La película póstuma del director iraní Abbas Kiarostami, 24 cuadros, es un ejercicio experimental y poético, una especie de ensayo audiovisual que funciona como despedida mientras se pregunta cómo el cine y la fotografía pueden plasmar la realidad. La despedida de Kiarostami es una experimentación poética a través de las imágenes y los sonidos. Mediante 24 imágenes, animadas digitalmente de manera evidente y sutil al mismo tiempo, desde un cuadro pictórico a planos en la nieve o cielos abiertos, hasta un plano final precioso con el cine como, literalmente, principal protagonista. Fotografías seleccionadas y tomadas por Kiarostami (a excepción del cuadro de Bruegel con el que empieza) que presenta cada una con su número sobre una placa negra. Planos estáticos de menos de cinco minutos cada uno que pueden narrar alguna breve historia, sin embargo la película en su totalidad apunta primordialmente a lo sensorial. Las imágenes son algunas musicalizadas, en diferentes idiomas, y hasta con Andrew Lloyd Webber y Katherine Jenkins cantando que el amor nunca muere, y lo cierto es que la idea de inmortalidad o eternidad (o del tiempo, ese concepto tan complejo) está sin dudas grabada en el hecho de que sea esta la película final del director de El sabor de las cerezas, Copia certificada y Like someone in love. 24 cuadros es la mejor combinación de las muchas facetas del director y guionista que además supo ser poeta, fotógrafo, pintor, ilustrador y diseñador gráfico. Acá se permite jugar con las texturas, los sonidos, los elementos repetidos, el color y el blanco y negro. 24 cuadros de unos cuatro minutos aproximadamente cada uno en los que el realizador se imagina qué pasa antes y después de ese instante inmortalizado. Estamos entonces ante una película que requiere a un espectador paciente e interesado. De así ser será recompensado, no sólo por el hermoso plano final sino por la película en su conjunto.
Dirigida por Brian Henson y escrita por Todd Berger con una historia ideada junto a Dee Austin Robertson, ¿Quién mató a los Puppets? es una comedia policial que se sucede en un mundo donde los puppets y los humanos conviven. Brian Henson fue director de las películas de los ’90 The Muppet Christmas Carol y Muppet Treasure Island. El hijo del reconocido Jim Henson (Laberinto) acá apuesta a otra historia que combina muñecos y humanos pero con un registro muy diferente, dedicada de manera exclusiva a un público adulto, ya no familiar. Y no a un público adulto porque pretende ser seria y oscura sino porque esto le permite poder jugar con el humor a través de lo políticamente incorrecto. En este mundo planteado en ¿Quién mató a los Puppets?, los muñecos conviven con los seres humanos pero lejos quedó su época de gloria. Es que al ponerse a la altura de los humanos y dejar de entregarse a una vida dedicada solamente a cantar, bailar y hacerlos divertir, quedaron relegados y marginados. Eso mismo le pasó a Phil, quien a diferencia de la mayor parte de los suyos quiso dedicarse a una vida distinta y ser policía hasta que una situación que salió del peor modo no sólo lo alejó a él de su oficio sino que metió a todos los puppets dentro de una misma bolsa y ahora ninguno puede ni siquiera soñar con ser policía. Phil es detective privado y trabaja, no obstante, a veces, ayudando a la ley, siempre de manera discreta. Cuando empieza a investigar un caso que le trae una seductora puppet a su oficina, pronto se ve inmerso en una investigación más grande y peligrosa: los protagonistas de una famosa serie de televisión ochentosa -protagonizada por puppets y una actriz de carne y hueso- entre los cuales se encuentran viejos amigos, su propio hermano y hasta un amor inconcluso, comienzan a ser asesinados. Eso lo reúne junto a una vieja compañera (Melissa McCarthy en un papel que ya le vimos interpretar muchas veces pero, hay que decirlo, suele funcionarle), probablemente la última persona con la cual quisiera trabajar. A nivel guion, la película apuesta a la típica película de dos detectives dispares unidos por un mismo objetivo. La estructura es clásica y sin embargo durante el último tercio no logra resolverse de una manera más dinámica y se termina sintiendo apresurado y hasta algo tirado de los pelos. Pero ¿Quién mató a los Puppets? no está tan interesada en ser esa comedia policial entre dos personajes que terminarán siendo compinches sino que juega con eso de ser una película con muñecos pero dirigida al público adulto, con un humor irreverente y de incorrección política. Y acá lo que podría haberse convertido en una atractiva propuesta se queda a medio camino. Mientras que las escenas que a nivel comedia mejor funcionan son las que suelen apostar por lo extremo y lo exagerado, el film no logra mantener ese mismo tono y se pierde en escenas de un humor más básico y aburrido. En el medio irán apareciendo varios personajes, algunos de carne y hueso y otros tantos rellenos de algodón. Entre los del primer grupo se destacan Maya Rudolph y Elizabeth Banks, dos mujeres distintas pero que, cada una a su modo, logran combinar fortaleza y ternura. Como curiosidad, durante los créditos se podrá presenciar un poco cómo es que se construye la magia, es decir cómo se ruedan las escenas con los muñecos y algunos de los trucos visuales. No de manera académica, claro, sino con humor, así como tantas otras comedias terminan con imágenes de los actores riéndose, tentándose y hasta arruinando tomas.
Escrita y dirigida por Santiago Esteves, "La educación del rey" es una sorprendente ópera prima situada en Mendoza. Reynaldo llega a Mendoza buscando un lugar donde dormir pero gracias al hermano, más allá de su primera negativa al respecto, termina encabezando un robo menor, que se suponía fácil, a una escribanía. Un robo que sale mal pero del cual logra escapar con dinero al mismo tiempo que sus cómplices son apresados. Esa noche escapándose de la policía pasa por el patio trasero de Carlos Vargas, un ex guardia de seguridad al cual le destruye el jardín. En lugar de entregarlo a la policía –un ambiente que él conoce muy bien-, le propone otro tipo de acuerdo: que le arregle el jardín, aquel que destruyó y que tanto le gustaba a su mujer. Así, a la fuerza, Reynaldo pone manos a las obras y entre los dos se dará una relación maestro-alumno cada vez más cercana a padre-hijo, dónde el conocimiento que se irá traspasando no pasará sólo por saber utilizar un arma sino qué códigos y valores que no deberían ceder ante la corrupción. Vargas tiene un hijo, un hijo que está presente la noche del altercado porque resulta ser el cumpleaños de su madre. Un hijo que ante la sorpresiva situación cree que la mejor opción es llamar a la policía y se termina yendo enojado de su casa porque su padre no iba a hacerlo. Es curioso que esta relación no necesite mucho boceto más para que quede delineada. “La educación del rey” logra transitar con éxito a través de varios subgéneros. Es un drama de personajes –además de la relación entre los dos protagonistas la presencia de la mujer de Vargas resulta imprescindible y muy agradable que le hará creer al menos por un rato que lo que Reynaldo tiene allí en ese hogar es una familia-, es un policial, con ritmo de thriller y una lograda tensión. Gracias a un guion sólido y personajes bien construidos es que se consigue una película sencilla y al mismo tiempo potente. Sin duda lo más interesante son los entramados que se van hilando entre los personajes. Es antes que nada una películas de relaciones, de cómo buscamos (o no) relacionarnos y el aprendizaje que esto nos puede otorgar. Después está lo policial y la crítica social que funcionan como un necesario contexto (y que vienen acompañadas por su necesario villano). Se expone una temática como la delincuencia juvenil sin juzgar pero tampoco disfrazando ni ocultándola. La banda sonora en ciertos momentos en los que se hace presente se torna algo invasiva pero a grandes rasgos estamos ante una muy buena y disfrutable película. Capaz de conmover desde un lugar genuino, sin apelar a subrayados y con frescas interpretaciones, tanto del desconocido Matías Encinas como del experimentado Germán Da Silva. Un cine argentino que no necesita de muchos artilugios para contar su historia.
Dirigido por Carlos Castro, escrito junto a Gustavo Alonso y basado en textos de Patricia Bargero, Regreso a Coronel Vallejos explora el pueblo de General Villegas con respecto al lugar que ocupó en las novelas de Manuel Puig y a través de la historia personal de Bargero. “Solamente respiraba dentro del cine”. De chico, Puig sentía que vivía en un western. Vivía en General Villegas, un pueblo de la pampa bonaerense cuyo paisaje es algo así como la ausencia de un paisaje, en sus propias palabras. Su amor por el cine se ve reflejado en lo que escribe y él mismo explica, en algún momento, que para escribir se nutre de él porque es todo lo que tiene. En sus novelas La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, Manuel Puig retrata personajes y rincones de un pueblo ficticio llamado Coronel Vallejos que todos supieron identificar rápidamente como General Villegas. No obstante, el hecho de que Puig se haya inspirado en su pueblo natal no es tomado como un homenaje sino que es usado para acusarlo de desparramar chismes. El documental que dirige Castro recopila testimonios de gente del lugar, de diferentes generaciones, y así deja en evidencia que hay varias maneras de leer a Puig (como a cualquier autor): están quienes aprecian su literatura por sí misma y quienes no pueden evitar tener en cuenta el contexto. Claro que el tiempo ayuda a despegarse de la carga contextual que tiene su obra y las nuevas generaciones ya no están muy embebidas de los prejuicios y resentimientos de la gente que en aquel momento se sintió tocada y llegó a pedir que nunca más volviera Puig. Es que el rechazo que sufre es tal que a la adaptación cinematográfica que realiza Leopoldo Torre Nilson de Boquitas pintadas ni siquiera se le permite proyectarse en el pueblo cuando se estrena. Castro rescata además una conferencia de prensa y una entrevista inédita a Puig que se realizó para un programa que nunca llegaría a ver la luz. Así, su propia voz se va intercalando en el relato que, de todos modos, tiene como eje principal, como guía del relato, a Patricia Bargero, una mujer que tras un accidente queda postrada en una silla de ruedas y comienza a leerlo y a sentirse atravesada por lo que lee. “El tipo se metía conmigo”, intenta explicar esa conexión que, de repente, siente con su obra, la mujer a la que luego apodarían la viuda de Puig. El documental cuenta además con una muy cuidada fotografía, con planos abiertos que retratan el no paisaje pampeano estático y las calles del pueblo durante pleno otoño, y algunos más cerrados en los hogares para describir a quienes brindan testimonios (en el fragmento en que se entrevista al descendiente de Caravera -la familia más ofendida con Boquitas pintadas– se puede apreciar el ojo cinematográfico de Castro para captar detalles; es un entrevistado discreto y bastante reacio a hablar y Castro lo retrata a través del lugar que lo rodea). No resulta necesario además informar quiénes son los que hablan a través de alguna leyenda, lo hacen ellos por sí mismos. Y la posición que decide tomar es personal pero neutral al mismo tiempo, sin emitir juicios sobre el escritor ni la gente de aquel pueblo de donde también procede el propio Castro. Como el film elige centrarse especialmente en General Villegas y en lo que concierne a Puig al respecto, que es la época más temprana de su vida, es que no se ahonda en temas como su sexualidad o militancia, apenas una persona en toda la película se atreve a pronunciar la palabra puto.
Escrita y dirigida por Inés De Oliveira Cézar, "La otra piel" narra el viaje literal y metafórico que una mujer necesitaba hacer pero no realiza hasta que algo inesperado la fuerza a hacerlo. Abril es una tatuadora en pareja con un dramaturgo que pasa casi todo su día enfrascado en los ensayos de su nueva obra. La pareja está en crisis, apenas se ven y por lo tanto apenas se hablan. Esto lleva a Abril a dejarse llevar por un impulso fuera de ella pero un hecho imprevisto, algo para lo que no estaba preparada, hace que reaccione escapándose. Con todos sus ahorros y algunas pocas pertenencias, viaja a Brasil. Sin previo aviso, dejando a su pareja y a su madre sin poder entender qué está sucediendo. El film sigue en paralelo el viaje de Abril y su relación con este nuevo lugar y lo que deja en su casa. En off, Spregelburd (quien interpreta a la pareja) narra fragmentos de su obra "La terquedad" (la obra que en la película ensayan además), que se van intercalando en medio del relato en escenas evocadoras, a veces subrayando algunas imágenes y otras a simple vista desconectadas. Pedazos de una historia o reflexiones que acentúan el estado de crisis personal que sufre su protagonista. Estas incorporaciones funcionan por momentos, descolocan durante otros y la verdad es que en otros tantos parecen estar demás. Las aventuras de Abril en Brasil se limitan a la playa y dibujar o leer libros en un bar del puerto. Y sin embargo allí tampoco saldrán las cosas como podría haber creído; no podemos decir que no salen como había planeado porque acá nunca hay un plan, probablemente ella ni sepa qué va a hacer después de que el dinero se acabe. En el medio deambula, entabla algunas conversaciones con locales, y se toma su tiempo, tiempo que la película se toma también para crear estos climas de constante inquietudes personales que sufre su protagonista. El guion no se apoya en un conflicto específico, sino que abarca uno tan grande (el personal, el de intentar saber quiénes somos, a dónde vamos, a dónde queremos ir) que muchas veces se suceden escenas más bien evocadoras, con poca acción. La relación con la piel y lo que esto representa es uno de las aristas que elige explorar De Oliveira Cézar. Abril es tatuadora pero para ser tatuadora sólo lleva un tatuaje, quizás porque ella se entrega a este arte de un modo más espiritual, alegando que lo que hace es una forma más primitiva de escritura. Después está el tema de lo que significa tatuarse, decorarse, ¿disfrazarse tal vez?, como la herida que le sugiere cubrir a una de sus clientas. Escribirse. María Figueras es quien interpreta a Abril y lo hace de una manera natural y a veces visceral cuando lo precisa la historia. Ella es la película. El resto no desentona pero es ella quien resulta hipnótica. Entre el misterio y la sensualidad, De Oliveira Cézar consigue crear buenos climas que se apoyan en una bella fotografía que sabe aprovechar tanto los interiores como los exteriores. “La otra piel” es la historia de una búsqueda personal y la directora y guionista lo hace sin intentar dar muchas explicaciones sino apelando a la evocación, a transmitir esa sensación de agobio y encierro primero y de libertad o aparente libertad que brinda estar en otro lugar, tener otro nombre. Con algunos fragmentos con aire a documental, resulta algo así como un estudio sobre el complejo universo femenino; es una película de muchas capas y lo más interesante no está sólo en su, de todos modos bella, superficie.
Warwick Thornton dirige el guion escrito por Steven McGregor y David Tranter y narran así un conflicto en el Territorio Norte de Australia entre un terrateniente y un hombre aborigen. Tanto Thornton como Tranter son aborígenes y “Dulce país” está basada en un juicio real del que el guionista escuchó hablar a su abuelo. Cuando un veterano de guerra llega a este pueblo del interior del Norte de su país, se encuentra con algo diferente a lo que esperaba. En este pueblo sin iglesia ni sheriff, además los negros no son esclavos, colaboran en sus casas y a cambio obtienen techo y comida. “Todos somos iguales aquí, todos somos iguales ante los ojos del Señor”, le dice el predicador del pueblo, interpretado por Sam Neill. Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que tiene mujer e hija, es enviado para ayudar en su nuevo rancho. Pero en un –aún- confuso altercado Harry muere en manos de Sam. Así, "Dulce país" es primero un western en el que el Sargento de la policía local persigue a Sam, quien se escapó sabiendo que su destino como aborigen después de la muerte del hombre blanco no iba a ser bueno; y luego con el juicio, donde termina de delinearse la historia. “Dulce país”, con su título cargado de ironía, está narrada mayormente de manera lineal, a excepción de cuando imágenes fragmentadas se intercalan anunciando algo que pasará o intentando descifrar algo que sucedió, flashbacks y forwards. Con un ritmo algo pausado, va exponiendo las aristas del relato de a pequeñas piezas, como un rompecabezas aunque bastante ordenado. Sí hay una clara división en la historia. Al principio centrándose en la persecución en el desierto y luego en el juicio, a cielo abierto. Aunque también podría haber funcionado en dos películas distintas, o al menos capítulos, lo cierto es que en su conjunto se complementan y no hay una desentonación. Es una película de época, estamos en la Australia de 1929 y nos encontramos acá una buena ambientación. Como todo western, porque estamos ante tal, hay un gran aprovechamiento de los exteriores, paisajes áridos y calurosos. Y hay mucho polvo, tierra. También es interesante la construcción de personajes. A diferencia de cualquier western clásico, acá no hay buenos y malos propiamente dicho, sino que todos están en el medio entre uno y otro. Apostando principalmente a la imagen y con pocos diálogos pero estos siempre muy precisos, se cuenta con una muy buena fotografía y un guion efectivo. Sin embargo, "Dulce País" quizás se pierde por momentos con un ritmo desparejo mientras elige retratar el colonialismo británico y lo hace a través de una historia interesante y rica que expone temas como el racismo pero también otros muy propios de la época como el machismo.
Con un estreno exclusivo en el MALBA, se podrá ver durante este mes Años Luz de Manuel Abramovich, película en la que retrata a Lucrecia Martel en pleno rodaje de Zama. “Nunca levanta la voz pero cuando habla todos la escuchan”, escribió Selva Almada en su último libro El mono en el remolino, las crónicas de su paso durante el rodaje de Zama, la última película de la salteña Lucrecia Martel. No obstante no fue la única persona que estuvo allí presente y cuyas experiencias transformó en arte. El documentalista Manuel Abramovich le escribió mails a Martel pidiéndole permiso para estar ahí y filmarla. Algo a lo que ella accedió a pesar de que explicitó su incomodidad. Este intercambio de correos se puede ver también en Años Luz y termina de dar forma a la figura de Lucrecia Martel, esa realizadora tan fascinante como enigmática. Abramovich apuesta al registro meramente observacional, que requiere interés y paciencia. Y sin embargo resulta hipnótica, uno quiere seguir observando todo lo que pasa, cómo es que sucede. No necesita más que mostrarla en pleno rodaje, dando precisas indicaciones a sus actores, observando atentamente la escena a rodar, fumando un habano, escuchando con sus auriculares rosas lo que acaba de grabar, interactuando con la llama que termina robando cámara en su escena, o remando mientras fuma, otra vez, un habano. En su mayor parte, escenas largas y sin corte, como en su propia crudeza. Si bien Zama fue la película que más le costó llevar adelante a Martel, el director de Solar no indaga en ninguno de esos aspectos de realización. No se inmiscuye, la observa y la escucha, con la misma atención que ella le pone a todo lo que hace. Así, apenas se la escucha decir cosas como “No quiero tener que ver eso en la posproducción. Porque yo no sé cuánta plata voy a tener para la posproducción”, o “No sean melancólicos. Hay que pasar a otra cosa”, para poder seguir filmando escenas. Años Luz expone a Martel en su máxima esencia. Como la mujer meticulosa y obsesiva que es y dispuesta a hacer de su película lo que ella quiere hacer. Siempre de una manera serena y segura. Así, el film de Abramovich no es un detrás de escenas ni nada cercano a eso, al contrario, es un retrato sobre la realizadora a través de algunos momentos del rodaje de Zama, que pueden ser un ensayo, una grabación, el momento de maquillar a la actriz Lola Dueñas, o su reacción ante un avión que pasa y cuyo ruido les impide seguir rodando.
La película dirigida y escrita por Juan Vera reúne a Mercedes Morán y Ricardo Darín para narrar la historia de un matrimonio que decide separarse tras veinticinco años juntos. El amor menos pensado comienza con su protagonista (Ricardo Darín) rompiendo la cuarta pared en la Biblioteca Mariano Moreno. Hablando de Moby Dick y de esa necesidad de lanzarse al mar que, en algún momento, a todos nos llega. Allí, la película promete aprovechar un recurso que no siempre funciona pero que no deja de ser válido. Y sin embargo eso no sucede. Hay alguna incursión algo caprichosa de su contraparte (Mercedes Morán) hablándole también a la cámara en cierto momento, pero sólo una vez y parecería de manera azarosa. En lugar de imprimirle un aire documental o de permitir un mayor acercamiento a los personajes, la ruptura de la cuarta pared acá simplemente sobra, hace ruido, molesta. “Para escribir hay que ir a los bifes. Para vivir también”, enseña en sus clases el personaje de Ricardo Darín. A la larga lo mismo que enseña Hebe Uhart a través de Liliana Villanueva: “Todo lo que sirve para la literatura, sirve también para la vida”. No obstante, más allá de algunas referencias literarias no hay un gran aprovechamiento de la literatura como metáfora, algo que parece insinuarse cuando el film empieza. Así, la película termina desaprovechando casi todo aquello de lo que utiliza como procedimiento o tema. Marcos y Ana son un matrimonio que ya llevan veinticinco años de casados. Entre ellos existe cierta complicidad que les permite reírse juntos y poder hablar de una amplia gama de cuestiones. Sin embargo cuando su hijo viaja a estudiar al exterior y el nido queda vacío, se reencuentran solos y se dan cuenta de que entre ellos hay de todo pero no hay amor. ¿Es ésa una razón válida para separarse? Y de repente, sin una aparente razón para sus círculos de amistades, deciden intentar seguir cada uno por su lado. Pasa un buen rato hasta que sucede aquello que ya sabemos que vinimos a ver: la separación. Y a partir de ese momento, Juan Vera sigue a sus personajes probando e intentando nuevas relaciones. Hay algo interesante en el tema de volver al ruedo después de cierta edad, de los mecanismos para la conquista, de cómo se empieza una nueva relación en esta etapa. Allí, Vera consigue resultados desparejos y, sin dudas, funciona mejor cuando se pone un poco más serio. Esto se puede ver con dos ejemplos en medio del desfile de participaciones especiales: la de Juan Minujín resulta ridícula y no aporta demasiado y Andrea Pietra aparece para darle un poco más de entidad a la trama con una mujer que llegó a la adultez siempre sabiendo qué quería. La película se va sucediendo, el tiempo va pasando, ellos se van reencontrando en el medio, entre incipientes relaciones y nuevas separaciones. Alrededor de ellos sucede un poco lo mismo con una pareja amiga y allí Vera introduce el tema de la infidelidad. La cuestión de la duración de la película no es un tema menor. Porque las más de dos horas y cuarto que dura comienzan a sentirse y mucho, sobre todo en el último tercio cuando amenaza varias veces con terminar antes de hacerlo finalmente. Es probable que la razón principal se deba a que Vera quiere abarcar demasiados temas en su película y no sabe hacerlo de manera concisa y redonda. Quiere abarcar casi todos los tipos de relaciones (heterosexuales) posibles, si no lo hace a través de sus personajes, lo intenta a través de los secundarios, incluido el hijo de sus protagonistas. Pero no sólo de amor y relaciones se vive, sino que también se hacen pinceladas sobre el paso del tiempo (divertida escena de reunión entre ex compañeros), los roles padres e hijos (linda y amable participación de Norman Briski), y la necesidad de volar y también la de no cortar alas (la historia con el hijo y un proyecto que no es el que ellos tenían pensado para él). Algo que no se puede negar es la química que existe entre ambos protagonistas (y que también suele verse con el resto de los actores secundarios). Entre Morán y Darín se siente esa idea de complicidad que pretenden retratar con sólo verlos juntos, conversando, comiendo empanadas o bailando después de unas copas de vino.
Se estrena la primera película en inglés de Sebastián Lelio, el director de la ganadora al Oscar por Mejor Película Extranjera: Una mujer fantástica. Escrita junto a Rebecca Lenkiewicz (guionista de la polaca Ida y del próximo estreno Colette) y basada en la novela de Naomi Alderman, Desobediencia es la historia de un amor prohibido pero ante todo de la necesidad de poder ser uno mismo aun habiendo salido de un entorno que grita que seamos del modo que otros tienen planeado. Rachel Weisz es Ronit, una fotógrafa que vive en Nueva York. Cuando se entera de que falleció su padre regresa a la comunidad judía ortodoxa que dejó en Reino Unido. Allí se reencuentra con parte de su pasado, con una sociedad que no acepta la vida liberada que ella lleva (una mujer soltera que no tiene hijos, que viste minifalda, que lleva su cabello suelto) pero sobre todo con un viejo amor, un amor que quizás no esté apagado ni enterrado. Ahí es cuando aparece en escena Esti, interpretada por Rachel McAdams, una vieja amiga que se casó con otro viejo amigo. Mientras una se permitió salir y darle rienda suelta a su propio ser, la otra vive encerrada en los mandatos de su comunidad. Sin embargo no todo parece estar tan resuelto para ella cuando se reencuentra con Ronit y empiezan a florecer tantos recuerdos y sentimientos. Lelio va narrando la relación entre ellas dos de una manera sutil, a su tiempo, para después mostrarlas dejándose llevar de la mano a escondidas. Es frío a la hora de retratar todo lo referido a esta comunidad, sus costumbres, sus rituales, sus vestimentas siempre oscuras no sólo en duelos; pero a la hora de retratar la historia de amor y pasión entre ellas va siendo gradual, comenzando de manera delicada hasta ser más visceral en la escena de sexo o imprimiéndole aún más romanticismo con The Cure como banda sonora. La trama de Desobediencia es bastante simple pero le permite a Lelio desplegar alrededor de ella varias aristas como los mandatos que una mujer se supone que tiene sólo por ser mujer y por haber nacido en determinado lugar. Cuando llega Ronit a su lugar de procedencia no es bienvenida y sólo encuentra refugio en este trío de viejos amigos. No estamos ante una historia de amor y nada más, sino que se trata además de autodescubrimiento, y no se ve esto sólo en el personaje de Ronit sino especialmente en el de Esti, que cree que cierta vida la colma hasta que se enfrenta a lo que de verdad desea. Entre las actrices se percibe mucha complicidad y le suma veracidad a su historia. A veces son sólo miradas y gestos y otras veces algún comentario punzante: “¿Qué fue lo que te sucedió?”, “Vos”. Ellas dos son el eje principal de la película, funcionan una como reflejo de la otra, aun pareciendo ser tan distintas: la liberal y la sumisa, la que quiere más y la que se amolda.
El cine de zombies no pasa de moda. Ahora de Canadá y dirigida y escrita por Robin Aubert, nos llegan "Los Hambrientos". Una de terror que sucede en medio de un pueblo campestre en Quebec. En una desoladora zona rural de Canadá, unos pocos sobrevivientes se mantienen juntos a medida que los recursos y provisiones comienzan a agotarse. Cada uno lo lleva como puede: una mujer con un machete, una con una mordida que haber sido de un perro, un muchacho que intenta sobrellevar la situación contando chistes malos, una niña huérfana; algunos de los personajes que se irán relacionando entre sí, primero de manera separada a través de grupos para finalmente terminar todos juntos reunidos, sabiendo que sólo si aceptan sus diferencias y se ponen de acuerdo serán capaces de sobrevivir un día más. La película de Aubert apuesta más a los climas de ausencia y silencios que a los efectos, aunque los aproveche a éstos en los momentos adecuados, aquellos en los que los zombies aparecen y atacan generando verdaderos momentos de tensión y terror. Pero el foco está en la dinámica de estos personajes que se van cruzando entre sí, que tratan de sobrevivir ante algo que nadie termina de entender bien qué o por qué sucede. Por momentos inquietante y perturbadora, y durante otros tantos algo lenta y pesada a causa de su pausado ritmo, "Los hambrientos" resulta un poco despareja. A nivel realización hay una puesta en escena y fotografía muy cuidada que al mismo tiempo se siente un poco impostada por momentos. Aubert intenta generar un cine de terror intimista y reflexivo y no estaría esto mal si no fuese porque no logra hacerlo funcionar. A eso se le suman unas interpretaciones en general bastante anodinas. A la larga, "Los hambrientos" no aporta nada nuevo al género pero tampoco logra destacarse dentro de sus convenciones y lugares comunes, aunque sabe despegarse un poco de ellos en un intento más bien vano. Así, resulta algo decepcionante, con una buena construcción de climas y algunas escenas de terror muy logradas pero una galería de personajes en los que no se termina de profundizar y por lo tanto de empatizar con ellos. Una película que pretende ser más bien sugerente y se pierde en esa intención. Promete más de lo que tiene para entregar.