una narrativa particular que suma cierto encanto vintage y hasta un poco de animación. No hay duda que los realizadores quisieron destacar esta cara tan oscura y sarcástica del “sueño americano”, donde no es millonario el que no quiere… el que no quiere ensuciarse las manos e involucrarse en varios negocios riesgosos. Desde nuestro lugar de pobretones de clase media baja lo disfrutamos, y nos reímos para no llorar de un nivel de corrupción y negociados que todavía siguen salpicando para todos lados, ya sea allá, acá o en cualquier lado.