Escrita junto a Michele Astori y Marco Martani, dirigida y protagonizada por Pierfrancesco Diliberto (Pif), "A la guerra por amor" pretende contar una historia de guerra marcada por el amor, por las cosas que uno haría por la persona de la cual está enamorada. Con humor y mucho cariño por los personajes, se cuentan varias historias situadas en la Segunda Guerra Mundial de una manera menos dolorosa. Arturo Giammaresi está perdidamente enamorado de Flora con quien mantiene un bello noviazgo en Nueva York. Pero el tío de Flora luego la promete con un jefe de la mafia y Arturo necesita del consentimiento de su padre, radicado en la Sicilia ocupada por los nazis, por lo que decide enlistarse y unirse a la Fuerza Aliada con el fin de llegar a él y demostrarle que es digno de estar con su hija. En el medio, diferentes conflictos y personajes se irán cruzando frente a él y se van desplegando algunas historias secundarias que le agregan color y dinamismo al relato. "A la guerra por amor" cuenta entonces historias ambientadas en la Segunda Guerra Mundial y por lo tanto no suelen muchas tener finales felices. No obstante, el apuesto al humor y al amor que constantemente despliega Pif en su película hacen de ésta algo muy distinto a lo que cualquiera pudiera esperar. El problema radica quizá en que el humor a veces no siente del todo correcto, o en los momentos adecuados. El contexto bélico sigue siendo muy fuerte como para querer suavizarlo todo el tiempo. El film tiene mucho de cuentito, es divertida y emotiva y está bien realizada aunque resulta algo despareja en cuanto a las interpretaciones. Hay algunos personajes secundarios que se terminan resaltando por sobre el resto, que con pequeños momentos se van ganando la pantalla. Hay también algo de denuncia respecto a las familias sicilianas mafiosas. "A la guerra por amor" apuesta al slapstick y al humor de otra época. Es entretenida e interesante, pero se queda a medio camino con un tono que no termina de funcionar, entre el humor a veces más ingenuo y a veces más delirante, y la emotividad que las historias en algún momento alcanzan. Como dato de color, el film funciona como una especie de precuela de la anterior película de Pif, "La mafia mata sólo en verano".
El segundo largometraje de Lukas Valenta Rinner, escrito junto a Ana Godoy, Martin Shanly y Ariel Gurevich, es una peculiar historia de diferencias de clases. Belén es una joven que tras un año sin trabajar entra como empleada doméstica a la casa de una señora y su hijo tenista, en un country cerrado. Tímida, callada, con una personalidad entre retraída y algo perturbada, escucha y se deja llevar por unos ruidos cercanos. Así descubre un grupo de personas nudistas que realizan actividades corporales, un mundo que en principio la asusta pero luego le da la curiosidad suficiente como para introducirse ella misma allí. En la película de Valenta Rinner, vemos y seguimos todo a través de Belén, persona que de manera silenciosa observa y escucha, pero se toma su tiempo para finalmente actuar. Situaciones en la casa donde le toca trabajar cama adentro, y luego más allá de la cerca. En el medio, entabla o comienza a entablar una relación amorosa con uno de los muchachos de seguridad del country. Sin embargo, la relación importante que va a ir descubriendo Belén, es la que tiene con su propio cuerpo. Cuerpos que son filmados con mucha naturalidad y sin tapujos. Y después, claro, la crítica social. La diferencia de clases, los muros que separan, se cierran, se aíslan entre sí y a veces de la realidad, la incomunicación entre zonas. Y un clímax que funciona con toda la potencia que le falta al resto del largometraje pero que fue construyendo con cuidado. "Los decentes" es una curiosa y excéntrica película que de todos modos no consigue mantener un ritmo ágil durante el film. Con altibajos, algunos estereotipos, buenas actuaciones (su protagonista Iride Mockert brinda una muy rica interpretación sutil y contenida) y una bella fotografía, se termina sintiendo algo débil.
Los últimos, la ópera prima de Nicolás Puenzo, escrita junto a su hermana Lucía, es un drama sobre un cercano futuro distópico. “¿No será esta la guerra? Que nos saquen el agua, que nos lleven el cobre, el cinc, el plomo. Que los aviones que tiraban comida tiren bombas”. En la primera película que dirige Nicolás Puenzo decide retratar un futuro no tan lejano, en el que la guerra se lleva a cabo por algo tan básico y vital como el agua. Enfocada principalmente en tres personajes, una pareja de refugiados y un periodista que de a poco va encontrando su misión junto a ellos. Yaku y Pedro deciden escapar a una vida mejor para el hijo que está en camino. Pero el recorrido está plagado de peligros y en el medio se cruzan con Ruíz, un fotógrafo que de a poco comienza a sentirse afectado por estos jóvenes y decide ayudarlos, dejando de lado su cómoda y pasiva posición. Peter Lanzani y la modelo devenida en actriz Juana Burga en su debut cinematográfico dan vida a la pareja mientras Germán Palacios es quien interpreta al periodista. En el medio, las participaciones de Natalia Oreiro, Alejandro Awada y Luis Machín, entre otros, terminan de completar el elenco que se destaca, principalmente, por la solidez y lo parejo de las interpretaciones. La fotografía es muy cuidada y sabe aprovechar los desérticos escenarios que terminan convirtiéndose en un personaje más. Puenzo construye su película a su tiempo, de manera lenta para describir situaciones y sensaciones y conocer un poco más a estos personajes. En su segunda mitad, los protagonistas se enfrentan con situaciones más específicas y la tensión crece. Sin embargo su hincapié por dejar mensaje es menos sutil de lo que uno quisiera. Los últimos es la historia de una travesía, de las ganas de vivir en una época en la que ya no parece haber mucho por qué vivir, de la esperanza como motor. Es un viaje algo circular también, porque en algún momento termina algo y empieza otra cosa, mientras Pedro viaja con la foto de su padre esperando poder entregársela.
Con una adaptación de Agatha Christie, Kenneth Branagh se pone detrás y delante de cámara en Asesinato en el Expreso de Oriente, junto a un multiestelar elenco. Poirot es probablemente el mejor detective del mundo. Al menos así se presenta él mismo y su carrera lo avala. Y cree entonces que es momento de unas merecidas vacaciones, de disfrutar de la comida y de buenos paisajes. La presentación del personaje apuesta a un tono algo absurdo y de comedia inglés, no tan graciosa pero lo suficientemente simpática como para esperar algo más que un thriller convencional enfocado en el “quién lo hizo”. Escrita por Michael Green y dirigida por el mismo protagonista, Kenneth Branagh, Asesinato en el Expreso de Oriente cuenta la historia de, claro, un asesinato que se sucede en medio del viaje en tren que obliga a Poirot a ponerse a trabajar en el caso. Mientras va descubriendo que todos tienen razones para ser sospechosos también se cruza con falsas pistas que lo confunden. Un viaje en tren entre desconocidos, personas que en aquel momento poco tienen en común más que hacer juntos el recorrido: un descanso, a través de Europa, convertido en una situación de intrigas pero también emocionante para el detective, hasta que ante él se van desplegando oscuros secretos. Es una pena que el film vaya abandonando luego ese tono juguetón con el que empieza y se termine convirtiendo en un enrevesado thriller que pierde sobre todo a la hora de querer introducir tantos personajes sin lograr que ninguno logre dimensionarse. Es una especie de desfile de actores reconocidos que intentan destacarse por sí solos pero cuentan con un guion bastante pobre que no se los permite más que por sus meras presencias. En cuanto a lo estético la película se percibe influenciada por el cine clásico. Rodada en 65 mm, lo cierto es que logra algunas tomas muy hermosas, incluso unos largos planos a través del tren. La fotografía es elegante, digna del tren que funciona como un protagonista más, dejándolos detenidos en el medio de la nieve. Sin dudas en la dirección de Branagh es donde la película mejor se destaca. El guion es el que tiene problemas. Por un lado logra unas buenas presentaciones de varios personajes, pero en general no consigue generar en ninguno de ellos la dimensión necesaria como para que nos importen demasiado. Con la intriga principal, el asesinato, pasa un poco lo mismo. Se presenta, genera dudas y posibilidades pero a la hora de resolverlo no consigue esa resolución ser lo suficientemente fuerte e interesante, perdiendo algo de la dicotomía de la original.
De Israel llega esta ópera prima de Hadas Ben Aroya: Personas que no son yo, una película con una temática muy actual y universal que se alzó con el premio mayor en la edición 2016 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En esta ópera prima, Hadas Ben Aroya escribe, dirige y decide ponerse ella misma como protagonista, probablemente por lo personal que le sienta esta temática. Con Israel como marco -un marco que, en este caso, hoy en día, podría ser casi cualquier parte del mundo-, interpreta a una joven de 25 años que acaba de separarse e intenta seguir adelante a través de relaciones casuales. No obstante, ninguna relación parece colmarla. Porque una es demasiado casual y ella se niega al mínimo atisbo de intimidad y la otra porque la asusta por presentarse como la contraparte a aquella. En el medio, la vemos trabajando en un lugar donde está cómoda pero no se siente ella misma mientras teme que el tiempo para hacer cosas que realmente le gustan se le escurra de las manos. Porque no es lo mismo empezar a aprender a estudiar un instrumento musical a los treinta años, piensa ella. Personas que no son yo tiene mucho de retrato de la llamada generación “millenial”, algo así como una Girls (la serie de HBO creada por Lena Dunham) pero que, en lugar de apostar a lo coral, se enfoca en un solo personaje. Toda la película es ella sola, poniéndole cuerpo y alma a una joven que todavía no es la adulta que creía que sería a esa edad, llena de dudas y ansias de un poco de intimidad. Filmada siempre desde su perspectiva, con algunos muy bien realizados largos planos secuencias, estamos ante una película chiquita y personal, sin muchas pretensiones. Un lindo debut para su directora aunque quizás le falte algo de profundidad y desarrollo a su contexto, sucede en Israel pero no se ve ni se siente mucho de ese lugar.
"Souvenir" (Volver a empezar): golpe de timón. Siempre es un placer ver en pantalla grande a Isabelle Huppert. La actriz que desde hace décadas ha trabajado con varios de los mejores directores europeos también intercala su carrera con algunas películas más chicas. En este caso, “Volver a empezar” es el segundo largometraje de Bavo Defurne, quien además es autor y uno de los guionistas de la película. La historia es simple. Liliane es una empleada en una fábrica de paté, con una vida solitaria y rutinaria. Trabaja de manera mecánica pero efectiva, vuelve siempre en el mismo autobús leyendo un libro, y disfruta de ver un programa de preguntas y respuestas en la tv mientras se toma un café o un whisky. La aparición de un joven en su lugar de trabajo comienza de a poco a moverle los estantes que tan acomodaditos tenía en su vida. Jean tiene 22 años, vive con sus padres y entrena para ser campeón de boxeo. Cuando la ve a Liliane la reconoce inmediatamente: era esa cantante exitosa de la cual su padre estaba enamorado y cuya carrera se desvaneció hasta desaparecer. Fascinado por esta mujer, la convence de a poco de volver a apostar a esa carrera que ella quiso, porque no creyó tener otra opción, dejar sepultada. Primero con la idea de una única presentación, luego convirtiéndose Jean en su propio representante y por último con la oportunidad de participar y triunfar en el famoso concurso televisivo que hace treinta años estuvo a punto de ganar. En el medio, los conflictos. Jean y Liliane no pueden evitar sentirse cada vez más cercanos, tener una relación (o un intento de tal) y las diferencias son varias además de la más notable de todas: la edad. Jean está encandilado por ella y por eso le duele descubrir luego que ella le pide ayuda a su ex marido –el culpable tanto de su éxito como de su fracaso tanto tiempo atrás- para poder volver al ruedo. Hay mucho de novelezco en la trama, incluso en el tono de la película, que muchas veces intenta esconder pero sin demasiado éxito. Los brillos de sus vestidos o las luces del escenario, algunas tomas que parecen salidas de una publicidad que intenta demasiado ser glamorosa. Los diálogos entre demasiado explicativos, trillados y otros algo inverosímiles. De hecho la verosimilitud es un problema de la película, ya que por ejemplo muchas de las escenas o situaciones que Liliane, Laura en su nombre artístico, vive durante el concurso parecen bastante improbables. Lo mismo pasa con la relación entre Jean y Liliane; el problema no radica en no creer que sea posible una relación entre dos personas con tanta diferencia de edad, sino que el modo en que está retratada la relación resulta bastante forzado muchas veces. Otro problema a la hora de narrar el paso por el concurso que podría devolverla a los focos es que sólo somos testigos de la historia de ella. Sale y se compra al jurado y al público, enamora con su voz y su estilo que parece salido del old Hollywood. Pero nunca sabemos de los demás participantes, y por lo tanto es muy fácil deducir que prácticamente no tiene competencia, que el resultado no podría ser otro dentro de este cuentito. “Volver a empezar” termina resultando una película bastante fallida, vacía, amable, sí pero no mucho más. Isabelle Huppert está ahí queriendo enaltecerla pero su presencia no llega a ser suficiente. Aun así confieso que el cierre del film, esos últimos planos, me parecen por fin los más lindos y simples que tiene toda la película. Sin palabras, simplemente miradas, y el ascensor que cierra sus puertas y se va. Si la película estuviera compuesta de más momentos como estos, sería otra mi reseña.
Eduardo Pinto escribe y dirige Corralón, una incómoda película sobre las diferencias de clases en una Buenos Aires en blanco y negro. Una Buenos Aires gris, casi siempre lluviosa o nublada. Juan e Ismael trabajan transportando materiales de un corralón y pasan sus momentos libres entre alcohol, charlas intrascendentes (en su mayor parte sobre mujeres y sexo) y simplemente esa cotidianidad a la que están acostumbrados y en la cual se sienten cómodos. Dan vida a esa amistad conformada por el que habla todo el tiempo y aquel que es más callado para hablar sólo lo necesario. Toda esa rutina, ese mundo que les es propio, se ve sacudida con la aparición de un nuevo cliente del jefe para el que trabajan. En el primer día de trabajo con ellos, aparecen borrachos y la mujer estalla en nervios por unas plantas. Pero el verdadero conflicto radica en otro lado. Tras ese primer choque queda evidenciado el modo de pensar y de tratar que tienen estas personas de una clase social más alta a aquellos que están por debajo de la de ellos. A Juan eso lo vuelve loco, el sentirse que lo tratan con aire de superioridad sólo porque tienen más dinero que él, y tras unas malas actitudes decide enseñarles una lección. Ismael termina convirtiéndose en cómplice de un Juan que secuestra y trata como perros -esos perros por los que siente tanta fascinación-, al matrimonio en cuestión. Luciano Cáceres interpreta con solvencia a este personaje de pocas palabras, en una actuación contenida pero sumamente expresiva. Juan, como esas calles de Buenos Aires, parece siempre a punto de explotar. En cambio Pablo Pinto logra aportar, en muchas de sus escenas, algo de frescura con su personaje, consiguiendo que el tono de drama tenso no siempre se apodere del relato pero sí vaya creciendo en los momentos álgidos. Corralón es una película que se toma su tiempo para retratar la cotidianidad de estos personajes y explota cuando lo hace su protagonista y deja salir su costado animal. Su estética de blanco y negro y la música le imprimen al film un estilo muy particular, de un terror que genera miedo porque se percibe mucho más real. Un miedo a lo que va a pasar, a no saber (o sí) cómo va a terminar todo.
La nueva película de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, Francesca, es un ejercicio de estilo y una carta de amor al giallo. Dirigida por Luciano Onetti y escrita junto a su hermano Nicolás, Francesca es una oda al giallo, aquel subgénero que creó Mario Bava y popularizó junto a Dario Argento. Como el giallo es muy propio de Italia -allí nació y vivió-, los Onetti sitúan su historia a contar en Roma. Situada, mas no rodada, ya que nosotros podremos identificar fácilmente escenarios como el cementerio de Azul en la provincia de Buenos Aires. La trama es simple. Un par de detectives investigan a un asesino serial al mismo tiempo que encuentran una relación con una niña desaparecida hace varios años, hija de un famoso poeta experto en La Divina Comedia de Alighieri, a la que las notas del asesino hacen siempre referencia. No obstante, lo relevante en el film es el estilo. Además de una saturada paleta de color, en la que siempre se destaca el rojo, Francesca demuestra mucho conocimiento y amor hacia el género. Así se producen también incontable cantidad de tomas desde la perspectiva del asesino, que ayudan a ocultarnos su rostro, o se permite ser más sangrienta en algunas de las escenas de muerte. Todas estas decisiones estéticas, lo artesanal en la puesta de escena pero, también, por ejemplo, el hecho de que la película esté en italiano pero doblada, refuerzan esa sensación de artificialidad que a la larga le es propia al giallo también. No estamos ante una propuesta realista en lo absoluto pero dentro de ese mundo, de ese subgénero, la película funciona. A la larga, el giallo no tiene por qué tener lógica en muchas de sus cuestiones. El guion es entonces más bien simple, de desarrollo lento aunque redondito, mientras en lo estético, en la fotografía, principalmente, el film desprende su mejor faceta. La resolución se siente apresurada, quizás como casi todas las películas de Dario Argento y en ese apresurarse se pueden perder algunos detalles.
El guionista Taylor Sheridan vuelve a probarse (tras seis años desde su ópera prima, “Vile”) como director y consigue una película sólida e impactante sin llegar a ser nunca obvia o predecible. El escritor de películas como “Sicario” y “Hell or high water” despliega acá (donde además de dirigir, claro, escribe también el guión) una historia de naturaleza violenta que pone en foco una comunidad de indios norteamericanos. Enmarcada en la reserva india de Wyoming, el punto de partida es el asesinato de una joven de 18 años, algo que al protagonista (Jeremy Renner), un cuidador y cazador de animales salvajes, le toca nervios muy profundos. Este hecho también trae a una joven investigadora (Elizabeth Olsen, uno de los rostros jóvenes más prometedores que tiene el cine hoy día) que de repente tiene que enfrentarse con una sociedad y un lugar muy distinto al que acostumbra, que se le presenta hostil, desde la conducta de algunos de esos hombres taciturnos y primitivos (en un lugar como este, la mujer ocupa un lugar inferior y menospreciado) hasta el frío que hiela los huesos. Mucho frío, unos paisajes nevados y helados, a los que la banda sonora compuesta en gran parte por Nick Cave le sientan muy bien, especialmente cuando suena su voz. Es que la película de Sheridan cuenta con un trabajo de dirección notable y construye climas muy poéticos, además de lo tenso y oscuro del relato. Una de las aristas interesantes del guion está en la relación entre ambos protagonistas. Ambos se necesitan y complementan, se conectan, pero sin caer en la típica relación romántica. Los actores desprenden una química natural que ya había quedado evidenciada en las películas de Marvel. “Wind river” es un drama teñido de tensión (pero una tensión más bien contenida), por momentos muy duro en su violencia, algo seco y frío como sus paisajes, pero sobre todo impactante y conmovedor. Es una sorpresa que una película de esta calidad probablemente pase tan desapercibida pero lo cierto es que estamos ante un film muy logrado que acierta tanto en contar una historia, con el cómo hacerlo y sobre todo en lo que logra transmitir. Sheridan construye su película con metáforas y símbolos, silencios y gestos, y algunos diálogos quizás un poco más explícitos. Pero en general estamos ante un frío y cautivador relato.
Llega la esperada nueva adaptación de, uno de los libros más leídos de Stephen King, It. Esta vez dirigida por Andy Muschietti. Es verano, se termina la escuela y ellos son niños que deberían pasar su tiempo libre jugando y divirtiéndose. Pero no es un año cualquiera en un lugar que no es cualquier lugar tampoco. En el pueblo de Derry pasan cosas extrañas que todos parecen ignorar y este año, en particular, empiezan a desaparecer misteriosamente muchos niños. Uno de ellos es el pequeño Georgie, hermano menor de Bill, uno de los protagonistas que será parte del club de los Perdedores. Un grupito de niños que parecía no encontrar su lugar en el pueblo hasta que sus caminos convergen y se encuentran entre ellos. La desaparición de Georgie no va a quedar fuera de cuadro. Al contrario, esa secuencia inicial ya sitúa el tono perturbador que busca la película. En It hay casi dos películas en una. Por un lado, la de terror, la que se enfoca en sustos y en retratar pesadillas que se tornan cada vez más reales; y por el otro, la de la amistad en esa época entre la niñez y la adolescencia, acá reforzados por un ambiente que siempre les es hostil a los protagonistas. Ambas se fusionan, pero en general es esta segunda la que va ganándole lugar a la otra. A partir de extrañas pesadillas vivientes que le van sucediendo a cada uno de estos niños en cuestión, que los enfrentan directamente a sus mayores miedos, es que Bill, Stan, Eddie, Richie, Beverly, Ben y Mike van a pasar su verano tratando de encontrar una manera de derrotar a este ente maligno, esta “cosa” que suele aparecer tomando la forma de Pennywise, el payaso. Las problemáticas que sufren los niños en su día a día, antes de ser Pennywise su principal antagonista, siguen siendo tan actuales como siempre. El bullying en la escuela, el maltrato y el abuso por parte de los adultos. Eso sí, acá es todo llevado hasta los extremos, porque en Derry nada es normal, todo parece estar bajo una maldición que saca lo peor de cada uno de modos casi irracionales. En el medio se van retratando cuestiones propias de la edad, como el despertar sexual o un primer enamoramiento. A la larga, crecer es lo más aterrador. La película dura más de dos horas y contó con muchas reescrituras de guion. La empezaron escribiendo Cary Fukunaga (quien iba a dirigirla antes de diferencias creativas y problemas de presupuesto) junto a Chase Palmer pero fue luego Gary Dauberman (el mismo de la actualmente en cartelera Annabelle 2) quien terminó de tocarlo hasta darle forma para que pudiera encajar, incluso, con el presupuesto que tenían de unos 35 millones de dólares. Estas reescrituras se ven inevitablemente reflejadas en algunas cuestiones a la hora de presentar y desarrollar personajes, quedando algunos más desdibujados que otros, sin poder terminar de ahondar en cada uno de sus traumas por igual. Después, así como sucede con los personajes, las interpretaciones infantiles también son desparejas, aunque la mayoría funciona, destacándose mejor Sophia Lillis como Beverly, más allá de que su personaje termine cerca del final ocupando una posición poco feliz en la historia: el de damisela en apuros. Por otro lado, fue Bill Skarsgard quien tuvo la no fácil tarea de convertirse en esta nueva versión de Pennywise, aquel personaje que popularizó Tim Curry en la miniserie de 1990. La idea parece, sin dudas, despegarse de aquella, ese payaso de aspecto infantil, para convertirse en algo más parecido a un psicópata. Para generar miedo se cae en sustos inesperados varios y en algunas secuencias pesadillescas (hasta con referencia directa a Mama, del propio director), unas más efectivas que otras. No obstante, el uso y abuso que se hace del aumento de volumen en estas escenas en cierto momento comienza a molestar. Pero en Skarsgard hay más que disfraz y maquillaje y es lo que está en sus ojos, en esa sonrisa perversa y en su risa maníaca. La historia está ubicada a fines de los 80 y, sin embargo, a diferencia de Stranger Things por ejemplo (es imposible no mencionarla por la clara influencia que tuvo de King la serie y porque hasta repite un actor), no se regodea en esa nostalgia sino que, en cierto modo, se la siente aggiornada y moderna. Hay referencias ochentosas y música de esa época pero aparecen de un modo que se percibe más auténtico. Otro punto a favor que tiene el film es el arte. Se juega además mucho con las perspectivas en las escenas principales de terror. La fotografía de Chung-hoon Chung (quien suele trabajar con Chan-wook Park) también está muy lograda. Eliminando la estructura original de la novela, que iba entre tiempos narrativos para terminar de construir cada una de las dos apariciones de Pennywise, -la que los encontró como niños y la que luego los encuentra como adultos-, acá sólo tendremos acceso de manera lineal a la primera. La idea es hacer la segunda parte con ellos como adultos y, si bien todavía no hay nombres ni siquiera para la producción, es sabido que va a suceder tras el increíble éxito que está teniendo este primer capítulo.